Ciudad Educativa

Tres películas y tres consecuencias formativas

Publicado en Educando 2, marzo de 1975.

La educación no es un fenómeno exclusivamente escolar. Este concepto elemental continúa olvidado. Los educadores profesionales –maestros y profesores de todos los niveles y de todas las modalidades– insisten en dejar de lado, como si no existieran, los múltiples recursos empleados cotidianamente para formar las mentalidades y las conciencias de los miembros de una comunidad. Lo mismo ocurre con los padres de familia y con los grupos dirigentes en el campo político. De esa actitud derivan dos consecuencias.

Por un lado, la incomprensión de los fenómenos educativos y sociales. Por otro, la mala conducción de esos fenómenos. Es lógico: cuando se ignoran elementos claves de un proceso es imposible comprenderlo bien desde el punto de vista teórico y mucho menos conducirlo desde el punto de vista práctico.

La influencia de la cinematografía es, desde este punto de vista, notable. Desde hace medio siglo, aproximadamente, este medio representa un factor decisivo en la determinación de formas de vida, pautas de conducta, hábitos y costumbres cotidianas, normas morales y patrones de comportamiento en general.

Se insiste, sin embargo, en desconocer un hecho tan claro o, al menos, en dejarlo de lado por cuanto hace a las consideraciones y reflexiones en torno de los problemas educativos.

Consideraremos –a modo de ejemplo– la repercusión educativa de tres obras cinematográficas de amplia difusión en los meses finales del año anterior en nuestro país.

Se trata de “La tregua”, la tan famosa película nacional; “Qué”, la no menos conocida –ahora universalmente– obra de Polanski; y por fin “Don Quijote”, el film realizado e interpretado en Australia por el sin par Nureyev.

“La Tregua” o el engaño a la juventud

“La Tregua” agotó el ingenio de los críticos, quienes han formulado ya todas las interpretaciones posibles en torno de su desarrollo argumental y procurado encontrar todos los “mensajes” de la película.

Un fenómeno que no puede ignorarse es el siguiente: este film fue visto por inmensas cantidades de público. Ver “La Tregua” se convirtió en una necesidad dentro de todos los ambientes intelectuales, snobistas o sofisticados, además de serlo para esa inmensa y heterogénea masa de público que ha hecho del cine, una o dos veces por semana, un rito inaplazable. Pero hubo en este caso algo más. Generalmente este tipo de películas tiene un público más o menos homogéneo. Con esta obra no pasó así. En las salas donde se lo exhibía podían verse, mezclados, jóvenes y ancianos, matrimonios maduros y adolescentes de ambos sexos, como también era fácil advertir una amplia gama de grupos de diferentes sectores sociales. Probablemente la tónica argumental explica la universalidad de la concurrencia: en la Argentina la familia es, sobre todo tratada con una dosis abundante de sensiblería barata –como ocurre en “La tregua”–, una fuente de éxito seguro en cualquier espectáculo.

Primer aspecto educativo que no debe ignorarse: de un modo u otro, buena parte de los espectáculos de gran repercusión popular, en nuestro país, giran en torno de la familia y, a su modo, refuerzan el valor de esa institución. “La tregua” también lo hace, a despecho, probablemente, de las intenciones intelectuales del autor del libro.

La película no deja, al fin, gran cosa como mensaje social. La pretendida rebeldía contra el “establishment”, o el orden social burgués y decadente, simbolizado en una oficina o en un jefe pintados con trazos muy gruesos, se diluye al fin en un episodio de lo más vulgar y de absoluta inocencia social y política: el protagonista decide jubilarse apenas cumpla los requisitos exigidos por las leyes implantadas por ese orden social.

En una típica actitud adolescente, quiere vivir su vida aunque ha llegado casi al término de ella y no tiene la más mínima idea acerca de qué pueda ser su vida. Vagas aspiraciones de ensoñación bucólicas y de pereza existencial, antes que un rechazo conciente o fundado a su trabajo, le hacen preferir la modestia económica al ascenso prometido.

El protagonista en un hombre chato, vulgar. No comprende a sus hijos y cuando intuye esto o advierte un problema grave en cualquiera de ellos, sufre, pero no atina a otra cosa. Una vez, empero, lanza su gran frase: “¡Ah! –le dice al hijo mayor– si a tu edad yo hubiera tenido bronca en serio... !”. El hijo lo mira. Y la platea puede entonces creer –estremecida– que si a la juventud le da por tener “bronca” quién sabe lo que puede ocurrir.

Da pena observar cómo se pretende engañar tan burdamente a la juventud. Pues es obvio que con “bronca”, nada más, es imposible construir algo, hacer una obra, cumplir un ideal, ser alguien siquiera. La “bronca” pura no sirve de nada, no significa nada. Lo que hay que tener en la juventud es otra cosa: una visión del mundo, una concepción del hombre, una intuición más emotiva que racional –quizá– de lo que se quiere hacer en algún terreno: social, político, artístico, técnico, científico. Hace falta tener fe en algo y en sí mismo, ser capaz de amar, de gozar la belleza, tener fuerza para luchar, para estudiar, para perfeccionarse. Fijarse una meta y decidirse a alcanzarla.

Eso y no “bronca” es lo que le faltó al protagonista. Se engaña a sí mismo desde el fondo de su pobreza espiritual y le dice al hijo que lo que le falta es “bronca” y engaña a la juventud de la platea. Por eso, quizá, haya jóvenes que andan por ahí con cara de “bronca”, creyendo que así podrán hacer algo.

Pero la película engañó a muchos. Durante meses y meses lanzó su poderoso efecto educativo sobre miles y miles de adolescentes y jóvenes. Muchos de ellos deben haber creído, en serio, que la cuestión está en tener “bronca”.
La ciudad educativa es fuerte y poderosa. Padres, maestros, profesores, siguen ignorantes de su presencia.

“QUE” o la corrupción de las masas

“Qué...” es una vulgar y lamentable obra pornográfica. La sociedad siente miedo de llamar a las cosas por su nombre y entre ese miedo y esa confusión una obra deleznable fue vista por cientos de miles de espectadores de todas las edades a partir de los dieciocho años, de todos los grupos sociales, de todos los niveles culturales.

He aquí el primer fenómeno digno de ser considerado. “Qué...” es una película plagada de groserías desde la primera escena. Pero groserías de bajo fondo, de la peor especie. Dichas sin gracia siquiera y ni aún excusables por algún pretendido mensaje ulterior. Las exhibiciones de desnudos son gratuitas pues no responden a ninguna necesidad argumental. La vida sexual es reiteradamente escarnecida, el erotismo se trueca en apetencia fisiológica meramente animal y el hombre y la mujer son objeto de burla y ludibrio en el momento del éxtasis amoroso.

Todo esto es, rigurosamente, una mera descripción objetiva de la obra comentada. Pero los cientos de miles de espectadores de todos los niveles no lo dicen, no lo señalan para advertir a sus conocidos de qué se trata y hay aún más: inclusive se ríen, disfrutan el “esparcimiento” y quizá lo recomiendan a terceros.

Son víctimas de la ciudad educativa. Lentamente, comenzando de a poquito, poniendo al principio una –una sola– mala palabra en una escena, siguiendo luego con una insinuación grosera y añadiendo vez tras vez una vuelta de tuerca a este profundo penetrar de la grosería y la pornografía, la masa de la población fue acostumbrada, modificada en sus reacciones, educada por fin en pautas culturales, de costumbres y de comportamiento diferentes de las de hace dos, tres o cuatro lustros atrás.

Escenas y diálogos como los de “Qué...” no se hubieran tolerado en los teatruchos de los bajos fondos, para hombres solos y también de bajos fondos, veinticinco años atrás en nuestro país. Hoy son vistos y admitidos por familias enteras, por hombres, mujeres y niños. Son efectos educativos de estos medios de comunicación. Frente a ello, es ingenuo ocuparse con detenimiento de ciertos detalles de la vida escolar o de algunas conductas en el ámbito hogareño: la ciudad educativa puede más. En última instancia, podría dejarse de lado el juicio valorativo sustentado a lo largo de estas líneas y limitar el análisis a la verificación del hecho: las costumbres cambiaron profundamente, en la inmensa mayoría de la población, con respecto a los criterios de aceptación de formas de expresión y de comportamiento en cuestiones tan graves y delicadas como las englobadas bajo las expresiones "groserías", "pornografía" o "escandaloso". Negar la influencia poderosa de la cinematografía en tal sentido sería absurdo. Algo es indiscutible: el hombre está inmerso, para bien o para mal, en la ciudad educativa.

"Don Quijote" o La Belleza

"Don Quijote" es una película hecha para el deleite de los amantes de la música, del ballet y de la belleza. No intentamos analizar sus calidades como obra cinematográfica, pues el objetivo perseguido aquí es oro.

Los habitantes de la ciudad –de cualquier ciudad de nuestro tiempo, desde la mayor imaginable hasta las pequeñas que cuenten al menos con una sala cinematográfica– disponen de la oportunidad de ver y escuchar una obra maestra. Quizá el más grande bailarín contemporáneo, un conjunto de ballet excepcional, una orquesta excelente, un coreógrafo genial –cuya interpretación del héroe de Cervantes es conmovedora por la hondura de su captación del texto inmortal– un magnífico aporte de una admirable conjunción de esfuerzos, en fin, es puesto a disposición del público de la ciudad por una suma insignificante. He aquí un milagro de la civilización tecnológica. Gracias a los adelantos de la técnica y a los aportes de empresarios de todas partes del mundo, las masas más humildes están en condiciones de disfrutas de un arte en otro tiempo reservado –por imposibilidades materiales y prácticas– a reducidísimas minorías.

La ciudad educativa es también esto. Hay quienes insisten en señalar exclusivamente los males de esta sociedad inundada por los adelantos de la técnica y "maldecida" por un consumo desenfrenado y "alienante". Olvidan detalles como este de una película maravillosa, de una obra de arte eximia al alcance de pobres y ricos, de tarde y de noche, de lunes a domingos. Quizá los admiradores de ciertos retornos preferirían, sin duda, las épocas durante las cuales grupos minúsculos de aristócratas gozaban de esa belleza en las salas de los palacios regios o, a lo sumo, junto con unos pocos burgueses adinerados, las alcanzaban en las funciones de los grandes teatros, mientras masas gigantescas en número, a la luz de rudimentarios artefactos comían su plato cotidiano sin otro horizonte que el trabajo igual día tras día. Ahora, el hombre es víctima –se dice– de un orden mucho más cruel e injusto. Pero dispone de estas oportunidades por doquier. La ciudad educativa es algo más que una máquina implacable trituradora de almas y personalidades. Es, también, una oportunidad abierta y a la mano de la inmensa mayoría para acercarse a las mejores manifestaciones del arte, de la belleza, de la capacidad del hombre en su obra creadora.

Ocuparse de educación y olvidarse de la ciudad educativa es dejar de lado mucho más de la mitad del problema.


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La educación sexual

Publicado en el N° 5, marzo de 1976.

En los ambientes educativos escolares, así como entre las familias más responsablemente preocupadas por la formación integral de sus hijos, la educación sexual es siempre un motivo de discusión o de comentario. Dos posiciones bastante definidas existen hoy entre nosotros al respecto, al menos en los ambientes de mediana cultura. Los padres han abandonado la vieja concepción del “tabú” sobre los temas de la procreación o del sexo y, mucho más todavía, han dejado prácticamente de lado casi sin excepciones las prácticas de engaños u ocultamientos tradicionales. Cómo se desenvuelven los padres dentro de estas nuevas posiciones es otra cosa. La capacidad de ubicarse en la oportunidad debida, de ser discretos, de no escandalizar o de no herir innecesariamente susceptibilidades es un asunto reservado a cada circunstancia familiar y sobre ello no entramos por el momento. Pero la situación familiar cambia radicalmente de aspecto cuando llegan otras facetas mucho más delicadas de la educación sexual, es decir, cuando se llega a los instantes de la adolescencia y la vida sexual misma, hecha no ya de conocimiento o datos sino de prácticas, apetitos y relaciones con el otro sexo, empieza a despertar y a plantear las grandes decisiones. Abundan los padres de nuestro tiempo cuya desorientación al respecto es grande. Sus ideas, tan sólidas y firmes cuando enseñaban a su pequeño de tres años la maravilla de la concepción ante el seno materno redondeado por el advenimiento del futuro hermanito, o la simplicidad con que le explicaban la diferencia de los órganos genitales entre nenes y nenas, se tambalean bruscamente cuando hay que tomar resoluciones o dar consejos o responder preguntas ante un tema tan concreto y espinoso como la masturbación o cuando se descubre la vocación –y la decisión– de realización plena e inmediata de vida sexual de hijos aún o veinteañeros. Papá y mamá, entonces, comienzan a sentir que el suelo tiembla bajo sus pies y que la educación sexual es algo más que un librito bien ilustrado.

