Publicaciones en diversos medios


Los valores formativos del mundo del trabajo

Publicado en Ideas y Propuestas para la Educación Argentina
Academia de Educación 1989

I) El mundo del trabajo como ámbito educativo


Es un concepto universalmente aceptado que el proceso educativo se cumple –con conciencia de su realización o no, con intencionalidad asumida o no, con una organización y metodología específicas o no– en todo momento y en cualquier ámbito social, y también que cobra mayor fuerza sobre los miembros no adultos de cada comunidad.

Lo anterior no pasa de ser, en efecto, sino uno de los conceptos iniciales de los estudios pedagógicos, que, aún con giros expositivos muy diferentes, se encuentran en casi todos los textos o cursos introductorios correspondientes.

Generalmente, esos textos privilegian el papel que, en el sentido apuntado, cumple el ámbito familiar, la madre en primer término y todo el contexto hogareño después.

En modo alguno intentaríamos negar la razonabilidad de otorgar al entorno familiar un papel principal en la tarea socializadora y transmisora de contenidos culturales, pero siempre nos pareció indebidamente reducido el espacio concedido al mundo del trabajo –entendido en la más amplia dimensión posible– como ámbito de importancia también fundamental en la misma tarea.
En primer término, debe tenerse presente que, en un sentido, el hogar es parte del mundo del trabajo. Sólo en este siglo, y en las sociedades ya entradas de lleno en lo que suele llamarse la "civilización industrial" o, más habitualmente, el "mundo desarrollado", el hogar, como una estructura orgánica, está en gran medida apartado de exigencias o de modalidades laborales: casi absolutamente de las primarias y secundarias y en medida amplia de las terciarias.

Pero desde las épocas más remotas, hasta fines del siglo pasado –y por supuesto todavía hoy en las socieda

des menos desarrolladas– el hogar ha sido siempre una unidad de producción, de elaboración secundaria de productos primarios y de prestación de servicios, con sus propias características de división del trabajo, de especializaciones y –en el orden que nos interesa– de enseñanza y aprendizaje para que las generaciones jóvenes, a medida que van alcanzando las fuerzas físicas y las capacidades mentales suficientes, se integren progresivamente a aquella unidad.

En realidad, la noción del trabajo extra hogareño, sin relación necesaria alguna con el marco familiar, tal como la tiene internalizada nuestro tiempo, es, masivamente considerada, una consecuencia de la Revolución Industrial que no ha hecho sino extenderse hasta alcanzar ahora, en los países de máximo desarrollo, una dimensión casi absoluta.

Este análisis histórico-sociológico no es, sin embargo, el objetivo esencial de nuestra exposición, aunque es un punto de partida indispensable. Lo que nos importa, aquí, es destacar cómo la fuerza educativa de la familia –reconocida sin discusiones, y a menudo exaltada y valorizada como primera jerarquía– se expresa, en medida considerable, a través de la acción educadora que esa familia debe desplegar como unidad de trabajo, o de producción y consumo.

Por supuesto que si se pretendiera comparar el significado o la fuerza educativa de la familia y la del mundo del trabajo, también se podría decir que las generaciones jóvenes logran internalizar los valores, las técnicas y los saberes del segundo gracias al sustento que les presta la primera.

Ambas cosas son ciertas: a lo largo de la historia, el mundo del trabajo se apoyó en la fuerza educativa de la familia, y esta, a su vez, logró buena parte de sus éxitos educativos mediante la riqueza de oportunidades que, en todos los sentidos, encontró en el mundo del trabajo.

Porque –y con esto vamos llegando al nudo de la cuestión– el mundo del trabajo (ya sea el que ha sido o aún siga siendo propio del ámbito familiar, ya el que corresponda a la actual civilización de los países en desarrollo, o sea desgajado del hogar) no se limita, no puede limitarse, aunque a veces crea que sí puede, a la internalización de actitudes, hábitos, conductas, técnicas y saberes. Junto con ello, necesariamente, introduce a las generaciones jóvenes en el mundo de los valores éticos, religiosos, filosóficos y políticos propios de cada sociedad.

II) Sustracción de los jóvenes del mundo del trabajo


Lo que sigue podría ser parte de una historia de la escuela o de los sistemas escolares en general, y por nuestra parte hemos considerado el tema en oportunidades anteriores.

La idea esencial es la siguiente: cuando el campo cultural en su más amplia acepción se encuentra con cierto tipo de contenidos de gran complejidad y, por lo tanto, que requieren una tarea especializada para su transmisión a las generaciones jóvenes, necesita sustraer a estas –o a un porcentaje de estas, que en un principio es francamente muy escaso– durante lapsos variables del hogar y del mundo del trabajo, para ocuparse exclusivamente de aquella tarea. Estamos en el principio de las instituciones escolares, casi siempre destinadas, en sus orígenes, a la transmisión de contenidos religiosos, morales o políticos, aunque la separación de estos tres órdenes no se da, claramente, sino a partir de los tiempos modernos.

La escritura suele ser citada como uno de los contenidos o técnicas culturales que requieren esa tarea específica de carácter educativo, y el caso chino, por las dificultades que su lengua escrita representa, se ha convertido en un ejemplo clásico de lo dicho en el párrafo anterior.

Ya en la antigüedad judía y grecorromana numerosos contenidos culturales, religiosos, políticos, históricos, científicos, éticos y jurídicos exigían ser transmitidos –al menos a una porción de la población total– mediante instituciones educativas especializadas, y junto con esas instituciones surgieron los profesionales de la tarea docente. (El término "profesional" vale, aunque en Roma hayan sido esclavos griegos los que cumplían la tarea de "pedagogo").

Todavía, empero, el mundo del trabajo propiamente dicho –en un sentido muy amplio y general– no requería una labor de trasvasamiento generacional de la misma naturaleza. Pero, lentamente, también esta necesidad se hizo presente y los sistemas del "taller" o del "maestro" del fin del Medioevo, confundidos con la figura del "patrón", en el sentido actual de la palabra, preanunciaban la educación técnica o laboral de carácter escolar. En medida apreciable, las universidades, a partir de los siglos XIII y XIV en adelante, configuran otro modo de respuesta a ciertas necesidades laborales de naturaleza muy compleja por el nivel de sus fundamentos científicos, como el Derecho o la Medicina, por ejemplo . El hecho es que, hasta fines del siglo XVIII y principios del XIX, el fenómeno de la sustracción de sectores de la población no adulta del mundo del trabajo se limitaba a porcentajes reducidos de la población y, salvo excepciones, a lapsos también reducidos de la vida de cada "estudiante" considerando años de vida y dedicación en horas o días de "clase" .

III) Situación a partir del siglo XIX


El panorama comienza a cambiar bruscamente con la Revolución Industrial, con el surgimiento casi simultáneo de los ideales político-educativos que desde mediados del XVIII se difunden en Europa y en América y se ponen en práctica, en realidad, a partir del último tercio del siglo XIX.

Ese objetivo de alfabetización universal , luego transformado en el cumplimiento de una escolaridad mínima común de cinco o seis años (hoy extendida en varios más en muchos países) fue el primer gran intento de sustracción de la totalidad de la población no adulta del mundo del trabajo, aún del hogareño, por un lapso prolongado en años y en horas diarias.

(Recuérdese que por mundo del trabajo entendemos cualquier actividad destinada a la producción o a la transformación de elementos necesarios para la vida o a la atención y provisión de los servicios consiguientes, como puede ser, por poner un sólo ejemplo, cocinar, servir la mesa y lavar la vajilla o arreglar y limpiar el interior de la casa habitación. El mundo del trabajo en sentido amplio es, pues, repetimos, de orden hogareño o extra hogareño, y puede cumplirse en el marco familiar y fuera de él).

En principio, la sustracción masiva o universal a que nos referimos no fue muy grave porque la corta edad de la población respectiva no la hacía apta aún para actividades laborales significativas, y, además, porque el hogar y las tareas paternas y maternas daban siempre oportunidades de algún tipo de inmersión efectiva en el mundo del trabajo.

Pero con el transcurso del tiempo las cosas se fueron complicando. La transformación del hogar hasta alejarlo casi de manera absoluta de toda actividad laboral (ya que en los casos más extremos el aspecto "servicios", inclusive, se viene reduciendo notablemente) influye decididamente.

Los niños –de uno y otro sexo– no tienen hoy la oportunidad de acompañar ni de ver o conocer siquiera, en concreto, el mundo laboral de los padres. Dentro del hogar, sus posibilidades de colaboración se van reduciendo día tras día. En muchos casos esas colaboraciones tienen, sobre todo, un sentido simbólico, de orden moral o de conductas deseables, pero no son tareas de cuya efectiva y acertada realización esté dependiendo, de verdad, la estructura de vida del grupo familiar . Además de la situación hogareña de nuestro tiempo, el sistema escolar se ha ido extendiendo más y más, en años de vida y en horas diarias. Hoy se considera como meta ideal, en todo el mundo desarrollado, una escolaridad básica de no menos de nueve o diez años, sin contar con que el jardín de infantes o la educación preescolar le añaden uno, dos o tres. La escuela media completa empieza a parecer el destino de toda la población no adulta en esos países, con lo cual, prácticamente, hasta los 17, 18 ó 19 años quedará absolutamente alejada de la realidad del mundo del trabajo efectivo en cualquiera de sus formas o expresiones.

