Artículos Publicados en el diario La Nación

El símbolo de la eternidad romana

Publicado el 15 de diciembre de 1956

ROMA – Sobre Roma, el tiempo cae sin prisa y sin pausa. Sus habitantes no se detienen a mirar el pasado, porque lo llevan consigo. En cambio, construyen su presente. Este presente “inasible e impensable” –según las palabras del filósofo– que apenas se intenta fijar se transforma en pasado y que es al fin nada más que futuro, cobra en Roma visos de labor gigantesca. Roma guarda en su seno, es cierto, la grande historia de nuestra civilización: las ruinas de su Senado inmortal, las huellas del paso de César sobre el Tiber, las catacumbas donde se refugiaron los cristianos perseguidos de los primeros siglos de nuestra era, San Pedro y su cúpula grandiosa, los recuerdos de la lucha, decimonónica por la unidad de Italia. Pero todo esto es material de observación para el turista, para el estudioso, para el investigador. Los romanos están demasiado ocupados construyendo su presente, es decir, su futuro.

Hace dos años que en Roma se trabaja sin cesar. Han nacido nuevos barrios, se han alzado grandes edificios, se han pavimentado arterias, se han inaugurado servicios de transporte, se han abierto o reinstalado negocios de toda índole. Roma no es una ciudad que piense en el turismo de tal manera que se convierta en una urbe preparada ad hoc para el viajero. Roma necesitó construir una estación ferroviaria terminal, y la hizo. Inmensa, cómoda, moderna. No se detuvo a meditar cómo debía ser su estilo para combinarlo con las ruinas del Senado. La construyó, simplemente para este presente magnífico y para un porvenir cierto. Usó el mismo buen sentido con que seguramente los romanos del imperio levantaron sus acueductos o sus palacios. Y allí está la monumental construcción, a trescientos metros de la sin par “Plazza dell’Esedra”, en la cual el agua brota incesantemente en el centro de una esplendorosa conjunción de calles y avenidas, una de las cuales es nada menos que la “Via delle Terme di Dioclesiano”.

Roma construye su presente: si se parte de la estación terminal y se toma el tranvía que ostenta el letrero “Cinecittà”, llégase, luego de recorrer la larga “Via Appia Nuova” –donde los negocios y los edificios de nueve y diez pisos se suceden uno tras otro sin solución de continuidad– a un nuevo barrio, a lo largo de la Via Tuscolana, donde apenas tres años atrás todo era campiña. Ahora, aquí, se ve crecer a Roma día por día. Las calles laterales están en febril proceso de pavimentación. Las modernas casas de departamentos se levantan vertiginosamente en increíbles cantidades. No se amontonan quitándose unas a otras la luz y el aire, porque las arterias son muy anchas, las construcciones se hacen en estilo “torre”, con todos los departamentos sobre los cuatro frentes, y porque los espacios abiertos no se escatiman. Los negocios se instalan sin esperar el fin de las obras, y se multiplican en forma notable, con sus modernísimas instalaciones y su abundancia de mercaderías de excelente calidad. Los medios de comunicación circulan a menudo repletos, es cierto, pero el servicio es regular y rápido. No escasean la luz ni la energía. Las amas de casa no necesitan hacer colas para sus compras y se trabaja con amplios horarios, los sábados, inclusive, todo el día.

Roma resuelve así el problema de la vivienda, de su población en crecimiento, y desaparecen inexorablemente las huellas de una época que los italianos han sepultado en un marco de trabajo y de creación.

Pero a todo esto: ¿cuál es el misterio de Roma que sigue siendo siempre Roma? Porque al lado de este presente y este futuro impetuosos, se alzan aquí, como hace tres milenios, los serenos pinos del Lacio, la vegetación de un verde intenso –el verde del otoño romano– por entre la cual es dable ver pasearse lentamente a un monje, como en réplica singular de un patricio del tiempo de República. Basta entrar por cualquier vía pequeña y angosta para sentir al instante la serenidad de los siglos que sobre esta ciudad se deslizan. Al término de la “Vía el Gianicolo”, desde lo alto de la colina donde se halla el monumento a Garibaldi, se aprecia casi toda la ciudad, y se adivina el deslizarse del Tíber –sin prisa y sin pausa– oculto por la hilera de árboles que indican su cauce. Detrás de este balcón enrome, hay una pequeña campiña cultivada y ornada de pinos. Para entrar en la iglesia de Santa Inés, es necesario tomar por la Vía Nomentana, ancha y arbolada, con un tránsito intenso a toda hora, regulado con luces. Pero a cincuenta metros ya dentro del templo, se alza el mausoleo de Santa Constancia la hija de Constantino. A su lado, una amplísima paradera cultivada. Una brisa suave mueve apenas la vegetación, que se extiende hasta más allá de donde alcanza la vista. Calma, reposo. La paz del mausoleo y de la iglesia consagrada a la mártir cristiana llega hasta el alma del observador y lleva a sus labios la pregunta: ¿cuál es el misterio de Roma, que construye así su presente sin destruir su pasado, que alza su porvenir y custodia su entronque con el ayer? Unos pasos para retornar y se encuentra la respuesta: en un minúsculo jardincito, sobre cuya entrada se leen inscripciones que hablan de Augusto y de Nerón, hay una fuente. Sobre ella, un hilillo de agua cae día y noche. El rumor del líquido marcha al ritmo del tiempo. ¿Qué mano milagrosa ha graduado este chorrito de agua de tal forma que su caída no sea ni más ni menos apresurada que la necesaria para combinarse tan cabalmente con todo lo que lo rodea? Ninguna mano milagrosa, sin duda: algún romano ha abierto este grifo y ha dejado el paso exacto al deslizarse del líquido. Oyendo su rumor, se piensa entonces que en Roma el tiempo cae precisamente como este hilillo de agua: ni más ni menos apresurado que lo justo para que la ciudad labore su presente y guarde su pasado. Así se comprende que supervivan estos rincones y que a su lado se alcen los nuevos barrios opulentos de vida y futuro.

Entretanto, en la Basílica de San Juan de Letrán, el Papa ha tomado hace muy poco posesión de su episcopado urbano. En el interior de la iglesia resonaron por más de tres horas los cantos y los rezos de la religión de Cristo, que hace dos mil años eligió a Roma, por entonces metrópoli del vasto imperio pagano y hoy cabeza de la moderna República de Italia, como centro universal de su apostolado. Cuando Juan XXIII se asomó al mediodía, a la “Piazza” enorme, colmada de fieles e impartió su apostólica bendición, tenía a sus espaldas y a su izquierda la vieja ciudad poblada de recuerdos. A su derecha –podía vérselo casi desde el gran balcón– el pujante barrio de Cinecittá y del “Quartiere del Quadraro”, donde los niños romanos de esta generación comienzan a vivir sin conocer la miseria y las penurias que dejó una guerra muy cercana.

El tiempo, como el hilillo de agua, sigue cayendo, sin prisa y sin pausa, sobre Roma. Es cierto: estamos en la Ciudad Eterna.


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Un común ideal americano

Publicado el 10 de agosto de 1958

Se ha dicho alguna vez que durante el siglo XIX América realizó un arduo esfuerzo para adecuar su estructura político-social al “tiempo histórico” que Europa marcaba por entonces. El juicio es exacto, puesto que la realidad histórica del viejo continente era el resultado claro de varios siglos de lenta evolución concretados en estructuras políticas, jurídicas, económicas e intelectuales claramente definidas. Desde los albores del siglo XVI –o desde el Renacimiento en su conjunto si se quiere generalizar– Europa marchó lenta pero inexorablemente hacia esas estructuras. La constitución de las nacionalidades de manera terminante a mediados del XIX marca el momento culminante del proceso. Estado Nacional, Democracia Liberal, Capitalismo son desde ese entonces constantes que no desaparecen y que hoy mantienen –bien que asoladas por impetuosos vientos– su vigencia, al menos en las formas exteriores de la organización del continente que fue cuna de nuestra civilización.

América, por obra de sus pensadores más altos y de sus hombres mejor intencionados, se organizó –luego de sus luchas por la independencia– de tal forma que las instituciones europeas delinearon su armazón política. Pero faltaban entre nosotros numerosas condiciones que sostuvieran esa armazón. Sin embargo no hubo titubeos ni discrepancias esenciales. A pesar de algunas diferencias de matices o enfoques, al concluir el siglo América consiguió ponerse en marcha –en la teoría al menos– dentro del “tiempo histórico europeo”.

Esto explica –junto con otros factores– uno de los caracteres más nobles de los americanos de aquella y de esta centuria: su intensa preocupación por la educación. Cuando los mejores espíritus del siglo XIX agitaban las banderas de la educación popular, lo hacían porque comprendían que sus ideales hallábanse aún distantes de la realidad social de su contorno y porque confiaban en la obra de la escuela para alzar a los hombres y las mujeres de las inmensas extensiones y las pobres aldeas americanas hasta la medida de sus ambiciones de soñadores empedernidos.

Algo de todo esto perdura en estos tiempos. Por ello no debe extrañarnos que una de las circunstancias en las que con más claridad se advierte hoy la unidad del continente sea la común preocupación por los problemas de la educación. Y no es casual tampoco que dentro de ese plano el tema de la educación rural tenga una vigencia permanente en la totalidad de los países americanos.

El tomo noveno de la revista “La Educación” –que dirige Luis Reissig– consagrado el análisis de esa cuestión en dieciséis naciones de América, es prueba cabal de ello y mueve estas reflexiones que pretenden ahondar hasta sus raíces la explicación de un fenómeno que no se puede entender cabalmente si se lo restringe a su aspecto pedagógico exclusivamente.

Los volúmenes que hasta ahora lleva presentados esta meritoria publicación son muestra de un afán americano nacido en el siglo anterior que mantiene en el actual su prestigio y su atracción. Es símbolo, además, de una identidad de problemas de afanes de todo el continente, y desde este punto de vista es que nos atrevemos a sostener que “La Educación” ha sobrepasado las esperanzas de quienes la concibieron, y más que dar cauce a las inquietudes pedagógicas del continente ha llegado a ser vehículo de su más clara expresión de unidad espiritual.

Comentar los artículos de este tomo, en la brevedad de unas pocas líneas, resulta imposible. Señalar, tan solo, el interés que sus páginas despiertan en educadores, políticos o sociólogos, al presentar el cuadro de las necesidades y las esperanzas de las masas rurales de Bolivia, Brasil, Colombia, Panamá o Perú –por no citar sino algunos casos– es deber de estricta justicia. Adviértese aquí con precisión que lo escolar no excede ni se incluye dentro de la problemática social, sino que se confunde con ella misma. Más que el valor individual de cada trabajo por separado, destácase el significado del conjunto, en especial para quien sepa entresacar de la frialdad de las cifras y los esquemas que en muchos casos se presentan sus reales proyecciones humanas.

Si América ha de continuar unida por siempre mediante los lazos del espíritu, creemos que nada más noble que desear que esos lazos se anuden por la vía de los educadores que en todo el continente anhelan realizar sus esperanzas en bien de la humanidad. En ese caso, la revista “La Educación”, de la Unión Panamericana, tendrá asegurado su lugar de mérito singular en el conjunto de esfuerzos encaminados a tal fin.


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El tema del amor en dos teatros romanos

Publicado el 15 de diciembre de 1958

ROMA, 14. – Dos obras teatrales presentan por estos días, en Roma, el tema del amor en su más antigua estructura dramática: aquella que conduce, finalmente, a la muerte del ser que no ha logrado verse correspondido en sus sentimientos.

Esto no puede resultarnos extraño en “Los caprichos de Mariana”, escrita por Alfredo de Musset en 1833, comedia que puede considerarse hoy como muestra acabada de un estilo y de una época que produjo numerosas creaciones en todos los campos de la literatura, referidas a la misma situación. Asombra, en cambio, ver tomado el tema para ser situado en el día de hoy, en nuestro presente inmediato, y cuando sus protagonistas no son –como en la obra de Musset– los aristocráticos personajes que pueden destinar su tiempo entero a la melancolía y a la reflexión, sino jóvenes que luchan por su pan cotidiano, se sumergen en el mundo escéptico y un tanto trivial de la gran ciudad y aspiran al triunfo como grandes estrellas del celuloide. El autor de “D’amore si muore”, Giuseppe Patroni Griffi, ha salido ya al encuentro de la sorpresa y se ha adelantado a explicar: “Creo que el amor –ha dicho– es el único sentimiento noble todavía sentido alta y sinceramente en nuestra época. Sólo el amor es capaz de acercar al pequeño individuo burgués de nuestra sociedad a la vertiginosa altura del mito, la gloria del sacrificio y de la muerte. Si hojeamos rápidamente las noticias de policía de los últimos años, reencontraremos, bajo nombres o sobrenombres a veces ridículos, que suelen clasificar labores o posiciones sociales tristes y carentes de grandeza, a Medea, Fedra, Clitemnestra, Edipo. Son los únicos momentos en los que nuestra anónima humanidad vuelve a hallarse en el Olimpo junto con la complicidad de aquellos dioses maravillosos y pecadores”.

“D’amore si muore” es la simple historia del joven soñador, empeñado en trocar la realidad por la medida de sus ideales, que se consume en el amor de una mujer excepcional en belleza y en espíritu, pero entregada sin freno a cualquier pasión que el destino le presente. Al lado de Renato, que llora a cada instante y se encierra en el sopor del sufrimiento, se halla Eddy, el amigo para el cual todo esto es ridículo y sin sentido, y que juega con el amor sin creer que nada en él pueda ser perdurable. Renato morirá al fin, aunque no se suicidará, sino que concluirá su existencia en el campo, adonde ha ido para poder olvidar y donde ha hallado tan solo el olvido total. Eddy será sorprendido por su amante con la noticia de que será padre, y cuando todo su ser se conmueve y se transforma, y ofrece casarse, se encuentra con que esta vez quien decide jugar con el amor no será él.

Como se recordará, Musset hace padecer a Cello por el imposible amor de Marianna, y también pone a su lado al amigo descreído y dondjuanesco. Ottavio, quien, encargado de obtener para Cello el amor de Marianna, será seducido por ésta, lo que provocará el suicidio del protagonista.

En ambos casos, la pareja de amigos simboliza la dualidad de sentimientos y de concepciones que acompaña a la palabra amor desde hace siglos. En ambos casos, el tema de la muerte está presente en el diálogo desde que se inicia la primera escena, y en ambos casos es el hombre quien padece mientras la mujer adopta ya el papel del desdén, ya el de la verdadera seductora. “Los caprichos de Mariana” está dicha en un italiano purísimo, y en sus parlamentos la agudeza de la intención o la profundidad de la frase corren parejas con la belleza del lenguaje, en coincidencia con las cuidadas maneras de todos los personajes, quienes, tal como corresponde a los grandes señores que son, no usan jamás sino un medio tono para decir sus emociones más hondas o para dirimir sus cuestiones más enconadas. “D’amore si muore”, en cambio, usa el lenguaje común que se puede escuchar por las calles de Roma en sus ambientes populares, y los hombres y mujeres de la escena se mueven, gritan, lloran y ríen con la natural espontaneidad con que lo hacen tantos seres humanos de todas partes del mundo, menos requeridos por el formalismo de una educación tradicional.

El público aplaude la obra de Patroni Griffi, que se representa con singular éxito. ¿Es esto un índice de que el intento del autor de restituir para el teatro de hoy un tema eterno ha alcanzado éxito, o es, en cambio, señal de que ha logrado superar la dificultad misma de esa elección mediante un acabado dominio del arte teatral, ayudado por la excelente interpretación del conjunto dirigido por Giorgio di Lullo? La respuesta es difícil, pero es probable que con esta obra se demuestre que el tema del amor, en su problemática más simple, más antigua y, si se quiere, más vulgar, perdura con realidad constante en nuestra vida moderna y se sobrepone a todas las instancias que el mundo contemporáneo, con sus conquistas técnicas y sus angustias existenciales, pone por delante al hombre como en un fallido intento de alejarlo de sus raíces vitales más auténticas.


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“Puerto, Industrias y honor”

Publicado el 18 de enero de 1959

GENOVA, enero – La ancha y elegante “Vía XX di Settembre” avanza desde la “piazza de Ferraris” hasta las primeras colinas y montañas que cercan la ciudad de Génova sobre el mar. Sobre una de sus paredes, bajo una grande arcada, puede leerse una inscripción que sintetiza los fundamentos por los cuales se concedió al antiguo puerto de la Liguria la medalla de oro al valor militar con motivo de la lucha librada por la liberación de Italia entre 1943 y 1945. Se habla en ella del ardor de sus habitantes por poner fin a su infortunio y se cita la cifra de caídos y de deportados, cuyo dolor y humillación –recuerda el texto– aún sufren sus compatriotas. Y se recuerda finalmente cómo se logró el triunfo final, añadiendo en un paréntesis: “salvando cosí il porto, le industrie e I’onore...”. Salvándose así el puerto, las industrias y el honor. Difícilmente podría hallarse nada que alcanzara a explicar mejor la rara conjunción de virtudes de este pueblo de navegantes, artesanos y comerciantes que desde fines de la Edad Media ha ocupado un lugar de tanta importancia en la vida cultural y económica de Europa y, por ende, del mundo entero. Hoy, en el comienzo de un año que nace bajo el signo de los difíciles problemas económicos, cuando toda Europa se agita ante los complicados problemas del Mercado Común y las convertibilidades monetarias, y cuando nuestro país afronta –en singular coincidencia– un momento singular de su desarrollo, el pensamiento del viajero que recorre las calles –ya anchas y modernas, ya estrechísimas y con recuerdos de siglos– de esta ciudad, comprende bien cómo el espíritu genovés ha conciliado, del Renacimiento a nuestros días, el afán propio del quehacer creador de la industria y el comercio, con las preocupaciones por la cultura y el cuidado de las prendas más nobles del alma humana. Es poco probable que algún otro pueblo hubiera unido, en una inscripción de tono heroico como la citada, las palabras “industria” y “honor”. A pesar de la mucha tinta que se ha derramado sobre las prensas desde hace unos cuantos cientos de años, perdura aún la idea de que tales conceptos son, no diremos antinómicos ni incompatibles, pero al menos “lejanos” el uno del otro. Sobrevive todavía un concepto medieval según el cual el “hombre de honor” absolutamente puro debe semejarse un tanto al antiguo caballero o hidalgo que se distingue de aquellos que “viven de sus manos”, según la definición de Manrique en sus famosas coplas. Los genoveses, probablemente sin detenerse a pensarlo, no se han preocupado nunca de tales sutilezas y distinciones, y han hecho de su ciudad y de su historia un maravilloso recinto de caracteres propios, en el cual el trabajo y el honor marchan inseparablemente unidos.

En las más angostas callejas de Génova pueden verse hoy joyas de gusto exquisito y refinado, que hablan de la tradición secular de un artesano que nació como cuerpo social para defender, conjuntamente, su derecho a las posibilidades económicas y su dignidad como hombres. En sus teatros y en sus salas de conciertos se aprecian bellísimas manifestaciones de arte; en sus bancos y en sus empresas navieras se respira el aire sagaz y valiente que empujó a las naves genovesas del Renacimiento a adentrarse hasta los puertos más lejanos del Oriente. Y en sus astilleros, ya con la vista sobre el bello mar de Liguria, conclúyese de comprender el profundo sentido de la frase grabada sobre el mármol en la calle XX de Septiembre. De estos astilleros han partido grandes naves que desde hace siglos recorren todos los océanos, ya con la bandera de la antigua ciudad, ya con el emblema de Italia, ya con las insignias de las muchas naciones que acuden a ellos para equipar sus propias flotas.

Actualmente, en Sestri, en los “cantieri Ansaldo”, flota el inmenso casco del “Leonardo da Vinci”, que, una vez terminado, será la nave almirante de la flota italiana. El 7 de diciembre último, ante una gran multitud, la esposa del presidente de Italia presidió la simbólica ceremonia durante la cual la mole de hierro tomó contacto por vez primera con el mar. Recorrer sus 232 metros de largo, en medio de la construcción medio concluida, donde tantísimos operarios realizan las múltiples tareas que demanda la complejidad de estos modernos transatlánticos, produce una emoción que no es fácil explicar. Se piensa que muy pronto –se prevé su entrada en servicio para los primeros meses de 1960– estas 32.000 toneladas se desplazarán de un continente a otro, levando en su interior hasta 1300 pasajeros, además de los 600 hombres de su tripulación, con instalaciones de las cuales basta citar, a modo de ejemplo, sus cuatro centrales eléctricas, que, en conjunto, podrán producir energía suficiente para iluminar una ciudad de 150.000 habitantes y meditarse que esta acción creadora de la vieja “ciudad marinera” se sucede sin solución de continuidad desde un pasado ya muy lejano y se proyecta hacia un futuro que no admite decaimientos. De pie sobre el “Leonardo Da Vinci” –cuyo nombre basta para poblar la mente de recuerdos y de emociones– en este mes de enero de 1959, con la vista que se dilata por obra de la imaginación sobre las aguas del Mediterráneo y alcanza las rutas inmemoriales de los grandes navegantes, se entiende claramente por qué los genoveses han escrito en su principal avenida, al recordar a todos los que visiten su ciudad la gesta heroica de hace pocos años, que con ella salvaron “il porto, le industrie e l’onore”.


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Italia intenta conocer mejor a los países de la América Latina

Publicado el 26 de enero de 1959

MILAN, enero – Es ya un lugar común el viejo lamento de los sudamericanos sobre el desconocimiento que en otros lugares de la tierra suele existir acerca de nuestros países. Son, por cierto, innumerables las anécdotas que señalan esta circunstancia, y como en todo anecdotario hay en este mucho de exageración, pero no poco –desdichadamente– de exactitud. Añadir ahora unas cuantas anécdotas más –que si Buenos Aires es o no un puerto, que si nuestro idioma es el mismo de los otros países latinoamericanos, y todo esto en el seno de familias de discreto nivel cultural– no tendría mayor objeto, salvo reforzar una verdad que nos interesa tener presenta. También sería posible añadir algunas reflexiones sobre la raíz de este fenómeno, que comienza a aclararse mucho y a cambiar de perspectiva cuando se advierte, entre otras cosas, que los pueblos de Europa viven sobremanera encerrados no ya en los límites de sus fronteras nacionales sino dentro de sus estructuras regionales. Basta señalar a modo de ejemplo que los diarios de cada ciudad de Italia apenas si se ocupan de los sucesos del resto del país, excepción hecha de los acontecimientos más importantes o de los grandes hechos policiales. Y como circunstancia curiosa, que ciertos platos o vinos típicos de alguna región italiana –conocidos en todas las mesas argentinas– resultan extraños en la mayoría de las restantes regiones.

Resulta grato, en cambio, hablar de una entidad europea –el Instituto per gli Studi di Politica Internazionale– donde nuestra América y nuestro país merecen la misma excelente atención que las demás regiones del globo. Este instituto, cuya sede se halla en Milán, constituye un ente privado sostenido por el aporte de sus asociados y de numerosas empresas de la banca, de la industria o del comercio. Posee un formidable y bien organizado archivo, formado sobre la base de los principales diarios y revistas del mundo entero. Las noticias y comentarios referentes a cada país son señalados por un cuerpo de expertos y luego el personal del archivo hace la correspondiente ficha, de tal manera que su posterior ubicación en la colección del periódico o la revista sea rápida y sencilla. Las naciones principales –confesemos esta vez con un poco de ingenuo orgullo que la Argentina se cuenta entre ellas– disponen de una subdivisión especial por asuntos: educación, política interna, política exterior, comercio exterior, personalidades, etc. El instituto cuenta además con una biblioteca de aproximadamente treinta mil volúmenes, entre italianos y extranjeros, especializados en política internacional, y publica una revista semanal, en cuya redacción toman parte cerca de veinticinco personas. Gracias a la gentileza del redactor-jefe de la sección de América Latina hemos podido observar, además de todo lo ya descripto, el número especial dedicado a nuestro continente que acaba de publicarse. Resulta gratísimo recorrer sus páginas y encontrar en ellas, en primer término, una reseña completísima de la evolución histórica –política y económica– de las veinte repúblicas que se extienden al sur del Río Grande, y luego síntesis excelentes sobre la actual situación de cada una de ellas, aún cuando, como es natural suponer, sobre tal o cual apreciación cabe disentir o hallarlas no del todo exactas.

En el mismo sentido de lo expuesto resulta interesante anotar las conclusiones de un congreso que se realizó recientemente en Génova, organizado por el “Columbianum”, asociación privada para el desarrollo de las relaciones culturales entre los países del mundo, y que como primera manifestación de sus actividades organizó esta asamblea sobre el tema “América latina y las responsabilidades de la cultura europea”. Estuvieron presentes en ella americanistas distinguidos de varias naciones de Europa, nuestro conocido Víctor Raúl Haya de la Torre, miembros del mencionado Instituto de Milán y varios representantes diplomáticos de países sudamericanos. Túvose sumo interés en discutir qué es lo que perdura, en sustancia, de la cultura europea en América latina y cómo se ha desarrollado esa cultura en el continente colombino y, como conclusiones –que fueron entregadas a los embajadores americanos y a la Fundación Europea de la Cultura– admitiose la necesidad de poner un gran empeño por mejorar el conocimiento recíproco de ambos continentes, “en especial, de Europa hacia América”. Entre las recomendaciones concretas que se formularon con vistas a tal fin figuraron como las principales el incremento del intercambio de personalidades, de periodistas, de escritores y de artistas entre Europa y América; el aumento de las cátedras de enseñanza del portugués y del español en Europa; la publicación en Génova de una revista bilingüe con la colaboración de escritores latinoamericanos, y la formación de un consorcio europeo latinoamericano para divulgar en forma recíproca el pensamiento de ambos continentes.

Los americanos, y en modo particular los argentinos, hemos tenido siempre, por razones obvias, nuestra mirada puesta en Europa, y nuestro orgullo se ha resentido en más de una ocasión por la falta de reciprocidad al respecto. Es natural que comprendamos las múltiples razones que determinan y hasta justifican, en cierta medida, este fenómeno, pero sin desconocer esas razones y sin caer en excesos carentes de sentido, es oportuno decir que el momento de cambiar de a poco tal circunstancia va llegando ya, y encuentros como el anotado en Milán o reuniones como la de Génova no pueden sino reconfortar el ánimo de quienes custodiamos celosamente nuestra tradición europea a la par que soñamos en la gran realización cultural de América.


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Los milagros de la vieja Roma

Publicado el 18 de febrero de 1959

ROMA – Un vespertino de Roma acaba de publicar las declaraciones formuladas recientemente –en respuesta a una encuesta organizada por el periódico– por un ciudadano de los Estados Unidos que reside en la capital de Italia desde hace tres años. La encuesta tiene por tema la opinión que merece a los extranjeros el tránsito de las calles romanas, y en este caso el interrogado ha resumido así sus impresiones: “Soy anglosajón y conservador. En América he oído hablar mucho de los milagros de Roma. En verdad, yo era escéptico, pero he dejado de serlo. Aún más: me ocuparé de que mis connacionales devengan también creyentes. A quien no crea en los milagros le diré: venid a Roma, observad un poco el tránsito que se desenvuelve ante vuestros ojos, y después decidme si no creéis en los milagros. Si no existiera la Divina Providencia, ningún romano podría, sobrevivir, aunque realmente, estos milagros no debieran asombrarnos: ¿o no es sabido que Roma es una ciudad santa?”.

