Ciudad
Educativa
Tres
películas y tres consecuencias formativas
Publicado
en Educando 2, marzo de 1975.
La educación no es un fenómeno exclusivamente
escolar. Este concepto elemental continúa olvidado.
Los educadores profesionales –maestros y profesores
de todos los niveles y de todas las modalidades– insisten
en dejar de lado, como si no existieran, los múltiples
recursos empleados cotidianamente para formar las mentalidades
y las conciencias de los miembros de una comunidad. Lo mismo
ocurre con los padres de familia y con los grupos dirigentes
en el campo político. De esa actitud derivan dos consecuencias.
Por
un lado, la incomprensión de los fenómenos educativos
y sociales. Por otro, la mala conducción de esos fenómenos.
Es lógico: cuando se ignoran elementos claves de un
proceso es imposible comprenderlo bien desde el punto de vista
teórico y mucho menos conducirlo desde el punto de
vista práctico.
La
influencia de la cinematografía es, desde este punto
de vista, notable. Desde hace medio siglo, aproximadamente,
este medio representa un factor decisivo en la determinación
de formas de vida, pautas de conducta, hábitos y costumbres
cotidianas, normas morales y patrones de comportamiento en
general.
Se
insiste, sin embargo, en desconocer un hecho tan claro o,
al menos, en dejarlo de lado por cuanto hace a las consideraciones
y reflexiones en torno de los problemas educativos.
Consideraremos
–a modo de ejemplo– la repercusión educativa
de tres obras cinematográficas de amplia difusión
en los meses finales del año anterior en nuestro país.
Se
trata de “La tregua”, la tan famosa película
nacional; “Qué”, la no menos conocida –ahora
universalmente– obra de Polanski; y por fin “Don
Quijote”, el film realizado e interpretado en Australia
por el sin par Nureyev.
“La
Tregua” o el engaño a la juventud
“La Tregua” agotó el ingenio de los críticos,
quienes han formulado ya todas las interpretaciones posibles
en torno de su desarrollo argumental y procurado encontrar
todos los “mensajes” de la película.
Un
fenómeno que no puede ignorarse es el siguiente: este
film fue visto por inmensas cantidades de público.
Ver “La Tregua” se convirtió en una necesidad
dentro de todos los ambientes intelectuales, snobistas o sofisticados,
además de serlo para esa inmensa y heterogénea
masa de público que ha hecho del cine, una o dos veces
por semana, un rito inaplazable. Pero hubo en este caso algo
más. Generalmente este tipo de películas tiene
un público más o menos homogéneo. Con
esta obra no pasó así. En las salas donde se
lo exhibía podían verse, mezclados, jóvenes
y ancianos, matrimonios maduros y adolescentes de ambos sexos,
como también era fácil advertir una amplia gama
de grupos de diferentes sectores sociales. Probablemente la
tónica argumental explica la universalidad de la concurrencia:
en la Argentina la familia es, sobre todo tratada con una
dosis abundante de sensiblería barata –como ocurre
en “La tregua”–, una fuente de éxito
seguro en cualquier espectáculo.
Primer
aspecto educativo que no debe ignorarse: de un modo u otro,
buena parte de los espectáculos de gran repercusión
popular, en nuestro país, giran en torno de la familia
y, a su modo, refuerzan el valor de esa institución.
“La tregua” también lo hace, a despecho,
probablemente, de las intenciones intelectuales del autor
del libro.
La
película no deja, al fin, gran cosa como mensaje social.
La pretendida rebeldía contra el “establishment”,
o el orden social burgués y decadente, simbolizado
en una oficina o en un jefe pintados con trazos muy gruesos,
se diluye al fin en un episodio de lo más vulgar y
de absoluta inocencia social y política: el protagonista
decide jubilarse apenas cumpla los requisitos exigidos por
las leyes implantadas por ese orden social.
En
una típica actitud adolescente, quiere vivir su vida
aunque ha llegado casi al término de ella y no tiene
la más mínima idea acerca de qué pueda
ser su vida. Vagas aspiraciones de ensoñación
bucólicas y de pereza existencial, antes que un rechazo
conciente o fundado a su trabajo, le hacen preferir la modestia
económica al ascenso prometido.
El
protagonista en un hombre chato, vulgar. No comprende a sus
hijos y cuando intuye esto o advierte un problema grave en
cualquiera de ellos, sufre, pero no atina a otra cosa. Una
vez, empero, lanza su gran frase: “¡Ah! –le
dice al hijo mayor– si a tu edad yo hubiera tenido bronca
en serio... !”. El hijo lo mira. Y la platea puede entonces
creer –estremecida– que si a la juventud le da
por tener “bronca” quién sabe lo que puede
ocurrir.
Da
pena observar cómo se pretende engañar tan burdamente
a la juventud. Pues es obvio que con “bronca”,
nada más, es imposible construir algo, hacer una obra,
cumplir un ideal, ser alguien siquiera. La “bronca”
pura no sirve de nada, no significa nada. Lo que hay que tener
en la juventud es otra cosa: una visión del mundo,
una concepción del hombre, una intuición más
emotiva que racional –quizá– de lo que
se quiere hacer en algún terreno: social, político,
artístico, técnico, científico. Hace
falta tener fe en algo y en sí mismo, ser capaz de
amar, de gozar la belleza, tener fuerza para luchar, para
estudiar, para perfeccionarse. Fijarse una meta y decidirse
a alcanzarla.
Eso
y no “bronca” es lo que le faltó al protagonista.
Se engaña a sí mismo desde el fondo de su pobreza
espiritual y le dice al hijo que lo que le falta es “bronca”
y engaña a la juventud de la platea. Por eso, quizá,
haya jóvenes que andan por ahí con cara de “bronca”,
creyendo que así podrán hacer algo.
Pero
la película engañó a muchos. Durante
meses y meses lanzó su poderoso efecto educativo sobre
miles y miles de adolescentes y jóvenes. Muchos de
ellos deben haber creído, en serio, que la cuestión
está en tener “bronca”.
La ciudad educativa es fuerte y poderosa. Padres, maestros,
profesores, siguen ignorantes de su presencia.
“QUE”
o la corrupción de las masas
“Qué...” es una vulgar y lamentable obra
pornográfica. La sociedad siente miedo de llamar a
las cosas por su nombre y entre ese miedo y esa confusión
una obra deleznable fue vista por cientos de miles de espectadores
de todas las edades a partir de los dieciocho años,
de todos los grupos sociales, de todos los niveles culturales.
He
aquí el primer fenómeno digno de ser considerado.
“Qué...” es una película plagada
de groserías desde la primera escena. Pero groserías
de bajo fondo, de la peor especie. Dichas sin gracia siquiera
y ni aún excusables por algún pretendido mensaje
ulterior. Las exhibiciones de desnudos son gratuitas pues
no responden a ninguna necesidad argumental. La vida sexual
es reiteradamente escarnecida, el erotismo se trueca en apetencia
fisiológica meramente animal y el hombre y la mujer
son objeto de burla y ludibrio en el momento del éxtasis
amoroso.
Todo
esto es, rigurosamente, una mera descripción objetiva
de la obra comentada. Pero los cientos de miles de espectadores
de todos los niveles no lo dicen, no lo señalan para
advertir a sus conocidos de qué se trata y hay aún
más: inclusive se ríen, disfrutan el “esparcimiento”
y quizá lo recomiendan a terceros.
Son
víctimas de la ciudad educativa. Lentamente, comenzando
de a poquito, poniendo al principio una –una sola–
mala palabra en una escena, siguiendo luego con una insinuación
grosera y añadiendo vez tras vez una vuelta de tuerca
a este profundo penetrar de la grosería y la pornografía,
la masa de la población fue acostumbrada, modificada
en sus reacciones, educada por fin en pautas culturales, de
costumbres y de comportamiento diferentes de las de hace dos,
tres o cuatro lustros atrás.
Escenas
y diálogos como los de “Qué...”
no se hubieran tolerado en los teatruchos de los bajos fondos,
para hombres solos y también de bajos fondos, veinticinco
años atrás en nuestro país. Hoy son vistos
y admitidos por familias enteras, por hombres, mujeres y niños.
Son efectos educativos de estos medios de comunicación.
Frente a ello, es ingenuo ocuparse con detenimiento de ciertos
detalles de la vida escolar o de algunas conductas en el ámbito
hogareño: la ciudad educativa puede más. En
última instancia, podría dejarse de lado el
juicio valorativo sustentado a lo largo de estas líneas
y limitar el análisis a la verificación del
hecho: las costumbres cambiaron profundamente, en la inmensa
mayoría de la población, con respecto a los
criterios de aceptación de formas de expresión
y de comportamiento en cuestiones tan graves y delicadas como
las englobadas bajo las expresiones "groserías",
"pornografía" o "escandaloso".
Negar la influencia poderosa de la cinematografía en
tal sentido sería absurdo. Algo es indiscutible: el
hombre está inmerso, para bien o para mal, en la ciudad
educativa.
"Don
Quijote" o La Belleza
"Don Quijote" es una película hecha para
el deleite de los amantes de la música, del ballet
y de la belleza. No intentamos analizar sus calidades como
obra cinematográfica, pues el objetivo perseguido aquí
es oro.
Los
habitantes de la ciudad –de cualquier ciudad de nuestro
tiempo, desde la mayor imaginable hasta las pequeñas
que cuenten al menos con una sala cinematográfica–
disponen de la oportunidad de ver y escuchar una obra maestra.
Quizá el más grande bailarín contemporáneo,
un conjunto de ballet excepcional, una orquesta excelente,
un coreógrafo genial –cuya interpretación
del héroe de Cervantes es conmovedora por la hondura
de su captación del texto inmortal– un magnífico
aporte de una admirable conjunción de esfuerzos, en
fin, es puesto a disposición del público de
la ciudad por una suma insignificante. He aquí un milagro
de la civilización tecnológica. Gracias a los
adelantos de la técnica y a los aportes de empresarios
de todas partes del mundo, las masas más humildes están
en condiciones de disfrutas de un arte en otro tiempo reservado
–por imposibilidades materiales y prácticas–
a reducidísimas minorías.
La
ciudad educativa es también esto. Hay quienes insisten
en señalar exclusivamente los males de esta sociedad
inundada por los adelantos de la técnica y "maldecida"
por un consumo desenfrenado y "alienante". Olvidan
detalles como este de una película maravillosa, de
una obra de arte eximia al alcance de pobres y ricos, de tarde
y de noche, de lunes a domingos. Quizá los admiradores
de ciertos retornos preferirían, sin duda, las épocas
durante las cuales grupos minúsculos de aristócratas
gozaban de esa belleza en las salas de los palacios regios
o, a lo sumo, junto con unos pocos burgueses adinerados, las
alcanzaban en las funciones de los grandes teatros, mientras
masas gigantescas en número, a la luz de rudimentarios
artefactos comían su plato cotidiano sin otro horizonte
que el trabajo igual día tras día. Ahora, el
hombre es víctima –se dice– de un orden
mucho más cruel e injusto. Pero dispone de estas oportunidades
por doquier. La ciudad educativa es algo más que una
máquina implacable trituradora de almas y personalidades.
Es, también, una oportunidad abierta y a la mano de
la inmensa mayoría para acercarse a las mejores manifestaciones
del arte, de la belleza, de la capacidad del hombre en su
obra creadora.
Ocuparse
de educación y olvidarse de la ciudad educativa es
dejar de lado mucho más de la mitad del problema. |
La
educación sexual
Publicado
en el N° 5, marzo de 1976.
En
los ambientes educativos escolares, así como entre
las familias más responsablemente preocupadas por la
formación integral de sus hijos, la educación
sexual es siempre un motivo de discusión o de comentario.
Dos posiciones bastante definidas existen hoy entre nosotros
al respecto, al menos en los ambientes de mediana cultura.
Los padres han abandonado la vieja concepción del “tabú”
sobre los temas de la procreación o del sexo y, mucho
más todavía, han dejado prácticamente
de lado casi sin excepciones las prácticas de engaños
u ocultamientos tradicionales. Cómo se desenvuelven
los padres dentro de estas nuevas posiciones es otra cosa.
La capacidad de ubicarse en la oportunidad debida, de ser
discretos, de no escandalizar o de no herir innecesariamente
susceptibilidades es un asunto reservado a cada circunstancia
familiar y sobre ello no entramos por el momento. Pero la
situación familiar cambia radicalmente de aspecto cuando
llegan otras facetas mucho más delicadas de la educación
sexual, es decir, cuando se llega a los instantes de la adolescencia
y la vida sexual misma, hecha no ya de conocimiento o datos
sino de prácticas, apetitos y relaciones con el otro
sexo, empieza a despertar y a plantear las grandes decisiones.
Abundan los padres de nuestro tiempo cuya desorientación
al respecto es grande. Sus ideas, tan sólidas y firmes
cuando enseñaban a su pequeño de tres años
la maravilla de la concepción ante el seno materno
redondeado por el advenimiento del futuro hermanito, o la
simplicidad con que le explicaban la diferencia de los órganos
genitales entre nenes y nenas, se tambalean bruscamente cuando
hay que tomar resoluciones o dar consejos o responder preguntas
ante un tema tan concreto y espinoso como la masturbación
o cuando se descubre la vocación –y la decisión–
de realización plena e inmediata de vida sexual de
hijos aún o veinteañeros. Papá y mamá,
entonces, comienzan a sentir que el suelo tiembla bajo sus
pies y que la educación sexual es algo más que
un librito bien ilustrado.
La
otra posición a la cual hacíamos referencia
está en la escuela. Aquí la situación
es completamente diferente. Se puede decir, a grandes rasgos,
que la escuela argentina –nos referimos a un orden institucional,
reglamentario, no a actitudes de docentes aislados o a decisiones
particulares de algunas escuelas privadas– no tiene
posición tomada sobre educación o instrucción
sexual. A pesar de que el personal docente en general asume
una actitud personal coincidente con la de la vida familiar
descripta, no existen definiciones sobre el papel que le corresponde
a la institución escolar con respecto a los temas sexuales.
La “instrucción sexual” sigue estando formalmente
ausente de los programas y no hay acuerdos sobre la posibilidad
de su inclusión. Pues aunque en principio numerosos
padres, docentes y funcionarios acepten esa inclusión,
los desentendimientos surgen apenas se comienzan a determinar
sus límites, la naturaleza y extensión de los
contenidos o las modalidades del tratamiento didáctico.
La
escuela, sin embargo, siente su ausencia como una falta y
el problema suele ser debatido de maneras diversas. No faltan
escuelas privadas –como queda dicho– que lo enfocan,
a veces mediante acuerdos, encuentros o reuniones previas
con los padres, sistema que nos parece no sólo recomendable
sino inexcusable. En escuelas oficiales, la iniciativa de
docentes o personal directivo actúa a veces en el mismo
sentido.
Sin
embargo, existe por sobre todo este panorama de padres y de
escuelas una realidad sobre la cual quizá no se medita
suficientemente: la ciudad educativa es el conjunto de la
realidad social en la cual viven inmersos los niños
y los adolescentes, al igual que los adultos, por otra parte.
Está formada por la totalidad de los medios de comunicación
puestos hoy a disposición de las masas por costos insignificantes
o al menos moderados y prácticamente en cada esquina
y en cada instante. Son las películas, la televisión
y –sobre todo en el caso que ahora consideramos–
las revistas y publicaciones de todo tipo. Los kioscos, en
fin, constituyen la gran vidriera donde es posible encontrar
la “educación sexual” más completa,
atractiva y continua que nadie hubiera osado imaginar unos
lustros atrás.
En
este campo de la educación sexual nos atrevemos a sostener:
no tiene importancia –o la tiene en muy modesta medida–
la acción escolar. Porque la ciudad educativa suple
cuanto la escuela quiera o pueda hacer. Nuestros adolescentes
de ambos sexos y desde muy temprana edad tienen a su disposición
cursos completos de instrucción sexual; orientaciones
y comentarios de todo tipo sobre mil y una cuestiones referentes
a la vida sexual misma a través de una vasta gama de
publicaciones que se les ofrecen semana tras semana en cualquiera
de los kioscos de todas las ciudades y pueblos –aún
los más pequeños– de la República.
Hay
dos clases de publicaciones al respecto: las consagradas exclusivamente
a este tema y las revistas de carácter general que
actualmente incluyen de manera permanente notas dedicadas
a aquel. Las primeras abarcan un amplio espectro cuyas diferencias
en seriedad y en calidad de contenidos varían desde
una cierta altura científica y moral hasta los bordes
directos de la pornografía disimulada bajo pretensiones
de divulgación de educación. Las segundas, aún
dentro de revistas de tradicional seriedad, oscilan también
a menudo entre uno y otro extremo. Casi nunca avanzan excesivamente
en el campo pornográfico, aunque sus titulares muestran
una peligrosa tendencia al sensacionalismo barato.
Pero
no intentamos hacer ni una crítica pormenorizada de
estas publicaciones ni un análisis de sus contenidos
ni de sus orientaciones. Ello sería una labor de altísimo
interés social, mas requeriría una investigación
previa suficientemente representativa y no quisiéramos
arriesgar improvisaciones sobre una cuestión tan delicada.
Lo
que queremos decir en estas breves reflexiones es, simplemente,
esto: en materia de educación sexual gran parte de
las preocupaciones de los padres y de la escuela queda superada
por la fuerza de la ciudad educativa. Una rápida mirada
cotidiana y panorámica sobre los kioscos permite comprobar
cómo se renueva constantemente el material al respecto
y cómo la información sobre todos los aspectos
de la sexualidad humana abunda notablemente. Hay más:
probablemente, una cantidad muy considerable de la información
que sobre el tema proporcionan los padres a sus hijos, así
como gran parte de la metodología empleada para ello,
deriva a su vez de esta labor de la “ciudad educativa”
y no de cursos especiales recibidos en instituciones escolares,
religiosas o especializadas.
¿Y
qué sucede con aquellos aspectos tanto más delicados
como son los referidos a la vida y a la práctica sexual?
Las relaciones prematrimoniales, la actividad sexual fuera
del matrimonio –queremos decir la que se cumple entre
personas solteras o entre personas casadas, pero al margen
del matrimonio– las metodologías anticonceptivas,
la problemática psicobiológica del acto sexual,
su psicopatología, los viejísimos y siempre
renovados problemas de la frigidez o de la iniciación
sexual, el sentido de la virginidad, el aborto y hasta orientaciones
muy completas sobre técnicas y procedimientos para
la mejor realización del acto sexual, sin ahorro de
terminologías claras y en ocasiones de ilustraciones
que apenas un par de décadas atrás hubieran
llevado a sus editores hasta los estrados judiciales, todo,
absolutamente todo cuanto se refiere a la vida sexual está
al alcance de la población de cualquier edad, semana
tras semana, incitante en su presentación, bajo títulos
nuevos detrás de los cuales se vuelven a tratar los
mismos problemas. Entiéndase bien: no hablamos de literatura
prohibida y ni siquiera reservada. Se trata de artículos
que entran al hogar en revistas habituales, junto con la literatura
periódica alrededor de las modas, de la política
de la actualidad social.
Los
consultorios y las secciones de orientación abundan,
bajo la firma –no se sabe nunca en qué medida
auténtica– de psicólogos, médicos,
sacerdotes.
Mientras
la escuela, pues, mantiene su actitud dubitativa y los padres
suelen agotarse en una instrucción preferentemente
infantil, la ciudad educativa, con su inmenso poderío,
ha asumido –para bien o para mal– la responsabilidad
decisiva en materia de educación sexual. Es una realidad.
Reconocerla no es aprobarla ni condenarla. Es, simplemente,
el primer paso, indispensable, para comenzar a entender un
asunto esencial de la vida de nuestros días.
|
El
mito de Rousseau, o “Aventuras en la selva”
Publicado
en el N° 11, año 1977.
La
cultura es –no nos engañemos– opuesta a
la naturaleza. Cultivar la tierra es violentarla, mal que
le pese a las visiones idílicas del trabajo rural.
Requiere esfuerzo y sudor, trabajo, en fin. La tierra no brinda,
“generosa”, sus frutos, sino que se los deja arrancar,
y sólo si se ha luchado tenazmente con ella, contra
ella, y contra las plagas, las inclemencias del clima, la
falta o el exceso de agua, la invasión de malezas que
–ellas sí– crecen espontánea y “naturalmente”.
Las plantas útiles al hombre dan sus frutos sólo
mediante el trabajo del hombre. Los ganados librados a su
destino “natural” volverían en corto lapso
a ofrecer el aspecto bravío y salvaje de las razas
originarias de las cuales la humanidad aprovecharía
–y a duras penas– porcentajes de productos notablemente
menores de los que obtiene hoy.
Recordemos
a Juan Fourastié en su extraordinario ensayo “Por
qué trabajamos” (Eudeba, Bs. As.): “La
Madre Naturaleza es en verdad una severa madrastra”.
Todo debe obtenerlo el hombre con su trabajo. Esto quiere
decir –permítaseme la repetición e invocamos
los manes eternos de la Didáctica para justificarla–
esfuerzo duro, sacrificado, a veces doloroso, a veces a modo
de lucha difícil, a menudo riesgosa, siempre agotadora.
Esto quiere decir, además, técnica. El hombre
primitivo transformó la naturaleza gracias a la técnica.
No hubo jamás cultivos laborando la tierra con las
uñas, ni caza derribando animales con los brazos, ni
pesca recogiendo peces con las manos. El más modesto
e insignificante instrumento es sólo un grado inicial
de la más compleja maquinaria actual.
El
hombre es un ser de cultura. No se conocen sociedades humanas
viviendo en estado de naturaleza pura.
Por
esto mismo, quizá, el hombre desde hace muchos siglos,
siente cada tanto la necesidad del retorno a la Naturaleza.
Una como nostalgia por el contacto directo con esa Naturaleza
lo lleva, de vez en vez en la historia, a renegar de las conquistas
de la técnica, de la complejidad de la organización
cultural en la cual está inmerso y a reivindicar las
bondades del paraíso perdido: el hombre viviendo en
contacto con la buena Madre Naturaleza.
En
esta antinomia, la ciudad es la víctima favorita. Desde
la Biblia, las grandes urbes han sido señaladas como
propicias para la concentración de los males del alma.
Ellas son, por otra parte, e indiscutiblemente, la muestra
acabada del mayor alejamiento posible –para cada momento
histórico– entre el hombre y la Naturaleza. Y
es asimismo cierto que es en estos casos donde se ofrecen
a la vista, con realismo a veces patético, los sufrimientos,
los dolores, las luchas, los riesgos, los males que este alejamiento
puede provocar y efectivamente provoca. Porque –seguimos
repitiendo– el hombre, la humanidad, paga un precio
alto por su supervivencia. No se llega a ser “un ser
de cultura” gratuitamente, sino a costa de un duro batallar,
a lo largo del cual van quedando los heridos, los mutilados,
los muertos.
En
la ciudad se ven bien claros estos riesgos. La antinomia “ciudad-campaña”,
o vida urbana y rural, es la consecuencia constante de aquel
mítico retorno a la Edad Feliz –aunque nunca
existente– del hombre en estado de naturaleza.
Es,
al fin, el mito de Rousseau. Es el “Emilio” como
modelo de actitud pedagógica. Pero, hoy, en la segunda
mitad del siglo XX, una nueva circunstancia hace revivir el
mito rousseauniano con fortaleza imprevisible y con razones
y argumentos nuevos y muy serios. Se trata del problema contemporáneo
del agotamiento de los recursos naturales, de la extinción
de especies, del peligro del uso indiscriminado de conquistas
químicas para mejorar la producción o para cuidar
la salud y –finalmente– de la contaminación
del medio. El aire sucio de las grandes urbes, el “smog”
que lesiona el organismo y provoca enfermedades mortales,
las aguas oscurecidas y malolientes de arroyos y ríos
en cuyos cauces toda vida animal o vegetal muere y que requieren
esfuerzos ya casi insostenibles para tornarlas en apenas potables,
los mares mismos amenazados... todo justifica y explica por
qué el mito del retorno a la Naturaleza cobra fuerza
una vez más en la mente de hombres bien inspirados
y de gobernantes bien intencionados.
La
ecología comienza a ser la orientación básica
de los estudios biológicos en los establecimientos
escolares y el conservacionismo ha dejado de ser la curiosidad
propia de grupos o asociaciones casi desconocidas para convertirse
en un tema del periodismo cotidiano.
En
este cuadro, se inscriben numerosas manifestaciones artísticas,
espectáculos, obras didácticas o publicaciones
que de algún modo procuran poner su grano de arena
a favor de una batalla por grandes ideales.
No
siempre, sin embargo, se hacen las cosas bien. A menudo, la
puerilidad de los enfoques desvirtúa excelentes intenciones.
Otras veces ocurre peor: en el afán de exaltar el polo
de la Naturaleza, se cae en la condena global y absoluta de
la técnica y de toda forma de vida de alguna complejidad
organizativa. Entonces, se desbarranca cualquier argumentación
y la antinomia “cultura-naturaleza”, o “técnica-naturaleza”,
o “ciudad-campaña” termina provocando confusiones
no sólo absurdas sino altamente peligrosas por las
derivaciones –ideológicas y políticas
inclusive– que pueden originarse.
En
el verano último se vio en las pantallas cinematográficas
de nuestro país una producción norteamericana
titulada, en castellano, “Aventuras en la selva”.
Inexplicablemente, numerosas críticas periodísticas
la señalaron como de alto interés no sólo
para los niños sino también para los adultos.
No entraremos ahora a considerar este curioso fenómeno
de la generalizada identificación de opiniones críticas
que, casi invariablemente, llevan a un modo u otro a despertar
la apetencia por ver la obra comentada. Aunque el fenómeno
es parte de la ciudad educativa y los docentes deben tenerlo
en cuenta.
En
la ocasión, es indispensable fijar la atención
de padres, educadores y público en general, acerca
del mensaje puerilmente engañoso que puede desprenderse
de esta película.
La
trama es simple: una familia, cuya hija pequeña sufre
trastornos pulmonares aparentemente provocados por las condiciones
ambientales de la gran ciudad, y cuyo padre se siente agobiado
espiritualmente por el marco urbano con todas sus características
negativas, decide el retorno a la Naturaleza. Se instalan
robinsonianamente, en la isla. El marco es paradisíaco.
Llegan en un hidroavión pequeño, y no hay transporte
regular posible fuera de ese medio, ni más posibilidad
de comunicación que una radio de emergencia. El desarrollo
es sólo apto para una película de dibujos animados
destinada a la primera infancia. El padre construye la casa
de troncos con sus manos, y valido tan sólo del artilugio
del plano inclinado alza los troncos enormes con la única
fuerza de sus brazos, una cuerda y la ayuda del nene de siete
u ocho años. Pero en fin, como entretenimiento y ficción
esto no importa ni incomoda. En cambio, si se pretende un
mensaje aleccionador, la fábula es absurda y la doctrina
profundamente errónea.
En
primer término, porque este retorno a la pureza, a
la bondad y a la serenidad de la Naturaleza se ha logrado
gracias a un hidroavión que es su fruto de la más
avanzada ingeniería aeronáutica, lo cual significa
universidades, fábricas, organización empresaria,
sistema económico formalizado, concentraciones urbanas
y un refinadísimo avance técnico-científico.
Igual puede decirse de la comunicación inalámbrica
de emergencia y de las armas necesarias y de las herramientas
empleadas y de la sabiduría de los padres para todos
sus quehaceres y de las abundantes, variadas y permanentes
provisiones alimenticias de que disponen.
La
nota de dramatismo corre por cuenta de un oso malo. Hay otro
bueno. Aquel oso malo se presenta como la excepción,
como lo insólito, cuando la realidad es otra. No hay
osos malos ni buenos, sino simplemente animales dotados de
garras, dientes y músculos poderosos con los cuales
buscan su comida, matan la presa, defienden sus vidas... y
fácilmente despedazan un ser humano en instantes.
La
Naturaleza es de una dureza insólita para el hombre:
el jefe de familia caído durante unos pocos segundos
bajo una leona enfurecida debe necesariamente resultar con
desgarrones tremendos que pueden desangrarlo en minutos y
no con rasguños inocentes que, por otra parte, son
curados con venda aséptica y desinfectantes de los
cuales la humanidad dispone hace muy pocas décadas
gracias al notable avance de la ciencia y de la técnica
y de los modos de producción industriales contemporáneos,
y que no los ofrece la Madre Naturaleza. Porque antes de estos
tiempos aparentemente maldecidos por la técnica y la
industria, los seres atacados por fieras, si se salvaban de
sus garras y dientes, solían morir como resultado de
las infecciones ulteriores casi nunca controlables.
Cuando
la pequeña hijita enferma de cierta gravedad, entonces
es necesario recurrir a la técnica y a la ciudad. Pero
la radio de emergencia quedó dañada y entonces
se hace necesario un duro y difícil viaje. El médico
llega al fin, diagnostica, receta antibióticos, aclara
que por suerte llegó a tiempo y disipa angustias. Los
pulmones de la nena han mejorado: el aire limpio de la isla
nos ha curado del innoble “smog” ciudadano. Pero
la urbe, la técnica y la industria salvan su vida de
la fiebre que, medio siglo atrás, se la hubiera llevado
a despecho de la pureza del aire.
Aclaremos:
no sostenemos a la ciudad contra la campaña; no negamos
los males de la civilización industrial ni ignoramos
los dramas de las urbes agobiantes. Pero las posiciones maniqueas
y simplistas, las fábulas rousseaunianas o los esquemas
al estilo Robinson Crusoe son muy poco útiles para
superar estos aspectos negativos y representan un enfoque
erróneo y en última instancia perjudicial como
mensaje.
El
meollo del problema estriba en lo siguiente: ni la naturaleza
ni la cultura, ni la campaña ni la ciudad, son malos
o buenos. El hombre no está obligado a elecciones imposibles
entre un estado inexistente de pura naturaleza y un estado
maldito de absoluto alejamiento o negación de la naturaleza.
El
hombre es, simplemente, un ser de cultura, lo cual quiere
decir un ser que vive y satisface sus requerimientos naturales
en un marco cultural.
Cuánto
de naturaleza y cuánto de cultura, hasta dónde
se respetará la naturaleza y hasta dónde se
la violentará y se la doblegará es el problema.
Pero siempre la humanidad requerirá el aporte de la
técnica, de la ciencia, de la ciudad, si se quiere
simbolizar en la urbe el conjunto cultural que distingue al
hombre de las bestias y que, además, le permite satisfacer
las necesidades biológicas que lo asemejan a las bestias.
Contraponer
pueril y equivocadamente la Naturaleza y la cultura es un
mensaje absurdo y peligroso, a menudo utilizado hoy arteramente
por ciertas concepciones políticas e ideológicas
que suelen identificar la técnica y la industria con
posiciones políticas supuestamente explotadoras de
la dignidad humana y dedicadas al beneficio exclusivo de unos
pocos.
“Aventuras
en la selva”, vista como pasatiempo para criaturas pequeñas,
es una agradable película. Si se pretende hacer de
ella un mensaje para niños mayores o para la población
adulta, es necesario alertar sobre sus gravísimos errores.
La
ciudad educativa exige tener los ojos –y la mente–
muy abiertos y muy atentos.
|
El
magisterio del cine
Publicado
en el N° 21, mayo de 1979.
Mientras
se hace la historia no se tiene tiempo de escribirla. Menos,
de reflexionar sobre ella. Por eso, los hombres que hacen
cine no se detienen en hacer su historia ni para hacer su
análisis. El siglo XX está tan ocupado en hacer
esta historia alucinante de cambios y novedades de los últimos
sesenta o setenta años, que no ha tenido tiempo aún
de esbozar su propia historia. Pero cuando en la próxima
centuria o aún más allá se describa la
historia de este siglo, habrá motivos para decir que
el cine ha sido, probablemente junto con el automóvil
y el trabajo de la mujer fuera de su hogar, el más
poderoso factor de transformación de las formas de
vida de la sociedad occidental entre 1920 y 1980. El cine,
en particular, ha sido el más fuerte factor educativo
jamás imaginado. Es un instrumento que traspasó
las fronteras, que se difundió casi instantáneamente
y que llegó a millones de seres humanos en todas las
latitudes.
No
se ha reflexionado suficientemente sobre su fuerza tremenda
para modificar hábitos, costumbres, modas, comportamientos,
normas morales o de convivencia.
¿En
qué medida el cine ha reflejado una nueva moral sexual
y en qué medida la ha determinado, incitando a seguir
nuevas pautas antes condenadas? ¿En qué medida
se ha limitado a reflejar el hábito de fumar en todo
los grupos sociales y en qué medida es responsable
de haberlo estimulado hasta límites ya insuperables?
¿En qué medida ha reflejado nuevas modas en
el vestir, nuevos gustos musicales de la juventud y ciertas
formas de comportamiento juvenil y en qué medida es
el factor desencadenante de estas circunstancias?
La
respuesta, en un sentido o en otro, jamás podrá
probarse y seguramente en términos absolutos siempre
será falsa. Por nuestra parte, nos inclinamos a asignar
un peso mucho mayor a la responsabilidad del cine como estimulador
de conductas, como promotor de novedades y como removedor
de usos, costumbres y pautas morales que como simple espejo
que muestra transformaciones ya establecidas.
He
aquí una verdad que la escuela se ha resistido a aceptar
hasta hoy y que la sociedad sigue resistiéndose, empecinadamente,
a aceptar.
El
cine, en efecto, es escuela de conducta, es modelo de comportamiento,
es punto de partida de transformación de la sociedad.
Despierta apetitos; pone en contacto con mundos diferentes;
incita a la práctica de conductas idealizadas; enseña
gestos y desde las modas en el vestir hasta los tipos de diversiones
o las actitudes para afrontar la vida, la muerta o el matrimonio
quedan dictadas por este arte y técnica del siglo XX
cuyo poderío, con ser inmenso, sigue sin ser cabalmente
advertido todavía.
La
vejez como felicidad y belleza o “El amor a la vida”
El amor a la vida es una película que muestra hasta
dónde puede llegar el cine para mostrar la riqueza
y la hondura del espíritu. Sin su extraordinaria técnica,
sin su notable capacidad didáctica derivada de la imagen
captada en sus menores detalles y además agigantada
e iluminada, aunque no falseada, sería imposible comprender,
por ejemplo, hasta qué punto la música puede
apoderarse del hombre en forma integral y hacer vibrar sus
músculos, su piel, sus huesos y su sangra. El rostro
de Rubinstein lo revela. Sus manos lo demuestran. Sus dedos
lo dicen.
Cuando
Rubinstein anuncia a un grupo de jóvenes que ha de
tocar la Polonesa Heroica de Chopin, y les explica el sentido
de esa obra y el heroísmo del hombre que se escuda
tras la creación espiritual ante la violencia del conquistador,
es imposible dejar de sentir un escalofrío que se acentúa
apenas las primeras notas surgen del instrumento.
¿Qué
maestro, con qué recursos didácticos, podría
en escuela alguna decir más o dejar mejor lección?
Pero
la grande e imperecedera lección de la película
es otra. Esta obra cinematográfica, que se limita a
mostrar y a captar imágenes, palabras, recuerdos e
interpretaciones de un pianista genial, enseña algo
esencial que nuestro tiempo ha olvidado por un culto demagógico
e irresponsable de la juventud: que la vejez puede ser también,
y a menudo lo es, bella y feliz.
He
ahí la lección imperecedera: rostro, manos,
piel y huesos de Rubinstein son viejos, pero son hermosos.
El maestro y su mujer son viejos, pero felices.
Pues
la belleza y la felicidad se encuentran en la vida a todo
lo largo de su transcurrir y no solamente en un momento de
ella. Hay quienes encuentran esos dones en la adolescencia
o en la juventud y los pierden más tarde, a veces para
siempre. Pero hay seres profundamente desdichados y cargados
de fealdad física o moral en las primeras edades que
encuentran en la madurez y en la ancianidad la calma, el sosiego,
la placidez y hasta una cierta belleza de los rasgos y del
cuerpo que nunca habían conocido.
En
“El amor a la vida” el rostro de Rubinstein irradia
belleza. Es la chispa de un espíritu lo que asoma a
sus ojos y cuando la piel y los músculos de sus mejillas
y de sus manos tiemblan al escuchar los acordes del concierto
ejecutados por la orquesta que él ha de seguir luego
al piano, la milagrosa conjunción del espíritu
y la materia que es el hombre puede comprenderse como difícilmente
pueda lograrlo una clase magistral de filosofía, de
ciencia o de religión.
El
amor a la vida muestra cómo se puede vivir consagrado
al arte y a la familia; cómo es falsa la antinomia
entre el artista y la fidelidad conyugal; cómo el amor
a los hijos no es contradictorio con la vibración del
espíritu.
Muestra
la belleza del arte, la belleza del hombre como criatura divina
y la belleza de la técnica que hecha cine es capaz
de brindar una página inolvidable.
Los
ministerios de Educación y los docentes del sistema
escolar, lamentablemente empeñados en atosigar a los
adolescentes con clases y lecciones para calificarlos con
puntos y notas sin mayor fundamento, siguen empeñados
en mantenerlos encerrados en las aulas horas y horas sin atender
a las consecuencias derivadas de tantos días perdidos.
Por
fortuna, el cine permite a muchos de ellos y sobre todo a
muchos adultos, describir la belleza de la vida, de la vejez,
del arte.
El
cine erótico o “Doña Flor y sus dos maridos”
La vida sexual ha sido un tema favorito de la literatura de
todos los tiempos. Desde el cuento a la novela o la poesía,
la letra escrita se ha detenido en ese aspecto con diferencias
de tratamiento muy grandes según épocas y lugares.
La picaresca, la pornografía y la exaltación
erótica o romántica se han alternado en páginas
ya populares, ya de alta escuela, en todos los idiomas. Las
audacias mayores o el mal gusto más acabado no están
ausentes en ninguna lengua.
Pero
en las obras cinematográficas el tema fue, en sus principios,
eludido o al menos tratado sólo por vía indirecta.
La imagen, en efecto, con su realismo inusitado, pareció
en un primer momento que pondría al cine vallas insuperables.
Por
la década del 40, aproximadamente, la filmación
directa de un beso, con relativa aproximación de la
cámara y con una duración que fuese más
allá de escasos segundos, parecía el límite
de lo posible.
Películas
europeas de la posguerra, allá por el 50, comenzaron
a traspasar ese límite. En tres décadas, desde
entonces, no quedan límites para traspasar. Lo inimaginable
como escena posible de ser filmada, ha sido filmado.
Este
avance ha producido películas innumerables que podrían
agruparse en cuatro grandes grupos: el cine pornográfico,
el cine grosero, el cine picaresco y el cine erótico.
El
primero no requiere muchas explicaciones. Es el tipo de producciones
que en Europa y en Estados Unidos se exhibe libremente para
adultos y con la expresa advertencia de su carácter.
Se trata de un producto identificado con expresiones literarias
(libros, revistas y periódicos) y gráfica (posters,
postales, fotografías) amén de las del tipo
técnico (por decirlo así) tan conocidas en general
desde antaño pero hoy asequibles en los “pornoshops”
de muchas ciudades extranjeras. El análisis de este
tipo de cine debería hacerse, pues, junto con el análisis
de la pornografía en general, y no interesa a cuanto
aquí queremos decir.
Señalaremos
al respecto sólo unas pocas consideraciones.
El
cine pornográfico no parece atraer, en la mayor parte
de los países europeos y en los Estados Unidos, a masas
relativamente grandes. Según se advierte, sólo
acuden a las salas respectivas –o al menos lo hacen
en forma regular– quienes ya estaban previamente enfermos
desde el punto de vista de su vida sexual. En cambio, las
personalidades sanas en esa materia –o normales, en
fin, dentro de la amplitud grande del término–
o no acuden a ellas o lo hacen una sola vez por curiosidad
o llevados ocasionalmente y pierden de inmediato todo interés.
La pornografía como tal, en efecto, es un fenómeno,
en su conjunto, tan degradante que en última instancia
puede ser menos dañina para el espectro sano del cuerpo
social. Además, es más fácil combatirla
y condenarla y en nuestro país, por ejemplo, donde
legalmente está prohibida, pocos se atreven a alzar
la voz en su defensa.
El
que llamamos “cine grosero” es otra cosa. A nuestro
juicio peor que el anterior. Porque mientras el cine pornográfico
es poco atractivo para las grandes masas y en general repugna
por su infamia o termina moviendo a risa o pena, el cine dedicado
a estimular bajos apetitos bajo la máscara de humor
grueso penetra más fácilmente, atrae a vastos
sectores de población y es más difícil
de combatir. El “cine grosero” explota la temática
de la vida sexual con el pretexto del humor y para ello presenta
múltiples circunstancias relacionadas con el sexo en
la forma más chabacana posible, mediante imágenes,
gestos y palabras caracterizadas por un común denominador
de mal gusto, desenfado y grosería.
¿Quién
se atrevería a prohibirlo? ¿Quién a objetarlo?
No es pornográfico exactamente: se cuida mucho de ello.
No es ni siquiera profundo: no se le pueden oponer argumentos
políticos, sociales, religiosos o filosóficos.
Sólo pretende, aparentemente, divertir, entretener.
¿Quién es el osado, el amargado, el resentido
social, el falto de sentido del humor que se atreve a oponérsele?
Este
cine ha obtenido en los últimos veinte años
un éxito extraordinario. El cine italiano de las últimas
décadas es el mejor exponente. Las películas
de Lando Buzzanza son ejemplo cabal de su estilo. En la Argentina,
¡ay! han hecho escuela.
¿Son
tan perjudiciales? Entendemos que sí. Degradan la vida
sexual. De un aspecto esencial de la vida humana hacen befa
lamentable. Han acostumbrado a jóvenes y adultos a
bajos enfoques de un orden que religiosa y éticamente
es dignísimo.
Este
cine se ha “perfeccionado”, si cabe decirlo, llevando
idéntico tratamiento a otros aspectos de la vida: la
comida, por ejemplo. Con lo cual prosigue su obra de aplebeyamiento
de todas las capas sociales.
El
“cine picaresco” enfoca la vida sexual de otra
manera. Puede ser tremendamente corruptor en el orden moral
–y a veces efectivamente lo es– pero resulta elegante
en sus maneras y aún llega a ser auténticamente
gracioso. A un espectador de firme criterio moral podrá
no perjudicarlo, pero a las grandes masas y a las juventudes
inseguras de sus normas de comportamiento puede resultar gravemente
dañino.
Y
llegamos al “cine erótico” propiamente
dicho.
Es
la obra cinematográfica que exalta la vida sexual en
el plano de la belleza del cuerpo y de la plenitud de los
sentidos, sin proponerse, a menudo, cuestiones morales ni
de otro tipo social, político o religioso.
Puede
dejar mensajes definidos claros, como puede ser también
un simple elemento estimulador de pasiones o desinhibidor
de controles. Su diferencia esencial con los otros tipos de
películas es la belleza visual y el respeto por ciertos
límites.
¿Hasta
qué punto tiene el poder de estimular conductas, despertar
apetitos, modificar costumbres?
Las
preguntas no son ociosas frente a una última –y
sin duda talentosa– realización del cine erótico
contemporáneo que ha obtenido un éxito de público
notable en la temporada de 1978: nos referimos a “Doña
Flor y sus dos maridos”.
Es,
sin duda, una obra típica del cine erótico.
Todo su desarrollo está cargado de un intenso sensualismo
y de un constante clima de exaltación de la vida sexual.
Junto
a ello, por obra y gracia de la capacidad del artista, del
argumentista y del realizador de la obra cinematográfica,
se nos ofrece una deslumbrante fiesta de música, de
color, de creación de tipos humanos, de un ámbito
social, de una realidad callejera.
Pero
el fondo esencial es el erotismo y en particular el erotismo
contenido pero irresistido de la mujer.
La
pregunta que surge es cuál puede ser su derivación
educativa. Sacar consecuencias negativas rápidamente
podría ser un error. Sacar las positivas también.
Limitarse a considerarla alegre, divertida, bella, y no más,
puede ser ingenuidad.
Volvamos
al principio.
¿Es
el cine, es Doña Flor y sus dos maridos, concretamente
lo que los críticos han dado en llamar un “cine
adulto” (a menudo para defender lo indefendible) y por
lo tanto simple reflejo de una sociedad que ya acepta sin
retaceos la sexualidad y el erotismo femenino como un componente
natural, aceptado y sobre todo “explicitado” o
es un estímulo `mas para otra vuelta de tuerca en ese
proceso propio del siglo XX?
No
tenemos la respuesta y nos quedamos con la duda. Pero creemos
que los educadores y la sociedad en general deben plantearse
la pregunta.
Doña
Flor y sus dos maridos, como novela, era ya un aporte importante
en el panorama de la literatura brasileña contemporánea.
Pero su influencia como elemento educativo en las masas latinoamericanas
fue, mientras sólo se la conocía como libro,
insignificante.
Hecha
película –magistral película– es
parte de una ciudad educativa de peso sustancial.
La
vocación docente
La belleza, la muerte, la música o el sexo: para todo
el cine da, en este siglo, la avasalladora fuerza de sus mensajes.
Después
de ver El amor a la vida y Doña Flor y sus dos maridos
pienso que una vocación de maestro de 1940 quizá
hoy podría encarrilarse por la del cineasta. Siempre
se trataría de dar un mensaje a los hombres. No dejemos,
empero, de ser maestros en las escuelas. Más no olvidemos
de serlo, también, con el periódico, con el
cine, con el libro. |
Domingo
de cine
Publicado
en el N° 24, noviembre de 1979.
Proponemos
al lector un sencillísimo –aunque quizá
un tanto tedioso– ejercicio: la lectura completa, línea
por línea, del programa de exhibiciones cinematográficas
de las salas del Gran Buenos Aires del domingo 24 de junio
de este año. Lo reproducimos a continuación
sin quitarle ni ponerle una línea.
Suburbanos
ADROGUE
- Gran Adrogué, 294-0054. Interiores, F-I-S-T-, v26
Argentino - 294-056.Expertos en Pinchazos, Fotógrafo
de Señoras.
AVELLANEDA - Gral. Roca - Av. Pavón 56, 201-7928. El
temerario Ives; Dinero sangriento; Los valientes. Maipú
201-4546. El Francotirador Mitre 201-6249. El gran engaño;
Violación. San Martín - 201-0041. Expertos en
pinchazos. Fotógrafos de Señoras.
BANFIELD - Maipú 239. Te. 242-3150. Cont. El tercer
ojo. La pícara mujer policía. Sab. trasn.: Extasis
tropical p/m/18. Maipú - Maipú 390 - 242-0453.
Juego Sucio; El espinazo del diablo; Sab. trasn.: Amigos y
Amantes y La Seducción.
BECCAR - California - Av. Centenario 1670. 743-1606, 14.40,
18.15 y 22: Not. 14.50, 18.30 y 22.15: Expertos en pinchazos.
16.25 y 20.10 Fotógrafo de Señoras. Proh. men.
18.
BERNAL - Monumental - 9 de Julio 252. 252-1893. La fiesta
de todos. Yo gané el PRODE, ¿y usted? A/t/públ.
Sáb trasn.: Sorpresas en la cama y La amante desnuda.
BOULOGNE - Super - Av. Sáenz 2157. 766-3040. Cont.
dde. 14.30 hs. Proh. 18 añ.: La gran ruta. Expertos
en pinchazos. Gral. Belgrano Av. Sáenz 2149. 766-3040.
Cont. dde. 14.30 hs. A/t/públ. La muerte llega arrastrándose.
Las aventuras de Dick Turpin.
BURZACO - Gral. San Martín - 29-0230. Fotógrafos
de señoras. Experto en pinchazos.
CASEROS - G. Urquiza - 750-0067. Experto en pinchazos. Fotógrafos
de señoras. Paramount - 750-1438. Colegialas adolescentes.
Cuentos colorados.
EL PALOMAR - Helios - Boul. Gral. San Martín 120. Te
751-0425. Cont. 16 hs. Experto en pinchazos. Hay que romper
la rutina. Varied.
CIUDADELA - Nuevo Ciudadela, 653-5914.La profesora de lenguas;
Hagamos el amor; Sexo a la siciliana. P/m/18 añ. Sáb.
trans. La amante prohibida y Dulce pecadora.
GRAL. RODRIGUEZ - Ocean 4-0082. Cont. 16 a 24. Lo llamaban
el demoledor. Aeropuerto 77.
HAEDO - Gran Rex 659-7046. La montaña embrujada. Bernardo
y Bianca.
HURLINGHAM - Gran Hurlingham, Isabel la Católica 967.
T. 665-.573. Cont. El mujeriego. El gato y el ratón.
Proh. men. 18a. Notic. Lunes a miérc. reb. Sábado
3.30: El secreto inconfesable y Estremecimiento. Proh. 18
añ.
ITUZAINGO - Gran Ituzaingó - 654-1329. Fotógrafo
de señoras. Experto en pinchazos.
LANUS - Las Flores - Cnel. D’Elía 1649. La fiesta
de todos. Los mochileros. A/t/públ. Sábado trasn.:
Mujeres desnudas y Las amigas prohibidas.
JOSE C. PAZ - Paz - Cuatro pícaros bomberos. La aventura
explosiva. Cont.
LA TABLADA - Martín Güemes Crovara 2398 - 652-3055.
Cont. de 14,30 hs. Calef. Proh. men. 18 añ. Expertos
en pinchazos La gran ruta.
LOMAS DEL MIRADOR - Gran Avenida - Pcias Unidas 957. 652-9356.
Convoy. Me importa un rábano. Sáb.: trasn. Fantasma
y Cannonball. Carrera contra la muerte.
LOMAS DE ZAMORA - Avenida 244-2200. Interiores; Extraño
presentimiento. Coliseo 244-1527. Colegialas adolescentes;
Alguien mató a mi marido. Proh. men. 18 añ.
Sáb. trasn., Español 243-0381. La historia de
Heidi; Viaje al fin del mundo. A/t/públ. Sáb.
trasn. Gran Lomas 244-4988. Experto en pinchazos. Fotógrafo
de señoras. Proh. men. 18 añ.
MARTINEZ - Astro - Av. Santa Fe 1860. 792-1304, 18.35 y 22.10.
Not.: 17 y 20.35; Divorcio a la dinamarquesa. 15.10, 18.45
y 22.20. La desaparición. P/m/18 añ. Bristol
- Av. Santa Fe 1861 - 792-1900. 14.30, 18 y 21.35; Not.: 14.40,
18.15 y 21.50; El francotirador, P/m/18 añ.
MERLO - Gran Merlo - Av. Libertador 549. 0220-21205. Expertos
en pinchazos. El Gordo de América. P/m/18 añ.
MORENO - Monumental - Lo llamaban el demoledor. Galáctica,
astronave de combate. Sin rest.
MORON - Achaval - Belgrano 149. 629-9164. Cont. dde. 14 hs.
La pícara mujer policía. Hermanas Diabólicas.
Proh. 18 años. Sáb. trasn. 0.30: Roma violenta.
Una muchacha muy complicada. Proh. 18 años. Morón
629-5332. Colegialas adolescentes. El amor violado. Ocean,
Alte. Brown 846, 629-9946. Expertos en pinchazos. Fotógrafo
de señoras. Proh. 18. Sáb. trasn. Romance en
la cama. Historia de una mala mujer.
MUNRO - Astral - Avda. Vélez Sársfield 4650.
762-3714. El Gordo Catástrofe. Expertos en pinchazos.
Cont. dde. 14.30 hs. P/m/18. Regina. Avda. Vélez Sársfield
4570. 762-4473. Tarde solam. Viaje al fin del mundo. La historia
de Heidi. S/r. Cont. dde. 14.30 a 19.30 hs. Invasión
OVNI. Aquel maldito tren blindado. Dde. 20 hs. P/m/18.
OLIVOS - Atlantic - Av. Maipú 2540. 791-1791. Noticiario.
Expertos en pinchazos. Fotógrafo de Señoras.
Proh. men. 18 años. Sábado trasnoche. Moderno
253-0216. Colegialas adolescentes. Cuentos colorados. Proh.
men. 18 años.
RAMOS MEJIA - Gral. Belgrano - Belgrano 86. 658-1587. Expertos
en pinchazos. 14.25, 16.30, 18.35, 20.50, 23. Varied. San
Martín, B. Mitre 23, 658-3261. Proh. m. 18 añ.
El gran engaño. El magnate griego. Sáb. tras.
El gran engaño.
SAN A. DE PADUA - Gran Sarmiento - 2-1060. Ganamos la paz.
La desaparición. Divorcio a la Dinamarquesa.
SAN FERNANDO - Hispano. Constitución 828. 744-2174.
Cont. Dinero sangriento. La ley del magnum. Sáb. trasn.
Extasis tropical. Proh. men. 18 años.
SAN ISIDRO - Nuevo Acassuso, 9 de Julio 533, 747-1481. Sonata
otoñal. Lo importante es amar. Proh./18. Calef. San
Isidro, Av. Centenario 404, 743-1879. 15, 18.40 y 22.20. Notc.
15.15, 18.55 y 22.35. Esta loca, loca gente N. 2: 16.55 y
20.35. La cizaña. Ap. t. públ. Stella Maris,
Martín y Omar 399, 743-2009. 14.30, 18 y 21.35. Notic.:
14.40, 18.15 y 21.50. El francotirador. P/m/18. Jueves cerrado.
SAN JUSTO - Gran Sele - Camino de Cintura y Cerviño.
La montaña embrujada. La Cenicienta, sin restric.
SAN MARTIN - Ateneo. 755-0632, Colegialas Adolescentes. El
amor violado. Moreno. 755-2346. Capricornio uno. Los fabulosos
doberman al acecho. Gran Plaza, 755-0516. Expertos en pinchazos.
Fotógrafo de señoras.
SAN MIGUEL - Mayo 664-1214. La fiesta de todos. El fantástico
mundo de María Montiel. San Miguel 1569. Fantasma.
La desaparición.
SANTOS LUGARES - Ocean 757-0363. Expertos en pinchazos. Fotógrafo
de señoras.
SARANDI - Sarandí 204-9654, Capricornio uno. Los fabulosos
doberman al acecho.
TIGRE - Delta - Av. Cazón 1029. 749-0313. Cont. dde.
14.30. Proh. 18 años. La gran ruta. Expertos en pinchazos.
VALENTIN ALSINA - Gran Alsina - Av. Alsina 3730, 208-8587.
La fiesta de todos. Pequeños aventureros. Apto todo
públ. Sáb. trasn. Sorpresa en la cama.
VICENTE LOPEZ - Avenida - Av. Maipú 365. 795-3286.
Not. Expertos en pinchazos. Fotógrafo de señoras,
proh. men. 18 añ.
VILLA BALLESTER - Majestic - 768-0386. Colegialas adolescentes.
Alguien mató a mi marido. Proh. 18 años. Sarmiento,
768-0206. Expertos en pinchazos. La gran ruta. proh. 18 años.
Sáb trasn.
VILLA BOSCH - Víctor, Santos Vega 555, 751-1497. Cont.
dde. 15 hs. La fiesta de todos. El fantástico mundo
de la María Montiel.
VILLA INSUPERABLE - Gran California - Av. Crovara 860, 652-7014.
Fantasma. Carrera contra la muerte. Sáb. trasn. Hagamos
el amor y Desnuda por placer.
VIRREYES - Gran Virreyes, Avellaneda 1971. 744-3947. Expertos
en pinchazos. La gran ruta. Sáb. trasn.
WILDE - Wilde, 207-7788. Expertos en pinchazos. Los hombres
piensan sólo en eso. Proh. men. 18 años. Sáb.
trasn.
En realidad, quienes hayan seguido esta sección de
“La ciudad educativa” a lo largo de los números
de nuestra revista publicados hasta hoy, no necesitarían,
creemos, comentarios adicionales a la lectura propuesta. De
todos modos, unas pocas reflexiones pueden ser útiles.
En
el Gran Buenos Aires figuran –por lo menos en cartelera
transcripta, perteneciente a uno de los principales matutinos
porteños– sesenta y seis salas cinematográficas.
Un tercio de ellas, exactamente veintidós, exhibían
la producción nacional “Expertos en pinchazos”,
con Olmedo y Porcel. Las restantes, en su mayoría títulos
de carácter atractivo por su índole picaresca
o erótica.
El
Gran Buenos Aires constituye una circunstancia social de la
cual se habla mucho pero que es, en última instancia,
poco conocida. Reúne una población de seis millones
de personas. Concentra, salvo reducidos núcleos dispersos,
grupos sociales de modesto nivel económico y cultural.
(La única excepción se encuentra en la zona
norte, pero aún en ella los núcleos de niveles
más alto son minorías. Apenas se agota la zona
de hermosas residencias, en realidad pequeña en su
extensión geográfica, aparecen otras donde la
densidad habitacional es muy alta y el nivel económico
y cultural muy bajo).
En
ese inmenso conglomerado urbano, los adultos, los ancianos
y los niños prácticamente no salen de sus hogares
para ningún tipo de recreación. No concurren
al cine ni al teatro ni a conciertos ni a café-concerts
ni a restaurantes. Algo, los varones de no mucha edad, a espectáculos
deportivos: fútbol y box principalmente. La televisión
impera allí, en esas zonas de bajo poder adquisitivo,
con escasos medios de transporte y quizá ninguno en
horas nocturnas y bajos índices de seguridad, como
dueña y señora.
Pero
los adolescentes y los jóvenes sí salen de sus
hogares, a despecho de todos los obstáculos y de todos
los inconvenientes.
Esta
juventud gusta de “venir al centro” a los cines
y espectáculos de la calle Lavalle o de Corrientes.
Se los observa en los medios de transporte colectivo que llegan
a la zona céntrica los viernes y sábados alrededor
de las 18, las 19, las 20, para empezar una aventura generalmente
inocente y a menudo aburrida, pero de riesgo moral y cultural
siempre presente.
Muchos,
sin embargo, no pueden alejarse tanto de sus hogares. Son
quienes viven todavía más distanciados de los
medios de acceso a la gran ciudad, de las líneas de
colectivos, de las estaciones suburbanas de ferrocarril, o
quienes casi no disponen de esos medios en horas nocturnas.
Son quienes habitan la innumerable legión de barrios
y poblaciones aledañas a los grandes núcleos
del Gran Buenos Aires, muchos de ellos ya en el confín
cada vez más incierto entre la “villa miseria”
propiamente dicha y el barrio humilde en el cual conviven
el chalet de techo de tejas con la casita de materiales modestos
y la casilla prefabricada, o la de latas y cartones. Esas
zonas indecisas entre el barro y el asfalto, muchos de cuyos
pobladores se levantan a las 4 de la mañana para tomar
el colectivo de las 4.30 que les permite alcanzar un tren
a las 5 y tantas, con lo cual, quizá, se aseguran la
entrada en el trabajo del centro de Buenos Aires a las 7.
Son núcleos cuyos recursos económicos tampoco
les permiten la aventura de “venir” al centro
porque sí nomás, pues el viaje, solamente representa
un costo adicional exagerado.
Pero
son jóvenes y quieren salir. Quieren “su salida”
semanal. Son chicas y muchachos, ansiosos de vivir afuera
de un ámbito que tanto en el hogar como el barrio nada
les ofrece y materialmente es estrecho y pobre. Entonces suelen
ir al cine, al cine del núcleo urbano más cercano.
Ese
cine educa. Forma. Deja huellas. Fomenta comportamientos.
Despierta apetitos. Excita pasiones.
Nosotros
quisiéramos que desde los ministros de educación
a los directores de establecimientos de enseñanza media,
desde los docentes en general a los pedagogos en particular,
todos pudieran alguna vez hacer la experiencia de concurrir
a una de estas salas cinematográficas del Gran Buenos
Aires un sábado por la noche. Advertirían, probablemente,
el tremendo ridículo de la gran mayoría de sus
clases en las aulas. Y el país entero podría
comprende cómo Olmedo y Porcel tienen más importancia
en la educación del pueblo que los discursos ministeriales.
El
párrafo anterior es un poco fuerte. Pero no es un ex-abrupto
fruto de un estado de ánimo. Es una especie de necesidad
expositiva ante la indiferencia ciega con que la sociedad
prosigue descreyendo de una realidad que salta a la vista.
Finalmente:
no hay en esta exposición ninguna intención
de cargar con culpas –que no tienen– ni a actores
como Olmedo y Porcel ni a los productores de estas películas.
La culpabilidad principal está en quienes no saben
aprovechar la capacidad educadora de los medios modernos de
comunicación, como la cinematografía, para una
labor educadora positiva. Lo cual se logrará sólo
cuando se entienda que una película educativa positiva
no es sólo una película científica o
de carácter escolar y ni siquiera una película
histórica con próceres solemnes y declamatorios,
sino una película que puede ser –que debe ser–
tan divertida, atractiva y taquillera (permítaseme
la jerga habitual) como “Expertos en pinchazos”,
pero cuyas huellas formativas resulten absolutamente diferentes. |
El
show debe seguir, o el tema de la muerte
Publicado
en el N° 31, mayo de 1981.
La
muerte es un tema prácticamente borrado de la educación
en nuestro tiempo. Quiero decir de la educación consciente,
porque naturalmente la presencia de la muerte hace sentir
su fuerza formativa de cualquier modo. Pero la civilización
contemporánea, en la mayor parte de los países
del mundo occidental –en el nuestro esto se advierte
clarísimamente– ha decidido ignorar el tema.
La muerte es, en todo caso, un asunto científico y
más exactamente médico. El problema se reduce
a la lucha contra el cáncer, los infartos, la arteriosclerosis
y, aunque no mucho, contra los accidentes.
Pero
la muerte como tema esencial de la vida, la muerte como esencia
de la vida, como destino ineludible, como la única
cuestión que el hombre, a todo hombre, le está
asegurada de manera absoluta, la muerte, en fin, de los buenos
tiempos de antaño cuando los sacerdotes en los púlpitos,
los hombres en sus casas y los filósofos en sus meditaciones
la tenían constantemente en sus labios y en su pensamiento,
ha desaparecido en general de las conversaciones hogareñas,
de la educación familiar de los hijos y, casi, hasta
de los ámbitos religiosos.
El
mundo contemporáneo, en fin, en el orden educativo,
ha dispuesto dejar de lado la muerte. Como decía Heidegger,
la muerte es eso que le pasa a los otros. Frente a ella, la
mejor actitud es ignorarla, borrarla de mi mente.
Lamentablemente,
la muerte no reacciona como los cuzquitos ladradores que,
ante la indiferencia desdeñosa del transeúnte
que no se deja asustar, se retiran más bien acoquinados,
aun lanzando todavía, y ya de lejos, algún ladridito
más. La muerte no ladra: muerde. Y cómo.
Entonces,
cada tanto, los niños y los jóvenes, y los hombres
en general, se ven ante el suceso insólito. Pero ¿cómo?
se preguntan entre indignados y asombrados: ¿es que
la gente se muere? Pero ¿qué es esto de lo cual
todos habíamos decidido prescindir? ¿Cómo
se atreve esta intrusa a penetrar en este mundillo que entre
todos habíamos alzado tan seguro, dejándola
afuera?
La
reacción, curiosamente, sigue siendo la misma. Es de
mal gusto insistir en el asunto. A los chicos no conviene
asustarlos. Los adolescentes no tienen porqué estropearse
años tan hermosos. Los jóvenes están
muy ocupados en vivir. Los mayores no quieren ser aguafiestas
ni tampoco, ocuparse de un tema que cada vez les causa menos
gracia. Y los ancianos, ya se sabe, molestan siempre. Así
que si llegan a sacar el tema, agotan la paciencia colectiva
de quienes los rodean y se ven compelidos al silencio.
La
muerte, pues, queda en manos de médicos, enfermeros
y establecimientos hospitalarios. Pero como asunto médico-científico
exclusivamente. No es una cuestión filosófica,
religiosa, siquiera humana. El hombre en trance de morir o
en riesgo de morir no es un hombre para esas instituciones:
es un asunto de técnicas médicas, de prácticas
científicas. Por eso, por ejemplo, si es necesario
se le atan las manos a la cama, ya sea por horas o por días
o por meses. Por eso, si parece necesario, el hombre en trance
o en riesgo de morir pasa a unos recintos monstruosos púdicamente
llamados de terapia intensiva donde quizás se salve
o quizás se muera, pero eso sí, solo, absoluta
y horrorosamente solo, en medio de tremendas complejidades
tecnológicas alucinantes aún para un sano.
Así,
mientras la suprema dignidad de una persona, criatura divina,
está por pasar sus últimos instantes en esta
tierra, nada ni nadie lo confortará en su espíritu,
en sus afectos: ni el sacerdote, ni un ser amado. Morirá
solo: era, esto, antes, una de las peores asechanzas del destino.
Hoy se ha hecho común.
Afortunadamente,
quedan artistas que son capaces de hablar de la muerte. Mientras
la familia, la escuela y aún la Iglesia eluden cada
vez más el gran tema, el único tema ineludible,
el cine contemporáneo es capaz de afrontarlo con implacable
lucidez, con elocuencia, con vigor estético, con valentía
moral.
No
se trata, sin embargo, de señalar coincidencias con
las posiciones filosóficas o religiosas que quizá
podrían desprenderse de esta película. Lo que
importa es que “All that jazz” ha sido capaz de
afrontar el gran asunto, la muerte.
Sería
suponer demasiado que las grandes masas de espectadores que
vieron esta notable muestra del arte cinematográfico
hayan captado la hondura del mensaje, ni que por él
han comenzado a pensar en un tema que se les escamotea cuidadosamente.
Pero es indiscutible que mientras en las escuelas religiosas
se prefiere casi siempre hablar a los jóvenes de sus
obligaciones con el mundo; mientras en las escuelas no confesionales
se evita siempre tratar este tema; mientras en las familias
se prefiere no “asustar” a chicos y jóvenes
con un tema semejante; mientras los jóvenes y los adultos
lo consideran de “mal gusto” y mientras los viejos
se ven obligados a meditarlo sin ayudas, esta película
ha tenido el coraje de tomar a la muerte como el argumento
integral de su desarrollo.
Al
término del film, una escena vale por un tratado de
ciencia médica y debiera avergonzar a los hombres que
desde diversos campos –médicos, sacerdotes, filósofos–
se revelan incapaces de denuncias estos acontecimientos.
El
protagonista va a morir. Escapa de su habitación y
elude a sus vigilantes, que no son otros que sus médicos
y enfermeros. Mientras toda la organización se pone
a buscarlo –el prisionero está en libertad–
entra en un cuarto. En él, en soledad absoluta, atada
a su cama, revolviéndose desesperada –en el sentido
existencial de la palabra, es decir, en el mayor de los pecados
por los cuales puede condenarse un hombre– halla una
mujer vieja.
El
protagonista se acerca, la mira, la abraza y la besa. La besa
en los labios, lenta, serena, profundamente. La mira con amor.
La acompaña. Le brinda lo que hoy nadie ofrece a los
moribundos: compañía, afecto, calidez. Le brinda
lo que molesta a los médicos y a los enfermeros y a
la organización científico-tecnológica-hospitalaria
de nuestro tiempo, porque el amor y la compañía
no están en los tratados científicos ni parecen
tener nada que hacer con la ingeniería médica
contemporánea, pero, sobre todo, porque el amor y la
compañía transforman al moribundo en lo que
es, o sea un hombre, criatura divina, “pecadora y herida
y llamada a la salvación por medio de la gracia”.
El
protagonista de “All that jazz” besa lentamente,
profundamente, con un beso de amor, a la anciana moribunda,
sola y atada a su cama en el moderno establecimiento médico.
Y la anciana que había perdido las esperanzas –que
estaba desesperada– las recobra, y con ello recobra
la serenidad necesaria para morir dulcemente. El protagonista
no arrebató su presa a la muerte: ni podía,
ni debía. La arrebató a la desesperación.
Es lo que no sabe hacer ni la ciencia médica ni la
familia ni –duro es decirlo– la iglesia misma
en estos días. Los sacerdotes se han batido en retirada
ante las salas de terapia intensiva. La asepsia pretendida
vence, por ahora, al deber de su ministerio.
En
“All that jazz” el protagonista dialoga con la
muerte a todo lo largo de la película. Toda la película
gira en torno de su muerte. El se prepara para morir. Es una
película profundamente religiosa. La escena del protagonista
con la anciana moribunda tiene un enorme valor educativo.
Pero,
probablemente, maestros y sacerdotes lo han dejado pasar por
alto. Nuestro tiempo sigue ignorando a la ciudad educativa.
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La
infancia y el infantilismo
Publicado
en el N° 33, septiembre de 1981.
Los
estudios pedagógicos están fuertemente relacionados
con las etapas iniciales de la vida, pues incuestionablemente
son estas las destinadas y apropiadas de manera particular
para el aprendizaje y, en general, para los procesos educativos
en su más amplio sentido. A pesar de que es erróneo
un enfoque que reduzca tales estudios a esas etapas, no podrá
evitarse que en media apreciable la relación mencionada
los determine y caracterice.
En
la Argentina, a esta característica de validez universal
se añade un aspecto propio: el sistema educativo argentino
nació justamente cuando se extendía en el mundo
occidental el afán por la universalización de
la escuela primaria y este nivel escolar, desde entonces,
ha sido el centro de las preocupaciones pedagógicas
argentinas. El normalismo, por la misma razón, fue,
y aún es en medida apreciable, la fuente nutricia principal
de esos estadios y sólo recientemente –las últimas
tres o cuatro décadas– esos orígenes se
comparten con las cátedras pedagógicas universitarias,
muchas de las cuales están ligadas sin embargo, a la
escuela primaria.
Cabría
añadir algo más: el jardín de infantes
atrae notablemente las vocaciones docentes femeninas y –por
motivos que sería bueno estudiar– constituye
una avanzada, en el país, en punto a intereses y avances
pedagógicos.
Todo
esto representa un riesgo permanente: es un cierto grado de
puerilidad emotiva, que se traslada al orden académico
o científico de los estudios pedagógicos y sobre
todo al personal femenino dedicado, ya a la docencia, ya a
la cátedra pedagógica superior.
La
ciudad educativa –es decir, los medios de comunicación
masivos, y especialísimamente la televisión–
está colaborando de manera notable en provocar, además,
en la masa de la población, un peligroso estado permanente
de infantilismo mental en todo cuanto se refiere a asuntos
educativos o vinculados con la infancia.
A
nadie se le ha ocurrido pensar que la Pediatría, digamos,
es un asunto que tenga algo que estudiarse mediante láminas
con duendes o gnomos o que para estudiar neonatología
sea conveniente saber entonar canciones de cuna (aunque los
duendes y los gnomos estén relacionados con la buena
evolución psíquica infantil y las canciones
de cuna puedan tener relación con la salud del recién
nacido).
Sin
embargo, todo lo vinculado con la educación y la escuela
en general, y aún la enseñanza en sus diferentes
campos, respira, a través de la pantalla de televisión,
un aire insoportable de puerilidad ramplona y vulgar. Los
chicos, por televisión, ya sea en avisos publicitarios,
en cancioncillas preparadas por organismos oficiales con fines
didácticos o en audiciones recreativas, hablan y cantan
con unas voces en falsete propias de criaturas con graves
retardos mentales y cuando se dirigen a sus padres, mayores
o hermanitos añaden letrillas, musiquillas y sonsonetes
rítmicos estéticamente lamentables.
La
infancia es, por cierto, un asunto serio, y no un cuentito
de hadas. Las relaciones con papá y mamá no
se resuelven con cantitos irreales ni con vocecitas atipladas
inhallables en chicos o chicas de carne y hueso.
Lo
que ocurre es que el país, en su conjunto –autoridades,
empresarios o publicitarios, y en general la población–
entiende que la educación y la escuela es una cuestión
de buena voluntad y de naturaleza emotiva. Claro: el país
es de naturaleza sentimental y dado a las manifestaciones
emocionales bastante baratas, y al carácter argentino
le encantan –un poco más allá de lo conveniente–
las tendencias lacrimógenas de los teleteatros, los
programas con familias y las simbolizaciones en figuras-tipo:
la madre sacrosanta, el padre viril, el amigo leal, la novia
fiel, el tío soltero farrista pero noble, el cura campechano,
el nene travieso pero puro. De aquí a las cancioncillas
y a las vocecitas en falsete no hay más que un paso.
Para
despertar afecto hacia nuestras armas, nenes con cantitos
y sonsonetes rítmicos. Para una campaña de vacunación,
vocecitas en falsete que le piden a la mamita que olvide la
dosis. Para enseñar historia argentina –vaya
si es un tema adulto– un dibujito animado de un viejito
de barba blanca y escenas ilustradas igualitas a las de primero
y segundo grado.
No:
una cosa es la infancia y otra el infantilismo. Esto es un
grave mal para el país, pero quienes deben evitar caer
en él a toda costa son los futuros docentes y los estudiosos
de las carreras pedagógicas de nivel superior. Ni Piaget,
ni Dewey, ni José M. Torres ni Víctor Mercante
tienen nada que ver con las fáciles tendencias propias
de un sentimentalismo barato, superficial y a menudo demagógico,
que quizá pueda dar resultados para las campañas
publicitarias que quieren vender regalos en los días
del padre y de la madre pero que jamás servirán
para fines educativos serios, profundos y de largo alcance.
Cuídense
los futuros docentes y los estudiosos de las ciencias de la
educación de esta asechanza de la ciudad educativa.
Y roguemos porque alguna vez el país entienda que la
educación, la escuela y la infancia son temas adultos.
Porque de lo que se trata es de hacer de los niños
hombres, no de aniñar a los hombres.
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La
Educación sexual: una discusión casi inútil
Publicado
en el N° 38, octubre de 1982.
Todavía
se sigue discutiendo sobre la educación sexual como
una de las cuestiones más delicadas de la vida escolar,
o de los programas o “curricula” en la enseñanza
primaria y media. Son abundantes, todavía, los textos,
los debates, las mesas redondas y los cuestionamientos que
analizan el papel que los educadores –maestros y profesores–
deben asumir frente a las inquietudes del despertar sexual
adolescente, o que explican cómo responder a sus preguntas
o cómo ayudarlos en esta etapa tan singular. Asimismo,
se discute y analiza con frecuencia la relación escuela
y hogar en esta materia, y los círculos religiosos
en especial insisten en los derechos imprescriptibles de los
padres al respecto. No son pocas las voces que insisten en
una especie de división del trabajo entre la escuela
y el hogar. A aquella correspondería, según
esta ya vieja postura, la información o instrucción
sexual, brindada dentro de un marco estrictamente biológico
o científico, con prescindencia absoluta, o casi, de
prescripciones de conducta o de juicios de carácter
moral o religioso. Al hogar, en cambio, le estaría
reservada precisamente esta segunda parte, o sea la “formación”
o verdadera “educación sexual”.
Los
padres, y la respectiva confesión religiosa, tendrían
entonces a su cargo conducir a los niños y jóvenes
por las sendas de una conducta sexual ajustada a los respectivos
principios ético-religiosos.
Entendemos
que esta discusión, así tradicionalmente planteada,
en torno del papel que la escuela y el hogar tienen o deberían
tener en punto a la instrucción y a la educación
sexual es, hoy, en gran medida –aunque no totalmente–
inútil. Queremos decir que es una discusión
en gran medida superada por una realidad que, empecinadamente,
los padres, la Iglesia, pero sobre todo la escuela y los educadores
profesionales, siguen sin reconocer o sin advertir, siquiera.
Pues hace ya mucho tiempo, en efecto, que los medios de comunicación
de masas han terciado en la cuestión, y son ellos,
ahora, quienes llevan la voz cantante, ya sea por cuanto atañe
a la instrucción o información científico-biológica
sobre la vida sexual en su realización efectiva. Pues
son estos medios –mucho más que el hogar y la
escuela– los que prescriben normas de conducta, ofrecen
modelos, forjan usos y costumbres y de un modo tácito
delinean una moral sexual de aceptación mayoritaria.
Esta
moral sexual es fruto de una labor constante, de presencia
cotidiana, del cinematógrafo y de la prensa escrita,
especialmente de las revistas. Pero en este instante nos ocuparemos
de otro aspecto, del referido más bien a la instrucción
o información científica sobre la vida sexual,
por tratarse del campo que suele entenderse reservado a la
escuela.
Una
revista de gran difusión en nuestro medio publicó
recientemente, en un suplemento especial, de formato pequeño
y fácilmente desprendible del resto del ejemplar, en
dos entregas, una información completa sobre el más
reciente descubrimiento en materia de métodos anticonceptivos
aprobados –o al menos no desautorizados– por la
Iglesia Católica, el famoso método Billings.
La publicación lleva estos títulos en la tapa:
“Control de la natalidad –método Billings–
cómo aplicarlo paso a paso”.
Lo
que deseamos poner de relieve es cómo, pues, al margen
de la escuela y del hogar –y no queremos decir en contra
de ellos, ni tampoco a favor, sino simplemente al margen de
ambos, sin su intervención– un medio de comunicación,
una revista, en fin, pone al alcance de cientos de miles de
personas –jóvenes o no, adolescentes o no, preadolescentes
inclusive– toda la información necesaria para
conocer y aplicar un método de control de la natalidad.
Mientras
muchos debates prosiguen añejas discusiones sobre el
“quantum” de la instrucción sexual admisible
en un grado determinado de la escuela primaria o en un año
u otro de la escuela media; mientras se continúa a
veces discutiendo si este o el otro término son adecuados
o no; si tal explicación va más allá
del pudor de una niña de doce años o si esto
o aquello corresponde a la maestra, o a la madre, o a la profesora
de Biología, o a un médico... una revista con
cientos de miles de ejemplares de circulación, al alcance
de cualquiera en cualquier lado, por una suma insignificante
y que se puede encontrar en cualquier hogar, y que se puede
leer a solas o en grupo o comentar con amigas de la misma
edad o mayores, pone al alcance de todos, todos los datos
disponibles de orden médico y científico sobre
uno de los aspectos más delicados y trascendentes de
la vida sexual.
¿No
es verdad, entonces, que una parte muy considerable de todas
aquellas discusiones sobre la educación sexual suenan
como ejercicios inútiles, realizados al margen de una
realidad inocultable y sobre todo inmodificable?
Quisiéramos
poder repetir aquí parte del texto respectivo, sus
cuadros, sus gráficos, sus explicaciones científicas
y médicas sobre el ciclo menstrual, las técnicas
de uso hogareño para practicar el método Billings
(anotaciones, gráficos con colores diversos), consejos
sobre la participación de ambos cónyuges, etc.,
como prueba de lo que decimos. Se vería entonces cómo
la mayor parte de esos debates sostenidos a menudo en reuniones
de padres y maestros resultan verdaderamente superados por
la realidad contemporánea.
Y
el papel de estos suplementos periodísticos no se agota
por supuesto, en el orden de la “instrucción”,
sino que avanza, necesariamente, en punto a la formación
o educación de carácter ético. (“Un
punto importante –citamos un párrafo a modo de
ejemplo– al llevar el registro por algunas parejas,
es que este les abre nuevas áreas de discusión
sobre temas íntimos y vitales, incluyendo, por supuesto,
la regulación de la fertilidad. El método demanda
comunicación sobre emoción y sexualidad, lo
que fortalece la relación”).
Aclaramos
que no abrimos juicio sobre el contenido del suplemento comentado
ni sobre el hecho de que haya sido publicado, aunque adelantamos,
solamente, y en principio, que no creemos que ello merezca
críticas negativas. Lo que por ahora intentamos señalar
es, solamente, una realidad de nuestra época: la ciudad
educativa. E insistir, como lo venimos haciendo en esta sección
desde el primer número de la Revista, en el siguiente
concepto: ignorar la ciudad educativa significa no entender,
en absoluto, la problemática educativa contemporánea,
reduciéndola a los ámbitos escolares y hogareños.
Si
esta realidad nos parece mala o buena, es otro punto por discutir.
El punto de partida, de todos modos, es reconocerla.
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Con
bombos y sin platillos
Publicado
en el N° 43, noviembre de 1983.
Desde
tiempos remotos los ejércitos han marchado a la batalla
procurando producir ruido y estruendo, particularmente en
el instante de las acciones decisivas. En grados más
avanzados de la civilización, esos ruidos inorgánicos
fueron reemplazados por sones rítmicos y orquestados
mediante tambores, pífanos y clarines.
El
objetivo de esos acompañamientos marciales apunta a
dos direcciones. Se trata de una noción elemental que
se encuentra en los más modestos tratados. Por un lado,
se procura infundir cierto pavor en el enemigo, o al menos
una conmoción anímica que intranquilice o preocupe,
y, fundamentalmente, puesto que el sonido se escucha desde
muy lejos y antes de que los bandos contrarios puedan verse
en la realidad, dar la imagen de que las fuerzas que avanzan
son muy numerosas. La segunda finalidad se dirige a las tropas
propias: los sones rítmicos de los tambores impulsan
el ánimo de quienes van marchando a la batalla y sobre
todo los conducen empujados por ese mismo ritmo, que anula
o disminuye la capacidad de la reflexión individual,
pues arrastra colectivamente.
La
guerra, desdichadamente, exige que cada individuo deje de
ser una voluntad consciente de sí mismo, capaz de pensar
separadamente del conjunto y se convierta, al menos en el
instante de la batalla, en parte de una inmensa fuerza común
que actúe sin detenerse a analizar las órdenes
recibidas o a reflexionar sobre el sentido final de lo que
está haciendo.
Las
manifestaciones políticas que se desplazan acompañadas
por el sonido rítmico y estentóreo de los bombos
siguen al pie de la letra esos mismos objetivos, pero lamentablemente
aplicados a una causa que no los justifica en modo alguno.
Porque
los actos y las manifestaciones políticas, en una democracia,
no en los regímenes totalitarios, por supuesto, deben
ser expresiones de ciudadanos conscientes del papel que cumplen,
que van a escuchar a un personaje, a un candidato o a participar
de una reunión para extraer sus conclusiones o que
desean señalar su apoyo a una causa en la cual creen
como hombres libres. Son voluntades sumadas, no una suma de
obediencias.
Pero
el bombo, o los bombos, cumplen sus finalidades. Diez bombos
rítmicamente golpeados, en forma constante, bastan
para que una modestísima manifestación de cien
o doscientas personas se anuncie desde distancias muy lejanas
y resuenan hasta mucho después de haber pasado por
un lugar; alcanzan para que ese reducido conjunto impresione
–a quien no lo vea de cerca o no se detenga a contarlo
fríamente– como si fueran varios miles. Además,
de un modo u otro, igual que en las guerras antiguas, el sonido
marcial de los tambores o de los bombos despierta una especie
de temor ancestral, de preocupación, de zozobra. Finalmente,
los manifestantes se dejan llevar impulsados por el ritmo
y el sonido machaconamente repetidos. Las voluntades se adormecen
o se someten y el pensamiento sereno, la reflexión,
la capacidad de análisis racional de cuanto se ve o
se oye cede al simple impulso muscular infraconsciente.
Se
obtiene, de tal forma, todo lo contrario de lo deseable como
ejercicio de la democracia. La costumbre de acompañar
con bombos y sones rítmicos las manifestaciones políticas
es lo opuesto a las formas racionales de la conducta, a los
ideales de una democracia fundada en la libertad de cada ciudadano
y en la aceptación de un credo voluntariamente compartido,
no en actitudes que recuerden modalidades menos evolucionadas
de la conducta humana.
Si
algunos partidos se han caracterizado hasta ahora por el empleo
de bombos, casi como distintivo de su presencia pública,
sería bueno que una revisión sobre sí
mismos demostrara una reacción saludable. Pero mucho
más importante será que otros partidos o sectores
políticos eviten dejarse arrastrar por idéntica
costumbre que, se debe reconocer con tristeza, parece extenderse
y ganar adeptos hasta en los grupos políticos cuyas
ideas contradicen esas modalidades y prácticas. La
democracia argentina debe evolucionar en su forma y en su
fondo. Dejar de lado los bombos, será un principio.
Será, sobre todo, una excelente lección de educación
democrática que la ciudad –la polis–dará
a los ciudadanos.
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La
libertad de elegir
Publicado
en el N° 43, noviembre de 1983.
En
la segunda quincena de julio, la televisión ofreció,
en dos días consecutivos, y casi en el mismo horario
–entre las 22 y las 24 aproximadamente– dos programas
totalmente diferentes. Uno fue “Matrimonios y algo más”.
Al día siguiente Antonio Carrizo dialogó con
José Ferrater Mora y Julián Marías sobre
Ortega y Gasset.
El
primero de estos programas produce una sensación de
asombro mezclado con un dejo de tristeza.
Es
difícil que se pueda descender tanto en materia de
gusto, de formas de hablar, de gesticular, de texto pretendidamente
humorístico. Nada es rescatable. Ni siquiera una comicidad
que apela a lo más trillado, a lo repetido hasta el
hartazgo.
Pero
más difícil es imaginar que miles y miles de
familias, de personas de toda clase de niveles culturales,
se quedan ante la pantalla viendo y oyendo algo semejante.
Pero
la sensación inicial debe ceder el paso a otras reflexiones.
El asombro, necesariamente, desaparece. El hecho es así
pues. La realidad está ahí. Es verdad. Entonces,
se acentúa la tristeza. Por nosotros, por los argentinos,
por este país nuestro que, por lo visto, ha descendido
tanto. Por este idioma nuestro, este español que los
argentinos y todos los latinoamericanos del Cono Sur hablamos
y escribimos tan bien, por esta lengua que honró Rubén
Darío y que hace la sorpresa y la delicia de los españoles
cuando la escuchan bien dicha, sonora y rica en boca de una
buena clase media y también en labios de modestos integrantes
de sectores populares. Y por estos pobres artistas forzados
–es preferible creerlo– a exagerar todo lo que
sea basto, grosero, hasta ruin.
Tristeza,
en fin, porque entre esas miles de personas, de familias,
se cuentas muchas, realmente muchas, de buenos niveles culturales,
de buena formación, cuyas formas corrientes de actuar,
de hablar, de vivir, no tienen nada en común con lo
que la pantalla les brinda. Y sin embargo, no se sabe por
qué extraña razón, ven el programa. Y
lo siguen viendo, casi como seres hipnotizados por una fuerza
superior o como si hubieran entregado su voluntad.
Veinticuatro
horas después, Julián Marías y José
Ferrater Mora ofrecieron un diálogo delicioso.
Muy
bien apoyados para la TV por Carrizo, dijeron cosas profundas
con sencillez, bien dichas aún sin culteranismos. Hablaron
de las cosas de que hablaba Ortega y que a todos los hombres
importan, sea cual fuere su nivel cultural, económico
o social. Y lo dijeron de manera tal que todos podían
entenderlos.
Y
el idioma se deslizaba de sus labios sencillo y a la vez profundo;
claro, atrayente, bueno. Escucharlos conmovía.
Esta
belleza, este deleite, esta riqueza, la ofreció la
TV veinticuatro horas después.
¿Cuántos
se quedaron oyendo aquel entristecedor programa? ¿Cuántos
se quedaron ante este otro?
No
sabemos. No se sabe. Ni interesa.
Porque
lo fundamental es otra cosa: todos tuvieron la libertad de
elegir. Unos y otros actuaron por su voluntad. Oyeron y vieron
lo que quisieron. Quienes permanecieron frente al televisor
y quienes lo apagaron o buscaron un programa diferente, fueron
seres libres. Como Dios lo quiso cuando los creó. Como
lo quieren los regímenes democráticos.
El
televisor hogareño es una maravillosa conquista que
nos brinda siempre la libertad de elegir. Podemos quedarnos
ante el programa que encontramos apenas lo encendemos. Podemos
buscar otro diferente. Podemos apagarlo. Somos libres de hacer
una cosa u otra. Libres para escuchar y para no escuchar;
libres para ver y para no ver; para leer un diario, buscar
un libro, escuchar un disco, sintonizar la radio, realizar
alguna manualidad hogareña mientras rumiamos nuestros
pensamientos, a solas –deliciosamente– con nosotros
mismos, para charlar con un ser querido, para intercambiar
ideas sobre asuntos graves o sobre fruslerías cotidianas
(de esas pequeñeces que hacen la vida, al fin) y ¿por
qué no? para rezar, ejercicio, parece, un tanto olvidado.
Pero
somos libres. Podemos optar.
En
cambio de pretender tutelas, censuras, calificaciones, seamos
libres y usemos la libertad. Elijamos. Y ayudemos a otros
a elegir. Como seres libres.
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La
semana del cine cubano (o la lección de Fidel Castro)
Publicado
en el N° 47 / 48, octubre de 1984.
Los
hombres que aman la libertad y creen, además, que es
condición indispensable de todo régimen de organización
política y social porque es parte de la esencia del
hombre, sin la cual el hombre carece de dignidad y de posibilidad
de realización personal, y de salvación en el
orden trascendente, no han sido capaces en este siglo de aprender
una lección que día tras día, y sin ocultamientos,
les ofrecen los enemigos de la libertad.
Desde
esta sección de la Revista del I.I.E. hemos procurado
señalar, prácticamente desde el primer número,
que la escuela no es el único ámbito educativo,
que ni siquiera es el más importante desde el punto
de vista de la formación moral, social y política,
y que resulta casi insignificante para el vastísimo
campo de los usos y costumbres, cuya vinculación directa
con aquella triple formación es innegable.
Simultáneamente,
hemos insistido, mediante numerosos comentarios de películas
recientes, en el enorme valor formativo del cine. También,
hemos procurado alguna vez –aunque sin hacer de ello
una constante, porque el carácter de nuestra Revista
no lo admitiría– señalar cómo las
ideologías marxistas y los regímenes políticos
fundados en esquemas totalitarios utilizan en forma permanente
este prodigioso fenómeno contemporáneo que es
el cine para llevar agua a sus molinos.
No
es confesar un sentimiento de frustración, sino describir
una realidad, decir que esos ideólogos trabajan activamente
en los países democráticos, y que los espíritus
amantes y defensores de la libertad, en cambio, no parecen
haberse dado cuenta de que tienen ese medio a disposición.
De la misma manera, la sociedad, en general, y la de la Argentina
es un caso entre tantos, prosigue, empecinadamente, creyendo
que la escuela, con sus planes, programas, calificaciones
y regímenes tradicionales de estudio es capaz de hacer
todavía algo en materia formativa, sin admitir que
mucho más eficaz escuela, en tal sentido, es el cine
y con él, por supuesto, la televisión y luego,
en menor escala, los medios de comunicación escritos.
En
este escalonamiento, todavía la familia puede, a veces,
disputar algunos palmos de terreno. La escuela, no. Que alguna
vez cobre fuerza por obra aislada y ocasional de un docente
de excepción, no invalida la afirmación anterior.
Ese docente, en tal caso, es parte de la acción educadora
ocasional y asistemática de la sociedad. Actúa
como puede hacerlo cualquier otro miembro de la comunidad
que por sus condiciones excepcionales se convierte en un líder
de cualquier naturaleza.
Pues
bien el origen de estas líneas es la Semana del Cine
Cubano realizada en Buenos Aires a fines de agosto. Pero no
tema el lector. No intentamos ofrecerle a continuación
alguna diatriba contra cualquier tipo de mensaje político
o contra alguna manifestación de destape. No estamos
en condiciones de hacerlo, así como tampoco estamos
en condiciones de señalar méritos o deméritos
de cualquier tipo de las películas presentadas, por
la sencilla razón de que no tuvimos oportunidad de
ver ninguna. Y no por falta de voluntad, pues bien hubiéramos
querido hacerlo, sino por imposibilidad, pues pertenecemos
a esa clase de personas que trabajan para vivir.
Pero
como el trabajo no nos ha quitado el vicio que arrastramos
desde que allá por los seis años de edad nos
alfabetizaron obligatoriamente –algún efecto
tuvo la ley 1420– no dejamos jamás de leer, y
por otros motivos que ahora sería largo explicar, leemos
copiosamente casi todos los diarios de Buenos Aires.
En
la presentación de la Semana del Cine Cubano, el día
23 de agosto, “La Nación” transcribió
la declaración de principios del Inst6ituto Cubano
de Arte e Industria Cinematográfica (I.C.A.I.C.), “hecha
–añade La Nación– pocos días
después de su fundación en marzo de 1959”.
(Recuérdese que Fidel Castro tomó el poder en
enero de ese año. Todavía faltaba algo de tiempo
para su confesión pública de fe marxista-leninista
y aún lo acompañaban viejos compañeros
de Sierra Maestra, que habían bajado a jugarse la vida
contra Batista y por la libertad, muchos de ellos con la cruz
al pecho y la esperanza vana de acabar con la tiranía
en la isla de José Martí).
Sigue
La Nación: “La fundación del I.C.A.I.C.
trajo consigo una atractiva escuela documental y permitió
el desarrollo del cortometraje, casi siempre educativo ...”
Pero
concluyamos: la antes citada declaración de principios
dice, textualmente: “El cine constituye un instrumento
de opinión y formación de la conciencia individual
y colectiva. Y debe, además, contribuir a liquidar
la ignorancia, a dilucidar problemas, a formular soluciones
y plantear, dramática y contemporáneamente,
los grandes conflictos del hombre”. ¿Está
claro?
En
el Nº 19, de esta Revista, de noviembre de 1978, publicamos
el trabajo “Nuevas funciones profesionales docentes”,
originalmente presentado en junio de 1974 en el Seminario
sobre la formación del docente argentino organizado
con motivo del centenario de la fundación de la Escuela
Normal de Profesores Mariano Acosta.
Dijimos
allí que los “maestros” y “profesores”
del futuro debían formarse en diversas especialidades
profesionales, muchas de ellas absolutamente diferentes de
las tradicionales y en particular orientadas hacia la utilización
educativa de los nuevos medios de comunicación, el
cine entre ellos.
Sería
necesario, afirmábamos, formar “cineastas”
como parte de la formación docente. Decíamos,
en fin, muchas otras cosas que no hemos de repetir aquí
y ahora.
El
recuerdo apunta a que el auditorio no percibió con
agrado el trabajo y a que, por supuesto, desde entonces la
idea jamás fue recogida. (Ni negada expresamente, por
cierto).
Pero
la Cuba de Fidel Castro ya la conocía y no la desdeñó.
Allá saben que “el cine es instrumento de opinión
y de formación de la conciencia individual y colectiva”.
Los
hombres amantes de la libertad siguen sin darse cuenta de
ello. A veces, algunos de ellos caen en la contradicción
lógica de suponer que la censura es el remedio a una
penetración ideológica contraria a la libertad.
Con lo cual hacen un excelente servicio a las ideas que pretenden
combatir. El único remedio es admitir que el cine,
como medio educativo, vale más que la escuela, o, al
menos, que la escuela tal como ahora la conocemos. Y luego,
servirse adecuadamente de ese medio.
Sepamos,
quienes amamos la libertad y la democracia, recoger la lección
de Fidel Castro.
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La
homosexualidad, casi como modelo
Publicado
en el N° 53, abril de 1983.
La
dificultad expositiva del tema nos lleva a iniciarlo con un
intento de humor. Ha dado la vuelta al mundo el chiste del
inglés que sorprendió a sus amigos cuando decidió
dejar la patria. Y explicó: cuando yo era chico, la
homosexualidad era condenable. Más tarde, fue tolerable.
Se acaba de admitir el matrimonio entre homosexuales. He decidido
irme antes que la hagan obligatoria.
Que
alguna vez sea obligatoria es difícil. Pero en la sociedad
contemporánea, a través de las producciones
cinematográficas y teatrales y de las producciones
literarias, está clara una tendencia que de una etapa
de severa condena pasó a la tolerancia, primero discreta
y luego proclamada, luego al exhibicionismo y por fin a la
ostentación casi virtuosa de la homosexualidad. Como
en el caso del inglés del cuento, parece que ha llegado
el momento de detenerse aquí.
No
es nuestra intención esbozar el más ligero o
superficial ensayo filosófico, psicológico,
sociológico o biológico, mucho menos médico,
jurídico o ético del tema. Nos declaramos incompetentes
desde el punto de vista del saber académico indispensable
para ello, en cualquiera de los campos enunciados.
Nuestra
pretensión es otra. Sólo intentamos señalar
que la cinematografía, el teatro y la literatura de
ficción (novelística en general) –es decir,
la ciudad educativa con todo su poderío– han
caído en los últimos lustros en el tratamiento
del tema de la homosexualidad de manera tal que subliminalmente
(con intención o sin ella no sabemos) lo transforman
en una especie de modelo, a tal punto que de pronto la heterosexualidad
puede resultar lo indebido (pues así parece que el
heterosexual no es sino un ser “reprimido”, o
incapaz de vencer presiones sociales o de “llegar”
hasta los puntos más altos y deseables de la relación
erótica).
Estamos,
pues, en un punto que sin exageración podría
denominarse de alerta rojo por cuanto se refiere a la adolescencia
y a la juventud contemporáneas, sometidas a un bombardeo
creciente de producciones cinematográficas y teatrales
y de obras literarias que, bajo enfoques de humor (a veces
del bueno) o con pretensiones psicologistas, sociológicas
o filosóficas, cuando no históricas y políticas,
ofrecen un muestrario casi constante de conductas homosexuales
no sólo “justificables” o “tolerables”
sino directamente “deseables” y hasta virtuosas
o, al menos, concebidas como absolutamente normales o inofensivas
para la salud moral y psicológica de los personajes
comprometidos con ellas.
Es
de sobra conocido que el desenvolvimiento de la sexualidad
pasa por momentos ambivalentes desde la pubertad, y los datos
psico-biológicos al respecto son científicamente
inobjetables. Que en la madurez, y hasta el fin de la vida,
esa ambivalencia perdura subconscientemente o en estado de
latencia; que a veces perturbe de algún modo las relaciones
erótico-afectivas y que pueda presentar grados de casi
infinita variedad en hombres y mujeres de vida cabalmente
heterosexual está fuera de discusión y a nadie
asombra, porque es un saber que ha dejado de ser novedad desde
hace mucho tiempo. Pero de ahí a proponer –repito:
deliberadamente o no es otro asunto– las inclinaciones
hacia la homosexualidad como no significativas en el orden
moral, psicológico o biológico media una distancia
abismal. Y esto es lo que está ocurriendo gracias a
la literatura, el cine y el teatro con la adolescencia y la
juventud contemporáneas.
Aunque
es innecesario, según el orden conceptual de nuestra
exposición, una experiencia repetida de malos entendidos
con respecto a lo que se quiere decir en artículos
y ensayos, nos lleva a formular una aclaración: no
pretendemos el retorno a actitudes sociales de persecución,
que desde Oscar Wilde a episodios penosísismos del
accionar policial cotidiano, forman un capítulo oscuro
de la maldad y la ignorancia humanas, ni proponemos volver
a modalidades de condenas farisaicas como las de grupos sociales
de antaño que toleraban el pecado o el vicio en secreto
y lo vituperaban en público.
De
lo que se trata es, simplemente, de no convertir lo que contradice
a la naturaleza y a la razón en algo natural, razonable
y hasta virtuoso.
Por
su naturaleza biológica y racional, y por su eticidad
como persona, el ser humano es heterosexual. La homosexualidad
es por definición una desviación de la naturaleza,
de la razón y de la virtud. Como toda desviación
debe ser tolerada, ya en nombre de la caridad, ya por motivos
médicos o psicológicos, ya por exigencias de
la libertad de que cada persona debe disfrutar en tanto sus
acciones no lesionen derechos ajenos o afecten el orden público
ni contradigan el bien común.
La
homosexualidad –en tanto no sobrepase la esfera de la
intimidad y la privacidad– debe estar exenta de la autoridad
de los magistrados y, siempre, obliga a un enfoque de tolerancia
y, sobre todo, de caridad, como cualquier otra anormalidad.
El
problema actual es que el cine, principalmente, el teatro
y la novelística corriente, sin olvidar la televisión,
por apetencias de éxito comercial, por esnobismo, por
pobreza mental de productores, guionistas y autores, y también
–es necesario admitirlo– como arte de una campaña
ideológica de destrucción de valores–*
está estimulando a la adolescencia y a la juventud
contemporáneas hacia conductas homosexuales.
Como
siempre, hemos de concluir que la solución no está
en censuras de ningún tipo, que favorecen el negocio
y las intenciones denunciadas. La solución es que la
sociedad advierta lo que puede la ciudad educativa, y los
maestros, los profesores y sobre todo los padres capaciten
a sus hijos para decantar estos mensajes, descubrir las confusiones
presentadas y separar la paja del grano.
La
obligatoriedad de un comportamiento, al fin, no necesita de
una ley. La sociedad impone sus modelos con más fuerza
que la ley. Al fin, el inglés del cuento quizá
no estaba tan desencaminado al querer abandonar su isla antes
de que fuera demasiado tarde.
*Es
indispensable recordar que en los países sometidos
al régimen marxista, como Cuba o la Unión Soviética,
ni la pornografía ni este tipo de películas
o novelas son permitidas, mientras que en las democracias
occidentales resultan curiosamente defendidos o producidos
por los sectores que adhieren en mayor o menor grado a las
orientaciones de izquierda más definida.
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