IV) Consecuencias educativas


El análisis hecho en los puntos II y III nos retrotrae al punto I. En realidad, todo ese desarrollo expositivo tenía un solo fin y puede resumirse en una especie de silogismo. En primer término, hemos participado del presupuesto de que el ámbito del trabajo es un ámbito educador en sí mismo, de óptimas posibilidades para la transmisión de valores, saberes y técnicas, y para la internalización de conductas y modos de comportamiento social e individual ajustados al tipo humano ideal de hombre de cada comunidad dentro de una estructura social históricamente tipificada.

Luego, hemos señalado que, en un proceso progresivo, se ha llegado en estos instantes, en las sociedades de mayor desarrollo, a la sustracción literal de grandes masas de población –en ocasiones la totalidad de la población– de ese mundo del trabajo, desde los 4 ó 5 años, hasta edades que día a día se hacen más altas.

La conclusión, en buena lógica –es decir, si no se rechazan como falsos o equivocados los presupuestos anteriores– parecería entonces irrefutable: grandes masas de población, desde la infancia hasta, en ocasiones, la madurez adulta, quedan al margen de un ámbito educador óptimo para la transmisión e internalización de contenidos culturales esenciales.
Llegados a este punto, advertimos sin embargo, que puede formularse una objeción. Surgiría, en principio, una contradicción con el concepto que hemos manejado sobre los orígenes y los fines de las instituciones escolares, responsables de aquella sustracción del mundo del trabajo. Pues el origen y el crecimiento de esas instituciones se encuentra en la imposibilidad de que la sociedad alcance la plenitud de sus necesidades educativas por sí misma, y crea entonces a aquellas para satisfacerlas acabadamente. De tal manera, ¿cómo es que ahora se las acusa de obstruir el logro cabal de las necesidades educativas de la sociedad? Entiendo que hay una respuesta.

En realidad, en los últimos cien años se ha producido en los países desarrollados de Occidente un equívoco dramático. La escuela como institución educativa existe desde mucho antes de los siglos XIX y XX, pero nunca se la entendió como la exclusiva institución educativa.

A partir del siglo XIX, y mucho más en el siglo XX, el positivismo por un lado (como exasperación intelectual de la ilustración), los altos ideales políticos propios de la escuela común y de la alfabetización universales por otro , y por fin, el avance prodigioso del saber científico y tecnológico, espectacularmente acentuado en los últimos cincuenta años, condujo a un crecimiento necesario de los ámbitos escolares en un doble sentido: educar cada vez más gente y por más tiempo, según una fórmula que ha tenido difusión universal en las últimas tres décadas, sobre todo a través de organismos internacionales.
Todo este proceso provocó (desde fines del siglo XIX, repito) el equívoco a que he hecho referencia. Consistió en olvidar que, además de las instituciones escolares, hay otros ámbitos educativos cuya eficiencia, en el logro de determinados fines educativos, es inalcanzable por aquellas.

La humanidad comenzó a creer que sólo la escuela educa, que sólo los ámbitos escolares pueden cumplir finalidades de transmisión de contenidos culturales (ya sea religiosos, éticos, políticos, científicos o técnicos) y que sólo esos ámbitos son aptos para internalizar valores, conductas, comportamientos, etcétera.

El equívoco es tan simple y tan dramático como esto: los otros ámbitos educativos, con su formidable capacidad, fueron olvidados. Se los dejó de lado, como si no existieran. Educación se hizo sinónimo de escuela, y esto fue –es– un error de consecuencias negativas incalculables.

La escuela es una organización que puede hacer mucho en materia educativa y tiene finalidades específicas en las cuales es irremplazable. (De allí que las utopías de eliminación absoluta de la escuela estén, por definición, condenadas al fracaso). Pero en modo alguno puede hacerlo todo en materia educativa, y los empeños de nuestro siglo porque las instituciones escolares asuman la totalidad de las necesidades educativas de la sociedad sólo han conducido a que las sociedades contemporáneas gasten sumas insoportables para mantener las instituciones escolares, absurdamente sobredimensionadas, cuando una gran cantidad de las tareas educativas que se les encomiendan (y que no pueden sino cumplir mal o no cumplir en absoluto) se pueden lograr mediante lo que muchos pensadores pedagógicos llaman, con acierto, la "capacidad educativa ociosa" de la sociedad. Entre esa capacidad está, en términos cuantitativos y cualitativos formidables, el mundo del trabajo en todas sus dimensiones, incluido el que todavía, de alguna manera, subsiste en el seno de la vida doméstica.
Esa capacidad ociosa tiene, por otra parte, dos ventajas capitales sobre la escuela: primero, eficiencia y, segundo, es completamente gratis. El mundo del trabajo brinda educación, por añadidura. O, si se quiere, sólo habría que soportar un costo ínfimo en alguna acción de relativa formalización y encauzamiento (aunque esa acción deberá ser la mínima necesaria, pues la tendencia a las formalizaciones rígidas y burocratizadas es una tentación irrefrenable en ciertas sociedades).