Claro está que a un habitante de Buenos Aires semejante impresión le parecerá un tanto exagerada. Pero no olvidemos que el declarante se ha apresurado a decirnos su origen: “Soy anglosajón y conservador”, es decir que proviene de un país de esos que tienen la peregrina idea de ordenar su tránsito urbano de manera racional. Los porteños, sin duda, podemos vanagloriarnos de algo: como dificultades de tránsito o de transporte, es muy difícil que ciudad alguna del mundo nos pueda ganar. Ni Roma, a pesar de la opinión del ciudadano de los Estados Unidos. Es forzoso reconocer sin embargo –hay que saber perder, aunque sea en parte– que las “máquinas”, como se llaman aquí a los automóviles, desarrollan en las calzadas más céntricas altísimas velocidades, y que ayudadas por su diminuto tamaño realizan toda clase de zig-zags verdaderamente espeluznantes.

Orientarse en medio de este endiablado ir y venir de vehículos y circular sin graves y constantes peligros, no es sin embargo, el único milagro del que es posible admirarse en Roma. Existe otro deporte igualmente peligroso, aunque tentador, especialmente para un periodista, y más aún si el periodista es extranjero. Se trata de orientarse en medio de la sutil habilidad de la política exterior italiana y circular entre ella un poquito al menos, sin correr el gravísimo riesgo de errar totalmente el rumbo y concluir diciendo los mayores desatinos.

Según parece, algo así es lo que acaba de ocurrirle al corresponsal de una importante publicación extranjera, cuyas declaraciones movilizaron la pluma de sus colegas italianos con indignación durante unas cuantas semanas. En resumen, se acusaba al gobierno italiano de estar realizando una silenciosa acción –cuyos primeros pasos habrían sido la separación de funcionarios claves del servicio exterior– con el fin ulterior de cortar los fuertes lazos que anudan a Italia con el Pacto de la NATO. Se afirmó que Italia evolucionaría hacia una actitud de neutralismo en el campo de la “guerra fría” y se lanzó una poco grata acusación: se habló de los “mau-mau” de la política exterior italiana.

La reacción de la prensa ha sido fuerte y en general de ton similar, condenando estas falsas presunciones. “Il Popolo”, diario de la Democracia Cristiana, publicó una breve nota, en la que condenaba severamente las inexactitudes en que se había incurrido y “la pretensión de erigirse en juez y censor de la orientación de nuestra política exterior”.

Entretanto, cuando ya Fanfani se tambaleaba, el Cha del Irán llegó a Roma en visita oficial y recorrió, en forma privada, las más importantes ciudades industriales del norte de la República. Al término de las reuniones celebradas por el monarca del país, tan célebre por su riqueza petrolífera con el presidente y el primer ministro de Italia, se dio a conocer un documento en el cual ambos gobiernos declaran “haber procedido a un largo intercambio de ideas sobre la situación internacional y haber coincidido en una plena identidad de miras que derivan de la profunda y estrecha amistad que une a los pueblos de Irán y de Italia y a sus gobernantes. En particular –continuaba el comunicado– han sido examinados los problemas que tocan específicamente al Cercano y al Medio Oriente y al Mediterráneo”. Más adelante se determina la voluntad de ambos países de “continuar en estrecho contacto y proseguir consultándose sobre las cuestiones más importantes”. Los restantes países europeos no han abierto hasta ahora juicio oficial sobre esta importante iniciativa italiana de estrechar sus vínculos con los países árabes, y la prensa continental no ha comentado –al menos con amplitud– esta novedad. Tan sólo la diplomacia norteamericana ha dicho, por boca de su más alto representante, que nada se puede oponer a esta acción soberana del gobierno de Roma.

Es que, indudablemente, los hilos de la diplomacia italiana son delgados y tejen sutilmente. La alta escuela de las repúblicas o de los principados italianos, que, desde el Renacimiento en adelante hallaron su mayor fuerza en la habilidad para tratar con todas las grandes potencias, más bien que en el número de sus soldados, no ha pasado en vano.

La tentación es grande, y el periodista se siente deseoso de arriesgar interpretaciones, presumir intenciones, formular hipótesis. Pero la prudencia enseña, y ha de limitarse a señalar a la atención del lector este movimiento iniciado por la política exterior italiana como uno de los fenómenos más interesantes y dignos de señalarse en nuestros días. Pues no todo es lucha por conquistar la supremacía del espacio. También cuenta, aún, los vericuetos de la diplomacia a la antigua usansa, por los cuales, empero, no es fácil internarse, ya que en ellos acechan al curioso peligros a veces mayores que los que las calles de Roma han ofrecido al buen ciudadano de los Estados Unidos, anglosajón y conservador.


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El “Acquedotto Felice”

Publicado el 22 de marzo de 1959

ROMA, marzo. – Marcos Vipsanio Agrippa fue un romano ejemplar. Fidelísimo al emperador Augusto, guerrero de probado valor y gobernante intachable, había asumido ya los más altos puestos políticos del Imperio cuando aceptó el cargo de edil, modesto en comparación con su jerarquía y sus honores. Pero Agrippa tenía el austero sentido de los ciudadanos de la República que anteponían a su orgullo el interés de la patria y su labor fue tal que hoy su nombre figura en la historia, antes que nada, como uno de los grandes renovadores de la edilicia de la antigua Roma. Entre sus obras principales figura el acueducto que desde el lugar llamado Squarciarello, junto a Grottaferrata, llevaba el agua “lulia” hasta la ciudad. La monumental obra, del tipo denominado a “tre specchi”, es decir, que en sus tramos finales conducía tres aguas distintas en compartimientos separados, es uno de los testimonios aún en pie de este tipo de gigantescas labores que los romanos desparramaron por el mundo y que la historia recoge como una de sus creaciones más originales. Más de 700 millones de litros de agua recibía Roma diariamente en el primer siglo de nuestra era por medio de sus nueve acueductos principales, que más tarde acrecieron su número hasta cerca de veinte.

Este no tuvo mejor suerte que otros y la decadencia del imperio más grande de la antigüedad señaló también su inutilización. La firme estructura, sin embargo, continuó en pie por dieciséis siglos. El 24 de abril de 1585 el cardenal Felice Peretti, nacido en Grottammare, sesenta y cinco años antes, fue elegido Papa, y comenzó su dominio espiritual sobre los católicos del orbe y temporal sobre los ciudadanos y la tierra de Roma, con el nombre de Sixto V. Enérgico y emprendedor, además de hombre de su época, la religión le debe importantes iniciativas, y Roma, aparte de una severa campaña moralizadora, una preocupación constante por su belleza.

El viejo acueducto vio renovadas sus horas de gloria. Sixto V lo reparó íntegramente, de tal forma que una vez más el agua comenzó a correr por su declive, como lo había hecho hacía mil seiscientos años. Sólo que ahora el pueblo romano lo bautizó con el nombre de este papa, y se lo conoce desde entonces como “acqua Felice”.

Han pasado casi cuatrocientos años y las modernas cañerías de aguas corrientes reemplazan los servicios de los milenarios acueductos. Pero el “acquedotto Felice” está aún erguido y sus derruidos muros conservan la altivez que el genio constructor de Marco Vipsanio Agrippa dio a sus arcadas. El tiempo carcome su solidez, con todo, y por estos días, los herederos de aquel edil, los funcionarios comunales de Roma, han descubierto que estos ladrillos corren peligro de desmoronarse y que una lluvia copiosa puede ablandar en cualquier punto sus cimientos, provocando imprevisibles caídas.

Y he aquí que ante la noticia no se han conmovido ni los eruditos investigadores de la historia, ni los amantes de la presencia evocadora de estas ruinas, ni los artistas plásticos que pueden hallar en ellas renovados temas, ni aún los cotidianos turistas, inflexibles devoradores de testimonios del ayer. No: se han conmovido, en cambio, unos cuantos cientos de humildes familias que sobre estos muros levantados por Agrippa en el siglo I han recostado hoy sus pobres viviendas y se han reparado allí de la pobreza o de la miseria. Porque Roma conoce también esta tragedia de las grandes urbes modernas que son los “sin techo”, y al lado de sus miles de casas vacías que no hallan inquilinos, ve asimismo las legiones de seres que no encuentran lo suficiente para un albergue mínimo. Muchos de estos hombres y mujeres han alzado sus casuchas aprovechando los rincones de la milenaria construcción, y miran hoy con ojos de asombro las paredes que amenazan caer. Pero no quieren –o no pueden– irse. “Un giorno o I’altro ci ammazzerá. Ma intanto stiamo al coperto”. Tal la reflexión que ha hecho un ocasional ocupante de una de las más míseras barracas, y tal el ánimo de la mayoría de ellos.

A veinte siglos de distancia, la vida o la muerte de un millar de hombres y mujeres depende así de la solidez de los muros plantados por el fornido guerrero, por el bravo colaborador de Augusto, por el edil renovador Marco Vipsanio Agrippa. El acueducto Felice, que recuerda con su nombre al Papa del “cinquecento”, nos habla hoy de la simultaneidad de la historia con la vida nuestra de cada día. Este millar de hombres que espera resignadamente su suerte, marca la unión entre dos mundos, entre dos tiempos, sellada por la permanencia todavía no vencida de la necesidad y el dolor sobre la tierra.


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Un mercado, símbolo y realidad de la Roma actual

Publicado el 20 de abril de 1959

ROMA – Los periodistas también comen. Nada tiene de extraño, pues, que superando los problemas políticos que se plantean a Italia y a pesar de las múltiples catacumbas que aún nos quedan por visitar y los muchos museos que aún desconocemos, esta mañana nos sorprenda deambulando por el mercado “al aperto”, vale decir, en medio de una de nuestras conocidas “ferias”, instalada diariamente en una de las tantas calles del barrio que habitamos, de características populares aunque no del todo humilde.

Henos, pues, aquí en el centro vital de toda la gran ciudad: su mercado. En medio de las complicaciones tecnológicas de la vida moderna y de sus frondosos aparatos político-burocráticos, solemos olvidar a menudo que la vida tiene siempre sus exigencias primarias, ineludibles, y que en torno de ellas gira buena parte de la existencia colectiva. ¿Qué comen los pueblos? La pregunta ha dejado de ser simple curiosidad de refinados “gourmets” para convertirse hoy en intrincado tema de estudios sociológicos.

Aquí en Roma el mercado no es silencioso. Estos “puesteros” parecen no resignarse fatalísticamente a esperar que el destino lleve los clientes hasta su tienda, y marchan al encuentro del comprador. Mejor dicho: “envían” sus voces fuertes y sonoras para que salgan al cruce del cliente y lo tienten, lo acucien, lo exciten. Es deporte peligroso pasearse en exclusivo tren de contemplación, pues la menor mirada sobre cualquiera de los productos expuestos desata la buena voluntad y el afán vendedor de aquellos: “¿Desidera? ¿Che voleva?” Y sigue luego el cálido enunciado de las virtudes de la mercancía, que obliga a una rápida retirada para evitar posibles compromisos difíciles de deshacer. Además, mientras no se vende, amén de arreglar, distribuir, limpiar y colocar armoniosamente los productos, se vocea y se proclama su calidad y su precio. “Calzini a pochi soldi...”, grita en el primer puesto un joven que ha instalado una mercería ambulante. Siguen los estantes donde se vende pescado y “frutos” de mar: mejillones, langostinos, pulpo. Aquí, la cliente debe ceder su resistencia ante el argumento universal en estos casos: “Lo mangio io signora...” Entretanto, en el puesto vecino, mientras uno de los carniceros despacha, el otro entretiene su ocio con un fuerte entrechocar de cuchillos que reclama la atención de los viandantes, reforzado con estentóreos: “Sono qui...!”, emitidos a intervalos regulares para destacar su presencia y evitar que se olviden de comprarle a “él”. Enfrente, la vendedora de naranjas –ha cortado por la mitad varias y las expone para que se note su coloración rojiza: son verdaderamente sicilianas– usa la expresión habitual con que nos hacen correr un pasito adelante en ómnibus y tranvías: “¡Forza, coraggio!...” Finalmente, quedan los que prefieren la publicidad más completa, y ofrecen sus anuncios en largos períodos: “Guardate il fegato quanto é bello: cento lire”, o si no: “A cento lire, quanto é fresco, signora, venga”.

Pero veamos un poco qué es o que se nos ofrece por aquí para servir nuestra mesa cotidiana. Los puestos de carne son varios y están magníficamente provistos. Es posible ver toda clase de “cortes”. Desde nuestra conocida “falda” o “carnaza” que se suele ofrecer a 80 ó 90 liras el “etto” (pues los cien gramos son casi siempre la unidad de medida para las ventas, excepción hecha de las pastas o del arroz) hasta la mejor “polpa de vitello”, es decir, un exquisito lomo de ternera (de ternera de verdad) que se vende desde 150 hasta 180 liras el “etto”, lo que da unas 1500 a 1800 liras el kilogramo. En este punto convendría recordar que 40.000 liras suele ser el sueldo inicial de un empleado (por ejemplo, de un maestro) y que 80.000 liras mensuales es ya un buen sueldo. Es fácil entender ahora que los estantes de carne rebosen de mercadería y que los carniceros se inclinen con verdadero afán saludando al presunto comprador, e insistan sobre la bondad de lo que venden y la excelencia de sus precios.

Y ahora nos acercamos a los rincones donde se vende todo aquello que la tradición presupone infaltable en Italia: los quesos, las aceitunas, los aceites, los vinos. Por aquí tenemos una verdadera fiesta para devoradores de “formaggio”: “grana”, “pecorino”, “delpaese”, “stravecchio”, “provolone dolce e picante” “gorgonzola”, “da tavola”. Podemos elegir: desde 60 hasta 120 liras el “etto”. Luego nos exhiben toda clase de “olive”: siciliana, de Grecia, “baresana”, “puglesina” o “schiacciatella”. Pero en este instante es ineludible apuntar una nostalgia: ninguna de ellas nos consigue hacer olvidar nuestras deliciosas aceitunas riojanas, que sin duda son incomparablemente mejores. En fin, nos consuela que los precios no son malos: hemos visto un cartel de 30 liras el “etto”, aunque las de Grecia o las sicilianas suben a 60 ó 70 liras. Naturalmente, llegamos a los puestos donde se ofrece la gran variedad del plato cotidiano e infaltable de la mesa popular italiana: la “pasta asciuta”. Aquí el precio es 160 liras la pasta común, pudiéndose llegar a poco más en las especiales.

Los huevos se venden por unidad: de 25 a 40 liras cada uno. La margarina –a 60 liras el “etto”– suele reemplazar a la manteca, de 300 liras el “etto”.

Faltan todavía los innumerables puestos de verduras, hortalizas y frutas. Hay lechugas enruladísimas a 150 liras el kilogramo y otras a “cento”; papas a 50 liras el kilogramo. Lamentablemente no se vende en esta época ni batata ni zapallo, lo cual, por otra parte, no es grave problema, pues los italianos no han adoptado de los españoles el riquísimo “puchero”. Los amantes de la verdura hallarán, sin embargo, repollos de diversos tipos, coliflores “finochio”, apio, berros, cebollas grandes y pequeñísimas, alcauciles, y otras variedades cultivadas en los alrededores de la gran ciudad y ofrecidas generalmente a bajo precio: 40, 60, 80 ó 100 liras el kilogramo. Manzanas las hay desde 50 liras el kilogramo (las más pequeñitas) hasta las deliciosas de 150 liras, y precios similares tienen las mandarinas, las naranjas, las peras. Artículo de lujo resultan, en cambio, las bananas, que se importan del norte de Africa: 450 liras el kilogramo. En esta feria popular, finalmente, puede comprarse también vino, que habitualmente se vende en almacenes o negocios especiales de “vino e olio”, a 160 ó 150 liras el litro de “vino da pasto”, que es nuestro “vino común de mesa”. Aquí hay ofertas especiales, como la de un humilde cartel que se advierte dibujado por la mano de un sencillo trabajador, en el cual se ofrece “Vino de Cenzano-delle propie vigne-bianco: 240 litro vuoto a rendere”. Se vende en “fiaschi” de “due litri circa” como los habituales botellones del “Chianti”, y se debe devolver el envase, el “vuoto”. Más allá, se alzan sencillas mercerías o basares, y es posible comprar cortes de género, zapatillas, botas de goma, hasta juguetes.

El pueblo, entretanto, ha concluido otro día de sus compras indispensables y en todas las casas de Roma los fuegos transforman la obra de la Naturaleza para dar a unos y otros la ración de cada jornada. Mi cronista que marcha, por su parte, a cumplir el mismo ritual, piensa entonces que no ha de ser del todo malo o inoportuno hablar de estas prosas cotidianas, que no son, al fin y al cabo, sino uno de los grandes temas del nuestro y de todos los tiempos.


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Los rostros de Italia

Publicado el 20 de abril de 1959

ROMA – De Florencia a Amendolara hay un buen trecho. Florencia está encalvada en medio de la Toscana, detenida en la época de los Médicis y engrandecida de una vez para siempre por el arte del Renacimiento. Amendolara, desde lo alto de una cima en la cual se apretujan inverosímilmente unos centenares de casas construidas hace dos o tres siglos, se asoma al Mar Jónico, en Calabria, no lejos de las que fueron ciudades y puestos de la Magna Grecia y a un paso de la esplendente Sibaris del Medioevo, hoy pequeñísimo pueblito.

Desde el “Plazzale Michelangelo” de Florencia, una copia perfecta del David mira hacia el Arno, y desparrama la idea de eternidad de su figura sobre el Campanile del Giotto y el “Palazzo Vecchio” de la “Piazza della Signoria”, en la cual nobles y artistas, clérigos y guerreros dirimieron sus cuestiones a medida que creaban una ciudad maravillosa. En Amendolara es posible divisar las aguas del golfo de Taranto y las colinas ininterrumpidamente plenas de olivos, vides o pinos.

Fuertes y aspiradas erres nos avisan en Florencia que estamos en la patria de la lengua italiana, y vocablos cortados de improviso junto con abundantes palabras de sabor español recuerdan en Amendolara, puestas en boca de hombres y mujeres rubios y de ojos claros que impera por esos lugares un dialecto de sabor propio acompañado de las influencias hispanas de todo el Mediodía de Italia.

Desde Florencia a Amendolara hay un buen trecho: el tren lleva hasta Roma, prosigue por la costa hasta sobrepasar Nápoles, Pompeya, Paestum con sus antiguos templos, Salerno y Paola. Desde allí sigue el rápido veloz rumbo a Réggio Calabria y Messina, y una línea mucho más modesta emplea una hora y media en hacer los treinta y seis kilómetros que restan hasta Cosenza. Desde esta bella ciudad, enclavada en medio de un valle de los escarpados Apeninos Calabreses, un tren local llega hasta Sibari, y desde aquí otro –que concluye su línea en Tarento– se detiene en la estación de Amendolara, a cincuenta metros del mar. Allí espera una “corriera” que hace los cuatro kilómetros que llevan al pueblo. En el pueblo las casas, no suelen conocer el agua corriente, aunque sí la luz eléctrica y en algunos casos el gas envasado. Es habitual, sin embargo, cocinar en el antiguo hogar de la habitación central, acarreando el agua en grandes vasijas de formas clásicas. La campaña provee a la mayoría de sus habitantes –al menos a los pequeños propietarios de alguna tierra– el olivo, la uva o el ganado menor suficiente para que cada uno haga en su propia casa el vino, el aceite, el pan, aún el queso. De estas regiones han emigrado millares y millares de personas a la Argentina, y a cada paso se encuentra alguien que ha estado y ha vuelto, que tiene allá un pariente cercano o lejano, que ha pensado alguna vez irse, o que está por partir en estos días. La Argentina es siempre la tierra de la esperanza para estos hombres y no quieren creer sus dificultades, sus angustias, sus problemas económicos. Amendolara, en Calabria, es un trozo de vida campesina enclavado en un hoy que lo roza minuto a minuto, pero que no ha conseguido todavía transformarlo en presente. Allá, más arriba de Roma, en la Galería de la Academia florentina, el original del David de Miguel Angel sigue inundando de belleza la tierra entera de Italia. En la Galería “degli Ufficci” las obras de Leonardo marcan la culminación de una emoción estética que comienza con el “trecento” toscano, se engrandece sala a sala con todo el Renacimiento, se agiganta con los tapices y los cielos rasos y concluye con las magníficas telas de Rubens o del Tiziano. Las callejuelas minúsculas, con puertecillas por donde apenas cabe un hombre, al lado de la monumental Capilla de los Príncipes de la “Cappella Medicca” recuerdan entretanto que la ciudad es el símbolo de la época de contrastes entre grandezas sin par y miserias y dolores de leyenda, entre artes sublimes y corrupciones tremendas.

De Florencia a Amendolara hay, en verdad, un buen trecho. Pero Toscana y Calabria son parte de Italia. Príncipes y campesinos han forjado ambas tierras, artistas y señores las honraron. A las costas del Jónico llegaron hace milenios griegos y fenicios y desembarcaron junto con sus mercancías un alfabeto y una filosofía que, transformados luego en inmortal cultura, llevaron los toscanos desde Florencia hasta el Oriente y el Occidente.

Así, por el mar adelante o la montaña arriba, se nos brindan poco a poco los mil rostros de Italia. Otros nos esperan, pues.


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Apasiona a Italia una polémica idiomática

Publicado el 19 de mayo de 1959

ROMA, mayo – Se ha dicho que no existe “el” latín, sino “los” latines, con alusión a las sucesivas transformaciones que este idioma sufrió desde sus orígenes hasta producir las lenguas romances que, a su vez, han evolucionado sin cesar hasta el día de hoy. La expresión, sin embargo, ha tomado otros senderos en el decir popular y a menudo adquiere un irónico sentido con respecto a complicaciones o dificultades que se añaden sin necesidad a determinado asunto. La tradición escolar europea halla justamente en el estudio del latín uno de sus pilares esenciales, y aquí, en este continente, la polémica sobre su real utilidad se mantiene viva desde hace muchos decenios. Pocos temas han apasionado como este, en los últimos meses, a la opinión pública de Italia. Un simple procedimiento del ministro de Instrucción Pública, según el cual quedó abolida la prueba de traducción del italiano al latín en el examen final de la escuela media, desató una polémica vibrante, cuyo eco en profesores, alumnos y padres aún o se ha apagado. Se ha visto en la disposición ministerial el primer paso de una campaña destinada a reducir la jerarquía del estudio del latín, y la vieja discusión entre la preeminencia que se deba dar a los estudios clásicos o modernos se ha reabierto con vigor extraordinario.

Pero en el debate se mezclan ahora temas y argumentos que jamás se hubiera creído ver aparecer en tales cuestiones. Pues ocurre que los pedagogos más avanzados y más preparados enarbolan entre su bagaje de razones algunas aparentemente tal alejadas de la pedagogía como el Mercado Común Europeo, la desocupación, el automatismo y la batalla por la supremacía del espacio entablada entre los científicos de la U.R.S.S. y de los Estados Unidos.

Unos pocos datos concretos muestran con facilidad cómo estos problemas se hallan, en verdad, indisolublemente ligados a todas las cuestiones de política educativa de nuestro tiempo. El 1º de enero de este año han entrado progresivamente en vigor las cláusulas del tratado conocido con el nombre de Mercado Común Europeo, lo cual presenta a Italia arduos problemas en el campo industrial y laboral, ya que las grandes empresas deben adecuar sus sistemas de producción a las más modernas técnicas con el fin de poder competir en el nuevo campo abierto a sus posibilidades. Esto lleva directamente a enfrentar el tema que se suele denominar “la tercera revolución industrial”, con relación a las consecuencias que aparejan las formas de producción ligadas al automatismo. Y desemboca inmediatamente en un aspecto humano: la capacidad de los empleados y obreros. Ello es así porque a medida que avanza el tiempo, la capacitación técnica es cada vez más un requisito esencial para el individuo de la vida moderna.

El esfuerzo del músculo es día a día menos necesario y se reemplaza por la capacidad intelectual de los operarios. En Italia las estadísticas muestran que junto a una masa aún importante de desocupados, existe una fuerte demanda de trabajadores calificados, y la industria de este país tiene a veces dificultades para proveerse de todos los técnicos y especialistas que necesita. Una publicación reciente aclara que “el millón y medio de desocupados que actualmente pesa sobre la economía italiana está compuesto en su casi totalidad por no calificados: hombres voluntariosos y sanos, pero que no tienen el mínimo de preparación profesional y de nociones técnicas y culturales que se necesitan hoy para el trabajo”.

Es que, en efecto, en nuestros tiempos el hombre apto para “cualquier trabajo” es cada día más sinónimo de apto para “ningún trabajo”.

Agreguemos que precisamente el año 1958 y el actual son los que presencian una batalla enconada entre las dos mayores potencias del siglo por el dominio del espacio, y que esa batalla está comandada no ya por hombres de armas sino por científicos, todo lo cual ha provocado en una de dichas potencias una polémica de contornos nacionales sobre la conveniencia de atender a importantes reformas en su estructura escolar.

Mientras aquí, en Italia, está abierta, pues, la polémica sobre el latín, algunos de sus pedagogos hablan de “formación clásica” y de “inmortales valores del humanismo”; otros del Mercado Común, la desocupación y la industria, y otros, al fin, advierten a sus compatriotas cómo resulta poco lucido empeñarse en ciertos discursos para luego atisbar ansiosamente si la gran potencia americana consigue o no superar al coloso rojo en la lucha atómica e interespacial.


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El templo de San Juan Bosco en Roma

Publicado el 28 de junio de 1959

ROMA, junio – Penetrar en la nueva iglesia de San Juan Bosco en Roma es comprender cómo el arte cristiano halla, a través de los siglos, inspiración siempre renovada y magnífica. Nada hay en este templo que recuerde a las grandes y seculares concepciones arquitectónicas del catolicismo alzadas en Italia, pero en su interior la presencia eterna de Cristo adquiere la misma profundidad mística que en las más hermosas catedrales renacentistas.

La piedra fundamental de su construcción fue colocada en septiembre de 1952 y el proyecto pertenece al arquitecto italiano Gaetano Rapisardi. Bajo la dirección de los padres salesianos, un amplio número de artistas y técnicos trabajó ininterrumpidamente hasta concluir la iglesia en 1958, es decir, en ocasión del centenario del viaje que Don Bosco efectuó a Roma para obtener del Papa Pío IX la aprobación de la consagración por él fundada. En la primera semana de mayo de este año ha sido solemnemente inaugurada, con la presencia del Sumo Pontífice Juan XXIII, que quiso impartir personalmente su bendición al nuevo templo.

Es una iglesia de nuestro siglo, en la cual se encuentran grandes murales de acentuado modernismo y una simplicidad general de líneas apenas ornamentadas. Los confesionarios, construidos de manera totalmente alejada del estilo tradicional –prácticamente dentro de las paredes laterales, con puertas de bellísima madera que a primera vista se dirían corredizas–, son quizás lo que más se destaca como original y lo que otorga mayor carácter propio a la construcción. Pero lo que provoca la impresión más fuerte es la inmensa cúpula –la mayor después de la de San Pedro–, que no se halla sobre el altar mayor, sino sobre el recinto mismo del templo, es decir, sobre el espacio reservado a los fieles. Otra cúpula similar, pero mucho más pequeña, se eleva sobre el altar, cuya ornamentación está reducida al mínimo: Cristo en la Cruz y detrás un enorme mural que representa a Don Bosco. A sus lados hay cuatro bajorrelieves con otros tantos episodios de la vida del santo; a la izquierda, el órgano y el espacio para el coro.

La luz entra a raudales en esta iglesia, y ocho campanas llaman a los fieles. La cúpula termina externamente en una cruz elevada sobre una corona que sostienen cuatro ángeles y ofrece desde lejos una singular sensación de esperanzado ascenso hacia la eternidad.

En Roma no faltan, por cierto, las críticas y los juicios –no siempre favorables– de los entendidos sobre los detalles todos del templo. Así ocurrió también, en su tiempo, con las construcciones que hoy son meta obligada de viajeros o peregrinos del mundo entero. Es probable que algunas críticas puedan tener razón y aún el profano podría objetar ciertos detalles; pero, sin duda cuando pasen los años y la iglesia de San Juan Bosco en Roma comience a ser vista con aquella mirada integradora con que se visitan los grandes templos del ayer, ella también será apreciada y admirada en lo que tiene de más valioso: su particular concepción estética y su fuerte, profunda emotividad cristiana, lograda tan sólo con la grandeza de sus muros, la limpidez de sus líneas y la audaz concepción de su cúpula enorme, que pone sobre los hombres y las mujeres que allí acuden la sensación precisa de la divinidad.


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Vuelta a la patria en barco argentino

Publicado el 12 de julio de 1959

De regreso en el trasatlántico Corrientes

A bordo del Corrientes viajan inmigrantes. Esta es una historia que comenzó hace cinco siglos, cuando los primeros aventureros, los primeros ambiciosos, los primeros soñadores, se embarcaron en tres barquichuelos y desde España arribaron a las tierras que se habrían de llamar América. Europa sigue enviando sus hijos al continente descubierto por Colón. Aquí, a bordo de este barquito argentino, las escenas que en los libros de lectura de la escuela primaria reflejaban la aventura de las familias inmigrantes se repiten increíblemente fieles. Porque a pesar del moderno tocadiscos y de las preferencias de los más jóvenes por ritmos modernos, sobre cubierta es posible hallar un grupo escuchando una tradicional canción que se toca con un acordeón a piano. Y hasta es verdad que se puede ver un pequeño, vestido con largos pantalones azules y zapatones de campesino, que intenta improvisar un baile al son de la música.

El mundo variado de la inmigración

Son los inmigrantes de siempre. Están los viejecitos solos, que seguramente han sido llamados por los hijos que han partido hace mucho, y están los niños de todas las edades, y los jóvenes, y los hombres y mujeres maduros que en la mitad de la vida han decidido dar el gran salto. He aquí, pues, un viaje en el cual basta cerrar los ojos, dejar soñar un poco la mente, y ya es posible revivir la aventura secular que a través del Atlántico –siempre el rumbo hacia el Oeste– ha transformado el rostro del mundo moderno.

Esta vez, a bordo del Corrientes, viajan también refugiados. No, por cierto, refugiados de guerra o de luchas fraticidas. Simplemente, refugiados de otro de los dramas de nuestro tiempo: las huelgas. Van en este viaje muchos de aquellos que la paralización de las naves italianas inmovilizó en Génova o en Nápoles, y que han hallado en esta modesta nave la posibilidad de cumplir su partida. Una complicada familia acaba de cruzar esta mañana el estrecho de Gibraltar y se dirige ahora hacia Lisboa, desde donde llegará el puerto de Funchal, en las Madeiras, para iniciar desde allí el cruce largo hasta la costa del Brasil.

Apenas diez años atrás el Corrientes, hoy de la Flota Argentina de Navegación de Ultramar, era un pequeño portaaviones, construido en 1943 en los Estados Unidos. Desde 1949, acondicionado convenientemente para su nuevo destino, lleva y trae sus 8599 toneladas brutas en viajes ininterrumpidos entre Italia y la Argentina, pudiendo transportar en total 1328 pasajeros, todos de tercera clase. Sus treinta oficiales y sus ciento sesenta hombres de tripulación se multiplican en esta ocasión para atender las necesidades del extraño mundo que aquí se ha formado, ya que conviven el profesor hindú, que se dirige a dictar cursos sobre cultura india en la Universidad de San Paulo, y que sólo habla inglés, además de su lengua natal, con el humildísimo campesino que empieza a aprender español sobre la base de su dialecto italiano, un diplomático inglés en retiro cuya señora convalesciente debe viajar en la enfermería, con una joven yugoslava que ha escapado de su país y aún siente el temor de que puedan descubrirla, frívolos turistas que añoran el ya imposible viaje de lujo que tenían proyectado, y jóvenes que disfrutan, por vez primera en sus vidas, de una pileta de natación.

La nostalgia de la patria

A bordo del Corrientes, de regreso de Europa, con el alma todavía plena de recuerdos y de hallazgos, se siente, sin embargo, la nostalgia de América. De ese gran continente nuestro, de sus valles gigantescos y desiertos, de sus ríos y selvas inigualables, de sus ciudades desordenadas en un crecer vertiginoso, y aún de sus hombres todavía aventureros, todavía ambiciosos, todavía soñadores.

A bordo del Corrientes viaja todo confundido, y Europa nos muestra aquí sus hijos más humildes rumbo al continente nuestro, cuya nostalgia se deja sentir a medida que la distancia para tocarlo se hace más pequeña.

El destino ha querido que el retorno de Europa sea justamente aquí, con este telón de fondo de una humanidad diversa y complicada en su conjunto, como ha sido en quinientos años la que arribó a las tierras de América. El barquito es marinero. Todavía se mueve menos que los grandes transatlánticos de nombres famosos, y su proa cabecea sobre el lomo del Atlántico con un cierto señorío, con un vaivén moderado, casi con delicadeza. Arriba, es natural, oscila la bandera con los colores nacidos en 1810. Es un poco ingenua, algo infantil sin duda esta emoción, pero esas tres franjas así gallardas dicen que al fin y al cabo a bordo del Corrientes hemos hallado un trozo de tierra argentina que nos lleva de regreso. Este puñadito de seres humanos bajo su sombra no es casi nada, pero han sido estos puñaditos los que hicieron la historia de nuestra América. El corrientes los lleva a todos, con un andar lento. Diríase en un galope corto.


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El Italiano Medio, un modelo de austeridad

Publicado el 28 de julio de 1959

ROMA – Existía en los tiempos de nuestros estudios secundarios –no sabemos si todavía hoy– la costumbre de que los kioscos vecinos a los colegios vendieran cigarrillos sueltos. De tal forma, los jóvenes de los años superiores podían comenzar a “despuntar el vicio” en la medida de sus posibilidades económicas y sin despertar sospechas en sus progenitores con gastos excesivos. Hemos visto renacer la costumbre –esta vez con exclusivas razones de economía– en Italia. En todos los comercios que gozan de la concesión del Estado –la fabricación y comercialización del tabaco es monopolio oficial– para la venta de cigarrillos es posible adquirirlos sueltos. Mejor dicho: es costumbre adquirirlos así, habitualmente de a dos, tres, cuatro o cinco por vez. La compra del paquete entero de veinte cigarrillos es excepcional.

Transporte, comida, cine

Ese detalle señala todo un estilo de vida. El italiano medio controla cotidianamente sus gastos en forma severísima.

De la “Stazione Termini” parten hacia la zona de “Quadraro-Cinecittà” un tranvía y tres líneas de ómnibus. Aquel cobra 20 ó 30 liras el pasaje. Estos, 35, 40 ó 45 liras. Los tranvías van siempre repletos de pasajeros, y en ellos es posible viajar tan apretujado como en los subterráneos porteños. En los ómnibus hasta se puede hallar asiento o viajar relativamente cómodo, aún en las horas peores. La mesa del italiano medio en la vida de las grandes ciudades, satisface los requerimientos del apetito diario, pero no se caracteriza ni por su variedad ni por sus excesos. La “minestra” o la pasta son los platos infaltables de cada jornada, y la carne, los fiambres, los quesos o los dulces no son cosas de cada momento.

Las vitrinas de los grandes comercios de lujo están sobrecargadas de artículos finísimos y de exquisito gusto, pero el italiano medio deja a los turistas o a los poseedores de grandes fortunas su adquisición, y nunca se le ocurrirá comprar sus vestidos o calzados en las “vías” más famosas y renombradas. En Roma, por ejemplo, los cines de estreno cobran de 400 a 800 liras la platea. En los barrios, hermosas salas ofrecen un mes o dos luego de su estreno las mismas películas por 100 ó 200 liras. Lógicamente, el italiano medio frecuenta casi exclusivamente los cines de barrio, y esto un par de veces al mes, los que más concurren. Tampoco se le ocurrirá tomar el café o un té en alguno de los grandes bares de la Vía Veneto, concurridos por el gran turismo o el gran mundo de los artistas cinematográficos.

Cuando bajan los precios

Este régimen permanente, junto con un trabajo intenso y constante, determina un fenómeno que a los argentinos nos parece ya una utopía: la producción supera casi siempre la demanda. Las grandes fábricas deben competir, pues, para hacer sus productos más baratos de un año a otro, y el modesto almacenero pone su gran oferta del vino común a 120 liras el litro, en cambio del precio corriente de 130.

Las amas de casa realizan sus compras de alimentos en forma cotidiana: exactamente los necesarios para cada día. Esto se puede hacer porque nada escasea, no es necesario perder tiempo en ningún comercio y todo es posible comprarlo en cantidades o envases muy pequeños. Un huevo, o cincuenta gramos de manteca, o dos manzanas, son pedidos que no avergüenzan a nadie y que suscitan igualmente expresivos agradecimientos del proveedor. Esto torna menos necesaria la heladera eléctrica –en general poco deseada– y permite al italiano medio destinar sus ahorros o aún complicarse su existencia con préstamos o créditos para adquirir lo único capaz de alterar su rigidez económica diaria: el aparato de televisión, verdadero ídolo doméstico.

La vida media adquiere, de cualquier forma, un nivel de “austeridad” permanente, que dura desde años y que la población parece dispuesta a aceptar aún por otros muchos. Ante este estado de cosas, ¡qué difícil resulta juzgar a los pueblos! ¿Cómo valorar a estos hombres y mujeres que así viven día tras día, con la voluntad puesta en la prosecución de sus existencias familiares, modestas y rutinarias, pero asentadas en la tradición burguesa que hizo la fuerza de la Edad Moderna? Fácil resultaría formular críticas y suponer carencia de exigencias sociales. Pero luego se miran ciudades como Roma, en las que, si bien caras, se hallan viviendas para alquilar en abundancia increíble, donde no hay escasez de agua ni de energía eléctrica, ni de teléfonos –aunque estos tengan sus comunicaciones contadas y excederlas resulte muy costoso–, y donde todas las calles están bien pavimentadas. Es cierto que hay muchas zonas de Italia donde la miseria más grande vive aún inconmovible, pero es cierto, también que hace quince años se está reconstruyendo incesantemente toda una nación.

Los “Sueños” del hombre común

El italiano medio de las ciudades, en tanto, y siempre que haya vencido el fantasma de la desocupación, sigue poniendo sobre su mesa cotidiana el gran plato de pasta, toma su tranvía y deja pasar el ómnibus, compra sus tres o cuatro cigarrillos diarios, mira la televisión por la noche, los domingos reposa en casa o a lo sumo, pasea por la campiña vecina, y piensa, junto a su esposa, que deberá reparar próximamente las cortinas, que el mes que viene el nene mayor necesita zapatos, o que sería bueno hallar un departamento más cercano al empleo, quizás con una habitación más... Al acostarse él pensará que en cambio de cinco puede comprar, en adelante, tres cigarrillos, y ella, que ha visto un almacencito, unos metros más allá del habitual, donde ofrecen la pasta a diez liras menos...


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Valioso aporte para nuestra bibliografía pedagógica

Publicado el 28 de febrero de 1960

BUENOS AIRES, febrero – Los diccionarios pedagógicos son obras de muy difícil realización y no abundan en la bibliografía mundial. En nuestro país, y en idioma castellano, los pocos que se pueden encontrar en la actualidad tienen el inconveniente –grave en momentos en que la instrucción pública de casi todos los países ha sufrido intensos procesos de transformación– de que proceden de la época anterior a la segunda gran guerra. La aparición de este que las prensas de Losada han concluido recientemente ha de merecer, en consecuencia, una acogida de alto interés en todos los círculos educativos. Una circunstancia lamentable se añade, sin embargo: su “Diccionario Pedagógico” se ha convertido en la última obra que viera terminada en vida ese gran maestro español, radicado hace tantos años entre nosotros que fue D. Lorenzo Luzuriaga. La crítica se hace más difícil, también, porque podría presumirse que el elogio nace del afecto o el sentimiento que su desaparición ha provocado, pero el autor se ha encargado de evitar el problema al brindarnos una obra que no necesita de elogios inmerecidos y que soporta con altura el análisis objetivo y serio.

En el puerto de Buenos Aires, en 1928, al pie del barco que llevaba de vuelta al ya famoso pedagogo al término de su primer viaje a la Argentina, Ortega y Gasset –también entre nosotros por entonces– alabó a los amigos argentinos que habían concurrido a despedirlo, su extraordinaria capacidad de labor. La observación era exacta: Lorenzo Luzuriaga fue un trabajador infatigable y ha dejado a lo largo de su vida, desparramada generosamente en tierras de dos mundos, una verdadera enciclopedia de saber pedagógico y de investigaciones originales. Ciertamente que con este Diccionario su ambición no habrá quedado cumplida, pues su espíritu llevaba el afán de dar cima a un gran compendio que probablemente hubiera requerido más de un tomo y que confiaba hacer algún día. Este, en un solo volumen, de formato grande, de 392 páginas, es una obra de síntesis y de divulgación, antes que un tratado para especialistas.

Decir síntesis significa, en este caso, agravar las dificultades de que hablábamos al principio, y pocos como Luzuriaga hubieran logrado superarlas. Para resumir en pocas líneas el pensamiento pedagógico de Dewey, de Durkheim, de Gentile o de Krieck –que anotamos entre los capítulos mejor logrados– resulta necesario un conocimiento muy hondo de cada uno de estos autores.

Las exposiciones de lo que pudiera llamarse “doctrina pedagógica”, es decir, las que se refieren a puntos de la teoría de la Pedagogía – fines de la educación, activismo, naturalismo, etc.– presentan algunas lagunas o ciertas imperfecciones, inevitables por la concisión obligada de la obra. En cambio, los resúmenes sobre la organización educativa de cada país constituyen uno de los aportes de mayor valor de este diccionario. En efecto: ¿dónde puede hallar el interesado –ya sea el maestro, el estudiante, el hombre culto que necesita el dato, o aún el especialista– la organización actual de los estudios primarios, secundarios y superiores de cualquier país del mundo? Prácticamente en ningún lado, salvo en alguna publicación de los organismos internacionales –Unesco, OEA– de extraordinario costo y difícil ubicación. En cambio, el “Diccionario Pedagógico” que comentamos presenta la información breve pero completa sobre los regímenes de instrucción pública en todas las naciones, con datos recentísimos que en muchos casos –China comunista o Alemania Oriental, por ejemplo– resultan inéditos.

Una obra de este tipo no puede presentar, sin alterar un esencial equilibrio, una completa exposición de la parte histórica de la pedagogía y la política educativa argentinas. Sin embargo, no faltan los nombres más ilustres en tal sentido y hasta ciertos educadores del siglo presente –Nelson, Mercante, Guillén de Rezzano– se encuentran considerados con juicio sereno. Con todo, resulta necesario apuntar la omisión de Belgrano y de Estrada entre los de la centuria anterior.

En el capítulo correspondiente a “educación” dice Luzuriaga: “Es un hecho, una realidad con la que nos encontramos en la vida tanto en los individuos como en la sociedad. Es cualidad inherente a la vida de aquellos, pues sin ella no podría existir el hombre ni la sociedad. No es una función arbitraria que se puede hacer o dejar de hacer”. En estas palabras está definido también el impulso vocacional que guío en vida el autor del “Diccionario”, impulso que tomó sus raíces de la más completa visión pedagógica: la que parte de un fenómeno irreversible y se ve alentada permanentemente por la preocupación social que lo acompaña.

En esta dirección, en la ruta de ese afán, ha sido concebido este “Diccionario Pedagógico”. Obra que podrá ubicarse con utilidad en la biblioteca del joven estudiante del magisterio y en la del gran profesor de la materia: ambos tendrán ocasión de hallar en sus páginas el dato preciso, la cita necesaria, la definición buscada, la bibliografía exacta, el comentario sagaz y la síntesis bien lograda.


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Estudios de educación comparada

Publicado el 20 de agosto de 1961

Hace aproximadamente un lustro, dentro de los estudios pedagógicos, comenzó a tomar lugar una nueva especialidad. La educación comparada. Nos referimos, claro está, a nuestro país, ya que este tipo de estudios reconoce orígenes más antiguos en otras partes del mundo. Aún dentro de nuestras fronteras, se debe reconocer que existieron siempre autores consagrados total o parcialmente a las investigaciones comparativas, pero sólo en los últimos años ellas comenzaron a desarrollarse como un capítulo de vida autónoma, y en ciertos establecimientos superiores ha aparecido ya la cátedra respectiva. Alguna sociedad europea consagrada a esta especialidad y una americana en formación indican la seriedad e importancia de la orientación.

Mérito indudable para el desarrollo de dichos estudios corresponde a la UNESCO y a sus publicaciones. Después de la segunda guerra europea, ellas –y las que paralela o simultáneamente ofrece la Oficina Internacional de Educación de Ginebra– han constituido casi el único material de consulta accesible a la generalidad de los interesados, ya fuesen profesores o alumnos. Es ahora una editorial argentina –Kapelusz– la que suma su esfuerzo a esa tarea mediante una obra de gran seriedad, “Las escuelas y la enseñanza en Europa Occidental”, por Erich Hylla y William L. Wrinkle, que reúne las dos condiciones básicas que deben exigirse a este tipo de publicaciones: su claridad expositiva y su actualización rigurosa.

La organización escolar de diez países europeos: Noruega, Suecia, Italia, Inglaterra, Bélgica, Alemania Occidental, Holanda, Suiza, Francia y Dinamarca, se halla expuesta, a través de la pluma de distintos autores, con precisión y amplitud a lo largo de las 760 páginas de los dos volúmenes que integran la obra. Amplios gráficos y cuadros sinópticos acompañan en cada caso las exposiciones y en ellas se sigue siempre un orden de temas idéntico, numerado: (1: País y población; 2: Objetivos generales de la educación; 3: Influencias externas sobre la educación...), que facilita sobremanera el estudio comparativo propiamente dicho. Sin embargo, la excesiva amplitud de esta división temática –son 66 los capítulos considerados en cada país– y el enfoque diverso dado por la multiplicidad de autores, rebajan en muchos casos, el nivel de la obra y en ocasiones originan repeticiones totalmente innecesarias. Esta observación, sin embargo, no resta valor al conjunto, que constituye una de las obras más importantes que en el orden de los estudios pedagógicos se hayan publicado en el país en estos últimos años.


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Reseña de la obra cumplida en el Perú por la Junta Militar

Publicado el 18 de enero de 1963

LIMA – Hace seis meses el proceso regular de la democracia se interrumpió en Perú. Las elecciones de ese entonces, calificadas de fraudulentas por las Fuerzas Armadas y otros sectores de opinión, amenazaban desembocar en un pacto que entregaría el poder a Odría y a elementos del APRA, el viejo partido revolucionario de Haya de la Torre. La fuerza militar impidió la conclusión de este fenómeno y el presidente Prado no pudo terminar su segundo período. La Junta que lo reemplazó quiere ahora hacer saber a su país y a América qué ha hecho en medio año, y para ello se ha sometido a una conferencia de prensa en la cual su presidente, el general Pérez Godoy, ha dicho que estaba dispuesto a responder a las preguntas de todos los periodistas presente.

En un pequeño salón del Palacio de Gobierno de Lima se encontraron para ese fin más de cuarenta representantes de la prensa oral y escrita del país y casi una decena de naciones americanas: la Argentina, Uruguay, Chile y México.

Pérez Godoy es de estructura mediana: representa bien su largo medio siglo de vida y viste un uniforme sobrio en el que lucen numerosas condecoraciones. Habla lento y calmoso. Se exalta a veces, pero retorna en seguida a un medio tono pausado, y a lo largo de su exposición inicial se reiteran dos temas sobre los que ha de volver una y otra vez en el transcurso del interrogatorio posterior: la Junta ha de entregar el poder y ha de realizar las elecciones en junio: la Junta no procede dictatorialmente sino que ha respetado todas las normas constitucionales y todas las libertades fundamentales, aún arriesgando su propia seguridad y hasta la seguridad de las instituciones. Hay en este general sudamericano una preocupación permanente, casi obsesiva, por lo menos en esta conferencia de prensa: los miembros de las Fuerzas Armadas respetan al poder civil, no quieren avanzar más allá de lo estrictamente necesario: “Para organizar las elecciones hemos llamado a una comisión de los juristas más calificados para que prepararan un proyecto de ley electoral que garantice comicios puros e intachables. Luego hemos sometido el proyecto a la opinión pública, y aún a otra comisión de juristas para que lo perfecciones. Finalmente, hace pocos días, hemos introducido algunas modificaciones sugeridas por el Poder Electoral, cuya autonomía absoluta hemos respetado y seguiremos respetando”.

César Miró, el director de informaciones del Perú, el fino escritor y novelista tan conocido en América y en nuestro país, –en estos días las prensas de Losada acaban de concluir la impresión de su última obra: “Fedra entre los vascos”– no ha podido, entretanto, imponer su opinión de que se permita a las agencias noticiosas hacer sus propias grabaciones de la reunión, y un edecán ha hecho valer la orden de que solamente Radio Nacional tomará la versión grabada de lo que se diga. Es probable que Pérez Godoy sea sincero, sin embargo, y se advierte el afán de respetar a la civilidad en la Junta Militar, pero es probable también que viejas tradiciones o una subconciencia de antigua data dificulte las mejores intenciones. Son problemas que conocemos casi todos los países de América.

Tres preguntas iniciales resumen las preocupaciones de los periodistas visitantes en el Perú: ¿Cómo marcha el proceso electoral y de depuración de los registros? ¿Habrá proscripciones? ¿Están dominadas las revueltas recientemente ocurridas?

Las respuestas se alargan en consideraciones, pero en síntesis se desprende la conclusión de que la Junta sigue empeñada en cumplir los plazos que ella misma se ha fijado. “Las dificultades para concluir el nuevo padrón electoral en toda la República se deben a la naturaleza de la tarea y quizás a cierto clima de incomprensión, pero apenas el Poder Electoral solicite medidas de ayuda o auxilio las brindaremos con toda la amplitud necesaria”. En cuanto a la concurrencia de los partidos, la Constitución peruana proscribe al comunismo y respetaremos la Constitución al pie de la letra”. Por lo que hace a las revueltas acaecidas en diversos lugares del interior del país. Pérez Godoy formuló una especie de confesión de culpabilidad: “Hemos sido tan cuidadosos del respeto de las libertades que, en cierto grado, se nos acusa de haber permitido este estallido, pero no podemos, ya, permitir que nos incendien y nos destruyan el país. La democracia es el respeto a la ley y al derecho, y nadie puede escudarse en ella para destruir la ley y el derecho”.

Por último, una respuesta inquietante para América cierra el diálogo con el representante de La Nación: “El Gobierno controla la situación hasta donde es posible controlar al comunismo internacional”. Detrás de estas palabras, ciertos sectores políticos peruanos ven una intención de la Junta de magnificar peligros para justificar ulteriores medidas de represión: otros, las entienden como la expresión de una realidad que todavía no ha sido suficientemente advertida ni por sus connacionales ni por los vecinos americanos.

Hay en el Perú problemas de magnitud creciente que no se pueden abarcar en una conferencia de prensa, sobre la que planean todos los temas: desde la reforma agraria que el Gobierno comenzó, hasta la campaña de alfabetización. Pero la realidad es que dos o tres dudas principales flotan en el ánimo de todo observador objetivo: ¿Hasta dónde el comunismo ha avanzado en este país? ¿Hasta dónde los viejos movimientos militares sudamericanos se están transformando en procesos de ayuda a la democracia o de contención del marxismo?

Pero mientras todo esto cruza por la mente de quienes asisten a este resumen de seis meses de gobierno, la hora ha avanzado tanto que desde las 12.30 se ha llegado a las 14 y apenas han concluido sus preguntas los periodistas extranjeros. Los peruanos, entonces, solicitan nueva audiencia y la obtienen de inmediato. Pérez Godoy se toma su tiempo y gusta responder muy lentamente. Está dispuesto a seguir haciéndolo. Para la nueva reunión, los hombres de prensa de América hemos sido designados auditores.

Pero mejor se podría decir que quien escucha es América y que los pueblos de este continente son, deben ser, los auditores del proceso que vive el Perú y cuyo desenlace –que por coincidencia será en junio, junto con los comicios argentinos– importa mucho más de lo que a primera vista pueda parecer.


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La laguna Marcapomacocha

Publicado el 29 de enero de 1963

LIMA, 28 (De un enviado especial). – A cuatro mil ochocientos metros de altura, en la Cordillera de los Andes, y a 140 kilómetros de carretera montañosa desde esta capital, está la laguna de Marcapomacocha, paraíso de los pescadores de truchas, aunque quienes se atreven a llegar hasta ese lugar deben tener buenos pulmones. Esas aguas, útiles hasta ahora para unos escasos deportistas residentes en Lima, servirán dentro de muy poco para brindar a la totalidad de sus habitantes 240.000 kilovatios de energía hidroeléctrica, es decir, más del total del que actualmente dispone la capital del Perú.

En estos momentos las Empresas Eléctricas Asociadas del Perú tienen en funcionamiento la central Bianchini-Huampaní (30.000 kw.), la Carosio-Moyopampa (63.000 kw) y la Carosio-Callahuanca (67.000 kw.). Utilizan aguas de los ríos Rimac y Santa Eulalia, pero, enfrentados al problema de aumentar la provisión de electricidad para lo que se denomina ya la “Gran Lima”, se encontraron con una dificultad básica: esos caudales no permitían encarar ninguna elevación de potencia ni la instalación de nuevas turbinas. Por otra parte, los estudios hidrológicos de la zona demostraron que en la cuenca del Pacífico no hay nuevos cursos de agua susceptibles de aprovechamiento. Entonces llegó el turno de Marcapomacocha. La serena laguna poblada de truchas debería iniciar su nuevo destino de servidora de las necesidades del desarrollo industrial y económico de la gran ciudad.

Pero Marcapomacocha está del otro lado de los Andes: pertenece a la cuenta del Atlántico. ¿Sería posible derivar sus aguas hacia el Pacífico, descargarlas en algunos de los pequeños cauces o lagunas de la otra vertiente? Para el ingenio humano hay ocasiones en que pareciera no haber límites. Un audaz proyecto fue concebido por el ingeniero Pablo Bonder, suizo radicado en Perú desde hace varias décadas y autor de las principales instalaciones hidroeléctricas que hemos señalado. El proyecto fue estudiado y considerado aceptable por una gran empresa europea que aportó sus técnicos y sus elementos; las autoridades peruanas estructuraron los aspectos económicos y jurídicos y se puso manos a la obra. En estos días acaba de concluirse la tarea: un gigantesco túnel de diez kilómetros de largo horada las entrañas de los Andes a casi cinco mil metros de altura y por él desembocarán, a través de la roca milenaria, las aguas de Marcapomacocha, que serán recogidas en una pequeña laguna natural, derivadas en parte hacia embalses especiales y enviadas por cauces de la vertiente del Pacífico hasta la gran central eléctrica en construcción en Huinco, a 1850 metros sobre el nivel del mar.

En este último punto se construye en la actualidad una gran caverna de máquinas. Para ello se está abriendo un túnel de mil metros de largo y un alto aproximado de cinco metros. Los periodistas latinoamericanos que visitan Lima fueron invitados por la empresa a recorrerlo y provistos de cascos y botas caminaron por su interior. Cuando concluye el sector ya abovedado y se sigue avanzando por la parte a medio construir y se observa sobre las cabezas la piedra desnuda, con sus heridas y desgarramientos, a través de los cuales se filtran las vetas de agua en desprendimientos silenciosos y constantes, algo sobrecoge hasta a los menos impresionables y nace una admiración conjunta ante la obra de Dios y del hombre.

Más adelante todavía, la obra se halla en sus principios: la horadación comienza por anillos concéntricos que se encofran sucesivamente, hasta que se obtiene el abovedado total –en este caso se abrieron diez anillos– y luego se taladra el resto del túnel.

Durante el almuerzo campestre con que concluyó la visita, el ingeniero director de las obras, un joven suizo de habla alemana, muestra mientras conversa que para ejecutar estas grandes construcciones la inteligencia debe estar animada por el espíritu. Ha sido profesor de enseñanza secundaria, luego de doctorarse en matemáticas y en física, pero después de un par de años de cátedra sintió la insatisfacción de su intelecto y quiso estudiar “algo más”: entonces finalizó sus cursos de ingeniería en Francia. Añora dos cosas: París y la dulce lengua de su dialecto maternal, que sólo puede hablar, en esta América española, en la intimidad de su hogar. Pero por ahora vive entregado a una obra que siente como la creación de un artista. Mientras explicaba a los huéspedes, en medio del túnel, con su gran vozarrón un tanto infantil y en el castellano académico que aprendió a la perfección en dos años, la marcha de la obra y sus detalles, el entusiasmo de sus palabras contagiaba a todos. Se comprendía, oyéndolo, que la técnica y la ciencia son, en verdad, hermanas gemelas del arte.


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En la Universidad de San Marcos

Publicado el 22 de enero de 1963

LIMA, 21. (De un enviado especial) – Fundada por el emperador Carlos y la reina madre D. Juana –según rezan los antiguos escudos y las inscripciones que perduran desde hace ya más de cuatro siglos–, la más vieja Universidad de América, la Mayor de San marcos de Lima, conserva el sabor a la época virreinal. Se lo respira apenas se entrevé su fachada y se lo siente fuertemente a través de sus patios y jardines, sin que dentro de los despachos, en los que lucen cielos rasos de madera oscura finamente trabajada, puedan vencerlo los modernos aparatos de aire acondicionado, con los que los limeños se defienden de los calores de la época, muy soportables, sin embargo, para los porteños que padecen las torturas de la humedad y la pesadez y hallan en esta ciudad una brisa permanente y una seminiebla que atemperan notablemente los rigores estivales.

Luis Alberto Sánchez es ahora el rector de esta casa. Político y educador, conserva, pasados sus sesenta años, una lozanía envidiable y un vigor mental extraordinario. Es hombre de partido –lo reitera en la charla– y si el APRA lo postula a la presidencia, siempre que previamente Haya de la Torre decline la candidatura, entonces aceptará. Responde con una frase escueta a la pregunta de cuál cree que es la mayor necesidad del Perú en la actualidad: “Enterrar los odios y jugar a cartas limpias. Ya no se engaña a nadie con cartas marcadas y creerlo así es una ingenuidad del tramposo”. Luego señala que el estatuto que ha dado la Junta es teóricamente bueno, “quizá mejor que el anterior”, pero que el sistema del registro electoral es tan lento –exige media hora de trámite a cada ciudadano– que torna imposible, a su juicio, la inscripción masiva de la ciudadanía en sesenta días. Sospecha alguna intención en este trámite, pero prefiere insistir en otro punto: la cifra repartidora del sistema proporcional elegido hace que ningún partido pueda obtener la mayoría parlamentaria. “Y esto torna inútiles las alianzas”, concluye.

Interrogado sobre este aspecto, dice con franqueza que el APRA no se niega a entablar pactos con nadie. “Estamos en conversaciones directas con Odría, con los demócratas cristianos, con el Movimiento Democrático Peruano y con el Movimiento Social Democrático. Con el único que no conversamos es con Belaúnde, y eso porque él no quiere hacerlo”.

Un rápido giro de la conversación lleva a Luis Alberto Sánchez a otro terreno en el que se mueve con idéntica soltura: el problema educativo del Perú. Este país, como el resto del mundo, afronta un rápido crecimiento de la matrícula escolar en la enseñanza media superior. La Universidad de San Marcos tiene número clauso de estudiantes –si no, no se puede enseñar, dice el autor– y de los 7500 postulantes que este año se han inscripto sólo podrán ingresar 1800.

Se han creado en los últimos tiempos siete universidades oficiales en Perú, “pero sin base económica ni de profesorado”, y, a juicio de nuestro entrevistado, la solución chilena es mucho mejor.

En Perú la enseñanza primaria tiene cinco años y la secundaria otros tantos. Los alumnos, pues, egresan del ciclo medio insuficientemente preparados para la Universidad y esto exige exámenes de ingreso rigurosos: dos años de estudios preparatorios en cada Facultad y ahora se ha pensado en crear una Facultad de Estudios Generales, que cumpla esa misión de manera integral. En Chile, prosigue Luis Alberto Sánchez, en cambio de crear tantas universidades que luego no pueden desenvolverse, se han organizado en ciudades del interior colegios regionales dependientes de la Universidad de Santiago, en los que se pueden cursar carreras menores y luego, si se lo desea, proseguir estudios en la Universidad.

¿Una especie de “college” a la manera norteamericana, entonces? Eso mismo, acota, y precisa: una especie de “junior college”.

El tema va entonces a la enseñanza secundaria: nuestros colegios secundarios peruanos, dice, se mantuvieron según el estilo y la tradición francesa hasta 1920, aproximadamente, en que comenzó, principalmente en el orden administrativo, la influencia norteamericana. Esa influencia se hizo avasalladora a partir de 1940 y hoy es notable. Pero –y siguen palabras textuales– “estamos tomando lo viejo de Estados Unidos, no la visión integradora del hombre que en estos instantes se difunde en aquel país”. Y la idea de Sánchez revela que las polémicas que en nuestro país desató Ayala sobre la educación norteamericana tienen vigencia también en otros lugares de nuestro continente.

Se habla después del analfabetismo y de las campañas para desterrarlo. Cuenta la anécdota de que en cierta campaña de 1939 se pegaron carteles con esta leyenda: “Analfabeto, anda a tu escuela”, y manifiesta que lo primero que se debe cambiar es el concepto legal de analfabeto: aquel que no sabe dibujar su firma. “Analfabeto es –explica– quien no puede leer la Constitución de su patria”.

Pero de aquí el tema deriva a los estudiantes y a la infiltración comunista y al problema comunista. El líder aprista sostiene que lo ocurrido recientemente en Perú es una prueba terminante de que el peligro comunista no es una bandera que agiten fuerzas interesadas sino una realidad innegable. “Este problema del comunismo, que por esencia es indefinible e ilimitado, se ha manifestado ahora, aquí, con hechos incontrovertibles”. Pero, a su juicio, esto pudo suceder no por la tolerancia de la Junta Militar de Gobierno, por escrúpulos democráticos –según el mismo presidente de la Junta declaró en conferencia de prensa latinoamericana–, sino porque el gobierno creyó que podía utilizar al comunismo para debilitar al APRA en los medios sindicales. “Luego se dio cuenta que el comunismo había avanzado demasiado”. Esta tesis la sostienen también otros medios políticos y periodísticos del Perú.

En el salón del rectorado de San Marcos, a muy pocos pasos del Palacio Pizarro, apenas a un centenar de metros del Rimac, a cuyas orillas el conquistador fundó la capital del reino del Perú, un político de tradición revolucionaria, un intelectual de estirpe, está diciendo cosas que no son las mismas que las que sostiene el general que hoy preside los destinos de la República y que proclama –lo ha reiterado en un banquete ofrecido recientemente a la delegación periodística– que no se quedará en el poder un minuto más del plazo fijado. Desde la Plaza de Armas, marchan entretanto hacia el interior del Perú vientos que hablan de reforma agraria, de indígenas, de comunismo, de revolución, de democracia, de libertad de educación para todos, de violencia, de tiranías posibles.

Más que nunca se advierte que toda América pende del destino y la suerte de cada uno de sus pueblos. Quizás las palabras iniciales de Luis Alberto Sánchez den la clave para el continente, no sólo para el Perú: “Enterrar los odios y jugar a cartas limpias”.


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Reforma agraria en el Perú

Publicado el 24 de enero de 1963

LIMA, 23 (De un enviado especial). – Acaba de celebrarse en la catedral de Lima un aniversario más de la fundación de esta ciudad. Hace 428 años, Francisco de Pizarro puso las piedras iniciales de la futura capital del Reino del Perú y la conquista española comenzó uno de sus capítulos más heroicos. Un puñado de hombres enfrentó a la antigua civilización indígena, la venció e instauró el imperio del blanco. Con la gesta, se inició un problema: la tierra. En medio de los festejos de estos días, entremezclado con los rezos de las ceremonias religiosas, latente en las recepciones oficiales y subconsciente en los recuerdos de los grandes o pequeños propietarios, el tema de la reforma agraria está en las mentes de todos. Es probable que muchos no tengan idea clara de qué cosa sea esto, en qué consiste esta reforma, pero la palabra es mágica y recorre el Perú por los cuatro costados. Se pone fe en este hechizo: la propiedad de la tierra. Las revistas especializadas, al menos las más serias de todas, las que enfocan este asunto, y aún desde puntos de vista ideológicos, encontrados –dejamos de lado a quienes hacen del tema una mera bandera de agitación demagógica– reflejan, sin embargo, la complejidad del tema.

¿Se trata, simplemente, de arrebatar tierras a los propietarios y entregarlas a los campesinos que las cultivan? ¿Se trata, quizás mejor, de expropiaciones parciales según el grado de explotación y de verdadero rendimiento de los latifundios? Hay quienes afirman que la tierra debe ser dada no a las familias en forma separada, sino –en el caso de los indígenas– a las comunidades, de las que se deben respetar sus formas tradicionales de vida política. Y hay quienes afirman, por fin, que en estos tiempos que corren la verdadera reforma agraria consiste en la tecnificación del campo, para hacer que este produzca en cantidad y calidad comparable con los países más adelantados del mundo. La propiedad, lisa y llana, dícese, nada significa en sí misma, si el campesino debe seguir usando un arado de madera igual al que sus antepasados usaban cuando llegaron los españoles; si en su choza no ha de gozar de la luz eléctrica y del agua potable; si cerca de su contorno sigue careciendo de escuela, de hospital, de servicios esenciales.

La Junta Militar de Gobierno ha salido al cruce de este clamor, y con ceremonia pomposa firmó la “Ley de bases de la reforma agraria”. La historia del Perú del mañana dirá de los méritos de esta creación. El presente señala que con ello se ha desatado una polémica cotidiana en todo el país. El presupuesto aprobado para el próximo ejercicio financiero dispone 35 millones de soles –cerca de 1.400.000 dólares– para ese fin y el periodismo nacional insiste en que la exigüidad de la suma demuestra los propósitos insinceros del gobierno de Pérez Godoy en este asunto. Los representantes de la prensa menudearon sus preguntas en torno del tema en la reunión que el presidente de la Junta les concedió, en presencia de los periodistas americanos visitantes, pero estos pudieron constatar que el hombre común se halla al tanto de esa crítica y, sobre todo, que no acepta las explicaciones dichas con sinceridad absoluta por el jefe del Estado: “Es exacto que con esa suma no vamos a hacer la reforma agraria. Pero queremos, simplemente, sentar las bases y dar los primeros pasos para que nuestros sucesores puedan realizarla”. Con todo, el tema de la reforma agraria no admite estas lucubraciones racionalistas: la mente popular espera un gran movimiento casi fulminante que de un día para el otro trastoque las estructuras actuales y dé paso a una fácil prosperidad. Aquí, como ya ha ocurrido en otras partes de América Latina, se corre el gravísimo riesgo de que algún gobernante o candidato ocasional, dispuesto a aprovechar el caudal emotivo que la palabra supone, capitalice para sí su magia y luego efectúe una reforma agraria que a la vuelta de pocos años deje a los hombres y mujeres más tristes y más pobres que nunca.

Las “Bases”, sancionadas con fuerza de ley, señalan los fines esenciales de la reforma: “corregir los defectos de la actual estructura agraria, reduciendo la excesiva concentración y el excesivo fraccionamiento..., asegurar la adecuada conservación y uso de los recursos naturales..., promover la capacitación técnica del pequeño y mediano agricultor..., promover el desarrollo agrícola..., etcétera”.

Luego se habla de los procedimientos de expropiación, mediante los sistemas que contempla la Constitución del Estado; del uso de la tierra pública y de los predios que serán afectables para estos fines y de una gran cantidad de detalles que habrán de reglar la acción futura de los gobernantes que se decidan a emprender esta tarea según las bases sancionadas.

El Perú espera: millones de personas creen que quien logre esta meta de la reforma agraria será para ellos un mesías de nuevo cuño. Es difícil hacer que los pueblos reflexionen después que en ellos se ha encendido la esperanza.


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“La crisis de la educación occidental”

Publicado el 29 de septiembre de 1963

Nos hallamos frente a una obra maestra de síntesis conceptual para enfocar los temas capitales de la educación en el mundo contemporáneo y para comprender el papel que la cultura cristiana tiene por delante en este momento particular de la historia de la humanidad.

Esta es la intención esencial de Christopher Dawson, que Emecé acaba de dar a conocer recientemente, en una cuidada traducción, de Alberto L. Bixio y con el título genérico de “La crisis de la educación occidental”. Y a fe que el autor logra su objetivo.

La primera virtud del libro es la que hemos señalado: la notable capacidad de síntesis del autor, que resume en muy pocas palabras –a veces en menos de un capítulo de pocas páginas– temas vastos y complejos, y lo que es más, lo hace sin sacrificar la claridad expositiva y el rigor lógico del desarrollo del asunto, antes bien, logra una sencillez formal que torna atractivo y agradable lo que de por sí es dificultoso de comprender.

El volumen está dividido en dos partes. La primera resume la historia de la educación de tipo escolar sistematizado en Occidente desde los tiempos más remotos, y la segunda se detiene a considerar la situación actual de la sociedad norteamericana y el papel de la cultura cristiana dentro de ella y en general en la civilización occidental.

El capítulo inicial presenta –como una especie de introducción– el concepto del cual parte el autor para manejar el vocablo “educación”, y con extrema sencillez, sin entrar en disquisiciones inútiles y farragosas, pone las cosas en su lugar y explica qué se debe entender por el mismo. Unos pocos ejemplos de culturas primitivas o antiguas concluyen por ilustrar los detalles más importantes y viene inmediatamente la explicación del significado del cristianismo, como elemento de síntesis en el mundo pagano en su encuentro con los pueblos bárbaros y como nacimiento de una revolucionaria concepción del hombre y de la sociedad. Los capítulos siguientes –II al V– son una historia de los fenómenos educativos desde el punto de vista político y social. Nada hay en ellos que se refiera a problemas escolares o didácticos, pero en cambio se analizan los temas básicos de la relación entre la escuela, la sociedad y los organismos de la vida política, en primer término el Estado y la Iglesia. Si al capítulo I nos atrevemos a recomendarlo como modelo para los textos de Pedagogía, que entre nosotros casi nunca terminan de aclarar bien qué es la educación y qué es la escuela, los cuatro siguientes podríamos proponerlos como ejemplos para las obras de Historia de la Educación habituales en nuestras escuelas normales e institutos del profesorado, las que, atiborradas de detalles metodológicos o anécdotas de la vida escolar, carecen, en cambio, de este enfoque que va a la médula de la cuestión y puntualiza la relación de los fenómenos educativos con las circunstancias políticas, sociales y económicas.

Siguen dos capítulos de valor singular, aún dentro de la excelencia del conjunto. Nos referimos al VI: “Desarrollo de la tradición educativa norteamericana”, y al VII: “La educación y la cultura católicas en los Estados Unidos”. En el primero de estos, Dawson parte de una premisa muy sencilla y muy lógica, pero que, desdichadamente, los estudiosos de la educación y de la pedagogía suelen olvidar frecuentemente, sobre todo cuando hacen investigaciones comparativas: “la educación norteamericana –recuerda– refleja el estilo de vida norteamericano”. Luego, consecuente con esta línea de pensamiento, pasa a reseñar la evolución cultural norteamericana y los sistemas educativos correspondientes a cada momento de ese desarrollo, para hacer en el capítulo VII un estudio que resume la aparición, difusión y estado actual del catolicismo dentro de aquella nación y en el que –a nuestro juicio– el autor hace aportes originales y de considerable importancia para fundamentar en ellos investigaciones ulteriores.

El resto de este tomo constituye una especie de tesis que se apoya sobre los datos aportados en los capítulos anteriores. Dawson sostiene que junto a “las dos grandes tradiciones que más contribuyeron al desarrollo de la civilización occidental”, y que son “la herencia de la cultura clásica y la religión cristiana”, hay un tercer elemento: “la tradición autóctona de los pueblos occidentales mismos”, y añade: “La historia de la cultura occidental fue la historia de la progresiva subordinación de energía bárbara del hombre occidental y la progresiva subordinación de la naturaleza a fines humanos, proceso que se cumplió bajo la doble influencia de la ética cristiana y la razón científica”. Entonces, el autor acepta la antinomia central de nuestra civilización y las tensiones derivadas de ella y de una permanente discusión de “los principios morales de la acción política” como rasgos distintivos de la cultura de Occidente y concluye que “no es exagerado afirmar que la civilización moderna es la civilización occidental”. Pero ¿cómo, y con qué contenidos y por medio de qué tipo de educación sistematizada habremos de mantener esta civilización, si es cierto, por otra parte, que las tradiciones de la llamada “educación liberal” o de los contenidos “humanistas” o “clásicos” se hallan muy a menudo desdeñados, o representan, efectivamente, aspectos sobre los que no es ya posible insistir en demasía, al menos como contenidos generalizados para sistemas de educación masiva?

Dawson cree que el estudio de la cultura cristiana –que no es lo mismo que el estudio de la religión cristiana– es el gran remedio de nuestra hora y debería formar parte de todo sistema educativo, puesto que esta cultura cristiana –su filosofía, su literatura, sus formas de vida, en fin– constituye el fondo cultural de toda la civilización occidental, aún de aquellas formas de pensamiento aparentemente opuestas a la religión en sí misma o a sus afirmaciones dogmáticas.

Obra para pensar y discutir, probablemente, pero sin duda obre original y de sólida construcción, “La crisis de la educación occidental” constituye un volumen que llega al fondo de los problemas capitales de nuestra hora y analiza con audacia y decisión las soluciones concretas que para ellos pueden proponerse.


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Sistema y costos educativos

Publicado el 5 de julio de 1968

WASHINGTON – El aumento constante de los gastos en educación comienza a constituirse en uno de los problemas centrales de la política educativa de los Estados Unidos. Esto tiene su explicación en tres motivos básicos. El primero de ellos consiste en que la enseñanza no ha modificado todavía sus tradicionales sistemas de gastos en “mano de obra”, es decir que la tecnología apenas si empieza a conocerse como metodología del trabajo docente. Mientras que para la producción de la inmensa mayoría de los artículos de la vida cotidiana, la industrialización ha abaratado enormemente los costos, y aquellos que deben ser obtenidos mediante procesos de tipo artesanal o han desaparecido o se han convertido en elementos de lujo, en la órbita de la enseñanza nos movemos todavía en el plano tradicional, y la producción de un número determinado de alumnos que sepan leer y escribir, o dividir, o dominen una lengua extranjera, requiere hoy tanto tiempo y tantos profesores como hace cien años. El gremio docente, en este país, ha mejorado también sus niveles de remuneraciones en los últimos cincuenta años al igual que cualquier otro grupo profesional y ha aumentado sus exigencias de tipo laboral, de seguridad social y de posibilidades de descanso, con lo cual los costos de “mano de obra” aumentan sin cesar. Conviene recordar que un maestro de escuela primaria o un profesor de enseñanza media puede comenzar su carrera ganando no menos de cinco o seis mil dólares anuales, y según sus calificaciones y títulos la localidad en la que se desempeñe, culminaría con más de diez o doce mil dólares anuales. Conviene también saber que el superintendente de educación de cada distrito escolar suele ser el funcionario público de tipo municipal mejor pagado, y no es raro que su salario anual supere al del “administrador” de la ciudad (que es algo así como el funcionario ejecutivo municipal de máximo nivel o una especie de “intendente ejecutivo”, mientras que el elegido por el pueblo se desempeña en un cargo honorario de responsabilidad eminentemente política).

El incremento de la escolaridad

También son grandes los gastos en instalaciones y en elementos didácticos. Los libros y casi todos los útiles indispensables son provistos gratuitamente en las escuelas públicas, y los edificios, los muebles y los elementos complementarios –como salones comedor, gimnasios, campos de deportes, etc., sin los cuales no se concibe una escuela– resultan muy costosos. Pero el problema básico es otro: lo que sucede es que a cada joven se le da más cantidad de educación escolar. Ya se ha llegado prácticamente a la universalidad de la enseñanza media (los jóvenes de hasta 18 años, aproximadamente, están en su totalidad inscriptos en establecimientos educativos). Ahora comienza a crecer rápidamente la curva de los inscriptos en ámbitos universitarios (o en su primera etapa, aquí denominada “college” y que no coincide exactamente con nuestro propio criterio de universidad) y se puede calcular que de un 25 a 30 % actual se marcha hacia una casi universalidad para fines de este siglo.

El sistema local de financiamiento

Los ámbitos universitarios y de “colleges” constituyen otro tipo de problema porque en ellos los estudios deben ser costeados por los propios interesados o sus familias, aunque empieza a abrirse paso la idea de la progresiva liberalización de aranceles, al menos para ciertos sectores necesitados. Pero la escuela primaria y la “high school” son gratuitas y el sistema tradicional quiere que sean costeadas íntegramente por la localidad, sin ayuda ni del gobierno del Estado ni del gobierno federal. Y aquí se halla el nudo del problema, porque, probablemente, lo que sucede es que el sistema exclusivamente local de financiamiento esté tocando ya su punto máximo de posibilidades. En todas las ciudades, grandes o chicas, de los Estados Unidos, se siente comentar como uno de los aspectos principales de su vida, el tema de los gastos en educación y de los impuestos especiales que cada propietario debe afrontar para el sostenimiento del sistema escolar del lugar.

Una elección en Sioux City

Estábamos en esta ciudad precisamente durante los días en que se preparaba una elección local para decidir la construcción de una escuela elemental en el barrio donde las estadísticas mostraban el mayor crecimiento de población joven. El nuevo edificio exigía un gasto de 600.000 dólares, que podría financiarse mediante un impuesto por veinte años que afectaría a los propietarios más modestos en cerca de dos dólares al año y a los de casas más grandes y lujosas en unos doce dólares anuales. Dada la poca significación de estas sumas se esperaba un resultado positivo. De cualquier manera, había una gran campaña popular; una comisión honoraria tenía a su cargo esa labor, y tanto ella como el superintendente de escuelas –responsable básico de la idea y de haber separado esa elección de otra para gastos más grandes– se sentían muy comprometidos ante los resultados posibles. Era indispensable un 60 por ciento afirmativo –el voto es voluntario– para llevar adelante el proyecto. El día anterior, como parte de los actos previstos, el superintendente habló en el almuerzo del Club de Leones –al que asistimos como invitados– para defender el proyecto, y debió responder a toda clase de preguntas, entre las cuales una referida a cierta decisión de los arquitectos sobre las ventanas y otra sobre la seguridad de que las previsiones tomadas sobre crecimiento vegetativo de la población estaban bien tomadas. La elección se hizo y el 79,1 % dijo sí. La escuela se hará. Los habitantes de Sioux City han aprobado su incremento de impuestos a las propiedades por veinte años...; pero en el mes de febrero deben votar de nuevo para aceptar o no un proyecto para construir la nueva High School por un valor de once millones de dólares. En ese caso los impuestos que habrán de soportar son mucho más elevados, y las autoridades educativas no están seguras del resultado. Muchos vecinos se quejan ya de lo que pagan actualmente, y un fenómeno muy importante, la movilidad interna dentro del país, quita entusiasmo a algunos para gravar sus propiedades en términos tales que inclusive les restan probabilidades para poder venderlas con facilidad. Esperamos tener noticias de los resultados de la elección de febrero, pero desde ya y a modo de profecía arriesgada, el segundo proyecto no puede ejecutarse, pues nos parece difícil que obtenga el 60 % necesario. Si lo alcanza, será por escasísimo margen.

En California, la primera negativa en la historia de un distrito

Este Estado soporta una inmigración interna constante. Las estadísticas revelan que 1400 personas se radican por día en sus tierras. Las previsiones señalan a las autoridades educativas exigencias ineludibles para la construcción de escuelas y la provisión de los servicios indispensables. En la Universidad de Stanford conversamos con un destacado miembro de esa casa de estudios que, además –y sin que un cargo tenga nada que ver con el otro– es miembro del Palo Alto Unified School District. Nos narra que su casa tiene un valor real de unos 40.000 dólares y una tasación especial a los fines correspondientes de 10.000 dólares. Se trata, sin duda, de una buena casa y de un profesional de buen nivel, pero sus impuestos especiales para educación llegan a 600 dólares anuales. Se comprende cuando muchos ciudadanos afirman que no soportan más aumentos en ese rubro. Una casa modesta, que puede costar 20.000 dólares, con una tasación especial de 5000, pagará en ese distrito 300 dólares anuales de impuestos educativos. Ahora bien: la ley del Estado impone impuestos educativos que en el primer caso alcanzarían a 165 dólares anuales y en el segundo a 82,50. Todo el resto se debe pagar porque la comunidad ha ido sucesivamente aceptándolos por propia voluntad. Pero en febrero de 1967, por primera vez en su historia, la comunidad de Palo Alto rechazó una propuesta del District Board y no se pudo llevar adelante un proyecto que implicaba diez millones de dólares para edificios escolares. En octubre de ese año se le sometió una alternativa: o diez millones o siete millones, y la ciudad votó el proyecto de siete millones.

El gobierno estadual y el federal

En síntesis: a las localidades se le hace cada día más difícil soportar por sí mismas la carga íntegra de un sistema educativo cuyos costos son cada vez más altos y que se ve exigido, además, a ofrecer oportunidades similares para los habitantes de todas las localidades, pequeñas, pobres, grandes o ricas. Si comienza la intervención centralizadora de los gobiernos estaduales o del propio gobierno federal, no hay duda que podrá haber una mejor distribución de los fondos y recursos de todo el país y quizá una mejor igualdad de oportunidades.

A la luz de estas circunstancias, vistas las modificaciones estructurales de la sociedad norteamericana por la intensa movilidad interna y atendiendo a las pesadas cargas económicas que cada comunidad soporta para mantener su sistema educativo, ¿podría predecirse para el futuro un aflojamiento de los todavía fortísimos orgullos y resquemores locales ante toda intervención de otros poderes para cuestiones como las de tipo escolar? A nuestro juicio, la respuesta es afirmativa, pero entendemos que se trata de un proceso muy largo que, de no mediar otro tipo de fenómenos políticos o sociales, demandará todo el resto del siglo para manifestarse. Queda todavía por ver cómo podrían conciliarse las probables ventajas de una distribución centralizada de los recursos, con las inmensas dificultades que traería un sistema de ese tipo para un país gigantesco en territorio y en población. Nada difícil sería que la famosa igualdad de oportunidades que se quiere lograr, igualara, efectivamente, pero para abajo. Es decir que en cambio de brindarse mejores escuelas a los que ahora tienen sistemas educativos modestos, se terminara brindando excelentes oportunidades. Lo cual es siempre igualdad, pero no para mejorar...

Entendemos, en síntesis, que el sistema de financiamiento local del sistema educativo está llegando, en los Estados Unidos al borde de sus posibilidades, o que ha tocado ya el punto máximo de desenvolvimiento. Lo que de ahora en adelante comenzará constituye una gran incógnita que no puede sino apasionar a los estudiosos de estos problemas.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina