Artículos Publicados en el diario La Nación

El tiempo de los jóvenes

Publicado el 8 de mayo de 1969

La vida contemporánea, en las sociedades que se desenvuelven de acuerdo con el ritmo que imponen la evolución tecnológica y las formas actuales del trabajo, se caracteriza por un aprovechamiento intensivo del tiempo, llegándose a considerar el derroche de este elemento inmaterial como un vicio insoportable. Inclusive el tiempo libre –la gran conquista de las masas en los países más desarrollados– suele ser utilizado con prisa, ya sea en los viajes, en las distracciones, aún en la meditación. Pero no pretendemos hilvanar reflexiones, en torno de un tema que ya ha merecido profundas exégesis y agudos comentarios, como asimismo superficiales enfoques y apresuradas críticas. Sólo nos interesa destacar, como principio, que al margen de los juicios valorativos que sobre el fenómeno en cuestión puedan hacerse existe consenso unánime sobre la necesidad del hombre contemporáneo de aprovechar con intensidad todos los minutos de su tiempo, pues la complejidad de la civilización de nuestros días no permite gastar sin medida un material que es imposible recuperar una vez perdido.

Pero –y he aquí lo que nos preocupa– pareciera que concepto tan claro e irrefutable sólo alcanza a un sector de la humanidad: el que integran los adultos, pues los niños y los jóvenes, en sus etapas formativas, se ven obligados a malgastar su tiempo de tal manera como si aquella preocupación universal por su aprovechamiento no tuviera vigencia para ellos.

Los programas escolares

Una rápida revisión de los programas escolares de los niveles primario y medio revelaría prestamente la magnitud del fenómeno que señalamos. Son incontables los temas que colman la actividad diaria de los niños y jóvenes sin responder a una verdadera necesidad o que se suceden monótonamente a lo largo de sus vidas de alumnos obligados a repetir año tras año el estudio de los mismos asuntos sin terminar nunca de incorporarlos definitivamente como un dominio cultural propio, fruto de una elaboración auténtica que, una vez lograda, no se pierde jamás. Ello exige una labor ímproba a los estudiantes y gasto de energías y tiempo a los docentes, energías y tiempo que la sociedad en su conjunto debe pagar, además, sin obtener provecho por ello. Buena parte de las horas de clase debe invertirse en lecciones cuya utilidad real es más que dudosa, mientras otras cuestiones fundamentales quedan sin disponibilidades para ser tratadas. El exceso de temas es otro elemento que agrava el proceso, pues es ante la imposibilidad de atender a un fructífero desarrollo de cada uno de ellos se termina por “cumplir” el programa dejando constancia, de cualquier manera, de la consideración de la totalidad y de esa forma sólo se logra que ninguno sea verdaderamente asimilado.

El rendimiento nunca evaluado

Pero hay algo peor que el problema que antes señalamos referido a los contenidos inútiles. Es el fenómeno del rendimiento escolar, tema sobre el cual se habla bastante pero poco se hace. Cuando un docente por incapacidad técnica o por errores de procedimiento, lleva a un grupo grande de alumnos a un bajo nivel de rendimiento, que en ocasiones puede ser igual a cero o muy poco más, ha cometido una falta gravísima contra los niños o los jóvenes puestos bajo su responsabilidad: les ha hecho derrochar una enorme cantidad de tiempo que nadie podrá devolverles. Los alumnos de una escuela comercial que salen de sus aulas después de haber aprobado todos los cursos reglamentarios de taquigrafía y de mecanografía, pero que en realidad no dominan esas técnicas, han gastado estérilmente horas y horas preciosas –porque quizá nunca tengan en el futuro esa disponibilidad de tiempo que su adolescencia les brindaba– y luego, y ahombres o poco menos, deberán robarlas al descanso o al trabajo productivo para aprender lo que en su momento la escuela no les brindó ¿Y qué decir de tantos y tantos estudiantes universitarios, que en medio de jornadas abrumadoras para cumplir las exigencias de las carreras superiores y quizá para satisfacer a la vez sus necesidades materiales deben encontrar todavía tiempo para aprender una lengua extrajera que debían haber llegado a dominar en las aulas secundarias? ¿Quién responde ante el derroche de tiempo a que fueron empujados, que les fue consentido, o que a veces les fue exigido?

La responsabilidad de la escuela

Es verdad que en muchos casos el desaprovechamiento del tiempo se debe a la negativa posición de los jóvenes: la escuela debe tomar entonces las medidas reglamentarias consiguientes y, por lo tanto, en los ejemplos mencionados ninguno de aquellos estudiantes podría haber aprobado sus estudios secundarios. Pero abundan –casi diríamos que son cosa de todos los días– las ocasiones en que los mismos docentes, las autoridades escolares o las imposiciones de los planes y programas obligan a niños de corta edad o a adolescentes llenos de vida a estériles pérdidas de tiempo.

Exigir a chicas o muchachos de catorce, quince o dieciséis años a permanecer inmóviles o sin trabajo efectivo durante una, dos o más horas en un día o en una semana por ausencias de profesores que no pueden suplirse por una deficiente organización escolar es una responsabilidad que no cabe a los estudiantes. No proveer de suplente a un grado cuya maestra titular se encuentre en uso de licencia, y prolongar esa situación por semanas, es una falta de respeto flagrante por el tiempo que están perdiendo esos niños y que significa minutos y horas ideales para el aprovechamiento de disciplinas fundamentales. Encargar tareas innecesarias: obligar a la repetición de ejercicios en cantidades notoriamente superiores a lo que un buen criterio didáctico aconseja; imponer tareas que a nada conducen; exigir decoraciones superficiales; todo es índice de que los criterios de aprovechamiento del tiempo que se usan para la vida adulta no rigen para los menores.

El tiempo más valioso

Y sin embargo, el tiempo de los niños y jóvenes tiene un valor singular y especialísimo. El de los adultos puede medirse quizá en términos de productividad, de mercancía entregada a la sociedad bajo cualquier especie. Hay toda una casi-ciencia contemporánea referida al tema de las “horas hombre” que se aplica a cualquier rama de las actividades humanas de nuestro tiempo, y a ella recurren siempre las empresas y aún los Estados para la planificación y análisis de todas las tareas que ejecutan o que han de realizar. Pero parece que esa idea del rendimiento no se aplica a la “hora niño”, a la “hora joven”. No se advierte que éste es el tiempo más valioso, porque no está hecho de una productividad efectiva sino de perspectivas que nadie llega a conocer. Nos e puede medir porque es puro futuro, es horizonte abierto e infinito. Una hora derrochada del trabajo de un adulto es un perjuicio mensurable que tiene una cifra que lo encierra: alta o baja no puede pasar nunca de un límite preciso. Las horas perdidas de la niñez o de la adolescencia por incompetencia pedagógica o por imposiciones reglamentarias erróneas significan pérdidas cuyos límites jamás podrán establecerse, porque nadie puede decir hasta dónde habría de llegar una aptitud escondida, una vocación oculta, una semilla que no encontró suelo propicio. Lo que un adulto no ha hecho hoy puede hacerlo mañana de cualquier manera: aunque con déficit de rendimiento, llega a la meta. Pero existen etapas que no se repiten: lo que no se logra en determinadas edades de la vida no se puede obtener más tarde. A pesar de lo cual, la vida escolar corriente, mientras sigue exigiendo tareas innecesarias, o demandando lapsos excesivos para otras, deja muchas aptitudes sin descubrir, muchos dones sin desenvolver, muchas capacidades naturales sin aprovechar.

Aprendamos a respetar el tiempo de los niños y de los adolescentes. Y cuando no tengamos seguridad de que lo habremos de emplear adecuadamente, es preferible dejar a ellos mismos la disponibilidad de sus horas, porque, al fin, el ocio creador y libre en los instantes de la vida en que la imaginación despliega sus alas más poderosas puede ser mejor inversión que una tarea escolar aburrida y de dudosa finalidad.


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La inflación pedagógica

Publicado el 27 de junio de 1969

En uno de sus últimos libros, Jean Piaget nos previene contra los peligros de la “inflación semántica” que se viene produciendo en el campo de los estudios pedagógicos, esto es, la aparición de un vocabulario novedoso, cada día más amplio pero carente de significación realmente originales. Se nos ocurre que el tema –que personalmente hemos considerado, aunque sin utilizar esta denominación, en oportunidades anteriores– merece ser atentamente analizado, porque entendemos que ya ha excedido los límites de un fenómeno semántico para pasar a convertirse en un verdadero caso de “inflación pedagógica” del cual el aspecto semántico no es sino su manifestación exterior.

Conviene que comencemos recordando el sentido del término “inflación” tal como se lo comenzó a usar originalmente en el terreno económico. Con la advertencia de que lo que siga, no será sino lo que puede entender un lego en economía acerca de un tema que en los últimos lustros ha cobrado amplia difusión. Pero es precisamente lo que necesitamos para entender su extensión al ámbito pedagógico.

Por inflación se entiende, básicamente, el aumento de las cantidades de moneda de curso legal en circulación sin que exista, correlativamente un aumento de riqueza, es decir, de la producción global de un país determinado. Si ese país produce más materias primas o más elementos manufacturados, aumenta de verdad su riqueza y, entonces sí, aumenta la cantidad de moneda pero sin que eso sea inflación, pues el aumento de moneda deriva del aumento de la producción.

Cuando en una sociedad existe pobreza, lo que se debe procurar es obtener un aumento global de la producción para evitar lo que se ha dado en llamar la distribución de la pobreza en cambio de la distribución de la riqueza. Pero, ya se sabe, eso lleva tiempo y los reclamos sociales no esperan. (Hago abstracción ahora, por supuesto –ya que me interesa solamente seguir una línea de razonamiento que después aplicaré a otra cosa– de las circunstancias de la injusta o errada distribución de la riqueza que pueda existir y parto de la base de que el problema consiste, simplemente, en que no hay bastante riqueza para todos). Lo que suele ocurrir ante los reclamos mencionados, es que en cambio de esperarse el tiempo necesario para que aumente la producción, por demagogia o por debilidad de espíritu, se incrementa la cantidad de moneda y los sectores quejosos reciben un aparente aumento de riqueza. El engaño dura un soplo, pero a pesar de la sencillez del fenómeno y de lo terminante de la demostración, unos siguen pidiendo moneda –aunque saben que eso no es riqueza– y otros siguen arbitrando esa solución aunque saben que en poco tiempo afrontarán nuevos e idénticos reclamos.

Y ahora, intentamos explicar: porqué creemos que en el terreno de los estudios pedagógicos está ocurriendo lo mismo.

Exigencias de saber pedagógico

Desde que en el siglo pasado se aceptó universalmente la necesidad de la escolaridad elemental con carácter obligatorio para toda la población, surgieron necesidades pedagógicas crecientes: sistemas escolares debidamente organizados, leyes, organismos, recursos financieros, metodologías adecuadas, recursos humanos capacitados... y consecuentemente doctrinas filosóficas, políticas, psicológicas y biológicas que permitieran la construcción de una armazón operativamente satisfactoria. No debe extrañar que a partir de esa época comiencen a cobrar cuerpo los estudios pedagógicos de nivel universitario o superior, independizados o desgajados de los campos de la filosofía o de las humanidades en los que hasta entonces se los concebía.

Este fenómeno no hizo sino acentuarse en la actual centuria. Especialmente después de la finalización de la segunda guerra mundial, las necesidades –los reclamos– en el campo pedagógico sufrieron un fuerte incremento. La famosa “explosión escolar” en todos los niveles provocó que las viejas exigencias didácticas, organizativas y metodológicas propias del nivel escolar primario se extendieran a los niveles de la enseñanza media, primero, y a los de la enseñanza técnica media después. Ahora, esos mismos requerimientos se presentan en la vida universitaria, que, puede decirse, se había desenvuelto hasta nuestros días sin preocuparse mayormente de las cuestiones pedagógicas propiamente dichas. La universidad, en todo caso, como el personaje tan mentado que hacía prosa sin saberlo, era un organismo esencialmente docente –o lo que es lo mismo: pedagógico– sin saberlo, quiere decir, sin cobrar conciencia clara de ello, hacía pues, pedagogía –practicaba el arte de la enseñanza, de la organización docente– sin reflexionar que, a la vez, sentaba doctrina pedagógica. Hoy esa situación ha cambiado y la universidad –en casi todas partes del mundo– llama a la pedagogía en su auxilio con la esperanza de que la ayudará a resolver numerosos problemas que la aquejan.

Pero no es sólo de la universidad o de la escuela media o de los establecimientos que preparan técnicos o expertos en diversos ramos de donde surgen los requerimientos de soluciones y de doctrinas de carácter pedagógico o didáctico, de psicopedagogía, de metodologías especiales, de organización escolar, etc.

Son las empresas, urgidas por la necesidad de mantener un ritmo adecuado de capacitación de su personal, las que formulan sus reclamos a la pedagogía. Son las fuerzas armadas –principalmente en los países más desarrollados– las que recurren a los entendidos en cuestiones educativas para afrontar las dificultades que presentan una ciencia y una tecnología cada día más complicadas. Es, finalmente, la sociedad en su conjunto la que, habiendo cobrado conciencia de lo que significa la “educación permanente” y de impostergable necesidad de atender satisfactoriamente a la escolarización “por más tiempo de cada vez más personas”, demanda a los estudios pedagógicos doctrinas y soluciones.

La respuesta inflacionaria

En síntesis: hay una creciente demanda de doctrina pedagógica, de saber didáctico, de soluciones metodológicas, de recursos idóneos para obtener determinados objetivos. Hay, dicho de otra manera, una creciente demanda de riqueza pedagógica. La solución –como en el caso de la riqueza en sentido lato– se encuentra en un solo camino: producir riqueza auténtica. Para ello hace falta tiempo: tiempo para plantear las investigaciones necesarias; para que los estudiosos elaboren las doctrinas bien fundamentadas que sean indispensables; para que se puedan efectuar las discusiones y reelaboraciones conceptuales a máximo nivel; para que se estructuren sistemas de pensamiento completamente armados y sin fisuras ni vacíos; para que se valúen experimentalmente –con toda la calma y el rigor propios del saber científico– las metodologías y las técnicas de trabajo consiguientes. Y hacen falta recursos materiales, abundantes y costosos, para equipar los organismos indispensables y para remunerar al personal de alto nivel indispensable.

Pero, desdichadamente, como en el caso de los problemas económicos, suele seguirse otro camino, también, a menudo, por demagogia y otras veces por falta de valentía para decir, simplemente, la verdad y confesar lo que no se sabe o para reconocer la carencia de doctrinas sólidas o de soluciones probadas. Ese otro camino consiste en aparentar riqueza mediante elaboraciones verbales que ocultan un vacío conceptual o en dar como probadas soluciones que aún están en vías de experimentación; o en sostener como aceptadas universalmente doctrinas que no podrían pasar de modestas hipótesis de trabajo mental; o finalmente, en forzar la existencia de especialidades pedagógicas sin que se hayan elaborado previamente sus contenidos. En una palabra: ocurre lo mismo que en el campo de los procesos económicos: se crea riqueza aparente, no auténtica. Así como el aumento de moneda sin el simultáneo incremento de la producción es la causa de inflación en lo económico, podría decirse que el aumento de vocabulario, de especialidades y de disciplinas de carácter pedagógicos, didáctico o psicopedagógico sin el simultáneo aumento de doctrinas sólidas y de saber científica o filosóficamente probado, son la causa de un fenómeno de nuestro tiempo que, creemos, bien puede llamarse la inflación pedagógica.

Sus raíces son idénticas, según vimos, a las que determinan los procesos inflacionarios económicos. La sociedad –o algunos sectores– reclama soluciones económicas urgentes. La demagogia, la debilidad o la deshonestidad recurren al arbitrio de darles más moneda, más cifras que aparentan riqueza. Igualmente; cuando la sociedad o algunos de sus sectores reclaman, exigen, urgen soluciones a graves problemas de orden docente, también hay quienes, por demagogia, por debilidad o por deshonestidad, en cambio de responder con la verdad, confesando la imposibilidad de dar respuesta válida a todos los pedidos y aclarando la necesidad previa de estudios largos y costosos, prefieren fabricar moneda intrínsecamente falsa, pues carecen de un producto noble –el saber probado– que la respalde.

El fenómeno es general, y en el caso de la Argentina, penoso es comprobarlo, está adquiriendo gravedad. Se registra entre nosotros una escasísima actividad en el orden de las investigaciones y los estudios pedagógicos serios y de alto nivel, porque se carece de recursos materiales destinados a esos fines y nadie parece tener interés en solventar elaboraciones doctrinarias o fundamentaciones metodológicas que requieren largos e imprevisibles lapsos. Abundan, en cambio, las exigencias de soluciones rápidas. Para responde a los reclamos socio-económicos de mayor riqueza con la verdad –que a nadie agrada, pues implica recordar que son necesarios años de trabajo duro para elaborar riqueza auténtica– es indispensable una gran dosis de coraje cívico. Más o menos, la misma que de coraje intelectual es menester para recordar que, pese a todas las urgencias, si no se cuenta con el tiempo y con los recursos necesarios para la investigación y el estudio pedagógico profundos no se hará sino continuar con un proceso inflacionario de mala moneda doctrinaria, que, como la otra, la que abulta los bolsillos pero no representa prosperidad, sirve apenas para engañar ingenuos por un corto período, hasta que el juego se descubra y la confianza queda derrotada. Esta inflación es, por lo tanto, el mayor de los peligros que afrontan los estudios pedagógicos contemporáneos.


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El miedo de no ser joven

Publicado el 26 de agosto de 1969

El tema del “poder joven” se ha convertido en poco tiempo en uno de los asuntos más discutidos, apasionantes y controvertidos de nuestros días. No cuesta mucho entender el significado esencialmente revolucionario que asume, por cuanto se expresa claramente en su misma denominación: “poder joven” quiere decir, literalmente, que las generaciones no adultas reivindican para sí una esfera que hasta hoy se consideraba reservada por la ley y por la tradición a quienes han abandonado ya esa juventud. Claro está que sería indispensable una breve aclaración sobre esta palabra tan ambigua que es “juventud”, pues no es raro que actualmente se la use para denominar a personas que hace mucho han pasado las edades que antaño se entendían límites para ese concepto, y es frecuente que se diga “el joven autor premiado” o “el joven científico distinguido” de un hombre de alrededor de cuarenta años. Sin embargo, cuando la referencia es a la “rebelión juvenil” o a las manifestaciones del “poder joven”, en casi todo el mundo se entiende hablar de las edades que desde muy atrás en la historia se consideraban netamente diferenciadas de la adultez, es decir, no más allá de los veinticinco años, y preferentemente bastante menos. Los grupos que hoy presentan sus más notorias manifestaciones exteriores de rebeldía y reivindican para sí la libertad de decisiones en todo lo que les atañe y aún en todo lo que atañe a la vida política y social en general, oscilan entre los quince o dieciséis años y poco más de veinte. Es común, inclusive –sobre todo en otras latitudes donde estos fenómenos cobran mayor intensidad que entre los argentinos, mucho más conservadores de lo que suponemos– que los “jóvenes” que se acercan a los veinticinco años reciban, entre cariñosa y despectivamente, el mote de “viejos”.

El diálogo

Frente a este panorama de rebeldía y de quejas, de desencuentros entre padres e hijos, entre maestros y alumnos, entre autoridades civiles y estudiantes, suele alzarse la bandera del diálogo como remedio único ante lo que configura, según ciertas apreciaciones, una situación explosiva. En las aulas universitarias el problema se manifiesta con intensidad en las carreras o en las cátedras dedicadas a las comúnmente llamadas ciencias sociales o humanas. Es allí donde las expresiones de descreimiento en la palabra de los mayores, o las posturas despectivas frente a lo que se dice desde el cargo docente, ya sea por sus presuntas complicidades con un sistema establecido, ya por la antigüedad de los conceptos expresados, alcanzan sus manifestaciones más claras. Los profesores, entonces, hacen un esfuerzo por “comprender” a estas nuevas generaciones, por seguir sus inquietudes y hasta por demostrarles que no se hallan en una posición de hostilidad o de rechazo hacia sus ideas. En una palabra: intentan, honestamente, el diálogo, como hacen a menudo muchos padres y procuran ubicarse frente a las circunstancias vitales en que se hallan sus alumnos o sus hijos.

El peligro de la traición voluntaria

Pero en este momento el adulto se encuentra al borde de una peligrosa trampa que le ha tendido el destino: en su afán de entablar el diálogo, de comprender a su interlocutor, corre el riesgo de abandonarlo completamente, de dejarlo totalmente solo, de no brindarle el “otro interlocutor” que el diálogo requiere. En una palabra, afronta el peligro de traicionar a ese joven. ¿Y dónde está ese riesgo, cuál es esa trampa? Sencillamente, que el adulto –el profesor, el padre– abandone su adultez, se despoje tan completamente de su bagaje de persona mayor, se esfuerce tanto por ubicarse “dentro” de la “circunstancia” generacional que enfrenta, que termine por negar al joven auténtico interlocutor adulto que busca.

Esto se ve muy claramente en las carreras universitarias destinadas, como dijimos, a las orientaciones sociales, filosóficas, históricas, económicas. Las novedades, los aportes recientes a las viejas teorías, los autores que en los últimos años –o meses– cubren las librerías... todo configura un panorama excitante para la juventud y oscurece como con una pátina de colores viejos la mayor parte de las doctrinas, de las teorías y de los autores que los profesores tienen listos y bien elaborados para ofrecer a sus alumnos. Y es duro, es ingrato aparecer frente a ellos como ignorante del último libro de moda, como desconocedor del último autor que conmueve al mundo, como teniendo poco que decir acerca de los últimos sucesos que inundan las páginas de los diarios y revistas del día.

El miedo de ser adulto

Hay en todo este proceso una doble motivación. Por un lado existe la preocupación sincera por el acercamiento y el diálogo con la juventud, para lo cual se considera indispensable ubicarse en ese mundo propio de las nuevas generaciones y no quedarse encerrado en el que cada uno forjó alguna década atrás. Pero, además, existe un miedo muy intenso, no siempre racionalizado, a no ser joven. La civilización de nuestro tiempo exige no envejecer, casi no ser adulto siquiera. Comienza por imponerlo en la moda, hecha para los cuerpos jóvenes, a tal punto que la ropa “que se lleva” y que es la única que nos podemos permitir usar mientras conservemos algo de nuestro amor propio, termina por imponernos esfuerzos tremendos para conservar la esbeltez propia de la adolescencia. Se exige además mantener las fuerzas de la juventud, y tanto se habla de las maravillas de la ciencia y de la prolongación de la vida humana, que empieza a ser una falta imperdonable demostrar, sencillamente, la edad que se tiene en cambio de aparentar muchos años menos. Lo peor es, sin embargo, lo que sucede en el plano de las costumbres, de las teorías y doctrinas, del saber y del conocimiento. Universitarios egresados hace apenas veinte años empiezan a observar con terror que los flamantes graduados los desplazan con facilidad en las candidaturas a buenos cargos o a ambicionados ascensos. Y los jóvenes, por su parte, sentados escépticamente en las aulas donde se dicta sociología, política, filosofía o psicología, suelen mirar con desdén ostensible a quien tiene la osadía de exhibir bagajes intelectuales duramente forjados veinte años atrás. Entonces surgen los deseos incontrolados de demostrar que se puede ser tan joven como ellos, que se está en condiciones de entender tanto como ellos las nuevas músicas, los nuevos bailes, los últimos autores, los libros recientes y las nuevas costumbres. De aquí hay un solo paso a configurar programas de estudio de donde todo lo que tenga sabor a “antiguo”, a clásico, a teoría o doctrina más o menos tradicional, es desplazado o reducido a su mínima expresión y reemplazado por un abigarrado y confuso conjunto de “últimas novedades”, que el año siguiente cederán el paso a otras más recientes, de tal manera que el profesor quede completamente asegurado contra queja por falta de actualización.

Los puentes rotos

De esta manera se produce una fractura muy lamentable en la vida cultural de los pueblos: se rompen los puentes que unen el pasado con el futuro, y se abandona una misión insoslayable de las generaciones maduras. Claro que no siempre la función de puente es cómoda o grata y pocas veces resulta apta para ambiciones de fama, pero es insoslayable. Los jóvenes están por sí mismos en condiciones de entender el último libro, la última revuelta social, pero en cambio carecen de capacidad para hilar ese último libro y esa última revuelta social, con los acontecimientos, las teorías y las doctrinas que los han precedido y que son indispensables para iluminarlos en profundidad. Si se quedan en el análisis de este “hoy”, nunca pasarán de la superficie: alguien tiene que explicarles –y exigirles que estudien– a Aristóteles, a Spinoza y a Unamuno, aunque dictar estas lecciones sea menos atractivo que discurrir directamente sobre Marcuse. Los alumnos que hoy tienen veinte años serán los que mañana comprenderán cabalmente a Marcuse, y dirán si ha significado o no un aporte valioso para la historia de las ideas o si ha sido solamente el fruto de una publicidad, o de un azar o de un equívoco. Pero difícilmente podrán llegar a ellos si para “ayudarlos” les negamos la exigencia de entender la historia que lo precede. Es como si todos los profesores de sociología o de historia dedicaran sus cátedras a analizar los sucesos de mayo en Francia y nadie explicara la Revolución Francesa.

El interlocutor que desaparece

Entonces, hay que comenzar por asumir la propia adultez. El profesor o el padre deben afrontar a sus alumnos o a sus hijos sin abandonar su propia circunstancia. En las universidades no queda sino tener la valentía suficiente para explicar a los jóvenes que, como profesor, ya no se es joven como ellos, y no temer confesar que, a pesar de todo, uno puede complacerse en la lectura de otras obras que no sean las que acaban de editarse.

Porque, en última instancia, cuando el profesor o el padre abandonan su adultez y brindan al joven un interlocutor que pretende ser igualmente joven, lo traicionan, porque lo dejan sin el interlocutor auténtico que el discípulo o el hijo buscaban. Ellos quieren dialogar, sí pero con los adultos, y ni por error ni por cobardía debemos negárselo.


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Reubicación de la escuela

Publicado el 30 de noviembre de 1969

A la escuela se le asignó, en el siglo pasado, una misión que bien puede llamarse de redención de la humanidad. La escuela popular, o común, es decir, la instrucción pública universal y obligatoria, fue en la concepción decimonónica la piedra fundamental para una empresa llamada a redimir a los pueblos –a todos los hombres– de la ignorancia, del despotismo y de la miseria. "Cada escuela que se abre es una cárcel que se cierra": quería decirse que por la obra de la escuela los hombres abandonarían el camino del vicio y de la depravación por el cual transitan los seres que viven en la oscuridad del espíritu. Era, pues, hacer realidad, desde un enfoque político y racionalista, el mito platónico de la caverna: la instrucción sería el cabo por el cual podrían trepar los seres humanos condenados a un mundo de sombras. "Un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas", fue, en nuestro caso, otro leitmotiv del momento: quería decirse que un pueblo educado –instruido– sabría elegir sus gobernantes, que la escuela es el instrumento apto para la formación de los ciudadanos en una democracia, que es el medio idóneo para la "educación del soberano".

Heredero fiel del racionalismo y del iluminismo, el siglo XIX confía –con fe ciega, con creencia mística– en la razón y en su poder. El positivismo no permite angustias y temores que no sean fruto de la ignorancia: sólo el ignorante teme al trueno y a la tormenta o a los presagios, porque los cree designios de fuerzas ocultas. El sabio entiende los orígenes naturales de los fenómenos y sabe que lo que aún desconoce llegará un día a ser dominio cabal de los hombres: arribar a las últimas causas y a las últimas explicaciones es sólo cuestión de tiempo. Entretanto, el progreso indefinido y constante es una doctrina que no se discute y a medida que avance el saber se dará por añadidura, el perfeccionamiento moral de los hombres, de la sociedad, de las instituciones políticas. Pero ¿cuál es el medio de que habrá de disponerse para obtener en todos los hombres este cultivo de la razón, este ascender de la ignorancia a la sabiduría? ¿Cuál es el hogar de la razón? La respuesta fluye con espontaneidad irresistible: la escuela es el medio por el cual la obra redentora será lograda. Esta idea misional está presente en los textos de las leyes educativas del siglo XIX, en los considerandos de las fundaciones escolares, en los discursos y en las obras de las grandes figuras de la política de ese momento histórico. Se advierte con claridad en las disputas tremendas que por el dominio de las instituciones escolares se libran entonces, y que se conocen genéricamente con la denominación de "luchas por la libertad de enseñanza" y que con más precisión podrán denominarse "la batalla por la escuela". Pero fundamentalmente se advierte la presencia de la idea redentora en el espíritu que presidió la formación del magisterio: los soldados de ese gigantesco ejército que habría de encargarse de la gran cruzada.

La fundación de las bibliotecas populares es el paso consiguiente y lógico: dotados del instrumento esencial –el alfabeto– los hombres, desarrollarían sus facultades hasta el punto mayor que les permitieran su voluntad y su capacidad. La prensa libre –órgano fundamental y único, por entonces, de la expresión de las ideas y de la información indispensable– es el otro pie del trípode sobre el cual se sienta el ideal político del siglo. Escuela, libro y prensa: los tres, refugio del pensamiento conceptual puro, de la palabra escrita. Los tres, bases capitales de la obra de la redención del hombre por intermedio del alfabeto. Instrumento de la razón y llave maestra, consecuentemente, del progreso de la humanidad.

Era lógico, comprensible y casi indispensable que en el siglo XIX la escuela asumiera integralmente esa misión. Hoy ya no es así. Desde Miguel de Unamuno, y para decirlo con sus palabras, los hombres de este siglo hemos comprendido que además de la razón razonable y lógica, existe la razón de la sinrazón o, como bastante antes nos habían advertido sin que lo comprendiéramos, que existen las razones del corazón que la razón no entiende. Ahora hemos recordado que el hombre es, además de un ser racional –cosa que no negamos–, un ser de pasiones y que estas, a pesar de su irracionalidad, son las que determinan en buena medida sus acciones y sus ideas. Unamuno hizo comprender a este siglo algo que en verdad se sabía desde antaño, pero que el iluminismo y el positivismo habían hecho olvidar: que el hombre, más que apasionarse para defender las ideas que su razón le dicta, busca razones para sostener las ideas que su pasión le impone. Por eso, y a pesar de la escuela obligatoria y universal y de la obra titánica de los normalistas y del magisterio, los pueblos –en América como en Europa– no eligen siempre el gobernante que les ofrece las mejores razones sino a los caudillos que agitan sus pasiones. Porque lo irracional es también, parte del hombre. Por eso Unamuno pudo reírse de la pedagogía de su época en la obra tragicómica titulada "Amor y pedagogía".

Hay algo más. A fines del XIX o a principios del XX, la escuela y por ende el alfabeto, los libros y la prensa escrita de aquel entonces eran los únicos medios de comunicación del pensamiento aptos para trasmitir un mensaje cultural cuyos contenidos fueran más allá de formas de vida simples o de rudimentarias técnicas de producción y de trabajo. Hoy tampoco subsiste esa circunstancia. Existen actualmente otros medios de comunicación del pensamiento, cuyo poderío de penetración es, en cantidad de personas a las cuales pueden llegar en lapsos reducidísimos, y en fuerza para sacudir todos los resortes del espíritu y no sólo a los racionales, incomparablemente mayor que el poderío de la escuela. Era natural que el siglo XIX encargara a la escuela y a las vías racionales la formación de la unidad nacional y del ciudadano democrático: no se disponía entonces de otros medios ni se admitían otras vías. Pero hoy tenemos a nuestro alcance recursos notablemente más poderosos. La publicidad de la empresa moderna sí ha comprendido esto, y es por eso que logra éxitos espectaculares en los fines que persigue e impone sus mensajes, mientras que para el logro de algunos altos ideales educativos seguimos utilizando los viejos recursos de antaño y las exclusivas vías racionalistas en que nos encarriló la concepción de la centuria pasada.

Las sorpresas políticas que se llevan honestos dirigentes y excelentes hombres de Estado con tanta frecuencia en las elecciones son otro ejemplo clarísimo, junto con la publicidad, de esta nueva situación que a menudo los educadores no ven y que la sociedad no acierta a explicarse. En un magnífico libro –desdichadamente no divulgado entre nosotros– titulado "I Cattolici e la scuola", Giovanni Gozzer advierte a la Iglesia que es equivocado, además de algo ingenuo, seguir confiando esencialmente en las instituciones escolares para cumplir su misión educadora eterna, es decir, la transmisión del mensaje de Cristo. El "id y enseñad a todas las gentes", dice Gozzer, es un mandato que debe ser cumplido mediante la utilización de los mejores recursos disponibles. Hace cincuenta o cien años la escuela pudo ser el mejor de esos recursos. Hoy ya no: la superan, desde el punto de vista de la función formativa integral, la prensa escrita –diarios y revistas–, la radiofonía, el cinematógrafo la publicidad comercial y la televisión.

Es necesario, entonces, reubicar a la escuela en el mundo de nuestros días. Repensar cuál es el papel que le compete. Admitir que no es –que no puede ser– la redentora de la humanidad, la institución encargada de salvar al hombre de sus pecados de ignorancia, vicio y miseria. No puede sustituir en esa tarea a tantas otras instituciones y para cumplir la cual existen ahora muchos recursos nuevos, más idóneos y más poderosos. No tiene en sus manos "el destino de la patria", como suele decirse en los discursos, aunque si no la reubicamos y la creemos en condiciones de atender su obra ese destino será incierto. Del sistema educativo en su conjunto y de la obra de la educación en su integralidad sí depende el porvenir de un país y, al fin, de la humanidad, pero el sistema educativo entero y la obra integral de la educación no son solamente las instituciones escolares o, al menos, las instituciones escolares tradicionalmente concebidas.

Lo que estas tienen que hacer es sin embargo, muy amplio y decisivo. Se les abre para el futuro inmediato un camino de grandes y delicadas responsabilidades. Necesitaremos, por ejemplo, multitudes de hombres que desde la escuela elemental manejen diferentes sistemas de numeración, en cambio de entender únicamente el de base decimal. Necesitaremos multitudes con una formación matemática y científica comparable a la que hoy alcanzan escasas minorías. Necesitaremos enormes cantidades de técnicos en todas las áreas laborales y una universalidad de población de muy altos niveles intelectuales y de excelente formación cultural básica. Necesitaremos enseñar a pensar, a razonar y a aprender a todos, para que todos sean capaces de mantener un ritmo continuado de aprendizaje y de utilización de todos los medios modernos de comunicación e información a lo largo de la vida entera. Pero la obra integral de la educación, la formación del hombre, en fin, y la "educación del soberano" y la formación del ciudadano no corresponden exclusivamente a la escuela y ni siquiera principalmente a ella. Es, en su conjunto, obra de la sociedad en sí misma y de manera principal estará a cargo de los llamados actualmente medios de comunicaciones de masas.

Habrá que descargar, pues, a la escuela de muchas tareas que hoy se le exigen: despojarla de muchos contenidos que hasta hoy han sido tradicionales en ella, como por ejemplo los de carácter histórico, cívico, moral y social en los tres o cuatro primeros grados, para que de esa manera –y mientras otros medios se ocupan de esa parte de la labor– la escuela esté en condiciones de cumplir aquellos otros fines que ahora no alcanza satisfactoriamente.

La escuela, como institución, no está llamada a desaparecer. Sí a transformarse sustancialmente, lo cual es algo diferente que modificar programas o métodos o incorporar nuevos recursos didácticos. La tarea esencial que cabe plantearse hoy es previa a toda transformación tecnicopedagógica: hay que reubicar a la escuela en el papel que el último tercio del siglo XX le tiene asignado.


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Tradición y reforma

Publicado el 3 de febrero de 1970

No es de hoy, claro está, la oposición entre tradición y reforma. Añadir a esto que en la actualidad esa secular pugna cobra caracteres de extrema intensidad debido a la increíble aceleración de los procesos de cambio que se viven en el siglo XX, no pasaría de ser una vulgaridad, aunque hace relativamente poco tiempo que esa idea ha llegado a constituirse en dominio del hombre común. Pero hay algo que, creemos, todavía no se ha difundido suficientemente fuera de los ambientes restringidos de unos pocos especialistas. Se trata de la singularidad del proceso de oposición entre formas tradicionales y renovadas en el campo de los sistemas educativos, o más propiamente hablando, en el terreno escolar. Aquí las innovaciones –y adviértanse la paradoja– tienen éxito mientras no se altere la esencia del fenómeno educativo o de la organización escolar: es fácil obtenerlo cuando se postulan simples cambios metodológicos o didácticos, pero los problemas serios surgen cuando se intenta conmover desde sus bases el edificio tradicional de la escuela en todos sus niveles para obtener, entonces sí, transformaciones en profundidad. Es como si un viajero acostumbrado desde larga data a cruzar el océano en barco, aceptase de buena gana cualquier modificación y modernización en los trasatlánticos –aire acondicionado, mayor velocidad, circuito cerrado de televisión interna, etc.–, pero se negase rotundamente a afrontar el cambio esencial, es decir, a viajar en avión. Se insiste en suponer que usar el pizarrón magnético en cambio del viejo encerado, modificar un método para enseñar matemática, o instalar retroproyectores en todas las aulas representa una transformación importante. No es así: se trata, simplemente, del antiguo barco remozado y mejorado. Lo que importa es encontrar el nuevo sistema educativo escolar adaptado a las necesidades del momento histórico actual.

Las razones ocultas

Toda transformación en profundidad de un sistema escolar provoca, pues, una cerrada oposición, cuyos fundamentos pocas veces son explícitos. Habitualmente, los argumentos que se esgrimen no son sino cortinas de humo que disimulan los verdaderos, y estos no siempre resultan conscientes para sus sostenedores.

En primer término, se debe recordar que las generaciones adultas tienen una fuerte tendencia a ir pintando con tintes dorados los años infantiles y juveniles. Subconscientes mecanismos de naturaleza psicosocial empujan a la mayoría de las personas a despojar a aquellos días de los recuerdos menos gratos y a exaltar los más amables. Poco a poco la vida escolar, en especial, se convierte en una especie de paraíso perdido, aunque la realidad, en su momento, estaba lejos de eso, y las narraciones ante hijos y nietos se embellecen a medida que pasan los años. Por otra parte, según transcurre la vida y comienza la nostalgia de la juventud, nace un culto de naturaleza emotiva hacia la escuela y todo lo que con ella se relaciona. Pasar, entonces, frente al establecimiento donde se cursaron los grados primarios o los años secundarios, ver las mismas paredes que nos albergaron y –si es posible– revivir las horas transcurridas mediante el sortilegio de volver a sentarnos en los mismos bancos termina por convertirse en una fuente de emociones venturosas. Es por esto que hay gran número de padres que desean que sus descendientes vayan a la misma escuela que ellos frecuentaron: es, al fin, nada más ni nada menos que satisfacer el profundo deseo del retorno a la vida que el instinto de la paternidad lleva consigo.

Pues bien: una transformación profunda del ámbito educativo, del sistema escolar, significa la desaparición de las posibilidades antedichas.

Esto explica un fenómeno a primera vista inexplicable: ¿por qué las personas que se ríen a mandíbula batiente de sus propias vestimentas de un par de décadas atrás, o que consideran ahora inaceptables comodidades de sus viviendas que les parecían suficientes cuando niños, nada dicen si sus hijos deben concurrir a escuelas que les ofrecen instalaciones materiales idénticas a las que ellos "disfrutaban" en su infancia? Obsérvese que no es raro que algunas personas que realizaron estudios en establecimientos de internados prefieran que sus hijos sufran las mismas incomodidades y carencias de confort que ellos padecieron, mientras en sus hogares no titubean en adoptar de inmediato cuanta novedad aparece en materia de formas de vida placenteras.

Hay algo más, pero menos fácil de explicar. La aceptación del cambio en cualquier otra circunstancia de la vida que no sea la del ámbito educativo no exige una adopción confesada y abierta. Queda siempre la posibilidad de disimular que nos hemos dejado vencer por la novedad, o al menos de proclamar nuestra adhesión incondicional a formas del ayer, aunque la realidad nos imponga –mal que nos pese, solemos decir– costumbres y hábitos diferentes. La competencia y la lucha por la vida –como planteo económico o de naturaleza psicosocial– nos obligan a aceptar los cambios y a adaptarlos hasta hacerlos nuestros. Negarnos a las nuevas modas nos lleva al ridículo, al fracaso en la vida de relación, a un sentimiento de vejez anticipada. Rechazar novedades tecnológicas u organizativas puede ser la ruina de nuestra empresa o el fin de una carrera profesional exitosa.

Pero cuando aceptamos introducir el cambio en el sistema educativo de las generaciones jóvenes, de nuestros propios descendientes, ya no nos quedan excusas, no caben disimulos ni subterfugios. La aceptación es consciente, la novedad se explícita con claridad, exige ser impuesta en forma escrita y oficializada mediante planes, programas o sistemas bien estructurados. Enfrentamos, entonces, una aceptación que no podemos negar mediante ningún artificio y que ni siquiera podemos reconocer como impuesta por urgencias que nuestro sistema de valores rechaza. El hombre que practica como empresario o como profesional ciertas normas que antaño eran condenables, puede encontrar modos de tranquilizar su conciencia; pero si esas normas han de pasar a un programa de estudios, no quedan más posibilidades que la aceptación consciente y pública de que las viejas normas han caducado y nos hemos entregado a las nuevas.

En el ámbito político

Todo lo dicho vale, en buena medida, para las oposiciones a las reformas educativas que esgrimen argumentaciones a favor de una tradición de carácter nacional. Aquí entran a jugar ciertas tendencias a la mistificación de sistemas, leyes, instituciones y aún metodologías que caracterizan fuertemente a la vida cívico-políticas de algunos países latinoamericanos. Se da, entonces, una apariencia de choque entre las renovaciones propuestas con las formas tradicionales de los sistemas escolares, como si lo que se pretendiera es dejar de lado valores permanentes que esas formas tradicionales sostuvieron en su momento. Aquí es muy útil recurrir a una comparación con un ámbito muy apegado a las tradiciones: el de las fuerzas armadas. En todo el mundo, los ejércitos se caracterizan por una defensa muy fuerte de estilos tradicionales. Gustan de mantener en uso sus viejos uniformes, sus antiguas denominaciones y sus costumbres centenarias o milenarias. Pero para la acción bélica concreta no dudan un segundo en recurrir a todas las formas renovadas convenientes. En nuestro país, los regimientos de caballería se siguen llamando de esa manera, el arma subsiste en su denominación, y se mantiene un número suficiente de hombres entrenados para desfiles y ceremonias, pero en la realidad esos regimientos están enteramente mecanizados. Y los soldados de la guardia de honor de la corona británica desfilan con sus mismos uniformes de hace décadas, pero no los usarían ciertamente si tuviesen que pelear de verdad.

En el ámbito educativo y escolar debemos hacer lo mismo: mantengamos el culto debido al ayer, honremos los sistemas y los métodos y las formas que nos dieron horas de honra en el campo cultural y formativo, rindamos homenaje a los hombres y a las instituciones docentes que constituyen timbres de honor de una alta tradición pedagógica. Pero al mismo tiempo alcemos los edificios, las organizaciones y las formas renovadas que la realidad de nuestro tiempo nos ofrece y nos exige. Mientras el viejo escritorio y el banco del contador de cuarenta años atrás tienen un lugar de respetuoso recuerdo y quizá de homenaje en la gran empresa, son las modernas computadoras las que ahora la llevan por la vía del progreso. Hagamos igual con nuestro sistema educativo: enmarquemos para el culto que merezcan como honrosas tradiciones las viejas formas escolares, pero hagamos que las nuevas armas de que disponemos den a las generaciones jóvenes y a nuestro país la formación que el tiempo histórico impone como una cuestión que no admite demoras.

Una realidad insoslayable

Hay una realidad que excede el marco de lo pedagógico y de lo escolar: el mundo se ha puesto a marchar con velocidad alucinante después de la última guerra mundial. La Argentina no ha seguido ese ritmo. Se ha abierto una brecha inmensa entre países que estaban a nuestro nivel hace veinte años. Esa distancia no hará sino aumentar. O preparamos a los jóvenes de hoy para afrontar las exigencias de la marcha que hemos de emprender, o nos confesamos derrotados: en la capacidad de transformación de nuestro sistema educativo se encierra la clave de nuestra capacidad para ser una gran nación en el siglo XXI.


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La escuela-museo

Publicado el 26 de febrero de 1970

Mantener vivo el pasado mediante la conservación de las exteriorizaciones materiales que lo representan es una de las maneras de enlazar el presente con las tradiciones propias de cada pueblo. Es innecesario destacar el valor que esto representa o el mérito de las personas e instituciones que se consagran a esa tarea. Afortunadamente para la Argentina, en los últimos lustros se han multiplicado estas preocupaciones por salvar los vestigios del ayer y cada día se difunde más la convicción de que conviene ser prudente antes de derribar o destruir todo lo que haya dejado de tener valor funcional en la vida contemporánea. Se observa así una generalizada actividad que procura conservar viejos edificios o restaurar con fidelidad histórica a los que aún no cayeron bajo la piqueta del progreso; exhumar del olvido elementos diversos que muestran usos y costumbres desaparecidos; y aún el gusto por lo que llaman los franceses la "petit histoire", a la cual son ellos tan afectos y que entre nosotros se ha difundido menos, quizá por un escrúpulo que nos exige mirar los hechos históricos bajo la lupa de la solemnidad y hasta de la grandilocuencia...

Pero hay un ámbito en el cual este tipo de actividad no existe, o mejor dicho no puede existir, porque el ayer no ha terminado por convertirse en recuerdo ni en testimonio que sea necesario salvar del olvido, ya que coincide con el presente. Es un terreno en el cual no hay edificios que restaurar para saber cómo se vivía en su interior, porque en esos mismos edificios centenarios o poco menos se siguen cumpliendo actividades en nuestros días. No hace falta que los estudiosos investiguen primero y nos digan después cuáles "eran" los usos y costumbres de cincuenta o de setenta años atrás porque son los mismos que en la actualidad. No hay necesidad, en una palabra, de hacer su historia para saber cómo vivieron en ese medio nuestros abuelos, porque basta mirar qué hacen hoy sus nietos o bisnietos para comprenderlo.

Se trata, en una palabra, de la escuela de nuestros días, que a pesar de las notables diferencias que separan a la sociedad contemporánea de la de principios de siglo, continúa prácticamente en el mismo punto que entonces.

El continente y el contenido

Comencemos por los edificios: ¿hay, acaso, alguna diferencia importante entre los edificios escolares de hace medio siglo y los que hoy albergan a los niños nacidos hace una década? En cambio, obsérvense las enormes diferencias que separan a los hogares de hace cincuenta años de los actuales. Más todavía: medítese acerca de cómo han evolucionado la técnica de la construcción y los criterios arquitectónicos, tanto en el aspecto exterior como en el ordenamiento interior, con respecto a la vivienda. Una casa de apenas 25 años atrás es muy diferente en su estructura funcional con referencia a otra construida hace un lustro, y si se quieren considerar detalles bastará referirse a los cuartos de baño, a las cocinas, a los elementos de confort o al mobiliario. Son muy pocas las familias que habitan los viejos caserones de antaño, y, en tal caso, estos suelen estar sustancialmente modificados mediante la incorporación de elementos modernos.

En cambio, es corriente que los edificios escolares sean prácticamente los mismos de aquellos tiempos. Resultan "nuevos" o por lo menos no impresionan como antiguos los que "apenas" tienen treinta o cuarenta años. Mientras que cualquier medio de transporte, o un hotel, o una casa de departamentos llama la atención cuando cuenta esa edad y sigue en uso, y aún cuando generalmente están profundamente transformados. Pero lo peor es que esos edificios escolares tampoco han sufrido modificaciones de fondo en su estructura interior, ni en su mobiliario ni en su funcionalidad.

Porque –y he aquí el problema fundamental– también en los contenidos escolares que dictan los planes y programas, y en los métodos y sistemas, se sigue viviendo en el ayer. Se estudia lo mismo que hace medio siglo, a pesar de que se viven épocas tan distintas. Se hace caso omiso de que la juventud y la niñez de este tiempo viven inmersas en una circunstancia cultural muy diferente, que torna innecesarios algunos contenidos, exige otros que no se dan y requiere enfoques modernos para todos.

Tanto el personal docente como los alumnos están sumergidos en una sociedad bien llamada de consumo, y unos y otros –por imperio de la formación familiar, de la que es fruto, de la convivencia social y de la fuerza imbatible de los medios masivos de comunicación y de la publicidad– están auténticamente modelados dentro de la tónica correspondiente, que incluye la utilización del crédito, de las formas de pago diferidas y de los diversos sistemas y métodos de financiamiento indispensables para la vida actual. La escuela ignora ese mundo; sigue viviendo en una época en la cual la virtud del ahorro al estilo fin de siglo era la única norma de vida aceptable como esquema económico de tipo familiar. La juventud debe malgastar su tiempo escolar con lecciones válidas para 1920 0 1930 pero que nada significan en 1970, y esto por boca de maestros y profesores que dicen –obligados– lo que no sienten y enseñan lo que no practican. Lo dicho es, solamente, un ejemplo. Multiplicarlo por cien, por mil, es una tarea que sólo exige el tiempo suficiente para recorrer detenidamente las páginas de todos los programas de la enseñanza primaria o media. Quien se tome ese trabajo descubrirá, entre otras cosas increíbles, que la escuela media argentina no considera necesario brindar a los adolescentes de ambos sexos ninguna clase de instrucción sobre los lineamientos jurídicos de la sociedad conyugal, verbigracia, o sobre los códigos de tránsito, o sobre la legislación impositiva corriente y propia de la vida hogareña, pero mantiene en pie un programa de "economía doméstica" que enseña a preparar conservas caseras y a quitar manchas de la ropa...

Formas y procedimientos

Hay más: la organización interna escolar es idéntica a la de antaño. Hoy, como a principios de siglo, los niños deben juntarse –no decimos agruparse, ya que con esto implicaríamos quizá una selección de los grupos– en un grado o sección, y necesariamente continuar hasta el fin de su escolaridad, primaria o media, juntos, bien juntitos, perdiendo tiempo unos, forzando la marcha otros, estudiando –o no– lo mismo todos. No importa que uno de ellos esté excepcionalmente dotado para el arte: aunque a los catorce años sea quizá un notable dibujante, en primer año deberá trazar los rasgos del mismo jarrón de yeso que otros compañeros apenas si pueden garabatear. No importa que sea ya un concertista de piano: para aprobar primer año deberá "demostrar" que es capaz de solfear los primeros ejercicios del primer volumen de enseñanza de la música. No importa que desperdicie quizá un brillante talento matemático visible desde los primeros grados; deberá cursar matemáticas al mismo paso que los restantes colegas de marcha.

Todos juntos: la gradualidad se ha convertido en una regla áurea de validez eterna. El grado, la "división": esas son las constantes sin las cuales la escuela está perdida. Como era en un principio en nuestro sistema escolar, como parece que seguirá siendo a pesar de todos los razonamientos en contrario... Diplomas, certificados: escalones que ha que subir sin saltar ninguno aunque las fuerzas del escalador sean aptas para otro ritmo. Cursos que se deben completar sin que nadie pueda demostrar por qué o para qué. La rigidez del sistema se implantó hace ya mucho tiempo y continúa idéntica a sí misma sin más discusiones ni análisis.

El museo está en la escuela

El cambio no es en sí mismo, por sí mismo, un valor. Pedir la novedad solamente por eso, porque es nueva, carece de sentido. Desdeñar lo antiguo solamente por esa condición es propio de los esnobistas. Pero cuando en una sociedad todo se transforma; cuando nuestros hogares son completamente diferentes en su aspecto material y en su organización, funcional; cuando las empresas y el mundo del trabajo se desenvuelven con procedimientos y mecanismos radicalmente distintos de los de medio siglo atrás; cuando las pautas culturales y los hábitos cotidianos están profundamente cambiadas... Debe creerse que es, por lo menos, extraño que la vida escolar siga idéntica en el orden material, en los contenidos de estudio y en su funcionalidad esencial.

Por eso puede decirse que la escuela de nuestros días es la escuela-museo. No es indispensable buscar, como en el caso de las viviendas, el viejo caserón para mostrar a las generaciones jóvenes cómo vivían sus mayores: la escuela a la cual concurren hoy es bastante como ejemplo. No es indispensable coleccionar detrás de las vitrinas los objetos de uso corriente de sus abuelos: el banco en el cual se sientan en el aula es testimonio de ese pasado. No deben esforzarse los investigadores para explicarles las formas de vida económica de sus antepasados: las lecciones por las cuales merecerán ser aprobados o no se lo aclaran suficientemente.

Mandamos a nuestros hijos a una escuela-museo. No nos extrañemos, entonces, si egresan desarmados para afrontar la realidad contemporánea y si otros ámbitos reemplazan –para bien o para mal– la tarea que esa institución debía haber cumplido.


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El desafío que no aceptamos

Publicado el 20 de marzo de 1970

Nuestro país no escapó a la ola de difusión y entusiasmo que en el mundo occidental provocó, en su momento, "El desafío americano". A pesar de que no es común que entre nosotros se den estos fenómenos de los "best-seller" con tanta frecuencia como suele ocurrir quizás en Francia o en los Estados Unidos, este caso fue uno de los que mostraron con toda su intensidad los caracteres de ese tipo de acontecimientos. De pronto, con brusquedad –como corresponde– todo-el-mundo comenzó a hablar de Jean Jacques Servan Schreiber y de su obra. Claro está que ese todo-el-mundo se refiere al ámbito de los hombres de empresa, de los economistas, de los políticos, de los profesionales de cierto nivel, de los hombres de estudio en general que además de sus respectivas especialidades gustan de estar al día con respecto a los acontecimientos mundiales y, por supuesto, de los estudiantes y de los jóvenes que devoran ávidamente todo cuanto sale a luz en letra impresa y tiene algo que ver con los fenómenos sociales de esta hora, especialmente si de alguna manera el tema enlaza con la penetración de los Estados Unidos. Por semanas –hasta por meses– fue punto obligado de conversaciones, de citas en cursos, de comentarios en diarios y revistas. Inclusive, no faltaron empresas que lo convirtieron en el libro obligado para los procesos de actualización permanente de sus ejecutivos. No mereció críticas hostiles y nadie –dicho de manera general y al margen de lo que pueda haber ocurrido en círculos restringidos de especialistas o en ámbitos cerrados– refutó sus ideas capitales. Por el contrario, se lo exaltó y se lo recomendó casi como obra maestra de inexcusable conocimiento.

La reacción que no se produjo

Frente a esa situación, y habiendo pasado ya un tiempo respetable, cabe ahora preguntarse, con asombro, por qué no se ha producido el fenómeno que debía darse consecuentemente, sin demoras y con similares caracteres de universalidad en los mismos ámbitos señalados. Es decir, una vez que todo-el-mundo leyó, entendió y aceptó las ideas centrales de "El desafío americano" era lógico que inmediatamente se produjera un estallido y que todo-el-mundo –esos empresarios, esos funcionarios, esos profesionales, esos estudiosos, esos ejecutivos, esos economistas– se lanzara a reclamar un cambio radical, una mejoría sustancial, o por lo menos un debate amplio, sobre el aspecto que para Servan-Schreiber constituye la causa que ha determinado la ventaja enorme que han sacado los Estados Unidos con respecto a Europa: la educación, la formación de los recursos humanos, las inversiones en materia de investigación.

La ausencia de este movimiento de opinión carece, por lo tanto, de sentido. Porque todas las suposiciones que se intenten para entenderla conducen a una vía muerta del razonamiento. Salvo que se admitiera que no existió de verdad un tal "best-seller", pero eso queda refutado por una realidad estadística y comercial. O que se suponga –con grave ofensa para un alto número de personas– que fueron muchos los que compraron el libro y pocos los que lo leyeron. O, por último, que efectivamente el volumen fue vastamente leído pero no hubo unanimidad en la aceptación de sus ideas, conclusión que también resulta absurda por contradecir las hipótesis aceptadas de que hemos partido, pues está señalado que en forma pública y generalizada no se han dado esos rechazos.

Para comprender lo sucedido hay que entrar, a nuestro juicio, en el riesgoso camino de las interpretaciones psicosociales que –lo sabemos– pueden conducir a errores garrafales, pero no queda otra solución. Nos permitimos el riesgo: creemos que la sociedad argentina vive una etapa de inmadurez para la capacitación en profundidad de los problemas económicos y sociales, lo cual lleva a muchos de sus mejores cerebros y a la casi totalidad de los grupos dirigentes a no advertir la estrecha, la necesaria, la clarísima relación que se da entre esos problemas y el sistema educativo nacional. Que es, precisamente, lo que ha visto tan lúcidamente Servan-Schreiber.

Con el libro en la mano

No faltará quien diga que exageramos al expresar que la tesis central de la obra es que la educación y el talento son la causa principal de los avances tecnológicos y económicos. Permítasenos, entonces, una brevísima recorrida por sus páginas.
Podemos comenzar por el principio, por el aforismo que el autor pone en la portada. "Si das un pescado a un hombre, se alimentará una vez. Si le enseñas a pescar, se alimentará toda la vida". No se trata, como puede verse, de que queramos forzar las cosas: no hay dudas de que desde el comienzo se pone a la instrucción, a la enseñanza, como solución de fondo de un problema económico. Hay más: el prólogo que el Instituto de Estudios Europeos de Barcelona añade a la edición española que circuló entre nosotros afirma: "Servan-Schreiber nos ofrece un diagnóstico clarividente de los males colectivos de la sociedad europea. La desconfianza erigida en institución, junto a un deficiente esfuerzo educativo y de investigación, levanta ante nosotros un muro que nos paraliza... solamente un extraordinario esfuerzo será capaz de llevarnos a dar a la educación generalizada y permanente... el valor que estos factores tienen en los países cuyo ritmo de progreso supera claramente al europeo...".

Pero escuchemos, mejor, al propio Servan-Schreiber. Y conste que el único problema que se nos presenta ahora es seleccionar unos pocos de los muchos párrafos donde expone la misma idea.

En el capítulo IV dice ya que "lo que en la economía contemporánea es fecundo y decisivo es la asociación del factor de investigación con una infraestructura industrial, medios de financiación y redes comerciales". Pero en el VI, titulado "La espiral del crecimiento", lleno de datos estadísticos económicos y financieros, es mucho más claro. Su párrafo final expresa: "En el último plano del éxito industrial americano, distinguimos el talento de aceptar y de orquestar el cambio. El avance tecnológico es consecuencia de un virtuosismo en la gestión. Ambos son debidos a un tremendo auge de la educación. No es ningún milagro. América saca, en este momento, un provecho masivo a la más rentable de sus inversiones: la formación de sus hombres".

Todo lo que podamos citar en adelante no hará sino reiterar idéntico concepto. El capítulo VII, destinado a analizar el famoso informe Denison, está casi enteramente dedicado a la misma idea y destaca la conclusión de ese trabajo, según la cual "la enseñanza es el factor más importante, por cuyo motivo la sitúa en cabeza de los factores económicos de expansión". No se resiste la tentación de tomar frases sueltas del capítulo siguiente, que trata del "gap" tecnológico según opiniones de McNamara. Espiguemos: En definitiva, este gap tecnológico, este gap de dirección, sólo puede ser atacado en su raíz: la educación". "En el terreno de la educación, Europa es débil. Esta debilidad lleva camino de amputar su desarrollo. Europa es débil en su educación general, débil en su educación técnica y débil, sobre todo, en su educación en materia de gestión y dirección". Y termina: "Si Europa quiere reducir el foso tecnológico que la separa cada vez más del universo americano, debe, ante todo, mejorar y generalizar su educación, en cantidad y en calidad. Sencillamente, no hay otra manera de abarcar el problema".

Llegados a este punto, tememos que abundar todavía más en demostraciones de lo que queremos decir sea imprudente. Bastará terminar con las palabras con que concluye la obra Servan-Schreiber: "Las legiones, las materias primas y los capitales han dejado de ser señales e instrumentos de poder. Y las propias fábricas no constituyen más que su signo externo. La fuerza moderna es la capacidad de inventar, es decir, la investigación, y la capacidad de aplicar los inventos a los productos, es decir, la tecnología. Los yacimientos que hay que explotar no están en la tierra, ni en el número, ni en las máquinas, sino en la mente. Dicho con mayor exactitud, en la aptitud de los hombres para la reflexión y la creación". Lo cual es, si no creemos mal, un humanismo del más puro estilo.

El desafío incomprendido

En síntesis: los argentinos no hemos reaccionado ante "El desafío americano" como era inexcusable. Una empecinada ceguera nos conduce a no admitir que mientras no se inicie en el país un vasto clamor por el perfeccionamiento y la transformación de nuestros sistemas tradicionales de enseñanza no tenemos posibilidad alguna de iniciar la marcha hacia el progreso cultural, social y económico. "La formación, el desarrollo, la explotación de la inteligencia: tal es el recurso único. No existe otro. El desafío americano no es tan brutal como los que Europa conoció en su historia, pero es, quizá, más dramático: es el más puro".

Este es el desafío que los argentinos no hemos recogido. Quienes deben hacerlo no son los educadores, ni los pedagogos, ni los ministros de educación. O mejor dicho, no sólo ellos; deben recogerlo los economistas, los empresarios, los profesionales, los ejecutivos, los funcionarios de las diferentes áreas del Gobierno. Y alzar entre todos un vasto clamor nacional que exija a los educadores, a los pedagogos, a los ministros de educación la puesta en marcha del gran cambio.


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Una ley-programa

Publicado el 2 de junio de 1970

Desde que comenzó a forjarse la doctrina de la obligatoriedad escolar –es decir, desde hace aproximadamente un par de siglos– las discusiones en torno del tema han sido abundantes y variadas. No interesa ahora seguir la evolución histórica de los debates principistas, porque han sido abandonados y superados hace mucho tiempo. Nadie discute ya el derecho de los estados a imponer un mínimo de instrucción a toda la población, siempre que esa instrucción respete aspectos formativos que se entienden son el dominio reservado a las familias o a la propia conciencia. En cambio, lo que no ha cesado es el debate referido a las leyes que imponen esa obligatoriedad, a los mejores medios posibles para hacerla efectiva y a la extensión que debe abarcar, ya sea en términos de años de escolaridad o de contenidos de la instrucción. En la mayor parte de los países del mundo –la Argentina no es la excepción– se discute en la actualidad sobre cuál debe considerarse el período adecuado, o posible, mínimo, de esa obligatoriedad.

El primer factor: la ley

Corrientemente, suele aceptarse que la definición acerca del punto anterior se da por intermedio de una ley que fije ese período o marque los contenidos pertinentes. Al concluir el siglo XIX, la casi totalidad de los países europeos y americanos habían aprobado cuerpos legales de tal naturaleza.

No se tiene en cuenta, sin embargo, que estas leyes constituyen una especie muy particular dentro del conjunto de normas que la sociedad impone, de manera formal y con fuerza jurídica, a sus miembros. Se trata de leyes caracterizadas porque el sujeto sobre el que recae directamente la exigencia impuesta es un miembro no responsable de la sociedad, por cuanto es un menor, incapaz, por tanto, de cumplir sus deberes por sí mismo e inimputable desde el punto de vista de las sanciones consiguientes. Como ocurre también con la vacunación obligatoria y algunos otros casos parecidos, la responsabilidad jurídica recae de manera indirecta sobre otros miembros de la sociedad, que son aquellos a quienes se les asigna el deber de velar por los menores. Lo cual, como se comprenderá, determina la primera y más grave dificultad, porque la posibilidad de hacer efectivo el acatamiento de una ley semejante es mucho más remota que en el caso de normas que recaen en forma directa sobre los miembros adultos de la sociedad. Esto explica también que las leyes de obligatoriedad escolar encuentren siempre dificultades para señalar la pena correspondiente. Las sanciones por incumplimiento no son siempre factibles y a menudo resultan de escasa importancia práctica. Sólo en las últimas décadas se han encontrado métodos efectivos, derivados de otras leyes sociales, pues la generalización de los sistemas de salarios familiares o de asignaciones por escolaridad de los hijos ha venido a constituirse, por añadidura, en un excelente recurso en ese sentido. La suspensión de los pagos por tales conceptos a quienes no acrediten el cumplimiento de la obligación escolar por parte de los menores a su cargo resulta de indudable importancia, claro que solamente en los sectores amparados por ese tipo de salarios o asignaciones.

La realidad

Pero por encima de todas las leyes de obligatoriedad escolar se impone la realidad, con sus matices económicos y sus circunstancias de modos de vida, usos, costumbres y organización social tradicional. Los años transcurridos desde que se hicieron los grandes esfuerzos de instrucción pública universal en Europa y en América demuestran que esa realidad es la que en última instancia determina, al margen de las leyes, la vigencia efectiva de la universalidad de la instrucción. La miseria o las condiciones económicas muy desfavorables son obstáculos insalvables que ninguna norma legal puede superar. La falta de establecimientos educativos al alcance de todos los grupos sociales, con posibilidades de acceso cómodas y que ofrezcan un mínimo de atracción o interés a dichos grupos, forma la segunda condición insustituible para que se haga efectiva la obligatoriedad.

En estos momentos, todos los tratadistas aceptan, sin discusión, que la obligatoriedad escolar no es una cuestión de leyes, sino de circunstancias económicas y sociales. En consecuencia, las discusiones de tipo teórico o doctrinario son solamente de interés para los estudiosos de la política-educativa o para las cátedras superiores de asuntos pedagógicos. Desde el punto de vista concreto no tienen mayor significación, pues es aquella realidad la que impone la extensión verdadera de la obligatoriedad de la instrucción.

Las autoridades, entonces, si de verdad están preocupadas por hacer efectiva la vigencia de una obligatoriedad escolar de una determinada cantidad de años de duración o que abarque determinados mínimos de contenidos culturales, deben actuar sobre las condiciones económicas y sociales del país, pues estas son las determinantes básicas. Y esa labor –bueno es recordarlo, pues a pesar de su simplicidad es una verdad que se olvida casi siempre– no corresponde en primer término a los ministerios de educación ni a los organismos encargados de la conducción y supervisión de los sistemas escolares, sino a los gobiernos en su conjunto y en particular a los funcionarios y equipos responsables de las áreas correspondientes.

La ley-programa

La ley o las leyes que se refieren a dicha obligatoriedad no son inútiles, sin embargo. Por el contrario, representan algo muy valioso. Como ocurre también con las constituciones en los países americanos, pueden ser definidas como programas de acción política o como compromisos solemnes que los gobiernos y la sociedad misma asumen y ante los cuales se disponen a obligarse en el futuro.

Una ley de obligatoriedad escolar representa, pues, un programa que el país que la aprueba, se compromete a llevar a cabo. Es la expresión de una ambición que esa sociedad declara tener, guiada por altas motivaciones éticas. Es parte de lo que bien pudiera llamarse el conjunto de las leyes "declarativas" que a semejanza de los capítulos constitucionales sobre principios y declaraciones doctrinarias define las bases del modo de vida y de la filosofía política del cuerpo social correspondiente.

La extensión concreta que se fije, ya sea en número de años escolares o de edad o en forma de contenidos programáticos mínimos, señala la meta a la cual se quiere llegar, es el norte que marca el rumbo que en adelante habrán de seguir el gobierno y las instituciones sociales hasta alcanzarla. Es un ideal, en fin: esto significa que es una de las leyes fundamentales del país, a pesar de su menor significación en la realidad cotidiana.

Hay algo más todavía: el ideal señalado por una ley de obligatoriedad escolar está en relación con el proyecto o el ideal que se tenga para el país en toda su dimensión social, política y económica. Porque la ambición que indican las normas de la política educativa en ese sentido tiene relación directa con las ambiciones que el país entero abriga sobre su destino en el concierto de las naciones.

Esto es lo que explica el último carácter definitorio de las leyes de obligatoriedad escolar. Contrariamente a lo que ocurre con la mayor parte de las normas legales, no legislan para el presente y ni siquiera para un mañana inmediato: son nada más que expresiones de deseos para el futuro. Significan una voluntad tendida hacia adelante. Exigen la mirada puesta en el país de nuestros hijos y nuestros nietos. Cuando Italia sancionó, hace poco más de cien años, su primera ley de esta naturaleza –la famosa ley Casati– no pensaba en primer término en el heterogéneo conglomerado de regiones, de reinos y de ciudades que se acababa de poner bajo el imperio de una corona común y de la bandera tricolor, sino que miraba, fundamentalmente, hacia la Italia grande, unida y par de las mayores naciones de la tierra que era el sueño de sus mejores espíritus.

Toda ley de obligatoriedad de instrucción es, pues, una ley-programa. Para discutir sobre ella no se debe mirar el presente, dado que sobre la realidad que nos circunda su repercusión es insignificante: desde este punto de vista es más importante ocuparse de superar los problemas derivados de las villas de emergencia o de la pauperización de las campañas. Para definir los términos de una ley de ese tipo es necesario que los habitantes de cada país se pongan de acuerdo acerca del país que quieran ser en el futuro. Entonces, el momento es oportuno para asumir el compromiso y dictar la ley que, en adelante, obligue a todos –pueblo y gobierno– a cumplir el ideal señalado.


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La muerte de la escuela

Publicado el 8 de agosto de 1970

Los problemas de nuestro tiempo tienen dos enemigos principales, que constituyen los mayores obstáculos para solucionarlos o al menos para encontrar las vías para superarlos. El primero es el conjunto de las personas que se niegan a reconocerlos. Viven aferradas a un pasado hoy inexistente pero que para ellos es todavía lo que cuenta. Desconocen empecinadamente la realidad y aún con honestas intenciones provocan por reacción el agravamiento de las situaciones que deberían resolver.

El segundo enemigo está formado por quienes aprovechan de esos problemas para explotarlos en su propio beneficio. Traficantes de la confusión, apenas advierten los síntomas de una enfermedad social, apenas atisban los primeros indicios del conflicto –suelen estar dotados de aguda clarividencia y de gran inteligencia–, se convierten en demagogos del caos y buscan colocarse a la cabeza del desorden; aparecen como los profetas de un futuro imprevisible, ignoran los valores del ayer tanto como los anteriores desprecian el presente y el porvenir, y encuentran de esa forma la oportunidad de hacer fama intelectual halagando las pasiones de la juventud, la credulidad de los ignorantes y la fe esperanzada de los bien intencionados. Estos son más peligrosos que aquellos, porque despiertan entusiasmos y aparentemente están del lado de la buena causa, ya que siempre predican un mañana luminoso o remedian las angustias y las dificultades con remedios heroicos y aparentemente milagrosos. Los primeros, al menos, afrontan el desdén de la juventud y sobrellevan, a veces con dignidad, el peso de su error o de su incapacidad para comprender lo que sucede y lo que sucederá. Los segundos, en cambio, lucran con el renombre que otorga la audacia, disfrutan de la fama que brindan las frases fáciles o gozan de los favores de los jóvenes que ven en ellos abanderados de sus ideas.

Unos y otros detienen, en la realidad, el progreso de la sociedad y dificultan las soluciones de fondo para sus grandes problemas. Un deber de honestidad intelectual exige que los estudiosos desenmascaren a los audaces y demagogos, aún a riesgo de afrontar las consecuencias de seguidores engañados o tan deshonestos como sus líderes. Y así como se lucha contra la reacción de quienes, envejecidos, nada quieren admitir de las novedades ineludibles de nuestro tiempo, es necesario oponerse a quienes se convierten en sus adalides para explotarlas en su propio y mezquino provecho.

Un ejemplo

Todo lo dicho hasta aquí puede ilustrarse elocuentemente con algo que está sucediendo en el terreno de los estudios pedagógicos, en el campo de las cuestiones sociales referidas a la educación y más precisamente con referencia a los sistemas escolares y a las instituciones escolásticas tradicionales.

Están apareciendo grupos que han lanzado un grito de combate: la escuela está muerta, afirman. La bandera alzada es, sin duda, espectacular. A su sombra es fácil nuclear a los ansiosos de novedades revolucionarias, a jóvenes ambiciosos del camino fácil. Sirve para ocupar las primeras páginas de los diarios y las revistas. Es útil para elaborar renombres que en poco tiempo alcanzan notable difusión. Despiertan entusiasmos que difícilmente logran trabajos de alta calidad intelectual o de rigurosa metodología científica. Son buenas plataformas para sobrevivir en los campos universitarios donde los estudiantes tienen tanta fuerza. Son una especie de seguro contra toda acusación de aburguesamiento o de envejecimiento. Claro está que para nada sirven como punto de partida para resolver el problema real que hoy afrontamos, pero no es eso lo que interesa a quienes las despliegan.

Hay un problema verdadero

Porque lo grave de la cuestión es que quienes así proceden no son tontos. Nada de eso. Son, desdichadamente, muy inteligentes y su capacidad les sirve para advertir con lucidez lo que otros no alcanzan a vislumbrar. La "muerte de la escuela" no es un grito de mentecatos ni de adolescentes irresponsables. Es, por el contrario, un sacudón que sufre el cuerpo social porque efectivamente algo grave está pasando. Frente a quienes nada comprenden de esto, la demagogia se complace en lanzar sus grandes frases. Pero los problemas subsisten. La verdad es que las instituciones escolares –especialmente en los niveles de la enseñanza primaria y secundaria– se han alejado exageradamente de la realidad social en la cual están inmersas. La escuela, en esos niveles, representa para niños y jóvenes una especie de cárcel para sus inteligencias y sus apetencias culturales, porque se empeña en sostener modalidades de trabajo, contenidos intelectuales y regímenes organizativos que fueron convenientes para el momento histórico en que esas instituciones nacieron y se consolidaron, pero que son ineptos para nuestra época y –sobre todo– resultan casi ridículos para los tiempos que ya están casi sobre nosotros. La escuela no comprende que como organización destinada a trasmitir ciertos caudales de "información" está totalmente superada por otro tipo de medios y que las metodologías tradicionales que utiliza para esa labor representan una especie de artesanía contemporánea de los telares de mano, mientras existen ya otras que pertenecen a la era de la informática. La escuela insiste en mantener en sus planes y programas contenidos que los niños y jóvenes pueden adquirir por sí mismos e ignora otros que son indispensables para la vida contemporánea. No quiere admitir que la multiplicidad de funciones que en épocas anteriores le fueron asignadas representa un agobio de tal magnitud que la conducen al fracaso ante la imposibilidad de atenderlas todas. En una palabra: la escuela no está muerta, pero no puede dudarse que está gravemente enferma.

La misión difícil

Frente a este panorama, lo difícil es admitir la realidad y buscar las soluciones. Lo fácil es lanzar los grandes gritos y conquistar aplausos. Presentarse ante los auditorios preocupados por los problemas de nuestro tiempo y decirles: no se ocupen más de este tema, no piensen más en ello, no vale la pena el estudio y la investigación, pues "la escuela está muerta"..., es el procedimiento fácil, demagógico y deshonesto. Ponerse seriamente a estudiar los síntomas, detectar las causas, recetar los remedios que lentamente mejoren el panorama, proponer las instituciones que puedan reemplazar a las que haya que sustituir, distinguir las funciones que ya no habrá que encomendar a la escuela de las que sí tendrá que atender, investigar cuáles serán los regímenes de trabajo y los procedimientos metodológicos que podrán emplearse para superar los que actualmente resultan ineficaces, crear, en suma, las novedades efectivamente útiles que transformen esta institución envejecida en otra actualizada: esa es la obra difícil que unos pocos están empeñados en realizar. En recientes jornadas educativas internacionales no faltaron quienes obtuvieron los primeros puestos del renombre multitudinario lanzando sus consignas demagógicas. Pero, afortunadamente, tampoco escasearon las figuras de alto relieve intelectual que señalaron los caminos de la seriedad por los cuales habrá que transitar para hallar las transformaciones necesarias.

La escuela es hoy un enfermo grave. Muy grave. Pero frente a esa situación no nos dejemos arrebatar por el histerismo de quienes se disponen a disputarle su presa al hado fatal con las únicas armas de la negación de la realidad, ni aceptemos dejarnos llevar por las banderías de los aprovechadores. Sigamos la línea que marcan el estudio y la reflexión. Aceptemos esa realidad, conozcámosla con humildad y fervor socráticos y busquemos –luego– la solución adecuada a los reclamos de nuestro tiempo.


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La vida de la escuela

Publicado el 26 de noviembre de 1970

Nuestro tiempo afronta una singular contradicción con respecto al papel que las instituciones escolares deben cumplir, e inclusive una grave confusión con referencia al sentido de esas instituciones en el marco de la sociedad contemporánea. Todo indica que este problema no hará sino intensificarse en los años próximos y es probable que solamente en los últimos lustros de la actual centuria el panorama se clarifique suficientemente.

Por un lado se afirma que la escuela es un tipo de organización que ya está superada y que no vale la pena siquiera ocuparse de sus defectos o carencias porque la sociedad del futuro se arreglará muy bien sin ella. Son los que predican "la muerte de la escuela" quienes alzan esta demagógica bandera, con la cual nada solucionan pero despiertan fáciles entusiasmos. La realidad indica, empero, que la escuela está gravemente enferma por la casi total desactualización de su régimen de trabajo, de los contenidos que maneja, de la asignación de funciones que le competen, y por la errónea ubicación que asume dentro de una sociedad profundamente transformada con respecto a la de pocas décadas atrás. Esa realidad señala también que existen otros poderosos medios de comunicación del pensamiento capaces de transmitir mensajes o de proporcionar informaciones escolásticas tradicionales y que el magisterio profesionalmente entendido debe prepararse para desempeñar tareas de carácter muy diferente de las que hasta ahora ha desempeñado.

Nuevas misiones

Pero el razonamiento que se detuviera en el punto que hemos analizado incurriría en el grave error de quedarse en una parte del conjunto del problema y olvidar otras. Es verdad que múltiples funciones y misiones que le fueron asignadas a la escuela durante el período histórico que marca el surgimiento de los sistemas educativos contemporáneos ya no pueden ser asumidos hoy enteramente por ella, pero al mismo tiempo han aparecido otras funciones y tareas que deben ser realizadas escolarmente.

Teniendo en cuenta la riqueza, en cantidad y en calidad, de los actuales medios de comunicaciones de masas, estos están en condiciones de efectuar directamente gran parte de la tarea formativa que la política educativa del siglo pasado encomendó a los establecimientos de enseñanza. La tecnología educativa dispone de recursos que permiten brindar datos e información de manera mucho más eficiente y económica que mediante los procedimientos tradicionales basados en la labor de carácter artesanal y casi individualizada que implica la relación educador-educado. La organización típica escolar en "grados" o "años" que agrupan obligadamente a grupos de algunos cuya homogeneidad esencial está dada por sus edades será, sin duda, sólo un recuerdo antes que termine el siglo y costará entender cómo durante tanto tiempo se mantuvo férreamente una estructura interna de la tarea escolar tan poco flexible, tan poco apta para cualquier necesidad didáctica y tan poco fundada en la realidad evolutiva de cada individuo.

Estas reflexiones conducen naturalmente a pensar en una especie de "achicamiento", institucional y fáctico, de los sistemas escolares. Se ha dicho –y con razón– que para conseguir los resultados que actualmente logra la escuela, es sensato suponer que se pueda reducir la cantidad de años de escolarización que se emplean y la cantidad de horas cotidianas de tarea que hoy parecen convenientes.

Al lado de este panorama se da otro totalmente diferente: las estadísticas mundiales revelan que el aumento de escolaridad para todas las capas de la población es un hecho indudable. La evolución cultural y tecnológica del presente demanda mayores índices de capacitación para grupos cada día mayores dentro del total de habitantes.

Se afirma –con acierto– que no existe posibilidad alguna de desarrollo sin avances previos o por lo menos simultáneos de la escolaridad general. El analfabetismo se ve no sólo como una falta ético-política, como una deficiencia que atenta contra la dignidad humana o que obstaculiza la práctica de una auténtica democracia, sino también como un impedimento para que los pueblos accedan a mejores niveles económicos y se desenvuelvan dentro de elevados criterios de organización laboral, de rendimiento, de productividad. Para tareas que antes eran desempeñadas exitosamente por personas que sólo habían concluido la enseñanza primaria, ahora se requiere haber cursado la escuela media. Sucesivamente los cargos superiores dentro de las empresas privadas o en la administración pública exigen niveles universitarios o terciarios que antes sólo resultaban imprescindibles en muy baja proporción.

Finalmente, empieza a admitirse que la escolaridad propiamente dicha, es decir, el proceso de aprendizaje regular, metódico, guiado, evaluado y certificado mediante algún tipo de institución, no termina prácticamente nunca durante todo el período de vida útil de los hombres.

La llamada educación permanente ha pasado a integrar el conjunto de los problemas pedagógicos y político-educativos de nuestro tiempo. Los graduados universitarios saben que al salir de las aulas de las altas casas de estudio, lo único que hacen es iniciar un período durante el cual la profesión ocupará una parte mayoritaria de su tiempo, pero que la asistencia a cursos, a seminarios, a "stages" o servicios de actualización será una constante para toda su existencia. Inclusive, ha comenzado a exigirse legalmente la reválida de los títulos profesionales después de lapsos determinados.

Entonces, frente a este otro panorama surgen impresiones que hablan de una especie de "agigantamiento" de la escuela, de un crecimiento casi desmesurado de las instituciones escolásticas. Comienza a parecer que la escuela dejará de ser la etapa infantil o, a lo sumo, juvenil y se convertirá en una inmensa organización que abarcará a todos los hombres durante toda su vida.

La vida de la escuela

La escuela es un enfermo grave, pero si está al borde de la muerte es solamente porque el tratamiento que se le practica es erróneo. Porque es un paciente que tiene a la mano inmensos recursos capaces de inyectarle vida poderosa y larga. Su mal consiste en que insiste en asumir funciones que no le corresponden, habida cuenta de la aparición de nuevos medios que pueden realizarlas mejor y más económicamente; en mantener como fundamentales contenidos de otro tiempo; en seguir basándose sobre esquemas organizativos y procedimientos didácticos ineficientes o ineptos para la actualidad. En cambio, si se decide a dar el gran salto y transformarse en una institución dinámica, flexible, estimuladora de las inteligencias en cambio de acopiadora y transmisora de informaciones; si se resuelve a dejar de lado los formalismos que sobre certificados, grados, títulos, niveles y promociones elaboró durante tantos años y que ahora la ahogan a ella y a la sociedad; si reemplaza todos esos esquemas por una actividad enderezada a responder a las verdaderas necesidades del hoy y del mañana; si recoge de la sociedad la riqueza de contenidos que esta ha elaborado a raudales en los últimos cincuenta años y los incorpora a su seno; si se lanza con audacia por los caminos inéditos de la tecnología educativa y asimila los descubrimientos de la ciencia sin temores... entonces la escuela se convertirá en una institución de salud envidiable y duradera. La educación permanente será una realidad; la escolaridad universal hasta muy altos niveles no será una utopía y la vida de la escuela habrá sido la respuesta a los gritos agoreros que hablan de su extinción.

Pero este destino de salud y poderío no será una gracia generosamente otorgada sino una conquista duramente alcanzada. Si quienes tienen bajo su responsabilidad el destino de las instituciones escolares –desde los puestos de gobierno educativo o desde los cargos docentes más modestos– no se disponen a la tarea renovadora, la sociedad no tendrá otro camino sino pasar sobre la escuela como quien deja de costado organismos inútiles y recrear nuevas instituciones que atiendan la misión cultural que el porvenir exige.


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Reforma y destino

Publicado el 16 de febrero de 1971

Dentro de cada país, el sistema educativo alcanza sentido y puede explicarse en función del futuro previsto o deseado. Por eso, ninguna otra cosa se halla tan íntimamente entrelazada con el destino nacional como el régimen educativo, entendiendo por tal el conjunto de instituciones y organismos de todas las jurisdicciones y de los diferentes niveles y modalidades posibles. En consecuencia, cuando se da en algún pueblo una coyuntura histórica en la cual se produce una honda confusión en torno de ese destino nacional, o una profunda disensión acerca de cuál debe o puede ser tal destino entre los miembros que componen el cuerpo social, necesariamente resultará imposible lograr acuerdos satisfactorios en relación con el sistema educativo deseable, y mucho menos en torno de reformas o modificaciones que se quieran introducir dentro del existente. De donde las dudas, las discusiones, los conflictos, los errores y las incapacidades para montar adecuadas respuestas en este terreno o para introducir acertadas transferencias vienen a ser algo así como un síntoma cierto de que un país padece uno de los más graves problemas políticos: la falta de una idea generalizada, subyacente en toda la sociedad, o al menos en sus principales grupos dirigentes, acerca de su destino y su misión.

En nuestro país se han sucedido durante el año anterior algunas polémicas agrias y enconadas en torno de experiencia educativas realizadas y de ciertos anuncios con respecto a otras, que apuntarían a una posterior transformación generalizada de nuestro sistema educativo. Pero en esas polémicas ha faltado –salvo en ocasiones aisladas– algo esencial, que es la referencia concreta y clara a nuestro destino futuro como nación, como pueblo con una misión que cumplir dentro de nuestras fronteras y en el concierto continental y mundial. Esa carencia se ha advertido desde dos ángulos, ya que por una parte han faltado explícitas referencias al tema en la mayor parte de las argumentaciones esgrimidas, y por otro lado no se ha advertido que tomaran parte en las discusiones las instituciones empresarias, gremiales, rurales, académicas o culturales en general. Se ha asistido más bien a una discusión limitada al ámbito docente o escolar, pero no a un debate en el cual haya participado el país entero. Inclusive en las esferas gubernativas, no se han oído casi manifestaciones u opiniones de funcionarios, fuera de aquellos que forman parte del ministerio que asume la responsabilidad decisiva en el problema. Y no puede explicarse ni justificarse esto por una actitud de discreción que lleva a esa prudencia o silencio en cuestiones referidas al sistema educativo y a las reformas que se pretenden, porque el gobierno de un país es una unidad, y sus miembros integrantes participan todo de una responsabilidad común en una acción política que necesariamente compromete solidariamente a unos con otros.

Destino y perspectiva

La razón de estas ausencias es que los argentinos estamos padeciendo como comunidad política aquella falta de que hablábamos al principio: no hay lograda una coincidencia mínima, suficientemente generalizada o extendida en sectores mayoritarios, o al menos en los grupos dirigentes más vastos con respecto a un proyecto nacional, a un destino por realizar como nación. Entonces, necesariamente, las discusiones sobre nuestro sistema educativo giran en torno de un gran vacío y se nutren a sí mismas en torno de problemas pedagógicos, didácticos o de organización escolar que no pueden sustentarse fuera de la base política que les dé sentido final.

Porque si hay algo que no puede considerarse eludiendo la visión prospectiva –tan difundida en la actualidad, a veces con ribetes de disciplina seriamente fundada y a veces algo cercana al libre discurrir de imaginaciones fértiles– es todo lo que refiere al sistema educativo. Al margen de una visión de futuro, todo lo referido a ese tema es baladí y ni siquiera merece ser escuchado. Para ninguno de los problemas inmediatos del presente que padecemos hoy en la Argentina tienen importancia ni el nuevo sistema de formación de docentes para el nivel elemental, ni el nuevo curriculum experimental que acaba de aprobarse para los tres primeros grados de las escuelas elegidas para el ensayo, ni aceptar o rechazar una nueva estructuración de los niveles y ciclos escolares tradicionales. El empresario que solamente tiene en su mente la situación de su empresa para los próximos dos o tres o a lo sumo diez años no tiene, efectivamente, por qué preocuparse del sistema educativo o de las reformas que se pretendan introducir, porque nada significan para esa preocupación. Para los gobernantes que, asimismo, se limiten a tratar de resolver de la mejor manera posible las dificultades que el país afronta ahora o las que se presentarán en los años inmediatamente venideros, tampoco el tema escolar requiere su tiempo o su atención. Pensar en la reforma del sistema educativo se justifica o se entiende solamente cuando se comienza a pensar en el país que tendremos de acá a veinte años, por lo menos. Cuando el empresario llega a este punto se da cuenta, en primer término, que dentro de veinte años más –es necesario admitir aquí generalizaciones muy amplias– su empresa ya no será suya, sino de sus hijos, o de sus descendientes... o de quien sea, pero de otra generación, en fin. Y que también pertenecerán a otra generación los empleados de la empresa, y los obreros, y los gerentes y –cosa fundamental– los consumidores. Entonces, necesaria y naturalmente, surge la reflexión en torno del sistema educativo en el cual, ahora, está preparándose para incorporarse a la vida adulta esa otra generación.

Por lo cual se puede afirmar, sin temor a dudas, que la ausencia de tantos sectores de la vida nacional con respecto al tema de la reforma educativa, es un índice seguro de que la visión prospectiva, la preocupación por nuestro destino como nacionalidad, se halla o bien ausente o al menos muy confundida entre nosotros.

Escuelas, ferrocarriles, alambrados e inmigrantes

En el siglo anterior, la estructuración del sistema educativo fue sólo una parte de una gran empresa nacional. Fue un capítulo de una audaz tarea donde todo respiraba visión de futuro y apenas preocupación por el presente inmediato. Desde la conquista del desierto al tendido de las líneas férreas; desde la introducción de los alambrados y el mestizaje de los ganados hasta la incorporación multitudinaria de inmigrantes hasta la fundación de escuelas primarias y el dictado de leyes de instrucción obligatoria, todo formaba parte de la ejecución de un gran proyecto nacional. Las discusiones parlamentarias y públicas sobre el régimen educativo formaban parte de la polémica en torno del destino del país. Al margen de cualquier juicio valorativo, es indiscutible que lo que se hizo en ese entonces fue en un todo coherente con una acción de gobierno que no era el proyecto de un ministro o de un grupo de hombres sino la decisión de un pueblo que miraba adelante.

La palabra que falta

Se ha dicho que en los países latinoamericanos las constituciones nacionales alcanzan el significado de programas por cumplir; tienen un sentido esencialmente programático. Son, más que otra cosa, postulaciones que guían la tarea de gobierno, ideales que deben ser alcanzados, pautas que señalan el rumbo. Ello puede ser así cuando existe conciencia explícita o subyacente de ese rumbo, cuando se sabe adónde se quiere llegar, aunque la meta sea apenas entrevista. La Argentina necesita recobrar conciencia de un destino, y a partir de allí no podrá eludir la discusión, entonces sí generalizada, sobre su sistema educativo y sobre las bondades o defectos de las reformas que se quieren introducir. Porque la verdad es que no son las opiniones de los sectores directamente vinculados a los ámbitos escolares o pedagógicos las que importan principalmente en un primer momento. Su turno –al margen del derecho que poseen como ciudadanos, como miembros de la comunidad, pares de los restantes– viene después que haya dado su palabra la sociedad en su conjunto, a quien la escuela y el sistema educativo sirven. Lo que el país espera ahora es esa palabra que falta: la de los empresarios, las instituciones rurales, las academias, los grupos políticos, los organismos culturales y científicos. La reforma educativa cobrará entonces sentido en función de un destino.


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Puede ser tarde

Publicado el 25 de febrero de 1971

Pondremos una hipótesis a modo de ejercicio mental con el objeto de llegar, mediante ella, a ciertas conclusiones. Como tal, esa hipótesis puede desarrollarse hasta donde queramos, siempre que sea lógica consigo misma, respete las premisas tomadas como punto de partida y que la dosis de imaginación con que trabajemos no pase de una medida aceptable como para poder trasladarla a otros planos sin excesivo esfuerzo. Supongamos entonces que en un país cualquiera se debate la reforma de su sistema ferroviario, es decir, que se presentan planes controvertidos con referencia a las dimensiones óptimas de las redes en exploración, la frecuencia de los servicios, la supresión o instalación de ramales, la interconexión de vías, el tipo de material rodante más conveniente y, finalmente, las ventajas, riesgos y dificultades de la electrificación total del sistema. La polémica podría alcanzar grados intensos y comprometer partidos políticos, grupos económicos y sindicales, afectar ideologías y se mezclaría, por supuesto, con cuestiones sociales bastante complejas. Como es frecuente, este debate podría durar mucho tiempo. No es difícil admitir que una polémica de esta naturaleza pueda llevar varios lustros, quizá décadas. No es suponer un desatino si decimos que en el país en cuestión –siempre hipotético, recuérdese– corren cerca de treinta o cuarenta años en discusiones y enconados encuentros entre diferentes sectores acerca del tema y que, sin embargo, el sistema ferroviario no ha encontrado todavía el camino de su transformación, aunque, eso sí, todos están de acuerdo en que debe ser transformado.

Imaginemos entonces cuál habría de ser la reacción si de pronto alguien se atreviera a decir públicamente que la discusión ha perdido importancia, que ya no vale la pena ocuparse de mejorar o reformar el sistema ferroviario, porque constituye un medio de transporte superado por avances de la técnica y que lo que conviene es que el país se lance a la implantación de los nuevos medios de transporte que tornarán superfluo, o por lo menos muy poco significativo en el conjunto, al viejo sistema ferroviario. Y si esta audaz afirmación resultara cierta, el país comprendería que había perdido el momento oportuno para transformar su sistema ferroviario y que ahora está gastando energías muy grandes y derrochando hombres y recursos detrás de una reforma que quizá llega tarde, porque se debió haber hecho antes y hoy apenas si interesa. En fin, y para decirlo de otro modo, sería como si un anciano padre de familia, que se apegó durante años y años a la conservación de un viejo modelo de automóvil, resistiendo las argumentaciones que a favor del cambio hacían los hijos y los nietos, se decidiera por fin a seguir esos consejos y advirtiera entonces, asombrado, enojado y confundido, que las jóvenes generaciones restan importancia a su resolución, ni miran con interés a ningún tipo de automóvil porque lo único que usan son otros medios, más modernos y radicalmente distintos, para trasladarse de un lugar a otro.

Como hipótesis de trabajo, hasta aquí todo lo dicho puede admitirse y cumple las condiciones dentro de las cuales habíamos prometido situarnos. Veamos ahora si existe algún sector de la realidad social al cual pueda aplicarse o que esté amenazado por la cercanía de fenómenos parecidos.

El sistema escolar y la educación

El sistema escolar, o la escuela, si se quiere, es a la educación lo que es sistema ferroviario a la necesidad del transporte. Es decir, un modelo de organización destinado a satisfacer una función que la sociedad debe cumplir obligatoriamente. Para llenar las necesidades del transporte, durante largos siglos se recurrió a determinados medios. A partir del siglo XIX se añadió el ferrocarril, que pasó a convertirse en el más importante hasta que en el XX aparecieron otros, que en ocasiones lo han desplazado y a veces compiten a la par, aunque en algunos aspectos sigue siendo irreemplazable.

Igualmente, durante la gran mayoría de los siglos que atraviesa la historia del hombre, las necesidades educativas fueron satisfechas por la humanidad al margen de la escuela y de los sistemas escolares, que tan sólo servían, durante esos tiempos, para pequeñísimas, casi ínfimas minorías y para algunos poquísimos contenidos muy especializados. A partir del siglo XIX la escuela y ulteriormente los sistemas escolares representan, en cambio, un paso indispensable para la satisfacción masiva de las necesidades educativas de la sociedad. Actualmente, por eso y por identificar la educación con el sistema escolar actuamos como si fuera de aquellos esta no existiera. Hemos olvidado que jamás desaparecieron las antiguas modalidades formativas y que identificar los sistemas escolares con la función educativa –como otros estudiosos han explicado ya, algunos desde las columnas de este diario y varios en obras contemporáneas de alto nivel– representa una reducción equivocada y que conduce a numerosos errores conceptuales y operativos.

En nuestros días se da otra circunstancia que ha empeorado las derivaciones de aquella postura: la aparición de los medios de comunicaciones de masas, que desde el punto de vista de la educación entendida como formación integral tienen un poder extraordinariamente superior al de los sistemas escolares tradicionales. Y mientras ocurre que en el país continúan –desde hace tanto tiempo– discusiones interminables acerca de la mejor manera de transformar y perfeccionar nuestros viejos sistemas escolares, la realidad indica que los fenómenos educativos más importantes, los de mayor valoración ética y los que alcanzan hondo significado político, no los está conduciendo el sistema escolar sino nuevos medios que actúan por sí mismos al margen de todo sistema.

Quizá las nuevas generaciones piensen ahora en otra cosa

Como pasaba con los ferrocarriles de nuestra hipótesis, ha ocurrido que la "función" educativa, como la necesidad del transporte, se cumple ahora preferentemente por otras vías, gracias a nuevos y poderosísimos recursos que no existían hace cincuenta años. Entonces, bien podría acaecernos que alguien nos sorprendiera de pronto y nos dijera que no vale la pena discutir tanto en torno de la reforma de un sistema escolar que quizá ya no haga falta... Y nos encontraríamos –como aquel viejo padre de familia que meditó tanto antes de decidirse a cambiar su antiguo modelo– con que cuando nos dispongamos, al fin, a dar los pasos necesarios para la reforma, las nuevas generaciones nos miren desdeñosas porque han puesto sus intereses en otros métodos, en otros sistemas, en otros recursos educativos.

No se trata de un exceso de imaginación. En un reciente congreso internacional sobre asuntos educativos, el director de un instituto mexicano de alta jerarquía afirmó que ha llegado el instante, particularmente para América latina, de pensar si debemos disminuir los años y las horas de escolaridad propiamente dichas –o sea la metodología educativa de carácter escolar según pautas tradicionales– y buscar la forma de reemplazarlas por otro tipo de actividades que cumplirían el mismo fin pero dentro de modelos organizativos muy diferentes de lo que entendemos por escolarización. No olvidemos, tampoco, que personas que difícilmente podrían ser consideradas como fantasiosas o imprudentes, como son las personas que componen el Consejo de Administración del Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo, acaban de aprobar un proyecto de preinversión que compromete sumas muy altas para estudiar la factibilidad de un sistema regional latinoamericano de televisión educativa vía satélite. Por último, tengamos en cuenta que lo que importa es satisfacer bien, con la máxima eficiencia y economía, una función necesaria de la sociedad, como es la educación, con todas las múltiples y complejas modalidades que ello significa en un sentido integral, manejando la totalidad de los contenidos culturales que desde las técnicas a los conocimientos y a las pautas de conducta deben ser utilizados. Para ello, no ha de caerse en la confusión de identificar el medio, el sistema escolar, con la función, la educación.

Meditemos, en consecuencia, y preguntémonos serenamente si no se nos habrá ido ya demasiado tiempo en discusiones y si no estaremos argumentando en torno de asuntos que pueden importar menos de lo que creemos.

Porque los regímenes de evaluación y de promoción, y las equivalencias entre planes diferentes, y los conflictos entre jurisdicciones, y las metodologías de enseñanza y de aprendizaje, y la cantidad de años de escolaridad o de horas de clase, y la validez de los certificados y de los títulos, y tantas otras cuestiones parecidas configuran una casi inacabable polémica que no sale, empero, de los moldes del sistema escolar tradicionalmente concebido. Se corre el riesgo de que en cualquier momento las nuevas generaciones nos miren desdeñosas y nos digan, con la impavidez con que la juventud suele hace caer a los mayores desde sus suficiencias a menudo inocentes, que esta reforma llega un poco tarde. Porque de lo que se trata ahora –quizá nos digan– no es de reformar el sistema escolar sino de superarlo o de reemplazarlo por algo radicalmente diferente.


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Los grandes temas

Publicado el 5 de mayo de 1971

El actual ministro del Interior, en su primer mensaje a la opinión pública, al anunciar la rehabilitación de la actividad política en la República, expresó: "Queda abierto el debate de los grandes temas nacionales". Es necesario precisar el sentido exacto de esas palabras, puesto que no podría afirmarse que durante el último lustro un debate semejante haya faltado de manera absoluta. Pero al declararse oficialmente rehabilitadas las actividades políticas que se habían intentado prohibir en junio de 1966, ese debate se reencauzará formalmente por la vía de los partidos e instituciones de carácter político. Eso es lo que hasta hoy faltaba y eso es lo que ahora se abrirá ante la ciudadanía como posibilidad que le era negada. La importancia de este punto es grande. Porque los partidos políticos son agrupaciones de hombres con una ambición fundamental: la conquista del poder. Ese objetivo representa el carácter esencial que distingue a los partidos políticos de cualquier otro tipo de entidad o agrupamiento de personas. Por supuesto, la conquista del poder no es –al menos en las agrupaciones de espíritu democrático y en los ciudadanos con intenciones de bien público– un objetivo en sí mismo, sino el medio que se pretende obtener para la realización de logros previamente establecidos en las plataformas, programas o postulaciones doctrinarias de cada partido. En consecuencia, la diferencia que, de ahora en adelante, presentará el debate en torno de los grandes temas nacionales, es que lo sostendrán, también, los grupos que pretenden llegar al poder para realizar en la práctica las ideas sostenidas durante su desarrollo.

No es poca cosa la mencionada diferencia. Porque, en efecto, significa algo radicalmente distinto expresar ideas, por cualquier medio, con el afán de difundirlas, de convencer a la opinión pública, de exponer teorías o de sugerir caminos, que hacerlo con la intención directa de ponerlas en ejecución apenas se alcance el poder político que así lo permita. No queremos decir que una cosa sea más importante que la otra, ni que la responsabilidad ciudadana tenga en una u otra ocasión más alta dignidad. A veces, la primera labor es el paso previo indispensable parra la segunda, y es el camino que prefieren transitar por vocación o por capacidad especial algunos espíritus. Pero no cabe duda que es inmensa también, y por sobre todo decisiva, por las razones apuntadas, la importancia que adquiere cualquier tema cuando está en manos de los dirigentes y los partidos políticos.

Las cuestiones educativas

Y bien: entre esos grandes temas que de ahora en adelante deberán encarar los ciudadanos por vía de las agrupaciones políticas, no podrá faltar, naturalmente, todo lo referido a las cuestiones educativas. Quienes hasta hoy, o desde mucho tiempo atrás pero particularmente en los últimos años –impulsados quizá por razones históricas y generacionales no elegidas– han meditado con preocupación cerca de los cambios profundos que en todo el mundo se presentan en los ámbitos escolares, han seguido con espíritu crítico las circunstancias argentinas en esa materia, han participado o tomado postura en lo que en ese campo está ocurriendo, esperan ahora que el debate acerca de los grandes temas nacionales incluya con valentía y altura las cuestiones educativas más profundas.

Una exigencia inexcusable

Los hombres y las agrupaciones que tomen parte en esa discusión programática, tienen una obligación ineludible: sostenerla mediante planeamientos claros, concretos, definidos, no recurriendo al empleo –desdichadamente fácil y abusivamente utilizado– de grandes palabras, de frases altisonantes o de referencias efectistas a posiciones ideológicas o doctrinarias que por sí mismas nada resuelven. En materia educacional existe –triste es reconocerlo– una viejísima tradición caracterizada por el empleo reiterado de latiguillos oratorios o de párrafos vacíos que eluden cuidadosamente las definiciones y los problemas reales. Muy poco valor tendrán, por ejemplo, las referencias al papel protagónico de los docentes en la foja del destino de la patria o el reconocimiento verbal de su altísima dignidad profesional. Lo importante será explicar sin subterfugios cuáles son los topes salariales que los maestros y profesores de todos los niveles y jurisdicciones merecen, las posibilidades ciertas de que la sociedad pueda pagárselos y las medidas efectivas que en el orden económico general habrán de tomarse para obtener ese resultado.

Es innecesario repetir que el país afronta un grave déficit de construcciones escolares, o que los estudios superiores deben estar abiertos a todos aquellos jóvenes deseosos y capaces de proseguirlos.

El gran debate que protagonicen los grupos políticos deberá, en cambio, entablarse sobre datos estadísticos precisos; considerar los mejores procedimientos técnicos y económicos par un plan vasto de construcciones; concretar cifras sobre costos previstos; incluir probabilidades de realización por lapsos estimados. Las posturas de agitación social y las frases demagógicas no han resuelto todavía en ningún país del mundo, la incapacidad de las aulas para acoger estudiantes universitarios ni para satisfacer sus demandas de una instrucción de buena calidad. El debate habrá de decir cómo solucionar el problema y no limitarse a encender las polémicas o a azuzar las pasiones.

Hay muchos otros puntos que conmueven hoy a los ámbitos escolares tradicionales. No sólo en nuestro país sino en el mundo entero las cuestiones menudas concretas han pasado a convertirse en asuntos de discusión general. Proposiciones específicas forman parte de los programas partidarios en ciertas naciones, pero son –reiteramos– ideas definidas no declamaciones vagas. En Gran Bretaña por ejemplo, la iniciativa de las escuelas comprensivas –revolucionaria novedad dentro de un sistema tradicional hondamente arraigado en la sociedad– es parte indisoluble del programa laborista, aunque ello no signifique que los conservadores quieran echarla por tierra.

La inclusión o no del latín en la nueva escuela secundaria de primer grado de los italianos originó una apasionada discusión en el Parlamento, y la reforma del sistema de exámenes para aprobar el famosísimo y secular bachillerato se constituyó en polémica nacional en Francia.

Entre nosotros tenemos graves problemas que merecen atención. Graves y concretos, aptos para reposiciones técnicas, fundadas en criterios estadísticos, científicos y de oportunidad práctica. Bastaría citar –a modo de ejemplos tomados al azar– la introducción de la matemática moderna en todos los niveles de la enseñanza; la transformación de la metodología habitual para el aprendizaje de las ciencias biológicas; la opción entre criterios disímiles para la enseñanza de la lengua nacional; la promoción automática en la escuela primaria, la promoción por núcleos de asignaturas en cambio del sistema por años de estudios en la escuela media; las propuestas para organizar estudios secundarios de carácter polivalente y politécnico en reemplazo de la conocida armazón de orientaciones paralelas, cada una de las cuales conduce a caminos diferentes y cerrados; la formación del personal docente; la accesibilidad universal para los estudios de nivel medio; la deserción escolar y el abandono prematuro de las aulas; la falta de igualdad de oportunidades para los niños, adolescentes y jóvenes de distintas situaciones sociales y económicas o que habitan regiones diversas del territorio; la conveniencia de que sea el gobierno nacional o los gobiernos provinciales los que atiendan directamente el servicio educativo en sus diferentes niveles y modalidades. La lista podría alargarse casi indefinidamente, pero solamente hemos querido mostrar la vastedad que la problemática educativa alcanza en estos momentos en la Argentina.

El pasado y el futuro

Como punto final, convendría citar otra expresión del breve discurso del ministro del Interior a que hemos referencia: "La historia –dijo– se escribe pensando en el pasado y se hace pensando en el futuro". Quizá en ningún otro caso sea de mejor aplicación esta feliz expresión como en el educativo. Porque no bastará apelar a una gloriosa tradición educativa y pedagógica para resolver los problemas que se plantean en un mundo de implacables exigencias y de características absolutamente distintas de las de un siglo atrás. Para escribir la historia del sistema educativo argentino disponemos de un material riquísimo y de una tradición que impone el homenaje de los mejores espíritus. Ese ayer puede servir también –debe servir– de inspiración espiritual permanente y de línea rectora con referencia a los grandes principios políticos e institucionales. Pero para hacer el sistema educativo que la Argentina necesita hoy, no queda otro camino sino pensar en el futuro y adoptar una actitud mental creadora y audaz.


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El rendimiento escolar

Publicado el 27 de mayo de 1971

Unos de los temas que constituyen actualmente preocupación constante dentro de los estudios pedagógicos y de política educativa es el del rendimiento escolar. Durante los últimos dos o tres lustros ha alcanzado importancia creciente. Los organismos internacionales le dedican atención preferente y la Unesco acaba de iniciar tareas de largo plazo tendientes a considerarlo con el mayor detenimiento. Afírmase, además, que América Latina es el continente que debe ocuparse con más interés que ningún otro acerca del problema –tesis que no entraremos a discutir ahora– porque su tasa de crecimiento demográfico es la más alta del globo.

Ello determina un proceso constante de rejuvenecimiento de la población, es decir, que los porcentajes de menores de quince años, en relación con el total de habitantes, siguen una línea de aumento constante. Por lo tanto, las exigencias que el continente deberá afrontar en el provenir inmediato no harán sino crecer, y un escaso rendimiento del sistema educativo agravará las dificultades, que ya son muy serias.

Creemos sin embargo, que los enfoques que hasta hoy se realizan acerca de la cuestión mencionada presentan un defecto capital, consistente en tener en cuenta solamente un elemento de juicio para juzgar la calidad del sistema educativo.

Suele utilizarse como dato exclusivo para calificar el rendimiento escolar el proporcionado por los índices de retención, o sea los porcentajes de alumnos que concluyen el ciclo, nivel o etapa de escolaridad considerada. Según que esos porcentajes sen mayores o menores se entiende que el rendimiento es, respectivamente, mejor o peor. Teóricamente, el grado óptimo se lograría cuando la retención llegara al 100% (o sea: el total de alumnos inscriptos en el primer año del sistema aprueba el último durante el lapso normal fijado para cursar la etapa considerada). Es lo mismo que decir que la deserción es igual a cero. Entre uno y otro extremo se sitúan, consecuentemente, todas las variantes posibles.

Los datos que faltan

Cualquier persona habituada a análisis de rendimiento en otros campos observaría de inmediato que no puede extraerse un juicio valorativo fundado solamente sobre la cantidad de productos obtenidos por un sistema. Falta, en efecto, considerar la calidad del producto y el costo que ha demandado. En el terreno empresario, el rendimiento se mide por estos tres datos combinados.

La calidad puede medirse, cuando se trata de materiales tipificados según normas objetivables y aceptadas más o menos universalmente, de manera precisa. (Es un fenómeno distinto que esa calidad se disimule, u oculte, o falsee por cualquier motivo: lo que importa es que en un marco de estudio científico sea posible fijarla con precisión).

El costo tiene en estos casos un parámetro de referencia que no admite discusiones: debe ser tal que rinda ganancias, que resulte rentable a la empresa productora.

Es inútil elaborar productos de óptima calidad y en número aceptable para la demanda previsible pero a un costo que pone a la empresa fuera del mercado por razones de competencia. Es inútil también abaratar los costos sacrificando calidad hasta el punto de que disminuyan las ventas porque el público no acepta niveles inferiores a los que necesita.

Es sabido, por último, que los cálculos de costos se relacionan con las características generales del sistema productivo. Lo que es un buen rendimiento para una empresa puede ser deficiente para otra. Lo que importa es que cantidad, calidad y costo, del producto son los tres datos indispensables para tener una idea aproximadamente completa del rendimiento de una empresa.

Lo que se está olvidando cuando se analiza el rendimiento escolar es que no basta –para formular juicios de valor a su respecto– saber cuántos alumnos egresan de un sistema, sino, además cuál es la calidad de esos egresados y cuál es el costo que debe afrontarse para ese resultado.

La calidad y sus imprecisiones

Lamentablemente, en este caso no existe la posibilidad de efectuar análisis objetivos y de validez universal porque se carece de marcos referenciales que así lo permitan. La calidad del producto –cuando se trata de un alumno que concluye la escuela primaria, o de un médico, o de un profesor de enseñanza media– no se puede medir como se hace con otras clases de productos que son fruto de empresas industriales. Sin embargo, en ciertos casos y hasta ciertos límites pueden intentarse definiciones de parámetros, básicos, que al menos en algunos aspectos de importancia permitan valoraciones de carácter objetivo. Así, por ejemplo, en la enseñanza primaria, media y profesional de nivel medio es factible, lograr evaluaciones serias con respecto a ciertos objetivos fundamentales de la tarea escolar.

Porque, en efecto, el problema del "malogro" de que habla la Unesco –con una locución, a nuestro juicio, de dudoso gusto– o de la deserción, no puede darse por resuelto simplemente si aumenta el porcentaje de niños que concluyen la escuela primaria: es indispensable, además, que esos niños egresen con un dominio aceptable de cierto tipo de contenidos culturales y con una capacitación instrumental buena para desenvolverse en actividades sociales, familiares, personales, cívicas y laborales previamente determinadas. No basta que las escuelas de comercio –pongamos un ejemplo clarísimo referido a nuestro país– aumenten la retención y que la deserción disminuya de un 60 a un 30% (pongo cifras imaginarias).

Será indispensable, además, entre otras cosas, observar y medir si esos egresados escriben a máquina bien, regular o mal. O si directamente no saben escribir a máquina bien, regular o mal. No adelantaríamos mucho si la escuela primaria obtuviera porcentajes mayores de egresados que leyeran mal, que escribieran dificultosamente o con pésima ortografía, que carecieran de un dominio mínimo de los instrumentos básicos del pensamiento y de la operatoria matemáticos. De alguna manera, pues, es indispensable que el dato sobre la calidad de los egresados se tenga en cuenta, porque lo importante es evitar la deserción escolar pero no para obtener egresados de cualquier manera sino buenos egresados.

Costos

El asunto de los costos es algo más complicado, porque aquí las dificultades para conseguir cifras confiables y válidas se intensifican al punto que en ocasiones parece ser imposible todo cálculo serio al respecto. Además, se corre siempre el riesgo, de que entienda mal lo que se quiere decir. Subsiste, todavía, el prejuicio de que considerar aspectos de esta naturaleza es dejar de lado altas consideraciones de valor ético, cuando no surge la sospecha de que lo que se pretende mediante estos enfoques es subordinar los fines educativos a estrechas, mezquinas o indebidas consideraciones económicas.

De todos modos, llegar a conclusiones sobre el costo del producto –es decir, del egresado– dentro de un sistema educativo, es asunto arduo. Quizá, a pesar de los mayores esfuerzos, sólo se conseguirá llegar alguna vez a cifras de validez aproximada. Es necesario intentarlo, a pesar de todo. Pero una vez alcanzada esa meta, queda otra dificultad: ¿cómo estimar si ese costo es aceptable, excesivo o bajo; si se debe rebajar o si es justificado solicitar incrementos presupuestarios?
El criterio de rentabilidad es impracticable, aunque numerosos intentos han procurado sacar conclusiones acerca de la productividad resultante de los diversos grados y niveles de escolaridad alcanzados por individuos y por países. Pero esos estudios nunca han sido suficientemente representativos ni aceptados en estricta ortodoxia económica y científica. Además, su aplicación como único marco de referencia resultaría, entonces sí, contradictoria con fines más elevados y de naturaleza no económica. En consecuencia, no queda otro camino que el de estudiar los costos de un sistema escolar y referirlos a las reales posibilidades de la sociedad.

Como en todo proceso parecido, el principio que debe guiar los esfuerzos de los analistas del tema y de los especialistas en pedagogía, en didáctica, en organización y en administración escolar, debe ser obtener el mejor producto con el menor costo. Lo contrario sería no sólo un absurdo sino incomprensible. Si se puede enseñar a un niño a manejarse a la perfección con un idioma extranjero con un costo determinado, no existe razón alguna para que la sociedad –por más que disponga de recursos y tenga la mejor voluntad para invertirlos en educación– lo haga mediante un costo doble. Pero como generalmente la disponibilidad de recursos es escasa y la voluntad no suele ser la mejor, se comprende más todavía la conveniencia de seguir aquel principio elemental.

Una vez aplicado ese principio se llega –supongamos– a un costo. ¿Cómo juzgarlo si el criterio de rentabilidad no sirve? Pues habrá que hacer jugar dos factores y llegar a un equilibrio entre ambos: la capacidad verdadera de la sociedad para afrontar ese costo y la calidad del producto que se quiere obtener. Porque de un mínimo de calidad no se debe bajar. Lo contrario sería un engaño y en última instancia terminaría por constituirse en un gasto improductivo. Es fácil bajar costos a expensas de la calidad de la enseñanza. Si no se provee de máquinas de escribir a una escuela comercial los costos del sistema educativo disminuyen, pero si los peritos mercantiles egresan sin saber escribir a máquina se ha engañado a los alumnos, a sus padres, a la sociedad..., y al fin lo gastado, aunque poco, no ha sido sino un derroche.

Se debe, pues, fijar un nivel mínimo de calidad para el producto, o sea para los egresados. Luego, se considerará cuánto es de verdad lo que la sociedad puede gastar para lograrlo, y no queda más solución sino extremar el ingenio para alcanzar esos niveles mínimos de calidad con los recursos indispensables para llegar a los mínimos niveles de calidad predeterminados.

El rendimiento

Entonces se podrá hablar de que un sistema escolar alcanza buenos, deficientes o malos niveles de rendimiento. La retención –o ausencia de deserción–, la calidad de los egresados y el costo óptimo son los tres datos que deben conjugarse para llegar a juicios válidos.

Obtener el equilibrio indispensable entre estos tres elementos constituye –especialmente para los países de menores recursos– un imperativo inexcusable. La obligación de alcanzarlo comprende a los docentes, a los especialistas en asuntos educativos y a los gobernantes. Podría decirse que es el problema esencial de la política educativa de nuestro tiempo. Los planteos que ignoren esta posición pueden ser más fáciles para lograr resonancias populares, captar voluntades o hacer demagogia. Pero nunca brindarán soluciones de fondo a los problemas educativos contemporáneos.


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El sistema y sus víctimas

Publicado el 19 de agosto de 1971

Desde su estructuración y difusión universal, aproximadamente a partir del siglo XIX, la humanidad ha contado con los sistemas escolares como el medio idóneo para sacar a luz los recursos humanos de mayor capacidad en el campo intelectual y volcarlos, a través de estudios y carreras de nivel medio o superior, hacia las tareas requeridas por una sociedad en constante evolución. Siempre se citaron las excepciones. Eran esos genios rebeldes, inadaptados que no toleraban el ambiente escolar y que, sin embargo, más tarde brillaban en las artes o en las ciencias. En ocasiones, se mencionaba también al alumno señalado por la escuela o sus maestros como decididamente incapaz de rendir bueno frutos y que luego, ya adulto, pasaba a formar parte de la historia de los grandes cerebros. Pero todo ello constituía, al fin, lo anecdótico, lo ocasional. Podía, inclusive ser útil por aquello de que "la excepción confirma la regla". Representaba uno de los caracteres propios de las naturalezas fuera de serie y se admitía que formaba parte de una estructura en la cual esos fenómenos resultaban casi lógicos o necesarios.

Desde hace tres o cuatro décadas está empezando a suceder algo diferente. Menos propicio a la cita anecdótica pero mucho más grave.

Los sistemas educativos formales, o sea el conjunto de instituciones escolares que deben ser recorridas regularmente, de una en una, sin retrasos o adelantos que sobrepasen ciertos límites muy estrechos, cumpliendo cuidadosa y disciplinadamente todas sus pautas de organización y acatando sus estilos operativos internos al pie de la letra, siguen, como antes, produciendo una amplia cantidad de recursos humanos más o menos capacitados para desenvolverse en las circunstancias culturales de nuestro tiempo. Pero, ¿se ha meditado en la cantidad de recursos que derrochan, que expulsan de su seno y que esterilizan tanto para ellos mismos como para las necesidades de la sociedad? Es creencia generalizada entre abundantes estudiosos de estos problemas que del total de abandonos del sistema escolar –ya sea en su nivel más alto o a lo largo de sus diversos niveles parciales– un altísimo número está formado por elementos de muy buena capacidad a los cuales el sistema expulsa de sí con ligereza o que, lo que es peor, el sistema obliga a alejarse.

Esto no es todo, sin embargo. Quizá, ni siquiera es lo más importante. Hasta ahora nos hemos referido solamente a los recursos humanos que "caen" del sistema educativo formal. Son los alumnos que las instituciones escolares expulsan de su seno y pasan a formar parte de la inmensa legión de seres humanos acerca de los cuales siempre quedará pendiente el interrogante sobre sus auténticas capacidades. Pero hay necesidad de referirse, también, a los que concluyen el sistema, a quienes aprueban sus escalones sucesivos y egresan con títulos, certificados o diplomas que acreditan, legítimamente, capacidades específicas o una formación determinada. ¿Se sabe si efectivamente se ha aprovechado de verdad el material de que se disponía cuando ese elemento humano comenzó su actividad intelectual institucionalizada dentro del sistema y si se han desarrollado sus aptitudes hasta el punto máximo de sus posibilidades? Porque hay voces que acusan de algo tremendo: dicen que un número muy considerable de todos esos egresados representan, contrariamente, un achatamiento de sus mejores posibilidades, un oscurecimiento de sus dones originales, un apocamiento de sus facultades creadoras. Sostienen que muchos de esos egresados han ido dejando en el camino de las formalidades cumplidas a lo largo de los años, desde el primer grado de la escuela primaria hasta el último de la enseñanza media, sus virtudes de imaginación su afán investigador, sus inquietudes científicas o sus intereses artísticos. De tal manera que, en estos particulares momentos históricos, justamente cuando la humanidad se encuentra ante la necesidad de no derrochar uno sólo de sus talentos, cuando las exigencias de mentes preparadas hasta los mayores niveles se hacen cada día más altas, surge la duda sobre el papel que en verdad cumplen los sistemas educativos formales. Es decir, no se sabe bien si tales sistemas educativos –de carácter obligatorio, que no permiten a nadie desenvolverse en el seno de la sociedad si no se los cursa íntegramente y si no se satisfacen todos sus requisitos organizativos y operativos de manera acabada están aprovechando los recursos humanos originarios de un pueblo o si están derrochándolos y a menudo esterilizándolos.

Si esto fuera así, o, nada más que algo de todo esto fuera efectivamente cierto, estaríamos frente a uno de los mayores problemas de nuestro tiempo. Es inútil, sin duda, pretender probanzas científicas al respecto. Es casi imposible elaborar metodologías aceptables para la comprobación o el rechazo fundados de la hipótesis expuesta. Lo único que se puede hacer es tenerla presente en todo instante, y con ella, como foco iluminador de nuestras observaciones, analizar detalle a detalle y minuto a minuto lo que sucede en esas instituciones escolares cuestionadas. Es probable, entonces, que encontremos ejemplos significativos acerca de su falsedad o de su exactitud.

Por nuestra parte, no titubeamos en sostener que la aceptamos como válida en un amplísimo número de casos. Creemos, inclusive, que los egresados de los sistemas educativos formales de nuestro tiempo que conservan intactas sus facultades creadoras, sus dotes de imaginación, sus afanes de trabajo mental y sus inquietudes personales por el avance de las ciencias y de las artes son elementos que han conseguido, por algún azar del destino o por mérito de sus propios dones, salvarse de los caracteres opresivos y deprimentes de un ámbito que han debido tolerar por largos años.

La humanidad, entonces, llegado este instante, debe empezar a preocuparse de una categoría que hasta hoy ignoró, porque no suponía su existencia: se trataría de las víctimas de los sistemas educativos formales y obligatorios. Es decir, de todos aquellos buenos recursos humanos que no pudieron tolerar la rigidez de los esquemas operativos obligatorios de los largos años de las instituciones escolares y han quedado fuera de los mercados de trabajo jerarquizados y de la posibilidad de brindar sus talentos a la sociedad. Y además, de todos aquellos que han conseguido soportar la situación y han egresado con sus certificados en la mano, pero han dejado en el camino jirones de sus aptitudes definitivamente sepultadas.

Creemos que ha llegado, en esta materia, la hora de la verdad ¿Se ha meditado alguna vez en la inmensa cantidad de recursos humanos que jamás podrán transitar ya nunca los caminos de una buena formación y aptitud matemática por la ineptitud metodológica de la organización escolar vigente en la escuela primaria y en la enseñanza media? ¿Se ha reflexionado acerca de la escasísima cantidad de talentos orientados hacia las áreas de las ciencias nada más que porque el tipo de tareas escolares suele anular, más que despertar y orientar, los tan habituales entusiasmos infantiles o juveniles en ese terreno? ¿Se piensa, acaso, en las inmensas posibilidades de creación artística o artesanal que encierran las manos de los niños y de los adolescentes y que se ven frustradas por gastar sus horas en ejercicio o tareas de absoluta inutilidad?

De acuerdo con las formalidades rígidas de os sistemas escolares actuales, aún los más capacitados en el dominio de lenguas extranjeras deben cumplir los programas elementales en cada instante de su vida estudiantil, aunque se aburran o se harten.

Nadie puede pasar por sobre la aprobación formalista de materias tales como dibujo o música, aunque personalmente supere no sólo a todos sus compañeros en condiciones y dominio de esas asignaturas sino aún al mismo docente. El grado, la división, la sección, es la cárcel en la cual queda encerrado de por vida mientras dure su etapa escolar, y allí dentro todo niño, todo joven, sea cual fuere su natural condición mental o sus características sociales, debe mantenerse, por años y años, cumpliendo todas las normas, todos los requisitos, pensados para un "tipo-ideal" que en la realidad no existe ni existirá jamás.

Muchos de los grandes hombres de la humanidad son producto de la obra de los sistemas educativos. Pero es probable que junto con ellos exista un número incalculable de otros hombres que no son sino víctimas de esos mismos sistemas. Es casi seguro que esta circunstancia ha comenzado a darse en las últimas décadas cada vez con mayor intensidad. Todo indica que si no se producen rectificaciones muy profundas en los lustros del porvenir inmediato, esas víctimas llegarán a ser tan abundantes y los males tan graves, que la sociedad se verá obligada a tomar medidas proporcionadas a la seriedad del mal. La más indicada será eliminar las exigencias reglamentaristas que impiden a los talentos desarrollar sus aptitudes, al margen de las formalidades rígidas de los sistemas educativos y "dar a cada uno lo suyo", es decir, la posibilidad de actuar, de trabajar, de progresar y de servir sin preocuparse de las exigencias formales cumplidas burocráticamente sino de sus reales aptitudes y capacidades.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina