Artículos
Publicados en la Revista del Instituto de Investigaciones Educativas
En
en el Centenario de la Ley 1420
Publicado
en el Nº 46, julio de 1984.
I
En el pueblo de Belgrano, asiento provisorio del gobierno
nacional a consecuencia de la revuelta encabezada por el gobernador
de la provincia de Buenos Aires Carlos Tejedor, el presidente
Nicolás Avellaneda, el 24 de agosto de 1880, envía
al Congreso un mensaje para acompañar el proyecto de
ley que establecerá a la ciudad de Buenos Aires como
“capital definitiva de al República”. Dice
Avellaneda que es hora de “buscar una solución
a la última de nuestras cuestiones orgánicas”,
y añade: “Es inútil preguntar si es o
no es oportuno lo que es inevitable o necesario”.
El
21 de septiembre de ese año, el Congreso declara “Capital
de la República el municipio de la ciudad de Buenos
Aires, bajo sus límites actuales”; el 7 de octubre,
Nicolás Avellaneda dirige un mensaje a la Legislatura
de la provincia solicitando la cesión de la ciudad
para Capital de Nación. Esta decisión, afirma,
“es aguardada desde hace más de un siglo como
un corolario de la Revolución de Mayo”. Y más
adelante: “La ley que declara a Buenos Aires Capital
de la República no hace sino ratificar un hecho que
es el resumen y una de las causas a la vez de toda nuestra
historia. Si estuvo aquí la Capital del Virreinato
y de la Capitanía General, es decir, la Metrópoli
colonial, fue también en Buenos Aires donde se operó
el movimiento de la Independencia, invocando su Cabildo el
nombre común de los argentinos”.
En
el Cabildo Abierto del 22 de mayo, en efecto, la “gran
cuestión” ya había sido planteada. El
habilísimo fiscal Villota planteó con agudeza
el argumento que conmovía el esquema de los criollos:
¿por qué habría de tomar Buenos Aires,
el Cabildo de la ciudad, por sí mismo, una decisión
que comprometía a todas las ciudades y provincias del
Río de la Plata? Pero Juan José Paso halló
la fórmula: ante una emergencia, Buenos Aires, “a
guisa de hermana mayor”, toma la decisión indispensable
y adecuada, y llama sus hermanas para ratificarla o cambiarla.
Las hermanas fueron llamadas y se reunieron, mas el problema
de la autoridad o de la representación común
se replanteó de inmediato. Primero con la Junta Grande,
con el Triunvirato luego y más tarde con los sucesivos
intentos de constituir definitivamente la organización
nacional. En 1852, con la caída de Rosas se dio un
paso fundamental en ese camino, pero la secesión del
Estado de Buenos Aires no permitió concluirlo. En 1862
la unión nacional quedó establecida, pero debían
transcurrir todavía 18 años hasta que el proceso
concluyera y la República se diera la capital definitiva.
El
26 de noviembre de 1880 la Legislatura de Buenos Aires prestó
el consentimiento para la federalización de la ciudad
y el 4 de diciembre el gobernador lo comunica al Poder Ejecutivo
Nacional: “La fijación definitiva de la Capital
de la República –dice su mensaje– ha terminado
la obra que iniciaron los autores de la Revolución
de Mayo de 1810”.
Entretanto,
Julio A. Roca ha asumido la presidencia como sucesor de Avellaneda
y el 6 de diciembre dirige una proclama al pueblo celebrando
la instalación de la Capital Federal. “Conciudadanos
–les dice– no es para llamaros a las armas ni
anunciaros un peligro o una calamidad pública que os
dirijo la palabra... La gran nueva que os comunico oficialmente,
ha corrido ya sobre los hilos del telégrafo a todos
los ámbitos del a República... La gran cuestión
queda terminada... Compatriotas: os invito a dedicar el día
8 de diciembre, en que empezará a regir la autoridad
de la Nación en esta ciudad, para celebrar tan fausto
acontecimiento. Elevemos nuestros espíritus; levantemos
nuestros corazones; incorporemos con regocijos públicos
ese día en los memorables y clásicos de nuestra
vida, y corramos a los templos a dar gracias al Altísimo,
porque al fin nos es dado inaugurar la Capital cantada por
los poetas, consagrada por la historia y aclamada por los
pueblos en el mismo asiento de los virreyes, donde setenta
años ha, echaron nuestros padres los fundamentos de
la nacionalidad argentina y lanzaron el grito que dio libertad
e independencia a medio continente americano”.
Quedaban
atrás setenta años de luchas y desacuerdo entre
los argentinos. Quedaban atrás intentos frustrados:
la ley de capitalización de 1826; la ley del 4 de mayo
de 1853 y cuatro vetos presidenciales a otras tantas leyes
de capitalización entre 1868 y 1873: uno de Mitre,
en septiembre de 1868, sobre la ley que establecía
a Rosario como capital, y tres de Sarmiento: uno, en septiembre
de 1871, sobre la ley que capitalizaba a Villa María,
y los otros dos sobre sendas leyes que insistían con
Rosario (julio de 1869 y septiembre de 1871).
Después,
sólo quedaron los ecos del debate memorable de la Legislatura
de Buenos Aires, cuando Leandro Alem se batió prácticamente
solo, durante jornadas agotadoras, con discursos que le llevaron
días, contra una cesión que pronosticó
llena de presagios funestos para la suerte de la República.
“Cuando el Poder Central por sí solo tenga más
fuerza que todos los Estados federados juntos, el régimen
quedará escrito en la Carta, pero fácilmente
podrá ser, y será paulatinamente subvertido
en la práctica, y al fin avasallado completamente en
cualquier momento de extravío... Creo firmemente que
la suerte de la República Argentina federal quedará
librada a la voluntad y a las pasiones del Jefe del Ejecutivo
Nacional... La centralización, atrayendo a un punto
dado los elementos más eficaces, toda la vitalidad
de la República, debilitará necesariamente las
otras localidades... tampoco es exacto que Buenos Aires sea
la Capital tradicional de la República... sería,
y era realmente la Capital del virreinato, esto es, la Capital
monárquica... podríamos más bien decir
que es la capital tradicionalmente rechazada por la República
Argentina”.
Alem,
ya derrotado, habla por segunda vez el 24 de noviembre para
contestar a su principal oponente, el diputado José
Hernández –el famoso autor del Martín
Fierro–. Eran las dos de la mañana: “Termino.
Es inútil que fatigue por más tiempo la atención
de los que me oyen... Yo he hablado para todos, menos para
la Cámara y no he hablado siquiera para estos momentos
sino para el futuro... Este momento será histórico,
repiten los señores diputados. Efectivamente, será
histórico. Lo que queda por saber es qué página
le dedicará la Historia, y cómo serán
juzgados los legisladores que hacen evoluciones de Partido
en las grandes cuestiones en que sólo debieran consultarse
las altas conveniencias de la Patria. He dicho”.
Buenos
Aires era la Capital Federal de la República.
Han
pasado más de cien años y la Historia, y los
hechos, han dado la razón a la mayor parte de las profecías
de Leandro Alem. Pero este es otro tema. Nos interesa, ahora,
una de las consecuencias inmediatas de la capitalización
de Buenos Aires: la transferencia al gobierno nacional de
todos los servicios públicos que hasta entonces administraba
y proveía el gobierno provincial. De esta necesidad
había de nacer, cuatro años más tarde,
le ley 1420 de Educación Común.
II
La introducción hecha en la primera parte no es habitual
en ninguno de los estudios o tratados sobre la ley 1420. Entendemos,
empero, que no partir de este punto significa dejar de lado
los fundamentos esenciales de la ley y como consecuencia no
comprender la razón de ser de sus caracteres esenciales
ni la naturaleza política de sus proyecciones y su
significado en la política educacional argentina ulterior.
Entre
1862 y 1880, el gobierno nacional no había tenido ni
necesidad ni posibilidad –esto último es fundamental–
de ocuparse de la enseñanza primaria. La Constitución
Nacional encarga ese deber a las provincias, de manera clara
y terminante, en el artículo 5º. Ellas deben “asegurar”
la educación primaria, así como la administración
de justicia y el gobierno municipal, bajo la máxima
pena posible en un régimen federal: “Bajo estas
condiciones el gobierno federal garante a las provincias el
goce y ejercicio de sus instituciones”. Queda en pie
el inciso 16 del artículo 67: entre las atribuciones
del Congreso –cuidado, no confundir, no son atribuciones
del Poder Ejecutivo Nacional, detalle a menudo olvidado por
estudiosos que no lo son tanto o por comentaristas o periodistas
apresurados y superficiales– se cuenta “dictar
planes de instrucción general y universitaria”.
La distinción es, también, terminante: Las provincias
“aseguran” la educación primaria. El Congreso
puede dictar planes de instrucción general...”
Hasta
1880, como dijimos, el gobierno nacional carecía de
posibilidades prácticas de establecer escuelas primarias
en algún lugar del territorio nacional, excepción
hecha de los llamado entonces “territorios nacionales”,
pero estos en realidad eran sólo desiertos o extensiones
con poblaciones indígenas no incorporadas efectivamente
al “imperium” del Estado argentino. Faltaba la
campaña definitiva de Roca y aún estaban por
fundarse casi todas las actuales capitales y ciudades de esos
territorios nacionales, hoy provincias. El gobierno nacional,
en cambio, hasta la misma fecha –y también después–
instaló, administró y gobernó establecimientos
de enseñanza media en todo el territorio nacional sin
objeción alguna de las provincias, comenzando por el
Colegio Nacional de Buenos Aires, creado por decreto del Presidente
Mitre el 14 de marzo de 1863, en el territorio de la provincia
de Buenos Aires.
Nacionalizó
las universidades de Córdoba y de Buenos Aires y dictó
la ley universitaria respectiva en 1885; también creó
escuelas normales, comenzando con la de Paraná, por
decreto del Presidente Sarmiento en 1870, en cumplimiento
de una ley del año anterior, también en territorio
de una provincia, esta vez la de Entre Ríos.
El
Congreso, por su parte, no demostró interés,
en momento alguno, en ejercer sus atribuciones en punto a
“dictar planes de instrucción general y universitaria”.
Pero
llegó 1880 y la capitalización de Buenos Aires.
A
partir del día 8 de diciembre de ese año, según
la proclama del Presidente Roca, “empezó a regir
la autoridad de la Nación en esta ciudad” (de
Buenos Aires). Y con ello, comenzaron las obligaciones del
gobierno nacional con respecto a los servicios públicos
y los asuntos municipales. El artículo 2º de la
ley de capitación lo había previsto adecuadamente:
“Todos los establecimientos y edificios públicos
situados en el Municipio quedarán bajo la jurisdicción
de la Nación, sin que los municipales pierdan por eso
su carácter”.
Entre
esos edificios públicos se encontraban las escuelas
primarias. Entre las obligaciones ineludibles, “asegurar”
para los habitantes de la flamante Capital Federal la educación
primaria, como hasta entonces lo había hecho el gobierno
de la provincia.
Obsérvese
un detalle: los establecimientos y edificios públicos
de la Capital quedarían bajo la jurisdicción
de la Nación “sin que los municipales pierdan
por eso su carácter”. Pero las escuelas primarias
no eran municipales.
La
provincia de Buenos Aires gobernaba y proveía los servicios
de enseñanza primaria mediante la ley dictada en el
año 1875, según las detalladas cláusulas
de la Constitución provincial, aprobada en 1873, cuyo
articulado consagrado a la educación es, casi, una
legislación de fondo en materia educativa. La ley provincial
establecía el modelo del organismo autárquico
que caracterizó por largas décadas a la Argentina
en materia de gobierno de la enseñanza primaria: el
Consejo General de Educación, cuyo presidente se llamó
Director General de Escuelas, y también el modelo de
organismos descentralizados, locales, cuasi-municipales, con
importantes atribuciones, integrados por vecinos caracterizados,
para colaborar en ese gobierno escolar.
El
9 de diciembre de 1880, pues, se firma un acuerdo entre el
gobierno nacional y el de la provincia de Buenos Aires, en
cuyo artículo 1º se establecía: “El
Consejo General de Educación de la Provincia de Buenos
Aires procederá a hacer entrega al gobierno de la Nación
de las escuelas comunes de la ciudad”.
El
Poder Ejecutivo Nacional, a continuación, eligió
el mejor camino posible para que la continuidad y eficacia
del servicio escolar quedara asegurada: un decreto de Roca,
de 1881, dispuso que, provisoriamente, las escuelas primarias
de la Capital Federal siguieran funcionando de acuerdo con
las prescripciones de la ley provincial que hasta entonces
las habían regido y creó, también con
el mismo carácter provisorio, un cuerpo de gobierno
similar al modelo antes citado. Fue el Consejo Nacional de
Educación.
El
decreto lleva fecha del 27 de enero de 1881, y dice en su
artículo 1º: “ínterin el
Honorable Congreso provee por una ley especial a la Educación
Común en el Territorio de la Capital, continuarán
vigentes en ella las instituciones escolares de la Provincia,
con las modificaciones que establece el presente decreto”.
Apunta el conocido y destacada estudioso Gregorio Weinberg,
en el estudio preliminar del volumen “Debate Parlamentario
sobre la ley 1420”: “Es decir, continuaba
rigiendo la ley provincial de 1875 que, entre otras cláusulas,
ya contemplaba la obligatoriedad y la gratuidad de la educación
primaria. Al mismo tiempo, se creaba el Consejo Nacional de
Educación y el 1º de febrero es designado Superintendente
de Escuelas del distrito federal, D. Domingo Faustino Sarmiento,
quien hasta pocos días antes era Director General
de Escuelas de la Provincia de Buenos Aires”.
El
artículo 3º del mismo decreto, a su vez, expresa.
“Créase un Consejo Nacional de Educación,
a cuyo cargo estará la dirección facultativa
y administrativa general del distrito escolar de la Capital...”
¿Y por qué el carácter de provisoriedad
de todo lo actuado? Porque el Poder Ejecutivo Nacional entendía
que era indispensable tomarse un tiempo para elegir la solución
definitiva para esta importante cuestión, y que entretanto
se realizaran los estudios correspondientes y se dictaran
las normas legales que fuere menester, lo conveniente era
no innovar y emplear las metodologías que
hasta entonces la provincia de Buenos Aires había puesto
en práctica con éxito. Sarmiento, ex-Director
General de Escuelas de la provincia, y ahora nombrado al frente
del nuevo Consejo Nacional, era un símbolo de esa continuidad.
La
misión del Consejo Nacional de Educación así
constituido era, pues ocuparse del gobierno de las escuelas
primarias de la Capital Federal. Su denominación de
Nacional no debe confundir: se lo llamó así
porque era un organismo del gobierno nacional, y para distinguirlo
de los “consejos generales de educación”,
que era la denominación corriente de esos cuerpos en
las provincias. Su jurisdicción quedaba, pues, limitada
a la Capital Federal que acababa de proclamarse y, como hemos
dicho antes, a los territorios nacionales que por entonces
apenas si comenzaban a incorporarse efectivamente al patrimonio
nacional.
III
De manera inmediata, entonces, el gobierno nacional había
resuelto la continuidad de los servicios de enseñanza
primaria de la Capital Federal, desde el 8 de diciembre de
1880 bajo la autoridad del gobierno nacional. Pero el gobierno
nacional pretendía algo más. Por decreto del
2 de diciembre de 1881, convocó a un Congreso Pedagógico,
el famoso Congreso de 1882, que tuvo dos consecuencias de
importancia decisiva.
Sus
conclusiones sirvieron como base principal para la redacción
de la ley de educación común de 1884 y la polémica
surgida en sus debates con motivo de las cláusulas
sobre enseñanza religiosa despertaron un conflicto
de proporciones extraordinarias, cuyos ecos no se han acallado
todavía a lo largo del siglo transcurrido desde entonces.
No puede dejar de señalarse un hecho cuya importancia
es indisimulable: por esa época, en Francia se vivía
la agitación suscitada por idénticos debates
y en 1883 se aprobaría en aquel país la llamada
ley Ferry, por Jules Ferry, el famoso ministro francés
que representaba un modelo típico de pensador liberal
y laicista, teñido de un fuerte anticlericalismo. La
posición combativa de Ferry contra los ideólogos
del comunismo lo expuso a una réplica feroz de uno
de los seguidores del “Manifiesto”, cuando al
concluir Ferry un encendido discurso en el cual sostuvo que
quería para todos sus compatriotas una sociedad “sin
Dios y sin Rey”, aquel le contestó: “pero
no sin patrón”.
Traducida,
la anécdota revela el trasfondo ideológico de
aquella generación republicana, laicista y liberal
según los términos de la época. Querían
un Estado separado de la Iglesia y libertad de cultos; querían
un Estado de Derecho, sin despotismos ni personalismos; querían
la libertad de los individuos, la igualdad de los ciudadanos
y la soberanía del pueblo; querían la propiedad
privada y la libertad del mercado como base necesaria y suficiente
para el progreso general y la riqueza de las naciones.
El
debate no llegó a estas playas en esos mismos términos,
pero el proceso de secularización de la sociedad estaba
en marcha y era irreversible la secularización de los
cementerios, la ley de matrimonio civil y la discusión
sobre el patronato ya eran bastante. La iglesia y los católicos
no soportaron el avance sobre la escuela y el mayor conflicto
entre aquella y el Estado argentino de toda nuestra historia
quedó planteado.
En
1883, de todos modos, el Poder Ejecutivo envió, por
fin, al Congreso, un primer proyecto de ley de educación
común. Pero el año decisivo sería el
siguiente. Fue en 1884 (la fecha de promulgación es
el 8 de julio) cuando el Congreso aprobó con el número
1420 la ley de educación común que organizó
la enseñanza primaria obligatoria en la Capital Federal
y en los territorios nacionales, y estableció los órganos
de gobierno para su conducción técnica y administrativa.
No
es propósito de este artículo seguir los detalles
históricos del debate que se prolongó desde
mediados de 1883, ni todo el complejo proceso parlamentario,
exhaustivamente tratado en obras ya clásicas al respecto,
como la antes citada y a la que cabe agregar la muy completa
de José S. Campobassi: Ley 1420 (Ed. Guse, Bs.As.,
1956) o la del mismo título y año de Atilio
E. Torrasa (Ed. Sarmiento, Tribuna de Educación Popular),
además de las famosas monografías resultado
del Concurso convocado por el Consejo Nacional de Educación
con ocasión del cincuentenario de la ley.
Debían
pasar, todavía, veintiún años, para que
por vía de la ley 4874, de 1905, llamada Láinez
por el nombre de su inspirador, se extendiera la influencia
de la ley 1420 a los territorios provinciales. En algunos
casos, por una distorsión de la política educativa
subsiguiente, que contrarió al menos el espíritu
si no la letra de la Constitución Nacional, la acción
del gobierno nacional a través de esta ley superó
con creces a la de algunos gobiernos provinciales en materia
de enseñanza primaria.
Las
previsiones proféticas de Leandro Alem se cumplían
también en este punto. Un Poder Ejecutivo Nacional
que por imperio de la misma Carta Magna era ya notablemente
fuerte, instalado en la ciudad más grande e importante
de la República como sede propia, ámbito en
el cual comenzaron a concentrarse desde entonces con fuerza
irresistible las mayores riquezas materiales y espirituales
del país, avanzó irremediablemente sobre los
Estados federados que Alem hubiera querido privilegiar cuando
hablaba, en su discurso memorable, de la relación de
fuerzas que entre el poder central y estos era necesario considerar
como ideal. La Capital Federal de la República, instalada
en Buenos Aires, fue retomando de a poco, hasta convertir
la circunstancia en definitiva, su viejo carácter,
denunciado por Alem, de “capital monárquica”.
La
unitarización de la República fue un hecho cierto.
Lo ocurrido con la ley Láinez y la acción ulterior
del Consejo Nacional de Educación en provincias (hablamos,
por supuesto, de las “provincias históricas”,
no de los antiguos territorios nacionales transformados en
provincias mucho más tarde) fue parte de ese proceso
político de unitarización del país, de
avance del poder central o del gobierno nacional.
Este
enfoque, propio de un verdadero análisis de política
educativa, en la más alta acepción de esta disciplina
de estudio, no ha sido hecho a menudo, al menos hasta donde
sabemos. La razón es que casi siempre, al analizar
el tema de la presencia del gobierno nacional en territorios
provinciales en materia de enseñanza primaria, se lo
enfoca exclusivamente desde el punto de vista de los logros
escolares alcanzados, lo cual es, sin duda, un aspecto importantísimo
de la cuestión pero no la agota. El enfoque político
general es otro aspecto del problema y no puede ser dejado
de lado.
Sería
profundamente equivocado, empero, en un análisis integral,
pretender una especie de “balance”, como si fuera
posible cotejar un “debe” y un “haber”
entre uno y otro enfoque. Sería algo así como
pretender sumar o restar elementos heterogéneos. Lo
que afirmamos, es, simplemente, que este otro aspecto de la
cuestión no puede ser ignorado en los estudios de política
educativa y de política en general. Por otra parte,
la descripción objetiva de ambos aspectos del problema
es una cosa; la evaluación de sus resultados y los
juicios de valor de carácter histórico y político
en general, otra.
Por
nuestra parte, y aún sin poder entrar aquí –por
razones de espacio y de acuerdo con el enfoque que nos hemos
propuesto para este artículo– en mayores argumentaciones,
sintetizamos nuestro juicio con una doble valoración.
La extensión de la jurisdicción del gobierno
nacional sobre territorios provinciales en materia de enseñanza
primaria, concurrentemente con la responsabilidad de los respectivos
gobiernos locales, provocó grandes beneficios para
la obra impostergable de la alfabetización, y merece
un homenaje respetuoso por ese motivo. Pero esa extensión
fue, simultáneamente, parte de un proceso político
centralizador y desgastante de los poderes y de la significación
política de los Estados federados; como tal, integra
un lamentable proceso político que condujo a la anulación
de los hechos del régimen federal y, lo que es peor,
a la exacerbación de un centralismo de raíz
borbónica, autoritario, burocrático y destructor
de la energías de orden local, que son, a nuestro juicio,
la raíz de toda verdadera democracia.
Debatir,
ahora, si aquellos logros absolutamente urgentes en materia
de alfabetización se hubieran podido alcanzar sin necesidad
de estos avances del gobierno nacional, sería una discusión
estéril. El pasado es como es y probablemente estemos
en este caso particular, frente a una comprobación
empírica más de una especie de ley inexorable:
en política educativa no puede suceder o darse sino
lo mismo que sucede o se da en el orden político general
del país. La Argentina, desde el momento mismo de su
nacimiento, en Mayo de 1810, llevó a sus entrañas
la simiente centralista y unitaria que heredó del Virreinato
borbónico. Desde entonces hasta hoy, la han conmovido
luchas a veces tremendas por sacudirse ese carácter
y siempre hubo –y hay– minorías que se
empeñan por modificarlo o atenuarlo y hacer del país
una verdadera república federal. Pero sobre la Constitución,
las leyes y las palabras se impuso siempre, al fin, la realidad
social y política. En materia de cuestiones educativas
no pudo ocurrir de otro modo. Y sin embargo, fue en ese terreno
donde, quizá, la acción provincial, local y
de la comunidad por sí misma, avanzó más
y obtuvo mejores resultados.
IV
La ley 1420 de educación común merece, en la
hora del centenario, el homenaje de todos los argentinos.
Su texto y su espíritu resumen los ideales de una generación
que construyó un país inspirado en los más
altos y nobles ideales políticos. Estos méritos
no pueden ser retaceados ni desconocidos ni siquiera por razones
de convicciones religiosas que entiendan que las disposiciones
del artículo 8º hayan sido equivocadas o injustas
o que el espíritu laicista general de esa generación
no haya sido lo mejor para el país. Sobre este tema
puede discutirse inacabablemente; nadie, en cambio, tiene
derecho a negar la nobleza de los ideales de alfabetización,
de educación popular, de la instrucción del
pueblo como punto de partida de una sociedad de hombres libres,
de ciudadanos capaces de ejercer sus derechos y de cumplir
sus deberes.
La
ley 1420 no fue el punto de partida del movimiento alfabetizador
y de la difusión de la educación popular en
nuestro país, porque otras leyes provinciales –en
primer término por su importancia y significación
la de la provincia de Buenos Aires de 1875, sin desconocer
las de otras provincias igualmente representativas de este
mismo espíritu– lo habían iniciado ya.
Pero fue la culminación de ese movimiento; representó
la síntesis de una acción de política
educativa que hasta hoy distingue a nuestro país, y
engendró el normalismo como su consecuencia necesaria.
En
el ya antiguo ensayo sobre el normalismo que escribimos en
1960, así como en el ensayo sobre Víctor Mercante
que tenemos publicado como apéndice de nuestro texto
Las etapas históricas de la política educativa
(1968), hemos afirmado nuestro juicio –no exento de
resonancia emotiva– sobre los hombres que forjaron e
inspiraron la ley 1420, sobre sus consecuencias y sobre las
generaciones de hombres que cumplieron sus objetivos a lo
largo de las décadas siguientes.
Algo
doloroso ocurrió, empero, en la Argentina, desde el
8 de julio de 1884 y –lamentablemente, casi increíblemente–
sigue ocurriendo todavía. La polémica por las
disposiciones sobre la enseñanza religiosa oscureció
en gran medida el resto de la ley, que sin exageración
podría decirse que es una ley desconocida para la inmensa
mayoría de quienes discuten acaloradamente a su respecto.
Se la ha reducido a un artículo y se desconoce el resto.
Los
argentinos vivimos, extrañamente, vueltos hacia el
ayer con obstinación. Todos los pueblos del mundo conocen
su historia y la estudian, inclusive mejor que entre nosotros.
Pero no cultiva, con la misma fruición casi masoquista
con que lo hacemos aquí, las viejas polémicas,
los antiguos rencores.
La
historia es eso: historia. Entre nosotros sigue siendo presente
y por eso, seguramente, no la conocemos bien ni la entendemos.
No
haremos en este trabajo el análisis pedagógico
y de política educativa que la ley 1420 merece, y que
en forma aislada en otros textos y ensayos hemos hecho, en
particular en el titulado “La quiebra de la participación
en los mecanismos de gobierno y conducción del sistema
educativo”, reproducido en el volumen La escuela y la
sociedad en el siglo XX (1970). Tampoco entraremos en el debate
sobre aspectos de libertad de enseñanza derivados de
la aplicación de la ley, porque ese punto lo hemos
tratado exhaustivamente en el ensayo publicado en 1963 por
la Asociación por la Libertad de Enseñanza con
el título En torno al buen uso de la libertad de enseñanza.
Queremos,
entonces, concluir este trabajo reiterando la posición
que sostuvimos en el Congreso Latinoamericano de Educación
realizado en Buenos Aires en octubre de 1982, en la exposición
allí presentada con el título “La educación
común, un siglo después”, y cuya tesis
central de alguna manera está sintetizada en el artículo
“Los sistemas educativos y el desafío del siglo
XX”, publicado en el Nº 33 de la Revista del Instituto
de Investigaciones Educativas.
Esa
posición podría expresarse así: la ley
1420 merece, en este año del centenario de su sanción,
el homenaje de todo el país. Ese homenaje, empero,
no debe agotarse en la oratoria ni, mucho menos, debe consistir
en la exigencia de volver a un pasado irreversible. Debe repetir,
en cambio, el espíritu visionario de los hombres de
la generación del 80 que dieron al país una
ley para el futuro. Hoy necesitamos también crear las
posibilidades educativas para el futuro, para las décadas
que nos aguardan.
Cien
años atrás se afrontaba el desafío de
la alfabetización y de la educación popular
que cabía en la escuela primaria. Hoy se afronta un
desafío que incluye esa misma alfabetización
universal y esa misma educación popular, pero esta
significa ahora algo más: desde la introducción
universal de la población en el lenguaje de la computación
hasta niveles de formación cultural que exceden en
mucho los contenidos que antaño se entendían
propios de la enseñanza primaria. Este desafío
es el que hoy debe afrontar la Argentina.
Hacerlo
de tal manera que satisfaga las necesidades del futuro, como
lo hicieron la ley 1420 en 1884 y las leyes provinciales anteriores
y posteriores, es el homenaje que este centenario merece.
Notas
Bibliográficas
Advertencia:
Lo
que sigue no intenta ser una bibliografía completa
sobre el tema, ni siquiera reducida al desarrollo del artículo
precedente. Sólo quiere señalar la conveniencia
de recurrir a la lectura de los siguientes textos complementarios:
1
La federalización de Buenos Aires (debates y documentos),
de Isidoro Ruíz Moreno, Ed. Emecé, Bs. As.,
1980 (texto que hemos usado como fuente principal para la
primera parte del artículo).
2 “La acción de la escuela primaria pública
en el Territorio Nacional del Chaco 1872-1951” de Teresa
Laura Artieda. Revista del Instituto de Investigaciones Educativas,
Nº 38, octubre de 1982.
3 “La enseñanza primaria en la Organización
Nacional” de Raúl E. de Titto. Revista del Instituto
de Investigaciones Educativas, Nº 43, noviembre de 1983.
4 Debate Parlamentario sobre la Ley 1420 (Ed. Raigal, Bs.
As., 1956), Estudio preliminar, selección y notas por
Gregorio Weinberg.
5 Ley 1420, por José S. Campobassi, Ed. Guse, Bs. As.,
1956.
6 Legislación Escolar Argentina, Tomo I: “Enseñanza
Primaria. Ley 1420”, por Atilio E. Torrasa (Ed. Sarmiento,
Tribuna de Educación Cívica, Bs. As., 1956).
7 Historia de la instrucción primaria en la República
Argentina, por Juan P. Ramos. Ed. del Consejo Nacional de
Educación, Bs. As., 1910.
8 El sistema educativo nacional. Formación. Desarrollo.
Crisis, por Fernando Martínez Paz. Ed. Fundación
Banco Comercial del Norte, Tucumán, 1978.
9 Fundamentos Constitucionales del Sistema Educativo Argentino,
por Enrique M. Mayocci y Alfredo M. van Gelderen, Ed. Estrada,
Bs. As., 1968.
10 Bases y alternativas para una ley federal de educación,
por José Luis Cantini, Alfredo M. van Gelderen, Luis
R. Silva, Francisco J. Macías, Roberto Burton Meiss,
María Cristina Serrano, Augusto Barcaglioni y Graciela
Mariani, Ed. Eudeba, Bs. As., 1983.
11 El sistema educativo, hoy, Tomo II, Ed. CINAE, Bs. As.,
1983. Luis Jorge Zanotti, “La educación común,
un siglo después”, pág. 249 a 263.
Y por supuesto, el texto completo de la ley 1420 que damos
en este mismo número de la Revista, junto con un decreto
reglamentario de 1885 y el decreto de 1881 que creó
el Consejo Nacional de Educación. Repetimos la ley
1420 debe ser, probablemente, una de las leyes más
citadas en el país y una de las menos conocidas. Su
lectura completa deparará, sin duda, muchas sorpresas.
Con
respecto a la tesis reiteradamente expuesta en este trabajo
sobre los antecedente provinciales en materia de enseñanza
primaria obligatoria y gratuita, sólo queremos añadir
que la hemos sostenido ya en nuestro texto de Política
Educacional (Ed. Laserre, Bs. As. 1º edición,
1960) destinado al 5º año del antiguo curso del
magisterio y estas citas de José S. Campobassi en la
obra antes citada Ley 1420. Dice allí Campobassi. “Los
hechos anotados explican por qué todos nuestros antecedentes
sobre organización de la educación primaria,
entre 1853 y 1884, hay que buscarlos en las legislaciones
y archivos provinciales. Tal investigación demuestra
que en esas tres décadas hubo un verdadero despliegue
de energías para difundir y organizar la educación
primaria, de donde resultó que la ley nacional de educación
común, sancionada en 1884, fue la culminación
de la gigantesca obra cumplida en toda la extensión
de la República durante el período señalado.
En su transcurso se sancionaron leyes provinciales de educación
común que fueron modelos de avanzada concepción
y organización educativas, tales como las de Corrientes
(1853), San Juan (1869), Catamarca (1871), San Luis (1872),
Mendoza (1872), Santiago del Estero (1872), Tucumán
(1872), Buenos Aires (1875), Corrientes (1875), La Rioja (1875),
Santa Fe (1876), Salta (1877), Tucumán (1882), y San
Luis (1883).
Los
principios generales incorporados a esas leyes fueron, entre
otros, la obligación de instruirse, la gratuidad de
la enseñanza oficial, la vigilancia de las escuelas
privadas por el Estado, la idoneidad y la moralidad como requisitos
para el ejercicio de la profesión docente, el gobierno
de la educación pública por organismos colegiados,
la asignación de rentas propias para la atención
de la educación pública, y la colaboración
de comisiones vecinales designadas por las autoridades o por
elección popular. En la práctica, algunos de
ellos resultaron de difícil cumplimiento en los medios
en que debieron ser aplicados, de tal modo que fueron indispensables
sucesivos reajustes para adaptarlos, sin modificarlos sustancialmente,
a las posibilidades reales de nuestro país.”
Y
más adelante expresa: “En ningún momento
se pensó en que la Nación debía absorber
la educación primaria a cargo de las provincias. El
ministro Avellaneda, en su Memoria anual al Congreso, en 1871,
lo dijo muy claramente: ‘Estoy muy distante –expresó–
de pensar que la Nación debe asumir sobre sí
esta grande obra de la educación. Es necesario que
los pueblos y que cada pueblo tomen sobre sí la tarea
de su propia redención porque no avanzarán en
el camino de la República, entregando a la acción
lejana del poder central la sangre de su sangre, la educación
de sus hijos. La Nación auxilia, protege, fomenta,
pero no se sustituye en la labor, y mucho menos excluye a
las provincias, a las que la Constitución les ha impuesto
este deber supremo’. Con estas palabras, Avellaneda
no hizo otra cosa que interpretar el pensamiento de todos.”
|
Posibilidad
y alcances de la Política Educacional como un disciplina
autónoma*
Publicado
en el N° 56, octubre de 1986.
Parto de la imposibilidad,
en este trabajo, de entrar en el análisis previo de
un cuadro general de las ciencias o del saber humano, así
como en el análisis o debate sobre el cuadro general
de los estudios pedagógicos. Cualquiera de ambas tareas,
superficial o sintéticamente encaradas, podría
desembocar en un escepticismo integral sobre las posibilidades
de armar esquemas de ese carácter o llevar a conclusiones
de dudosa validez y utilidad para este instante. Esa labor,
para ser encarada con la seriedad y el rigor necesarios, exigiría
un estudio de mucho más vasto alcance.
Los
fenómenos educativos
Comenzaré, entonces, por un punto de partida que dé
por aceptados y válidos unos cuantos principios generales.
En primer término, la posibilidad y la existencia de
un esquema general clasificatorio del conjunto de los saberes
humanos y de un denominador común de supuestos básicos
sobre los cuales discurre habitualmente el pensamiento del
hombre en torno de todos esos saberes en estos momentos históricos
y en nuestro medio, y que, a pesar de múltiples y a
veces profundas contradicciones, permite de algún modo
el intercambio común de ideas y de puntos de vista.
Ese
punto de partida supone que existe un campo del saber y del
hacer vinculado con los fenómenos educativos de todo
tipo y carácter, llamado habitualmente hoy, en nuestro
medio, Ciencias de la Educación: en inglés Educación
simplemente, y para el cual no me disgustaría, personalmente,
reivindicar el uso de la antigua denominación de Pedagogía,
si no fuera que considero innecesario abrir un debate acerca
de denominaciones que se imponen, al fin, por la fuerza de
circunstancias que casi siempre están más allá
de cualquier argumentación raciona, como ocurre en
todos los fenómenos del lenguaje corriente y hasta,
en buena medida, con los del lenguaje científico.
Los
fenómenos políticos
Debemos dar por admitido también que existe otro campo
del saber y del hacer vinculado con todo cuanto se refiere
a la organización y conducción de la sociedad
desde la esfera del poder constituido e investido de imperio
para hacer de cumplimiento obligatorio y universal sus mandatos,
y que ese campo recibe habitualmente el nombre de política.
La palabra política, en su sentido etimológico
helénico, como gobierno de la ciudad, hace referencia
al gobierno de cualquier grupo social organizado, con vistas
al bien común, concepto genérico este último
en el cual caben, básicamente, los fines siguientes:
protección (de otros grupos humanos o de elementos
de la naturaleza); seguridad; orden; defensa del territorio
y de los bienes, tanto de los comunes como de los personales;
satisfacción de necesidades básicas y, por último
–como una especie de finalidad que a su vez es un medio
para las anteriores– perduración del patrimonio
cultural y de la identidad histórica de la comunidad.
Todo esto, repito, desde el punto de vista del bien común
o de los intereses comunes, sin entrar ahora a analizarlas
complejas y variadas alternativas de libertad individual que
dentro de cada sociedad se dan como posibles para cada uno
de sus miembros componentes o de los grupos sociales dentro
de la comunidad política (familias, clanes, más
adelante organismos religiosos, corporaciones profesionales,
asociaciones libres, etc.).
Este
sentido de la palabra política hace referencia, como
queda dicho, a un "quehacer", traducido en "actos
políticos". Se entiende por "acto político"
toda acción concreta (que puede ser un discurso, o
un gesto, o una decisión del gobernante traducida en
norma de cumplimiento obligatorio y universal) cumplida por
los hombres o las instituciones que ejercen el poder.
De
estos actos políticos se derivan, intencionalmente,
consecuencias que afectan, de uno u otro modo, a la comunidad
o grupo social sobre el cual se posee imperio.
Pero
la palabra política tiene también otra acepción,
en cuanto se refiere a un saber reflexivo y sistematizado,
(análisis, descripción, debate) de los actos
políticos. Para esta segunda acepción es hoy
habitual hablar de "ciencias políticas" (siguiendo
una tendencia parecida a la que ha llevado a la denominación
de "ciencias de la educación"), aunque no
se desdeña hablar de "politicólogos",
con lo cual se admite que habría una "Politicología",
que no sería entonces, pues, sino aquel estudio
o análisis de la política como arte o quehacer
del gobierno de la ciudad.
Asimismo,
la amplia difusión universal de una esfera del saber
–la Sociología– que se admite como de existencia
académica legítima y bien delimitada, ha conducido
a la inclusión bajo ese nombre de numerosos campos
de estudio que en última instancia no son sino parte
de la Política o de las Ciencias Políticas.
Los
fenómenos educativos y los políticos
Nos enfrentamos, pues, a cuatro órdenes de fenómenos,
a saber:
a) los fenómenos
educativos;
b) el saber sobre los fenómenos educativos;
c) los fenómenos políticos, y
d) el saber sobre los fenómenos políticos.
Pero
estos cuatro órdenes se entrecruzan y producen, a su
vez, nuevos órdenes. Explicaremos esto.
Los
hechos, actos y procesos educativos concretos incluyen aspectos
políticos, o, dicho de otro modo, los actos políticos
incluyen aspectos referidos a la educación en cualquiera
de sus múltiples manifestaciones. A su vez, el saber
sobre los fenómenos educativos puede especializarse
en un saber sobre los fenómenos educativos de carácter
político o con consecuencias directamente relacionadas
con la política, o detenerse a desentrañar o
analizar los fundamentos políticos de los fenómenos
educativos.
También,
el saber sobre los fenómenos políticos puede
especializarse en aquellos fenómenos políticos
vinculados más directamente con los aspectos educativos,
o detenerse a reflexionar acerca de las consecuencias que
sobre la educación en sus múltiples aspectos
provocan ciertos actos políticos o todos los fenómenos
políticos.
De
este entrecruzamiento de acción y saber (entendiendo
por saber la reflexión, sistematización y fundamentación
epistemológica rigurosa) en el campo educativo y de
acción y saber en el campo político, surge la
posibilidad de una disciplina que puede llamarse sin riesgo
alguno de confusión Política Educacional y que
debe entenderse como el saber (en el sentido antes dicho)
referido a los fenómenos educativos directamente vinculados
a los de carácter político, ya sea por sus orígenes
o por sus consecuencias, y a los fenómenos políticos
directamente vinculados a los de carácter educativo.
Las
definiciones de Política Educacional
Permítaseme,
en este punto, citar las definiciones que de Política
Educacional, han dado tres distinguidas personalidades académicas
argentinas, una de las cuales, Américo Ghioldi, de
recordada actuación también en la política
nacional y los otros dos, Juan E. Cassani y Reynaldo Ocerín,
con períodos de fecunda labor en el gobierno del sistema
escolar.
Ghioldi
sostiene: "La política educacional es la teoría
y práctica de las actividades del Estado en el campo
de la educación pública; por una parte, determina
la actuación del Estado con objeto de preparar por
la educación a las nuevas generaciones para el uso
de los bienes culturales de la humanidad, y para promover
un desarrollo de la personalidad individual y colectiva del
pueblo según las leyes, instituciones, aspiraciones
o ideales históricos de la Nación y, por otra
parte, crea y regula la organización de los establecimientos
escolares para la realización de tales fines".
(Américo Ghioldi, en "Política educacional
en el cuadro de las ciencias de la educación",
Ed. Losada, Bs.As., 1972, pág. 26).
Obsérvese
que A. Ghioldi, en esta definición, deslinda con precisión
el campo de la disciplina. En primer lugar, la ciñe
a la acción del Estado, lo cual entiendo que es inexcusable
en cuanto la política, como acción de alcance
efectivo y valedero, con imperio –vuelvo a repetir–
sobre la polis, corresponde de hecho y de derecho al Estado
y sólo al Estado, sea cual fuere su carácter
o su forma a lo largo de la historia y a través de
todas las civilizaciones. Luego señala, también
con exactitud, los fines de la acción educadora como
tarea política y desemboca en la acción de la
acción educadora como tarea política y desemboca
en la acción del Estado definitoria en ese campo, como
es la creación de los establecimientos respectivos
y la regulación de su organización.
No
oculto que comparto, en líneas generales, esta definición
del maestro Ghioldi, cuya amistad me honró, quizás,
justamente, porque nuestras diferencias en otras posiciones
filosóficas y políticas ambos conocíamos
y jamás negamos.
Por
su parte, Cassani dice: "La política educacional
abarca las teorías, planificaciones y realizaciones
que integran la obra del Estado, de una institución
o de una entidad con atribuciones de gobierno en materia de
educación y de cultura. Vale decir que la política
educacional, que generalmente se halla en manos del Estado,
puede estarlo también en las de otros grandes agentes
realizadores de la acción educadora: las instituciones,
en particular las religiosas, la comunidad y la familia".
(Juan E. Cassani, en "Fundamentos y alcances de la política
educacional", Ed. Librería del Colegio, Bs.As.,
1972, Pág. 18).
Hay
en esta segunda definición una extensión del
concepto a otras instituciones, tema que fue preferido por
Cassani y que yo personalmente he considerado y estudiado
también con profundo interés. En vida de mi
recordado maestro, sin embargo, no tuve oportunidad de analizar
con él suficientemente esta ampliación conceptual,
pero entiendo que, al menos dentro del alcance restringido
con que prefiero seguir usando la palabra política,
no cabe atribuírselo a instituciones como la Iglesia
o la familia, aunque, por supuesto, va de suyo que ambas –como
otras del mismo tipo– tienen profunda influencia en
la política y en la obra integral del Estado. Ocerín,
a su vez, expresa: "Comúnmente aparece la política
educativa como la manera en que el Estado organiza la educación,
y también es frecuente distinguir en ella la doctrina
o teoría de la aplicación o práctica,
como dos aspectos de una misma política o como naturas
que es la consideración del proceso y de sus resultados,
pero cabe reflexionar si ambas son efectivamente aspectos
de la misma actividad y si la práctica representa una
simple derivación de la teoría". (Reynaldo
Ocerín, en "Las dos políticas educativas",
en "llE, Revista del Instituto de Investigaciones Educativas",
Nº 4, Bs. As., noviembre de 1975, Pág. 17).
En
esta definición encontramos una coincidencia total
con una distinción que compartimos enteramente y que
en el trabajo citado es magistralmente desmenuzada.
Por
mi parte, he escrito antes de ahora: "Política
educativa es la acción sistemática y permanente
del Estado dirigida a la orientación, supervisión
y provisión del sistema educativo escolar" (en
"Etapas históricas de la política educativa",
Eudeba, Bs. As., 1972, Pág. 22), definición
que en sus líneas esenciales y originales sigo manteniendo
pero que, en este trabajo, estoy ampliando para señalar
que, además de una Política Educativa como quehacer,
como acción, existe una Política Educacional
como teoría, cuya posibilidad y alcances pretendo fundamentar.
La
Política educacional como disciplina académica
Ahora bien, creo que no caben dudas de que la política
educacional de carácter práctico, o sea el quehacer
político, o los actos políticos enderezados
al ámbito educativo, no forman parte del ámbito
académico. La política educacional como disciplina
de estudio en el conjunto de los estudios pedagógicos
o en el conjunto de las ciencias políticas, analiza,
estudia y sistematiza los actos políticos vinculados
directamente con el campo educativo y en especial los referidos
al campo de la educación formal y los sistemas escolares.
Obsérvese
que, por eso, en el esbozo de clarificación conceptual
quedan afuera, ex profeso, los aspectos fácticos de
carácter educativo y político.
Existe,
pues, una Política Educativa de naturaleza fáctica,
es decir que existen actos políticos de carácter
educativo o que afectan directamente los fenómenos
educativos. La ejecución de tales actos (la modificación
de un sistema educativo, la aprobación de un plan de
estudios, la creación de un establecimiento, la sanción
o el proyecto de una ley de educación, la concesión
–o la negación– de un subsidio a la enseñanza
privada, el reconocimiento de grados académicos, las
exigencias de ciertos reconocimientos para el ejercicio de
determinadas profesiones, etc.) son datos objetivos (datos
fenoménicos) para su estudio ulterior por
parte de aquella disciplina, pero no son la disciplina, así
como el conjunto de los actos políticos no se confunden
con el saber sobre ellos. O sea: hay una Política
Educacional que se ejecuta o se cumple por medio del poder
político, pero distingo esto de la Política
Educacional como disciplina que estudia, ordena, sistematiza
y, eventualmente, evalúa o critica aquellos actos.
El
saber y el poder
Es indudable que, ocasionalmente, el poder político
acude al saber propio de cada área para proyectar y
fundamentar sus decisiones, y a veces es el saber propio de
cada área del quehacer humano el que se transforma
en asesor o estimulador del poder político para la
toma de decisiones respectivas. Hasta puede darse el caso
de que los representantes de ese saber asuman ellos mismos
el poder político, y gocen de imperio para tomarlas,
como ministros, secretarios de estado, funcionarios o legisladores
por ejemplo. También es cierto que en otras ocasiones
las decisiones del poder político en cualquier área
se toman al margen del saber correspondiente, y aún
en contra de ese saber.
Por
supuesto parece preferible, y propio de un mayor nivel cultural
de la sociedad, que se dé el primer caso y no el segundo,
pero la realidad es que la acción política propiamente
dicha, y la disponibilidad del imperio para tomar decisiones
de cumplimiento universal y obligatorio en una sociedad determinada,
nunca han estado correlacionadas necesariamente con el saber
respectivo. Desde la utopía de Platón, que pedía
el ejercicio del gobierno para los filósofos, es decir,
para los sabios, la humanidad nunca pudo cumplir esa ambición.
Con lo cual no quiero decir, pues sería un concepto
de excesiva simplicidad e intrínsecamente falso, que
la Política como quehacer está absolutamente
alejada del saber, pues ello es imposible en la práctica.
Cabría
añadir aquí, a modo de nota, que este tipo de
interrelación entre el saber y el poder, que con grados
variables siempre se dio en la historia, comenzó a
acentuarse, según es bien conocido, desde los tiempos
que los historiadores llaman genéricamente la modernidad
y que, a grandes rasgos, coincide con la llamada Baja Edad
Media y los movimientos filosóficos inmediatamente
ulteriores del iluminismo y el racionalismo.
Pero,
sin duda, es en nuestros días, más precisamente
en los que comenzaron a correr a partir del fin de la segunda
guerra mundial de este siglo, cuando se advierte la más
estrecha relación entre saber y poder, porque los prodigiosos
avances científicos contemporáneos lo requieren
así para un ejercicio del poder con mínimas
probabilidades de éxito.
De
allí las obras de ficción que intentan demostrar
que son los científicos –a veces llamados también
"tecnócratas", con intención peyorativa
reveladora de la fuerza de la polémica– quienes
tienen en realidad el poder.
No
deja de ser un tanto entristecedor que, en nuestro país
al menos, el ámbito de la educación formal sea
donde ese fenómeno es tan reducido, lo cual se debe,
a nuestro juicio, a tres motivos: primero, a un notorio menosprecio
de los gobernantes en general (me refiero, en una generalización
que por supuesto reconoce excepciones de personas aisladas,
a los de los gobiernos de los últimos cuarenta años,
casi diría desde los ministerios de Jorge Coll y Guillermo
Rothe) por los especialistas y entendidos en asuntos de educación;
segundo, a que también, fuerza es reconocerlo, el saber
pedagógico no ha avanzado con el rigor y la seriedad
que hubiera sido conveniente; y tercero, a que los fenómenos
sociales no pueden fundarse en esquemas de conocimientos y
conclusiones de la misma objetividad y validez que pueden
alcanzar con mayor probabilidad fenómenos de otro orden.
(Es probable que, con márgenes de error escasos, la
ingeniería pueda, por ejemplo, garantizar la seguridad,
estabilidad y funcionamiento de un dique y sus resultados
cuantificables de energía hidráulica, siempre
que se respeten en la construcción las especificaciones
correspondientes. Pero es casi imposible que las ciencias
de la educación puedan garantizar los resultados de
un plan de estudios o de una reforma integral de un sistema
educativo, así como es difícil que los más
serios estudios didácticos y de psicología del
aprendizaje puedan garantizar grados objetivamente cuantificables
de resultados con uno u otro método de enseñanza).
Pero
me he desviado –conscientemente, admito, porque aunque
haya significado una interrupción conceptual valía
la pena hacerlo– del fondo del razonamiento que venía
desarrollando. Si me he detenido concierto detalle en la distinción
entre la Política Educacional como quehacer práctico
y como disciplina de estudio, como teoría, en fin,
con su lugar propio en el terreno académico, es porque
creo que confundir uno y otro aspecto es altamente negativo
y ha sido y es una fuente principal de demérito para
esta disciplina.
El
campo específico de la Política Educacional
En el esbozo de clarificación conceptual antes expuesto,
he utilizado por dos veces, también ex profeso, el
adverbio "directamente", cuando afirmé que
el campo de esta disciplina está limitado por los "fenómenos
educativos directamente vinculados a los de carácter
político" y los "fenómenos políticos
directamente vinculados a los de carácter educativo".
Con
ello intento evitar una ampliación excesiva del campo
posible de la Política Educacional, que la descaracterizaría
académicamente e impulsaría la tendencia a incluir
en su campo prácticamente cualquier fenómeno
político o educativo.
Uno
de los mayores riesgos de los estudiosos de la Política
y de la educación es que la delimitación estricta
y rigurosa de ambos términos es difícil, y si
se usa un criterio amplio para entender aquella mutua vinculación
a que me he referido, todo podría caber al fin en la
Política Educacional como disciplina de estudio y eso
equivaldría a que todo, también podría
ser discutido con respecto a su inclusión.
El
universo respectivo, pues, debe ser cuidadosamente acotado,
porque en materia de sabiduría del todo a la nada hay
un solo paso. La prosecución de este trabajo llevaría
a señalar, con su correspondiente sistematización,
los contenidos propios de nuestra disciplina. Mas esto significaría
comenzar a esbozar los capítulos de un posible tratado
o de un curso de estudios, tarea que cumplida con el rigor
debido, requeriría un largo desarrollo e imposibilitaría
alcanzar la síntesis que me he propuesto alcanzar aquí.
(Ese esfuerzo, al fin, es lo que he procurado llevar adelante
a lo largo de muchos años, durante los cuales dicté
la materia en el Instituto del Profesorado "Joaquín
V. González" y en la Facultad de Filosofía
y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y puede rastrearse
en los programas anuales correspondientes).
Dos
puntos, sin embargo, es imprescindible considerar con respecto
a los contenidos de la Política Educacional como disciplina
académica.
En
primer término, mencionaré que sobre cualquiera
de los contenidos aislados de nuestra disciplina (v. g.: una
determinada ley de educación; el régimen de
admisión legal de instituciones escolares privadas;
el financiamiento de sistema educativo; la obligatoriedad
escolar; etc.) pueden llevarse a cabo análisis de carácter
nacional o universal, que no es lo mismo que un enfoque comparatista;
pueden efectuarse rastreos históricos, a su vez también
de orden nacional y universal; pueden encararse estudios comparativos;
pueden considerarse visiones prospectivas; pueden efectuarse
consideraciones de naturaleza estrictamente jurídica
en relación con el marco legal de compulsiones y sanciones
que toda norma supone; y finalmente, pueden rastrearse las
fundamentaciones filosóficas, políticas y sociales
respectivas y las derivaciones pedagógicas y didácticas
propiamente dichas (no hay duda, por ejemplo, que el inmenso
campo de la metodología y la psicología del
aprendizaje de la lectoescritura es una derivación
del concepto de obligatoriedad y universalidad de la lectoescritura,
concepto que, a su vez, tiene fundamentos filosóficos,
políticos y económicos claramente visibles)
pero todo ello sin la pretensión de confundirse con
disciplinas específicas de otro carácter.
En
segundo lugar, quisiera exponer brevemente una distinción
que considero indispensable para no confundir dos órdenes
de contenidos, que, si bien en un punto fronterizo siempre
tendrán puntos de contacto y aún comunes, no
tienen por qué mezclarse caóticamente.
La
polìtica educacional, como disciplina de estudio abarca,
a mi juicio, el estudio de los actos polìticos (y la
normativa consiguiente) mediante los cuales se procuran fines
educativos genèricos enderazdos al bien comùn,
y principalmente, se crean y ponen en marcha los òrganos
de conducciòn y gobierno escolar o las instituciones
escolares mismas, se establecen sus fines esenciales, a veces
se disponen los regìmenes bàsicos de financiamiento
y funcionamiento y se definen los grandes principios polìticos
del orden educativo.
Mas
la ejecuciòn de la tarea correspondiente consiste en
el gobierno, conducciòn, supervisiòn, control
y, en fin, en la acciòn educativa en sì misma,
en las instituciones respectivas.
Toda
esta segunda parte escapa, en rigor, del concepto de polìtica
educacional que he dejado esbozado y pasa a formar parte de
otra especialidad o disciplina del campo de los estudios pedagògicos
que suele denominarse en nuestro medio Administraciòn
y Organizaciòn Escolar y que incluye el estudio y anàlisis
del desenvolvimiento cotidiano de los establecimientos escolares.
No
hay duda de que en los extremos la distinción propuesta
es clara, pero numerosos aspectos se prestan a duda. Esto
se debe sobre todo, me permito creer, a que en nuestro país
–como puede ocurrir también en muchos otros–
no es raro que por incompetencia, o por desorden de la burocracia,
y a menudo por afanes de autoritarismo en escalones inferiores
o de centralismo vicioso en los superiores, encontremos disposiciones
propias de la administración escolar tomadas por las
más altas esferas del poder político (un caso
paradigmático es el reglamento escolar, con detalles
que incluyen la duración de los recreos y los horarios
de iniciación y finalización de las clases aprobado
por decreto del Poder Ejecutivo, o la pretensión de
que el Poder Legislativo apruebe planes y programas de estudios).
La situación inversa se da –y es asimismo frecuente–
cuando escalones jerárquicos que por definición
debieran limitarse a la administración y organización
escolar incursionan, por medio de disposiciones o circulares
propias, en asuntos específicos de la política
educacional.
Los
estudiosos de la Política Educacional en nuestro país
Antes de finalizar, mencionaré un aspecto que, admito,
está fuera del marco conceptual de este trabajo, pero
señala una realidad humana que en cierta medida ayuda
a comprender mejor lo que he pretendido exponer.
Se
trata de un breve comentario sobre los especialistas que han
elegido o eligen este campo de trabajo intelectual dentro
de los estudios pedagógicos.
Dos
vertientes los nutren: una es la educación o los estudios
pedagógicos; la segunda es el Derecho, las Ciencias
Políticas o el ejercicio concreto del quehacer político.
Se puede llegar a ser un estudioso de la Política Educacional
desde uno u otro campo, en efecto. Sin pretender hacer ni
siquiera un esbozo histórico en este sentido, es indudable
que, en el siglo pasado, las grandes figuras del país
que se empeñaron en ofrecer, proponer y brindar realizaciones
educativas, fundamentaron esos esfuerzos en análisis
y reflexiones que constituyen una especie de subsuelo de la
Política Educacional argentina como disciplina de naturaleza
teórica. Entre esas figuras es justicia incluir al
obispo Fray José Antonio de San Alberto, todavía
en el XVIII, a Manuel Belgrano, en el filo del XVIII y el
XIX y luego a Rivadavia, Mitre, Sarmiento, Avellaneda, Onésimo
Leguizamón, José Manuel Estrada, Joaquín
V. González y Sixto B. Terán entre los principales.
Todos ellos, sin embargo, fueron esencialmente hombres políticos
y con la excepción, quizás, de Joaquín
V. González, o de Sarmiento, que por la grandeza de
su genio y la fuerza de su pasión llegó en todo
lo que hizo o escribió hasta las raíces más
hondas del saber, resultan cultores ocasionales de la Política
Educacional como teoría, pues lo hacían sólo
y en cuanto lo necesitaban para fundamentar y sostener sus
creaciones y propuestas.
Hay
que llegar a este siglo, entiendo, con la figura de Rodolfo
Rivarola, para encontrar un hombre que aporta estudios de
Política Educacional de algo rigor teórico,
aunque no haya completado una obra integral y orgánica
de ese carácter.
Fue
su hijo, en cambio, Horacio Rivarola, el centenario de cuyo
nacimiento se ha cumplido hace menos de dos meses, quien tuvo
la oportunidad de dictar los primeros cursos sistemáticos
de Legislación y Organización Escolar en establecimientos
de enseñanza superiores, con lo cual quedaron puestos
los cimientos de nuestra disciplina. Egresado de las facultades
de Derecho y de Filosofía y Letras, heredero de una
rica tradición familiar, educador él mismo en
el ejercicio de la cátedra superior y alto funcionario
político en el área respectiva, su formación
mental toma origen, de cualquier modo, más en el Derecho
y, en todo caso, en las ciencias políticas, que en
los estudios pedagógicos sistemáticos.
Juan
E. Cassani es, hasta donde yo sé, el primer especialista
de nuestra disciplina cuya formación y orígenes
lo ubican exclusivamente en los estudios pedagógicos
de nivel superior y que se dedicó a ellos antes de
haber ocupado ningún cargo político en el área
educativa, pues sus funciones como inspector general o como
rector del Instituto Nacional del Profesorado Secundario lo
ubican, según las distinciones que antes hemos hecho,
en la Administración y Organización Escolar.
Llegó a ser Director Nacional de Enseñanza Media,
Especial, Normal y Superior cuando su labor en esta materia
había alcanzado ya un punto de madurez, que sólo
plasmó por escrito muchos años después.
Américo
Ghioldi, otro de mis ilustres antecesores en la cátedra
de Política Educacional en la Universidad de Buenos
Aires, fue un educador egresado de la Escuela Normal de Profesores
Mariano Acosta, pero su derivación hacia el estudio
de la Política Educacional proviene esencialmente de
su labor como hombre político, como legislador y como
dirigente de primera línea dentro de su partido.
Héctor
F. Bravo, actualmente otra vez a cargo de la cátedra
respectiva en la Facultad de Filosofía y Letras de
la Universidad de Buenos Aires, constituye quizá un
caso único por su múltiple formación:
es graduado en Derecho, es egresado de la carrera de Pedagogía
en nuestra facultad, ha sido y es hombre político,
legislador y dirigente partidario, fue presidente de la Comisión
de Educación de la Cámara de Diputados de la
Nación e inspector de enseñanza. Es decir que
en él confluyen todas las vertientes posibles.
Otro
distinguido colega de esta Academia, titular de Política
Educacional en la Universidad de Córdoba y autor de
tratados de máximo nivel y rigor en la materia, Fernando
Martínez Paz, proviene básicamente del campo
del Derecho, con sus estudios propios de Filosofía
y su dedicación ulterior a la educación.
No
conozco, en cambio –lo cual no significaba que no lo
haya– ningún especialista en Política
Educacional surgido de los estudios de las Ciencias Políticas,
ningún politicólogo, en fin, como es corriente
decir, que se dedique en forma principal, o siquiera ocasionalmente,
a temas de esta disciplina. Y lo lamento, pues es necesario
admitir que abundan en nuestro país, actualmente, destacadas
figuras dentro de las Ciencias Políticas, que seguramente
podrían ofrecer trabajos de alto valor académico
y de inestimable utilidad práctica, eventualmente.
Por
mi parte, en fin, tomo mi formación básica exclusivamente
de los estudios normalistas, primero, y de los pedagógicos
superiores después; de una docencia activa en todos
los niveles de la enseñanza; de un gusto particular
por los estudios políticos e históricos, sobre
todo, confieso, de mi preferencia y dedicación al orden
teorético de la Política Educacional.
Si
algo quisiera poder reivindicar en este terreno –como
alguna vez lo hice con referencia a los estudios pedagógicos
en general– es la altísima dignidad de la teoría
como fundamento esencial de la acción. Por eso, nada
satisfaría más mi ánimo que colaborar
para que la Política Educacional como disciplina académica,
como teoría pura, ocupara, en todas sus dimensiones
y posibilidades, un lugar de relevancia en el cuadro integral
de los estudios pedagógicos y en el conjunto del saber
humano.
Por
eso, considero un logro personal del que siempre conservaré
orgullo legítimo, haber dedicado tantos años
a la Política Educacional exclusivamente como un esfuerzo
de teorización y de sistematización de sus múltiples
contenidos, y a través de los muchos enfoques con que
es posible encarar su estudio.
*Texto
leído en el acto de incorporación del autor
como miembro de número a la Academia de Educación.
En Buenos Aires, el 7 de octubre de 1985.
|
Civilización
o barbarie: cien años después
Publicado
en el N° 62, junio de 1988.
Se
cumple este año el centenario de la muerte de Sarmiento.
Su nombre está vinculado, definitivamente, a la educación
y, en especial, a la escuela primaria, a la por entonces llamada
educación común, a la obligatoriedad de la instrucción
y a la creación y difusión de las escuelas normales
destinadas a preparar al magisterio encargado de llevar a
cabo la tarea de esa instrucción universal.
Es
justo que sea así. Abundan las razones y los testimonios
que explican esa asociación entre Sarmiento, la educación
y la escuela y la figura del maestro. Pero es erróneo
reducir la imagen histórica de Sarmiento a la del educador,
o transformarlo, forzadamente, en una especie de enternecedor
y enternecido maestro de escuela, con la tiza en la mano,
acariciando la cabecita de niños que se acercan a pedir
el pan del alfabeto.
Puerilidad
y reduccionismo histórico
En la Argentina se presenta con mucha frecuencia una actitud
que tiende a puerilizar la historia o a reducirla, en punto
a los hombres y a los grandes acontecimientos, a mitos que
se desgajan de la realidad y casi siempre lijan sus aristas
hasta alcanzar versiones tiernas, aptas para niños
de corta edad.
Algo
de esto es consecuencia de una extendida ignorancia histórica.
En la mayoría de la población sólo perduran
unos pocos conocimientos de la historia patria adquiridos
en los grados iniciales de la escuela primaria. Entonces,
San Martín se reduce al abuelo inmortal de dos nietitas
encantadoras a las que da consejos conmovedores, pero el guerrero
que enseñaba a los granaderos a descabezar godos usando
el sable corvo –para lo cual los entrenaba despanzurrando
zapallos plantados en una estaca al borde de las cuales debían
pasar a todo galope–, el primer estratega de la guerra
de la independencia, apenas si es recordado como tal.
A
Belgrano se lo conoce como el creador de la bandera, y punto.
Del precursor de la política educativa, del difusor
de la política económica librecambista e introductor
de la fisiocracia en el Río de la Plata, del genial
redactor de las Memorias del Consulado, del numen de la Revolución
de Mayo, casi nadie sabe algo. Pero todos recuerdan las últimas
palabras que le inventaron los libros de historia para niños.
Sarmiento
también sufre este mismo proceso de puerilización
y de reduccionismo.
Es
una de las mejores plumas de la lengua española del
siglo XlX. Fue un periodista y un polemista como pocos. Pero
fue, sobre todo, un hombre político. Tuvo la visión
abarcadora del generalista y la profética del estadista.
Y si se ocupó de la educación, del magisterio
y de fundar escuelas normales, no fue por vocación
de enseñante profesional ni por afanes de entrega mística
a tareas de alfabetización o de enseñanza de
cualquier tipo a niños y jóvenes –su temperamento
nada tenía que ver con el que es propio de los docentes
vocacionales y mucho menos con el que distingue a los maestros
y a las maestras de los primeros grados, sino porque, como
hombre político, entendió que la alfabetización
y la educación común eran la llave maestra del
progreso de los pueblos y de la riqueza de las naciones.
Con
otras palabras, menos fogosas, quizás, que las de Sarmiento,
pero no menos claras, ya habían proclamado esa tesis
Belgrano en 1796, Rivadavia en 1812, los hombres de la Organización
Nacional en conjunto, en particular Avellaneda, el gran ministro
de Instrucción Pública de la presidencia del
sanjuanino, y Mitre al fundar el Colegio Nacional de Buenos
Aires, en 1863, o Estrada, como Rector de esa institución,
en sus memorias anuales.
Pero
Sarmiento se ganó el puesto de hombre-símbolo
de la causa de la educación común porque puso
a su servicio toda la energía de un temperamento apasionado,
desbordante y labró a fuego, para siempre, páginas
inmorales para defenderla y llevarla a la práctica.
"¡Alambren,
no sean bárbaros!"
La obra educadora de Sarmiento no puede entenderse en su verdadero
significado mientras se siga pensando en su figura como identificada
casi exclusivamente con el magisterio. Sarmiento fue un político.
Su obra no es de Didáctica ni de Pedagogía y
ni siquiera de Administración Escolar, sino de Política
Educativa, aunque haya espigado en aquellas otras áreas
empujado por la necesidad de los hombres de su tiempo de hacer
un poco de todo.
Para
entender la obra de Sarmiento –educador, de Sarmiento–
fundador de escuelas normales, es necesario integrar esas
facetas con la del fundador del Colegio Militar y la Escuela
Naval, la del creador del primer Observatorio Astronómico
del país, la del luchador por extender las vías
férreas, la del hombre que en la campaña del
Ejército Grande contra Rosas cabalgaba sobre montura
y no sobre recado y la del gran polemista que gritaba a los
hombres de campo de su época: "¡Alambren,
no sean bárbaros!"
Alambrar
los campos era luchar contra la barbarie. También era
luchar contra la barbarie extender los servicios de ferrocarriles;
reemplazar las milicias desordenadas por cuerpos de línea
comandados por hombres de armas profesionalizados e introducir
nuevos cultivos en el Delta. Luchar contra la barbarie era
fomentar la inmigración europea; introducir las cartillas
que enseñarían a los agricultores y ganaderos
a mejorar sus procedimientos de trabajo... y abrir escuelas,
bibliotecas populares, formar maestros y traer docentes de
Estados Unidos para colaborar en esta obra.
Civilización
o barbarie
En el Río de la Plata hubo un gran proyecto nacional
en 1810: crear una nación libre, en condiciones de
conducirse a sí misma y sacudirse las cadenas del monopolio
y la burocracia reglamentarista y corruptora del Estado español
de los Borbones. Así de simple.
En
1837, con la generación de Echeverría, a ese
proyecto se añadió el de la ilustración,
cuyo adelantado había sido Rivadavia. Las "luces
de la razón" debían cambiar la fisonomía
social de un país al que el desierto y la soledad habían
condenado a tener una campaña semibárbara, de
estructura político-social claramente emparentada con
el feudalismo, pues el centralismo del estado-absoluto de
los Borbones apenas si se aposentaba en declaraciones de falso
acatamiento.
En
ese contorno, unos pocos centros urbanos albergaban minorías
–en cada caso pocas decenas de familias– que recibían
lejanos destellos de aquellas luces del siglo que a Buenos
Aires lograban llegar con más fuerza, aunque sin extenderse,
tampoco, a sectores muy numerosos. De aquellos proyectos,
aventada la época de Rosas –período probablemente
necesario para alcanzar, en los hechos, una unidad sobre la
base del reino mayor, a la manera de Castilla y de León
imponiendo su dominio sobre los restantes reinos de la península–
nació, a partir de 1853, el otro gran proyecto, que
fue una síntesis de los dos anteriores.
Sus
metas capitales fueron, primero, la unidad política,
cuyos tres pasos definitivos se dieron con la Constitución
del 60 y la presidencia de Mitre, la capitalización
de Buenos Aires y el "unicato" de Roca; segundo,
la apertura al mundo en materia de comercio y la puesta en
práctica de los grandes principios de la economía
liberal de la época; tercero, el establecimiento de
los principios de igualdad republicana y de los derechos del
hombre en todos los órdenes de su vida (lo que culminó
con la ley de voto secreto en 1912); cuarto, la población
del desierto ("gobernar es poblar" decía
Alberdi) mediante la inmigración "europea"
y no cualquier otra (también consejo de Alberdi, escrupulosamente
acatado por el pensamiento de la época) y, quinto –por
fin– la "ilustración" de las masas
(nativas e inmigrantes) mediante la obra de la educación
común, que debía ser, por eso, gratuita y obligatoria
(aunque esta obligatoriedad contradijera alguna ortodoxia
político-liberal) y que necesitaba del normalismo para
hacerla posible.
Esta
meta de la ilustración –en el mundo de entonces
sinónimo e "Europeización (para Alberdi)
o, quizá, de importación de modelos de Estados
Unidos (para Sarmiento)– fue traducida por el autor
de "Facundo" en una consigna que sacudió
al país de punta a punta. El dilema, en efecto, se
daba entre civilización o barbarie.*
Urquiza,
uno de los grandes barones de la época de Rosas, había
sido ganado al fin por el afán civilizador: llamó
a Marcos Sastre, que organizó el sistema de enseñanza
en Entre Ríos (de esa época es el famoso "Reglamento
General de Escuelas"); alzó, amuebló, decoró
y "afrancesó" el Palacio San José
y, por supuesto, abatió a Rosas para abrir los ríos
del Litoral a la navegación de ultramar y juzgó
llegada la hora de contar con una Constitución, instrumento
político de la era de la Ilustración, que, como
explican los tratadistas, debe ser escrita y debe contar con
un pueblo alfabetizado capaz de interpretarla y aplicarla.
Cien
años después
Sarmiento, entonces, vuelto de Chile, busca a Urquiza; se
incorpora al Ejército Grande; se hace "boletinero"
de la campaña bélica; instala una imprenta entre
la pólvora y los cañones; usa uniforme con quepis
a la Francesa y montura inglesa y comienza su lucha por la
civilización contra la barbarie. No ceja hasta 1888,
cuando muere en Asunción del Paraguay. Parte de esa
lucha es la educación común y la creación
de las escuelas normales. Así entendido, y sólo
así, Sarmiento alcanza su máxima dimensión.
Y
el tiempo pasó. Desde los afanes organizativos de 1860,las
oleadas inmigratorias, la capitalización de Buenos
Aires, la tarea de la alfabetización –que en
menos de 50 años nos colocó a la par de las
naciones más adelantadas– la pampa feraz y el
desierto de "Facundo" surcados por trenes, la instalación
de molinos, los campos alambrados, los palacios y teatros
de estilo francés (italianizados) alzados en las ciudades,
el refinamiento de los ganados y el tango triunfante en París;
desde el nacimiento de Victoria Ocampo o de Lugones, la ilustración
parecía avanzar sin enemigos a la vista.
La
europeización parecía un hecho. Buenos Aires
la proclamaba, con el Colón, los subterráneos
y "Sur". La mostraban las ciudades del interior
donde por las calles coloniales desplegaban sus luces de saber
y de ciencia las escuelas normales y los egresados universitarios
de La Plata, de Córdoba o de Tucumán y la exhibían
los estancieros y sus hijos en los salones de París
de antes y después de la primera guerra mundial. La
atestiguaban los hijos de los inmigrantes que, a veces en
la primera generación, o a lo sumo en la segunda, se
transformaban en profesionales de prestigio, en industriales
de fortuna, en políticos de primera línea, en
educadores renombrados.
Pero
América aguardaba. De pronto, un nuevo estallido europeo
trastocó reglas de juego que alguna vez se creyeron
eternas.
El
imperio británico cedió el paso a otros grandes
de la tierra. Europa, aliada de la ciencia y de la técnica,
se puso también a producir carne y trigo. Dejamos de
ser el granero del mundo.
Y
un día, la ilustración, otra vez, fue derrotada
en las urnas. ¿Era la barbarie? Nunca el dilema fue
absoluto. Nunca hubo civilización absoluta, perfecta,
virtuosamente pura, de un lado, y barbarie absolutamente condenable
del otro. Los hijos de la tierra y de América latina
vivían entre nosotros y el centralismo despótico
de los Borbones había penetrado el alma del país
hasta los huesos. El feudalismo de los grandes caudillos no
se había extinguido: un día, con viento propicio,
el rescoldo comenzó a crepitar y volvieron.
Pudo
ser una síntesis fecunda, bienhechora. Pero así
como en 1916 los dirigentes conservadores perdieron el rumbo
y no supieron nunca más, en adelante, entenderse con
el pueblo llano, la ilustración perdió el rumbo
desde 1946 y sólo quedó el enfrentamiento. Lo
que pudo ser síntesis se transformó en trincheras
y en buena medida la barbarie se tomó la revancha.
La
Argentina no es Europa, como creyó que podía
ser, ni Buenos Aires una ciudad europea, como llegó
a serlo o como creyó que había llegado a ser.
La ilustración pierde terreno día tras día.
Se trata de la urbanidad –en un sentido lato, de modales
y de civilización– en retroceso. Las formas de
vida primitivas que el obispo del Tucumán, Fray José
Antonio de San Alberto, –otro adelantado de la ilustración
y de la educación en el Río de la Plata–
describía horrorizado según las había
advertido en los ranchos solitarios de las campañas
de fines de siglo XVIII, son muy similares a las que hoy,
con televisión y radio a transistores, se practican
en las villas de emergencia que están instaladas dentro
de la gran urbe, en la megalópolis de diez millones
de personas, a mil metros del Teatro Colón y de su
cúpula de Soldi.
Las
rejas de las pulperías para defenderse de gauchos malos
o de indios ladrones se instalan hoy en los comercios de los
barrios y en las casas de vecindarios atemorizados, y las
luces del progreso no sirven en las noches para defender a
las familias honradas de saqueadores y violadores que actúan
a la manera de los malones que robaban ganados arreaban cautivas
en las grupas de sus potros.
Vocabularios
y vestimentas muestran que teníamos soterradas conductas
a las cuales la escuela común y el normalismo no pudieron
transformar, mientras los colectivos y los camiones circulan
en las ciudades con un estilo propio de los pueblos menos
evolucionados culturalmente, que cada vez nos acerca más
al atraso mental y ético y nos aleja de la civilización
que se exhibe, presuntuosa pero impotente, en las fachadas
de los viejos edificios.
La
televisión revela que la ilustración no prendió
en las masas. El corporativismo, como auténtica expresión
de la vida política argentina contemporánea,
revela que la Constitución liberal de 1853/60 sigue
teniendo vigencia como un programa a cumplir –según
advirtió hace tres décadas Carlos Sánchez
Viamonte– pero no ha encarnado todavía en la
mentalidad popular.
Su
permanencia como ideal, su valor como testimonio, su invocación
por todos, indica que ese programa –según enseña
el maestro Mario Justo López– está, todavía,
y sin embargo, vivo. Lo cual es mucho.
El
centralismo borbónico del virreinato ha renacido. Dio
sus pasos iniciales de la mano de Roca; se afianzó
con Irigoyen; se hizo absoluto en los hechos con Perón;
lo refirmaron todos los interregnos militares. A despecho
de palabras, que todos repiten, los argentinos prefieren un
gobierno nacional fuerte y modestas administraciones locales.
Las pequeñas diferencias –que las clases no empiecen
el mismo día en todas las provincias o los maestros
no ganen lo mismo en todas ellas– les parecen escandalosas.
Las provincias han perdido –con el voto a favor de sus
senadores y sus diputados, según recuerda el eminente
estudioso Pedro J. Frías– el control de recursos
propios y prefieren delegar en manos de un gigantesco estado
central la recaudación de casi todos los impuestos,
para disputar luego su porción en cabildeos inacabables
dentro de una ley de coparticipación federal que jamás
dará satisfacción a todas.
Sarmiento,
hoy
A cien años de la muerte de Sarmiento, su bandera –civilización
o barbarie– está otra vez presente. Otra vez,
hay que abrir el país al mundo. Desde 1930, la Argentina
volvió a creer, absurdamente, que podía encerrarse
y vivir ensimismada. La realidad de estos años es un
precio tremendo que estamos pagando por semejante dislate.
Como
lo hicieron los criollos ilustrados en el 10, y Urquiza y
Mitre en el 53 y en el 60, otra vez hay que abrir ríos
y puertos al comercio internacional.
Pero,
además, hay que empezar, otra vez, a ilustrar a las
masas. Otra vez hay que empezar a educar al soberano. Otra
vez hay que vencer al feudalismo supérstite que en
muchas provincias identifica, todavía, la fortuna personal
con el poder político y ha conducido hasta la última
condición que –según enseña el
inolvidable José Luis Romero– distingue al feudalismo:
la posibilidad de cada señor de emitir su propia moneda.
Pero
no se trata de enfrentar a Europa y América como deidades
enemigas. El problema no es, simplemente, abandonar el recado
y usar silla inglesa. No es un problema de frac versus chiripá,
ni de chaqueta contra el poncho, ni de vidalitas o escondidos
que se permitan acorralar a Bach y a Mozart. No es un problema
de "cabecitas" contra letrados o de tez oscura contra
la piel blanca, ni de pretendidos lenguajes indígenas
casi inexistentes contra la maravillosa riqueza de la lengua
española que es la nuestra y lo será por siempre.
El
problema es de síntesis. Civilización o barbarie
fue la bandera de una época y Sarmiento su boletinero
genial. Se la entendió, luego, equivocadamente, como
un combate a muerte, cuando debió ser un abrazo del
cual habría de nacer un gran pueblo y una gran nación.
Ahora,
a cien años, voceros de la barbarie quieren acabar
con la civilización. Tampoco entienden la síntesis.
Pero el único proyecto posible de país es esa
síntesis. La otra alternativa es un combate –como
hoy están dando los medios de comunicación oficiales
buena parte del cine, el teatro y la literatura apoyados por
el Gobierno– en contra de la ilustración. Es
un combate que pretende, absurdamente –basta escuchar
los medios de comunicación oficiales– contraponer
una América indígena y pura contra una civilización
occidental –Europa y los Estados Unidos– a la
que se desconoce toda virtud.
Pero
ese combate no tendrá triunfadores, sino sólo
derrotados por ambos lados. Y el gran pueblo y la gran noción
seguirán esperando su hora, si es que alguna vez llega.
La
ilustración –ahora deberíamos decir la
ciencia, las humanidades, los centros de excelencia del sistema
escolar, la investigación pura y también los
buenos modales, la altura de la expresión oral, las
conductas cotidianas, la "urbanidad", en fin, o,
si se quiere, la civilización tiene que dar la batalla.
La barbarie siempre busca, en realidad, entregarse a la ilustración.
Los hombres, aunque se nieguen a reconocerlo, buscan la luz,
no las sombras. Prefieren la limpieza al hedor. Se enamoran
de la civilización, aunque se jacten de ser bárbaros.
Así lo hicieron los pueblos que amenazaron con destruir
a Roma y terminaron siendo sus hijos dilectos en la historia.
Como
hace cien años, el mensaje samientino tiene vigencia.
Civilización o barbarie, obra de síntesis, no
de destrucción mutua, es, otra vez, la obra que debe
cumplir la Argentina. El siglo XXl nos aguarda.
*"¿Hemos
de abandonar un suelo de los más privilegiados de la
América a las devastaciones de la barbarie, mantener
cien ríos navegables abandonados a las aves acuáticas
que están en quieta posesión de surcarlos ellas
solas desde 'ab initio'? ¿Hemos de cerrar voluntariamente
la puerta a la inmigración europea, que llama con golpes
repetidos para poblar nuestros desiertos, y hacernos, a la
sombra de nuestro pabellón, pueblo innumerable como
las arenas del mar? ¿Hemos de dejar ilusorios y vanos
los sueños de desenvolvimiento, de poder y de gloria,
con que nos han mecido desde la infancia los pronósticos
que con envidia nos dirigen los que en Europa estudian las
necesidades de la humanidad? Después de la Europa,
¿hay otro mundo cristiano civilizable y desierto que
la América? ¿Hay en la América muchos
pueblos que están como el argentino, llamados por lo
pronto a recibir la población europea que desborda
como un líquido en un vaso? ¿No queréis,
en fin, que vayamos a invocar la ciencia y la industria en
nuestro auxilio, a llamarlas con todas nuestras fuerzas, para
que vengan a sentarse en medio de nosotros, libre la una de
toda traba puesta al pensamiento, segura la otra de toda violencia
y de toda coacción?" ("Facundo", introducción
a la edición de 1845, Ed. Sopena, Buenos Aires, septiembre
de 1938, en el cincuentenario de la muerte del autor. Págs.
8 y 9). |
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