La otra posición a la cual hacíamos referencia está en la escuela. Aquí la situación es completamente diferente. Se puede decir, a grandes rasgos, que la escuela argentina –nos referimos a un orden institucional, reglamentario, no a actitudes de docentes aislados o a decisiones particulares de algunas escuelas privadas– no tiene posición tomada sobre educación o instrucción sexual. A pesar de que el personal docente en general asume una actitud personal coincidente con la de la vida familiar descripta, no existen definiciones sobre el papel que le corresponde a la institución escolar con respecto a los temas sexuales. La “instrucción sexual” sigue estando formalmente ausente de los programas y no hay acuerdos sobre la posibilidad de su inclusión. Pues aunque en principio numerosos padres, docentes y funcionarios acepten esa inclusión, los desentendimientos surgen apenas se comienzan a determinar sus límites, la naturaleza y extensión de los contenidos o las modalidades del tratamiento didáctico.

La escuela, sin embargo, siente su ausencia como una falta y el problema suele ser debatido de maneras diversas. No faltan escuelas privadas –como queda dicho– que lo enfocan, a veces mediante acuerdos, encuentros o reuniones previas con los padres, sistema que nos parece no sólo recomendable sino inexcusable. En escuelas oficiales, la iniciativa de docentes o personal directivo actúa a veces en el mismo sentido.

Sin embargo, existe por sobre todo este panorama de padres y de escuelas una realidad sobre la cual quizá no se medita suficientemente: la ciudad educativa es el conjunto de la realidad social en la cual viven inmersos los niños y los adolescentes, al igual que los adultos, por otra parte. Está formada por la totalidad de los medios de comunicación puestos hoy a disposición de las masas por costos insignificantes o al menos moderados y prácticamente en cada esquina y en cada instante. Son las películas, la televisión y –sobre todo en el caso que ahora consideramos– las revistas y publicaciones de todo tipo. Los kioscos, en fin, constituyen la gran vidriera donde es posible encontrar la “educación sexual” más completa, atractiva y continua que nadie hubiera osado imaginar unos lustros atrás.

En este campo de la educación sexual nos atrevemos a sostener: no tiene importancia –o la tiene en muy modesta medida– la acción escolar. Porque la ciudad educativa suple cuanto la escuela quiera o pueda hacer. Nuestros adolescentes de ambos sexos y desde muy temprana edad tienen a su disposición cursos completos de instrucción sexual; orientaciones y comentarios de todo tipo sobre mil y una cuestiones referentes a la vida sexual misma a través de una vasta gama de publicaciones que se les ofrecen semana tras semana en cualquiera de los kioscos de todas las ciudades y pueblos –aún los más pequeños– de la República.

Hay dos clases de publicaciones al respecto: las consagradas exclusivamente a este tema y las revistas de carácter general que actualmente incluyen de manera permanente notas dedicadas a aquel. Las primeras abarcan un amplio espectro cuyas diferencias en seriedad y en calidad de contenidos varían desde una cierta altura científica y moral hasta los bordes directos de la pornografía disimulada bajo pretensiones de divulgación de educación. Las segundas, aún dentro de revistas de tradicional seriedad, oscilan también a menudo entre uno y otro extremo. Casi nunca avanzan excesivamente en el campo pornográfico, aunque sus titulares muestran una peligrosa tendencia al sensacionalismo barato.

Pero no intentamos hacer ni una crítica pormenorizada de estas publicaciones ni un análisis de sus contenidos ni de sus orientaciones. Ello sería una labor de altísimo interés social, mas requeriría una investigación previa suficientemente representativa y no quisiéramos arriesgar improvisaciones sobre una cuestión tan delicada.

Lo que queremos decir en estas breves reflexiones es, simplemente, esto: en materia de educación sexual gran parte de las preocupaciones de los padres y de la escuela queda superada por la fuerza de la ciudad educativa. Una rápida mirada cotidiana y panorámica sobre los kioscos permite comprobar cómo se renueva constantemente el material al respecto y cómo la información sobre todos los aspectos de la sexualidad humana abunda notablemente. Hay más: probablemente, una cantidad muy considerable de la información que sobre el tema proporcionan los padres a sus hijos, así como gran parte de la metodología empleada para ello, deriva a su vez de esta labor de la “ciudad educativa” y no de cursos especiales recibidos en instituciones escolares, religiosas o especializadas.

¿Y qué sucede con aquellos aspectos tanto más delicados como son los referidos a la vida y a la práctica sexual? Las relaciones prematrimoniales, la actividad sexual fuera del matrimonio –queremos decir la que se cumple entre personas solteras o entre personas casadas, pero al margen del matrimonio– las metodologías anticonceptivas, la problemática psicobiológica del acto sexual, su psicopatología, los viejísimos y siempre renovados problemas de la frigidez o de la iniciación sexual, el sentido de la virginidad, el aborto y hasta orientaciones muy completas sobre técnicas y procedimientos para la mejor realización del acto sexual, sin ahorro de terminologías claras y en ocasiones de ilustraciones que apenas un par de décadas atrás hubieran llevado a sus editores hasta los estrados judiciales, todo, absolutamente todo cuanto se refiere a la vida sexual está al alcance de la población de cualquier edad, semana tras semana, incitante en su presentación, bajo títulos nuevos detrás de los cuales se vuelven a tratar los mismos problemas. Entiéndase bien: no hablamos de literatura prohibida y ni siquiera reservada. Se trata de artículos que entran al hogar en revistas habituales, junto con la literatura periódica alrededor de las modas, de la política de la actualidad social.

Los consultorios y las secciones de orientación abundan, bajo la firma –no se sabe nunca en qué medida auténtica– de psicólogos, médicos, sacerdotes.

Mientras la escuela, pues, mantiene su actitud dubitativa y los padres suelen agotarse en una instrucción preferentemente infantil, la ciudad educativa, con su inmenso poderío, ha asumido –para bien o para mal– la responsabilidad decisiva en materia de educación sexual. Es una realidad. Reconocerla no es aprobarla ni condenarla. Es, simplemente, el primer paso, indispensable, para comenzar a entender un asunto esencial de la vida de nuestros días.


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El mito de Rousseau, o “Aventuras en la selva”

Publicado en el N° 11, año 1977.

La cultura es –no nos engañemos– opuesta a la naturaleza. Cultivar la tierra es violentarla, mal que le pese a las visiones idílicas del trabajo rural. Requiere esfuerzo y sudor, trabajo, en fin. La tierra no brinda, “generosa”, sus frutos, sino que se los deja arrancar, y sólo si se ha luchado tenazmente con ella, contra ella, y contra las plagas, las inclemencias del clima, la falta o el exceso de agua, la invasión de malezas que –ellas sí– crecen espontánea y “naturalmente”. Las plantas útiles al hombre dan sus frutos sólo mediante el trabajo del hombre. Los ganados librados a su destino “natural” volverían en corto lapso a ofrecer el aspecto bravío y salvaje de las razas originarias de las cuales la humanidad aprovecharía –y a duras penas– porcentajes de productos notablemente menores de los que obtiene hoy.

Recordemos a Juan Fourastié en su extraordinario ensayo “Por qué trabajamos” (Eudeba, Bs. As.): “La Madre Naturaleza es en verdad una severa madrastra”. Todo debe obtenerlo el hombre con su trabajo. Esto quiere decir –permítaseme la repetición e invocamos los manes eternos de la Didáctica para justificarla– esfuerzo duro, sacrificado, a veces doloroso, a veces a modo de lucha difícil, a menudo riesgosa, siempre agotadora. Esto quiere decir, además, técnica. El hombre primitivo transformó la naturaleza gracias a la técnica. No hubo jamás cultivos laborando la tierra con las uñas, ni caza derribando animales con los brazos, ni pesca recogiendo peces con las manos. El más modesto e insignificante instrumento es sólo un grado inicial de la más compleja maquinaria actual.

El hombre es un ser de cultura. No se conocen sociedades humanas viviendo en estado de naturaleza pura.

Por esto mismo, quizá, el hombre desde hace muchos siglos, siente cada tanto la necesidad del retorno a la Naturaleza. Una como nostalgia por el contacto directo con esa Naturaleza lo lleva, de vez en vez en la historia, a renegar de las conquistas de la técnica, de la complejidad de la organización cultural en la cual está inmerso y a reivindicar las bondades del paraíso perdido: el hombre viviendo en contacto con la buena Madre Naturaleza.

En esta antinomia, la ciudad es la víctima favorita. Desde la Biblia, las grandes urbes han sido señaladas como propicias para la concentración de los males del alma. Ellas son, por otra parte, e indiscutiblemente, la muestra acabada del mayor alejamiento posible –para cada momento histórico– entre el hombre y la Naturaleza. Y es asimismo cierto que es en estos casos donde se ofrecen a la vista, con realismo a veces patético, los sufrimientos, los dolores, las luchas, los riesgos, los males que este alejamiento puede provocar y efectivamente provoca. Porque –seguimos repitiendo– el hombre, la humanidad, paga un precio alto por su supervivencia. No se llega a ser “un ser de cultura” gratuitamente, sino a costa de un duro batallar, a lo largo del cual van quedando los heridos, los mutilados, los muertos.

En la ciudad se ven bien claros estos riesgos. La antinomia “ciudad-campaña”, o vida urbana y rural, es la consecuencia constante de aquel mítico retorno a la Edad Feliz –aunque nunca existente– del hombre en estado de naturaleza.

Es, al fin, el mito de Rousseau. Es el “Emilio” como modelo de actitud pedagógica. Pero, hoy, en la segunda mitad del siglo XX, una nueva circunstancia hace revivir el mito rousseauniano con fortaleza imprevisible y con razones y argumentos nuevos y muy serios. Se trata del problema contemporáneo del agotamiento de los recursos naturales, de la extinción de especies, del peligro del uso indiscriminado de conquistas químicas para mejorar la producción o para cuidar la salud y –finalmente– de la contaminación del medio. El aire sucio de las grandes urbes, el “smog” que lesiona el organismo y provoca enfermedades mortales, las aguas oscurecidas y malolientes de arroyos y ríos en cuyos cauces toda vida animal o vegetal muere y que requieren esfuerzos ya casi insostenibles para tornarlas en apenas potables, los mares mismos amenazados... todo justifica y explica por qué el mito del retorno a la Naturaleza cobra fuerza una vez más en la mente de hombres bien inspirados y de gobernantes bien intencionados.

La ecología comienza a ser la orientación básica de los estudios biológicos en los establecimientos escolares y el conservacionismo ha dejado de ser la curiosidad propia de grupos o asociaciones casi desconocidas para convertirse en un tema del periodismo cotidiano.

En este cuadro, se inscriben numerosas manifestaciones artísticas, espectáculos, obras didácticas o publicaciones que de algún modo procuran poner su grano de arena a favor de una batalla por grandes ideales.

No siempre, sin embargo, se hacen las cosas bien. A menudo, la puerilidad de los enfoques desvirtúa excelentes intenciones. Otras veces ocurre peor: en el afán de exaltar el polo de la Naturaleza, se cae en la condena global y absoluta de la técnica y de toda forma de vida de alguna complejidad organizativa. Entonces, se desbarranca cualquier argumentación y la antinomia “cultura-naturaleza”, o “técnica-naturaleza”, o “ciudad-campaña” termina provocando confusiones no sólo absurdas sino altamente peligrosas por las derivaciones –ideológicas y políticas inclusive– que pueden originarse.

En el verano último se vio en las pantallas cinematográficas de nuestro país una producción norteamericana titulada, en castellano, “Aventuras en la selva”. Inexplicablemente, numerosas críticas periodísticas la señalaron como de alto interés no sólo para los niños sino también para los adultos. No entraremos ahora a considerar este curioso fenómeno de la generalizada identificación de opiniones críticas que, casi invariablemente, llevan a un modo u otro a despertar la apetencia por ver la obra comentada. Aunque el fenómeno es parte de la ciudad educativa y los docentes deben tenerlo en cuenta.

En la ocasión, es indispensable fijar la atención de padres, educadores y público en general, acerca del mensaje puerilmente engañoso que puede desprenderse de esta película.

La trama es simple: una familia, cuya hija pequeña sufre trastornos pulmonares aparentemente provocados por las condiciones ambientales de la gran ciudad, y cuyo padre se siente agobiado espiritualmente por el marco urbano con todas sus características negativas, decide el retorno a la Naturaleza. Se instalan robinsonianamente, en la isla. El marco es paradisíaco. Llegan en un hidroavión pequeño, y no hay transporte regular posible fuera de ese medio, ni más posibilidad de comunicación que una radio de emergencia. El desarrollo es sólo apto para una película de dibujos animados destinada a la primera infancia. El padre construye la casa de troncos con sus manos, y valido tan sólo del artilugio del plano inclinado alza los troncos enormes con la única fuerza de sus brazos, una cuerda y la ayuda del nene de siete u ocho años. Pero en fin, como entretenimiento y ficción esto no importa ni incomoda. En cambio, si se pretende un mensaje aleccionador, la fábula es absurda y la doctrina profundamente errónea.

En primer término, porque este retorno a la pureza, a la bondad y a la serenidad de la Naturaleza se ha logrado gracias a un hidroavión que es su fruto de la más avanzada ingeniería aeronáutica, lo cual significa universidades, fábricas, organización empresaria, sistema económico formalizado, concentraciones urbanas y un refinadísimo avance técnico-científico.
Igual puede decirse de la comunicación inalámbrica de emergencia y de las armas necesarias y de las herramientas empleadas y de la sabiduría de los padres para todos sus quehaceres y de las abundantes, variadas y permanentes provisiones alimenticias de que disponen.

La nota de dramatismo corre por cuenta de un oso malo. Hay otro bueno. Aquel oso malo se presenta como la excepción, como lo insólito, cuando la realidad es otra. No hay osos malos ni buenos, sino simplemente animales dotados de garras, dientes y músculos poderosos con los cuales buscan su comida, matan la presa, defienden sus vidas... y fácilmente despedazan un ser humano en instantes.

La Naturaleza es de una dureza insólita para el hombre: el jefe de familia caído durante unos pocos segundos bajo una leona enfurecida debe necesariamente resultar con desgarrones tremendos que pueden desangrarlo en minutos y no con rasguños inocentes que, por otra parte, son curados con venda aséptica y desinfectantes de los cuales la humanidad dispone hace muy pocas décadas gracias al notable avance de la ciencia y de la técnica y de los modos de producción industriales contemporáneos, y que no los ofrece la Madre Naturaleza. Porque antes de estos tiempos aparentemente maldecidos por la técnica y la industria, los seres atacados por fieras, si se salvaban de sus garras y dientes, solían morir como resultado de las infecciones ulteriores casi nunca controlables.

Cuando la pequeña hijita enferma de cierta gravedad, entonces es necesario recurrir a la técnica y a la ciudad. Pero la radio de emergencia quedó dañada y entonces se hace necesario un duro y difícil viaje. El médico llega al fin, diagnostica, receta antibióticos, aclara que por suerte llegó a tiempo y disipa angustias. Los pulmones de la nena han mejorado: el aire limpio de la isla nos ha curado del innoble “smog” ciudadano. Pero la urbe, la técnica y la industria salvan su vida de la fiebre que, medio siglo atrás, se la hubiera llevado a despecho de la pureza del aire.

Aclaremos: no sostenemos a la ciudad contra la campaña; no negamos los males de la civilización industrial ni ignoramos los dramas de las urbes agobiantes. Pero las posiciones maniqueas y simplistas, las fábulas rousseaunianas o los esquemas al estilo Robinson Crusoe son muy poco útiles para superar estos aspectos negativos y representan un enfoque erróneo y en última instancia perjudicial como mensaje.

El meollo del problema estriba en lo siguiente: ni la naturaleza ni la cultura, ni la campaña ni la ciudad, son malos o buenos. El hombre no está obligado a elecciones imposibles entre un estado inexistente de pura naturaleza y un estado maldito de absoluto alejamiento o negación de la naturaleza.

El hombre es, simplemente, un ser de cultura, lo cual quiere decir un ser que vive y satisface sus requerimientos naturales en un marco cultural.

Cuánto de naturaleza y cuánto de cultura, hasta dónde se respetará la naturaleza y hasta dónde se la violentará y se la doblegará es el problema. Pero siempre la humanidad requerirá el aporte de la técnica, de la ciencia, de la ciudad, si se quiere simbolizar en la urbe el conjunto cultural que distingue al hombre de las bestias y que, además, le permite satisfacer las necesidades biológicas que lo asemejan a las bestias.

Contraponer pueril y equivocadamente la Naturaleza y la cultura es un mensaje absurdo y peligroso, a menudo utilizado hoy arteramente por ciertas concepciones políticas e ideológicas que suelen identificar la técnica y la industria con posiciones políticas supuestamente explotadoras de la dignidad humana y dedicadas al beneficio exclusivo de unos pocos.

“Aventuras en la selva”, vista como pasatiempo para criaturas pequeñas, es una agradable película. Si se pretende hacer de ella un mensaje para niños mayores o para la población adulta, es necesario alertar sobre sus gravísimos errores.

La ciudad educativa exige tener los ojos –y la mente– muy abiertos y muy atentos.


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El magisterio del cine

Publicado en el N° 21, mayo de 1979.

Mientras se hace la historia no se tiene tiempo de escribirla. Menos, de reflexionar sobre ella. Por eso, los hombres que hacen cine no se detienen en hacer su historia ni para hacer su análisis. El siglo XX está tan ocupado en hacer esta historia alucinante de cambios y novedades de los últimos sesenta o setenta años, que no ha tenido tiempo aún de esbozar su propia historia. Pero cuando en la próxima centuria o aún más allá se describa la historia de este siglo, habrá motivos para decir que el cine ha sido, probablemente junto con el automóvil y el trabajo de la mujer fuera de su hogar, el más poderoso factor de transformación de las formas de vida de la sociedad occidental entre 1920 y 1980. El cine, en particular, ha sido el más fuerte factor educativo jamás imaginado. Es un instrumento que traspasó las fronteras, que se difundió casi instantáneamente y que llegó a millones de seres humanos en todas las latitudes.

No se ha reflexionado suficientemente sobre su fuerza tremenda para modificar hábitos, costumbres, modas, comportamientos, normas morales o de convivencia.

¿En qué medida el cine ha reflejado una nueva moral sexual y en qué medida la ha determinado, incitando a seguir nuevas pautas antes condenadas? ¿En qué medida se ha limitado a reflejar el hábito de fumar en todo los grupos sociales y en qué medida es responsable de haberlo estimulado hasta límites ya insuperables? ¿En qué medida ha reflejado nuevas modas en el vestir, nuevos gustos musicales de la juventud y ciertas formas de comportamiento juvenil y en qué medida es el factor desencadenante de estas circunstancias?

La respuesta, en un sentido o en otro, jamás podrá probarse y seguramente en términos absolutos siempre será falsa. Por nuestra parte, nos inclinamos a asignar un peso mucho mayor a la responsabilidad del cine como estimulador de conductas, como promotor de novedades y como removedor de usos, costumbres y pautas morales que como simple espejo que muestra transformaciones ya establecidas.

He aquí una verdad que la escuela se ha resistido a aceptar hasta hoy y que la sociedad sigue resistiéndose, empecinadamente, a aceptar.

El cine, en efecto, es escuela de conducta, es modelo de comportamiento, es punto de partida de transformación de la sociedad. Despierta apetitos; pone en contacto con mundos diferentes; incita a la práctica de conductas idealizadas; enseña gestos y desde las modas en el vestir hasta los tipos de diversiones o las actitudes para afrontar la vida, la muerta o el matrimonio quedan dictadas por este arte y técnica del siglo XX cuyo poderío, con ser inmenso, sigue sin ser cabalmente advertido todavía.

La vejez como felicidad y belleza o “El amor a la vida”

El amor a la vida es una película que muestra hasta dónde puede llegar el cine para mostrar la riqueza y la hondura del espíritu. Sin su extraordinaria técnica, sin su notable capacidad didáctica derivada de la imagen captada en sus menores detalles y además agigantada e iluminada, aunque no falseada, sería imposible comprender, por ejemplo, hasta qué punto la música puede apoderarse del hombre en forma integral y hacer vibrar sus músculos, su piel, sus huesos y su sangra. El rostro de Rubinstein lo revela. Sus manos lo demuestran. Sus dedos lo dicen.

Cuando Rubinstein anuncia a un grupo de jóvenes que ha de tocar la Polonesa Heroica de Chopin, y les explica el sentido de esa obra y el heroísmo del hombre que se escuda tras la creación espiritual ante la violencia del conquistador, es imposible dejar de sentir un escalofrío que se acentúa apenas las primeras notas surgen del instrumento.

¿Qué maestro, con qué recursos didácticos, podría en escuela alguna decir más o dejar mejor lección?

Pero la grande e imperecedera lección de la película es otra. Esta obra cinematográfica, que se limita a mostrar y a captar imágenes, palabras, recuerdos e interpretaciones de un pianista genial, enseña algo esencial que nuestro tiempo ha olvidado por un culto demagógico e irresponsable de la juventud: que la vejez puede ser también, y a menudo lo es, bella y feliz.

He ahí la lección imperecedera: rostro, manos, piel y huesos de Rubinstein son viejos, pero son hermosos. El maestro y su mujer son viejos, pero felices.

Pues la belleza y la felicidad se encuentran en la vida a todo lo largo de su transcurrir y no solamente en un momento de ella. Hay quienes encuentran esos dones en la adolescencia o en la juventud y los pierden más tarde, a veces para siempre. Pero hay seres profundamente desdichados y cargados de fealdad física o moral en las primeras edades que encuentran en la madurez y en la ancianidad la calma, el sosiego, la placidez y hasta una cierta belleza de los rasgos y del cuerpo que nunca habían conocido.

En “El amor a la vida” el rostro de Rubinstein irradia belleza. Es la chispa de un espíritu lo que asoma a sus ojos y cuando la piel y los músculos de sus mejillas y de sus manos tiemblan al escuchar los acordes del concierto ejecutados por la orquesta que él ha de seguir luego al piano, la milagrosa conjunción del espíritu y la materia que es el hombre puede comprenderse como difícilmente pueda lograrlo una clase magistral de filosofía, de ciencia o de religión.

El amor a la vida muestra cómo se puede vivir consagrado al arte y a la familia; cómo es falsa la antinomia entre el artista y la fidelidad conyugal; cómo el amor a los hijos no es contradictorio con la vibración del espíritu.

Muestra la belleza del arte, la belleza del hombre como criatura divina y la belleza de la técnica que hecha cine es capaz de brindar una página inolvidable.

Los ministerios de Educación y los docentes del sistema escolar, lamentablemente empeñados en atosigar a los adolescentes con clases y lecciones para calificarlos con puntos y notas sin mayor fundamento, siguen empeñados en mantenerlos encerrados en las aulas horas y horas sin atender a las consecuencias derivadas de tantos días perdidos.

Por fortuna, el cine permite a muchos de ellos y sobre todo a muchos adultos, describir la belleza de la vida, de la vejez, del arte.

El cine erótico o “Doña Flor y sus dos maridos”

La vida sexual ha sido un tema favorito de la literatura de todos los tiempos. Desde el cuento a la novela o la poesía, la letra escrita se ha detenido en ese aspecto con diferencias de tratamiento muy grandes según épocas y lugares. La picaresca, la pornografía y la exaltación erótica o romántica se han alternado en páginas ya populares, ya de alta escuela, en todos los idiomas. Las audacias mayores o el mal gusto más acabado no están ausentes en ninguna lengua.

Pero en las obras cinematográficas el tema fue, en sus principios, eludido o al menos tratado sólo por vía indirecta. La imagen, en efecto, con su realismo inusitado, pareció en un primer momento que pondría al cine vallas insuperables.

Por la década del 40, aproximadamente, la filmación directa de un beso, con relativa aproximación de la cámara y con una duración que fuese más allá de escasos segundos, parecía el límite de lo posible.

Películas europeas de la posguerra, allá por el 50, comenzaron a traspasar ese límite. En tres décadas, desde entonces, no quedan límites para traspasar. Lo inimaginable como escena posible de ser filmada, ha sido filmado.

Este avance ha producido películas innumerables que podrían agruparse en cuatro grandes grupos: el cine pornográfico, el cine grosero, el cine picaresco y el cine erótico.

El primero no requiere muchas explicaciones. Es el tipo de producciones que en Europa y en Estados Unidos se exhibe libremente para adultos y con la expresa advertencia de su carácter. Se trata de un producto identificado con expresiones literarias (libros, revistas y periódicos) y gráfica (posters, postales, fotografías) amén de las del tipo técnico (por decirlo así) tan conocidas en general desde antaño pero hoy asequibles en los “pornoshops” de muchas ciudades extranjeras. El análisis de este tipo de cine debería hacerse, pues, junto con el análisis de la pornografía en general, y no interesa a cuanto aquí queremos decir.

Señalaremos al respecto sólo unas pocas consideraciones.

El cine pornográfico no parece atraer, en la mayor parte de los países europeos y en los Estados Unidos, a masas relativamente grandes. Según se advierte, sólo acuden a las salas respectivas –o al menos lo hacen en forma regular– quienes ya estaban previamente enfermos desde el punto de vista de su vida sexual. En cambio, las personalidades sanas en esa materia –o normales, en fin, dentro de la amplitud grande del término– o no acuden a ellas o lo hacen una sola vez por curiosidad o llevados ocasionalmente y pierden de inmediato todo interés. La pornografía como tal, en efecto, es un fenómeno, en su conjunto, tan degradante que en última instancia puede ser menos dañina para el espectro sano del cuerpo social. Además, es más fácil combatirla y condenarla y en nuestro país, por ejemplo, donde legalmente está prohibida, pocos se atreven a alzar la voz en su defensa.

El que llamamos “cine grosero” es otra cosa. A nuestro juicio peor que el anterior. Porque mientras el cine pornográfico es poco atractivo para las grandes masas y en general repugna por su infamia o termina moviendo a risa o pena, el cine dedicado a estimular bajos apetitos bajo la máscara de humor grueso penetra más fácilmente, atrae a vastos sectores de población y es más difícil de combatir. El “cine grosero” explota la temática de la vida sexual con el pretexto del humor y para ello presenta múltiples circunstancias relacionadas con el sexo en la forma más chabacana posible, mediante imágenes, gestos y palabras caracterizadas por un común denominador de mal gusto, desenfado y grosería.

¿Quién se atrevería a prohibirlo? ¿Quién a objetarlo? No es pornográfico exactamente: se cuida mucho de ello. No es ni siquiera profundo: no se le pueden oponer argumentos políticos, sociales, religiosos o filosóficos. Sólo pretende, aparentemente, divertir, entretener. ¿Quién es el osado, el amargado, el resentido social, el falto de sentido del humor que se atreve a oponérsele?

Este cine ha obtenido en los últimos veinte años un éxito extraordinario. El cine italiano de las últimas décadas es el mejor exponente. Las películas de Lando Buzzanza son ejemplo cabal de su estilo. En la Argentina, ¡ay! han hecho escuela.

¿Son tan perjudiciales? Entendemos que sí. Degradan la vida sexual. De un aspecto esencial de la vida humana hacen befa lamentable. Han acostumbrado a jóvenes y adultos a bajos enfoques de un orden que religiosa y éticamente es dignísimo.

Este cine se ha “perfeccionado”, si cabe decirlo, llevando idéntico tratamiento a otros aspectos de la vida: la comida, por ejemplo. Con lo cual prosigue su obra de aplebeyamiento de todas las capas sociales.

El “cine picaresco” enfoca la vida sexual de otra manera. Puede ser tremendamente corruptor en el orden moral –y a veces efectivamente lo es– pero resulta elegante en sus maneras y aún llega a ser auténticamente gracioso. A un espectador de firme criterio moral podrá no perjudicarlo, pero a las grandes masas y a las juventudes inseguras de sus normas de comportamiento puede resultar gravemente dañino.

Y llegamos al “cine erótico” propiamente dicho.

Es la obra cinematográfica que exalta la vida sexual en el plano de la belleza del cuerpo y de la plenitud de los sentidos, sin proponerse, a menudo, cuestiones morales ni de otro tipo social, político o religioso.

Puede dejar mensajes definidos claros, como puede ser también un simple elemento estimulador de pasiones o desinhibidor de controles. Su diferencia esencial con los otros tipos de películas es la belleza visual y el respeto por ciertos límites.

¿Hasta qué punto tiene el poder de estimular conductas, despertar apetitos, modificar costumbres?

Las preguntas no son ociosas frente a una última –y sin duda talentosa– realización del cine erótico contemporáneo que ha obtenido un éxito de público notable en la temporada de 1978: nos referimos a “Doña Flor y sus dos maridos”.

Es, sin duda, una obra típica del cine erótico. Todo su desarrollo está cargado de un intenso sensualismo y de un constante clima de exaltación de la vida sexual.

Junto a ello, por obra y gracia de la capacidad del artista, del argumentista y del realizador de la obra cinematográfica, se nos ofrece una deslumbrante fiesta de música, de color, de creación de tipos humanos, de un ámbito social, de una realidad callejera.

Pero el fondo esencial es el erotismo y en particular el erotismo contenido pero irresistido de la mujer.

La pregunta que surge es cuál puede ser su derivación educativa. Sacar consecuencias negativas rápidamente podría ser un error. Sacar las positivas también. Limitarse a considerarla alegre, divertida, bella, y no más, puede ser ingenuidad.

Volvamos al principio.

¿Es el cine, es Doña Flor y sus dos maridos, concretamente lo que los críticos han dado en llamar un “cine adulto” (a menudo para defender lo indefendible) y por lo tanto simple reflejo de una sociedad que ya acepta sin retaceos la sexualidad y el erotismo femenino como un componente natural, aceptado y sobre todo “explicitado” o es un estímulo `mas para otra vuelta de tuerca en ese proceso propio del siglo XX?

No tenemos la respuesta y nos quedamos con la duda. Pero creemos que los educadores y la sociedad en general deben plantearse la pregunta.

Doña Flor y sus dos maridos, como novela, era ya un aporte importante en el panorama de la literatura brasileña contemporánea. Pero su influencia como elemento educativo en las masas latinoamericanas fue, mientras sólo se la conocía como libro, insignificante.

Hecha película –magistral película– es parte de una ciudad educativa de peso sustancial.

La vocación docente

La belleza, la muerte, la música o el sexo: para todo el cine da, en este siglo, la avasalladora fuerza de sus mensajes.

Después de ver El amor a la vida y Doña Flor y sus dos maridos pienso que una vocación de maestro de 1940 quizá hoy podría encarrilarse por la del cineasta. Siempre se trataría de dar un mensaje a los hombres. No dejemos, empero, de ser maestros en las escuelas. Más no olvidemos de serlo, también, con el periódico, con el cine, con el libro.


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Domingo de cine

Publicado en el N° 24, noviembre de 1979.

Proponemos al lector un sencillísimo –aunque quizá un tanto tedioso– ejercicio: la lectura completa, línea por línea, del programa de exhibiciones cinematográficas de las salas del Gran Buenos Aires del domingo 24 de junio de este año. Lo reproducimos a continuación sin quitarle ni ponerle una línea.

Suburbanos

ADROGUE - Gran Adrogué, 294-0054. Interiores, F-I-S-T-, v26 Argentino - 294-056.Expertos en Pinchazos, Fotógrafo de Señoras.
AVELLANEDA - Gral. Roca - Av. Pavón 56, 201-7928. El temerario Ives; Dinero sangriento; Los valientes. Maipú 201-4546. El Francotirador Mitre 201-6249. El gran engaño; Violación. San Martín - 201-0041. Expertos en pinchazos. Fotógrafos de Señoras.
BANFIELD - Maipú 239. Te. 242-3150. Cont. El tercer ojo. La pícara mujer policía. Sab. trasn.: Extasis tropical p/m/18. Maipú - Maipú 390 - 242-0453. Juego Sucio; El espinazo del diablo; Sab. trasn.: Amigos y Amantes y La Seducción.
BECCAR - California - Av. Centenario 1670. 743-1606, 14.40, 18.15 y 22: Not. 14.50, 18.30 y 22.15: Expertos en pinchazos. 16.25 y 20.10 Fotógrafo de Señoras. Proh. men. 18.
BERNAL - Monumental - 9 de Julio 252. 252-1893. La fiesta de todos. Yo gané el PRODE, ¿y usted? A/t/públ. Sáb trasn.: Sorpresas en la cama y La amante desnuda.
BOULOGNE - Super - Av. Sáenz 2157. 766-3040. Cont. dde. 14.30 hs. Proh. 18 añ.: La gran ruta. Expertos en pinchazos. Gral. Belgrano Av. Sáenz 2149. 766-3040. Cont. dde. 14.30 hs. A/t/públ. La muerte llega arrastrándose. Las aventuras de Dick Turpin.
BURZACO - Gral. San Martín - 29-0230. Fotógrafos de señoras. Experto en pinchazos.
CASEROS - G. Urquiza - 750-0067. Experto en pinchazos. Fotógrafos de señoras. Paramount - 750-1438. Colegialas adolescentes. Cuentos colorados.
EL PALOMAR - Helios - Boul. Gral. San Martín 120. Te 751-0425. Cont. 16 hs. Experto en pinchazos. Hay que romper la rutina. Varied.
CIUDADELA - Nuevo Ciudadela, 653-5914.La profesora de lenguas; Hagamos el amor; Sexo a la siciliana. P/m/18 añ. Sáb. trans. La amante prohibida y Dulce pecadora.
GRAL. RODRIGUEZ - Ocean 4-0082. Cont. 16 a 24. Lo llamaban el demoledor. Aeropuerto 77.
HAEDO - Gran Rex 659-7046. La montaña embrujada. Bernardo y Bianca.
HURLINGHAM - Gran Hurlingham, Isabel la Católica 967. T. 665-.573. Cont. El mujeriego. El gato y el ratón. Proh. men. 18a. Notic. Lunes a miérc. reb. Sábado 3.30: El secreto inconfesable y Estremecimiento. Proh. 18 añ.
ITUZAINGO - Gran Ituzaingó - 654-1329. Fotógrafo de señoras. Experto en pinchazos.
LANUS - Las Flores - Cnel. D’Elía 1649. La fiesta de todos. Los mochileros. A/t/públ. Sábado trasn.: Mujeres desnudas y Las amigas prohibidas.
JOSE C. PAZ - Paz - Cuatro pícaros bomberos. La aventura explosiva. Cont.
LA TABLADA - Martín Güemes Crovara 2398 - 652-3055. Cont. de 14,30 hs. Calef. Proh. men. 18 añ. Expertos en pinchazos La gran ruta.
LOMAS DEL MIRADOR - Gran Avenida - Pcias Unidas 957. 652-9356. Convoy. Me importa un rábano. Sáb.: trasn. Fantasma y Cannonball. Carrera contra la muerte.
LOMAS DE ZAMORA - Avenida 244-2200. Interiores; Extraño presentimiento. Coliseo 244-1527. Colegialas adolescentes; Alguien mató a mi marido. Proh. men. 18 añ. Sáb. trasn., Español 243-0381. La historia de Heidi; Viaje al fin del mundo. A/t/públ. Sáb. trasn. Gran Lomas 244-4988. Experto en pinchazos. Fotógrafo de señoras. Proh. men. 18 añ.
MARTINEZ - Astro - Av. Santa Fe 1860. 792-1304, 18.35 y 22.10. Not.: 17 y 20.35; Divorcio a la dinamarquesa. 15.10, 18.45 y 22.20. La desaparición. P/m/18 añ. Bristol - Av. Santa Fe 1861 - 792-1900. 14.30, 18 y 21.35; Not.: 14.40, 18.15 y 21.50; El francotirador, P/m/18 añ.
MERLO - Gran Merlo - Av. Libertador 549. 0220-21205. Expertos en pinchazos. El Gordo de América. P/m/18 añ.
MORENO - Monumental - Lo llamaban el demoledor. Galáctica, astronave de combate. Sin rest.
MORON - Achaval - Belgrano 149. 629-9164. Cont. dde. 14 hs. La pícara mujer policía. Hermanas Diabólicas. Proh. 18 años. Sáb. trasn. 0.30: Roma violenta. Una muchacha muy complicada. Proh. 18 años. Morón 629-5332. Colegialas adolescentes. El amor violado. Ocean, Alte. Brown 846, 629-9946. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de señoras. Proh. 18. Sáb. trasn. Romance en la cama. Historia de una mala mujer.
MUNRO - Astral - Avda. Vélez Sársfield 4650. 762-3714. El Gordo Catástrofe. Expertos en pinchazos. Cont. dde. 14.30 hs. P/m/18. Regina. Avda. Vélez Sársfield 4570. 762-4473. Tarde solam. Viaje al fin del mundo. La historia de Heidi. S/r. Cont. dde. 14.30 a 19.30 hs. Invasión OVNI. Aquel maldito tren blindado. Dde. 20 hs. P/m/18.
OLIVOS - Atlantic - Av. Maipú 2540. 791-1791. Noticiario. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de Señoras. Proh. men. 18 años. Sábado trasnoche. Moderno 253-0216. Colegialas adolescentes. Cuentos colorados. Proh. men. 18 años.
RAMOS MEJIA - Gral. Belgrano - Belgrano 86. 658-1587. Expertos en pinchazos. 14.25, 16.30, 18.35, 20.50, 23. Varied. San Martín, B. Mitre 23, 658-3261. Proh. m. 18 añ. El gran engaño. El magnate griego. Sáb. tras. El gran engaño.
SAN A. DE PADUA - Gran Sarmiento - 2-1060. Ganamos la paz. La desaparición. Divorcio a la Dinamarquesa.
SAN FERNANDO - Hispano. Constitución 828. 744-2174. Cont. Dinero sangriento. La ley del magnum. Sáb. trasn. Extasis tropical. Proh. men. 18 años.
SAN ISIDRO - Nuevo Acassuso, 9 de Julio 533, 747-1481. Sonata otoñal. Lo importante es amar. Proh./18. Calef. San Isidro, Av. Centenario 404, 743-1879. 15, 18.40 y 22.20. Notc. 15.15, 18.55 y 22.35. Esta loca, loca gente N. 2: 16.55 y 20.35. La cizaña. Ap. t. públ. Stella Maris, Martín y Omar 399, 743-2009. 14.30, 18 y 21.35. Notic.: 14.40, 18.15 y 21.50. El francotirador. P/m/18. Jueves cerrado.
SAN JUSTO - Gran Sele - Camino de Cintura y Cerviño. La montaña embrujada. La Cenicienta, sin restric.
SAN MARTIN - Ateneo. 755-0632, Colegialas Adolescentes. El amor violado. Moreno. 755-2346. Capricornio uno. Los fabulosos doberman al acecho. Gran Plaza, 755-0516. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de señoras.
SAN MIGUEL - Mayo 664-1214. La fiesta de todos. El fantástico mundo de María Montiel. San Miguel 1569. Fantasma. La desaparición.
SANTOS LUGARES - Ocean 757-0363. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de señoras.
SARANDI - Sarandí 204-9654, Capricornio uno. Los fabulosos doberman al acecho.
TIGRE - Delta - Av. Cazón 1029. 749-0313. Cont. dde. 14.30. Proh. 18 años. La gran ruta. Expertos en pinchazos.
VALENTIN ALSINA - Gran Alsina - Av. Alsina 3730, 208-8587. La fiesta de todos. Pequeños aventureros. Apto todo públ. Sáb. trasn. Sorpresa en la cama.
VICENTE LOPEZ - Avenida - Av. Maipú 365. 795-3286. Not. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de señoras, proh. men. 18 añ.
VILLA BALLESTER - Majestic - 768-0386. Colegialas adolescentes. Alguien mató a mi marido. Proh. 18 años. Sarmiento, 768-0206. Expertos en pinchazos. La gran ruta. proh. 18 años. Sáb trasn.
VILLA BOSCH - Víctor, Santos Vega 555, 751-1497. Cont. dde. 15 hs. La fiesta de todos. El fantástico mundo de la María Montiel.
VILLA INSUPERABLE - Gran California - Av. Crovara 860, 652-7014. Fantasma. Carrera contra la muerte. Sáb. trasn. Hagamos el amor y Desnuda por placer.
VIRREYES - Gran Virreyes, Avellaneda 1971. 744-3947. Expertos en pinchazos. La gran ruta. Sáb. trasn.
WILDE - Wilde, 207-7788. Expertos en pinchazos. Los hombres piensan sólo en eso. Proh. men. 18 años. Sáb. trasn.

En realidad, quienes hayan seguido esta sección de “La ciudad educativa” a lo largo de los números de nuestra revista publicados hasta hoy, no necesitarían, creemos, comentarios adicionales a la lectura propuesta. De todos modos, unas pocas reflexiones pueden ser útiles.

En el Gran Buenos Aires figuran –por lo menos en cartelera transcripta, perteneciente a uno de los principales matutinos porteños– sesenta y seis salas cinematográficas. Un tercio de ellas, exactamente veintidós, exhibían la producción nacional “Expertos en pinchazos”, con Olmedo y Porcel. Las restantes, en su mayoría títulos de carácter atractivo por su índole picaresca o erótica.

El Gran Buenos Aires constituye una circunstancia social de la cual se habla mucho pero que es, en última instancia, poco conocida. Reúne una población de seis millones de personas. Concentra, salvo reducidos núcleos dispersos, grupos sociales de modesto nivel económico y cultural. (La única excepción se encuentra en la zona norte, pero aún en ella los núcleos de niveles más alto son minorías. Apenas se agota la zona de hermosas residencias, en realidad pequeña en su extensión geográfica, aparecen otras donde la densidad habitacional es muy alta y el nivel económico y cultural muy bajo).

En ese inmenso conglomerado urbano, los adultos, los ancianos y los niños prácticamente no salen de sus hogares para ningún tipo de recreación. No concurren al cine ni al teatro ni a conciertos ni a café-concerts ni a restaurantes. Algo, los varones de no mucha edad, a espectáculos deportivos: fútbol y box principalmente. La televisión impera allí, en esas zonas de bajo poder adquisitivo, con escasos medios de transporte y quizá ninguno en horas nocturnas y bajos índices de seguridad, como dueña y señora.

Pero los adolescentes y los jóvenes sí salen de sus hogares, a despecho de todos los obstáculos y de todos los inconvenientes.

Esta juventud gusta de “venir al centro” a los cines y espectáculos de la calle Lavalle o de Corrientes. Se los observa en los medios de transporte colectivo que llegan a la zona céntrica los viernes y sábados alrededor de las 18, las 19, las 20, para empezar una aventura generalmente inocente y a menudo aburrida, pero de riesgo moral y cultural siempre presente.

Muchos, sin embargo, no pueden alejarse tanto de sus hogares. Son quienes viven todavía más distanciados de los medios de acceso a la gran ciudad, de las líneas de colectivos, de las estaciones suburbanas de ferrocarril, o quienes casi no disponen de esos medios en horas nocturnas. Son quienes habitan la innumerable legión de barrios y poblaciones aledañas a los grandes núcleos del Gran Buenos Aires, muchos de ellos ya en el confín cada vez más incierto entre la “villa miseria” propiamente dicha y el barrio humilde en el cual conviven el chalet de techo de tejas con la casita de materiales modestos y la casilla prefabricada, o la de latas y cartones. Esas zonas indecisas entre el barro y el asfalto, muchos de cuyos pobladores se levantan a las 4 de la mañana para tomar el colectivo de las 4.30 que les permite alcanzar un tren a las 5 y tantas, con lo cual, quizá, se aseguran la entrada en el trabajo del centro de Buenos Aires a las 7. Son núcleos cuyos recursos económicos tampoco les permiten la aventura de “venir” al centro porque sí nomás, pues el viaje, solamente representa un costo adicional exagerado.

Pero son jóvenes y quieren salir. Quieren “su salida” semanal. Son chicas y muchachos, ansiosos de vivir afuera de un ámbito que tanto en el hogar como el barrio nada les ofrece y materialmente es estrecho y pobre. Entonces suelen ir al cine, al cine del núcleo urbano más cercano.

Ese cine educa. Forma. Deja huellas. Fomenta comportamientos. Despierta apetitos. Excita pasiones.

Nosotros quisiéramos que desde los ministros de educación a los directores de establecimientos de enseñanza media, desde los docentes en general a los pedagogos en particular, todos pudieran alguna vez hacer la experiencia de concurrir a una de estas salas cinematográficas del Gran Buenos Aires un sábado por la noche. Advertirían, probablemente, el tremendo ridículo de la gran mayoría de sus clases en las aulas. Y el país entero podría comprende cómo Olmedo y Porcel tienen más importancia en la educación del pueblo que los discursos ministeriales.

El párrafo anterior es un poco fuerte. Pero no es un ex-abrupto fruto de un estado de ánimo. Es una especie de necesidad expositiva ante la indiferencia ciega con que la sociedad prosigue descreyendo de una realidad que salta a la vista.

Finalmente: no hay en esta exposición ninguna intención de cargar con culpas –que no tienen– ni a actores como Olmedo y Porcel ni a los productores de estas películas. La culpabilidad principal está en quienes no saben aprovechar la capacidad educadora de los medios modernos de comunicación, como la cinematografía, para una labor educadora positiva. Lo cual se logrará sólo cuando se entienda que una película educativa positiva no es sólo una película científica o de carácter escolar y ni siquiera una película histórica con próceres solemnes y declamatorios, sino una película que puede ser –que debe ser– tan divertida, atractiva y taquillera (permítaseme la jerga habitual) como “Expertos en pinchazos”, pero cuyas huellas formativas resulten absolutamente diferentes.


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El show debe seguir, o el tema de la muerte

Publicado en el N° 31, mayo de 1981.

La muerte es un tema prácticamente borrado de la educación en nuestro tiempo. Quiero decir de la educación consciente, porque naturalmente la presencia de la muerte hace sentir su fuerza formativa de cualquier modo. Pero la civilización contemporánea, en la mayor parte de los países del mundo occidental –en el nuestro esto se advierte clarísimamente– ha decidido ignorar el tema. La muerte es, en todo caso, un asunto científico y más exactamente médico. El problema se reduce a la lucha contra el cáncer, los infartos, la arteriosclerosis y, aunque no mucho, contra los accidentes.

Pero la muerte como tema esencial de la vida, la muerte como esencia de la vida, como destino ineludible, como la única cuestión que el hombre, a todo hombre, le está asegurada de manera absoluta, la muerte, en fin, de los buenos tiempos de antaño cuando los sacerdotes en los púlpitos, los hombres en sus casas y los filósofos en sus meditaciones la tenían constantemente en sus labios y en su pensamiento, ha desaparecido en general de las conversaciones hogareñas, de la educación familiar de los hijos y, casi, hasta de los ámbitos religiosos.

El mundo contemporáneo, en fin, en el orden educativo, ha dispuesto dejar de lado la muerte. Como decía Heidegger, la muerte es eso que le pasa a los otros. Frente a ella, la mejor actitud es ignorarla, borrarla de mi mente.

Lamentablemente, la muerte no reacciona como los cuzquitos ladradores que, ante la indiferencia desdeñosa del transeúnte que no se deja asustar, se retiran más bien acoquinados, aun lanzando todavía, y ya de lejos, algún ladridito más. La muerte no ladra: muerde. Y cómo.

Entonces, cada tanto, los niños y los jóvenes, y los hombres en general, se ven ante el suceso insólito. Pero ¿cómo? se preguntan entre indignados y asombrados: ¿es que la gente se muere? Pero ¿qué es esto de lo cual todos habíamos decidido prescindir? ¿Cómo se atreve esta intrusa a penetrar en este mundillo que entre todos habíamos alzado tan seguro, dejándola afuera?

La reacción, curiosamente, sigue siendo la misma. Es de mal gusto insistir en el asunto. A los chicos no conviene asustarlos. Los adolescentes no tienen porqué estropearse años tan hermosos. Los jóvenes están muy ocupados en vivir. Los mayores no quieren ser aguafiestas ni tampoco, ocuparse de un tema que cada vez les causa menos gracia. Y los ancianos, ya se sabe, molestan siempre. Así que si llegan a sacar el tema, agotan la paciencia colectiva de quienes los rodean y se ven compelidos al silencio.

La muerte, pues, queda en manos de médicos, enfermeros y establecimientos hospitalarios. Pero como asunto médico-científico exclusivamente. No es una cuestión filosófica, religiosa, siquiera humana. El hombre en trance de morir o en riesgo de morir no es un hombre para esas instituciones: es un asunto de técnicas médicas, de prácticas científicas. Por eso, por ejemplo, si es necesario se le atan las manos a la cama, ya sea por horas o por días o por meses. Por eso, si parece necesario, el hombre en trance o en riesgo de morir pasa a unos recintos monstruosos púdicamente llamados de terapia intensiva donde quizás se salve o quizás se muera, pero eso sí, solo, absoluta y horrorosamente solo, en medio de tremendas complejidades tecnológicas alucinantes aún para un sano.

Así, mientras la suprema dignidad de una persona, criatura divina, está por pasar sus últimos instantes en esta tierra, nada ni nadie lo confortará en su espíritu, en sus afectos: ni el sacerdote, ni un ser amado. Morirá solo: era, esto, antes, una de las peores asechanzas del destino. Hoy se ha hecho común.

Afortunadamente, quedan artistas que son capaces de hablar de la muerte. Mientras la familia, la escuela y aún la Iglesia eluden cada vez más el gran tema, el único tema ineludible, el cine contemporáneo es capaz de afrontarlo con implacable lucidez, con elocuencia, con vigor estético, con valentía moral.

No se trata, sin embargo, de señalar coincidencias con las posiciones filosóficas o religiosas que quizá podrían desprenderse de esta película. Lo que importa es que “All that jazz” ha sido capaz de afrontar el gran asunto, la muerte.

Sería suponer demasiado que las grandes masas de espectadores que vieron esta notable muestra del arte cinematográfico hayan captado la hondura del mensaje, ni que por él han comenzado a pensar en un tema que se les escamotea cuidadosamente. Pero es indiscutible que mientras en las escuelas religiosas se prefiere casi siempre hablar a los jóvenes de sus obligaciones con el mundo; mientras en las escuelas no confesionales se evita siempre tratar este tema; mientras en las familias se prefiere no “asustar” a chicos y jóvenes con un tema semejante; mientras los jóvenes y los adultos lo consideran de “mal gusto” y mientras los viejos se ven obligados a meditarlo sin ayudas, esta película ha tenido el coraje de tomar a la muerte como el argumento integral de su desarrollo.

Al término del film, una escena vale por un tratado de ciencia médica y debiera avergonzar a los hombres que desde diversos campos –médicos, sacerdotes, filósofos– se revelan incapaces de denuncias estos acontecimientos.

El protagonista va a morir. Escapa de su habitación y elude a sus vigilantes, que no son otros que sus médicos y enfermeros. Mientras toda la organización se pone a buscarlo –el prisionero está en libertad– entra en un cuarto. En él, en soledad absoluta, atada a su cama, revolviéndose desesperada –en el sentido existencial de la palabra, es decir, en el mayor de los pecados por los cuales puede condenarse un hombre– halla una mujer vieja.

El protagonista se acerca, la mira, la abraza y la besa. La besa en los labios, lenta, serena, profundamente. La mira con amor. La acompaña. Le brinda lo que hoy nadie ofrece a los moribundos: compañía, afecto, calidez. Le brinda lo que molesta a los médicos y a los enfermeros y a la organización científico-tecnológica-hospitalaria de nuestro tiempo, porque el amor y la compañía no están en los tratados científicos ni parecen tener nada que hacer con la ingeniería médica contemporánea, pero, sobre todo, porque el amor y la compañía transforman al moribundo en lo que es, o sea un hombre, criatura divina, “pecadora y herida y llamada a la salvación por medio de la gracia”.

El protagonista de “All that jazz” besa lentamente, profundamente, con un beso de amor, a la anciana moribunda, sola y atada a su cama en el moderno establecimiento médico. Y la anciana que había perdido las esperanzas –que estaba desesperada– las recobra, y con ello recobra la serenidad necesaria para morir dulcemente. El protagonista no arrebató su presa a la muerte: ni podía, ni debía. La arrebató a la desesperación. Es lo que no sabe hacer ni la ciencia médica ni la familia ni –duro es decirlo– la iglesia misma en estos días. Los sacerdotes se han batido en retirada ante las salas de terapia intensiva. La asepsia pretendida vence, por ahora, al deber de su ministerio.

En “All that jazz” el protagonista dialoga con la muerte a todo lo largo de la película. Toda la película gira en torno de su muerte. El se prepara para morir. Es una película profundamente religiosa. La escena del protagonista con la anciana moribunda tiene un enorme valor educativo.

Pero, probablemente, maestros y sacerdotes lo han dejado pasar por alto. Nuestro tiempo sigue ignorando a la ciudad educativa.


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La infancia y el infantilismo

Publicado en el N° 33, septiembre de 1981.

Los estudios pedagógicos están fuertemente relacionados con las etapas iniciales de la vida, pues incuestionablemente son estas las destinadas y apropiadas de manera particular para el aprendizaje y, en general, para los procesos educativos en su más amplio sentido. A pesar de que es erróneo un enfoque que reduzca tales estudios a esas etapas, no podrá evitarse que en media apreciable la relación mencionada los determine y caracterice.

En la Argentina, a esta característica de validez universal se añade un aspecto propio: el sistema educativo argentino nació justamente cuando se extendía en el mundo occidental el afán por la universalización de la escuela primaria y este nivel escolar, desde entonces, ha sido el centro de las preocupaciones pedagógicas argentinas. El normalismo, por la misma razón, fue, y aún es en medida apreciable, la fuente nutricia principal de esos estadios y sólo recientemente –las últimas tres o cuatro décadas– esos orígenes se comparten con las cátedras pedagógicas universitarias, muchas de las cuales están ligadas sin embargo, a la escuela primaria.

Cabría añadir algo más: el jardín de infantes atrae notablemente las vocaciones docentes femeninas y –por motivos que sería bueno estudiar– constituye una avanzada, en el país, en punto a intereses y avances pedagógicos.

Todo esto representa un riesgo permanente: es un cierto grado de puerilidad emotiva, que se traslada al orden académico o científico de los estudios pedagógicos y sobre todo al personal femenino dedicado, ya a la docencia, ya a la cátedra pedagógica superior.

La ciudad educativa –es decir, los medios de comunicación masivos, y especialísimamente la televisión– está colaborando de manera notable en provocar, además, en la masa de la población, un peligroso estado permanente de infantilismo mental en todo cuanto se refiere a asuntos educativos o vinculados con la infancia.

A nadie se le ha ocurrido pensar que la Pediatría, digamos, es un asunto que tenga algo que estudiarse mediante láminas con duendes o gnomos o que para estudiar neonatología sea conveniente saber entonar canciones de cuna (aunque los duendes y los gnomos estén relacionados con la buena evolución psíquica infantil y las canciones de cuna puedan tener relación con la salud del recién nacido).

Sin embargo, todo lo vinculado con la educación y la escuela en general, y aún la enseñanza en sus diferentes campos, respira, a través de la pantalla de televisión, un aire insoportable de puerilidad ramplona y vulgar. Los chicos, por televisión, ya sea en avisos publicitarios, en cancioncillas preparadas por organismos oficiales con fines didácticos o en audiciones recreativas, hablan y cantan con unas voces en falsete propias de criaturas con graves retardos mentales y cuando se dirigen a sus padres, mayores o hermanitos añaden letrillas, musiquillas y sonsonetes rítmicos estéticamente lamentables.

La infancia es, por cierto, un asunto serio, y no un cuentito de hadas. Las relaciones con papá y mamá no se resuelven con cantitos irreales ni con vocecitas atipladas inhallables en chicos o chicas de carne y hueso.

Lo que ocurre es que el país, en su conjunto –autoridades, empresarios o publicitarios, y en general la población– entiende que la educación y la escuela es una cuestión de buena voluntad y de naturaleza emotiva. Claro: el país es de naturaleza sentimental y dado a las manifestaciones emocionales bastante baratas, y al carácter argentino le encantan –un poco más allá de lo conveniente– las tendencias lacrimógenas de los teleteatros, los programas con familias y las simbolizaciones en figuras-tipo: la madre sacrosanta, el padre viril, el amigo leal, la novia fiel, el tío soltero farrista pero noble, el cura campechano, el nene travieso pero puro. De aquí a las cancioncillas y a las vocecitas en falsete no hay más que un paso.

Para despertar afecto hacia nuestras armas, nenes con cantitos y sonsonetes rítmicos. Para una campaña de vacunación, vocecitas en falsete que le piden a la mamita que olvide la dosis. Para enseñar historia argentina –vaya si es un tema adulto– un dibujito animado de un viejito de barba blanca y escenas ilustradas igualitas a las de primero y segundo grado.

No: una cosa es la infancia y otra el infantilismo. Esto es un grave mal para el país, pero quienes deben evitar caer en él a toda costa son los futuros docentes y los estudiosos de las carreras pedagógicas de nivel superior. Ni Piaget, ni Dewey, ni José M. Torres ni Víctor Mercante tienen nada que ver con las fáciles tendencias propias de un sentimentalismo barato, superficial y a menudo demagógico, que quizá pueda dar resultados para las campañas publicitarias que quieren vender regalos en los días del padre y de la madre pero que jamás servirán para fines educativos serios, profundos y de largo alcance.

Cuídense los futuros docentes y los estudiosos de las ciencias de la educación de esta asechanza de la ciudad educativa.
Y roguemos porque alguna vez el país entienda que la educación, la escuela y la infancia son temas adultos. Porque de lo que se trata es de hacer de los niños hombres, no de aniñar a los hombres.


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La Educación sexual: una discusión casi inútil

Publicado en el N° 38, octubre de 1982.

Todavía se sigue discutiendo sobre la educación sexual como una de las cuestiones más delicadas de la vida escolar, o de los programas o “curricula” en la enseñanza primaria y media. Son abundantes, todavía, los textos, los debates, las mesas redondas y los cuestionamientos que analizan el papel que los educadores –maestros y profesores– deben asumir frente a las inquietudes del despertar sexual adolescente, o que explican cómo responder a sus preguntas o cómo ayudarlos en esta etapa tan singular. Asimismo, se discute y analiza con frecuencia la relación escuela y hogar en esta materia, y los círculos religiosos en especial insisten en los derechos imprescriptibles de los padres al respecto. No son pocas las voces que insisten en una especie de división del trabajo entre la escuela y el hogar. A aquella correspondería, según esta ya vieja postura, la información o instrucción sexual, brindada dentro de un marco estrictamente biológico o científico, con prescindencia absoluta, o casi, de prescripciones de conducta o de juicios de carácter moral o religioso. Al hogar, en cambio, le estaría reservada precisamente esta segunda parte, o sea la “formación” o verdadera “educación sexual”.

Los padres, y la respectiva confesión religiosa, tendrían entonces a su cargo conducir a los niños y jóvenes por las sendas de una conducta sexual ajustada a los respectivos principios ético-religiosos.

Entendemos que esta discusión, así tradicionalmente planteada, en torno del papel que la escuela y el hogar tienen o deberían tener en punto a la instrucción y a la educación sexual es, hoy, en gran medida –aunque no totalmente– inútil. Queremos decir que es una discusión en gran medida superada por una realidad que, empecinadamente, los padres, la Iglesia, pero sobre todo la escuela y los educadores profesionales, siguen sin reconocer o sin advertir, siquiera. Pues hace ya mucho tiempo, en efecto, que los medios de comunicación de masas han terciado en la cuestión, y son ellos, ahora, quienes llevan la voz cantante, ya sea por cuanto atañe a la instrucción o información científico-biológica sobre la vida sexual en su realización efectiva. Pues son estos medios –mucho más que el hogar y la escuela– los que prescriben normas de conducta, ofrecen modelos, forjan usos y costumbres y de un modo tácito delinean una moral sexual de aceptación mayoritaria.

