Cuentos
infantiles

El Piltriquitrón

Publicado el 19 de septiembre de 1955


Piltriquitrón es el nombre de una montaña muy alta que hay en la Patagonia. Es la montaña más alta de todas las que existen en una inmensa región. Su cumbre sube hasta cerca del cielo, y debido a eso es que suele estar oculta por las nubes, que la rodean muy a menudo. Mirando desde abajo, parece que el Piltriquitrón estuviera rodeado de muchas nubecitas que tomadas de la mano danzaran a su alrededor una ronda eterna.

Al pie de esta montaña, un pastor guardaba sus ovejas. Había construido un cerco y en él encerraba a muchas ovejitas. Era muy bueno y cariñoso con estos animalitos, y junto con dos nobles perros ovejeros, cuidaba siempre que a ninguna le pasara nada. Las guiaba hacia los lugares donde crecían los más lindos pastitos; y al llegar la época de la esquila, procuraba que ninguna oveja fuera lastimada mientras le sacaban la lana.

Sin embargo, de entre todo el rebaño, había una ovejita que estaba triste. Era inútil que su buen pastor la acariciara metiendo su mano en el espeso vellón y rascando suavemente su lomo. Era inútil que sus compañeras la llamaran con sus más tiernos balidos a jugar. Lo que ella quería era que le dieran permiso para subir hasta la cima del Piltriquitrón. Tenía una gran curiosidad por saber qué había más allá de esas nubes que observaba desde abajo.

Pero no conseguía el permiso. Su pastor tenía miedo de que se perdiera o de que le sucediera alguna desgracia; él no podía acompañarla, y los perros estaban muy ocupados todo el día. Así es que trataba de consolarla; pero no la dejaba salir. Y nuestra ovejita se pasaba todo el día mirando tristemente el Piltriquitrón, junto al alambrado que le impedía cumplir sus sueños.

Cuando ya había perdido las esperanzas de satisfacer sus ansias, notó con sorpresa que un hilo del alambre se había roto, y dejaba un espacio por donde ella podría quizá pasar. Esperó entonces con calma el momento propicio. Una mañana el pastor se distrajo ayudando a otra compañera que se había enredado entre unas ramas espinosas, y la ovejita aprovechó para evadirse de sus cercos. Con cierta dificultad pudo pasar a través del estrecho agujero y verse por fin libre para cumplir sus anhelos.

Se sintió embriagada de dicha. ¡Por fin marchaba rumbo al Piltriquitrón! Miró hacia arriba, y vio más nubes que nunca. Temió un instante encontrarse con lo desconocido, pero su curiosidad pudo más y confirmó la marcha.

Caminó toda la mañana, y al llegar al mediodía había ya subido un buen trecho. Pero aún faltaba mucho. Reposó entonces a la vera de un arroyito y comió unos bocados de pasto que por allí encontró. Lo halló más duro y no tan rico como el que comía en su cercado. Luego reanudó su paseo; pero al llegar la noche le faltaba todavía un buen tramo; y tuvo miedo de hallarse en la obscuridad, sola en medio de las nubes. Se detuvo entonces; miró con cariño allá abajo, donde estaban sus compañeras; y tuvo pena por el buen pastor que estaría buscándola por todas partes. Imaginó que los perros ovejeros habrían pasado el día buscándola, y ahora se hallarían fatigados, respirando anhelosamente con su ancha lengua fuera de la boca; recordó a sus compañeras y sus tiernos balidos; y al fin sintió deseos de volver corriendo junto a ellas. Pero luego pensó que estaba ya cerca de su gran ilusión y decidió que volvería al día siguiente. Buscó una piedra grande, se acurrucó junto a ella y se quedó dormida mirando una estrella que le hacía guiños amables.

Despertó cuando apenas la luz del sol comenzaba a alumbrar con destellos rojizos la tierra pedregosa. El frío matinal reanimó sus miembros adormecidos, y se puso en marcha inmediatamente. Las cumbres de las otras montañas ya se habían quedado debajo de sus ojos. Se acercaba a la región de las nubes. Subió otro trecho, y comenzó a vislumbrar la imponente cima del Piltriquitrón. Pero la veía enturbiada por grandes nubarrones obscuros que giraban a su alrededor. Y a su lado, junto a su cuerpo, y posándose sobre su lana, otras nubes, más blancas, se tomaban de las manos y caminaban alrededor de las rocas y las piedras. Continuó subiendo. Ahora su marcha era lenta y temerosa. El espectáculo la impresionaba.

De pronto sintió unas gotitas que caían sobre su rostro, y a la vez oyó unos quejidos. Alzó la mirada, y observó una nubecita chica que se quejaba lastimosamente, y al llorar derramaba lágrimas que caían en forma de lluvia. La ovejita se acercó hasta ella y le preguntó qué le ocurría. Entonces la nubecita le mostró que habíase enganchado en una resquebrajadura de la piedra a cuyo alrededor giraba, y ahora su cuerpo se estaba deshaciendo porque no podía desprenderse. Y más lágrimas en forma de gotas de lluvia caían sobre nuestra ovejita. Como era muy buena se compadeció de la pobre nube chiquita, y con mucho cuidado la ayudó a desengancharse de la piedra. Tan contenta se quedó la nubecita que la abrazó fuertemente. Se hicieron amigas, y la nube le pidió que la llevara hasta el corral donde vivió el rebaño, pues quería ser su amiga. La ovejita le dijo que subiera sobre su lomo y que allí la llevaría hasta el valle, pero que debían apurarse, pues no quería que el pastor siguiera buscándola apenado.

Lo hicieron de esta manera y comenzó el regreso. La ovejita iba muy contenta, pues la nubecita pesaba muy poco y no la molestaba, y además la alegraba haber encontrado en la montaña una buena amiga. De tanto en tanto, la nube le preguntaba si faltaba mucho para llegar, y además de esto charlaban de otros asuntos: de los arroyos, de las flores, de las estrellas que se ven de noche y del sol que brilla en el día.

En medio de esta conversación, nuestra ovejita levantó su cabeza y notó con gran asombro que la nubecita no estaba ya sobre su lomo. Pero oía una voz. Asustada, miró a su alrededor, y vio que la nube estaba caminando sobre cuatro patitas que le habían nacido, y que su rostro parecía ahora el de una de las ovejitas del rebaño. Su vellón era muy blanco y suave y todo el cuerpo era una nubecita blanca y pura. ¡Se había transformado en una ovejita preciosa!

Ahora siguieron caminando las dos una al ladito de la otra, mirándose con cariño y alegría. Al llegar hasta el valle, el pastor recibió a la ovejita perdida con gran alegría, y todas las compañeras balaban contentísimas. Entonces conocieron a la nueva amiguita, y cuando supieron que era una nubecita que se había transformado en oveja para estar con ellas, la agasajaron mucho y decidieron ponerle un nombre. Y porque era muy linda, muy blanca, muy chiquita, estaba hecha de nubes y bajaba del cielo, la llamaron Copuyi.

Desde ese día Copuyi vive en el rebaño y es la ovejita más querida por todos. No necesita comer, y le basta con beber unos sorbos de agua que el pastor le busca entre los arroyitos más altos, pues son los que traen el agua que más le gusta. Sabe unos cuentos preciosos y sus compañeras oyen con deleite las narraciones que les hace de su vida en las alturas. Copuyi es en el rebaño algo así como un ángel de las ovejitas, que les enseña a todas la pureza de los cielos y la belleza de los sueños.

Lo único que lamenta Copuyi es que de su lana ningún chico pueda tener nunca un abrigo. Porque siempre que alguien teje un vestido con lana de Copuyi, el abrigo se deshace al poco tiempo, y sus hebras sueltas van impulsadas por los vientos a posarse en la cumbre del Piltriquitrón. Y allí, de a poquito, se van juntando para formar otra nubecita que reemplace a la que se fue un día y se transformó en Copuyi.

Por eso la lana de Copuyi sólo sirve para acariciarla suavemente. No hay que cortarla, para que no se vaya a la cima del Piltriquitrón, es decir, al “lugar donde se asientan las nubes”.

 


Pitipón

Publicado el 7 de marzo de 1955


Había una vez un vigilante que se llamaba Pitipón. Pitipón era muy gordo y muy bueno. Era tan bueno que el comisario le decía que no servía para ser policía. Y era tan gordo que nunca podía correr a ningún ladrón. Porque Pitipón era todo de goma: tenía el cuerpo entero de goma. Y el estómago, y el corazón, y todo, todito era de goma.

Como era tan bueno, los chicos de la cuadra donde él estaba lo querían mucho. Pitipón los cuidaba cuando se quedaban solos, y ellos se divertían muchísimo tocando sus manos y sus piernas, y hasta su uniforme, que también era de goma.
¡Pobre Pitipón! El comisario lo retaba mucho y le decía que no servía para nada. Un día le gritó delante de todos, en la comisaría: “¡Bah: un vigilante de goma es un inútil!” Y después se atusó sus largos bigotes y lo miró muy serio. Cuando Pitipón llegó a su cuadra y contó a los chicos lo que le había pasado, no pudo soportar su pena y comenzó a llorar. Las lágrimas de Pitipón eran de goma, y al caer al suelo rebotaron y los chicos las guardaron y jugaban con ellas como si fueran lindas pelotas. Desde entonces Pitipón lloraba un ratito casi todos los días, para hacerle el gusto a los chicos, que querían tener pelotas de goma para poder jugar. Pero también lloraba porque estaba muy triste, muy triste. Se sentía desesperado: todos decían que era un inútil. Y al fin él también lo creyó.

Una mañana muy linda, mientras Pitipón se paseaba contento por el sol y se entretenía en oír cantar a unos pajaritos, sintió fuertes gritos desde una casa cercana. Corrió lo más ligero que sus gorditas piernas le permitieron, y llegó a tiempo para ver a un ladrón que huía llevándose una gran bolsa repleta de objetos robados. Pitipón le gritó que se detuviera, pero el ladrón no le hizo caso. La señora de la casa comenzó a llorar desconsolada, y entonces Pitipón sacó su revólver y le tiró un tiro al ladrón. Pero, ¡oh, desdicha!, las balas que salieron también eran de goma, y se quedaron rodando por el suelo con gran alegría de unos gatitos que se pusieron a jugar con ellas. Y el ladrón se fue lo más tranquilo. La pobre señora siguió llorando desesperada; Pitipón se marchó a la comisaría a contarle al comisario lo que había pasado.

Todos los otros vigilantes se rieron mucho, y el comisario le repitió que él era un inútil; y le dijo que se fuera, que no lo quería ver nunca más.

Entonces Pitipón comprendió que en verdad no servía para nada. Y decidió irse por el Mundo. Después de llorar un rato largo, recogió todas las lágrimas que había derramado y las guardó para regalárselas a los chicos que encontraba en su camino. Y sin más equipaje partió.

Subió a un tren de carga y recorrió muchos pueblos y ciudades. En todas partes se asombraban al verlo, pero siempre opinaban que como era de goma no servía para nada. Y Pitipón estaba más triste que nunca. Hasta que llegó a un pueblito chiquito a orillas del mar. Pitipón nunca había visto el mar. Cuando oyó el ruido de las olas y vio una inmensidad semejante, decidió quedarse a vivir en sus orillas, para toda la vida.

Ocurrió una vez que una mamá llegó con tres hijitos a bañarse en el mar. Entraron todos al agua, y al cabo de un rato salieron muy contentos a secarse sobre la tibia arena, donde recibían los rayos del sol. Pero el mayorcito, que era muy travieso, se escapó a bañarse de nuevo, porque le gustaba mucho nadar entre las olas saladas. Tan contento estaba entre ellas, que no se dio cuenta que se había internado demasiado, y cuando quiso regresar vio con espanto que estaba tan lejos de la orilla que no podía llegar hasta ella. Entonces comenzó a gritar muy fuerte. Pero era inútil porque ya en la playa no había nadie. Y ni la mamá ni los hermanitos sabían nadar. Entonces Pitipón se tiró al agua. Nunca había nadado, pero, ¡oh, alegría!, como era de goma, flotó perfectamente sin necesidad de moverse siquiera. Y entonces llegó cómodamente hasta donde estaba el infortunado nadador, y lo arrastró lo más tranquilo hasta la playa.

La mamá abrazó llorando a su hijito, y después abrazó a Pitipón y le dio un beso muy lindo. Pitipón se puso tan colorado que parecía un payaso, porque nadie lo había besado nunca. Y la gente que había llegado a la playa decía en conjunto: “¡Qué suerte que Pitipón es de goma!”

Por primera vez en su vida, Pitipón se sentía contento de su raro cuerpo. Todos lo alabaron mucho y dijeron que era el mejor salvavidas que jamás había visto.
Cuando el comisario que lo retaba tanto se enteró de la hazaña de Pitipón, fue hasta el pueblito chiquito donde estaba y le dio una gran medalla, toda de goma, que le prendió en el pecho. Y después le pidió que volviera a la comisaría, prometiéndole que lo ascendería a cabo.

Pero ahora Pitipón no quiere ser más vigilante. Porque se quedó para siempre en el pueblito chiquito y fue el salvavidas más famoso de toda la costa. Y desde ese entonces, Pitipón vivió feliz y contento. Nunca más se quejó porque era de goma, y únicamente lloraba de vez en cuando para hacerle el gusto a los chicos que querían jugar con sus lágrimas. Pero ahora eran blanquitas y más lindas, porque eran lágrimas de contento y felicidad.



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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina