Artículos
Publicados en el diario La Nación
El
tiempo de los jóvenes
Publicado
el 8 de mayo de 1969
La
vida contemporánea, en las sociedades que se desenvuelven
de acuerdo con el ritmo que imponen la evolución tecnológica
y las formas actuales del trabajo, se caracteriza por un aprovechamiento
intensivo del tiempo, llegándose a considerar el derroche
de este elemento inmaterial como un vicio insoportable. Inclusive
el tiempo libre –la gran conquista de las masas en los
países más desarrollados– suele ser utilizado
con prisa, ya sea en los viajes, en las distracciones, aún
en la meditación. Pero no pretendemos hilvanar reflexiones,
en torno de un tema que ya ha merecido profundas exégesis
y agudos comentarios, como asimismo superficiales enfoques
y apresuradas críticas. Sólo nos interesa destacar,
como principio, que al margen de los juicios valorativos que
sobre el fenómeno en cuestión puedan hacerse
existe consenso unánime sobre la necesidad del hombre
contemporáneo de aprovechar con intensidad todos los
minutos de su tiempo, pues la complejidad de la civilización
de nuestros días no permite gastar sin medida un material
que es imposible recuperar una vez perdido.
Pero
–y he aquí lo que nos preocupa– pareciera
que concepto tan claro e irrefutable sólo alcanza a
un sector de la humanidad: el que integran los adultos, pues
los niños y los jóvenes, en sus etapas formativas,
se ven obligados a malgastar su tiempo de tal manera como
si aquella preocupación universal por su aprovechamiento
no tuviera vigencia para ellos.
Los
programas escolares
Una rápida revisión de los programas escolares
de los niveles primario y medio revelaría prestamente
la magnitud del fenómeno que señalamos. Son
incontables los temas que colman la actividad diaria de los
niños y jóvenes sin responder a una verdadera
necesidad o que se suceden monótonamente a lo largo
de sus vidas de alumnos obligados a repetir año tras
año el estudio de los mismos asuntos sin terminar nunca
de incorporarlos definitivamente como un dominio cultural
propio, fruto de una elaboración auténtica que,
una vez lograda, no se pierde jamás. Ello exige una
labor ímproba a los estudiantes y gasto de energías
y tiempo a los docentes, energías y tiempo que la sociedad
en su conjunto debe pagar, además, sin obtener provecho
por ello. Buena parte de las horas de clase debe invertirse
en lecciones cuya utilidad real es más que dudosa,
mientras otras cuestiones fundamentales quedan sin disponibilidades
para ser tratadas. El exceso de temas es otro elemento que
agrava el proceso, pues es ante la imposibilidad de atender
a un fructífero desarrollo de cada uno de ellos se
termina por “cumplir” el programa dejando constancia,
de cualquier manera, de la consideración de la totalidad
y de esa forma sólo se logra que ninguno sea verdaderamente
asimilado.
El rendimiento nunca evaluado
Pero hay algo peor que el problema que antes señalamos
referido a los contenidos inútiles. Es el fenómeno
del rendimiento escolar, tema sobre el cual se habla bastante
pero poco se hace. Cuando un docente por incapacidad técnica
o por errores de procedimiento, lleva a un grupo grande de
alumnos a un bajo nivel de rendimiento, que en ocasiones puede
ser igual a cero o muy poco más, ha cometido una falta
gravísima contra los niños o los jóvenes
puestos bajo su responsabilidad: les ha hecho derrochar una
enorme cantidad de tiempo que nadie podrá devolverles.
Los alumnos de una escuela comercial que salen de sus aulas
después de haber aprobado todos los cursos reglamentarios
de taquigrafía y de mecanografía, pero que en
realidad no dominan esas técnicas, han gastado estérilmente
horas y horas preciosas –porque quizá nunca tengan
en el futuro esa disponibilidad de tiempo que su adolescencia
les brindaba– y luego, y ahombres o poco menos, deberán
robarlas al descanso o al trabajo productivo para aprender
lo que en su momento la escuela no les brindó ¿Y
qué decir de tantos y tantos estudiantes universitarios,
que en medio de jornadas abrumadoras para cumplir las exigencias
de las carreras superiores y quizá para satisfacer
a la vez sus necesidades materiales deben encontrar todavía
tiempo para aprender una lengua extrajera que debían
haber llegado a dominar en las aulas secundarias? ¿Quién
responde ante el derroche de tiempo a que fueron empujados,
que les fue consentido, o que a veces les fue exigido?
La
responsabilidad de la escuela
Es verdad que en muchos casos el desaprovechamiento del tiempo
se debe a la negativa posición de los jóvenes:
la escuela debe tomar entonces las medidas reglamentarias
consiguientes y, por lo tanto, en los ejemplos mencionados
ninguno de aquellos estudiantes podría haber aprobado
sus estudios secundarios. Pero abundan –casi diríamos
que son cosa de todos los días– las ocasiones
en que los mismos docentes, las autoridades escolares o las
imposiciones de los planes y programas obligan a niños
de corta edad o a adolescentes llenos de vida a estériles
pérdidas de tiempo.
Exigir
a chicas o muchachos de catorce, quince o dieciséis
años a permanecer inmóviles o sin trabajo efectivo
durante una, dos o más horas en un día o en
una semana por ausencias de profesores que no pueden suplirse
por una deficiente organización escolar es una responsabilidad
que no cabe a los estudiantes. No proveer de suplente a un
grado cuya maestra titular se encuentre en uso de licencia,
y prolongar esa situación por semanas, es una falta
de respeto flagrante por el tiempo que están perdiendo
esos niños y que significa minutos y horas ideales
para el aprovechamiento de disciplinas fundamentales. Encargar
tareas innecesarias: obligar a la repetición de ejercicios
en cantidades notoriamente superiores a lo que un buen criterio
didáctico aconseja; imponer tareas que a nada conducen;
exigir decoraciones superficiales; todo es índice de
que los criterios de aprovechamiento del tiempo que se usan
para la vida adulta no rigen para los menores.
El
tiempo más valioso
Y sin embargo, el tiempo de los niños y jóvenes
tiene un valor singular y especialísimo. El de los
adultos puede medirse quizá en términos de productividad,
de mercancía entregada a la sociedad bajo cualquier
especie. Hay toda una casi-ciencia contemporánea referida
al tema de las “horas hombre” que se aplica a
cualquier rama de las actividades humanas de nuestro tiempo,
y a ella recurren siempre las empresas y aún los Estados
para la planificación y análisis de todas las
tareas que ejecutan o que han de realizar. Pero parece que
esa idea del rendimiento no se aplica a la “hora niño”,
a la “hora joven”. No se advierte que éste
es el tiempo más valioso, porque no está hecho
de una productividad efectiva sino de perspectivas que nadie
llega a conocer. Nos e puede medir porque es puro futuro,
es horizonte abierto e infinito. Una hora derrochada del trabajo
de un adulto es un perjuicio mensurable que tiene una cifra
que lo encierra: alta o baja no puede pasar nunca de un límite
preciso. Las horas perdidas de la niñez o de la adolescencia
por incompetencia pedagógica o por imposiciones reglamentarias
erróneas significan pérdidas cuyos límites
jamás podrán establecerse, porque nadie puede
decir hasta dónde habría de llegar una aptitud
escondida, una vocación oculta, una semilla que no
encontró suelo propicio. Lo que un adulto no ha hecho
hoy puede hacerlo mañana de cualquier manera: aunque
con déficit de rendimiento, llega a la meta. Pero existen
etapas que no se repiten: lo que no se logra en determinadas
edades de la vida no se puede obtener más tarde. A
pesar de lo cual, la vida escolar corriente, mientras sigue
exigiendo tareas innecesarias, o demandando lapsos excesivos
para otras, deja muchas aptitudes sin descubrir, muchos dones
sin desenvolver, muchas capacidades naturales sin aprovechar.
Aprendamos
a respetar el tiempo de los niños y de los adolescentes.
Y cuando no tengamos seguridad de que lo habremos de emplear
adecuadamente, es preferible dejar a ellos mismos la disponibilidad
de sus horas, porque, al fin, el ocio creador y libre en los
instantes de la vida en que la imaginación despliega
sus alas más poderosas puede ser mejor inversión
que una tarea escolar aburrida y de dudosa finalidad.
|
La
inflación pedagógica
Publicado
el 27 de junio de 1969
En uno de sus últimos libros, Jean Piaget nos previene
contra los peligros de la “inflación semántica”
que se viene produciendo en el campo de los estudios pedagógicos,
esto es, la aparición de un vocabulario novedoso, cada
día más amplio pero carente de significación
realmente originales. Se nos ocurre que el tema –que
personalmente hemos considerado, aunque sin utilizar esta
denominación, en oportunidades anteriores– merece
ser atentamente analizado, porque entendemos que ya ha excedido
los límites de un fenómeno semántico
para pasar a convertirse en un verdadero caso de “inflación
pedagógica” del cual el aspecto semántico
no es sino su manifestación exterior.
Conviene
que comencemos recordando el sentido del término “inflación”
tal como se lo comenzó a usar originalmente en el terreno
económico. Con la advertencia de que lo que siga, no
será sino lo que puede entender un lego en economía
acerca de un tema que en los últimos lustros ha cobrado
amplia difusión. Pero es precisamente lo que necesitamos
para entender su extensión al ámbito pedagógico.
Por
inflación se entiende, básicamente, el aumento
de las cantidades de moneda de curso legal en circulación
sin que exista, correlativamente un aumento de riqueza, es
decir, de la producción global de un país determinado.
Si ese país produce más materias primas o más
elementos manufacturados, aumenta de verdad su riqueza y,
entonces sí, aumenta la cantidad de moneda pero sin
que eso sea inflación, pues el aumento de moneda deriva
del aumento de la producción.
Cuando
en una sociedad existe pobreza, lo que se debe procurar es
obtener un aumento global de la producción para evitar
lo que se ha dado en llamar la distribución de la pobreza
en cambio de la distribución de la riqueza. Pero, ya
se sabe, eso lleva tiempo y los reclamos sociales no esperan.
(Hago abstracción ahora, por supuesto –ya que
me interesa solamente seguir una línea de razonamiento
que después aplicaré a otra cosa– de las
circunstancias de la injusta o errada distribución
de la riqueza que pueda existir y parto de la base de que
el problema consiste, simplemente, en que no hay bastante
riqueza para todos). Lo que suele ocurrir ante los reclamos
mencionados, es que en cambio de esperarse el tiempo necesario
para que aumente la producción, por demagogia o por
debilidad de espíritu, se incrementa la cantidad de
moneda y los sectores quejosos reciben un aparente aumento
de riqueza. El engaño dura un soplo, pero a pesar de
la sencillez del fenómeno y de lo terminante de la
demostración, unos siguen pidiendo moneda –aunque
saben que eso no es riqueza– y otros siguen arbitrando
esa solución aunque saben que en poco tiempo afrontarán
nuevos e idénticos reclamos.
Y
ahora, intentamos explicar: porqué creemos que en el
terreno de los estudios pedagógicos está ocurriendo
lo mismo.
Exigencias
de saber pedagógico
Desde que en el siglo pasado se aceptó universalmente
la necesidad de la escolaridad elemental con carácter
obligatorio para toda la población, surgieron necesidades
pedagógicas crecientes: sistemas escolares debidamente
organizados, leyes, organismos, recursos financieros, metodologías
adecuadas, recursos humanos capacitados... y consecuentemente
doctrinas filosóficas, políticas, psicológicas
y biológicas que permitieran la construcción
de una armazón operativamente satisfactoria. No debe
extrañar que a partir de esa época comiencen
a cobrar cuerpo los estudios pedagógicos de nivel universitario
o superior, independizados o desgajados de los campos de la
filosofía o de las humanidades en los que hasta entonces
se los concebía.
Este
fenómeno no hizo sino acentuarse en la actual centuria.
Especialmente después de la finalización de
la segunda guerra mundial, las necesidades –los reclamos–
en el campo pedagógico sufrieron un fuerte incremento.
La famosa “explosión escolar” en todos
los niveles provocó que las viejas exigencias didácticas,
organizativas y metodológicas propias del nivel escolar
primario se extendieran a los niveles de la enseñanza
media, primero, y a los de la enseñanza técnica
media después. Ahora, esos mismos requerimientos se
presentan en la vida universitaria, que, puede decirse, se
había desenvuelto hasta nuestros días sin preocuparse
mayormente de las cuestiones pedagógicas propiamente
dichas. La universidad, en todo caso, como el personaje tan
mentado que hacía prosa sin saberlo, era un organismo
esencialmente docente –o lo que es lo mismo: pedagógico–
sin saberlo, quiere decir, sin cobrar conciencia clara de
ello, hacía pues, pedagogía –practicaba
el arte de la enseñanza, de la organización
docente– sin reflexionar que, a la vez, sentaba doctrina
pedagógica. Hoy esa situación ha cambiado y
la universidad –en casi todas partes del mundo–
llama a la pedagogía en su auxilio con la esperanza
de que la ayudará a resolver numerosos problemas que
la aquejan.
Pero
no es sólo de la universidad o de la escuela media
o de los establecimientos que preparan técnicos o expertos
en diversos ramos de donde surgen los requerimientos de soluciones
y de doctrinas de carácter pedagógico o didáctico,
de psicopedagogía, de metodologías especiales,
de organización escolar, etc.
Son
las empresas, urgidas por la necesidad de mantener un ritmo
adecuado de capacitación de su personal, las que formulan
sus reclamos a la pedagogía. Son las fuerzas armadas
–principalmente en los países más desarrollados–
las que recurren a los entendidos en cuestiones educativas
para afrontar las dificultades que presentan una ciencia y
una tecnología cada día más complicadas.
Es, finalmente, la sociedad en su conjunto la que, habiendo
cobrado conciencia de lo que significa la “educación
permanente” y de impostergable necesidad de atender
satisfactoriamente a la escolarización “por más
tiempo de cada vez más personas”, demanda a los
estudios pedagógicos doctrinas y soluciones.
La
respuesta inflacionaria
En síntesis: hay una creciente demanda de doctrina
pedagógica, de saber didáctico, de soluciones
metodológicas, de recursos idóneos para obtener
determinados objetivos. Hay, dicho de otra manera, una creciente
demanda de riqueza pedagógica. La solución –como
en el caso de la riqueza en sentido lato– se encuentra
en un solo camino: producir riqueza auténtica. Para
ello hace falta tiempo: tiempo para plantear las investigaciones
necesarias; para que los estudiosos elaboren las doctrinas
bien fundamentadas que sean indispensables; para que se puedan
efectuar las discusiones y reelaboraciones conceptuales a
máximo nivel; para que se estructuren sistemas de pensamiento
completamente armados y sin fisuras ni vacíos; para
que se valúen experimentalmente –con toda la
calma y el rigor propios del saber científico–
las metodologías y las técnicas de trabajo consiguientes.
Y hacen falta recursos materiales, abundantes y costosos,
para equipar los organismos indispensables y para remunerar
al personal de alto nivel indispensable.
Pero,
desdichadamente, como en el caso de los problemas económicos,
suele seguirse otro camino, también, a menudo, por
demagogia y otras veces por falta de valentía para
decir, simplemente, la verdad y confesar lo que no se sabe
o para reconocer la carencia de doctrinas sólidas o
de soluciones probadas. Ese otro camino consiste en aparentar
riqueza mediante elaboraciones verbales que ocultan un vacío
conceptual o en dar como probadas soluciones que aún
están en vías de experimentación; o en
sostener como aceptadas universalmente doctrinas que no podrían
pasar de modestas hipótesis de trabajo mental; o finalmente,
en forzar la existencia de especialidades pedagógicas
sin que se hayan elaborado previamente sus contenidos. En
una palabra: ocurre lo mismo que en el campo de los procesos
económicos: se crea riqueza aparente, no auténtica.
Así como el aumento de moneda sin el simultáneo
incremento de la producción es la causa de inflación
en lo económico, podría decirse que el aumento
de vocabulario, de especialidades y de disciplinas de carácter
pedagógicos, didáctico o psicopedagógico
sin el simultáneo aumento de doctrinas sólidas
y de saber científica o filosóficamente probado,
son la causa de un fenómeno de nuestro tiempo que,
creemos, bien puede llamarse la inflación pedagógica.
Sus
raíces son idénticas, según vimos, a
las que determinan los procesos inflacionarios económicos.
La sociedad –o algunos sectores– reclama soluciones
económicas urgentes. La demagogia, la debilidad o la
deshonestidad recurren al arbitrio de darles más moneda,
más cifras que aparentan riqueza. Igualmente; cuando
la sociedad o algunos de sus sectores reclaman, exigen, urgen
soluciones a graves problemas de orden docente, también
hay quienes, por demagogia, por debilidad o por deshonestidad,
en cambio de responder con la verdad, confesando la imposibilidad
de dar respuesta válida a todos los pedidos y aclarando
la necesidad previa de estudios largos y costosos, prefieren
fabricar moneda intrínsecamente falsa, pues carecen
de un producto noble –el saber probado– que la
respalde.
El
fenómeno es general, y en el caso de la Argentina,
penoso es comprobarlo, está adquiriendo gravedad. Se
registra entre nosotros una escasísima actividad en
el orden de las investigaciones y los estudios pedagógicos
serios y de alto nivel, porque se carece de recursos materiales
destinados a esos fines y nadie parece tener interés
en solventar elaboraciones doctrinarias o fundamentaciones
metodológicas que requieren largos e imprevisibles
lapsos. Abundan, en cambio, las exigencias de soluciones rápidas.
Para responde a los reclamos socio-económicos de mayor
riqueza con la verdad –que a nadie agrada, pues implica
recordar que son necesarios años de trabajo duro para
elaborar riqueza auténtica– es indispensable
una gran dosis de coraje cívico. Más o menos,
la misma que de coraje intelectual es menester para recordar
que, pese a todas las urgencias, si no se cuenta con el tiempo
y con los recursos necesarios para la investigación
y el estudio pedagógico profundos no se hará
sino continuar con un proceso inflacionario de mala moneda
doctrinaria, que, como la otra, la que abulta los bolsillos
pero no representa prosperidad, sirve apenas para engañar
ingenuos por un corto período, hasta que el juego se
descubra y la confianza queda derrotada. Esta inflación
es, por lo tanto, el mayor de los peligros que afrontan los
estudios pedagógicos contemporáneos. |
El
miedo de no ser joven
Publicado
el 26 de agosto de 1969
El tema del “poder joven” se ha convertido en
poco tiempo en uno de los asuntos más discutidos, apasionantes
y controvertidos de nuestros días. No cuesta mucho
entender el significado esencialmente revolucionario que asume,
por cuanto se expresa claramente en su misma denominación:
“poder joven” quiere decir, literalmente, que
las generaciones no adultas reivindican para sí una
esfera que hasta hoy se consideraba reservada por la ley y
por la tradición a quienes han abandonado ya esa juventud.
Claro está que sería indispensable una breve
aclaración sobre esta palabra tan ambigua que es “juventud”,
pues no es raro que actualmente se la use para denominar a
personas que hace mucho han pasado las edades que antaño
se entendían límites para ese concepto, y es
frecuente que se diga “el joven autor premiado”
o “el joven científico distinguido” de
un hombre de alrededor de cuarenta años. Sin embargo,
cuando la referencia es a la “rebelión juvenil”
o a las manifestaciones del “poder joven”, en
casi todo el mundo se entiende hablar de las edades que desde
muy atrás en la historia se consideraban netamente
diferenciadas de la adultez, es decir, no más allá
de los veinticinco años, y preferentemente bastante
menos. Los grupos que hoy presentan sus más notorias
manifestaciones exteriores de rebeldía y reivindican
para sí la libertad de decisiones en todo lo que les
atañe y aún en todo lo que atañe a la
vida política y social en general, oscilan entre los
quince o dieciséis años y poco más de
veinte. Es común, inclusive –sobre todo en otras
latitudes donde estos fenómenos cobran mayor intensidad
que entre los argentinos, mucho más conservadores de
lo que suponemos– que los “jóvenes”
que se acercan a los veinticinco años reciban, entre
cariñosa y despectivamente, el mote de “viejos”.
El
diálogo
Frente a este panorama de rebeldía y de quejas, de
desencuentros entre padres e hijos, entre maestros y alumnos,
entre autoridades civiles y estudiantes, suele alzarse la
bandera del diálogo como remedio único ante
lo que configura, según ciertas apreciaciones, una
situación explosiva. En las aulas universitarias el
problema se manifiesta con intensidad en las carreras o en
las cátedras dedicadas a las comúnmente llamadas
ciencias sociales o humanas. Es allí donde las expresiones
de descreimiento en la palabra de los mayores, o las posturas
despectivas frente a lo que se dice desde el cargo docente,
ya sea por sus presuntas complicidades con un sistema establecido,
ya por la antigüedad de los conceptos expresados, alcanzan
sus manifestaciones más claras. Los profesores, entonces,
hacen un esfuerzo por “comprender” a estas nuevas
generaciones, por seguir sus inquietudes y hasta por demostrarles
que no se hallan en una posición de hostilidad o de
rechazo hacia sus ideas. En una palabra: intentan, honestamente,
el diálogo, como hacen a menudo muchos padres y procuran
ubicarse frente a las circunstancias vitales en que se hallan
sus alumnos o sus hijos.
El
peligro de la traición voluntaria
Pero en este momento el adulto se encuentra al borde de una
peligrosa trampa que le ha tendido el destino: en su afán
de entablar el diálogo, de comprender a su interlocutor,
corre el riesgo de abandonarlo completamente, de dejarlo totalmente
solo, de no brindarle el “otro interlocutor” que
el diálogo requiere. En una palabra, afronta el peligro
de traicionar a ese joven. ¿Y dónde está
ese riesgo, cuál es esa trampa? Sencillamente, que
el adulto –el profesor, el padre– abandone su
adultez, se despoje tan completamente de su bagaje de persona
mayor, se esfuerce tanto por ubicarse “dentro”
de la “circunstancia” generacional que enfrenta,
que termine por negar al joven auténtico interlocutor
adulto que busca.
Esto
se ve muy claramente en las carreras universitarias destinadas,
como dijimos, a las orientaciones sociales, filosóficas,
históricas, económicas. Las novedades, los aportes
recientes a las viejas teorías, los autores que en
los últimos años –o meses– cubren
las librerías... todo configura un panorama excitante
para la juventud y oscurece como con una pátina de
colores viejos la mayor parte de las doctrinas, de las teorías
y de los autores que los profesores tienen listos y bien elaborados
para ofrecer a sus alumnos. Y es duro, es ingrato aparecer
frente a ellos como ignorante del último libro de moda,
como desconocedor del último autor que conmueve al
mundo, como teniendo poco que decir acerca de los últimos
sucesos que inundan las páginas de los diarios y revistas
del día.
El
miedo de ser adulto
Hay en todo este proceso una doble motivación. Por
un lado existe la preocupación sincera por el acercamiento
y el diálogo con la juventud, para lo cual se considera
indispensable ubicarse en ese mundo propio de las nuevas generaciones
y no quedarse encerrado en el que cada uno forjó alguna
década atrás. Pero, además, existe un
miedo muy intenso, no siempre racionalizado, a no ser joven.
La civilización de nuestro tiempo exige no envejecer,
casi no ser adulto siquiera. Comienza por imponerlo en la
moda, hecha para los cuerpos jóvenes, a tal punto que
la ropa “que se lleva” y que es la única
que nos podemos permitir usar mientras conservemos algo de
nuestro amor propio, termina por imponernos esfuerzos tremendos
para conservar la esbeltez propia de la adolescencia. Se exige
además mantener las fuerzas de la juventud, y tanto
se habla de las maravillas de la ciencia y de la prolongación
de la vida humana, que empieza a ser una falta imperdonable
demostrar, sencillamente, la edad que se tiene en cambio de
aparentar muchos años menos. Lo peor es, sin embargo,
lo que sucede en el plano de las costumbres, de las teorías
y doctrinas, del saber y del conocimiento. Universitarios
egresados hace apenas veinte años empiezan a observar
con terror que los flamantes graduados los desplazan con facilidad
en las candidaturas a buenos cargos o a ambicionados ascensos.
Y los jóvenes, por su parte, sentados escépticamente
en las aulas donde se dicta sociología, política,
filosofía o psicología, suelen mirar con desdén
ostensible a quien tiene la osadía de exhibir bagajes
intelectuales duramente forjados veinte años atrás.
Entonces surgen los deseos incontrolados de demostrar que
se puede ser tan joven como ellos, que se está en condiciones
de entender tanto como ellos las nuevas músicas, los
nuevos bailes, los últimos autores, los libros recientes
y las nuevas costumbres. De aquí hay un solo paso a
configurar programas de estudio de donde todo lo que tenga
sabor a “antiguo”, a clásico, a teoría
o doctrina más o menos tradicional, es desplazado o
reducido a su mínima expresión y reemplazado
por un abigarrado y confuso conjunto de “últimas
novedades”, que el año siguiente cederán
el paso a otras más recientes, de tal manera que el
profesor quede completamente asegurado contra queja por falta
de actualización.
Los
puentes rotos
De esta manera se produce una fractura muy lamentable en la
vida cultural de los pueblos: se rompen los puentes que unen
el pasado con el futuro, y se abandona una misión insoslayable
de las generaciones maduras. Claro que no siempre la función
de puente es cómoda o grata y pocas veces resulta apta
para ambiciones de fama, pero es insoslayable. Los jóvenes
están por sí mismos en condiciones de entender
el último libro, la última revuelta social,
pero en cambio carecen de capacidad para hilar ese último
libro y esa última revuelta social, con los acontecimientos,
las teorías y las doctrinas que los han precedido y
que son indispensables para iluminarlos en profundidad. Si
se quedan en el análisis de este “hoy”,
nunca pasarán de la superficie: alguien tiene que explicarles
–y exigirles que estudien– a Aristóteles,
a Spinoza y a Unamuno, aunque dictar estas lecciones sea menos
atractivo que discurrir directamente sobre Marcuse. Los alumnos
que hoy tienen veinte años serán los que mañana
comprenderán cabalmente a Marcuse, y dirán si
ha significado o no un aporte valioso para la historia de
las ideas o si ha sido solamente el fruto de una publicidad,
o de un azar o de un equívoco. Pero difícilmente
podrán llegar a ellos si para “ayudarlos”
les negamos la exigencia de entender la historia que lo precede.
Es como si todos los profesores de sociología o de
historia dedicaran sus cátedras a analizar los sucesos
de mayo en Francia y nadie explicara la Revolución
Francesa.
El
interlocutor que desaparece
Entonces, hay que comenzar por asumir la propia adultez. El
profesor o el padre deben afrontar a sus alumnos o a sus hijos
sin abandonar su propia circunstancia. En las universidades
no queda sino tener la valentía suficiente para explicar
a los jóvenes que, como profesor, ya no se es joven
como ellos, y no temer confesar que, a pesar de todo, uno
puede complacerse en la lectura de otras obras que no sean
las que acaban de editarse.
Porque,
en última instancia, cuando el profesor o el padre
abandonan su adultez y brindan al joven un interlocutor que
pretende ser igualmente joven, lo traicionan, porque lo dejan
sin el interlocutor auténtico que el discípulo
o el hijo buscaban. Ellos quieren dialogar, sí pero
con los adultos, y ni por error ni por cobardía debemos
negárselo. |
Reubicación
de la escuela
Publicado
el 30 de noviembre de 1969
A la escuela se le asignó, en el siglo pasado, una
misión que bien puede llamarse de redención
de la humanidad. La escuela popular, o común, es decir,
la instrucción pública universal y obligatoria,
fue en la concepción decimonónica la piedra
fundamental para una empresa llamada a redimir a los pueblos
–a todos los hombres– de la ignorancia, del despotismo
y de la miseria. "Cada escuela que se abre es una cárcel
que se cierra": quería decirse que por la obra
de la escuela los hombres abandonarían el camino del
vicio y de la depravación por el cual transitan los
seres que viven en la oscuridad del espíritu. Era,
pues, hacer realidad, desde un enfoque político y racionalista,
el mito platónico de la caverna: la instrucción
sería el cabo por el cual podrían trepar los
seres humanos condenados a un mundo de sombras. "Un pueblo
ignorante elegirá siempre a Rosas", fue, en nuestro
caso, otro leitmotiv del momento: quería decirse que
un pueblo educado –instruido– sabría elegir
sus gobernantes, que la escuela es el instrumento apto para
la formación de los ciudadanos en una democracia, que
es el medio idóneo para la "educación del
soberano".
Heredero
fiel del racionalismo y del iluminismo, el siglo XIX confía
–con fe ciega, con creencia mística– en
la razón y en su poder. El positivismo no permite angustias
y temores que no sean fruto de la ignorancia: sólo
el ignorante teme al trueno y a la tormenta o a los presagios,
porque los cree designios de fuerzas ocultas. El sabio entiende
los orígenes naturales de los fenómenos y sabe
que lo que aún desconoce llegará un día
a ser dominio cabal de los hombres: arribar a las últimas
causas y a las últimas explicaciones es sólo
cuestión de tiempo. Entretanto, el progreso indefinido
y constante es una doctrina que no se discute y a medida que
avance el saber se dará por añadidura, el perfeccionamiento
moral de los hombres, de la sociedad, de las instituciones
políticas. Pero ¿cuál es el medio de
que habrá de disponerse para obtener en todos los hombres
este cultivo de la razón, este ascender de la ignorancia
a la sabiduría? ¿Cuál es el hogar de
la razón? La respuesta fluye con espontaneidad irresistible:
la escuela es el medio por el cual la obra redentora será
lograda. Esta idea misional está presente en los textos
de las leyes educativas del siglo XIX, en los considerandos
de las fundaciones escolares, en los discursos y en las obras
de las grandes figuras de la política de ese momento
histórico. Se advierte con claridad en las disputas
tremendas que por el dominio de las instituciones escolares
se libran entonces, y que se conocen genéricamente
con la denominación de "luchas por la libertad
de enseñanza" y que con más precisión
podrán denominarse "la batalla por la escuela".
Pero fundamentalmente se advierte la presencia de la idea
redentora en el espíritu que presidió la formación
del magisterio: los soldados de ese gigantesco ejército
que habría de encargarse de la gran cruzada.
La
fundación de las bibliotecas populares es el paso consiguiente
y lógico: dotados del instrumento esencial –el
alfabeto– los hombres, desarrollarían sus facultades
hasta el punto mayor que les permitieran su voluntad y su
capacidad. La prensa libre –órgano fundamental
y único, por entonces, de la expresión de las
ideas y de la información indispensable– es el
otro pie del trípode sobre el cual se sienta el ideal
político del siglo. Escuela, libro y prensa: los tres,
refugio del pensamiento conceptual puro, de la palabra escrita.
Los tres, bases capitales de la obra de la redención
del hombre por intermedio del alfabeto. Instrumento de la
razón y llave maestra, consecuentemente, del progreso
de la humanidad.
Era
lógico, comprensible y casi indispensable que en el
siglo XIX la escuela asumiera integralmente esa misión.
Hoy ya no es así. Desde Miguel de Unamuno, y para decirlo
con sus palabras, los hombres de este siglo hemos comprendido
que además de la razón razonable y lógica,
existe la razón de la sinrazón o, como bastante
antes nos habían advertido sin que lo comprendiéramos,
que existen las razones del corazón que la razón
no entiende. Ahora hemos recordado que el hombre es, además
de un ser racional –cosa que no negamos–, un ser
de pasiones y que estas, a pesar de su irracionalidad, son
las que determinan en buena medida sus acciones y sus ideas.
Unamuno hizo comprender a este siglo algo que en verdad se
sabía desde antaño, pero que el iluminismo y
el positivismo habían hecho olvidar: que el hombre,
más que apasionarse para defender las ideas que su
razón le dicta, busca razones para sostener las ideas
que su pasión le impone. Por eso, y a pesar de la escuela
obligatoria y universal y de la obra titánica de los
normalistas y del magisterio, los pueblos –en América
como en Europa– no eligen siempre el gobernante que
les ofrece las mejores razones sino a los caudillos que agitan
sus pasiones. Porque lo irracional es también, parte
del hombre. Por eso Unamuno pudo reírse de la pedagogía
de su época en la obra tragicómica titulada
"Amor y pedagogía".
Hay
algo más. A fines del XIX o a principios del XX, la
escuela y por ende el alfabeto, los libros y la prensa escrita
de aquel entonces eran los únicos medios de comunicación
del pensamiento aptos para trasmitir un mensaje cultural cuyos
contenidos fueran más allá de formas de vida
simples o de rudimentarias técnicas de producción
y de trabajo. Hoy tampoco subsiste esa circunstancia. Existen
actualmente otros medios de comunicación del pensamiento,
cuyo poderío de penetración es, en cantidad
de personas a las cuales pueden llegar en lapsos reducidísimos,
y en fuerza para sacudir todos los resortes del espíritu
y no sólo a los racionales, incomparablemente mayor
que el poderío de la escuela. Era natural que el siglo
XIX encargara a la escuela y a las vías racionales
la formación de la unidad nacional y del ciudadano
democrático: no se disponía entonces de otros
medios ni se admitían otras vías. Pero hoy tenemos
a nuestro alcance recursos notablemente más poderosos.
La publicidad de la empresa moderna sí ha comprendido
esto, y es por eso que logra éxitos espectaculares
en los fines que persigue e impone sus mensajes, mientras
que para el logro de algunos altos ideales educativos seguimos
utilizando los viejos recursos de antaño y las exclusivas
vías racionalistas en que nos encarriló la concepción
de la centuria pasada.
Las
sorpresas políticas que se llevan honestos dirigentes
y excelentes hombres de Estado con tanta frecuencia en las
elecciones son otro ejemplo clarísimo, junto con la
publicidad, de esta nueva situación que a menudo los
educadores no ven y que la sociedad no acierta a explicarse.
En un magnífico libro –desdichadamente no divulgado
entre nosotros– titulado "I Cattolici e la scuola",
Giovanni Gozzer advierte a la Iglesia que es equivocado, además
de algo ingenuo, seguir confiando esencialmente en las instituciones
escolares para cumplir su misión educadora eterna,
es decir, la transmisión del mensaje de Cristo. El
"id y enseñad a todas las gentes", dice Gozzer,
es un mandato que debe ser cumplido mediante la utilización
de los mejores recursos disponibles. Hace cincuenta o cien
años la escuela pudo ser el mejor de esos recursos.
Hoy ya no: la superan, desde el punto de vista de la función
formativa integral, la prensa escrita –diarios y revistas–,
la radiofonía, el cinematógrafo la publicidad
comercial y la televisión.
Es
necesario, entonces, reubicar a la escuela en el mundo de
nuestros días. Repensar cuál es el papel que
le compete. Admitir que no es –que no puede ser–
la redentora de la humanidad, la institución encargada
de salvar al hombre de sus pecados de ignorancia, vicio y
miseria. No puede sustituir en esa tarea a tantas otras instituciones
y para cumplir la cual existen ahora muchos recursos nuevos,
más idóneos y más poderosos. No tiene
en sus manos "el destino de la patria", como suele
decirse en los discursos, aunque si no la reubicamos y la
creemos en condiciones de atender su obra ese destino será
incierto. Del sistema educativo en su conjunto y de la obra
de la educación en su integralidad sí depende
el porvenir de un país y, al fin, de la humanidad,
pero el sistema educativo entero y la obra integral de la
educación no son solamente las instituciones escolares
o, al menos, las instituciones escolares tradicionalmente
concebidas.
Lo
que estas tienen que hacer es sin embargo, muy amplio y decisivo.
Se les abre para el futuro inmediato un camino de grandes
y delicadas responsabilidades. Necesitaremos, por ejemplo,
multitudes de hombres que desde la escuela elemental manejen
diferentes sistemas de numeración, en cambio de entender
únicamente el de base decimal. Necesitaremos multitudes
con una formación matemática y científica
comparable a la que hoy alcanzan escasas minorías.
Necesitaremos enormes cantidades de técnicos en todas
las áreas laborales y una universalidad de población
de muy altos niveles intelectuales y de excelente formación
cultural básica. Necesitaremos enseñar a pensar,
a razonar y a aprender a todos, para que todos sean capaces
de mantener un ritmo continuado de aprendizaje y de utilización
de todos los medios modernos de comunicación e información
a lo largo de la vida entera. Pero la obra integral de la
educación, la formación del hombre, en fin,
y la "educación del soberano" y la formación
del ciudadano no corresponden exclusivamente a la escuela
y ni siquiera principalmente a ella. Es, en su conjunto, obra
de la sociedad en sí misma y de manera principal estará
a cargo de los llamados actualmente medios de comunicaciones
de masas.
Habrá
que descargar, pues, a la escuela de muchas tareas que hoy
se le exigen: despojarla de muchos contenidos que hasta hoy
han sido tradicionales en ella, como por ejemplo los de carácter
histórico, cívico, moral y social en los tres
o cuatro primeros grados, para que de esa manera –y
mientras otros medios se ocupan de esa parte de la labor–
la escuela esté en condiciones de cumplir aquellos
otros fines que ahora no alcanza satisfactoriamente.
La
escuela, como institución, no está llamada a
desaparecer. Sí a transformarse sustancialmente, lo
cual es algo diferente que modificar programas o métodos
o incorporar nuevos recursos didácticos. La tarea esencial
que cabe plantearse hoy es previa a toda transformación
tecnicopedagógica: hay que reubicar a la escuela en
el papel que el último tercio del siglo XX le tiene
asignado.
|
Tradición y reforma
Publicado
el 3 de febrero de 1970
No es de hoy, claro está, la oposición entre
tradición y reforma. Añadir a esto que en la
actualidad esa secular pugna cobra caracteres de extrema intensidad
debido a la increíble aceleración de los procesos
de cambio que se viven en el siglo XX, no pasaría de
ser una vulgaridad, aunque hace relativamente poco tiempo
que esa idea ha llegado a constituirse en dominio del hombre
común. Pero hay algo que, creemos, todavía no
se ha difundido suficientemente fuera de los ambientes restringidos
de unos pocos especialistas. Se trata de la singularidad del
proceso de oposición entre formas tradicionales y renovadas
en el campo de los sistemas educativos, o más propiamente
hablando, en el terreno escolar. Aquí las innovaciones
–y adviértanse la paradoja– tienen éxito
mientras no se altere la esencia del fenómeno educativo
o de la organización escolar: es fácil obtenerlo
cuando se postulan simples cambios metodológicos o
didácticos, pero los problemas serios surgen cuando
se intenta conmover desde sus bases el edificio tradicional
de la escuela en todos sus niveles para obtener, entonces
sí, transformaciones en profundidad. Es como si un
viajero acostumbrado desde larga data a cruzar el océano
en barco, aceptase de buena gana cualquier modificación
y modernización en los trasatlánticos –aire
acondicionado, mayor velocidad, circuito cerrado de televisión
interna, etc.–, pero se negase rotundamente a afrontar
el cambio esencial, es decir, a viajar en avión. Se
insiste en suponer que usar el pizarrón magnético
en cambio del viejo encerado, modificar un método para
enseñar matemática, o instalar retroproyectores
en todas las aulas representa una transformación importante.
No es así: se trata, simplemente, del antiguo barco
remozado y mejorado. Lo que importa es encontrar el nuevo
sistema educativo escolar adaptado a las necesidades del momento
histórico actual.
Las
razones ocultas
Toda transformación en profundidad de un sistema escolar
provoca, pues, una cerrada oposición, cuyos fundamentos
pocas veces son explícitos. Habitualmente, los argumentos
que se esgrimen no son sino cortinas de humo que disimulan
los verdaderos, y estos no siempre resultan conscientes para
sus sostenedores.
En
primer término, se debe recordar que las generaciones
adultas tienen una fuerte tendencia a ir pintando con tintes
dorados los años infantiles y juveniles. Subconscientes
mecanismos de naturaleza psicosocial empujan a la mayoría
de las personas a despojar a aquellos días de los recuerdos
menos gratos y a exaltar los más amables. Poco a poco
la vida escolar, en especial, se convierte en una especie
de paraíso perdido, aunque la realidad, en su momento,
estaba lejos de eso, y las narraciones ante hijos y nietos
se embellecen a medida que pasan los años. Por otra
parte, según transcurre la vida y comienza la nostalgia
de la juventud, nace un culto de naturaleza emotiva hacia
la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Pasar, entonces,
frente al establecimiento donde se cursaron los grados primarios
o los años secundarios, ver las mismas paredes que
nos albergaron y –si es posible– revivir las horas
transcurridas mediante el sortilegio de volver a sentarnos
en los mismos bancos termina por convertirse en una fuente
de emociones venturosas. Es por esto que hay gran número
de padres que desean que sus descendientes vayan a la misma
escuela que ellos frecuentaron: es, al fin, nada más
ni nada menos que satisfacer el profundo deseo del retorno
a la vida que el instinto de la paternidad lleva consigo.
Pues
bien: una transformación profunda del ámbito
educativo, del sistema escolar, significa la desaparición
de las posibilidades antedichas.
Esto
explica un fenómeno a primera vista inexplicable: ¿por
qué las personas que se ríen a mandíbula
batiente de sus propias vestimentas de un par de décadas
atrás, o que consideran ahora inaceptables comodidades
de sus viviendas que les parecían suficientes cuando
niños, nada dicen si sus hijos deben concurrir a escuelas
que les ofrecen instalaciones materiales idénticas
a las que ellos "disfrutaban" en su infancia? Obsérvese
que no es raro que algunas personas que realizaron estudios
en establecimientos de internados prefieran que sus hijos
sufran las mismas incomodidades y carencias de confort que
ellos padecieron, mientras en sus hogares no titubean en adoptar
de inmediato cuanta novedad aparece en materia de formas de
vida placenteras.
Hay
algo más, pero menos fácil de explicar. La aceptación
del cambio en cualquier otra circunstancia de la vida que
no sea la del ámbito educativo no exige una adopción
confesada y abierta. Queda siempre la posibilidad de disimular
que nos hemos dejado vencer por la novedad, o al menos de
proclamar nuestra adhesión incondicional a formas del
ayer, aunque la realidad nos imponga –mal que nos pese,
solemos decir– costumbres y hábitos diferentes.
La competencia y la lucha por la vida –como planteo
económico o de naturaleza psicosocial– nos obligan
a aceptar los cambios y a adaptarlos hasta hacerlos nuestros.
Negarnos a las nuevas modas nos lleva al ridículo,
al fracaso en la vida de relación, a un sentimiento
de vejez anticipada. Rechazar novedades tecnológicas
u organizativas puede ser la ruina de nuestra empresa o el
fin de una carrera profesional exitosa.
Pero
cuando aceptamos introducir el cambio en el sistema educativo
de las generaciones jóvenes, de nuestros propios descendientes,
ya no nos quedan excusas, no caben disimulos ni subterfugios.
La aceptación es consciente, la novedad se explícita
con claridad, exige ser impuesta en forma escrita y oficializada
mediante planes, programas o sistemas bien estructurados.
Enfrentamos, entonces, una aceptación que no podemos
negar mediante ningún artificio y que ni siquiera podemos
reconocer como impuesta por urgencias que nuestro sistema
de valores rechaza. El hombre que practica como empresario
o como profesional ciertas normas que antaño eran condenables,
puede encontrar modos de tranquilizar su conciencia; pero
si esas normas han de pasar a un programa de estudios, no
quedan más posibilidades que la aceptación consciente
y pública de que las viejas normas han caducado y nos
hemos entregado a las nuevas.
En
el ámbito político
Todo lo dicho vale, en buena medida, para las oposiciones
a las reformas educativas que esgrimen argumentaciones a favor
de una tradición de carácter nacional. Aquí
entran a jugar ciertas tendencias a la mistificación
de sistemas, leyes, instituciones y aún metodologías
que caracterizan fuertemente a la vida cívico-políticas
de algunos países latinoamericanos. Se da, entonces,
una apariencia de choque entre las renovaciones propuestas
con las formas tradicionales de los sistemas escolares, como
si lo que se pretendiera es dejar de lado valores permanentes
que esas formas tradicionales sostuvieron en su momento. Aquí
es muy útil recurrir a una comparación con un
ámbito muy apegado a las tradiciones: el de las fuerzas
armadas. En todo el mundo, los ejércitos se caracterizan
por una defensa muy fuerte de estilos tradicionales. Gustan
de mantener en uso sus viejos uniformes, sus antiguas denominaciones
y sus costumbres centenarias o milenarias. Pero para la acción
bélica concreta no dudan un segundo en recurrir a todas
las formas renovadas convenientes. En nuestro país,
los regimientos de caballería se siguen llamando de
esa manera, el arma subsiste en su denominación, y
se mantiene un número suficiente de hombres entrenados
para desfiles y ceremonias, pero en la realidad esos regimientos
están enteramente mecanizados. Y los soldados de la
guardia de honor de la corona británica desfilan con
sus mismos uniformes de hace décadas, pero no los usarían
ciertamente si tuviesen que pelear de verdad.
En
el ámbito educativo y escolar debemos hacer lo mismo:
mantengamos el culto debido al ayer, honremos los sistemas
y los métodos y las formas que nos dieron horas de
honra en el campo cultural y formativo, rindamos homenaje
a los hombres y a las instituciones docentes que constituyen
timbres de honor de una alta tradición pedagógica.
Pero al mismo tiempo alcemos los edificios, las organizaciones
y las formas renovadas que la realidad de nuestro tiempo nos
ofrece y nos exige. Mientras el viejo escritorio y el banco
del contador de cuarenta años atrás tienen un
lugar de respetuoso recuerdo y quizá de homenaje en
la gran empresa, son las modernas computadoras las que ahora
la llevan por la vía del progreso. Hagamos igual con
nuestro sistema educativo: enmarquemos para el culto que merezcan
como honrosas tradiciones las viejas formas escolares, pero
hagamos que las nuevas armas de que disponemos den a las generaciones
jóvenes y a nuestro país la formación
que el tiempo histórico impone como una cuestión
que no admite demoras.
Una
realidad insoslayable
Hay una realidad que excede el marco de lo pedagógico
y de lo escolar: el mundo se ha puesto a marchar con velocidad
alucinante después de la última guerra mundial.
La Argentina no ha seguido ese ritmo. Se ha abierto una brecha
inmensa entre países que estaban a nuestro nivel hace
veinte años. Esa distancia no hará sino aumentar.
O preparamos a los jóvenes de hoy para afrontar las
exigencias de la marcha que hemos de emprender, o nos confesamos
derrotados: en la capacidad de transformación de nuestro
sistema educativo se encierra la clave de nuestra capacidad
para ser una gran nación en el siglo XXI. |
La
escuela-museo
Publicado
el 26 de febrero de 1970
Mantener vivo el pasado mediante la conservación de
las exteriorizaciones materiales que lo representan es una
de las maneras de enlazar el presente con las tradiciones
propias de cada pueblo. Es innecesario destacar el valor que
esto representa o el mérito de las personas e instituciones
que se consagran a esa tarea. Afortunadamente para la Argentina,
en los últimos lustros se han multiplicado estas preocupaciones
por salvar los vestigios del ayer y cada día se difunde
más la convicción de que conviene ser prudente
antes de derribar o destruir todo lo que haya dejado de tener
valor funcional en la vida contemporánea. Se observa
así una generalizada actividad que procura conservar
viejos edificios o restaurar con fidelidad histórica
a los que aún no cayeron bajo la piqueta del progreso;
exhumar del olvido elementos diversos que muestran usos y
costumbres desaparecidos; y aún el gusto por lo que
llaman los franceses la "petit histoire", a la cual
son ellos tan afectos y que entre nosotros se ha difundido
menos, quizá por un escrúpulo que nos exige
mirar los hechos históricos bajo la lupa de la solemnidad
y hasta de la grandilocuencia...
Pero
hay un ámbito en el cual este tipo de actividad no
existe, o mejor dicho no puede existir, porque el ayer no
ha terminado por convertirse en recuerdo ni en testimonio
que sea necesario salvar del olvido, ya que coincide con el
presente. Es un terreno en el cual no hay edificios que restaurar
para saber cómo se vivía en su interior, porque
en esos mismos edificios centenarios o poco menos se siguen
cumpliendo actividades en nuestros días. No hace falta
que los estudiosos investiguen primero y nos digan después
cuáles "eran" los usos y costumbres de cincuenta
o de setenta años atrás porque son los mismos
que en la actualidad. No hay necesidad, en una palabra, de
hacer su historia para saber cómo vivieron en ese medio
nuestros abuelos, porque basta mirar qué hacen hoy
sus nietos o bisnietos para comprenderlo.
Se
trata, en una palabra, de la escuela de nuestros días,
que a pesar de las notables diferencias que separan a la sociedad
contemporánea de la de principios de siglo, continúa
prácticamente en el mismo punto que entonces.
El
continente y el contenido
Comencemos por los edificios: ¿hay, acaso, alguna diferencia
importante entre los edificios escolares de hace medio siglo
y los que hoy albergan a los niños nacidos hace una
década? En cambio, obsérvense las enormes diferencias
que separan a los hogares de hace cincuenta años de
los actuales. Más todavía: medítese acerca
de cómo han evolucionado la técnica de la construcción
y los criterios arquitectónicos, tanto en el aspecto
exterior como en el ordenamiento interior, con respecto a
la vivienda. Una casa de apenas 25 años atrás
es muy diferente en su estructura funcional con referencia
a otra construida hace un lustro, y si se quieren considerar
detalles bastará referirse a los cuartos de baño,
a las cocinas, a los elementos de confort o al mobiliario.
Son muy pocas las familias que habitan los viejos caserones
de antaño, y, en tal caso, estos suelen estar sustancialmente
modificados mediante la incorporación de elementos
modernos.
En
cambio, es corriente que los edificios escolares sean prácticamente
los mismos de aquellos tiempos. Resultan "nuevos"
o por lo menos no impresionan como antiguos los que "apenas"
tienen treinta o cuarenta años. Mientras que cualquier
medio de transporte, o un hotel, o una casa de departamentos
llama la atención cuando cuenta esa edad y sigue en
uso, y aún cuando generalmente están profundamente
transformados. Pero lo peor es que esos edificios escolares
tampoco han sufrido modificaciones de fondo en su estructura
interior, ni en su mobiliario ni en su funcionalidad.
Porque
–y he aquí el problema fundamental– también
en los contenidos escolares que dictan los planes y programas,
y en los métodos y sistemas, se sigue viviendo en el
ayer. Se estudia lo mismo que hace medio siglo, a pesar de
que se viven épocas tan distintas. Se hace caso omiso
de que la juventud y la niñez de este tiempo viven
inmersas en una circunstancia cultural muy diferente, que
torna innecesarios algunos contenidos, exige otros que no
se dan y requiere enfoques modernos para todos.
Tanto
el personal docente como los alumnos están sumergidos
en una sociedad bien llamada de consumo, y unos y otros –por
imperio de la formación familiar, de la que es fruto,
de la convivencia social y de la fuerza imbatible de los medios
masivos de comunicación y de la publicidad– están
auténticamente modelados dentro de la tónica
correspondiente, que incluye la utilización del crédito,
de las formas de pago diferidas y de los diversos sistemas
y métodos de financiamiento indispensables para la
vida actual. La escuela ignora ese mundo; sigue viviendo en
una época en la cual la virtud del ahorro al estilo
fin de siglo era la única norma de vida aceptable como
esquema económico de tipo familiar. La juventud debe
malgastar su tiempo escolar con lecciones válidas para
1920 0 1930 pero que nada significan en 1970, y esto por boca
de maestros y profesores que dicen –obligados–
lo que no sienten y enseñan lo que no practican. Lo
dicho es, solamente, un ejemplo. Multiplicarlo por cien, por
mil, es una tarea que sólo exige el tiempo suficiente
para recorrer detenidamente las páginas de todos los
programas de la enseñanza primaria o media. Quien se
tome ese trabajo descubrirá, entre otras cosas increíbles,
que la escuela media argentina no considera necesario brindar
a los adolescentes de ambos sexos ninguna clase de instrucción
sobre los lineamientos jurídicos de la sociedad conyugal,
verbigracia, o sobre los códigos de tránsito,
o sobre la legislación impositiva corriente y propia
de la vida hogareña, pero mantiene en pie un programa
de "economía doméstica" que enseña
a preparar conservas caseras y a quitar manchas de la ropa...
Formas
y procedimientos
Hay más: la organización interna escolar es
idéntica a la de antaño. Hoy, como a principios
de siglo, los niños deben juntarse –no decimos
agruparse, ya que con esto implicaríamos quizá
una selección de los grupos– en un grado o sección,
y necesariamente continuar hasta el fin de su escolaridad,
primaria o media, juntos, bien juntitos, perdiendo tiempo
unos, forzando la marcha otros, estudiando –o no–
lo mismo todos. No importa que uno de ellos esté excepcionalmente
dotado para el arte: aunque a los catorce años sea
quizá un notable dibujante, en primer año deberá
trazar los rasgos del mismo jarrón de yeso que otros
compañeros apenas si pueden garabatear. No importa
que sea ya un concertista de piano: para aprobar primer año
deberá "demostrar" que es capaz de solfear
los primeros ejercicios del primer volumen de enseñanza
de la música. No importa que desperdicie quizá
un brillante talento matemático visible desde los primeros
grados; deberá cursar matemáticas al mismo paso
que los restantes colegas de marcha.
Todos
juntos: la gradualidad se ha convertido en una regla áurea
de validez eterna. El grado, la "división":
esas son las constantes sin las cuales la escuela está
perdida. Como era en un principio en nuestro sistema escolar,
como parece que seguirá siendo a pesar de todos los
razonamientos en contrario... Diplomas, certificados: escalones
que ha que subir sin saltar ninguno aunque las fuerzas del
escalador sean aptas para otro ritmo. Cursos que se deben
completar sin que nadie pueda demostrar por qué o para
qué. La rigidez del sistema se implantó hace
ya mucho tiempo y continúa idéntica a sí
misma sin más discusiones ni análisis.
El
museo está en la escuela
El cambio no es en sí mismo, por sí mismo, un
valor. Pedir la novedad solamente por eso, porque es nueva,
carece de sentido. Desdeñar lo antiguo solamente por
esa condición es propio de los esnobistas. Pero cuando
en una sociedad todo se transforma; cuando nuestros hogares
son completamente diferentes en su aspecto material y en su
organización, funcional; cuando las empresas y el mundo
del trabajo se desenvuelven con procedimientos y mecanismos
radicalmente distintos de los de medio siglo atrás;
cuando las pautas culturales y los hábitos cotidianos
están profundamente cambiadas... Debe creerse que es,
por lo menos, extraño que la vida escolar siga idéntica
en el orden material, en los contenidos de estudio y en su
funcionalidad esencial.
Por
eso puede decirse que la escuela de nuestros días es
la escuela-museo. No es indispensable buscar, como en el caso
de las viviendas, el viejo caserón para mostrar a las
generaciones jóvenes cómo vivían sus
mayores: la escuela a la cual concurren hoy es bastante como
ejemplo. No es indispensable coleccionar detrás de
las vitrinas los objetos de uso corriente de sus abuelos:
el banco en el cual se sientan en el aula es testimonio de
ese pasado. No deben esforzarse los investigadores para explicarles
las formas de vida económica de sus antepasados: las
lecciones por las cuales merecerán ser aprobados o
no se lo aclaran suficientemente.
Mandamos
a nuestros hijos a una escuela-museo. No nos extrañemos,
entonces, si egresan desarmados para afrontar la realidad
contemporánea y si otros ámbitos reemplazan
–para bien o para mal– la tarea que esa institución
debía haber cumplido. |
El
desafío que no aceptamos
Publicado
el 20 de marzo de 1970
Nuestro país no escapó a la ola de difusión
y entusiasmo que en el mundo occidental provocó, en
su momento, "El desafío americano". A pesar
de que no es común que entre nosotros se den estos
fenómenos de los "best-seller" con tanta
frecuencia como suele ocurrir quizás en Francia o en
los Estados Unidos, este caso fue uno de los que mostraron
con toda su intensidad los caracteres de ese tipo de acontecimientos.
De pronto, con brusquedad –como corresponde– todo-el-mundo
comenzó a hablar de Jean Jacques Servan Schreiber y
de su obra. Claro está que ese todo-el-mundo se refiere
al ámbito de los hombres de empresa, de los economistas,
de los políticos, de los profesionales de cierto nivel,
de los hombres de estudio en general que además de
sus respectivas especialidades gustan de estar al día
con respecto a los acontecimientos mundiales y, por supuesto,
de los estudiantes y de los jóvenes que devoran ávidamente
todo cuanto sale a luz en letra impresa y tiene algo que ver
con los fenómenos sociales de esta hora, especialmente
si de alguna manera el tema enlaza con la penetración
de los Estados Unidos. Por semanas –hasta por meses–
fue punto obligado de conversaciones, de citas en cursos,
de comentarios en diarios y revistas. Inclusive, no faltaron
empresas que lo convirtieron en el libro obligado para los
procesos de actualización permanente de sus ejecutivos.
No mereció críticas hostiles y nadie –dicho
de manera general y al margen de lo que pueda haber ocurrido
en círculos restringidos de especialistas o en ámbitos
cerrados– refutó sus ideas capitales. Por el
contrario, se lo exaltó y se lo recomendó casi
como obra maestra de inexcusable conocimiento.
La
reacción que no se produjo
Frente a esa situación, y habiendo pasado ya un tiempo
respetable, cabe ahora preguntarse, con asombro, por qué
no se ha producido el fenómeno que debía darse
consecuentemente, sin demoras y con similares caracteres de
universalidad en los mismos ámbitos señalados.
Es decir, una vez que todo-el-mundo leyó, entendió
y aceptó las ideas centrales de "El desafío
americano" era lógico que inmediatamente se produjera
un estallido y que todo-el-mundo –esos empresarios,
esos funcionarios, esos profesionales, esos estudiosos, esos
ejecutivos, esos economistas– se lanzara a reclamar
un cambio radical, una mejoría sustancial, o por lo
menos un debate amplio, sobre el aspecto que para Servan-Schreiber
constituye la causa que ha determinado la ventaja enorme que
han sacado los Estados Unidos con respecto a Europa: la educación,
la formación de los recursos humanos, las inversiones
en materia de investigación.
La
ausencia de este movimiento de opinión carece, por
lo tanto, de sentido. Porque todas las suposiciones que se
intenten para entenderla conducen a una vía muerta
del razonamiento. Salvo que se admitiera que no existió
de verdad un tal "best-seller", pero eso queda refutado
por una realidad estadística y comercial. O que se
suponga –con grave ofensa para un alto número
de personas– que fueron muchos los que compraron el
libro y pocos los que lo leyeron. O, por último, que
efectivamente el volumen fue vastamente leído pero
no hubo unanimidad en la aceptación de sus ideas, conclusión
que también resulta absurda por contradecir las hipótesis
aceptadas de que hemos partido, pues está señalado
que en forma pública y generalizada no se han dado
esos rechazos.
Para
comprender lo sucedido hay que entrar, a nuestro juicio, en
el riesgoso camino de las interpretaciones psicosociales que
–lo sabemos– pueden conducir a errores garrafales,
pero no queda otra solución. Nos permitimos el riesgo:
creemos que la sociedad argentina vive una etapa de inmadurez
para la capacitación en profundidad de los problemas
económicos y sociales, lo cual lleva a muchos de sus
mejores cerebros y a la casi totalidad de los grupos dirigentes
a no advertir la estrecha, la necesaria, la clarísima
relación que se da entre esos problemas y el sistema
educativo nacional. Que es, precisamente, lo que ha visto
tan lúcidamente Servan-Schreiber.
Con
el libro en la mano
No faltará quien diga que exageramos al expresar que
la tesis central de la obra es que la educación y el
talento son la causa principal de los avances tecnológicos
y económicos. Permítasenos, entonces, una brevísima
recorrida por sus páginas.
Podemos comenzar por el principio, por el aforismo que el
autor pone en la portada. "Si das un pescado a un hombre,
se alimentará una vez. Si le enseñas a pescar,
se alimentará toda la vida". No se trata, como
puede verse, de que queramos forzar las cosas: no hay dudas
de que desde el comienzo se pone a la instrucción,
a la enseñanza, como solución de fondo de un
problema económico. Hay más: el prólogo
que el Instituto de Estudios Europeos de Barcelona añade
a la edición española que circuló entre
nosotros afirma: "Servan-Schreiber nos ofrece un diagnóstico
clarividente de los males colectivos de la sociedad europea.
La desconfianza erigida en institución, junto a un
deficiente esfuerzo educativo y de investigación, levanta
ante nosotros un muro que nos paraliza... solamente un extraordinario
esfuerzo será capaz de llevarnos a dar a la educación
generalizada y permanente... el valor que estos factores tienen
en los países cuyo ritmo de progreso supera claramente
al europeo...".
Pero
escuchemos, mejor, al propio Servan-Schreiber. Y conste que
el único problema que se nos presenta ahora es seleccionar
unos pocos de los muchos párrafos donde expone la misma
idea.
En
el capítulo IV dice ya que "lo que en la economía
contemporánea es fecundo y decisivo es la asociación
del factor de investigación con una infraestructura
industrial, medios de financiación y redes comerciales".
Pero en el VI, titulado "La espiral del crecimiento",
lleno de datos estadísticos económicos y financieros,
es mucho más claro. Su párrafo final expresa:
"En el último plano del éxito industrial
americano, distinguimos el talento de aceptar y de orquestar
el cambio. El avance tecnológico es consecuencia de
un virtuosismo en la gestión. Ambos son debidos a un
tremendo auge de la educación. No es ningún
milagro. América saca, en este momento, un provecho
masivo a la más rentable de sus inversiones: la formación
de sus hombres".
Todo
lo que podamos citar en adelante no hará sino reiterar
idéntico concepto. El capítulo VII, destinado
a analizar el famoso informe Denison, está casi enteramente
dedicado a la misma idea y destaca la conclusión de
ese trabajo, según la cual "la enseñanza
es el factor más importante, por cuyo motivo la sitúa
en cabeza de los factores económicos de expansión".
No se resiste la tentación de tomar frases sueltas
del capítulo siguiente, que trata del "gap"
tecnológico según opiniones de McNamara. Espiguemos:
En definitiva, este gap tecnológico, este gap de dirección,
sólo puede ser atacado en su raíz: la educación".
"En el terreno de la educación, Europa es débil.
Esta debilidad lleva camino de amputar su desarrollo. Europa
es débil en su educación general, débil
en su educación técnica y débil, sobre
todo, en su educación en materia de gestión
y dirección". Y termina: "Si Europa quiere
reducir el foso tecnológico que la separa cada vez
más del universo americano, debe, ante todo, mejorar
y generalizar su educación, en cantidad y en calidad.
Sencillamente, no hay otra manera de abarcar el problema".
Llegados
a este punto, tememos que abundar todavía más
en demostraciones de lo que queremos decir sea imprudente.
Bastará terminar con las palabras con que concluye
la obra Servan-Schreiber: "Las legiones, las materias
primas y los capitales han dejado de ser señales e
instrumentos de poder. Y las propias fábricas no constituyen
más que su signo externo. La fuerza moderna es la capacidad
de inventar, es decir, la investigación, y la capacidad
de aplicar los inventos a los productos, es decir, la tecnología.
Los yacimientos que hay que explotar no están en la
tierra, ni en el número, ni en las máquinas,
sino en la mente. Dicho con mayor exactitud, en la aptitud
de los hombres para la reflexión y la creación".
Lo cual es, si no creemos mal, un humanismo del más
puro estilo.
El
desafío incomprendido
En síntesis: los argentinos no hemos reaccionado ante
"El desafío americano" como era inexcusable.
Una empecinada ceguera nos conduce a no admitir que mientras
no se inicie en el país un vasto clamor por el perfeccionamiento
y la transformación de nuestros sistemas tradicionales
de enseñanza no tenemos posibilidad alguna de iniciar
la marcha hacia el progreso cultural, social y económico.
"La formación, el desarrollo, la explotación
de la inteligencia: tal es el recurso único. No existe
otro. El desafío americano no es tan brutal como los
que Europa conoció en su historia, pero es, quizá,
más dramático: es el más puro".
Este
es el desafío que los argentinos no hemos recogido.
Quienes deben hacerlo no son los educadores, ni los pedagogos,
ni los ministros de educación. O mejor dicho, no sólo
ellos; deben recogerlo los economistas, los empresarios, los
profesionales, los ejecutivos, los funcionarios de las diferentes
áreas del Gobierno. Y alzar entre todos un vasto clamor
nacional que exija a los educadores, a los pedagogos, a los
ministros de educación la puesta en marcha del gran
cambio. |
Una
ley-programa
Publicado
el 2 de junio de 1970
Desde que comenzó a forjarse la doctrina de la obligatoriedad
escolar –es decir, desde hace aproximadamente un par
de siglos– las discusiones en torno del tema han sido
abundantes y variadas. No interesa ahora seguir la evolución
histórica de los debates principistas, porque han sido
abandonados y superados hace mucho tiempo. Nadie discute ya
el derecho de los estados a imponer un mínimo de instrucción
a toda la población, siempre que esa instrucción
respete aspectos formativos que se entienden son el dominio
reservado a las familias o a la propia conciencia. En cambio,
lo que no ha cesado es el debate referido a las leyes que
imponen esa obligatoriedad, a los mejores medios posibles
para hacerla efectiva y a la extensión que debe abarcar,
ya sea en términos de años de escolaridad o
de contenidos de la instrucción. En la mayor parte
de los países del mundo –la Argentina no es la
excepción– se discute en la actualidad sobre
cuál debe considerarse el período adecuado,
o posible, mínimo, de esa obligatoriedad.
El primer factor: la ley
Corrientemente, suele aceptarse que la definición acerca
del punto anterior se da por intermedio de una ley que fije
ese período o marque los contenidos pertinentes. Al
concluir el siglo XIX, la casi totalidad de los países
europeos y americanos habían aprobado cuerpos legales
de tal naturaleza.
No
se tiene en cuenta, sin embargo, que estas leyes constituyen
una especie muy particular dentro del conjunto de normas que
la sociedad impone, de manera formal y con fuerza jurídica,
a sus miembros. Se trata de leyes caracterizadas porque el
sujeto sobre el que recae directamente la exigencia impuesta
es un miembro no responsable de la sociedad, por cuanto es
un menor, incapaz, por tanto, de cumplir sus deberes por sí
mismo e inimputable desde el punto de vista de las sanciones
consiguientes. Como ocurre también con la vacunación
obligatoria y algunos otros casos parecidos, la responsabilidad
jurídica recae de manera indirecta sobre otros miembros
de la sociedad, que son aquellos a quienes se les asigna el
deber de velar por los menores. Lo cual, como se comprenderá,
determina la primera y más grave dificultad, porque
la posibilidad de hacer efectivo el acatamiento de una ley
semejante es mucho más remota que en el caso de normas
que recaen en forma directa sobre los miembros adultos de
la sociedad. Esto explica también que las leyes de
obligatoriedad escolar encuentren siempre dificultades para
señalar la pena correspondiente. Las sanciones por
incumplimiento no son siempre factibles y a menudo resultan
de escasa importancia práctica. Sólo en las
últimas décadas se han encontrado métodos
efectivos, derivados de otras leyes sociales, pues la generalización
de los sistemas de salarios familiares o de asignaciones por
escolaridad de los hijos ha venido a constituirse, por añadidura,
en un excelente recurso en ese sentido. La suspensión
de los pagos por tales conceptos a quienes no acrediten el
cumplimiento de la obligación escolar por parte de
los menores a su cargo resulta de indudable importancia, claro
que solamente en los sectores amparados por ese tipo de salarios
o asignaciones.
La
realidad
Pero por encima de todas las leyes de obligatoriedad escolar
se impone la realidad, con sus matices económicos y
sus circunstancias de modos de vida, usos, costumbres y organización
social tradicional. Los años transcurridos desde que
se hicieron los grandes esfuerzos de instrucción pública
universal en Europa y en América demuestran que esa
realidad es la que en última instancia determina, al
margen de las leyes, la vigencia efectiva de la universalidad
de la instrucción. La miseria o las condiciones económicas
muy desfavorables son obstáculos insalvables que ninguna
norma legal puede superar. La falta de establecimientos educativos
al alcance de todos los grupos sociales, con posibilidades
de acceso cómodas y que ofrezcan un mínimo de
atracción o interés a dichos grupos, forma la
segunda condición insustituible para que se haga efectiva
la obligatoriedad.
En
estos momentos, todos los tratadistas aceptan, sin discusión,
que la obligatoriedad escolar no es una cuestión de
leyes, sino de circunstancias económicas y sociales.
En consecuencia, las discusiones de tipo teórico o
doctrinario son solamente de interés para los estudiosos
de la política-educativa o para las cátedras
superiores de asuntos pedagógicos. Desde el punto de
vista concreto no tienen mayor significación, pues
es aquella realidad la que impone la extensión verdadera
de la obligatoriedad de la instrucción.
Las
autoridades, entonces, si de verdad están preocupadas
por hacer efectiva la vigencia de una obligatoriedad escolar
de una determinada cantidad de años de duración
o que abarque determinados mínimos de contenidos culturales,
deben actuar sobre las condiciones económicas y sociales
del país, pues estas son las determinantes básicas.
Y esa labor –bueno es recordarlo, pues a pesar de su
simplicidad es una verdad que se olvida casi siempre–
no corresponde en primer término a los ministerios
de educación ni a los organismos encargados de la conducción
y supervisión de los sistemas escolares, sino a los
gobiernos en su conjunto y en particular a los funcionarios
y equipos responsables de las áreas correspondientes.
La
ley-programa
La ley o las leyes que se refieren a dicha obligatoriedad
no son inútiles, sin embargo. Por el contrario, representan
algo muy valioso. Como ocurre también con las constituciones
en los países americanos, pueden ser definidas como
programas de acción política o como compromisos
solemnes que los gobiernos y la sociedad misma asumen y ante
los cuales se disponen a obligarse en el futuro.
Una
ley de obligatoriedad escolar representa, pues, un programa
que el país que la aprueba, se compromete a llevar
a cabo. Es la expresión de una ambición que
esa sociedad declara tener, guiada por altas motivaciones
éticas. Es parte de lo que bien pudiera llamarse el
conjunto de las leyes "declarativas" que a semejanza
de los capítulos constitucionales sobre principios
y declaraciones doctrinarias define las bases del modo de
vida y de la filosofía política del cuerpo social
correspondiente.
La
extensión concreta que se fije, ya sea en número
de años escolares o de edad o en forma de contenidos
programáticos mínimos, señala la meta
a la cual se quiere llegar, es el norte que marca el rumbo
que en adelante habrán de seguir el gobierno y las
instituciones sociales hasta alcanzarla. Es un ideal, en fin:
esto significa que es una de las leyes fundamentales del país,
a pesar de su menor significación en la realidad cotidiana.
Hay
algo más todavía: el ideal señalado por
una ley de obligatoriedad escolar está en relación
con el proyecto o el ideal que se tenga para el país
en toda su dimensión social, política y económica.
Porque la ambición que indican las normas de la política
educativa en ese sentido tiene relación directa con
las ambiciones que el país entero abriga sobre su destino
en el concierto de las naciones.
Esto
es lo que explica el último carácter definitorio
de las leyes de obligatoriedad escolar. Contrariamente a lo
que ocurre con la mayor parte de las normas legales, no legislan
para el presente y ni siquiera para un mañana inmediato:
son nada más que expresiones de deseos para el futuro.
Significan una voluntad tendida hacia adelante. Exigen la
mirada puesta en el país de nuestros hijos y nuestros
nietos. Cuando Italia sancionó, hace poco más
de cien años, su primera ley de esta naturaleza –la
famosa ley Casati– no pensaba en primer término
en el heterogéneo conglomerado de regiones, de reinos
y de ciudades que se acababa de poner bajo el imperio de una
corona común y de la bandera tricolor, sino que miraba,
fundamentalmente, hacia la Italia grande, unida y par de las
mayores naciones de la tierra que era el sueño de sus
mejores espíritus.
Toda
ley de obligatoriedad de instrucción es, pues, una
ley-programa. Para discutir sobre ella no se debe mirar el
presente, dado que sobre la realidad que nos circunda su repercusión
es insignificante: desde este punto de vista es más
importante ocuparse de superar los problemas derivados de
las villas de emergencia o de la pauperización de las
campañas. Para definir los términos de una ley
de ese tipo es necesario que los habitantes de cada país
se pongan de acuerdo acerca del país que quieran ser
en el futuro. Entonces, el momento es oportuno para asumir
el compromiso y dictar la ley que, en adelante, obligue a
todos –pueblo y gobierno– a cumplir el ideal señalado. |
La
muerte de la escuela
Publicado
el 8 de agosto de 1970
Los problemas de nuestro tiempo tienen dos enemigos principales,
que constituyen los mayores obstáculos para solucionarlos
o al menos para encontrar las vías para superarlos.
El primero es el conjunto de las personas que se niegan a
reconocerlos. Viven aferradas a un pasado hoy inexistente
pero que para ellos es todavía lo que cuenta. Desconocen
empecinadamente la realidad y aún con honestas intenciones
provocan por reacción el agravamiento de las situaciones
que deberían resolver.
El
segundo enemigo está formado por quienes aprovechan
de esos problemas para explotarlos en su propio beneficio.
Traficantes de la confusión, apenas advierten los síntomas
de una enfermedad social, apenas atisban los primeros indicios
del conflicto –suelen estar dotados de aguda clarividencia
y de gran inteligencia–, se convierten en demagogos
del caos y buscan colocarse a la cabeza del desorden; aparecen
como los profetas de un futuro imprevisible, ignoran los valores
del ayer tanto como los anteriores desprecian el presente
y el porvenir, y encuentran de esa forma la oportunidad de
hacer fama intelectual halagando las pasiones de la juventud,
la credulidad de los ignorantes y la fe esperanzada de los
bien intencionados. Estos son más peligrosos que aquellos,
porque despiertan entusiasmos y aparentemente están
del lado de la buena causa, ya que siempre predican un mañana
luminoso o remedian las angustias y las dificultades con remedios
heroicos y aparentemente milagrosos. Los primeros, al menos,
afrontan el desdén de la juventud y sobrellevan, a
veces con dignidad, el peso de su error o de su incapacidad
para comprender lo que sucede y lo que sucederá. Los
segundos, en cambio, lucran con el renombre que otorga la
audacia, disfrutan de la fama que brindan las frases fáciles
o gozan de los favores de los jóvenes que ven en ellos
abanderados de sus ideas.
Unos
y otros detienen, en la realidad, el progreso de la sociedad
y dificultan las soluciones de fondo para sus grandes problemas.
Un deber de honestidad intelectual exige que los estudiosos
desenmascaren a los audaces y demagogos, aún a riesgo
de afrontar las consecuencias de seguidores engañados
o tan deshonestos como sus líderes. Y así como
se lucha contra la reacción de quienes, envejecidos,
nada quieren admitir de las novedades ineludibles de nuestro
tiempo, es necesario oponerse a quienes se convierten en sus
adalides para explotarlas en su propio y mezquino provecho.
Un
ejemplo
Todo lo dicho hasta aquí puede ilustrarse elocuentemente
con algo que está sucediendo en el terreno de los estudios
pedagógicos, en el campo de las cuestiones sociales
referidas a la educación y más precisamente
con referencia a los sistemas escolares y a las instituciones
escolásticas tradicionales.
Están
apareciendo grupos que han lanzado un grito de combate: la
escuela está muerta, afirman. La bandera alzada es,
sin duda, espectacular. A su sombra es fácil nuclear
a los ansiosos de novedades revolucionarias, a jóvenes
ambiciosos del camino fácil. Sirve para ocupar las
primeras páginas de los diarios y las revistas. Es
útil para elaborar renombres que en poco tiempo alcanzan
notable difusión. Despiertan entusiasmos que difícilmente
logran trabajos de alta calidad intelectual o de rigurosa
metodología científica. Son buenas plataformas
para sobrevivir en los campos universitarios donde los estudiantes
tienen tanta fuerza. Son una especie de seguro contra toda
acusación de aburguesamiento o de envejecimiento. Claro
está que para nada sirven como punto de partida para
resolver el problema real que hoy afrontamos, pero no es eso
lo que interesa a quienes las despliegan.
Hay
un problema verdadero
Porque lo grave de la cuestión es que quienes así
proceden no son tontos. Nada de eso. Son, desdichadamente,
muy inteligentes y su capacidad les sirve para advertir con
lucidez lo que otros no alcanzan a vislumbrar. La "muerte
de la escuela" no es un grito de mentecatos ni de adolescentes
irresponsables. Es, por el contrario, un sacudón que
sufre el cuerpo social porque efectivamente algo grave está
pasando. Frente a quienes nada comprenden de esto, la demagogia
se complace en lanzar sus grandes frases. Pero los problemas
subsisten. La verdad es que las instituciones escolares –especialmente
en los niveles de la enseñanza primaria y secundaria–
se han alejado exageradamente de la realidad social en la
cual están inmersas. La escuela, en esos niveles, representa
para niños y jóvenes una especie de cárcel
para sus inteligencias y sus apetencias culturales, porque
se empeña en sostener modalidades de trabajo, contenidos
intelectuales y regímenes organizativos que fueron
convenientes para el momento histórico en que esas
instituciones nacieron y se consolidaron, pero que son ineptos
para nuestra época y –sobre todo– resultan
casi ridículos para los tiempos que ya están
casi sobre nosotros. La escuela no comprende que como organización
destinada a trasmitir ciertos caudales de "información"
está totalmente superada por otro tipo de medios y
que las metodologías tradicionales que utiliza para
esa labor representan una especie de artesanía contemporánea
de los telares de mano, mientras existen ya otras que pertenecen
a la era de la informática. La escuela insiste en mantener
en sus planes y programas contenidos que los niños
y jóvenes pueden adquirir por sí mismos e ignora
otros que son indispensables para la vida contemporánea.
No quiere admitir que la multiplicidad de funciones que en
épocas anteriores le fueron asignadas representa un
agobio de tal magnitud que la conducen al fracaso ante la
imposibilidad de atenderlas todas. En una palabra: la escuela
no está muerta, pero no puede dudarse que está
gravemente enferma.
La
misión difícil
Frente a este panorama, lo difícil es admitir la realidad
y buscar las soluciones. Lo fácil es lanzar los grandes
gritos y conquistar aplausos. Presentarse ante los auditorios
preocupados por los problemas de nuestro tiempo y decirles:
no se ocupen más de este tema, no piensen más
en ello, no vale la pena el estudio y la investigación,
pues "la escuela está muerta"..., es el procedimiento
fácil, demagógico y deshonesto. Ponerse seriamente
a estudiar los síntomas, detectar las causas, recetar
los remedios que lentamente mejoren el panorama, proponer
las instituciones que puedan reemplazar a las que haya que
sustituir, distinguir las funciones que ya no habrá
que encomendar a la escuela de las que sí tendrá
que atender, investigar cuáles serán los regímenes
de trabajo y los procedimientos metodológicos que podrán
emplearse para superar los que actualmente resultan ineficaces,
crear, en suma, las novedades efectivamente útiles
que transformen esta institución envejecida en otra
actualizada: esa es la obra difícil que unos pocos
están empeñados en realizar. En recientes jornadas
educativas internacionales no faltaron quienes obtuvieron
los primeros puestos del renombre multitudinario lanzando
sus consignas demagógicas. Pero, afortunadamente, tampoco
escasearon las figuras de alto relieve intelectual que señalaron
los caminos de la seriedad por los cuales habrá que
transitar para hallar las transformaciones necesarias.
La
escuela es hoy un enfermo grave. Muy grave. Pero frente a
esa situación no nos dejemos arrebatar por el histerismo
de quienes se disponen a disputarle su presa al hado fatal
con las únicas armas de la negación de la realidad,
ni aceptemos dejarnos llevar por las banderías de los
aprovechadores. Sigamos la línea que marcan el estudio
y la reflexión. Aceptemos esa realidad, conozcámosla
con humildad y fervor socráticos y busquemos –luego–
la solución adecuada a los reclamos de nuestro tiempo. |
La
vida de la escuela
Publicado
el 26 de noviembre de 1970
Nuestro tiempo afronta una singular contradicción con
respecto al papel que las instituciones escolares deben cumplir,
e inclusive una grave confusión con referencia al sentido
de esas instituciones en el marco de la sociedad contemporánea.
Todo indica que este problema no hará sino intensificarse
en los años próximos y es probable que solamente
en los últimos lustros de la actual centuria el panorama
se clarifique suficientemente.
Por
un lado se afirma que la escuela es un tipo de organización
que ya está superada y que no vale la pena siquiera
ocuparse de sus defectos o carencias porque la sociedad del
futuro se arreglará muy bien sin ella. Son los que
predican "la muerte de la escuela" quienes alzan
esta demagógica bandera, con la cual nada solucionan
pero despiertan fáciles entusiasmos. La realidad indica,
empero, que la escuela está gravemente enferma por
la casi total desactualización de su régimen
de trabajo, de los contenidos que maneja, de la asignación
de funciones que le competen, y por la errónea ubicación
que asume dentro de una sociedad profundamente transformada
con respecto a la de pocas décadas atrás. Esa
realidad señala también que existen otros poderosos
medios de comunicación del pensamiento capaces de transmitir
mensajes o de proporcionar informaciones escolásticas
tradicionales y que el magisterio profesionalmente entendido
debe prepararse para desempeñar tareas de carácter
muy diferente de las que hasta ahora ha desempeñado.
Nuevas
misiones
Pero el razonamiento que se detuviera en el punto que hemos
analizado incurriría en el grave error de quedarse
en una parte del conjunto del problema y olvidar otras. Es
verdad que múltiples funciones y misiones que le fueron
asignadas a la escuela durante el período histórico
que marca el surgimiento de los sistemas educativos contemporáneos
ya no pueden ser asumidos hoy enteramente por ella, pero al
mismo tiempo han aparecido otras funciones y tareas que deben
ser realizadas escolarmente.
Teniendo
en cuenta la riqueza, en cantidad y en calidad, de los actuales
medios de comunicaciones de masas, estos están en condiciones
de efectuar directamente gran parte de la tarea formativa
que la política educativa del siglo pasado encomendó
a los establecimientos de enseñanza. La tecnología
educativa dispone de recursos que permiten brindar datos e
información de manera mucho más eficiente y
económica que mediante los procedimientos tradicionales
basados en la labor de carácter artesanal y casi individualizada
que implica la relación educador-educado. La organización
típica escolar en "grados" o "años"
que agrupan obligadamente a grupos de algunos cuya homogeneidad
esencial está dada por sus edades será, sin
duda, sólo un recuerdo antes que termine el siglo y
costará entender cómo durante tanto tiempo se
mantuvo férreamente una estructura interna de la tarea
escolar tan poco flexible, tan poco apta para cualquier necesidad
didáctica y tan poco fundada en la realidad evolutiva
de cada individuo.
Estas
reflexiones conducen naturalmente a pensar en una especie
de "achicamiento", institucional y fáctico,
de los sistemas escolares. Se ha dicho –y con razón–
que para conseguir los resultados que actualmente logra la
escuela, es sensato suponer que se pueda reducir la cantidad
de años de escolarización que se emplean y la
cantidad de horas cotidianas de tarea que hoy parecen convenientes.
Al
lado de este panorama se da otro totalmente diferente: las
estadísticas mundiales revelan que el aumento de escolaridad
para todas las capas de la población es un hecho indudable.
La evolución cultural y tecnológica del presente
demanda mayores índices de capacitación para
grupos cada día mayores dentro del total de habitantes.
Se
afirma –con acierto– que no existe posibilidad
alguna de desarrollo sin avances previos o por lo menos simultáneos
de la escolaridad general. El analfabetismo se ve no sólo
como una falta ético-política, como una deficiencia
que atenta contra la dignidad humana o que obstaculiza la
práctica de una auténtica democracia, sino también
como un impedimento para que los pueblos accedan a mejores
niveles económicos y se desenvuelvan dentro de elevados
criterios de organización laboral, de rendimiento,
de productividad. Para tareas que antes eran desempeñadas
exitosamente por personas que sólo habían concluido
la enseñanza primaria, ahora se requiere haber cursado
la escuela media. Sucesivamente los cargos superiores dentro
de las empresas privadas o en la administración pública
exigen niveles universitarios o terciarios que antes sólo
resultaban imprescindibles en muy baja proporción.
Finalmente,
empieza a admitirse que la escolaridad propiamente dicha,
es decir, el proceso de aprendizaje regular, metódico,
guiado, evaluado y certificado mediante algún tipo
de institución, no termina prácticamente nunca
durante todo el período de vida útil de los
hombres.
La
llamada educación permanente ha pasado a integrar el
conjunto de los problemas pedagógicos y político-educativos
de nuestro tiempo. Los graduados universitarios saben que
al salir de las aulas de las altas casas de estudio, lo único
que hacen es iniciar un período durante el cual la
profesión ocupará una parte mayoritaria de su
tiempo, pero que la asistencia a cursos, a seminarios, a "stages"
o servicios de actualización será una constante
para toda su existencia. Inclusive, ha comenzado a exigirse
legalmente la reválida de los títulos profesionales
después de lapsos determinados.
Entonces,
frente a este otro panorama surgen impresiones que hablan
de una especie de "agigantamiento" de la escuela,
de un crecimiento casi desmesurado de las instituciones escolásticas.
Comienza a parecer que la escuela dejará de ser la
etapa infantil o, a lo sumo, juvenil y se convertirá
en una inmensa organización que abarcará a todos
los hombres durante toda su vida.
La
vida de la escuela
La escuela es un enfermo grave, pero si está al borde
de la muerte es solamente porque el tratamiento que se le
practica es erróneo. Porque es un paciente que tiene
a la mano inmensos recursos capaces de inyectarle vida poderosa
y larga. Su mal consiste en que insiste en asumir funciones
que no le corresponden, habida cuenta de la aparición
de nuevos medios que pueden realizarlas mejor y más
económicamente; en mantener como fundamentales contenidos
de otro tiempo; en seguir basándose sobre esquemas
organizativos y procedimientos didácticos ineficientes
o ineptos para la actualidad. En cambio, si se decide a dar
el gran salto y transformarse en una institución dinámica,
flexible, estimuladora de las inteligencias en cambio de acopiadora
y transmisora de informaciones; si se resuelve a dejar de
lado los formalismos que sobre certificados, grados, títulos,
niveles y promociones elaboró durante tantos años
y que ahora la ahogan a ella y a la sociedad; si reemplaza
todos esos esquemas por una actividad enderezada a responder
a las verdaderas necesidades del hoy y del mañana;
si recoge de la sociedad la riqueza de contenidos que esta
ha elaborado a raudales en los últimos cincuenta años
y los incorpora a su seno; si se lanza con audacia por los
caminos inéditos de la tecnología educativa
y asimila los descubrimientos de la ciencia sin temores...
entonces la escuela se convertirá en una institución
de salud envidiable y duradera. La educación permanente
será una realidad; la escolaridad universal hasta muy
altos niveles no será una utopía y la vida de
la escuela habrá sido la respuesta a los gritos agoreros
que hablan de su extinción.
Pero
este destino de salud y poderío no será una
gracia generosamente otorgada sino una conquista duramente
alcanzada. Si quienes tienen bajo su responsabilidad el destino
de las instituciones escolares –desde los puestos de
gobierno educativo o desde los cargos docentes más
modestos– no se disponen a la tarea renovadora, la sociedad
no tendrá otro camino sino pasar sobre la escuela como
quien deja de costado organismos inútiles y recrear
nuevas instituciones que atiendan la misión cultural
que el porvenir exige. |
Reforma
y destino
Publicado
el 16 de febrero de 1971
Dentro de cada país, el sistema educativo alcanza sentido
y puede explicarse en función del futuro previsto o
deseado. Por eso, ninguna otra cosa se halla tan íntimamente
entrelazada con el destino nacional como el régimen
educativo, entendiendo por tal el conjunto de instituciones
y organismos de todas las jurisdicciones y de los diferentes
niveles y modalidades posibles. En consecuencia, cuando se
da en algún pueblo una coyuntura histórica en
la cual se produce una honda confusión en torno de
ese destino nacional, o una profunda disensión acerca
de cuál debe o puede ser tal destino entre los miembros
que componen el cuerpo social, necesariamente resultará
imposible lograr acuerdos satisfactorios en relación
con el sistema educativo deseable, y mucho menos en torno
de reformas o modificaciones que se quieran introducir dentro
del existente. De donde las dudas, las discusiones, los conflictos,
los errores y las incapacidades para montar adecuadas respuestas
en este terreno o para introducir acertadas transferencias
vienen a ser algo así como un síntoma cierto
de que un país padece uno de los más graves
problemas políticos: la falta de una idea generalizada,
subyacente en toda la sociedad, o al menos en sus principales
grupos dirigentes, acerca de su destino y su misión.
En
nuestro país se han sucedido durante el año
anterior algunas polémicas agrias y enconadas en torno
de experiencia educativas realizadas y de ciertos anuncios
con respecto a otras, que apuntarían a una posterior
transformación generalizada de nuestro sistema educativo.
Pero en esas polémicas ha faltado –salvo en ocasiones
aisladas– algo esencial, que es la referencia concreta
y clara a nuestro destino futuro como nación, como
pueblo con una misión que cumplir dentro de nuestras
fronteras y en el concierto continental y mundial. Esa carencia
se ha advertido desde dos ángulos, ya que por una parte
han faltado explícitas referencias al tema en la mayor
parte de las argumentaciones esgrimidas, y por otro lado no
se ha advertido que tomaran parte en las discusiones las instituciones
empresarias, gremiales, rurales, académicas o culturales
en general. Se ha asistido más bien a una discusión
limitada al ámbito docente o escolar, pero no a un
debate en el cual haya participado el país entero.
Inclusive en las esferas gubernativas, no se han oído
casi manifestaciones u opiniones de funcionarios, fuera de
aquellos que forman parte del ministerio que asume la responsabilidad
decisiva en el problema. Y no puede explicarse ni justificarse
esto por una actitud de discreción que lleva a esa
prudencia o silencio en cuestiones referidas al sistema educativo
y a las reformas que se pretenden, porque el gobierno de un
país es una unidad, y sus miembros integrantes participan
todo de una responsabilidad común en una acción
política que necesariamente compromete solidariamente
a unos con otros.
Destino
y perspectiva
La razón de estas ausencias es que los argentinos estamos
padeciendo como comunidad política aquella falta de
que hablábamos al principio: no hay lograda una coincidencia
mínima, suficientemente generalizada o extendida en
sectores mayoritarios, o al menos en los grupos dirigentes
más vastos con respecto a un proyecto nacional, a un
destino por realizar como nación. Entonces, necesariamente,
las discusiones sobre nuestro sistema educativo giran en torno
de un gran vacío y se nutren a sí mismas en
torno de problemas pedagógicos, didácticos o
de organización escolar que no pueden sustentarse fuera
de la base política que les dé sentido final.
Porque
si hay algo que no puede considerarse eludiendo la visión
prospectiva –tan difundida en la actualidad, a veces
con ribetes de disciplina seriamente fundada y a veces algo
cercana al libre discurrir de imaginaciones fértiles–
es todo lo que refiere al sistema educativo. Al margen de
una visión de futuro, todo lo referido a ese tema es
baladí y ni siquiera merece ser escuchado. Para ninguno
de los problemas inmediatos del presente que padecemos hoy
en la Argentina tienen importancia ni el nuevo sistema de
formación de docentes para el nivel elemental, ni el
nuevo curriculum experimental que acaba de aprobarse para
los tres primeros grados de las escuelas elegidas para el
ensayo, ni aceptar o rechazar una nueva estructuración
de los niveles y ciclos escolares tradicionales. El empresario
que solamente tiene en su mente la situación de su
empresa para los próximos dos o tres o a lo sumo diez
años no tiene, efectivamente, por qué preocuparse
del sistema educativo o de las reformas que se pretendan introducir,
porque nada significan para esa preocupación. Para
los gobernantes que, asimismo, se limiten a tratar de resolver
de la mejor manera posible las dificultades que el país
afronta ahora o las que se presentarán en los años
inmediatamente venideros, tampoco el tema escolar requiere
su tiempo o su atención. Pensar en la reforma del sistema
educativo se justifica o se entiende solamente cuando se comienza
a pensar en el país que tendremos de acá a veinte
años, por lo menos. Cuando el empresario llega a este
punto se da cuenta, en primer término, que dentro de
veinte años más –es necesario admitir
aquí generalizaciones muy amplias– su empresa
ya no será suya, sino de sus hijos, o de sus descendientes...
o de quien sea, pero de otra generación, en fin. Y
que también pertenecerán a otra generación
los empleados de la empresa, y los obreros, y los gerentes
y –cosa fundamental– los consumidores. Entonces,
necesaria y naturalmente, surge la reflexión en torno
del sistema educativo en el cual, ahora, está preparándose
para incorporarse a la vida adulta esa otra generación.
Por
lo cual se puede afirmar, sin temor a dudas, que la ausencia
de tantos sectores de la vida nacional con respecto al tema
de la reforma educativa, es un índice seguro de que
la visión prospectiva, la preocupación por nuestro
destino como nacionalidad, se halla o bien ausente o al menos
muy confundida entre nosotros.
Escuelas,
ferrocarriles, alambrados e inmigrantes
En el siglo anterior, la estructuración del sistema
educativo fue sólo una parte de una gran empresa nacional.
Fue un capítulo de una audaz tarea donde todo respiraba
visión de futuro y apenas preocupación por el
presente inmediato. Desde la conquista del desierto al tendido
de las líneas férreas; desde la introducción
de los alambrados y el mestizaje de los ganados hasta la incorporación
multitudinaria de inmigrantes hasta la fundación de
escuelas primarias y el dictado de leyes de instrucción
obligatoria, todo formaba parte de la ejecución de
un gran proyecto nacional. Las discusiones parlamentarias
y públicas sobre el régimen educativo formaban
parte de la polémica en torno del destino del país.
Al margen de cualquier juicio valorativo, es indiscutible
que lo que se hizo en ese entonces fue en un todo coherente
con una acción de gobierno que no era el proyecto de
un ministro o de un grupo de hombres sino la decisión
de un pueblo que miraba adelante.
La
palabra que falta
Se ha dicho que en los países latinoamericanos las
constituciones nacionales alcanzan el significado de programas
por cumplir; tienen un sentido esencialmente programático.
Son, más que otra cosa, postulaciones que guían
la tarea de gobierno, ideales que deben ser alcanzados, pautas
que señalan el rumbo. Ello puede ser así cuando
existe conciencia explícita o subyacente de ese rumbo,
cuando se sabe adónde se quiere llegar, aunque la meta
sea apenas entrevista. La Argentina necesita recobrar conciencia
de un destino, y a partir de allí no podrá eludir
la discusión, entonces sí generalizada, sobre
su sistema educativo y sobre las bondades o defectos de las
reformas que se quieren introducir. Porque la verdad es que
no son las opiniones de los sectores directamente vinculados
a los ámbitos escolares o pedagógicos las que
importan principalmente en un primer momento. Su turno –al
margen del derecho que poseen como ciudadanos, como miembros
de la comunidad, pares de los restantes– viene después
que haya dado su palabra la sociedad en su conjunto, a quien
la escuela y el sistema educativo sirven. Lo que el país
espera ahora es esa palabra que falta: la de los empresarios,
las instituciones rurales, las academias, los grupos políticos,
los organismos culturales y científicos. La reforma
educativa cobrará entonces sentido en función
de un destino. |
Puede
ser tarde
Publicado
el 25 de febrero de 1971
Pondremos una hipótesis a modo de ejercicio mental
con el objeto de llegar, mediante ella, a ciertas conclusiones.
Como tal, esa hipótesis puede desarrollarse hasta donde
queramos, siempre que sea lógica consigo misma, respete
las premisas tomadas como punto de partida y que la dosis
de imaginación con que trabajemos no pase de una medida
aceptable como para poder trasladarla a otros planos sin excesivo
esfuerzo. Supongamos entonces que en un país cualquiera
se debate la reforma de su sistema ferroviario, es decir,
que se presentan planes controvertidos con referencia a las
dimensiones óptimas de las redes en exploración,
la frecuencia de los servicios, la supresión o instalación
de ramales, la interconexión de vías, el tipo
de material rodante más conveniente y, finalmente,
las ventajas, riesgos y dificultades de la electrificación
total del sistema. La polémica podría alcanzar
grados intensos y comprometer partidos políticos, grupos
económicos y sindicales, afectar ideologías
y se mezclaría, por supuesto, con cuestiones sociales
bastante complejas. Como es frecuente, este debate podría
durar mucho tiempo. No es difícil admitir que una polémica
de esta naturaleza pueda llevar varios lustros, quizá
décadas. No es suponer un desatino si decimos que en
el país en cuestión –siempre hipotético,
recuérdese– corren cerca de treinta o cuarenta
años en discusiones y enconados encuentros entre diferentes
sectores acerca del tema y que, sin embargo, el sistema ferroviario
no ha encontrado todavía el camino de su transformación,
aunque, eso sí, todos están de acuerdo en que
debe ser transformado.
Imaginemos
entonces cuál habría de ser la reacción
si de pronto alguien se atreviera a decir públicamente
que la discusión ha perdido importancia, que ya no
vale la pena ocuparse de mejorar o reformar el sistema ferroviario,
porque constituye un medio de transporte superado por avances
de la técnica y que lo que conviene es que el país
se lance a la implantación de los nuevos medios de
transporte que tornarán superfluo, o por lo menos muy
poco significativo en el conjunto, al viejo sistema ferroviario.
Y si esta audaz afirmación resultara cierta, el país
comprendería que había perdido el momento oportuno
para transformar su sistema ferroviario y que ahora está
gastando energías muy grandes y derrochando hombres
y recursos detrás de una reforma que quizá llega
tarde, porque se debió haber hecho antes y hoy apenas
si interesa. En fin, y para decirlo de otro modo, sería
como si un anciano padre de familia, que se apegó durante
años y años a la conservación de un viejo
modelo de automóvil, resistiendo las argumentaciones
que a favor del cambio hacían los hijos y los nietos,
se decidiera por fin a seguir esos consejos y advirtiera entonces,
asombrado, enojado y confundido, que las jóvenes generaciones
restan importancia a su resolución, ni miran con interés
a ningún tipo de automóvil porque lo único
que usan son otros medios, más modernos y radicalmente
distintos, para trasladarse de un lugar a otro.
Como
hipótesis de trabajo, hasta aquí todo lo dicho
puede admitirse y cumple las condiciones dentro de las cuales
habíamos prometido situarnos. Veamos ahora si existe
algún sector de la realidad social al cual pueda aplicarse
o que esté amenazado por la cercanía de fenómenos
parecidos.
El
sistema escolar y la educación
El sistema escolar, o la escuela, si se quiere, es a la educación
lo que es sistema ferroviario a la necesidad del transporte.
Es decir, un modelo de organización destinado a satisfacer
una función que la sociedad debe cumplir obligatoriamente.
Para llenar las necesidades del transporte, durante largos
siglos se recurrió a determinados medios. A partir
del siglo XIX se añadió el ferrocarril, que
pasó a convertirse en el más importante hasta
que en el XX aparecieron otros, que en ocasiones lo han desplazado
y a veces compiten a la par, aunque en algunos aspectos sigue
siendo irreemplazable.
Igualmente,
durante la gran mayoría de los siglos que atraviesa
la historia del hombre, las necesidades educativas fueron
satisfechas por la humanidad al margen de la escuela y de
los sistemas escolares, que tan sólo servían,
durante esos tiempos, para pequeñísimas, casi
ínfimas minorías y para algunos poquísimos
contenidos muy especializados. A partir del siglo XIX la escuela
y ulteriormente los sistemas escolares representan, en cambio,
un paso indispensable para la satisfacción masiva de
las necesidades educativas de la sociedad. Actualmente, por
eso y por identificar la educación con el sistema escolar
actuamos como si fuera de aquellos esta no existiera. Hemos
olvidado que jamás desaparecieron las antiguas modalidades
formativas y que identificar los sistemas escolares con la
función educativa –como otros estudiosos han
explicado ya, algunos desde las columnas de este diario y
varios en obras contemporáneas de alto nivel–
representa una reducción equivocada y que conduce a
numerosos errores conceptuales y operativos.
En
nuestros días se da otra circunstancia que ha empeorado
las derivaciones de aquella postura: la aparición de
los medios de comunicaciones de masas, que desde el punto
de vista de la educación entendida como formación
integral tienen un poder extraordinariamente superior al de
los sistemas escolares tradicionales. Y mientras ocurre que
en el país continúan –desde hace tanto
tiempo– discusiones interminables acerca de la mejor
manera de transformar y perfeccionar nuestros viejos sistemas
escolares, la realidad indica que los fenómenos educativos
más importantes, los de mayor valoración ética
y los que alcanzan hondo significado político, no los
está conduciendo el sistema escolar sino nuevos medios
que actúan por sí mismos al margen de todo sistema.
Quizá
las nuevas generaciones piensen ahora en otra cosa
Como pasaba con los ferrocarriles de nuestra hipótesis,
ha ocurrido que la "función" educativa, como
la necesidad del transporte, se cumple ahora preferentemente
por otras vías, gracias a nuevos y poderosísimos
recursos que no existían hace cincuenta años.
Entonces, bien podría acaecernos que alguien nos sorprendiera
de pronto y nos dijera que no vale la pena discutir tanto
en torno de la reforma de un sistema escolar que quizá
ya no haga falta... Y nos encontraríamos –como
aquel viejo padre de familia que meditó tanto antes
de decidirse a cambiar su antiguo modelo– con que cuando
nos dispongamos, al fin, a dar los pasos necesarios para la
reforma, las nuevas generaciones nos miren desdeñosas
porque han puesto sus intereses en otros métodos, en
otros sistemas, en otros recursos educativos.
No
se trata de un exceso de imaginación. En un reciente
congreso internacional sobre asuntos educativos, el director
de un instituto mexicano de alta jerarquía afirmó
que ha llegado el instante, particularmente para América
latina, de pensar si debemos disminuir los años y las
horas de escolaridad propiamente dichas –o sea la metodología
educativa de carácter escolar según pautas tradicionales–
y buscar la forma de reemplazarlas por otro tipo de actividades
que cumplirían el mismo fin pero dentro de modelos
organizativos muy diferentes de lo que entendemos por escolarización.
No olvidemos, tampoco, que personas que difícilmente
podrían ser consideradas como fantasiosas o imprudentes,
como son las personas que componen el Consejo de Administración
del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo, acaban
de aprobar un proyecto de preinversión que compromete
sumas muy altas para estudiar la factibilidad de un sistema
regional latinoamericano de televisión educativa vía
satélite. Por último, tengamos en cuenta que
lo que importa es satisfacer bien, con la máxima eficiencia
y economía, una función necesaria de la sociedad,
como es la educación, con todas las múltiples
y complejas modalidades que ello significa en un sentido integral,
manejando la totalidad de los contenidos culturales que desde
las técnicas a los conocimientos y a las pautas de
conducta deben ser utilizados. Para ello, no ha de caerse
en la confusión de identificar el medio, el sistema
escolar, con la función, la educación.
Meditemos,
en consecuencia, y preguntémonos serenamente si no
se nos habrá ido ya demasiado tiempo en discusiones
y si no estaremos argumentando en torno de asuntos que pueden
importar menos de lo que creemos.
Porque
los regímenes de evaluación y de promoción,
y las equivalencias entre planes diferentes, y los conflictos
entre jurisdicciones, y las metodologías de enseñanza
y de aprendizaje, y la cantidad de años de escolaridad
o de horas de clase, y la validez de los certificados y de
los títulos, y tantas otras cuestiones parecidas configuran
una casi inacabable polémica que no sale, empero, de
los moldes del sistema escolar tradicionalmente concebido.
Se corre el riesgo de que en cualquier momento las nuevas
generaciones nos miren desdeñosas y nos digan, con
la impavidez con que la juventud suele hace caer a los mayores
desde sus suficiencias a menudo inocentes, que esta reforma
llega un poco tarde. Porque de lo que se trata ahora –quizá
nos digan– no es de reformar el sistema escolar sino
de superarlo o de reemplazarlo por algo radicalmente diferente. |
Los
grandes temas
Publicado
el 5 de mayo de 1971
El actual ministro del Interior, en su primer mensaje a la
opinión pública, al anunciar la rehabilitación
de la actividad política en la República, expresó:
"Queda abierto el debate de los grandes temas nacionales".
Es necesario precisar el sentido exacto de esas palabras,
puesto que no podría afirmarse que durante el último
lustro un debate semejante haya faltado de manera absoluta.
Pero al declararse oficialmente rehabilitadas las actividades
políticas que se habían intentado prohibir en
junio de 1966, ese debate se reencauzará formalmente
por la vía de los partidos e instituciones de carácter
político. Eso es lo que hasta hoy faltaba y eso es
lo que ahora se abrirá ante la ciudadanía como
posibilidad que le era negada. La importancia de este punto
es grande. Porque los partidos políticos son agrupaciones
de hombres con una ambición fundamental: la conquista
del poder. Ese objetivo representa el carácter esencial
que distingue a los partidos políticos de cualquier
otro tipo de entidad o agrupamiento de personas. Por supuesto,
la conquista del poder no es –al menos en las agrupaciones
de espíritu democrático y en los ciudadanos
con intenciones de bien público– un objetivo
en sí mismo, sino el medio que se pretende obtener
para la realización de logros previamente establecidos
en las plataformas, programas o postulaciones doctrinarias
de cada partido. En consecuencia, la diferencia que, de ahora
en adelante, presentará el debate en torno de los grandes
temas nacionales, es que lo sostendrán, también,
los grupos que pretenden llegar al poder para realizar en
la práctica las ideas sostenidas durante su desarrollo.
No
es poca cosa la mencionada diferencia. Porque, en efecto,
significa algo radicalmente distinto expresar ideas, por cualquier
medio, con el afán de difundirlas, de convencer a la
opinión pública, de exponer teorías o
de sugerir caminos, que hacerlo con la intención directa
de ponerlas en ejecución apenas se alcance el poder
político que así lo permita. No queremos decir
que una cosa sea más importante que la otra, ni que
la responsabilidad ciudadana tenga en una u otra ocasión
más alta dignidad. A veces, la primera labor es el
paso previo indispensable parra la segunda, y es el camino
que prefieren transitar por vocación o por capacidad
especial algunos espíritus. Pero no cabe duda que es
inmensa también, y por sobre todo decisiva, por las
razones apuntadas, la importancia que adquiere cualquier tema
cuando está en manos de los dirigentes y los partidos
políticos.
Las cuestiones educativas
Y bien: entre esos grandes temas que de ahora en adelante
deberán encarar los ciudadanos por vía de las
agrupaciones políticas, no podrá faltar, naturalmente,
todo lo referido a las cuestiones educativas. Quienes hasta
hoy, o desde mucho tiempo atrás pero particularmente
en los últimos años –impulsados quizá
por razones históricas y generacionales no elegidas–
han meditado con preocupación cerca de los cambios
profundos que en todo el mundo se presentan en los ámbitos
escolares, han seguido con espíritu crítico
las circunstancias argentinas en esa materia, han participado
o tomado postura en lo que en ese campo está ocurriendo,
esperan ahora que el debate acerca de los grandes temas nacionales
incluya con valentía y altura las cuestiones educativas
más profundas.
Una
exigencia inexcusable
Los hombres y las agrupaciones que tomen parte en esa discusión
programática, tienen una obligación ineludible:
sostenerla mediante planeamientos claros, concretos, definidos,
no recurriendo al empleo –desdichadamente fácil
y abusivamente utilizado– de grandes palabras, de frases
altisonantes o de referencias efectistas a posiciones ideológicas
o doctrinarias que por sí mismas nada resuelven. En
materia educacional existe –triste es reconocerlo–
una viejísima tradición caracterizada por el
empleo reiterado de latiguillos oratorios o de párrafos
vacíos que eluden cuidadosamente las definiciones y
los problemas reales. Muy poco valor tendrán, por ejemplo,
las referencias al papel protagónico de los docentes
en la foja del destino de la patria o el reconocimiento verbal
de su altísima dignidad profesional. Lo importante
será explicar sin subterfugios cuáles son los
topes salariales que los maestros y profesores de todos los
niveles y jurisdicciones merecen, las posibilidades ciertas
de que la sociedad pueda pagárselos y las medidas efectivas
que en el orden económico general habrán de
tomarse para obtener ese resultado.
Es
innecesario repetir que el país afronta un grave déficit
de construcciones escolares, o que los estudios superiores
deben estar abiertos a todos aquellos jóvenes deseosos
y capaces de proseguirlos.
El
gran debate que protagonicen los grupos políticos deberá,
en cambio, entablarse sobre datos estadísticos precisos;
considerar los mejores procedimientos técnicos y económicos
par un plan vasto de construcciones; concretar cifras sobre
costos previstos; incluir probabilidades de realización
por lapsos estimados. Las posturas de agitación social
y las frases demagógicas no han resuelto todavía
en ningún país del mundo, la incapacidad de
las aulas para acoger estudiantes universitarios ni para satisfacer
sus demandas de una instrucción de buena calidad. El
debate habrá de decir cómo solucionar el problema
y no limitarse a encender las polémicas o a azuzar
las pasiones.
Hay
muchos otros puntos que conmueven hoy a los ámbitos
escolares tradicionales. No sólo en nuestro país
sino en el mundo entero las cuestiones menudas concretas han
pasado a convertirse en asuntos de discusión general.
Proposiciones específicas forman parte de los programas
partidarios en ciertas naciones, pero son –reiteramos–
ideas definidas no declamaciones vagas. En Gran Bretaña
por ejemplo, la iniciativa de las escuelas comprensivas –revolucionaria
novedad dentro de un sistema tradicional hondamente arraigado
en la sociedad– es parte indisoluble del programa laborista,
aunque ello no signifique que los conservadores quieran echarla
por tierra.
La
inclusión o no del latín en la nueva escuela
secundaria de primer grado de los italianos originó
una apasionada discusión en el Parlamento, y la reforma
del sistema de exámenes para aprobar el famosísimo
y secular bachillerato se constituyó en polémica
nacional en Francia.
Entre
nosotros tenemos graves problemas que merecen atención.
Graves y concretos, aptos para reposiciones técnicas,
fundadas en criterios estadísticos, científicos
y de oportunidad práctica. Bastaría citar –a
modo de ejemplos tomados al azar– la introducción
de la matemática moderna en todos los niveles de la
enseñanza; la transformación de la metodología
habitual para el aprendizaje de las ciencias biológicas;
la opción entre criterios disímiles para la
enseñanza de la lengua nacional; la promoción
automática en la escuela primaria, la promoción
por núcleos de asignaturas en cambio del sistema por
años de estudios en la escuela media; las propuestas
para organizar estudios secundarios de carácter polivalente
y politécnico en reemplazo de la conocida armazón
de orientaciones paralelas, cada una de las cuales conduce
a caminos diferentes y cerrados; la formación del personal
docente; la accesibilidad universal para los estudios de nivel
medio; la deserción escolar y el abandono prematuro
de las aulas; la falta de igualdad de oportunidades para los
niños, adolescentes y jóvenes de distintas situaciones
sociales y económicas o que habitan regiones diversas
del territorio; la conveniencia de que sea el gobierno nacional
o los gobiernos provinciales los que atiendan directamente
el servicio educativo en sus diferentes niveles y modalidades.
La lista podría alargarse casi indefinidamente, pero
solamente hemos querido mostrar la vastedad que la problemática
educativa alcanza en estos momentos en la Argentina.
El
pasado y el futuro
Como punto final, convendría citar otra expresión
del breve discurso del ministro del Interior a que hemos referencia:
"La historia –dijo– se escribe pensando en
el pasado y se hace pensando en el futuro". Quizá
en ningún otro caso sea de mejor aplicación
esta feliz expresión como en el educativo. Porque no
bastará apelar a una gloriosa tradición educativa
y pedagógica para resolver los problemas que se plantean
en un mundo de implacables exigencias y de características
absolutamente distintas de las de un siglo atrás. Para
escribir la historia del sistema educativo argentino disponemos
de un material riquísimo y de una tradición
que impone el homenaje de los mejores espíritus. Ese
ayer puede servir también –debe servir–
de inspiración espiritual permanente y de línea
rectora con referencia a los grandes principios políticos
e institucionales. Pero para hacer el sistema educativo que
la Argentina necesita hoy, no queda otro camino sino pensar
en el futuro y adoptar una actitud mental creadora y audaz. |
El
rendimiento escolar
Publicado
el 27 de mayo de 1971
Unos de los temas que constituyen actualmente preocupación
constante dentro de los estudios pedagógicos y de política
educativa es el del rendimiento escolar. Durante los últimos
dos o tres lustros ha alcanzado importancia creciente. Los
organismos internacionales le dedican atención preferente
y la Unesco acaba de iniciar tareas de largo plazo tendientes
a considerarlo con el mayor detenimiento. Afírmase,
además, que América Latina es el continente
que debe ocuparse con más interés que ningún
otro acerca del problema –tesis que no entraremos a
discutir ahora– porque su tasa de crecimiento demográfico
es la más alta del globo.
Ello
determina un proceso constante de rejuvenecimiento de la población,
es decir, que los porcentajes de menores de quince años,
en relación con el total de habitantes, siguen una
línea de aumento constante. Por lo tanto, las exigencias
que el continente deberá afrontar en el provenir inmediato
no harán sino crecer, y un escaso rendimiento del sistema
educativo agravará las dificultades, que ya son muy
serias.
Creemos
sin embargo, que los enfoques que hasta hoy se realizan acerca
de la cuestión mencionada presentan un defecto capital,
consistente en tener en cuenta solamente un elemento de juicio
para juzgar la calidad del sistema educativo.
Suele
utilizarse como dato exclusivo para calificar el rendimiento
escolar el proporcionado por los índices de retención,
o sea los porcentajes de alumnos que concluyen el ciclo, nivel
o etapa de escolaridad considerada. Según que esos
porcentajes sen mayores o menores se entiende que el rendimiento
es, respectivamente, mejor o peor. Teóricamente, el
grado óptimo se lograría cuando la retención
llegara al 100% (o sea: el total de alumnos inscriptos en
el primer año del sistema aprueba el último
durante el lapso normal fijado para cursar la etapa considerada).
Es lo mismo que decir que la deserción es igual a cero.
Entre uno y otro extremo se sitúan, consecuentemente,
todas las variantes posibles.
Los
datos que faltan
Cualquier persona habituada a análisis de rendimiento
en otros campos observaría de inmediato que no puede
extraerse un juicio valorativo fundado solamente sobre la
cantidad de productos obtenidos por un sistema. Falta, en
efecto, considerar la calidad del producto y el costo que
ha demandado. En el terreno empresario, el rendimiento se
mide por estos tres datos combinados.
La
calidad puede medirse, cuando se trata de materiales tipificados
según normas objetivables y aceptadas más o
menos universalmente, de manera precisa. (Es un fenómeno
distinto que esa calidad se disimule, u oculte, o falsee por
cualquier motivo: lo que importa es que en un marco de estudio
científico sea posible fijarla con precisión).
El
costo tiene en estos casos un parámetro de referencia
que no admite discusiones: debe ser tal que rinda ganancias,
que resulte rentable a la empresa productora.
Es
inútil elaborar productos de óptima calidad
y en número aceptable para la demanda previsible pero
a un costo que pone a la empresa fuera del mercado por razones
de competencia. Es inútil también abaratar los
costos sacrificando calidad hasta el punto de que disminuyan
las ventas porque el público no acepta niveles inferiores
a los que necesita.
Es
sabido, por último, que los cálculos de costos
se relacionan con las características generales del
sistema productivo. Lo que es un buen rendimiento para una
empresa puede ser deficiente para otra. Lo que importa es
que cantidad, calidad y costo, del producto son los tres datos
indispensables para tener una idea aproximadamente completa
del rendimiento de una empresa.
Lo
que se está olvidando cuando se analiza el rendimiento
escolar es que no basta –para formular juicios de valor
a su respecto– saber cuántos alumnos egresan
de un sistema, sino, además cuál es la calidad
de esos egresados y cuál es el costo que debe afrontarse
para ese resultado.
La
calidad y sus imprecisiones
Lamentablemente, en este caso no existe la posibilidad de
efectuar análisis objetivos y de validez universal
porque se carece de marcos referenciales que así lo
permitan. La calidad del producto –cuando se trata de
un alumno que concluye la escuela primaria, o de un médico,
o de un profesor de enseñanza media– no se puede
medir como se hace con otras clases de productos que son fruto
de empresas industriales. Sin embargo, en ciertos casos y
hasta ciertos límites pueden intentarse definiciones
de parámetros, básicos, que al menos en algunos
aspectos de importancia permitan valoraciones de carácter
objetivo. Así, por ejemplo, en la enseñanza
primaria, media y profesional de nivel medio es factible,
lograr evaluaciones serias con respecto a ciertos objetivos
fundamentales de la tarea escolar.
Porque,
en efecto, el problema del "malogro" de que habla
la Unesco –con una locución, a nuestro juicio,
de dudoso gusto– o de la deserción, no puede
darse por resuelto simplemente si aumenta el porcentaje de
niños que concluyen la escuela primaria: es indispensable,
además, que esos niños egresen con un dominio
aceptable de cierto tipo de contenidos culturales y con una
capacitación instrumental buena para desenvolverse
en actividades sociales, familiares, personales, cívicas
y laborales previamente determinadas. No basta que las escuelas
de comercio –pongamos un ejemplo clarísimo referido
a nuestro país– aumenten la retención
y que la deserción disminuya de un 60 a un 30% (pongo
cifras imaginarias).
Será
indispensable, además, entre otras cosas, observar
y medir si esos egresados escriben a máquina bien,
regular o mal. O si directamente no saben escribir a máquina
bien, regular o mal. No adelantaríamos mucho si la
escuela primaria obtuviera porcentajes mayores de egresados
que leyeran mal, que escribieran dificultosamente o con pésima
ortografía, que carecieran de un dominio mínimo
de los instrumentos básicos del pensamiento y de la
operatoria matemáticos. De alguna manera, pues, es
indispensable que el dato sobre la calidad de los egresados
se tenga en cuenta, porque lo importante es evitar la deserción
escolar pero no para obtener egresados de cualquier manera
sino buenos egresados.
Costos
El asunto de los costos es algo más complicado, porque
aquí las dificultades para conseguir cifras confiables
y válidas se intensifican al punto que en ocasiones
parece ser imposible todo cálculo serio al respecto.
Además, se corre siempre el riesgo, de que entienda
mal lo que se quiere decir. Subsiste, todavía, el prejuicio
de que considerar aspectos de esta naturaleza es dejar de
lado altas consideraciones de valor ético, cuando no
surge la sospecha de que lo que se pretende mediante estos
enfoques es subordinar los fines educativos a estrechas, mezquinas
o indebidas consideraciones económicas.
De
todos modos, llegar a conclusiones sobre el costo del producto
–es decir, del egresado– dentro de un sistema
educativo, es asunto arduo. Quizá, a pesar de los mayores
esfuerzos, sólo se conseguirá llegar alguna
vez a cifras de validez aproximada. Es necesario intentarlo,
a pesar de todo. Pero una vez alcanzada esa meta, queda otra
dificultad: ¿cómo estimar si ese costo es aceptable,
excesivo o bajo; si se debe rebajar o si es justificado solicitar
incrementos presupuestarios?
El criterio de rentabilidad es impracticable, aunque numerosos
intentos han procurado sacar conclusiones acerca de la productividad
resultante de los diversos grados y niveles de escolaridad
alcanzados por individuos y por países. Pero esos estudios
nunca han sido suficientemente representativos ni aceptados
en estricta ortodoxia económica y científica.
Además, su aplicación como único marco
de referencia resultaría, entonces sí, contradictoria
con fines más elevados y de naturaleza no económica.
En consecuencia, no queda otro camino que el de estudiar los
costos de un sistema escolar y referirlos a las reales posibilidades
de la sociedad.
Como
en todo proceso parecido, el principio que debe guiar los
esfuerzos de los analistas del tema y de los especialistas
en pedagogía, en didáctica, en organización
y en administración escolar, debe ser obtener el mejor
producto con el menor costo. Lo contrario sería no
sólo un absurdo sino incomprensible. Si se puede enseñar
a un niño a manejarse a la perfección con un
idioma extranjero con un costo determinado, no existe razón
alguna para que la sociedad –por más que disponga
de recursos y tenga la mejor voluntad para invertirlos en
educación– lo haga mediante un costo doble. Pero
como generalmente la disponibilidad de recursos es escasa
y la voluntad no suele ser la mejor, se comprende más
todavía la conveniencia de seguir aquel principio elemental.
Una
vez aplicado ese principio se llega –supongamos–
a un costo. ¿Cómo juzgarlo si el criterio de
rentabilidad no sirve? Pues habrá que hacer jugar dos
factores y llegar a un equilibrio entre ambos: la capacidad
verdadera de la sociedad para afrontar ese costo y la calidad
del producto que se quiere obtener. Porque de un mínimo
de calidad no se debe bajar. Lo contrario sería un
engaño y en última instancia terminaría
por constituirse en un gasto improductivo. Es fácil
bajar costos a expensas de la calidad de la enseñanza.
Si no se provee de máquinas de escribir a una escuela
comercial los costos del sistema educativo disminuyen, pero
si los peritos mercantiles egresan sin saber escribir a máquina
se ha engañado a los alumnos, a sus padres, a la sociedad...,
y al fin lo gastado, aunque poco, no ha sido sino un derroche.
Se
debe, pues, fijar un nivel mínimo de calidad para el
producto, o sea para los egresados. Luego, se considerará
cuánto es de verdad lo que la sociedad puede gastar
para lograrlo, y no queda más solución sino
extremar el ingenio para alcanzar esos niveles mínimos
de calidad con los recursos indispensables para llegar a los
mínimos niveles de calidad predeterminados.
El
rendimiento
Entonces se podrá hablar de que un sistema escolar
alcanza buenos, deficientes o malos niveles de rendimiento.
La retención –o ausencia de deserción–,
la calidad de los egresados y el costo óptimo son los
tres datos que deben conjugarse para llegar a juicios válidos.
Obtener
el equilibrio indispensable entre estos tres elementos constituye
–especialmente para los países de menores recursos–
un imperativo inexcusable. La obligación de alcanzarlo
comprende a los docentes, a los especialistas en asuntos educativos
y a los gobernantes. Podría decirse que es el problema
esencial de la política educativa de nuestro tiempo.
Los planteos que ignoren esta posición pueden ser más
fáciles para lograr resonancias populares, captar voluntades
o hacer demagogia. Pero nunca brindarán soluciones
de fondo a los problemas educativos contemporáneos. |
El
sistema y sus víctimas
Publicado
el 19 de agosto de 1971
Desde su estructuración y difusión universal,
aproximadamente a partir del siglo XIX, la humanidad ha contado
con los sistemas escolares como el medio idóneo para
sacar a luz los recursos humanos de mayor capacidad en el
campo intelectual y volcarlos, a través de estudios
y carreras de nivel medio o superior, hacia las tareas requeridas
por una sociedad en constante evolución. Siempre se
citaron las excepciones. Eran esos genios rebeldes, inadaptados
que no toleraban el ambiente escolar y que, sin embargo, más
tarde brillaban en las artes o en las ciencias. En ocasiones,
se mencionaba también al alumno señalado por
la escuela o sus maestros como decididamente incapaz de rendir
bueno frutos y que luego, ya adulto, pasaba a formar parte
de la historia de los grandes cerebros. Pero todo ello constituía,
al fin, lo anecdótico, lo ocasional. Podía,
inclusive ser útil por aquello de que "la excepción
confirma la regla". Representaba uno de los caracteres
propios de las naturalezas fuera de serie y se admitía
que formaba parte de una estructura en la cual esos fenómenos
resultaban casi lógicos o necesarios.
Desde
hace tres o cuatro décadas está empezando a
suceder algo diferente. Menos propicio a la cita anecdótica
pero mucho más grave.
Los
sistemas educativos formales, o sea el conjunto de instituciones
escolares que deben ser recorridas regularmente, de una en
una, sin retrasos o adelantos que sobrepasen ciertos límites
muy estrechos, cumpliendo cuidadosa y disciplinadamente todas
sus pautas de organización y acatando sus estilos operativos
internos al pie de la letra, siguen, como antes, produciendo
una amplia cantidad de recursos humanos más o menos
capacitados para desenvolverse en las circunstancias culturales
de nuestro tiempo. Pero, ¿se ha meditado en la cantidad
de recursos que derrochan, que expulsan de su seno y que esterilizan
tanto para ellos mismos como para las necesidades de la sociedad?
Es creencia generalizada entre abundantes estudiosos de estos
problemas que del total de abandonos del sistema escolar –ya
sea en su nivel más alto o a lo largo de sus diversos
niveles parciales– un altísimo número
está formado por elementos de muy buena capacidad a
los cuales el sistema expulsa de sí con ligereza o
que, lo que es peor, el sistema obliga a alejarse.
Esto
no es todo, sin embargo. Quizá, ni siquiera es lo más
importante. Hasta ahora nos hemos referido solamente a los
recursos humanos que "caen" del sistema educativo
formal. Son los alumnos que las instituciones escolares expulsan
de su seno y pasan a formar parte de la inmensa legión
de seres humanos acerca de los cuales siempre quedará
pendiente el interrogante sobre sus auténticas capacidades.
Pero hay necesidad de referirse, también, a los que
concluyen el sistema, a quienes aprueban sus escalones sucesivos
y egresan con títulos, certificados o diplomas que
acreditan, legítimamente, capacidades específicas
o una formación determinada. ¿Se sabe si efectivamente
se ha aprovechado de verdad el material de que se disponía
cuando ese elemento humano comenzó su actividad intelectual
institucionalizada dentro del sistema y si se han desarrollado
sus aptitudes hasta el punto máximo de sus posibilidades?
Porque hay voces que acusan de algo tremendo: dicen que un
número muy considerable de todos esos egresados representan,
contrariamente, un achatamiento de sus mejores posibilidades,
un oscurecimiento de sus dones originales, un apocamiento
de sus facultades creadoras. Sostienen que muchos de esos
egresados han ido dejando en el camino de las formalidades
cumplidas a lo largo de los años, desde el primer grado
de la escuela primaria hasta el último de la enseñanza
media, sus virtudes de imaginación su afán investigador,
sus inquietudes científicas o sus intereses artísticos.
De tal manera que, en estos particulares momentos históricos,
justamente cuando la humanidad se encuentra ante la necesidad
de no derrochar uno sólo de sus talentos, cuando las
exigencias de mentes preparadas hasta los mayores niveles
se hacen cada día más altas, surge la duda sobre
el papel que en verdad cumplen los sistemas educativos formales.
Es decir, no se sabe bien si tales sistemas educativos –de
carácter obligatorio, que no permiten a nadie desenvolverse
en el seno de la sociedad si no se los cursa íntegramente
y si no se satisfacen todos sus requisitos organizativos y
operativos de manera acabada están aprovechando los
recursos humanos originarios de un pueblo o si están
derrochándolos y a menudo esterilizándolos.
Si
esto fuera así, o, nada más que algo de todo
esto fuera efectivamente cierto, estaríamos frente
a uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. Es inútil,
sin duda, pretender probanzas científicas al respecto.
Es casi imposible elaborar metodologías aceptables
para la comprobación o el rechazo fundados de la hipótesis
expuesta. Lo único que se puede hacer es tenerla presente
en todo instante, y con ella, como foco iluminador de nuestras
observaciones, analizar detalle a detalle y minuto a minuto
lo que sucede en esas instituciones escolares cuestionadas.
Es probable, entonces, que encontremos ejemplos significativos
acerca de su falsedad o de su exactitud.
Por
nuestra parte, no titubeamos en sostener que la aceptamos
como válida en un amplísimo número de
casos. Creemos, inclusive, que los egresados de los sistemas
educativos formales de nuestro tiempo que conservan intactas
sus facultades creadoras, sus dotes de imaginación,
sus afanes de trabajo mental y sus inquietudes personales
por el avance de las ciencias y de las artes son elementos
que han conseguido, por algún azar del destino o por
mérito de sus propios dones, salvarse de los caracteres
opresivos y deprimentes de un ámbito que han debido
tolerar por largos años.
La
humanidad, entonces, llegado este instante, debe empezar a
preocuparse de una categoría que hasta hoy ignoró,
porque no suponía su existencia: se trataría
de las víctimas de los sistemas educativos formales
y obligatorios. Es decir, de todos aquellos buenos recursos
humanos que no pudieron tolerar la rigidez de los esquemas
operativos obligatorios de los largos años de las instituciones
escolares y han quedado fuera de los mercados de trabajo jerarquizados
y de la posibilidad de brindar sus talentos a la sociedad.
Y además, de todos aquellos que han conseguido soportar
la situación y han egresado con sus certificados en
la mano, pero han dejado en el camino jirones de sus aptitudes
definitivamente sepultadas.
Creemos
que ha llegado, en esta materia, la hora de la verdad ¿Se
ha meditado alguna vez en la inmensa cantidad de recursos
humanos que jamás podrán transitar ya nunca
los caminos de una buena formación y aptitud matemática
por la ineptitud metodológica de la organización
escolar vigente en la escuela primaria y en la enseñanza
media? ¿Se ha reflexionado acerca de la escasísima
cantidad de talentos orientados hacia las áreas de
las ciencias nada más que porque el tipo de tareas
escolares suele anular, más que despertar y orientar,
los tan habituales entusiasmos infantiles o juveniles en ese
terreno? ¿Se piensa, acaso, en las inmensas posibilidades
de creación artística o artesanal que encierran
las manos de los niños y de los adolescentes y que
se ven frustradas por gastar sus horas en ejercicio o tareas
de absoluta inutilidad?
De
acuerdo con las formalidades rígidas de os sistemas
escolares actuales, aún los más capacitados
en el dominio de lenguas extranjeras deben cumplir los programas
elementales en cada instante de su vida estudiantil, aunque
se aburran o se harten.
Nadie
puede pasar por sobre la aprobación formalista de materias
tales como dibujo o música, aunque personalmente supere
no sólo a todos sus compañeros en condiciones
y dominio de esas asignaturas sino aún al mismo docente.
El grado, la división, la sección, es la cárcel
en la cual queda encerrado de por vida mientras dure su etapa
escolar, y allí dentro todo niño, todo joven,
sea cual fuere su natural condición mental o sus características
sociales, debe mantenerse, por años y años,
cumpliendo todas las normas, todos los requisitos, pensados
para un "tipo-ideal" que en la realidad no existe
ni existirá jamás.
Muchos
de los grandes hombres de la humanidad son producto de la
obra de los sistemas educativos. Pero es probable que junto
con ellos exista un número incalculable de otros hombres
que no son sino víctimas de esos mismos sistemas. Es
casi seguro que esta circunstancia ha comenzado a darse en
las últimas décadas cada vez con mayor intensidad.
Todo indica que si no se producen rectificaciones muy profundas
en los lustros del porvenir inmediato, esas víctimas
llegarán a ser tan abundantes y los males tan graves,
que la sociedad se verá obligada a tomar medidas proporcionadas
a la seriedad del mal. La más indicada será
eliminar las exigencias reglamentaristas que impiden a los
talentos desarrollar sus aptitudes, al margen de las formalidades
rígidas de los sistemas educativos y "dar a cada
uno lo suyo", es decir, la posibilidad de actuar, de
trabajar, de progresar y de servir sin preocuparse de las
exigencias formales cumplidas burocráticamente sino
de sus reales aptitudes y capacidades.
|
|