Esta moral sexual es fruto de una labor constante, de presencia cotidiana, del cinematógrafo y de la prensa escrita, especialmente de las revistas. Pero en este instante nos ocuparemos de otro aspecto, del referido más bien a la instrucción o información científica sobre la vida sexual, por tratarse del campo que suele entenderse reservado a la escuela.

Una revista de gran difusión en nuestro medio publicó recientemente, en un suplemento especial, de formato pequeño y fácilmente desprendible del resto del ejemplar, en dos entregas, una información completa sobre el más reciente descubrimiento en materia de métodos anticonceptivos aprobados –o al menos no desautorizados– por la Iglesia Católica, el famoso método Billings. La publicación lleva estos títulos en la tapa: “Control de la natalidad –método Billings– cómo aplicarlo paso a paso”.

Lo que deseamos poner de relieve es cómo, pues, al margen de la escuela y del hogar –y no queremos decir en contra de ellos, ni tampoco a favor, sino simplemente al margen de ambos, sin su intervención– un medio de comunicación, una revista, en fin, pone al alcance de cientos de miles de personas –jóvenes o no, adolescentes o no, preadolescentes inclusive– toda la información necesaria para conocer y aplicar un método de control de la natalidad.

Mientras muchos debates prosiguen añejas discusiones sobre el “quantum” de la instrucción sexual admisible en un grado determinado de la escuela primaria o en un año u otro de la escuela media; mientras se continúa a veces discutiendo si este o el otro término son adecuados o no; si tal explicación va más allá del pudor de una niña de doce años o si esto o aquello corresponde a la maestra, o a la madre, o a la profesora de Biología, o a un médico... una revista con cientos de miles de ejemplares de circulación, al alcance de cualquiera en cualquier lado, por una suma insignificante y que se puede encontrar en cualquier hogar, y que se puede leer a solas o en grupo o comentar con amigas de la misma edad o mayores, pone al alcance de todos, todos los datos disponibles de orden médico y científico sobre uno de los aspectos más delicados y trascendentes de la vida sexual.

¿No es verdad, entonces, que una parte muy considerable de todas aquellas discusiones sobre la educación sexual suenan como ejercicios inútiles, realizados al margen de una realidad inocultable y sobre todo inmodificable?

Quisiéramos poder repetir aquí parte del texto respectivo, sus cuadros, sus gráficos, sus explicaciones científicas y médicas sobre el ciclo menstrual, las técnicas de uso hogareño para practicar el método Billings (anotaciones, gráficos con colores diversos), consejos sobre la participación de ambos cónyuges, etc., como prueba de lo que decimos. Se vería entonces cómo la mayor parte de esos debates sostenidos a menudo en reuniones de padres y maestros resultan verdaderamente superados por la realidad contemporánea.

Y el papel de estos suplementos periodísticos no se agota por supuesto, en el orden de la “instrucción”, sino que avanza, necesariamente, en punto a la formación o educación de carácter ético. (“Un punto importante –citamos un párrafo a modo de ejemplo– al llevar el registro por algunas parejas, es que este les abre nuevas áreas de discusión sobre temas íntimos y vitales, incluyendo, por supuesto, la regulación de la fertilidad. El método demanda comunicación sobre emoción y sexualidad, lo que fortalece la relación”).

Aclaramos que no abrimos juicio sobre el contenido del suplemento comentado ni sobre el hecho de que haya sido publicado, aunque adelantamos, solamente, y en principio, que no creemos que ello merezca críticas negativas. Lo que por ahora intentamos señalar es, solamente, una realidad de nuestra época: la ciudad educativa. E insistir, como lo venimos haciendo en esta sección desde el primer número de la Revista, en el siguiente concepto: ignorar la ciudad educativa significa no entender, en absoluto, la problemática educativa contemporánea, reduciéndola a los ámbitos escolares y hogareños.

Si esta realidad nos parece mala o buena, es otro punto por discutir. El punto de partida, de todos modos, es reconocerla.


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Con bombos y sin platillos

Publicado en el N° 43, noviembre de 1983.

Desde tiempos remotos los ejércitos han marchado a la batalla procurando producir ruido y estruendo, particularmente en el instante de las acciones decisivas. En grados más avanzados de la civilización, esos ruidos inorgánicos fueron reemplazados por sones rítmicos y orquestados mediante tambores, pífanos y clarines.

El objetivo de esos acompañamientos marciales apunta a dos direcciones. Se trata de una noción elemental que se encuentra en los más modestos tratados. Por un lado, se procura infundir cierto pavor en el enemigo, o al menos una conmoción anímica que intranquilice o preocupe, y, fundamentalmente, puesto que el sonido se escucha desde muy lejos y antes de que los bandos contrarios puedan verse en la realidad, dar la imagen de que las fuerzas que avanzan son muy numerosas. La segunda finalidad se dirige a las tropas propias: los sones rítmicos de los tambores impulsan el ánimo de quienes van marchando a la batalla y sobre todo los conducen empujados por ese mismo ritmo, que anula o disminuye la capacidad de la reflexión individual, pues arrastra colectivamente.

La guerra, desdichadamente, exige que cada individuo deje de ser una voluntad consciente de sí mismo, capaz de pensar separadamente del conjunto y se convierta, al menos en el instante de la batalla, en parte de una inmensa fuerza común que actúe sin detenerse a analizar las órdenes recibidas o a reflexionar sobre el sentido final de lo que está haciendo.

Las manifestaciones políticas que se desplazan acompañadas por el sonido rítmico y estentóreo de los bombos siguen al pie de la letra esos mismos objetivos, pero lamentablemente aplicados a una causa que no los justifica en modo alguno.

Porque los actos y las manifestaciones políticas, en una democracia, no en los regímenes totalitarios, por supuesto, deben ser expresiones de ciudadanos conscientes del papel que cumplen, que van a escuchar a un personaje, a un candidato o a participar de una reunión para extraer sus conclusiones o que desean señalar su apoyo a una causa en la cual creen como hombres libres. Son voluntades sumadas, no una suma de obediencias.

Pero el bombo, o los bombos, cumplen sus finalidades. Diez bombos rítmicamente golpeados, en forma constante, bastan para que una modestísima manifestación de cien o doscientas personas se anuncie desde distancias muy lejanas y resuenan hasta mucho después de haber pasado por un lugar; alcanzan para que ese reducido conjunto impresione –a quien no lo vea de cerca o no se detenga a contarlo fríamente– como si fueran varios miles. Además, de un modo u otro, igual que en las guerras antiguas, el sonido marcial de los tambores o de los bombos despierta una especie de temor ancestral, de preocupación, de zozobra. Finalmente, los manifestantes se dejan llevar impulsados por el ritmo y el sonido machaconamente repetidos. Las voluntades se adormecen o se someten y el pensamiento sereno, la reflexión, la capacidad de análisis racional de cuanto se ve o se oye cede al simple impulso muscular infraconsciente.

Se obtiene, de tal forma, todo lo contrario de lo deseable como ejercicio de la democracia. La costumbre de acompañar con bombos y sones rítmicos las manifestaciones políticas es lo opuesto a las formas racionales de la conducta, a los ideales de una democracia fundada en la libertad de cada ciudadano y en la aceptación de un credo voluntariamente compartido, no en actitudes que recuerden modalidades menos evolucionadas de la conducta humana.

Si algunos partidos se han caracterizado hasta ahora por el empleo de bombos, casi como distintivo de su presencia pública, sería bueno que una revisión sobre sí mismos demostrara una reacción saludable. Pero mucho más importante será que otros partidos o sectores políticos eviten dejarse arrastrar por idéntica costumbre que, se debe reconocer con tristeza, parece extenderse y ganar adeptos hasta en los grupos políticos cuyas ideas contradicen esas modalidades y prácticas. La democracia argentina debe evolucionar en su forma y en su fondo. Dejar de lado los bombos, será un principio. Será, sobre todo, una excelente lección de educación democrática que la ciudad –la polis–dará a los ciudadanos.


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La libertad de elegir

Publicado en el N° 43, noviembre de 1983.

En la segunda quincena de julio, la televisión ofreció, en dos días consecutivos, y casi en el mismo horario –entre las 22 y las 24 aproximadamente– dos programas totalmente diferentes. Uno fue “Matrimonios y algo más”. Al día siguiente Antonio Carrizo dialogó con José Ferrater Mora y Julián Marías sobre Ortega y Gasset.

El primero de estos programas produce una sensación de asombro mezclado con un dejo de tristeza.

Es difícil que se pueda descender tanto en materia de gusto, de formas de hablar, de gesticular, de texto pretendidamente humorístico. Nada es rescatable. Ni siquiera una comicidad que apela a lo más trillado, a lo repetido hasta el hartazgo.

Pero más difícil es imaginar que miles y miles de familias, de personas de toda clase de niveles culturales, se quedan ante la pantalla viendo y oyendo algo semejante.

Pero la sensación inicial debe ceder el paso a otras reflexiones. El asombro, necesariamente, desaparece. El hecho es así pues. La realidad está ahí. Es verdad. Entonces, se acentúa la tristeza. Por nosotros, por los argentinos, por este país nuestro que, por lo visto, ha descendido tanto. Por este idioma nuestro, este español que los argentinos y todos los latinoamericanos del Cono Sur hablamos y escribimos tan bien, por esta lengua que honró Rubén Darío y que hace la sorpresa y la delicia de los españoles cuando la escuchan bien dicha, sonora y rica en boca de una buena clase media y también en labios de modestos integrantes de sectores populares. Y por estos pobres artistas forzados –es preferible creerlo– a exagerar todo lo que sea basto, grosero, hasta ruin.

Tristeza, en fin, porque entre esas miles de personas, de familias, se cuentas muchas, realmente muchas, de buenos niveles culturales, de buena formación, cuyas formas corrientes de actuar, de hablar, de vivir, no tienen nada en común con lo que la pantalla les brinda. Y sin embargo, no se sabe por qué extraña razón, ven el programa. Y lo siguen viendo, casi como seres hipnotizados por una fuerza superior o como si hubieran entregado su voluntad.

Veinticuatro horas después, Julián Marías y José Ferrater Mora ofrecieron un diálogo delicioso.

Muy bien apoyados para la TV por Carrizo, dijeron cosas profundas con sencillez, bien dichas aún sin culteranismos. Hablaron de las cosas de que hablaba Ortega y que a todos los hombres importan, sea cual fuere su nivel cultural, económico o social. Y lo dijeron de manera tal que todos podían entenderlos.

Y el idioma se deslizaba de sus labios sencillo y a la vez profundo; claro, atrayente, bueno. Escucharlos conmovía.

Esta belleza, este deleite, esta riqueza, la ofreció la TV veinticuatro horas después.

¿Cuántos se quedaron oyendo aquel entristecedor programa? ¿Cuántos se quedaron ante este otro?

No sabemos. No se sabe. Ni interesa.

Porque lo fundamental es otra cosa: todos tuvieron la libertad de elegir. Unos y otros actuaron por su voluntad. Oyeron y vieron lo que quisieron. Quienes permanecieron frente al televisor y quienes lo apagaron o buscaron un programa diferente, fueron seres libres. Como Dios lo quiso cuando los creó. Como lo quieren los regímenes democráticos.

El televisor hogareño es una maravillosa conquista que nos brinda siempre la libertad de elegir. Podemos quedarnos ante el programa que encontramos apenas lo encendemos. Podemos buscar otro diferente. Podemos apagarlo. Somos libres de hacer una cosa u otra. Libres para escuchar y para no escuchar; libres para ver y para no ver; para leer un diario, buscar un libro, escuchar un disco, sintonizar la radio, realizar alguna manualidad hogareña mientras rumiamos nuestros pensamientos, a solas –deliciosamente– con nosotros mismos, para charlar con un ser querido, para intercambiar ideas sobre asuntos graves o sobre fruslerías cotidianas (de esas pequeñeces que hacen la vida, al fin) y ¿por qué no? para rezar, ejercicio, parece, un tanto olvidado.

Pero somos libres. Podemos optar.

En cambio de pretender tutelas, censuras, calificaciones, seamos libres y usemos la libertad. Elijamos. Y ayudemos a otros a elegir. Como seres libres.


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La semana del cine cubano (o la lección de Fidel Castro)

Publicado en el N° 47 / 48, octubre de 1984.

Los hombres que aman la libertad y creen, además, que es condición indispensable de todo régimen de organización política y social porque es parte de la esencia del hombre, sin la cual el hombre carece de dignidad y de posibilidad de realización personal, y de salvación en el orden trascendente, no han sido capaces en este siglo de aprender una lección que día tras día, y sin ocultamientos, les ofrecen los enemigos de la libertad.

Desde esta sección de la Revista del I.I.E. hemos procurado señalar, prácticamente desde el primer número, que la escuela no es el único ámbito educativo, que ni siquiera es el más importante desde el punto de vista de la formación moral, social y política, y que resulta casi insignificante para el vastísimo campo de los usos y costumbres, cuya vinculación directa con aquella triple formación es innegable.

Simultáneamente, hemos insistido, mediante numerosos comentarios de películas recientes, en el enorme valor formativo del cine. También, hemos procurado alguna vez –aunque sin hacer de ello una constante, porque el carácter de nuestra Revista no lo admitiría– señalar cómo las ideologías marxistas y los regímenes políticos fundados en esquemas totalitarios utilizan en forma permanente este prodigioso fenómeno contemporáneo que es el cine para llevar agua a sus molinos.

No es confesar un sentimiento de frustración, sino describir una realidad, decir que esos ideólogos trabajan activamente en los países democráticos, y que los espíritus amantes y defensores de la libertad, en cambio, no parecen haberse dado cuenta de que tienen ese medio a disposición. De la misma manera, la sociedad, en general, y la de la Argentina es un caso entre tantos, prosigue, empecinadamente, creyendo que la escuela, con sus planes, programas, calificaciones y regímenes tradicionales de estudio es capaz de hacer todavía algo en materia formativa, sin admitir que mucho más eficaz escuela, en tal sentido, es el cine y con él, por supuesto, la televisión y luego, en menor escala, los medios de comunicación escritos.

En este escalonamiento, todavía la familia puede, a veces, disputar algunos palmos de terreno. La escuela, no. Que alguna vez cobre fuerza por obra aislada y ocasional de un docente de excepción, no invalida la afirmación anterior. Ese docente, en tal caso, es parte de la acción educadora ocasional y asistemática de la sociedad. Actúa como puede hacerlo cualquier otro miembro de la comunidad que por sus condiciones excepcionales se convierte en un líder de cualquier naturaleza.

Pues bien el origen de estas líneas es la Semana del Cine Cubano realizada en Buenos Aires a fines de agosto. Pero no tema el lector. No intentamos ofrecerle a continuación alguna diatriba contra cualquier tipo de mensaje político o contra alguna manifestación de destape. No estamos en condiciones de hacerlo, así como tampoco estamos en condiciones de señalar méritos o deméritos de cualquier tipo de las películas presentadas, por la sencilla razón de que no tuvimos oportunidad de ver ninguna. Y no por falta de voluntad, pues bien hubiéramos querido hacerlo, sino por imposibilidad, pues pertenecemos a esa clase de personas que trabajan para vivir.

Pero como el trabajo no nos ha quitado el vicio que arrastramos desde que allá por los seis años de edad nos alfabetizaron obligatoriamente –algún efecto tuvo la ley 1420– no dejamos jamás de leer, y por otros motivos que ahora sería largo explicar, leemos copiosamente casi todos los diarios de Buenos Aires.

En la presentación de la Semana del Cine Cubano, el día 23 de agosto, “La Nación” transcribió la declaración de principios del Inst6ituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (I.C.A.I.C.), “hecha –añade La Nación– pocos días después de su fundación en marzo de 1959”. (Recuérdese que Fidel Castro tomó el poder en enero de ese año. Todavía faltaba algo de tiempo para su confesión pública de fe marxista-leninista y aún lo acompañaban viejos compañeros de Sierra Maestra, que habían bajado a jugarse la vida contra Batista y por la libertad, muchos de ellos con la cruz al pecho y la esperanza vana de acabar con la tiranía en la isla de José Martí).

Sigue La Nación: “La fundación del I.C.A.I.C. trajo consigo una atractiva escuela documental y permitió el desarrollo del cortometraje, casi siempre educativo ...”

Pero concluyamos: la antes citada declaración de principios dice, textualmente: “El cine constituye un instrumento de opinión y formación de la conciencia individual y colectiva. Y debe, además, contribuir a liquidar la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones y plantear, dramática y contemporáneamente, los grandes conflictos del hombre”. ¿Está claro?

En el Nº 19, de esta Revista, de noviembre de 1978, publicamos el trabajo “Nuevas funciones profesionales docentes”, originalmente presentado en junio de 1974 en el Seminario sobre la formación del docente argentino organizado con motivo del centenario de la fundación de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta.

Dijimos allí que los “maestros” y “profesores” del futuro debían formarse en diversas especialidades profesionales, muchas de ellas absolutamente diferentes de las tradicionales y en particular orientadas hacia la utilización educativa de los nuevos medios de comunicación, el cine entre ellos.

Sería necesario, afirmábamos, formar “cineastas” como parte de la formación docente. Decíamos, en fin, muchas otras cosas que no hemos de repetir aquí y ahora.

El recuerdo apunta a que el auditorio no percibió con agrado el trabajo y a que, por supuesto, desde entonces la idea jamás fue recogida. (Ni negada expresamente, por cierto).

Pero la Cuba de Fidel Castro ya la conocía y no la desdeñó. Allá saben que “el cine es instrumento de opinión y de formación de la conciencia individual y colectiva”.

Los hombres amantes de la libertad siguen sin darse cuenta de ello. A veces, algunos de ellos caen en la contradicción lógica de suponer que la censura es el remedio a una penetración ideológica contraria a la libertad. Con lo cual hacen un excelente servicio a las ideas que pretenden combatir. El único remedio es admitir que el cine, como medio educativo, vale más que la escuela, o, al menos, que la escuela tal como ahora la conocemos. Y luego, servirse adecuadamente de ese medio.

Sepamos, quienes amamos la libertad y la democracia, recoger la lección de Fidel Castro.


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La homosexualidad, casi como modelo

Publicado en el N° 53, abril de 1983.

La dificultad expositiva del tema nos lleva a iniciarlo con un intento de humor. Ha dado la vuelta al mundo el chiste del inglés que sorprendió a sus amigos cuando decidió dejar la patria. Y explicó: cuando yo era chico, la homosexualidad era condenable. Más tarde, fue tolerable. Se acaba de admitir el matrimonio entre homosexuales. He decidido irme antes que la hagan obligatoria.

Que alguna vez sea obligatoria es difícil. Pero en la sociedad contemporánea, a través de las producciones cinematográficas y teatrales y de las producciones literarias, está clara una tendencia que de una etapa de severa condena pasó a la tolerancia, primero discreta y luego proclamada, luego al exhibicionismo y por fin a la ostentación casi virtuosa de la homosexualidad. Como en el caso del inglés del cuento, parece que ha llegado el momento de detenerse aquí.

No es nuestra intención esbozar el más ligero o superficial ensayo filosófico, psicológico, sociológico o biológico, mucho menos médico, jurídico o ético del tema. Nos declaramos incompetentes desde el punto de vista del saber académico indispensable para ello, en cualquiera de los campos enunciados.

Nuestra pretensión es otra. Sólo intentamos señalar que la cinematografía, el teatro y la literatura de ficción (novelística en general) –es decir, la ciudad educativa con todo su poderío– han caído en los últimos lustros en el tratamiento del tema de la homosexualidad de manera tal que subliminalmente (con intención o sin ella no sabemos) lo transforman en una especie de modelo, a tal punto que de pronto la heterosexualidad puede resultar lo indebido (pues así parece que el heterosexual no es sino un ser “reprimido”, o incapaz de vencer presiones sociales o de “llegar” hasta los puntos más altos y deseables de la relación erótica).

Estamos, pues, en un punto que sin exageración podría denominarse de alerta rojo por cuanto se refiere a la adolescencia y a la juventud contemporáneas, sometidas a un bombardeo creciente de producciones cinematográficas y teatrales y de obras literarias que, bajo enfoques de humor (a veces del bueno) o con pretensiones psicologistas, sociológicas o filosóficas, cuando no históricas y políticas, ofrecen un muestrario casi constante de conductas homosexuales no sólo “justificables” o “tolerables” sino directamente “deseables” y hasta virtuosas o, al menos, concebidas como absolutamente normales o inofensivas para la salud moral y psicológica de los personajes comprometidos con ellas.

Es de sobra conocido que el desenvolvimiento de la sexualidad pasa por momentos ambivalentes desde la pubertad, y los datos psico-biológicos al respecto son científicamente inobjetables. Que en la madurez, y hasta el fin de la vida, esa ambivalencia perdura subconscientemente o en estado de latencia; que a veces perturbe de algún modo las relaciones erótico-afectivas y que pueda presentar grados de casi infinita variedad en hombres y mujeres de vida cabalmente heterosexual está fuera de discusión y a nadie asombra, porque es un saber que ha dejado de ser novedad desde hace mucho tiempo. Pero de ahí a proponer –repito: deliberadamente o no es otro asunto– las inclinaciones hacia la homosexualidad como no significativas en el orden moral, psicológico o biológico media una distancia abismal. Y esto es lo que está ocurriendo gracias a la literatura, el cine y el teatro con la adolescencia y la juventud contemporáneas.

Aunque es innecesario, según el orden conceptual de nuestra exposición, una experiencia repetida de malos entendidos con respecto a lo que se quiere decir en artículos y ensayos, nos lleva a formular una aclaración: no pretendemos el retorno a actitudes sociales de persecución, que desde Oscar Wilde a episodios penosísismos del accionar policial cotidiano, forman un capítulo oscuro de la maldad y la ignorancia humanas, ni proponemos volver a modalidades de condenas farisaicas como las de grupos sociales de antaño que toleraban el pecado o el vicio en secreto y lo vituperaban en público.

De lo que se trata es, simplemente, de no convertir lo que contradice a la naturaleza y a la razón en algo natural, razonable y hasta virtuoso.

Por su naturaleza biológica y racional, y por su eticidad como persona, el ser humano es heterosexual. La homosexualidad es por definición una desviación de la naturaleza, de la razón y de la virtud. Como toda desviación debe ser tolerada, ya en nombre de la caridad, ya por motivos médicos o psicológicos, ya por exigencias de la libertad de que cada persona debe disfrutar en tanto sus acciones no lesionen derechos ajenos o afecten el orden público ni contradigan el bien común.

La homosexualidad –en tanto no sobrepase la esfera de la intimidad y la privacidad– debe estar exenta de la autoridad de los magistrados y, siempre, obliga a un enfoque de tolerancia y, sobre todo, de caridad, como cualquier otra anormalidad.

El problema actual es que el cine, principalmente, el teatro y la novelística corriente, sin olvidar la televisión, por apetencias de éxito comercial, por esnobismo, por pobreza mental de productores, guionistas y autores, y también –es necesario admitirlo– como arte de una campaña ideológica de destrucción de valores–* está estimulando a la adolescencia y a la juventud contemporáneas hacia conductas homosexuales.

Como siempre, hemos de concluir que la solución no está en censuras de ningún tipo, que favorecen el negocio y las intenciones denunciadas. La solución es que la sociedad advierta lo que puede la ciudad educativa, y los maestros, los profesores y sobre todo los padres capaciten a sus hijos para decantar estos mensajes, descubrir las confusiones presentadas y separar la paja del grano.

La obligatoriedad de un comportamiento, al fin, no necesita de una ley. La sociedad impone sus modelos con más fuerza que la ley. Al fin, el inglés del cuento quizá no estaba tan desencaminado al querer abandonar su isla antes de que fuera demasiado tarde.

*Es indispensable recordar que en los países sometidos al régimen marxista, como Cuba o la Unión Soviética, ni la pornografía ni este tipo de películas o novelas son permitidas, mientras que en las democracias occidentales resultan curiosamente defendidos o producidos por los sectores que adhieren en mayor o menor grado a las orientaciones de izquierda más definida.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina