Artículos
Publicados en el diario La Nación
El
símbolo de la eternidad romana
Publicado
el 15 de diciembre de 1956
ROMA
– Sobre Roma, el tiempo cae sin prisa y sin pausa. Sus
habitantes no se detienen a mirar el pasado, porque lo llevan
consigo. En cambio, construyen su presente. Este presente
“inasible e impensable” –según las
palabras del filósofo– que apenas se intenta
fijar se transforma en pasado y que es al fin nada más
que futuro, cobra en Roma visos de labor gigantesca. Roma
guarda en su seno, es cierto, la grande historia de nuestra
civilización: las ruinas de su Senado inmortal, las
huellas del paso de César sobre el Tiber, las catacumbas
donde se refugiaron los cristianos perseguidos de los primeros
siglos de nuestra era, San Pedro y su cúpula grandiosa,
los recuerdos de la lucha, decimonónica por la unidad
de Italia. Pero todo esto es material de observación
para el turista, para el estudioso, para el investigador.
Los romanos están demasiado ocupados construyendo su
presente, es decir, su futuro.
Hace
dos años que en Roma se trabaja sin cesar. Han nacido
nuevos barrios, se han alzado grandes edificios, se han pavimentado
arterias, se han inaugurado servicios de transporte, se han
abierto o reinstalado negocios de toda índole. Roma
no es una ciudad que piense en el turismo de tal manera que
se convierta en una urbe preparada ad hoc para el viajero.
Roma necesitó construir una estación ferroviaria
terminal, y la hizo. Inmensa, cómoda, moderna. No se
detuvo a meditar cómo debía ser su estilo para
combinarlo con las ruinas del Senado. La construyó,
simplemente para este presente magnífico y para un
porvenir cierto. Usó el mismo buen sentido con que
seguramente los romanos del imperio levantaron sus acueductos
o sus palacios. Y allí está la monumental construcción,
a trescientos metros de la sin par “Plazza dell’Esedra”,
en la cual el agua brota incesantemente en el centro de una
esplendorosa conjunción de calles y avenidas, una de
las cuales es nada menos que la “Via delle Terme di
Dioclesiano”.
Roma
construye su presente: si se parte de la estación terminal
y se toma el tranvía que ostenta el letrero “Cinecittà”,
llégase, luego de recorrer la larga “Via Appia
Nuova” –donde los negocios y los edificios de
nueve y diez pisos se suceden uno tras otro sin solución
de continuidad– a un nuevo barrio, a lo largo de la
Via Tuscolana, donde apenas tres años atrás
todo era campiña. Ahora, aquí, se ve crecer
a Roma día por día. Las calles laterales están
en febril proceso de pavimentación. Las modernas casas
de departamentos se levantan vertiginosamente en increíbles
cantidades. No se amontonan quitándose unas a otras
la luz y el aire, porque las arterias son muy anchas, las
construcciones se hacen en estilo “torre”, con
todos los departamentos sobre los cuatro frentes, y porque
los espacios abiertos no se escatiman. Los negocios se instalan
sin esperar el fin de las obras, y se multiplican en forma
notable, con sus modernísimas instalaciones y su abundancia
de mercaderías de excelente calidad. Los medios de
comunicación circulan a menudo repletos, es cierto,
pero el servicio es regular y rápido. No escasean la
luz ni la energía. Las amas de casa no necesitan hacer
colas para sus compras y se trabaja con amplios horarios,
los sábados, inclusive, todo el día.
Roma
resuelve así el problema de la vivienda, de su población
en crecimiento, y desaparecen inexorablemente las huellas
de una época que los italianos han sepultado en un
marco de trabajo y de creación.
Pero
a todo esto: ¿cuál es el misterio de Roma que
sigue siendo siempre Roma? Porque al lado de este presente
y este futuro impetuosos, se alzan aquí, como hace
tres milenios, los serenos pinos del Lacio, la vegetación
de un verde intenso –el verde del otoño romano–
por entre la cual es dable ver pasearse lentamente a un monje,
como en réplica singular de un patricio del tiempo
de República. Basta entrar por cualquier vía
pequeña y angosta para sentir al instante la serenidad
de los siglos que sobre esta ciudad se deslizan. Al término
de la “Vía el Gianicolo”, desde lo alto
de la colina donde se halla el monumento a Garibaldi, se aprecia
casi toda la ciudad, y se adivina el deslizarse del Tíber
–sin prisa y sin pausa– oculto por la hilera de
árboles que indican su cauce. Detrás de este
balcón enrome, hay una pequeña campiña
cultivada y ornada de pinos. Para entrar en la iglesia de
Santa Inés, es necesario tomar por la Vía Nomentana,
ancha y arbolada, con un tránsito intenso a toda hora,
regulado con luces. Pero a cincuenta metros ya dentro del
templo, se alza el mausoleo de Santa Constancia la hija de
Constantino. A su lado, una amplísima paradera cultivada.
Una brisa suave mueve apenas la vegetación, que se
extiende hasta más allá de donde alcanza la
vista. Calma, reposo. La paz del mausoleo y de la iglesia
consagrada a la mártir cristiana llega hasta el alma
del observador y lleva a sus labios la pregunta: ¿cuál
es el misterio de Roma, que construye así su presente
sin destruir su pasado, que alza su porvenir y custodia su
entronque con el ayer? Unos pasos para retornar y se encuentra
la respuesta: en un minúsculo jardincito, sobre cuya
entrada se leen inscripciones que hablan de Augusto y de Nerón,
hay una fuente. Sobre ella, un hilillo de agua cae día
y noche. El rumor del líquido marcha al ritmo del tiempo.
¿Qué mano milagrosa ha graduado este chorrito
de agua de tal forma que su caída no sea ni más
ni menos apresurada que la necesaria para combinarse tan cabalmente
con todo lo que lo rodea? Ninguna mano milagrosa, sin duda:
algún romano ha abierto este grifo y ha dejado el paso
exacto al deslizarse del líquido. Oyendo su rumor,
se piensa entonces que en Roma el tiempo cae precisamente
como este hilillo de agua: ni más ni menos apresurado
que lo justo para que la ciudad labore su presente y guarde
su pasado. Así se comprende que supervivan estos rincones
y que a su lado se alcen los nuevos barrios opulentos de vida
y futuro.
Entretanto,
en la Basílica de San Juan de Letrán, el Papa
ha tomado hace muy poco posesión de su episcopado urbano.
En el interior de la iglesia resonaron por más de tres
horas los cantos y los rezos de la religión de Cristo,
que hace dos mil años eligió a Roma, por entonces
metrópoli del vasto imperio pagano y hoy cabeza de
la moderna República de Italia, como centro universal
de su apostolado. Cuando Juan XXIII se asomó al mediodía,
a la “Piazza” enorme, colmada de fieles e impartió
su apostólica bendición, tenía a sus
espaldas y a su izquierda la vieja ciudad poblada de recuerdos.
A su derecha –podía vérselo casi desde
el gran balcón– el pujante barrio de Cinecittá
y del “Quartiere del Quadraro”, donde los niños
romanos de esta generación comienzan a vivir sin conocer
la miseria y las penurias que dejó una guerra muy cercana.
El
tiempo, como el hilillo de agua, sigue cayendo, sin prisa
y sin pausa, sobre Roma. Es cierto: estamos en la Ciudad Eterna.
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Un
común ideal americano
Publicado
el 10 de agosto de 1958
Se ha dicho alguna vez que durante el siglo XIX América
realizó un arduo esfuerzo para adecuar su estructura
político-social al “tiempo histórico”
que Europa marcaba por entonces. El juicio es exacto, puesto
que la realidad histórica del viejo continente era
el resultado claro de varios siglos de lenta evolución
concretados en estructuras políticas, jurídicas,
económicas e intelectuales claramente definidas. Desde
los albores del siglo XVI –o desde el Renacimiento en
su conjunto si se quiere generalizar– Europa marchó
lenta pero inexorablemente hacia esas estructuras. La constitución
de las nacionalidades de manera terminante a mediados del
XIX marca el momento culminante del proceso. Estado Nacional,
Democracia Liberal, Capitalismo son desde ese entonces constantes
que no desaparecen y que hoy mantienen –bien que asoladas
por impetuosos vientos– su vigencia, al menos en las
formas exteriores de la organización del continente
que fue cuna de nuestra civilización.
América,
por obra de sus pensadores más altos y de sus hombres
mejor intencionados, se organizó –luego de sus
luchas por la independencia– de tal forma que las instituciones
europeas delinearon su armazón política. Pero
faltaban entre nosotros numerosas condiciones que sostuvieran
esa armazón. Sin embargo no hubo titubeos ni discrepancias
esenciales. A pesar de algunas diferencias de matices o enfoques,
al concluir el siglo América consiguió ponerse
en marcha –en la teoría al menos– dentro
del “tiempo histórico europeo”.
Esto
explica –junto con otros factores– uno de los
caracteres más nobles de los americanos de aquella
y de esta centuria: su intensa preocupación por la
educación. Cuando los mejores espíritus del
siglo XIX agitaban las banderas de la educación popular,
lo hacían porque comprendían que sus ideales
hallábanse aún distantes de la realidad social
de su contorno y porque confiaban en la obra de la escuela
para alzar a los hombres y las mujeres de las inmensas extensiones
y las pobres aldeas americanas hasta la medida de sus ambiciones
de soñadores empedernidos.
Algo
de todo esto perdura en estos tiempos. Por ello no debe extrañarnos
que una de las circunstancias en las que con más claridad
se advierte hoy la unidad del continente sea la común
preocupación por los problemas de la educación.
Y no es casual tampoco que dentro de ese plano el tema de
la educación rural tenga una vigencia permanente en
la totalidad de los países americanos.
El
tomo noveno de la revista “La Educación”
–que dirige Luis Reissig– consagrado el análisis
de esa cuestión en dieciséis naciones de América,
es prueba cabal de ello y mueve estas reflexiones que pretenden
ahondar hasta sus raíces la explicación de un
fenómeno que no se puede entender cabalmente si se
lo restringe a su aspecto pedagógico exclusivamente.
Los
volúmenes que hasta ahora lleva presentados esta meritoria
publicación son muestra de un afán americano
nacido en el siglo anterior que mantiene en el actual su prestigio
y su atracción. Es símbolo, además, de
una identidad de problemas de afanes de todo el continente,
y desde este punto de vista es que nos atrevemos a sostener
que “La Educación” ha sobrepasado las esperanzas
de quienes la concibieron, y más que dar cauce a las
inquietudes pedagógicas del continente ha llegado a
ser vehículo de su más clara expresión
de unidad espiritual.
Comentar
los artículos de este tomo, en la brevedad de unas
pocas líneas, resulta imposible. Señalar, tan
solo, el interés que sus páginas despiertan
en educadores, políticos o sociólogos, al presentar
el cuadro de las necesidades y las esperanzas de las masas
rurales de Bolivia, Brasil, Colombia, Panamá o Perú
–por no citar sino algunos casos– es deber de
estricta justicia. Adviértese aquí con precisión
que lo escolar no excede ni se incluye dentro de la problemática
social, sino que se confunde con ella misma. Más que
el valor individual de cada trabajo por separado, destácase
el significado del conjunto, en especial para quien sepa entresacar
de la frialdad de las cifras y los esquemas que en muchos
casos se presentan sus reales proyecciones humanas.
Si
América ha de continuar unida por siempre mediante
los lazos del espíritu, creemos que nada más
noble que desear que esos lazos se anuden por la vía
de los educadores que en todo el continente anhelan realizar
sus esperanzas en bien de la humanidad. En ese caso, la revista
“La Educación”, de la Unión Panamericana,
tendrá asegurado su lugar de mérito singular
en el conjunto de esfuerzos encaminados a tal fin.
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El
tema del amor en dos teatros romanos
Publicado
el 15 de diciembre de 1958
ROMA, 14. – Dos obras teatrales presentan
por estos días, en Roma, el tema del amor en su más
antigua estructura dramática: aquella que conduce,
finalmente, a la muerte del ser que no ha logrado verse correspondido
en sus sentimientos.
Esto
no puede resultarnos extraño en “Los caprichos
de Mariana”, escrita por Alfredo de Musset en 1833,
comedia que puede considerarse hoy como muestra acabada de
un estilo y de una época que produjo numerosas creaciones
en todos los campos de la literatura, referidas a la misma
situación. Asombra, en cambio, ver tomado el tema para
ser situado en el día de hoy, en nuestro presente inmediato,
y cuando sus protagonistas no son –como en la obra de
Musset– los aristocráticos personajes que pueden
destinar su tiempo entero a la melancolía y a la reflexión,
sino jóvenes que luchan por su pan cotidiano, se sumergen
en el mundo escéptico y un tanto trivial de la gran
ciudad y aspiran al triunfo como grandes estrellas del celuloide.
El autor de “D’amore si muore”, Giuseppe
Patroni Griffi, ha salido ya al encuentro de la sorpresa y
se ha adelantado a explicar: “Creo que el amor –ha
dicho– es el único sentimiento noble todavía
sentido alta y sinceramente en nuestra época. Sólo
el amor es capaz de acercar al pequeño individuo burgués
de nuestra sociedad a la vertiginosa altura del mito, la gloria
del sacrificio y de la muerte. Si hojeamos rápidamente
las noticias de policía de los últimos años,
reencontraremos, bajo nombres o sobrenombres a veces ridículos,
que suelen clasificar labores o posiciones sociales tristes
y carentes de grandeza, a Medea, Fedra, Clitemnestra, Edipo.
Son los únicos momentos en los que nuestra anónima
humanidad vuelve a hallarse en el Olimpo junto con la complicidad
de aquellos dioses maravillosos y pecadores”.
“D’amore
si muore” es la simple historia del joven soñador,
empeñado en trocar la realidad por la medida de sus
ideales, que se consume en el amor de una mujer excepcional
en belleza y en espíritu, pero entregada sin freno
a cualquier pasión que el destino le presente. Al lado
de Renato, que llora a cada instante y se encierra en el sopor
del sufrimiento, se halla Eddy, el amigo para el cual todo
esto es ridículo y sin sentido, y que juega con el
amor sin creer que nada en él pueda ser perdurable.
Renato morirá al fin, aunque no se suicidará,
sino que concluirá su existencia en el campo, adonde
ha ido para poder olvidar y donde ha hallado tan solo el olvido
total. Eddy será sorprendido por su amante con la noticia
de que será padre, y cuando todo su ser se conmueve
y se transforma, y ofrece casarse, se encuentra con que esta
vez quien decide jugar con el amor no será él.
Como
se recordará, Musset hace padecer a Cello por el imposible
amor de Marianna, y también pone a su lado al amigo
descreído y dondjuanesco. Ottavio, quien, encargado
de obtener para Cello el amor de Marianna, será seducido
por ésta, lo que provocará el suicidio del protagonista.
En
ambos casos, la pareja de amigos simboliza la dualidad de
sentimientos y de concepciones que acompaña a la palabra
amor desde hace siglos. En ambos casos, el tema de la muerte
está presente en el diálogo desde que se inicia
la primera escena, y en ambos casos es el hombre quien padece
mientras la mujer adopta ya el papel del desdén, ya
el de la verdadera seductora. “Los caprichos de Mariana”
está dicha en un italiano purísimo, y en sus
parlamentos la agudeza de la intención o la profundidad
de la frase corren parejas con la belleza del lenguaje, en
coincidencia con las cuidadas maneras de todos los personajes,
quienes, tal como corresponde a los grandes señores
que son, no usan jamás sino un medio tono para decir
sus emociones más hondas o para dirimir sus cuestiones
más enconadas. “D’amore si muore”,
en cambio, usa el lenguaje común que se puede escuchar
por las calles de Roma en sus ambientes populares, y los hombres
y mujeres de la escena se mueven, gritan, lloran y ríen
con la natural espontaneidad con que lo hacen tantos seres
humanos de todas partes del mundo, menos requeridos por el
formalismo de una educación tradicional.
El
público aplaude la obra de Patroni Griffi, que se representa
con singular éxito. ¿Es esto un índice
de que el intento del autor de restituir para el teatro de
hoy un tema eterno ha alcanzado éxito, o es, en cambio,
señal de que ha logrado superar la dificultad misma
de esa elección mediante un acabado dominio del arte
teatral, ayudado por la excelente interpretación del
conjunto dirigido por Giorgio di Lullo? La respuesta es difícil,
pero es probable que con esta obra se demuestre que el tema
del amor, en su problemática más simple, más
antigua y, si se quiere, más vulgar, perdura con realidad
constante en nuestra vida moderna y se sobrepone a todas las
instancias que el mundo contemporáneo, con sus conquistas
técnicas y sus angustias existenciales, pone por delante
al hombre como en un fallido intento de alejarlo de sus raíces
vitales más auténticas.
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“Puerto,
Industrias y honor”
Publicado
el 18 de enero de 1959
GENOVA, enero – La ancha y elegante
“Vía XX di Settembre” avanza desde la “piazza
de Ferraris” hasta las primeras colinas y montañas
que cercan la ciudad de Génova sobre el mar. Sobre
una de sus paredes, bajo una grande arcada, puede leerse una
inscripción que sintetiza los fundamentos por los cuales
se concedió al antiguo puerto de la Liguria la medalla
de oro al valor militar con motivo de la lucha librada por
la liberación de Italia entre 1943 y 1945. Se habla
en ella del ardor de sus habitantes por poner fin a su infortunio
y se cita la cifra de caídos y de deportados, cuyo
dolor y humillación –recuerda el texto–
aún sufren sus compatriotas. Y se recuerda finalmente
cómo se logró el triunfo final, añadiendo
en un paréntesis: “salvando cosí il porto,
le industrie e I’onore...”. Salvándose
así el puerto, las industrias y el honor. Difícilmente
podría hallarse nada que alcanzara a explicar mejor
la rara conjunción de virtudes de este pueblo de navegantes,
artesanos y comerciantes que desde fines de la Edad Media
ha ocupado un lugar de tanta importancia en la vida cultural
y económica de Europa y, por ende, del mundo entero.
Hoy, en el comienzo de un año que nace bajo el signo
de los difíciles problemas económicos, cuando
toda Europa se agita ante los complicados problemas del Mercado
Común y las convertibilidades monetarias, y cuando
nuestro país afronta –en singular coincidencia–
un momento singular de su desarrollo, el pensamiento del viajero
que recorre las calles –ya anchas y modernas, ya estrechísimas
y con recuerdos de siglos– de esta ciudad, comprende
bien cómo el espíritu genovés ha conciliado,
del Renacimiento a nuestros días, el afán propio
del quehacer creador de la industria y el comercio, con las
preocupaciones por la cultura y el cuidado de las prendas
más nobles del alma humana. Es poco probable que algún
otro pueblo hubiera unido, en una inscripción de tono
heroico como la citada, las palabras “industria”
y “honor”. A pesar de la mucha tinta que se ha
derramado sobre las prensas desde hace unos cuantos cientos
de años, perdura aún la idea de que tales conceptos
son, no diremos antinómicos ni incompatibles, pero
al menos “lejanos” el uno del otro. Sobrevive
todavía un concepto medieval según el cual el
“hombre de honor” absolutamente puro debe semejarse
un tanto al antiguo caballero o hidalgo que se distingue de
aquellos que “viven de sus manos”, según
la definición de Manrique en sus famosas coplas. Los
genoveses, probablemente sin detenerse a pensarlo, no se han
preocupado nunca de tales sutilezas y distinciones, y han
hecho de su ciudad y de su historia un maravilloso recinto
de caracteres propios, en el cual el trabajo y el honor marchan
inseparablemente unidos.
En
las más angostas callejas de Génova pueden verse
hoy joyas de gusto exquisito y refinado, que hablan de la
tradición secular de un artesano que nació como
cuerpo social para defender, conjuntamente, su derecho a las
posibilidades económicas y su dignidad como hombres.
En sus teatros y en sus salas de conciertos se aprecian bellísimas
manifestaciones de arte; en sus bancos y en sus empresas navieras
se respira el aire sagaz y valiente que empujó a las
naves genovesas del Renacimiento a adentrarse hasta los puertos
más lejanos del Oriente. Y en sus astilleros, ya con
la vista sobre el bello mar de Liguria, conclúyese
de comprender el profundo sentido de la frase grabada sobre
el mármol en la calle XX de Septiembre. De estos astilleros
han partido grandes naves que desde hace siglos recorren todos
los océanos, ya con la bandera de la antigua ciudad,
ya con el emblema de Italia, ya con las insignias de las muchas
naciones que acuden a ellos para equipar sus propias flotas.
Actualmente,
en Sestri, en los “cantieri Ansaldo”, flota el
inmenso casco del “Leonardo da Vinci”, que, una
vez terminado, será la nave almirante de la flota italiana.
El 7 de diciembre último, ante una gran multitud, la
esposa del presidente de Italia presidió la simbólica
ceremonia durante la cual la mole de hierro tomó contacto
por vez primera con el mar. Recorrer sus 232 metros de largo,
en medio de la construcción medio concluida, donde
tantísimos operarios realizan las múltiples
tareas que demanda la complejidad de estos modernos transatlánticos,
produce una emoción que no es fácil explicar.
Se piensa que muy pronto –se prevé su entrada
en servicio para los primeros meses de 1960– estas 32.000
toneladas se desplazarán de un continente a otro, levando
en su interior hasta 1300 pasajeros, además de los
600 hombres de su tripulación, con instalaciones de
las cuales basta citar, a modo de ejemplo, sus cuatro centrales
eléctricas, que, en conjunto, podrán producir
energía suficiente para iluminar una ciudad de 150.000
habitantes y meditarse que esta acción creadora de
la vieja “ciudad marinera” se sucede sin solución
de continuidad desde un pasado ya muy lejano y se proyecta
hacia un futuro que no admite decaimientos. De pie sobre el
“Leonardo Da Vinci” –cuyo nombre basta para
poblar la mente de recuerdos y de emociones– en este
mes de enero de 1959, con la vista que se dilata por obra
de la imaginación sobre las aguas del Mediterráneo
y alcanza las rutas inmemoriales de los grandes navegantes,
se entiende claramente por qué los genoveses han escrito
en su principal avenida, al recordar a todos los que visiten
su ciudad la gesta heroica de hace pocos años, que
con ella salvaron “il porto, le industrie e l’onore”.
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Italia
intenta conocer mejor a los países de la América Latina
Publicado
el 26 de enero de 1959
MILAN, enero – Es ya un lugar común
el viejo lamento de los sudamericanos sobre el desconocimiento
que en otros lugares de la tierra suele existir acerca de
nuestros países. Son, por cierto, innumerables las
anécdotas que señalan esta circunstancia, y
como en todo anecdotario hay en este mucho de exageración,
pero no poco –desdichadamente– de exactitud. Añadir
ahora unas cuantas anécdotas más –que
si Buenos Aires es o no un puerto, que si nuestro idioma es
el mismo de los otros países latinoamericanos, y todo
esto en el seno de familias de discreto nivel cultural–
no tendría mayor objeto, salvo reforzar una verdad
que nos interesa tener presenta. También sería
posible añadir algunas reflexiones sobre la raíz
de este fenómeno, que comienza a aclararse mucho y
a cambiar de perspectiva cuando se advierte, entre otras cosas,
que los pueblos de Europa viven sobremanera encerrados no
ya en los límites de sus fronteras nacionales sino
dentro de sus estructuras regionales. Basta señalar
a modo de ejemplo que los diarios de cada ciudad de Italia
apenas si se ocupan de los sucesos del resto del país,
excepción hecha de los acontecimientos más importantes
o de los grandes hechos policiales. Y como circunstancia curiosa,
que ciertos platos o vinos típicos de alguna región
italiana –conocidos en todas las mesas argentinas–
resultan extraños en la mayoría de las restantes
regiones.
Resulta
grato, en cambio, hablar de una entidad europea –el
Instituto per gli Studi di Politica Internazionale–
donde nuestra América y nuestro país merecen
la misma excelente atención que las demás regiones
del globo. Este instituto, cuya sede se halla en Milán,
constituye un ente privado sostenido por el aporte de sus
asociados y de numerosas empresas de la banca, de la industria
o del comercio. Posee un formidable y bien organizado archivo,
formado sobre la base de los principales diarios y revistas
del mundo entero. Las noticias y comentarios referentes a
cada país son señalados por un cuerpo de expertos
y luego el personal del archivo hace la correspondiente ficha,
de tal manera que su posterior ubicación en la colección
del periódico o la revista sea rápida y sencilla.
Las naciones principales –confesemos esta vez con un
poco de ingenuo orgullo que la Argentina se cuenta entre ellas–
disponen de una subdivisión especial por asuntos: educación,
política interna, política exterior, comercio
exterior, personalidades, etc. El instituto cuenta además
con una biblioteca de aproximadamente treinta mil volúmenes,
entre italianos y extranjeros, especializados en política
internacional, y publica una revista semanal, en cuya redacción
toman parte cerca de veinticinco personas. Gracias a la gentileza
del redactor-jefe de la sección de América Latina
hemos podido observar, además de todo lo ya descripto,
el número especial dedicado a nuestro continente que
acaba de publicarse. Resulta gratísimo recorrer sus
páginas y encontrar en ellas, en primer término,
una reseña completísima de la evolución
histórica –política y económica–
de las veinte repúblicas que se extienden al sur del
Río Grande, y luego síntesis excelentes sobre
la actual situación de cada una de ellas, aún
cuando, como es natural suponer, sobre tal o cual apreciación
cabe disentir o hallarlas no del todo exactas.
En
el mismo sentido de lo expuesto resulta interesante anotar
las conclusiones de un congreso que se realizó recientemente
en Génova, organizado por el “Columbianum”,
asociación privada para el desarrollo de las relaciones
culturales entre los países del mundo, y que como primera
manifestación de sus actividades organizó esta
asamblea sobre el tema “América latina y las
responsabilidades de la cultura europea”. Estuvieron
presentes en ella americanistas distinguidos de varias naciones
de Europa, nuestro conocido Víctor Raúl Haya
de la Torre, miembros del mencionado Instituto de Milán
y varios representantes diplomáticos de países
sudamericanos. Túvose sumo interés en discutir
qué es lo que perdura, en sustancia, de la cultura
europea en América latina y cómo se ha desarrollado
esa cultura en el continente colombino y, como conclusiones
–que fueron entregadas a los embajadores americanos
y a la Fundación Europea de la Cultura– admitiose
la necesidad de poner un gran empeño por mejorar el
conocimiento recíproco de ambos continentes, “en
especial, de Europa hacia América”. Entre las
recomendaciones concretas que se formularon con vistas a tal
fin figuraron como las principales el incremento del intercambio
de personalidades, de periodistas, de escritores y de artistas
entre Europa y América; el aumento de las cátedras
de enseñanza del portugués y del español
en Europa; la publicación en Génova de una revista
bilingüe con la colaboración de escritores latinoamericanos,
y la formación de un consorcio europeo latinoamericano
para divulgar en forma recíproca el pensamiento de
ambos continentes.
Los
americanos, y en modo particular los argentinos, hemos tenido
siempre, por razones obvias, nuestra mirada puesta en Europa,
y nuestro orgullo se ha resentido en más de una ocasión
por la falta de reciprocidad al respecto. Es natural que comprendamos
las múltiples razones que determinan y hasta justifican,
en cierta medida, este fenómeno, pero sin desconocer
esas razones y sin caer en excesos carentes de sentido, es
oportuno decir que el momento de cambiar de a poco tal circunstancia
va llegando ya, y encuentros como el anotado en Milán
o reuniones como la de Génova no pueden sino reconfortar
el ánimo de quienes custodiamos celosamente nuestra
tradición europea a la par que soñamos en la
gran realización cultural de América.
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Los
milagros de la vieja Roma
Publicado
el 18 de febrero de 1959
ROMA – Un vespertino de Roma acaba
de publicar las declaraciones formuladas recientemente –en
respuesta a una encuesta organizada por el periódico–
por un ciudadano de los Estados Unidos que reside en la capital
de Italia desde hace tres años. La encuesta tiene por
tema la opinión que merece a los extranjeros el tránsito
de las calles romanas, y en este caso el interrogado ha resumido
así sus impresiones: “Soy anglosajón y
conservador. En América he oído hablar mucho
de los milagros de Roma. En verdad, yo era escéptico,
pero he dejado de serlo. Aún más: me ocuparé
de que mis connacionales devengan también creyentes.
A quien no crea en los milagros le diré: venid a Roma,
observad un poco el tránsito que se desenvuelve ante
vuestros ojos, y después decidme si no creéis
en los milagros. Si no existiera la Divina Providencia, ningún
romano podría, sobrevivir, aunque realmente, estos
milagros no debieran asombrarnos: ¿o no es sabido que
Roma es una ciudad santa?”.
Claro
está que a un habitante de Buenos Aires semejante impresión
le parecerá un tanto exagerada. Pero no olvidemos que
el declarante se ha apresurado a decirnos su origen: “Soy
anglosajón y conservador”, es decir que proviene
de un país de esos que tienen la peregrina idea de
ordenar su tránsito urbano de manera racional. Los
porteños, sin duda, podemos vanagloriarnos de algo:
como dificultades de tránsito o de transporte, es muy
difícil que ciudad alguna del mundo nos pueda ganar.
Ni Roma, a pesar de la opinión del ciudadano de los
Estados Unidos. Es forzoso reconocer sin embargo –hay
que saber perder, aunque sea en parte– que las “máquinas”,
como se llaman aquí a los automóviles, desarrollan
en las calzadas más céntricas altísimas
velocidades, y que ayudadas por su diminuto tamaño
realizan toda clase de zig-zags verdaderamente espeluznantes.
Orientarse
en medio de este endiablado ir y venir de vehículos
y circular sin graves y constantes peligros, no es sin embargo,
el único milagro del que es posible admirarse en Roma.
Existe otro deporte igualmente peligroso, aunque tentador,
especialmente para un periodista, y más aún
si el periodista es extranjero. Se trata de orientarse en
medio de la sutil habilidad de la política exterior
italiana y circular entre ella un poquito al menos, sin correr
el gravísimo riesgo de errar totalmente el rumbo y
concluir diciendo los mayores desatinos.
Según
parece, algo así es lo que acaba de ocurrirle al corresponsal
de una importante publicación extranjera, cuyas declaraciones
movilizaron la pluma de sus colegas italianos con indignación
durante unas cuantas semanas. En resumen, se acusaba al gobierno
italiano de estar realizando una silenciosa acción
–cuyos primeros pasos habrían sido la separación
de funcionarios claves del servicio exterior– con el
fin ulterior de cortar los fuertes lazos que anudan a Italia
con el Pacto de la NATO. Se afirmó que Italia evolucionaría
hacia una actitud de neutralismo en el campo de la “guerra
fría” y se lanzó una poco grata acusación:
se habló de los “mau-mau” de la política
exterior italiana.
La
reacción de la prensa ha sido fuerte y en general de
ton similar, condenando estas falsas presunciones. “Il
Popolo”, diario de la Democracia Cristiana, publicó
una breve nota, en la que condenaba severamente las inexactitudes
en que se había incurrido y “la pretensión
de erigirse en juez y censor de la orientación de nuestra
política exterior”.
Entretanto,
cuando ya Fanfani se tambaleaba, el Cha del Irán llegó
a Roma en visita oficial y recorrió, en forma privada,
las más importantes ciudades industriales del norte
de la República. Al término de las reuniones
celebradas por el monarca del país, tan célebre
por su riqueza petrolífera con el presidente y el primer
ministro de Italia, se dio a conocer un documento en el cual
ambos gobiernos declaran “haber procedido a un largo
intercambio de ideas sobre la situación internacional
y haber coincidido en una plena identidad de miras que derivan
de la profunda y estrecha amistad que une a los pueblos de
Irán y de Italia y a sus gobernantes. En particular
–continuaba el comunicado– han sido examinados
los problemas que tocan específicamente al Cercano
y al Medio Oriente y al Mediterráneo”. Más
adelante se determina la voluntad de ambos países de
“continuar en estrecho contacto y proseguir consultándose
sobre las cuestiones más importantes”. Los restantes
países europeos no han abierto hasta ahora juicio oficial
sobre esta importante iniciativa italiana de estrechar sus
vínculos con los países árabes, y la
prensa continental no ha comentado –al menos con amplitud–
esta novedad. Tan sólo la diplomacia norteamericana
ha dicho, por boca de su más alto representante, que
nada se puede oponer a esta acción soberana del gobierno
de Roma.
Es
que, indudablemente, los hilos de la diplomacia italiana son
delgados y tejen sutilmente. La alta escuela de las repúblicas
o de los principados italianos, que, desde el Renacimiento
en adelante hallaron su mayor fuerza en la habilidad para
tratar con todas las grandes potencias, más bien que
en el número de sus soldados, no ha pasado en vano.
La
tentación es grande, y el periodista se siente deseoso
de arriesgar interpretaciones, presumir intenciones, formular
hipótesis. Pero la prudencia enseña, y ha de
limitarse a señalar a la atención del lector
este movimiento iniciado por la política exterior italiana
como uno de los fenómenos más interesantes y
dignos de señalarse en nuestros días. Pues no
todo es lucha por conquistar la supremacía del espacio.
También cuenta, aún, los vericuetos de la diplomacia
a la antigua usansa, por los cuales, empero, no es fácil
internarse, ya que en ellos acechan al curioso peligros a
veces mayores que los que las calles de Roma han ofrecido
al buen ciudadano de los Estados Unidos, anglosajón
y conservador.
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El
“Acquedotto Felice”
Publicado
el 22 de marzo de 1959
ROMA, marzo. – Marcos Vipsanio Agrippa
fue un romano ejemplar. Fidelísimo al emperador Augusto,
guerrero de probado valor y gobernante intachable, había
asumido ya los más altos puestos políticos del
Imperio cuando aceptó el cargo de edil, modesto en
comparación con su jerarquía y sus honores.
Pero Agrippa tenía el austero sentido de los ciudadanos
de la República que anteponían a su orgullo
el interés de la patria y su labor fue tal que hoy
su nombre figura en la historia, antes que nada, como uno
de los grandes renovadores de la edilicia de la antigua Roma.
Entre sus obras principales figura el acueducto que desde
el lugar llamado Squarciarello, junto a Grottaferrata, llevaba
el agua “lulia” hasta la ciudad. La monumental
obra, del tipo denominado a “tre specchi”, es
decir, que en sus tramos finales conducía tres aguas
distintas en compartimientos separados, es uno de los testimonios
aún en pie de este tipo de gigantescas labores que
los romanos desparramaron por el mundo y que la historia recoge
como una de sus creaciones más originales. Más
de 700 millones de litros de agua recibía Roma diariamente
en el primer siglo de nuestra era por medio de sus nueve acueductos
principales, que más tarde acrecieron su número
hasta cerca de veinte.
Este
no tuvo mejor suerte que otros y la decadencia del imperio
más grande de la antigüedad señaló
también su inutilización. La firme estructura,
sin embargo, continuó en pie por dieciséis siglos.
El 24 de abril de 1585 el cardenal Felice Peretti, nacido
en Grottammare, sesenta y cinco años antes, fue elegido
Papa, y comenzó su dominio espiritual sobre los católicos
del orbe y temporal sobre los ciudadanos y la tierra de Roma,
con el nombre de Sixto V. Enérgico y emprendedor, además
de hombre de su época, la religión le debe importantes
iniciativas, y Roma, aparte de una severa campaña moralizadora,
una preocupación constante por su belleza.
El
viejo acueducto vio renovadas sus horas de gloria. Sixto V
lo reparó íntegramente, de tal forma que una
vez más el agua comenzó a correr por su declive,
como lo había hecho hacía mil seiscientos años.
Sólo que ahora el pueblo romano lo bautizó con
el nombre de este papa, y se lo conoce desde entonces como
“acqua Felice”.
Han
pasado casi cuatrocientos años y las modernas cañerías
de aguas corrientes reemplazan los servicios de los milenarios
acueductos. Pero el “acquedotto Felice” está
aún erguido y sus derruidos muros conservan la altivez
que el genio constructor de Marco Vipsanio Agrippa dio a sus
arcadas. El tiempo carcome su solidez, con todo, y por estos
días, los herederos de aquel edil, los funcionarios
comunales de Roma, han descubierto que estos ladrillos corren
peligro de desmoronarse y que una lluvia copiosa puede ablandar
en cualquier punto sus cimientos, provocando imprevisibles
caídas.
Y
he aquí que ante la noticia no se han conmovido ni
los eruditos investigadores de la historia, ni los amantes
de la presencia evocadora de estas ruinas, ni los artistas
plásticos que pueden hallar en ellas renovados temas,
ni aún los cotidianos turistas, inflexibles devoradores
de testimonios del ayer. No: se han conmovido, en cambio,
unos cuantos cientos de humildes familias que sobre estos
muros levantados por Agrippa en el siglo I han recostado hoy
sus pobres viviendas y se han reparado allí de la pobreza
o de la miseria. Porque Roma conoce también esta tragedia
de las grandes urbes modernas que son los “sin techo”,
y al lado de sus miles de casas vacías que no hallan
inquilinos, ve asimismo las legiones de seres que no encuentran
lo suficiente para un albergue mínimo. Muchos de estos
hombres y mujeres han alzado sus casuchas aprovechando los
rincones de la milenaria construcción, y miran hoy
con ojos de asombro las paredes que amenazan caer. Pero no
quieren –o no pueden– irse. “Un giorno o
I’altro ci ammazzerá. Ma intanto stiamo al coperto”.
Tal la reflexión que ha hecho un ocasional ocupante
de una de las más míseras barracas, y tal el
ánimo de la mayoría de ellos.
A
veinte siglos de distancia, la vida o la muerte de un millar
de hombres y mujeres depende así de la solidez de los
muros plantados por el fornido guerrero, por el bravo colaborador
de Augusto, por el edil renovador Marco Vipsanio Agrippa.
El acueducto Felice, que recuerda con su nombre al Papa del
“cinquecento”, nos habla hoy de la simultaneidad
de la historia con la vida nuestra de cada día. Este
millar de hombres que espera resignadamente su suerte, marca
la unión entre dos mundos, entre dos tiempos, sellada
por la permanencia todavía no vencida de la necesidad
y el dolor sobre la tierra.
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Un
mercado, símbolo y realidad de la Roma actual
Publicado
el 20 de abril de 1959
ROMA – Los periodistas también
comen. Nada tiene de extraño, pues, que superando los
problemas políticos que se plantean a Italia y a pesar
de las múltiples catacumbas que aún nos quedan
por visitar y los muchos museos que aún desconocemos,
esta mañana nos sorprenda deambulando por el mercado
“al aperto”, vale decir, en medio de una de nuestras
conocidas “ferias”, instalada diariamente en una
de las tantas calles del barrio que habitamos, de características
populares aunque no del todo humilde.
Henos,
pues, aquí en el centro vital de toda la gran ciudad:
su mercado. En medio de las complicaciones tecnológicas
de la vida moderna y de sus frondosos aparatos político-burocráticos,
solemos olvidar a menudo que la vida tiene siempre sus exigencias
primarias, ineludibles, y que en torno de ellas gira buena
parte de la existencia colectiva. ¿Qué comen
los pueblos? La pregunta ha dejado de ser simple curiosidad
de refinados “gourmets” para convertirse hoy en
intrincado tema de estudios sociológicos.
Aquí
en Roma el mercado no es silencioso. Estos “puesteros”
parecen no resignarse fatalísticamente a esperar que
el destino lleve los clientes hasta su tienda, y marchan al
encuentro del comprador. Mejor dicho: “envían”
sus voces fuertes y sonoras para que salgan al cruce del cliente
y lo tienten, lo acucien, lo exciten. Es deporte peligroso
pasearse en exclusivo tren de contemplación, pues la
menor mirada sobre cualquiera de los productos expuestos desata
la buena voluntad y el afán vendedor de aquellos: “¿Desidera?
¿Che voleva?” Y sigue luego el cálido
enunciado de las virtudes de la mercancía, que obliga
a una rápida retirada para evitar posibles compromisos
difíciles de deshacer. Además, mientras no se
vende, amén de arreglar, distribuir, limpiar y colocar
armoniosamente los productos, se vocea y se proclama su calidad
y su precio. “Calzini a pochi soldi...”, grita
en el primer puesto un joven que ha instalado una mercería
ambulante. Siguen los estantes donde se vende pescado y “frutos”
de mar: mejillones, langostinos, pulpo. Aquí, la cliente
debe ceder su resistencia ante el argumento universal en estos
casos: “Lo mangio io signora...” Entretanto, en
el puesto vecino, mientras uno de los carniceros despacha,
el otro entretiene su ocio con un fuerte entrechocar de cuchillos
que reclama la atención de los viandantes, reforzado
con estentóreos: “Sono qui...!”, emitidos
a intervalos regulares para destacar su presencia y evitar
que se olviden de comprarle a “él”. Enfrente,
la vendedora de naranjas –ha cortado por la mitad varias
y las expone para que se note su coloración rojiza:
son verdaderamente sicilianas– usa la expresión
habitual con que nos hacen correr un pasito adelante en ómnibus
y tranvías: “¡Forza, coraggio!...”
Finalmente, quedan los que prefieren la publicidad más
completa, y ofrecen sus anuncios en largos períodos:
“Guardate il fegato quanto é bello: cento lire”,
o si no: “A cento lire, quanto é fresco, signora,
venga”.
Pero
veamos un poco qué es o que se nos ofrece por aquí
para servir nuestra mesa cotidiana. Los puestos de carne son
varios y están magníficamente provistos. Es
posible ver toda clase de “cortes”. Desde nuestra
conocida “falda” o “carnaza” que se
suele ofrecer a 80 ó 90 liras el “etto”
(pues los cien gramos son casi siempre la unidad de medida
para las ventas, excepción hecha de las pastas o del
arroz) hasta la mejor “polpa de vitello”, es decir,
un exquisito lomo de ternera (de ternera de verdad) que se
vende desde 150 hasta 180 liras el “etto”, lo
que da unas 1500 a 1800 liras el kilogramo. En este punto
convendría recordar que 40.000 liras suele ser el sueldo
inicial de un empleado (por ejemplo, de un maestro) y que
80.000 liras mensuales es ya un buen sueldo. Es fácil
entender ahora que los estantes de carne rebosen de mercadería
y que los carniceros se inclinen con verdadero afán
saludando al presunto comprador, e insistan sobre la bondad
de lo que venden y la excelencia de sus precios.
Y
ahora nos acercamos a los rincones donde se vende todo aquello
que la tradición presupone infaltable en Italia: los
quesos, las aceitunas, los aceites, los vinos. Por aquí
tenemos una verdadera fiesta para devoradores de “formaggio”:
“grana”, “pecorino”, “delpaese”,
“stravecchio”, “provolone dolce e picante”
“gorgonzola”, “da tavola”. Podemos
elegir: desde 60 hasta 120 liras el “etto”. Luego
nos exhiben toda clase de “olive”: siciliana,
de Grecia, “baresana”, “puglesina”
o “schiacciatella”. Pero en este instante es ineludible
apuntar una nostalgia: ninguna de ellas nos consigue hacer
olvidar nuestras deliciosas aceitunas riojanas, que sin duda
son incomparablemente mejores. En fin, nos consuela que los
precios no son malos: hemos visto un cartel de 30 liras el
“etto”, aunque las de Grecia o las sicilianas
suben a 60 ó 70 liras. Naturalmente, llegamos a los
puestos donde se ofrece la gran variedad del plato cotidiano
e infaltable de la mesa popular italiana: la “pasta
asciuta”. Aquí el precio es 160 liras la pasta
común, pudiéndose llegar a poco más en
las especiales.
Los
huevos se venden por unidad: de 25 a 40 liras cada uno. La
margarina –a 60 liras el “etto”– suele
reemplazar a la manteca, de 300 liras el “etto”.
Faltan
todavía los innumerables puestos de verduras, hortalizas
y frutas. Hay lechugas enruladísimas a 150 liras el
kilogramo y otras a “cento”; papas a 50 liras
el kilogramo. Lamentablemente no se vende en esta época
ni batata ni zapallo, lo cual, por otra parte, no es grave
problema, pues los italianos no han adoptado de los españoles
el riquísimo “puchero”. Los amantes de
la verdura hallarán, sin embargo, repollos de diversos
tipos, coliflores “finochio”, apio, berros, cebollas
grandes y pequeñísimas, alcauciles, y otras
variedades cultivadas en los alrededores de la gran ciudad
y ofrecidas generalmente a bajo precio: 40, 60, 80 ó
100 liras el kilogramo. Manzanas las hay desde 50 liras el
kilogramo (las más pequeñitas) hasta las deliciosas
de 150 liras, y precios similares tienen las mandarinas, las
naranjas, las peras. Artículo de lujo resultan, en
cambio, las bananas, que se importan del norte de Africa:
450 liras el kilogramo. En esta feria popular, finalmente,
puede comprarse también vino, que habitualmente se
vende en almacenes o negocios especiales de “vino e
olio”, a 160 ó 150 liras el litro de “vino
da pasto”, que es nuestro “vino común de
mesa”. Aquí hay ofertas especiales, como la de
un humilde cartel que se advierte dibujado por la mano de
un sencillo trabajador, en el cual se ofrece “Vino de
Cenzano-delle propie vigne-bianco: 240 litro vuoto a rendere”.
Se vende en “fiaschi” de “due litri circa”
como los habituales botellones del “Chianti”,
y se debe devolver el envase, el “vuoto”. Más
allá, se alzan sencillas mercerías o basares,
y es posible comprar cortes de género, zapatillas,
botas de goma, hasta juguetes.
El
pueblo, entretanto, ha concluido otro día de sus compras
indispensables y en todas las casas de Roma los fuegos transforman
la obra de la Naturaleza para dar a unos y otros la ración
de cada jornada. Mi cronista que marcha, por su parte, a cumplir
el mismo ritual, piensa entonces que no ha de ser del todo
malo o inoportuno hablar de estas prosas cotidianas, que no
son, al fin y al cabo, sino uno de los grandes temas del nuestro
y de todos los tiempos.
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Los
rostros de Italia
Publicado
el 20 de abril de 1959
ROMA – De Florencia a Amendolara hay
un buen trecho. Florencia está encalvada en medio de
la Toscana, detenida en la época de los Médicis
y engrandecida de una vez para siempre por el arte del Renacimiento.
Amendolara, desde lo alto de una cima en la cual se apretujan
inverosímilmente unos centenares de casas construidas
hace dos o tres siglos, se asoma al Mar Jónico, en
Calabria, no lejos de las que fueron ciudades y puestos de
la Magna Grecia y a un paso de la esplendente Sibaris del
Medioevo, hoy pequeñísimo pueblito.
Desde
el “Plazzale Michelangelo” de Florencia, una copia
perfecta del David mira hacia el Arno, y desparrama la idea
de eternidad de su figura sobre el Campanile del Giotto y
el “Palazzo Vecchio” de la “Piazza della
Signoria”, en la cual nobles y artistas, clérigos
y guerreros dirimieron sus cuestiones a medida que creaban
una ciudad maravillosa. En Amendolara es posible divisar las
aguas del golfo de Taranto y las colinas ininterrumpidamente
plenas de olivos, vides o pinos.
Fuertes
y aspiradas erres nos avisan en Florencia que estamos en la
patria de la lengua italiana, y vocablos cortados de improviso
junto con abundantes palabras de sabor español recuerdan
en Amendolara, puestas en boca de hombres y mujeres rubios
y de ojos claros que impera por esos lugares un dialecto de
sabor propio acompañado de las influencias hispanas
de todo el Mediodía de Italia.
Desde
Florencia a Amendolara hay un buen trecho: el tren lleva hasta
Roma, prosigue por la costa hasta sobrepasar Nápoles,
Pompeya, Paestum con sus antiguos templos, Salerno y Paola.
Desde allí sigue el rápido veloz rumbo a Réggio
Calabria y Messina, y una línea mucho más modesta
emplea una hora y media en hacer los treinta y seis kilómetros
que restan hasta Cosenza. Desde esta bella ciudad, enclavada
en medio de un valle de los escarpados Apeninos Calabreses,
un tren local llega hasta Sibari, y desde aquí otro
–que concluye su línea en Tarento– se detiene
en la estación de Amendolara, a cincuenta metros del
mar. Allí espera una “corriera” que hace
los cuatro kilómetros que llevan al pueblo. En el pueblo
las casas, no suelen conocer el agua corriente, aunque sí
la luz eléctrica y en algunos casos el gas envasado.
Es habitual, sin embargo, cocinar en el antiguo hogar de la
habitación central, acarreando el agua en grandes vasijas
de formas clásicas. La campaña provee a la mayoría
de sus habitantes –al menos a los pequeños propietarios
de alguna tierra– el olivo, la uva o el ganado menor
suficiente para que cada uno haga en su propia casa el vino,
el aceite, el pan, aún el queso. De estas regiones
han emigrado millares y millares de personas a la Argentina,
y a cada paso se encuentra alguien que ha estado y ha vuelto,
que tiene allá un pariente cercano o lejano, que ha
pensado alguna vez irse, o que está por partir en estos
días. La Argentina es siempre la tierra de la esperanza
para estos hombres y no quieren creer sus dificultades, sus
angustias, sus problemas económicos. Amendolara, en
Calabria, es un trozo de vida campesina enclavado en un hoy
que lo roza minuto a minuto, pero que no ha conseguido todavía
transformarlo en presente. Allá, más arriba
de Roma, en la Galería de la Academia florentina, el
original del David de Miguel Angel sigue inundando de belleza
la tierra entera de Italia. En la Galería “degli
Ufficci” las obras de Leonardo marcan la culminación
de una emoción estética que comienza con el
“trecento” toscano, se engrandece sala a sala
con todo el Renacimiento, se agiganta con los tapices y los
cielos rasos y concluye con las magníficas telas de
Rubens o del Tiziano. Las callejuelas minúsculas, con
puertecillas por donde apenas cabe un hombre, al lado de la
monumental Capilla de los Príncipes de la “Cappella
Medicca” recuerdan entretanto que la ciudad es el símbolo
de la época de contrastes entre grandezas sin par y
miserias y dolores de leyenda, entre artes sublimes y corrupciones
tremendas.
De
Florencia a Amendolara hay, en verdad, un buen trecho. Pero
Toscana y Calabria son parte de Italia. Príncipes y
campesinos han forjado ambas tierras, artistas y señores
las honraron. A las costas del Jónico llegaron hace
milenios griegos y fenicios y desembarcaron junto con sus
mercancías un alfabeto y una filosofía que,
transformados luego en inmortal cultura, llevaron los toscanos
desde Florencia hasta el Oriente y el Occidente.
Así,
por el mar adelante o la montaña arriba, se nos brindan
poco a poco los mil rostros de Italia. Otros nos esperan,
pues.
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Apasiona
a Italia una polémica idiomática
Publicado
el 19 de mayo de 1959
ROMA, mayo – Se ha dicho que no existe
“el” latín, sino “los” latines,
con alusión a las sucesivas transformaciones que este
idioma sufrió desde sus orígenes hasta producir
las lenguas romances que, a su vez, han evolucionado sin cesar
hasta el día de hoy. La expresión, sin embargo,
ha tomado otros senderos en el decir popular y a menudo adquiere
un irónico sentido con respecto a complicaciones o
dificultades que se añaden sin necesidad a determinado
asunto. La tradición escolar europea halla justamente
en el estudio del latín uno de sus pilares esenciales,
y aquí, en este continente, la polémica sobre
su real utilidad se mantiene viva desde hace muchos decenios.
Pocos temas han apasionado como este, en los últimos
meses, a la opinión pública de Italia. Un simple
procedimiento del ministro de Instrucción Pública,
según el cual quedó abolida la prueba de traducción
del italiano al latín en el examen final de la escuela
media, desató una polémica vibrante, cuyo eco
en profesores, alumnos y padres aún o se ha apagado.
Se ha visto en la disposición ministerial el primer
paso de una campaña destinada a reducir la jerarquía
del estudio del latín, y la vieja discusión
entre la preeminencia que se deba dar a los estudios clásicos
o modernos se ha reabierto con vigor extraordinario.
Pero
en el debate se mezclan ahora temas y argumentos que jamás
se hubiera creído ver aparecer en tales cuestiones.
Pues ocurre que los pedagogos más avanzados y más
preparados enarbolan entre su bagaje de razones algunas aparentemente
tal alejadas de la pedagogía como el Mercado Común
Europeo, la desocupación, el automatismo y la batalla
por la supremacía del espacio entablada entre los científicos
de la U.R.S.S. y de los Estados Unidos.
Unos
pocos datos concretos muestran con facilidad cómo estos
problemas se hallan, en verdad, indisolublemente ligados a
todas las cuestiones de política educativa de nuestro
tiempo. El 1º de enero de este año han entrado
progresivamente en vigor las cláusulas del tratado
conocido con el nombre de Mercado Común Europeo, lo
cual presenta a Italia arduos problemas en el campo industrial
y laboral, ya que las grandes empresas deben adecuar sus sistemas
de producción a las más modernas técnicas
con el fin de poder competir en el nuevo campo abierto a sus
posibilidades. Esto lleva directamente a enfrentar el tema
que se suele denominar “la tercera revolución
industrial”, con relación a las consecuencias
que aparejan las formas de producción ligadas al automatismo.
Y desemboca inmediatamente en un aspecto humano: la capacidad
de los empleados y obreros. Ello es así porque a medida
que avanza el tiempo, la capacitación técnica
es cada vez más un requisito esencial para el individuo
de la vida moderna.
El
esfuerzo del músculo es día a día menos
necesario y se reemplaza por la capacidad intelectual de los
operarios. En Italia las estadísticas muestran que
junto a una masa aún importante de desocupados, existe
una fuerte demanda de trabajadores calificados, y la industria
de este país tiene a veces dificultades para proveerse
de todos los técnicos y especialistas que necesita.
Una publicación reciente aclara que “el millón
y medio de desocupados que actualmente pesa sobre la economía
italiana está compuesto en su casi totalidad por no
calificados: hombres voluntariosos y sanos, pero que no tienen
el mínimo de preparación profesional y de nociones
técnicas y culturales que se necesitan hoy para el
trabajo”.
Es
que, en efecto, en nuestros tiempos el hombre apto para “cualquier
trabajo” es cada día más sinónimo
de apto para “ningún trabajo”.
Agreguemos
que precisamente el año 1958 y el actual son los que
presencian una batalla enconada entre las dos mayores potencias
del siglo por el dominio del espacio, y que esa batalla está
comandada no ya por hombres de armas sino por científicos,
todo lo cual ha provocado en una de dichas potencias una polémica
de contornos nacionales sobre la conveniencia de atender a
importantes reformas en su estructura escolar.
Mientras
aquí, en Italia, está abierta, pues, la polémica
sobre el latín, algunos de sus pedagogos hablan de
“formación clásica” y de “inmortales
valores del humanismo”; otros del Mercado Común,
la desocupación y la industria, y otros, al fin, advierten
a sus compatriotas cómo resulta poco lucido empeñarse
en ciertos discursos para luego atisbar ansiosamente si la
gran potencia americana consigue o no superar al coloso rojo
en la lucha atómica e interespacial.
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El
templo de San Juan Bosco en Roma
Publicado
el 28 de junio de 1959
ROMA, junio – Penetrar en la nueva
iglesia de San Juan Bosco en Roma es comprender cómo
el arte cristiano halla, a través de los siglos, inspiración
siempre renovada y magnífica. Nada hay en este templo
que recuerde a las grandes y seculares concepciones arquitectónicas
del catolicismo alzadas en Italia, pero en su interior la
presencia eterna de Cristo adquiere la misma profundidad mística
que en las más hermosas catedrales renacentistas.
La
piedra fundamental de su construcción fue colocada
en septiembre de 1952 y el proyecto pertenece al arquitecto
italiano Gaetano Rapisardi. Bajo la dirección de los
padres salesianos, un amplio número de artistas y técnicos
trabajó ininterrumpidamente hasta concluir la iglesia
en 1958, es decir, en ocasión del centenario del viaje
que Don Bosco efectuó a Roma para obtener del Papa
Pío IX la aprobación de la consagración
por él fundada. En la primera semana de mayo de este
año ha sido solemnemente inaugurada, con la presencia
del Sumo Pontífice Juan XXIII, que quiso impartir personalmente
su bendición al nuevo templo.
Es
una iglesia de nuestro siglo, en la cual se encuentran grandes
murales de acentuado modernismo y una simplicidad general
de líneas apenas ornamentadas. Los confesionarios,
construidos de manera totalmente alejada del estilo tradicional
–prácticamente dentro de las paredes laterales,
con puertas de bellísima madera que a primera vista
se dirían corredizas–, son quizás lo que
más se destaca como original y lo que otorga mayor
carácter propio a la construcción. Pero lo que
provoca la impresión más fuerte es la inmensa
cúpula –la mayor después de la de San
Pedro–, que no se halla sobre el altar mayor, sino sobre
el recinto mismo del templo, es decir, sobre el espacio reservado
a los fieles. Otra cúpula similar, pero mucho más
pequeña, se eleva sobre el altar, cuya ornamentación
está reducida al mínimo: Cristo en la Cruz y
detrás un enorme mural que representa a Don Bosco.
A sus lados hay cuatro bajorrelieves con otros tantos episodios
de la vida del santo; a la izquierda, el órgano y el
espacio para el coro.
La
luz entra a raudales en esta iglesia, y ocho campanas llaman
a los fieles. La cúpula termina externamente en una
cruz elevada sobre una corona que sostienen cuatro ángeles
y ofrece desde lejos una singular sensación de esperanzado
ascenso hacia la eternidad.
En
Roma no faltan, por cierto, las críticas y los juicios
–no siempre favorables– de los entendidos sobre
los detalles todos del templo. Así ocurrió también,
en su tiempo, con las construcciones que hoy son meta obligada
de viajeros o peregrinos del mundo entero. Es probable que
algunas críticas puedan tener razón y aún
el profano podría objetar ciertos detalles; pero, sin
duda cuando pasen los años y la iglesia de San Juan
Bosco en Roma comience a ser vista con aquella mirada integradora
con que se visitan los grandes templos del ayer, ella también
será apreciada y admirada en lo que tiene de más
valioso: su particular concepción estética y
su fuerte, profunda emotividad cristiana, lograda tan sólo
con la grandeza de sus muros, la limpidez de sus líneas
y la audaz concepción de su cúpula enorme, que
pone sobre los hombres y las mujeres que allí acuden
la sensación precisa de la divinidad.
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Vuelta
a la patria en barco argentino
Publicado
el 12 de julio de 1959
De regreso en el trasatlántico
Corrientes
A bordo del Corrientes viajan inmigrantes. Esta es una historia
que comenzó hace cinco siglos, cuando los primeros
aventureros, los primeros ambiciosos, los primeros soñadores,
se embarcaron en tres barquichuelos y desde España
arribaron a las tierras que se habrían de llamar América.
Europa sigue enviando sus hijos al continente descubierto
por Colón. Aquí, a bordo de este barquito argentino,
las escenas que en los libros de lectura de la escuela primaria
reflejaban la aventura de las familias inmigrantes se repiten
increíblemente fieles. Porque a pesar del moderno tocadiscos
y de las preferencias de los más jóvenes por
ritmos modernos, sobre cubierta es posible hallar un grupo
escuchando una tradicional canción que se toca con
un acordeón a piano. Y hasta es verdad que se puede
ver un pequeño, vestido con largos pantalones azules
y zapatones de campesino, que intenta improvisar un baile
al son de la música.
El
mundo variado de la inmigración
Son los inmigrantes de siempre. Están los viejecitos
solos, que seguramente han sido llamados por los hijos que
han partido hace mucho, y están los niños de
todas las edades, y los jóvenes, y los hombres y mujeres
maduros que en la mitad de la vida han decidido dar el gran
salto. He aquí, pues, un viaje en el cual basta cerrar
los ojos, dejar soñar un poco la mente, y ya es posible
revivir la aventura secular que a través del Atlántico
–siempre el rumbo hacia el Oeste– ha transformado
el rostro del mundo moderno.
Esta
vez, a bordo del Corrientes, viajan también refugiados.
No, por cierto, refugiados de guerra o de luchas fraticidas.
Simplemente, refugiados de otro de los dramas de nuestro tiempo:
las huelgas. Van en este viaje muchos de aquellos que la paralización
de las naves italianas inmovilizó en Génova
o en Nápoles, y que han hallado en esta modesta nave
la posibilidad de cumplir su partida. Una complicada familia
acaba de cruzar esta mañana el estrecho de Gibraltar
y se dirige ahora hacia Lisboa, desde donde llegará
el puerto de Funchal, en las Madeiras, para iniciar desde
allí el cruce largo hasta la costa del Brasil.
Apenas
diez años atrás el Corrientes, hoy de la Flota
Argentina de Navegación de Ultramar, era un pequeño
portaaviones, construido en 1943 en los Estados Unidos. Desde
1949, acondicionado convenientemente para su nuevo destino,
lleva y trae sus 8599 toneladas brutas en viajes ininterrumpidos
entre Italia y la Argentina, pudiendo transportar en total
1328 pasajeros, todos de tercera clase. Sus treinta oficiales
y sus ciento sesenta hombres de tripulación se multiplican
en esta ocasión para atender las necesidades del extraño
mundo que aquí se ha formado, ya que conviven el profesor
hindú, que se dirige a dictar cursos sobre cultura
india en la Universidad de San Paulo, y que sólo habla
inglés, además de su lengua natal, con el humildísimo
campesino que empieza a aprender español sobre la base
de su dialecto italiano, un diplomático inglés
en retiro cuya señora convalesciente debe viajar en
la enfermería, con una joven yugoslava que ha escapado
de su país y aún siente el temor de que puedan
descubrirla, frívolos turistas que añoran el
ya imposible viaje de lujo que tenían proyectado, y
jóvenes que disfrutan, por vez primera en sus vidas,
de una pileta de natación.
La
nostalgia de la patria
A bordo del Corrientes, de regreso de Europa, con el alma
todavía plena de recuerdos y de hallazgos, se siente,
sin embargo, la nostalgia de América. De ese gran continente
nuestro, de sus valles gigantescos y desiertos, de sus ríos
y selvas inigualables, de sus ciudades desordenadas en un
crecer vertiginoso, y aún de sus hombres todavía
aventureros, todavía ambiciosos, todavía soñadores.
A
bordo del Corrientes viaja todo confundido, y Europa nos muestra
aquí sus hijos más humildes rumbo al continente
nuestro, cuya nostalgia se deja sentir a medida que la distancia
para tocarlo se hace más pequeña.
El
destino ha querido que el retorno de Europa sea justamente
aquí, con este telón de fondo de una humanidad
diversa y complicada en su conjunto, como ha sido en quinientos
años la que arribó a las tierras de América.
El barquito es marinero. Todavía se mueve menos que
los grandes transatlánticos de nombres famosos, y su
proa cabecea sobre el lomo del Atlántico con un cierto
señorío, con un vaivén moderado, casi
con delicadeza. Arriba, es natural, oscila la bandera con
los colores nacidos en 1810. Es un poco ingenua, algo infantil
sin duda esta emoción, pero esas tres franjas así
gallardas dicen que al fin y al cabo a bordo del Corrientes
hemos hallado un trozo de tierra argentina que nos lleva de
regreso. Este puñadito de seres humanos bajo su sombra
no es casi nada, pero han sido estos puñaditos los
que hicieron la historia de nuestra América. El corrientes
los lleva a todos, con un andar lento. Diríase en un
galope corto. |
El
Italiano Medio, un modelo de austeridad
Publicado
el 28 de julio de 1959
ROMA – Existía en los tiempos
de nuestros estudios secundarios –no sabemos si todavía
hoy– la costumbre de que los kioscos vecinos a los colegios
vendieran cigarrillos sueltos. De tal forma, los jóvenes
de los años superiores podían comenzar a “despuntar
el vicio” en la medida de sus posibilidades económicas
y sin despertar sospechas en sus progenitores con gastos excesivos.
Hemos visto renacer la costumbre –esta vez con exclusivas
razones de economía– en Italia. En todos los
comercios que gozan de la concesión del Estado –la
fabricación y comercialización del tabaco es
monopolio oficial– para la venta de cigarrillos es posible
adquirirlos sueltos. Mejor dicho: es costumbre adquirirlos
así, habitualmente de a dos, tres, cuatro o cinco por
vez. La compra del paquete entero de veinte cigarrillos es
excepcional.
Transporte,
comida, cine
Ese detalle señala todo un estilo de vida. El italiano
medio controla cotidianamente sus gastos en forma severísima.
De
la “Stazione Termini” parten hacia la zona de
“Quadraro-Cinecittà” un tranvía
y tres líneas de ómnibus. Aquel cobra 20 ó
30 liras el pasaje. Estos, 35, 40 ó 45 liras. Los tranvías
van siempre repletos de pasajeros, y en ellos es posible viajar
tan apretujado como en los subterráneos porteños.
En los ómnibus hasta se puede hallar asiento o viajar
relativamente cómodo, aún en las horas peores.
La mesa del italiano medio en la vida de las grandes ciudades,
satisface los requerimientos del apetito diario, pero no se
caracteriza ni por su variedad ni por sus excesos. La “minestra”
o la pasta son los platos infaltables de cada jornada, y la
carne, los fiambres, los quesos o los dulces no son cosas
de cada momento.
Las
vitrinas de los grandes comercios de lujo están sobrecargadas
de artículos finísimos y de exquisito gusto,
pero el italiano medio deja a los turistas o a los poseedores
de grandes fortunas su adquisición, y nunca se le ocurrirá
comprar sus vestidos o calzados en las “vías”
más famosas y renombradas. En Roma, por ejemplo, los
cines de estreno cobran de 400 a 800 liras la platea. En los
barrios, hermosas salas ofrecen un mes o dos luego de su estreno
las mismas películas por 100 ó 200 liras. Lógicamente,
el italiano medio frecuenta casi exclusivamente los cines
de barrio, y esto un par de veces al mes, los que más
concurren. Tampoco se le ocurrirá tomar el café
o un té en alguno de los grandes bares de la Vía
Veneto, concurridos por el gran turismo o el gran mundo de
los artistas cinematográficos.
Cuando
bajan los precios
Este régimen permanente, junto con un trabajo intenso
y constante, determina un fenómeno que a los argentinos
nos parece ya una utopía: la producción supera
casi siempre la demanda. Las grandes fábricas deben
competir, pues, para hacer sus productos más baratos
de un año a otro, y el modesto almacenero pone su gran
oferta del vino común a 120 liras el litro, en cambio
del precio corriente de 130.
Las
amas de casa realizan sus compras de alimentos en forma cotidiana:
exactamente los necesarios para cada día. Esto se puede
hacer porque nada escasea, no es necesario perder tiempo en
ningún comercio y todo es posible comprarlo en cantidades
o envases muy pequeños. Un huevo, o cincuenta gramos
de manteca, o dos manzanas, son pedidos que no avergüenzan
a nadie y que suscitan igualmente expresivos agradecimientos
del proveedor. Esto torna menos necesaria la heladera eléctrica
–en general poco deseada– y permite al italiano
medio destinar sus ahorros o aún complicarse su existencia
con préstamos o créditos para adquirir lo único
capaz de alterar su rigidez económica diaria: el aparato
de televisión, verdadero ídolo doméstico.
La
vida media adquiere, de cualquier forma, un nivel de “austeridad”
permanente, que dura desde años y que la población
parece dispuesta a aceptar aún por otros muchos. Ante
este estado de cosas, ¡qué difícil resulta
juzgar a los pueblos! ¿Cómo valorar a estos
hombres y mujeres que así viven día tras día,
con la voluntad puesta en la prosecución de sus existencias
familiares, modestas y rutinarias, pero asentadas en la tradición
burguesa que hizo la fuerza de la Edad Moderna? Fácil
resultaría formular críticas y suponer carencia
de exigencias sociales. Pero luego se miran ciudades como
Roma, en las que, si bien caras, se hallan viviendas para
alquilar en abundancia increíble, donde no hay escasez
de agua ni de energía eléctrica, ni de teléfonos
–aunque estos tengan sus comunicaciones contadas y excederlas
resulte muy costoso–, y donde todas las calles están
bien pavimentadas. Es cierto que hay muchas zonas de Italia
donde la miseria más grande vive aún inconmovible,
pero es cierto, también que hace quince años
se está reconstruyendo incesantemente toda una nación.
Los
“Sueños” del hombre común
El italiano medio de las ciudades, en tanto, y siempre que
haya vencido el fantasma de la desocupación, sigue
poniendo sobre su mesa cotidiana el gran plato de pasta, toma
su tranvía y deja pasar el ómnibus, compra sus
tres o cuatro cigarrillos diarios, mira la televisión
por la noche, los domingos reposa en casa o a lo sumo, pasea
por la campiña vecina, y piensa, junto a su esposa,
que deberá reparar próximamente las cortinas,
que el mes que viene el nene mayor necesita zapatos, o que
sería bueno hallar un departamento más cercano
al empleo, quizás con una habitación más...
Al acostarse él pensará que en cambio de cinco
puede comprar, en adelante, tres cigarrillos, y ella, que
ha visto un almacencito, unos metros más allá
del habitual, donde ofrecen la pasta a diez liras menos... |
Valioso
aporte para nuestra bibliografía pedagógica
Publicado
el 28 de febrero de 1960
BUENOS AIRES, febrero – Los diccionarios
pedagógicos son obras de muy difícil realización
y no abundan en la bibliografía mundial. En nuestro
país, y en idioma castellano, los pocos que se pueden
encontrar en la actualidad tienen el inconveniente –grave
en momentos en que la instrucción pública de
casi todos los países ha sufrido intensos procesos
de transformación– de que proceden de la época
anterior a la segunda gran guerra. La aparición de
este que las prensas de Losada han concluido recientemente
ha de merecer, en consecuencia, una acogida de alto interés
en todos los círculos educativos. Una circunstancia
lamentable se añade, sin embargo: su “Diccionario
Pedagógico” se ha convertido en la última
obra que viera terminada en vida ese gran maestro español,
radicado hace tantos años entre nosotros que fue D.
Lorenzo Luzuriaga. La crítica se hace más difícil,
también, porque podría presumirse que el elogio
nace del afecto o el sentimiento que su desaparición
ha provocado, pero el autor se ha encargado de evitar el problema
al brindarnos una obra que no necesita de elogios inmerecidos
y que soporta con altura el análisis objetivo y serio.
En
el puerto de Buenos Aires, en 1928, al pie del barco que llevaba
de vuelta al ya famoso pedagogo al término de su primer
viaje a la Argentina, Ortega y Gasset –también
entre nosotros por entonces– alabó a los amigos
argentinos que habían concurrido a despedirlo, su extraordinaria
capacidad de labor. La observación era exacta: Lorenzo
Luzuriaga fue un trabajador infatigable y ha dejado a lo largo
de su vida, desparramada generosamente en tierras de dos mundos,
una verdadera enciclopedia de saber pedagógico y de
investigaciones originales. Ciertamente que con este Diccionario
su ambición no habrá quedado cumplida, pues
su espíritu llevaba el afán de dar cima a un
gran compendio que probablemente hubiera requerido más
de un tomo y que confiaba hacer algún día. Este,
en un solo volumen, de formato grande, de 392 páginas,
es una obra de síntesis y de divulgación, antes
que un tratado para especialistas.
Decir
síntesis significa, en este caso, agravar las dificultades
de que hablábamos al principio, y pocos como Luzuriaga
hubieran logrado superarlas. Para resumir en pocas líneas
el pensamiento pedagógico de Dewey, de Durkheim, de
Gentile o de Krieck –que anotamos entre los capítulos
mejor logrados– resulta necesario un conocimiento muy
hondo de cada uno de estos autores.
Las
exposiciones de lo que pudiera llamarse “doctrina pedagógica”,
es decir, las que se refieren a puntos de la teoría
de la Pedagogía – fines de la educación,
activismo, naturalismo, etc.– presentan algunas lagunas
o ciertas imperfecciones, inevitables por la concisión
obligada de la obra. En cambio, los resúmenes sobre
la organización educativa de cada país constituyen
uno de los aportes de mayor valor de este diccionario. En
efecto: ¿dónde puede hallar el interesado –ya
sea el maestro, el estudiante, el hombre culto que necesita
el dato, o aún el especialista– la organización
actual de los estudios primarios, secundarios y superiores
de cualquier país del mundo? Prácticamente en
ningún lado, salvo en alguna publicación de
los organismos internacionales –Unesco, OEA– de
extraordinario costo y difícil ubicación. En
cambio, el “Diccionario Pedagógico” que
comentamos presenta la información breve pero completa
sobre los regímenes de instrucción pública
en todas las naciones, con datos recentísimos que en
muchos casos –China comunista o Alemania Oriental, por
ejemplo– resultan inéditos.
Una
obra de este tipo no puede presentar, sin alterar un esencial
equilibrio, una completa exposición de la parte histórica
de la pedagogía y la política educativa argentinas.
Sin embargo, no faltan los nombres más ilustres en
tal sentido y hasta ciertos educadores del siglo presente
–Nelson, Mercante, Guillén de Rezzano–
se encuentran considerados con juicio sereno. Con todo, resulta
necesario apuntar la omisión de Belgrano y de Estrada
entre los de la centuria anterior.
En
el capítulo correspondiente a “educación”
dice Luzuriaga: “Es un hecho, una realidad con la que
nos encontramos en la vida tanto en los individuos como en
la sociedad. Es cualidad inherente a la vida de aquellos,
pues sin ella no podría existir el hombre ni la sociedad.
No es una función arbitraria que se puede hacer o dejar
de hacer”. En estas palabras está definido también
el impulso vocacional que guío en vida el autor del
“Diccionario”, impulso que tomó sus raíces
de la más completa visión pedagógica:
la que parte de un fenómeno irreversible y se ve alentada
permanentemente por la preocupación social que lo acompaña.
En
esta dirección, en la ruta de ese afán, ha sido
concebido este “Diccionario Pedagógico”.
Obra que podrá ubicarse con utilidad en la biblioteca
del joven estudiante del magisterio y en la del gran profesor
de la materia: ambos tendrán ocasión de hallar
en sus páginas el dato preciso, la cita necesaria,
la definición buscada, la bibliografía exacta,
el comentario sagaz y la síntesis bien lograda.
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Estudios
de educación comparada
Publicado
el 20 de agosto de 1961
Hace aproximadamente un lustro, dentro de los estudios pedagógicos,
comenzó a tomar lugar una nueva especialidad. La educación
comparada. Nos referimos, claro está, a nuestro país,
ya que este tipo de estudios reconoce orígenes más
antiguos en otras partes del mundo. Aún dentro de nuestras
fronteras, se debe reconocer que existieron siempre autores
consagrados total o parcialmente a las investigaciones comparativas,
pero sólo en los últimos años ellas comenzaron
a desarrollarse como un capítulo de vida autónoma,
y en ciertos establecimientos superiores ha aparecido ya la
cátedra respectiva. Alguna sociedad europea consagrada
a esta especialidad y una americana en formación indican
la seriedad e importancia de la orientación.
Mérito
indudable para el desarrollo de dichos estudios corresponde
a la UNESCO y a sus publicaciones. Después de la segunda
guerra europea, ellas –y las que paralela o simultáneamente
ofrece la Oficina Internacional de Educación de Ginebra–
han constituido casi el único material de consulta
accesible a la generalidad de los interesados, ya fuesen profesores
o alumnos. Es ahora una editorial argentina –Kapelusz–
la que suma su esfuerzo a esa tarea mediante una obra de gran
seriedad, “Las escuelas y la enseñanza en Europa
Occidental”, por Erich Hylla y William L. Wrinkle, que
reúne las dos condiciones básicas que deben
exigirse a este tipo de publicaciones: su claridad expositiva
y su actualización rigurosa.
La
organización escolar de diez países europeos:
Noruega, Suecia, Italia, Inglaterra, Bélgica, Alemania
Occidental, Holanda, Suiza, Francia y Dinamarca, se halla
expuesta, a través de la pluma de distintos autores,
con precisión y amplitud a lo largo de las 760 páginas
de los dos volúmenes que integran la obra. Amplios
gráficos y cuadros sinópticos acompañan
en cada caso las exposiciones y en ellas se sigue siempre
un orden de temas idéntico, numerado: (1: País
y población; 2: Objetivos generales de la educación;
3: Influencias externas sobre la educación...), que
facilita sobremanera el estudio comparativo propiamente dicho.
Sin embargo, la excesiva amplitud de esta división
temática –son 66 los capítulos considerados
en cada país– y el enfoque diverso dado por la
multiplicidad de autores, rebajan en muchos casos, el nivel
de la obra y en ocasiones originan repeticiones totalmente
innecesarias. Esta observación, sin embargo, no resta
valor al conjunto, que constituye una de las obras más
importantes que en el orden de los estudios pedagógicos
se hayan publicado en el país en estos últimos
años.
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Reseña
de la obra cumplida en el Perú por la Junta Militar
Publicado
el 18 de enero de 1963
LIMA – Hace seis meses el proceso regular
de la democracia se interrumpió en Perú. Las
elecciones de ese entonces, calificadas de fraudulentas por
las Fuerzas Armadas y otros sectores de opinión, amenazaban
desembocar en un pacto que entregaría el poder a Odría
y a elementos del APRA, el viejo partido revolucionario de
Haya de la Torre. La fuerza militar impidió la conclusión
de este fenómeno y el presidente Prado no pudo terminar
su segundo período. La Junta que lo reemplazó
quiere ahora hacer saber a su país y a América
qué ha hecho en medio año, y para ello se ha
sometido a una conferencia de prensa en la cual su presidente,
el general Pérez Godoy, ha dicho que estaba dispuesto
a responder a las preguntas de todos los periodistas presente.
En
un pequeño salón del Palacio de Gobierno de
Lima se encontraron para ese fin más de cuarenta representantes
de la prensa oral y escrita del país y casi una decena
de naciones americanas: la Argentina, Uruguay, Chile y México.
Pérez
Godoy es de estructura mediana: representa bien su largo medio
siglo de vida y viste un uniforme sobrio en el que lucen numerosas
condecoraciones. Habla lento y calmoso. Se exalta a veces,
pero retorna en seguida a un medio tono pausado, y a lo largo
de su exposición inicial se reiteran dos temas sobre
los que ha de volver una y otra vez en el transcurso del interrogatorio
posterior: la Junta ha de entregar el poder y ha de realizar
las elecciones en junio: la Junta no procede dictatorialmente
sino que ha respetado todas las normas constitucionales y
todas las libertades fundamentales, aún arriesgando
su propia seguridad y hasta la seguridad de las instituciones.
Hay en este general sudamericano una preocupación permanente,
casi obsesiva, por lo menos en esta conferencia de prensa:
los miembros de las Fuerzas Armadas respetan al poder civil,
no quieren avanzar más allá de lo estrictamente
necesario: “Para organizar las elecciones hemos llamado
a una comisión de los juristas más calificados
para que prepararan un proyecto de ley electoral que garantice
comicios puros e intachables. Luego hemos sometido el proyecto
a la opinión pública, y aún a otra comisión
de juristas para que lo perfecciones. Finalmente, hace pocos
días, hemos introducido algunas modificaciones sugeridas
por el Poder Electoral, cuya autonomía absoluta hemos
respetado y seguiremos respetando”.
César
Miró, el director de informaciones del Perú,
el fino escritor y novelista tan conocido en América
y en nuestro país, –en estos días las
prensas de Losada acaban de concluir la impresión de
su última obra: “Fedra entre los vascos”–
no ha podido, entretanto, imponer su opinión de que
se permita a las agencias noticiosas hacer sus propias grabaciones
de la reunión, y un edecán ha hecho valer la
orden de que solamente Radio Nacional tomará la versión
grabada de lo que se diga. Es probable que Pérez Godoy
sea sincero, sin embargo, y se advierte el afán de
respetar a la civilidad en la Junta Militar, pero es probable
también que viejas tradiciones o una subconciencia
de antigua data dificulte las mejores intenciones. Son problemas
que conocemos casi todos los países de América.
Tres
preguntas iniciales resumen las preocupaciones de los periodistas
visitantes en el Perú: ¿Cómo marcha el
proceso electoral y de depuración de los registros?
¿Habrá proscripciones? ¿Están
dominadas las revueltas recientemente ocurridas?
Las
respuestas se alargan en consideraciones, pero en síntesis
se desprende la conclusión de que la Junta sigue empeñada
en cumplir los plazos que ella misma se ha fijado. “Las
dificultades para concluir el nuevo padrón electoral
en toda la República se deben a la naturaleza de la
tarea y quizás a cierto clima de incomprensión,
pero apenas el Poder Electoral solicite medidas de ayuda o
auxilio las brindaremos con toda la amplitud necesaria”.
En cuanto a la concurrencia de los partidos, la Constitución
peruana proscribe al comunismo y respetaremos la Constitución
al pie de la letra”. Por lo que hace a las revueltas
acaecidas en diversos lugares del interior del país.
Pérez Godoy formuló una especie de confesión
de culpabilidad: “Hemos sido tan cuidadosos del respeto
de las libertades que, en cierto grado, se nos acusa de haber
permitido este estallido, pero no podemos, ya, permitir que
nos incendien y nos destruyan el país. La democracia
es el respeto a la ley y al derecho, y nadie puede escudarse
en ella para destruir la ley y el derecho”.
Por
último, una respuesta inquietante para América
cierra el diálogo con el representante de La Nación:
“El Gobierno controla la situación hasta donde
es posible controlar al comunismo internacional”. Detrás
de estas palabras, ciertos sectores políticos peruanos
ven una intención de la Junta de magnificar peligros
para justificar ulteriores medidas de represión: otros,
las entienden como la expresión de una realidad que
todavía no ha sido suficientemente advertida ni por
sus connacionales ni por los vecinos americanos.
Hay
en el Perú problemas de magnitud creciente que no se
pueden abarcar en una conferencia de prensa, sobre la que
planean todos los temas: desde la reforma agraria que el Gobierno
comenzó, hasta la campaña de alfabetización.
Pero la realidad es que dos o tres dudas principales flotan
en el ánimo de todo observador objetivo: ¿Hasta
dónde el comunismo ha avanzado en este país?
¿Hasta dónde los viejos movimientos militares
sudamericanos se están transformando en procesos de
ayuda a la democracia o de contención del marxismo?
Pero
mientras todo esto cruza por la mente de quienes asisten a
este resumen de seis meses de gobierno, la hora ha avanzado
tanto que desde las 12.30 se ha llegado a las 14 y apenas
han concluido sus preguntas los periodistas extranjeros. Los
peruanos, entonces, solicitan nueva audiencia y la obtienen
de inmediato. Pérez Godoy se toma su tiempo y gusta
responder muy lentamente. Está dispuesto a seguir haciéndolo.
Para la nueva reunión, los hombres de prensa de América
hemos sido designados auditores.
Pero
mejor se podría decir que quien escucha es América
y que los pueblos de este continente son, deben ser, los auditores
del proceso que vive el Perú y cuyo desenlace –que
por coincidencia será en junio, junto con los comicios
argentinos– importa mucho más de lo que a primera
vista pueda parecer.
|
La
laguna Marcapomacocha
Publicado
el 29 de enero de 1963
LIMA, 28 (De un enviado especial). –
A cuatro mil ochocientos metros de altura, en la Cordillera
de los Andes, y a 140 kilómetros de carretera montañosa
desde esta capital, está la laguna de Marcapomacocha,
paraíso de los pescadores de truchas, aunque quienes
se atreven a llegar hasta ese lugar deben tener buenos pulmones.
Esas aguas, útiles hasta ahora para unos escasos deportistas
residentes en Lima, servirán dentro de muy poco para
brindar a la totalidad de sus habitantes 240.000 kilovatios
de energía hidroeléctrica, es decir, más
del total del que actualmente dispone la capital del Perú.
En
estos momentos las Empresas Eléctricas Asociadas del
Perú tienen en funcionamiento la central Bianchini-Huampaní
(30.000 kw.), la Carosio-Moyopampa (63.000 kw) y la Carosio-Callahuanca
(67.000 kw.). Utilizan aguas de los ríos Rimac y Santa
Eulalia, pero, enfrentados al problema de aumentar la provisión
de electricidad para lo que se denomina ya la “Gran
Lima”, se encontraron con una dificultad básica:
esos caudales no permitían encarar ninguna elevación
de potencia ni la instalación de nuevas turbinas. Por
otra parte, los estudios hidrológicos de la zona demostraron
que en la cuenca del Pacífico no hay nuevos cursos
de agua susceptibles de aprovechamiento. Entonces llegó
el turno de Marcapomacocha. La serena laguna poblada de truchas
debería iniciar su nuevo destino de servidora de las
necesidades del desarrollo industrial y económico de
la gran ciudad.
Pero
Marcapomacocha está del otro lado de los Andes: pertenece
a la cuenta del Atlántico. ¿Sería posible
derivar sus aguas hacia el Pacífico, descargarlas en
algunos de los pequeños cauces o lagunas de la otra
vertiente? Para el ingenio humano hay ocasiones en que pareciera
no haber límites. Un audaz proyecto fue concebido por
el ingeniero Pablo Bonder, suizo radicado en Perú desde
hace varias décadas y autor de las principales instalaciones
hidroeléctricas que hemos señalado. El proyecto
fue estudiado y considerado aceptable por una gran empresa
europea que aportó sus técnicos y sus elementos;
las autoridades peruanas estructuraron los aspectos económicos
y jurídicos y se puso manos a la obra. En estos días
acaba de concluirse la tarea: un gigantesco túnel de
diez kilómetros de largo horada las entrañas
de los Andes a casi cinco mil metros de altura y por él
desembocarán, a través de la roca milenaria,
las aguas de Marcapomacocha, que serán recogidas en
una pequeña laguna natural, derivadas en parte hacia
embalses especiales y enviadas por cauces de la vertiente
del Pacífico hasta la gran central eléctrica
en construcción en Huinco, a 1850 metros sobre el nivel
del mar.
En
este último punto se construye en la actualidad una
gran caverna de máquinas. Para ello se está
abriendo un túnel de mil metros de largo y un alto
aproximado de cinco metros. Los periodistas latinoamericanos
que visitan Lima fueron invitados por la empresa a recorrerlo
y provistos de cascos y botas caminaron por su interior. Cuando
concluye el sector ya abovedado y se sigue avanzando por la
parte a medio construir y se observa sobre las cabezas la
piedra desnuda, con sus heridas y desgarramientos, a través
de los cuales se filtran las vetas de agua en desprendimientos
silenciosos y constantes, algo sobrecoge hasta a los menos
impresionables y nace una admiración conjunta ante
la obra de Dios y del hombre.
Más
adelante todavía, la obra se halla en sus principios:
la horadación comienza por anillos concéntricos
que se encofran sucesivamente, hasta que se obtiene el abovedado
total –en este caso se abrieron diez anillos–
y luego se taladra el resto del túnel.
Durante
el almuerzo campestre con que concluyó la visita, el
ingeniero director de las obras, un joven suizo de habla alemana,
muestra mientras conversa que para ejecutar estas grandes
construcciones la inteligencia debe estar animada por el espíritu.
Ha sido profesor de enseñanza secundaria, luego de
doctorarse en matemáticas y en física, pero
después de un par de años de cátedra
sintió la insatisfacción de su intelecto y quiso
estudiar “algo más”: entonces finalizó
sus cursos de ingeniería en Francia. Añora dos
cosas: París y la dulce lengua de su dialecto maternal,
que sólo puede hablar, en esta América española,
en la intimidad de su hogar. Pero por ahora vive entregado
a una obra que siente como la creación de un artista.
Mientras explicaba a los huéspedes, en medio del túnel,
con su gran vozarrón un tanto infantil y en el castellano
académico que aprendió a la perfección
en dos años, la marcha de la obra y sus detalles, el
entusiasmo de sus palabras contagiaba a todos. Se comprendía,
oyéndolo, que la técnica y la ciencia son, en
verdad, hermanas gemelas del arte.
|
En
la Universidad de San Marcos
Publicado
el 22 de enero de 1963
LIMA, 21. (De un enviado especial) –
Fundada por el emperador Carlos y la reina madre D. Juana
–según rezan los antiguos escudos y las inscripciones
que perduran desde hace ya más de cuatro siglos–,
la más vieja Universidad de América, la Mayor
de San marcos de Lima, conserva el sabor a la época
virreinal. Se lo respira apenas se entrevé su fachada
y se lo siente fuertemente a través de sus patios y
jardines, sin que dentro de los despachos, en los que lucen
cielos rasos de madera oscura finamente trabajada, puedan
vencerlo los modernos aparatos de aire acondicionado, con
los que los limeños se defienden de los calores de
la época, muy soportables, sin embargo, para los porteños
que padecen las torturas de la humedad y la pesadez y hallan
en esta ciudad una brisa permanente y una seminiebla que atemperan
notablemente los rigores estivales.
Luis
Alberto Sánchez es ahora el rector de esta casa. Político
y educador, conserva, pasados sus sesenta años, una
lozanía envidiable y un vigor mental extraordinario.
Es hombre de partido –lo reitera en la charla–
y si el APRA lo postula a la presidencia, siempre que previamente
Haya de la Torre decline la candidatura, entonces aceptará.
Responde con una frase escueta a la pregunta de cuál
cree que es la mayor necesidad del Perú en la actualidad:
“Enterrar los odios y jugar a cartas limpias. Ya no
se engaña a nadie con cartas marcadas y creerlo así
es una ingenuidad del tramposo”. Luego señala
que el estatuto que ha dado la Junta es teóricamente
bueno, “quizá mejor que el anterior”, pero
que el sistema del registro electoral es tan lento –exige
media hora de trámite a cada ciudadano– que torna
imposible, a su juicio, la inscripción masiva de la
ciudadanía en sesenta días. Sospecha alguna
intención en este trámite, pero prefiere insistir
en otro punto: la cifra repartidora del sistema proporcional
elegido hace que ningún partido pueda obtener la mayoría
parlamentaria. “Y esto torna inútiles las alianzas”,
concluye.
Interrogado
sobre este aspecto, dice con franqueza que el APRA no se niega
a entablar pactos con nadie. “Estamos en conversaciones
directas con Odría, con los demócratas cristianos,
con el Movimiento Democrático Peruano y con el Movimiento
Social Democrático. Con el único que no conversamos
es con Belaúnde, y eso porque él no quiere hacerlo”.
Un
rápido giro de la conversación lleva a Luis
Alberto Sánchez a otro terreno en el que se mueve con
idéntica soltura: el problema educativo del Perú.
Este país, como el resto del mundo, afronta un rápido
crecimiento de la matrícula escolar en la enseñanza
media superior. La Universidad de San Marcos tiene número
clauso de estudiantes –si no, no se puede enseñar,
dice el autor– y de los 7500 postulantes que este año
se han inscripto sólo podrán ingresar 1800.
Se
han creado en los últimos tiempos siete universidades
oficiales en Perú, “pero sin base económica
ni de profesorado”, y, a juicio de nuestro entrevistado,
la solución chilena es mucho mejor.
En
Perú la enseñanza primaria tiene cinco años
y la secundaria otros tantos. Los alumnos, pues, egresan del
ciclo medio insuficientemente preparados para la Universidad
y esto exige exámenes de ingreso rigurosos: dos años
de estudios preparatorios en cada Facultad y ahora se ha pensado
en crear una Facultad de Estudios Generales, que cumpla esa
misión de manera integral. En Chile, prosigue Luis
Alberto Sánchez, en cambio de crear tantas universidades
que luego no pueden desenvolverse, se han organizado en ciudades
del interior colegios regionales dependientes de la Universidad
de Santiago, en los que se pueden cursar carreras menores
y luego, si se lo desea, proseguir estudios en la Universidad.
¿Una especie de “college” a la manera norteamericana,
entonces? Eso mismo, acota, y precisa: una especie de “junior
college”.
El
tema va entonces a la enseñanza secundaria: nuestros
colegios secundarios peruanos, dice, se mantuvieron según
el estilo y la tradición francesa hasta 1920, aproximadamente,
en que comenzó, principalmente en el orden administrativo,
la influencia norteamericana. Esa influencia se hizo avasalladora
a partir de 1940 y hoy es notable. Pero –y siguen palabras
textuales– “estamos tomando lo viejo de Estados
Unidos, no la visión integradora del hombre que en
estos instantes se difunde en aquel país”. Y
la idea de Sánchez revela que las polémicas
que en nuestro país desató Ayala sobre la educación
norteamericana tienen vigencia también en otros lugares
de nuestro continente.
Se
habla después del analfabetismo y de las campañas
para desterrarlo. Cuenta la anécdota de que en cierta
campaña de 1939 se pegaron carteles con esta leyenda:
“Analfabeto, anda a tu escuela”, y manifiesta
que lo primero que se debe cambiar es el concepto legal de
analfabeto: aquel que no sabe dibujar su firma. “Analfabeto
es –explica– quien no puede leer la Constitución
de su patria”.
Pero
de aquí el tema deriva a los estudiantes y a la infiltración
comunista y al problema comunista. El líder aprista
sostiene que lo ocurrido recientemente en Perú es una
prueba terminante de que el peligro comunista no es una bandera
que agiten fuerzas interesadas sino una realidad innegable.
“Este problema del comunismo, que por esencia es indefinible
e ilimitado, se ha manifestado ahora, aquí, con hechos
incontrovertibles”. Pero, a su juicio, esto pudo suceder
no por la tolerancia de la Junta Militar de Gobierno, por
escrúpulos democráticos –según
el mismo presidente de la Junta declaró en conferencia
de prensa latinoamericana–, sino porque el gobierno
creyó que podía utilizar al comunismo para debilitar
al APRA en los medios sindicales. “Luego se dio cuenta
que el comunismo había avanzado demasiado”. Esta
tesis la sostienen también otros medios políticos
y periodísticos del Perú.
En
el salón del rectorado de San Marcos, a muy pocos pasos
del Palacio Pizarro, apenas a un centenar de metros del Rimac,
a cuyas orillas el conquistador fundó la capital del
reino del Perú, un político de tradición
revolucionaria, un intelectual de estirpe, está diciendo
cosas que no son las mismas que las que sostiene el general
que hoy preside los destinos de la República y que
proclama –lo ha reiterado en un banquete ofrecido recientemente
a la delegación periodística– que no se
quedará en el poder un minuto más del plazo
fijado. Desde la Plaza de Armas, marchan entretanto hacia
el interior del Perú vientos que hablan de reforma
agraria, de indígenas, de comunismo, de revolución,
de democracia, de libertad de educación para todos,
de violencia, de tiranías posibles.
Más
que nunca se advierte que toda América pende del destino
y la suerte de cada uno de sus pueblos. Quizás las
palabras iniciales de Luis Alberto Sánchez den la clave
para el continente, no sólo para el Perú: “Enterrar
los odios y jugar a cartas limpias”.
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Reforma
agraria en el Perú
Publicado
el 24 de enero de 1963
LIMA, 23 (De un enviado especial). –
Acaba de celebrarse en la catedral de Lima un aniversario
más de la fundación de esta ciudad. Hace 428
años, Francisco de Pizarro puso las piedras iniciales
de la futura capital del Reino del Perú y la conquista
española comenzó uno de sus capítulos
más heroicos. Un puñado de hombres enfrentó
a la antigua civilización indígena, la venció
e instauró el imperio del blanco. Con la gesta, se
inició un problema: la tierra. En medio de los festejos
de estos días, entremezclado con los rezos de las ceremonias
religiosas, latente en las recepciones oficiales y subconsciente
en los recuerdos de los grandes o pequeños propietarios,
el tema de la reforma agraria está en las mentes de
todos. Es probable que muchos no tengan idea clara de qué
cosa sea esto, en qué consiste esta reforma, pero la
palabra es mágica y recorre el Perú por los
cuatro costados. Se pone fe en este hechizo: la propiedad
de la tierra. Las revistas especializadas, al menos las más
serias de todas, las que enfocan este asunto, y aún
desde puntos de vista ideológicos, encontrados –dejamos
de lado a quienes hacen del tema una mera bandera de agitación
demagógica– reflejan, sin embargo, la complejidad
del tema.
¿Se
trata, simplemente, de arrebatar tierras a los propietarios
y entregarlas a los campesinos que las cultivan? ¿Se
trata, quizás mejor, de expropiaciones parciales según
el grado de explotación y de verdadero rendimiento
de los latifundios? Hay quienes afirman que la tierra debe
ser dada no a las familias en forma separada, sino –en
el caso de los indígenas– a las comunidades,
de las que se deben respetar sus formas tradicionales de vida
política. Y hay quienes afirman, por fin, que en estos
tiempos que corren la verdadera reforma agraria consiste en
la tecnificación del campo, para hacer que este produzca
en cantidad y calidad comparable con los países más
adelantados del mundo. La propiedad, lisa y llana, dícese,
nada significa en sí misma, si el campesino debe seguir
usando un arado de madera igual al que sus antepasados usaban
cuando llegaron los españoles; si en su choza no ha
de gozar de la luz eléctrica y del agua potable; si
cerca de su contorno sigue careciendo de escuela, de hospital,
de servicios esenciales.
La
Junta Militar de Gobierno ha salido al cruce de este clamor,
y con ceremonia pomposa firmó la “Ley de bases
de la reforma agraria”. La historia del Perú
del mañana dirá de los méritos de esta
creación. El presente señala que con ello se
ha desatado una polémica cotidiana en todo el país.
El presupuesto aprobado para el próximo ejercicio financiero
dispone 35 millones de soles –cerca de 1.400.000 dólares–
para ese fin y el periodismo nacional insiste en que la exigüidad
de la suma demuestra los propósitos insinceros del
gobierno de Pérez Godoy en este asunto. Los representantes
de la prensa menudearon sus preguntas en torno del tema en
la reunión que el presidente de la Junta les concedió,
en presencia de los periodistas americanos visitantes, pero
estos pudieron constatar que el hombre común se halla
al tanto de esa crítica y, sobre todo, que no acepta
las explicaciones dichas con sinceridad absoluta por el jefe
del Estado: “Es exacto que con esa suma no vamos a hacer
la reforma agraria. Pero queremos, simplemente, sentar las
bases y dar los primeros pasos para que nuestros sucesores
puedan realizarla”. Con todo, el tema de la reforma
agraria no admite estas lucubraciones racionalistas: la mente
popular espera un gran movimiento casi fulminante que de un
día para el otro trastoque las estructuras actuales
y dé paso a una fácil prosperidad. Aquí,
como ya ha ocurrido en otras partes de América Latina,
se corre el gravísimo riesgo de que algún gobernante
o candidato ocasional, dispuesto a aprovechar el caudal emotivo
que la palabra supone, capitalice para sí su magia
y luego efectúe una reforma agraria que a la vuelta
de pocos años deje a los hombres y mujeres más
tristes y más pobres que nunca.
Las
“Bases”, sancionadas con fuerza de ley, señalan
los fines esenciales de la reforma: “corregir los defectos
de la actual estructura agraria, reduciendo la excesiva concentración
y el excesivo fraccionamiento..., asegurar la adecuada conservación
y uso de los recursos naturales..., promover la capacitación
técnica del pequeño y mediano agricultor...,
promover el desarrollo agrícola..., etcétera”.
Luego
se habla de los procedimientos de expropiación, mediante
los sistemas que contempla la Constitución del Estado;
del uso de la tierra pública y de los predios que serán
afectables para estos fines y de una gran cantidad de detalles
que habrán de reglar la acción futura de los
gobernantes que se decidan a emprender esta tarea según
las bases sancionadas.
El
Perú espera: millones de personas creen que quien logre
esta meta de la reforma agraria será para ellos un
mesías de nuevo cuño. Es difícil hacer
que los pueblos reflexionen después que en ellos se
ha encendido la esperanza.
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“La
crisis de la educación occidental”
Publicado
el 29 de septiembre de 1963
Nos hallamos frente a una obra maestra de síntesis
conceptual para enfocar los temas capitales de la educación
en el mundo contemporáneo y para comprender el papel
que la cultura cristiana tiene por delante en este momento
particular de la historia de la humanidad.
Esta
es la intención esencial de Christopher Dawson, que
Emecé acaba de dar a conocer recientemente, en una
cuidada traducción, de Alberto L. Bixio y con el título
genérico de “La crisis de la educación
occidental”. Y a fe que el autor logra su objetivo.
La
primera virtud del libro es la que hemos señalado:
la notable capacidad de síntesis del autor, que resume
en muy pocas palabras –a veces en menos de un capítulo
de pocas páginas– temas vastos y complejos, y
lo que es más, lo hace sin sacrificar la claridad expositiva
y el rigor lógico del desarrollo del asunto, antes
bien, logra una sencillez formal que torna atractivo y agradable
lo que de por sí es dificultoso de comprender.
El
volumen está dividido en dos partes. La primera resume
la historia de la educación de tipo escolar sistematizado
en Occidente desde los tiempos más remotos, y la segunda
se detiene a considerar la situación actual de la sociedad
norteamericana y el papel de la cultura cristiana dentro de
ella y en general en la civilización occidental.
El
capítulo inicial presenta –como una especie de
introducción– el concepto del cual parte el autor
para manejar el vocablo “educación”, y
con extrema sencillez, sin entrar en disquisiciones inútiles
y farragosas, pone las cosas en su lugar y explica qué
se debe entender por el mismo. Unos pocos ejemplos de culturas
primitivas o antiguas concluyen por ilustrar los detalles
más importantes y viene inmediatamente la explicación
del significado del cristianismo, como elemento de síntesis
en el mundo pagano en su encuentro con los pueblos bárbaros
y como nacimiento de una revolucionaria concepción
del hombre y de la sociedad. Los capítulos siguientes
–II al V– son una historia de los fenómenos
educativos desde el punto de vista político y social.
Nada hay en ellos que se refiera a problemas escolares o didácticos,
pero en cambio se analizan los temas básicos de la
relación entre la escuela, la sociedad y los organismos
de la vida política, en primer término el Estado
y la Iglesia. Si al capítulo I nos atrevemos a recomendarlo
como modelo para los textos de Pedagogía, que entre
nosotros casi nunca terminan de aclarar bien qué es
la educación y qué es la escuela, los cuatro
siguientes podríamos proponerlos como ejemplos para
las obras de Historia de la Educación habituales en
nuestras escuelas normales e institutos del profesorado, las
que, atiborradas de detalles metodológicos o anécdotas
de la vida escolar, carecen, en cambio, de este enfoque que
va a la médula de la cuestión y puntualiza la
relación de los fenómenos educativos con las
circunstancias políticas, sociales y económicas.
Siguen
dos capítulos de valor singular, aún dentro
de la excelencia del conjunto. Nos referimos al VI: “Desarrollo
de la tradición educativa norteamericana”, y
al VII: “La educación y la cultura católicas
en los Estados Unidos”. En el primero de estos, Dawson
parte de una premisa muy sencilla y muy lógica, pero
que, desdichadamente, los estudiosos de la educación
y de la pedagogía suelen olvidar frecuentemente, sobre
todo cuando hacen investigaciones comparativas: “la
educación norteamericana –recuerda– refleja
el estilo de vida norteamericano”. Luego, consecuente
con esta línea de pensamiento, pasa a reseñar
la evolución cultural norteamericana y los sistemas
educativos correspondientes a cada momento de ese desarrollo,
para hacer en el capítulo VII un estudio que resume
la aparición, difusión y estado actual del catolicismo
dentro de aquella nación y en el que –a nuestro
juicio– el autor hace aportes originales y de considerable
importancia para fundamentar en ellos investigaciones ulteriores.
El
resto de este tomo constituye una especie de tesis que se
apoya sobre los datos aportados en los capítulos anteriores.
Dawson sostiene que junto a “las dos grandes tradiciones
que más contribuyeron al desarrollo de la civilización
occidental”, y que son “la herencia de la cultura
clásica y la religión cristiana”, hay
un tercer elemento: “la tradición autóctona
de los pueblos occidentales mismos”, y añade:
“La historia de la cultura occidental fue la historia
de la progresiva subordinación de energía bárbara
del hombre occidental y la progresiva subordinación
de la naturaleza a fines humanos, proceso que se cumplió
bajo la doble influencia de la ética cristiana y la
razón científica”. Entonces, el autor
acepta la antinomia central de nuestra civilización
y las tensiones derivadas de ella y de una permanente discusión
de “los principios morales de la acción política”
como rasgos distintivos de la cultura de Occidente y concluye
que “no es exagerado afirmar que la civilización
moderna es la civilización occidental”. Pero
¿cómo, y con qué contenidos y por medio
de qué tipo de educación sistematizada habremos
de mantener esta civilización, si es cierto, por otra
parte, que las tradiciones de la llamada “educación
liberal” o de los contenidos “humanistas”
o “clásicos” se hallan muy a menudo desdeñados,
o representan, efectivamente, aspectos sobre los que no es
ya posible insistir en demasía, al menos como contenidos
generalizados para sistemas de educación masiva?
Dawson
cree que el estudio de la cultura cristiana –que no
es lo mismo que el estudio de la religión cristiana–
es el gran remedio de nuestra hora y debería formar
parte de todo sistema educativo, puesto que esta cultura cristiana
–su filosofía, su literatura, sus formas de vida,
en fin– constituye el fondo cultural de toda la civilización
occidental, aún de aquellas formas de pensamiento aparentemente
opuestas a la religión en sí misma o a sus afirmaciones
dogmáticas.
Obra
para pensar y discutir, probablemente, pero sin duda obre
original y de sólida construcción, “La
crisis de la educación occidental” constituye
un volumen que llega al fondo de los problemas capitales de
nuestra hora y analiza con audacia y decisión las soluciones
concretas que para ellos pueden proponerse.
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Sistema
y costos educativos
Publicado
el 5 de julio de 1968
WASHINGTON – El aumento constante de
los gastos en educación comienza a constituirse en
uno de los problemas centrales de la política educativa
de los Estados Unidos. Esto tiene su explicación en
tres motivos básicos. El primero de ellos consiste
en que la enseñanza no ha modificado todavía
sus tradicionales sistemas de gastos en “mano de obra”,
es decir que la tecnología apenas si empieza a conocerse
como metodología del trabajo docente. Mientras que
para la producción de la inmensa mayoría de
los artículos de la vida cotidiana, la industrialización
ha abaratado enormemente los costos, y aquellos que deben
ser obtenidos mediante procesos de tipo artesanal o han desaparecido
o se han convertido en elementos de lujo, en la órbita
de la enseñanza nos movemos todavía en el plano
tradicional, y la producción de un número determinado
de alumnos que sepan leer y escribir, o dividir, o dominen
una lengua extranjera, requiere hoy tanto tiempo y tantos
profesores como hace cien años. El gremio docente,
en este país, ha mejorado también sus niveles
de remuneraciones en los últimos cincuenta años
al igual que cualquier otro grupo profesional y ha aumentado
sus exigencias de tipo laboral, de seguridad social y de posibilidades
de descanso, con lo cual los costos de “mano de obra”
aumentan sin cesar. Conviene recordar que un maestro de escuela
primaria o un profesor de enseñanza media puede comenzar
su carrera ganando no menos de cinco o seis mil dólares
anuales, y según sus calificaciones y títulos
la localidad en la que se desempeñe, culminaría
con más de diez o doce mil dólares anuales.
Conviene también saber que el superintendente de educación
de cada distrito escolar suele ser el funcionario público
de tipo municipal mejor pagado, y no es raro que su salario
anual supere al del “administrador” de la ciudad
(que es algo así como el funcionario ejecutivo municipal
de máximo nivel o una especie de “intendente
ejecutivo”, mientras que el elegido por el pueblo se
desempeña en un cargo honorario de responsabilidad
eminentemente política).
El
incremento de la escolaridad
También son grandes los gastos en instalaciones y en
elementos didácticos. Los libros y casi todos los útiles
indispensables son provistos gratuitamente en las escuelas
públicas, y los edificios, los muebles y los elementos
complementarios –como salones comedor, gimnasios, campos
de deportes, etc., sin los cuales no se concibe una escuela–
resultan muy costosos. Pero el problema básico es otro:
lo que sucede es que a cada joven se le da más cantidad
de educación escolar. Ya se ha llegado prácticamente
a la universalidad de la enseñanza media (los jóvenes
de hasta 18 años, aproximadamente, están en
su totalidad inscriptos en establecimientos educativos). Ahora
comienza a crecer rápidamente la curva de los inscriptos
en ámbitos universitarios (o en su primera etapa, aquí
denominada “college” y que no coincide exactamente
con nuestro propio criterio de universidad) y se puede calcular
que de un 25 a 30 % actual se marcha hacia una casi universalidad
para fines de este siglo.
El
sistema local de financiamiento
Los ámbitos universitarios y de “colleges”
constituyen otro tipo de problema porque en ellos los estudios
deben ser costeados por los propios interesados o sus familias,
aunque empieza a abrirse paso la idea de la progresiva liberalización
de aranceles, al menos para ciertos sectores necesitados.
Pero la escuela primaria y la “high school” son
gratuitas y el sistema tradicional quiere que sean costeadas
íntegramente por la localidad, sin ayuda ni del gobierno
del Estado ni del gobierno federal. Y aquí se halla
el nudo del problema, porque, probablemente, lo que sucede
es que el sistema exclusivamente local de financiamiento esté
tocando ya su punto máximo de posibilidades. En todas
las ciudades, grandes o chicas, de los Estados Unidos, se
siente comentar como uno de los aspectos principales de su
vida, el tema de los gastos en educación y de los impuestos
especiales que cada propietario debe afrontar para el sostenimiento
del sistema escolar del lugar.
Una
elección en Sioux City
Estábamos en esta ciudad precisamente durante los días
en que se preparaba una elección local para decidir
la construcción de una escuela elemental en el barrio
donde las estadísticas mostraban el mayor crecimiento
de población joven. El nuevo edificio exigía
un gasto de 600.000 dólares, que podría financiarse
mediante un impuesto por veinte años que afectaría
a los propietarios más modestos en cerca de dos dólares
al año y a los de casas más grandes y lujosas
en unos doce dólares anuales. Dada la poca significación
de estas sumas se esperaba un resultado positivo. De cualquier
manera, había una gran campaña popular; una
comisión honoraria tenía a su cargo esa labor,
y tanto ella como el superintendente de escuelas –responsable
básico de la idea y de haber separado esa elección
de otra para gastos más grandes– se sentían
muy comprometidos ante los resultados posibles. Era indispensable
un 60 por ciento afirmativo –el voto es voluntario–
para llevar adelante el proyecto. El día anterior,
como parte de los actos previstos, el superintendente habló
en el almuerzo del Club de Leones –al que asistimos
como invitados– para defender el proyecto, y debió
responder a toda clase de preguntas, entre las cuales una
referida a cierta decisión de los arquitectos sobre
las ventanas y otra sobre la seguridad de que las previsiones
tomadas sobre crecimiento vegetativo de la población
estaban bien tomadas. La elección se hizo y el 79,1
% dijo sí. La escuela se hará. Los habitantes
de Sioux City han aprobado su incremento de impuestos a las
propiedades por veinte años...; pero en el mes de febrero
deben votar de nuevo para aceptar o no un proyecto para construir
la nueva High School por un valor de once millones de dólares.
En ese caso los impuestos que habrán de soportar son
mucho más elevados, y las autoridades educativas no
están seguras del resultado. Muchos vecinos se quejan
ya de lo que pagan actualmente, y un fenómeno muy importante,
la movilidad interna dentro del país, quita entusiasmo
a algunos para gravar sus propiedades en términos tales
que inclusive les restan probabilidades para poder venderlas
con facilidad. Esperamos tener noticias de los resultados
de la elección de febrero, pero desde ya y a modo de
profecía arriesgada, el segundo proyecto no puede ejecutarse,
pues nos parece difícil que obtenga el 60 % necesario.
Si lo alcanza, será por escasísimo margen.
En
California, la primera negativa en la historia de un distrito
Este Estado soporta una inmigración interna constante.
Las estadísticas revelan que 1400 personas se radican
por día en sus tierras. Las previsiones señalan
a las autoridades educativas exigencias ineludibles para la
construcción de escuelas y la provisión de los
servicios indispensables. En la Universidad de Stanford conversamos
con un destacado miembro de esa casa de estudios que, además
–y sin que un cargo tenga nada que ver con el otro–
es miembro del Palo Alto Unified School District. Nos narra
que su casa tiene un valor real de unos 40.000 dólares
y una tasación especial a los fines correspondientes
de 10.000 dólares. Se trata, sin duda, de una buena
casa y de un profesional de buen nivel, pero sus impuestos
especiales para educación llegan a 600 dólares
anuales. Se comprende cuando muchos ciudadanos afirman que
no soportan más aumentos en ese rubro. Una casa modesta,
que puede costar 20.000 dólares, con una tasación
especial de 5000, pagará en ese distrito 300 dólares
anuales de impuestos educativos. Ahora bien: la ley del Estado
impone impuestos educativos que en el primer caso alcanzarían
a 165 dólares anuales y en el segundo a 82,50. Todo
el resto se debe pagar porque la comunidad ha ido sucesivamente
aceptándolos por propia voluntad. Pero en febrero de
1967, por primera vez en su historia, la comunidad de Palo
Alto rechazó una propuesta del District Board y no
se pudo llevar adelante un proyecto que implicaba diez millones
de dólares para edificios escolares. En octubre de
ese año se le sometió una alternativa: o diez
millones o siete millones, y la ciudad votó el proyecto
de siete millones.
El
gobierno estadual y el federal
En síntesis: a las localidades se le hace cada día
más difícil soportar por sí mismas la
carga íntegra de un sistema educativo cuyos costos
son cada vez más altos y que se ve exigido, además,
a ofrecer oportunidades similares para los habitantes de todas
las localidades, pequeñas, pobres, grandes o ricas.
Si comienza la intervención centralizadora de los gobiernos
estaduales o del propio gobierno federal, no hay duda que
podrá haber una mejor distribución de los fondos
y recursos de todo el país y quizá una mejor
igualdad de oportunidades.
A
la luz de estas circunstancias, vistas las modificaciones
estructurales de la sociedad norteamericana por la intensa
movilidad interna y atendiendo a las pesadas cargas económicas
que cada comunidad soporta para mantener su sistema educativo,
¿podría predecirse para el futuro un aflojamiento
de los todavía fortísimos orgullos y resquemores
locales ante toda intervención de otros poderes para
cuestiones como las de tipo escolar? A nuestro juicio, la
respuesta es afirmativa, pero entendemos que se trata de un
proceso muy largo que, de no mediar otro tipo de fenómenos
políticos o sociales, demandará todo el resto
del siglo para manifestarse. Queda todavía por ver
cómo podrían conciliarse las probables ventajas
de una distribución centralizada de los recursos, con
las inmensas dificultades que traería un sistema de
ese tipo para un país gigantesco en territorio y en
población. Nada difícil sería que la
famosa igualdad de oportunidades que se quiere lograr, igualara,
efectivamente, pero para abajo. Es decir que en cambio de
brindarse mejores escuelas a los que ahora tienen sistemas
educativos modestos, se terminara brindando excelentes oportunidades.
Lo cual es siempre igualdad, pero no para mejorar...
Entendemos,
en síntesis, que el sistema de financiamiento local
del sistema educativo está llegando, en los Estados
Unidos al borde de sus posibilidades, o que ha tocado ya el
punto máximo de desenvolvimiento. Lo que de ahora en
adelante comenzará constituye una gran incógnita
que no puede sino apasionar a los estudiosos de estos problemas.
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