Nuestro
padre nació en Buenos Aires el 2 de marzo de 1928.
Era hijo de Luis Pedro Zanotti y Cándida Lacanna. Tuvo
una infancia normal y feliz en el barrio de Caballito junto
a su querida hermana Mabel. Su madre, docente de alma, y Marisa
Serrano, una maestra ejemplar, fueron los primeros instrumentos
que la Providencia utilizó para imprimir en su espíritu
una vocación, una llamada, muy profunda. Una vocación
que marcó en él un estado permanente de vida,
una búsqueda y un desafío permanente en su ser:
la vocación de hacer surgir en toda persona lo mejor
de sí misma. Una noble y simple palabra la expresa:
maestro.
Así, en 1946, recibe su título de Maestro Normal
Nacional en la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta,
en una época en que aún esa carrera era para
muchos un sacerdocio laico, en el buen sentido del término.
Su primer libro, La generación del medio siglo, es
un testimonio de ese tono espiritual que no lo abandonaría
jamás.
Fue maestro de escuela primaria, en la escuela estatal 10
del Distrito Escolar 7 de la calle Canalejas 975, desde 1947
hasta 1955. En 1947 inició, paralelamente, su carrera
universitaria de Profesor en Pedagogía, en la Facultad
de Filosofía y Letras de la UBA, que concluyó
en marzo de 1951 con diploma de honor. En esas aulas, de gran
nivel por entonces, conoció a Juan Emilio Cassani,
quien influyó en su vocación por la política
educativa. Esa disciplina, a cuya sistematización y
progreso tanto contribuyó, representaba para él
la síntesis, la conjunción rigurosa de tres
elementos que siempre lo apasionaron: no sólo todo
el fenómeno educativo en su conjunto, sino también
el derecho y la historia.
En diciembre de 1948 conoció a quien sería su
esposa y nuestra madre, María Susana Montefusco, con
quien se casó en Marzo de 1953. Su amor y dedicación
a su mujer y hacia nosotros fue sencillamente absoluto. Lo
mismo que hacia su trabajo. Papá tenía esa espiritualidad
que luego importantes pensadores calificaron de camino propio
de la santidad de un laico: el deseo de perfección,
por amor, en su familia y en su trabajo. Comprendemos al lector
que piense que escribimos esto conmovidos por la subjetividad
entendible de nuestro afecto. Pero quienes lo conocieron y
lo trataron, sus familiares, amigos, colegas y discípulos,
saben perfectamente que era así.
Terminados sus estudios universitarios, comenzó su
intensa vida docente en el nivel superior. Dio clases de Pedagogía
General en el Instituto Nacional Superior del Profesorado
hasta comenzada la década del 70, e inició su
carrera docente en la UBA como ayudante de Política
Educativa, cuya titularidad por concurso ganó en 1968.
Por el simple hecho de no ser marxista le fue arrebatada la
cátedra en un simulacro de proceso en 1973. Papá
dio clase de ética con su sólida actitud. En
su valentía, en un momento en que cada día no
se sabía si se salía vivo de la Universidad.
En su dignidad, en no consentir ni aceptar, ni someterse al
simulacro de juicio efectuado. En su perdón –sobre
todo en esto– mediante su silencio, su falta total de
resentimiento y en su comprensión de los avatares de
los hombres y de la historia cuyo curso ellos determinan.
En 1976 retornó a su cátedra, a la cual renunció
finalmente en 1983.
En noviembre de 1958 viajó becado por la Unesco a Roma,
para estudiar pedagogía con Luigi Volpicelli, en la
Universidad del Magisterio, hasta julio del año siguiente.
Esta experiencia fue decisiva para su vida profesional. Unos
años antes, en 1955, había iniciado también
su trabajo en el diario La Nación, como redactor. Su
vocación periodística, que él supo hacer
una con su docencia, lo acompañó siempre. Trabajó
en la redacción general de La Nación hasta 1964,
año en el que quedó como editorialista hasta
1977; retomó en ese mismo año su trabajo en
la redacción como jefe de la sección educación.
En 1983 asumió como Jefe de Editoriales, cargo que
desempeñó hasta su muerte.
Su actividad académica en el orden educativo se completó
con la dirección del Departamento de Pedagogía
de la UBA, desde 1963 hasta comienzos de la década
del 70, y con la dirección de dos importantes revistas,
"Cátedra y Vida", desde 1960 hasta 1968,
y la "Revista del Instituto de Investigaciones Educativas",
desde 1974 hasta 1990. En este último caso hay que
tener en cuenta que papá fue la fuerza inspiradora
central del Instituto de Investigaciones Educativas. Mientras
tanto fueron apareciendo todos sus libros, cuya reseña
está efectuada en esta misma edición por uno
de sus mejores discípulos. No corresponde a nosotros
efectuar una síntesis de su pensamiento, sólo
diremos que marcó un hito en la sistematización
y profundización de la política educativa. Lo
importante es que en el tono de sus reflexiones se advierte
gran parte de su espíritu. A lo largo de los años,
al advertir que la sociedad argentina en su conjunto entraba
de manera casi permanente en una cerrazón y silencio
con respecto a las profundas y necesarias reformas que él
proponía, supo mantener una difícil síntesis
espiritual entre la insistencia inútil y el silencio
indiferente (el prólogo a Los objetivos de la escuela
media es un buen ejemplo de ello). Rechazó reportajes
y entrevistas en medios masivos de comunicación –apariciones
por las cuales muchos argentinos pierden totalmente su equilibrio
espiritual– e hizo muy pocas presentaciones públicas,
excepto en la Academia Argentina de Educación, a la
cual dedica sus últimos esfuerzos. Había sido
nombrado académico en 1985. Al mismo tiempo siguió
volcando su pasión por la educación argentina
a través de sus artículos en el llE y en su
eficiente labor de editorialista en La Nación. En sus
últimos años desarrolló una serie de
reflexiones que conformaron un pensamiento filosófico
propio, más abarcador y fundante que lo estrictamente
educativo. Fueron esas reflexiones los artículos que
publicó bajo el nombre de "Jorge Lacanna",
por el primero su segundo nombre y el segundo su apellido
materno. En estos artículos fue máximamente
maestro, y su madre, como dijimos, también lo había
sido.
Sus
actividades profesionales, empero, no se limitaron a lo ya
descripto. Su pasión pedagógica lo llevó
durante toda su vida a desarrollar una serie de actividades
conectadas con su ideal. Asesoró pedagógicamente
a diversos colegios, como el Santa Inés, del 72 al
76, y al Juan XXIII, del 70 al 71, del cual había sido
rector en 1968. Asesoró también a la Dirección
de Instrucción Naval desde 1969 hasta 1976. También
brindó su experiencia pedagógica en diversas
editoriales, como Códex, del 64 al 66, y Estrada, del
67 al 75. Hizo además diversos viajes para brindar
sus conocimientos docentes: Puerto Rico, en octubre del 58,
antes de su viaje a Roma; a Perú (1963), a Colombia
(1963), a Caracas Río de Janeiro y San Pablo (1978);
en 1968, invitado por el Departamento de Estado de los EE.UU.
, hizo un importante viaje a ese país, para estudiar
de cerca su sistema educativo, análisis que tuvo importantes
consecuencias en la evolución de su pensamiento. (Un
viaje análogo, en el orden periodístico, realiza
en 1978, a los EE.UU., para estudiar los nuevos sistemas de
impresión gráfica, enviado por La Nación).
Sus clases se extendieron también al Normal 1, al Instituto
Nacional del Profesorado en Lenguas Vivas, y a universidades
privadas (El Salvador y la UCA). También dictó
importantes cursos por el interior del país: Rosario,
Córdoba, Santa Fe; y durante los años 76 y 77
recorrió diversas localidades exponiendo sus propuestas
sobre la escuela media, experiencia que queda testimoniada
en Los objetivos de la escuela media, uno de sus más
importantes libros. Y es importante señalar que en
agosto de 1966 había asumido como Director General
de Enseñanza Secundaria, Normal, Especial y Superior,
cargo al que renuncia en febrero del 67, cuando la firmeza
de sus principios le indicaron el límite de la tolerancia.
Y todo esto –no se olvide– en medio de la publicación
de los libros y artículos de los que estas obras dan
testimonio.
Uno
podría preguntarse cómo era posible tanta actividad
conjunta, realizada además con una responsabilidad
sencillamente milimétrica. Esto nos abre el camino
a una de sus características personales. Papá
disponía de una energía y una voluntad de acción
excepcionales, no reñidas en absoluto con la necesaria
contemplación de la vida intelectual –vida que,
en él, era inseparable de la actividad docente–.
Eso emergía de algo más profundo: un entusiasmo
permanente por la existencia, una capacidad de asombro nunca
perdida y una no habitual felicidad diaria frente a los desafíos
de su trabajo y de su vida cotidiana. Era capaz de disfrutar
tanto de una caminata en una mañana soleada como de
una clase o de la redacción de un editorial. Este entusiasmo
y este asombro explican, también, gran parte de su
vocación periodística auténtica: acerca
de todo episodio, viaje o acontecimiento era capaz de redactar
una nota. No era simple curiosidad: era sensibilidad y preocupación
por los detalles concretos que rodean siempre a la vida de
las personas y los pueblos.
Su
ética, creemos, debe entenderse también a partir
de esto. Poseía, en efecto, un sentido profundo del
cumplimiento del deber, como ya dijimos; esto se combinaba
armónicamente con una cordial formalidad en todas sus
costumbres cotidianas –desde el tono de su voz hasta
el cumplimiento de los horarios– que dotaban a su persona
de un particular señorío. Pero esa ética
provenía de su amor y su entusiasmo por su profesión
y por su prójimo. Y por eso era una eticidad profundamente
humana, encarnada en una concepción trascendente de
la vida.
Su
sentido de la familia era particularmente profundo, y estaba
también encarnado en lo cotidiano. Los familiares y
amigos que lean estas líneas podrán recordar
con facilidad su presencia central en cualquier reunión
familiar, "llevando adelante y poniendo energía
y entusiasmo en nuestra vida cotidiana; en el estar-con nosotros
lo más profundamente que él pudiera. No era
una cuestión de horarios: él estaba-con nosotros
en toda circunstancia, como cierta causa permanente de nuestra
constitución existencial. Y educando, precisamente.
Ver a papá era ver lo que significa la docencia encarnada
en cada minuto de una vida, incluso cuando advertía
sus propias limitaciones. Y cabe agregar que el mismo afecto
que tenía para con su familia lo tenía también
para con sus amigos y discípulos. Profundamente sensible,
aunque muy contenido en la expresión externa de sus
emociones, no era difícil ver incipientes lágrimas
en sus ojos –que allí se quedaban– ante
cualquier acontecimiento importante de la vida de sus seres
queridos.
Poseía
una vastísima cultura literaria y musical. No necesitaba
recurrir a absorbentes y ruidosos escapismos a los cuales
se ha acostumbrado un vasto sector de nuestra cultura. Él
sabía "estar-en-su-casa" leyendo a algún
clásico –Unamuno, Chéjov, Pirnadello–
o escuchando a Mozart... Pero sin olvidar un ningún
momento que estar "en" su casa era también
"estar-en" su mujer y sus hijos. Sabía estar
en paz consigo mismo, sin por ello –es más, a
causa de ello– estar encerrado en sí mismo.
Hacia 1985 comenzó a sentir una progresiva disminución
en sus fuerzas físicas, lo cual no fue algo fácil
de aceptar en una persona acostumbrada a un rendimiento fuera
de lo normal. Paralelamente a la evolución de su enfermedad,
los médicos la fueron diagnosticando. Su hepatitis
viral crónica tipo C hizo su primera crisis grave en
abril del 91. Una conversación con su médico
durante ese año revela perfectamente al hombre que
hemos descripto. Después de meses de descanso absoluto,
se le permitió regresar al trabajo pero "a media
máquina". "Zanotti, desde ahora, en su trabajo,
tendrá que acostumbrarse a los grises". "Dr.,
en mi vida no hay grises".
Sin
embargo, formó parte del blanco de su espíritu
aceptar ese gris ajeno a su voluntad. Fue adoptando frente
a la muerte la difícil síntesis entre una mala
resignación y una mala rebeldía. Su muerte fue
su última clase, como adjunto de la Providencia Divina.
Fue internado en gravísimo estado hacia mediados de
diciembre. Más o menos un mes antes había leído
la Salvific Doloris de Juan Pablo ll, texto que aún
puede observarse sobre su mesa de luz. Unos días antes
de Navidad recuperó la conciencia. Habló del
sentido cristiano del dolor con enfermeras, amigos y parientes.
Pasó la Nochebuena con todos nosotros, y nos explicó
–seguía dando clase– por qué era
esa una de las Navidades más profundas de su existencia.
Dos sacerdotes fueron a verlo durante ese período,
como amigos y como pastores. Pasada esa Navidad, donde su
lucidez espiritual había llegado a su máximo,
entró en coma, exactamente después del 25. Recibió
la extremaunción. No muchas horas después, murió.
Había una profunda paz en las facciones de su rostro.
Papá
sigue viviendo. En la Casa del Padre, donde ahora está
y desde donde sigue cuidándonos. Y en estas obras,
cuya argumentación lúcida, serena y firme es
un magnífico retrato de su espíritu.
Gabriel
J. Zanotti
Pablo M. Zanotti
Buenos
Aires, octubre de 1992
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