Si se nos permite una comparación (con todos los riesgos que las comparaciones entrañan), diríamos que con la capacidad educadora del mundo del trabajo está pasando, hoy, en el mundo, más o menos lo mismo que pasa en la Argentina con el gas natural que se ventea en los pozos de petróleo y se derrocha lamentablemente. El gas natural es un producto residual de la industria extractiva consiguiente: no puede obtenerse; es gratis, está a nuestra disposición y es un elemento de formidables posibilidades de uso. Todo lo que tenemos que hacer es encauzarlo debidamente y hacerlo llegar a los centros de consumo. En Islandia, la naturaleza brinda a la población agua caliente gratis, que sólo demanda el costo, también, de encauzarla adecuadamente para brindar calefacción en un ámbito geográfico de intenso frío.

Desde el punto de vista social, está ocurriendo algo parecido con la capacidad educativa del mundo del trabajo, con la diferencia a favor de este de que el costo del "encauzamiento" sería bajísimo, pues, en realidad, lo que necesita principalmente ese ámbito es libertad para actuar y no complicadas obras de ingeniería burocrática.

V) Reivindicación ética del mundo del trabajo


La exposición hecha hasta aquí quedaría incompleta, a nuestro juicio, si no formuláramos una aclaración. Junto a este abandono del mundo del trabajo como ámbito educativo fundamental, y de la simultánea asignación de responsabilidades educativas a las instituciones escolares en forma casi exclusiva se da, creemos, otro equívoco de fondo de la civilización industrial de los países de Occidente, con mayor vigor, quizás, en los de tradición católica. Lentamente, se ha ido profundizando un alejamiento entre los valores éticos, religiosos y políticos de mayor jerarquía social y el mundo del trabajo, al cual se ha terminado por creérselo vinculado sólo con intereses de menor elevación espiritual. Un fenómeno semejante se da con la técnica, y es un punto sobre el cual hemos expuesto nuestro pensamiento desde hace ya un cuarto de siglo .

De alguna manera, el mundo del trabajo en todas sus manifestaciones es mirado como una especie de minus-valoración ética, y, en cambio, a las instituciones escolares se las suele mirar como el más alto punto de referencia en ese orden.
Creemos que hay también aquí un equívoco muy perjudicial. La contraposición a que hemos hecho referencia se realimenta a sí misma, y empuja a los hombres dedicados a la empresa, a la producción, a la industria o el comercio o a los servicios de cualquier tipo, a admitir –inconscientemente– que efectivamente su labor no tiene vinculación alguna con los más altos valores religiosos, éticos o políticos. Esto, a su vez, tranquiliza sus conciencias cuando, de verdad, actúan con olvido o desdén de tales valores. La sociedad entera se perjudica entonces. En este esquema mental, cualquier propuesta "educativa" relacionada con el mundo del trabajo debe luchar contra ese tipo de reservas mentales (explícitas o tácitas).

Se olvida, además, que la escuela no puede ser, en modo alguno, un ámbito educativo caracterizado por la fuerza y la perfección de los valores religiosos, éticos y políticos, pues, en primer término, es una organización creada por una sociedad determinada –la misma sociedad en la cual se inserta, también como su criatura, el mundo del trabajo, con sus defectos y virtudes consiguientes; y, en segundo término, es una estructura de servicios, de carácter profesional, y los docentes, a su vez, forman parte del mundo del trabajo, también con sus defectos y virtudes propios.

Si quedaban dudas, las actividades y las organizaciones profesionales y sindicales de docentes, que en todo el mundo, a partir de las décadas siguientes a la del 50, participan de igual a igual con los restantes gremios en sus exigencias laborales y sindicales, así lo revelan. Aclárese bien: esta inserción de las instituciones escolares y de los docentes en el mundo del trabajo no constituye una capitis-diminutio de orden axiológico. Simplemente indica que si se desjerarquiza por esas razones al mundo del trabajo en general, a la escuela y a los docentes le alcanzan las generales de la ley. Y si se admite para la escuela y los docentes que los intereses salariales y de condiciones de trabajo o de estatutos profesionales no son incompatibles, axiológicamente, con los más elevados fines educativos, no habrá razón para negar la misma compatibilidad al mundo del trabajo en general.

VI) Trabajo y escuela media


Las consideraciones precedentes nos conducen a una propuesta concreta vinculada con la estructura actual de los sistemas educativos en la mayor parte (por no decir la totalidad) de los países europeos y americanos, y que tiene su mayor expresión en los de mayor desarrollo.

A nuestro juicio, la etapa de dedicación que podríamos denominar "completa" a la escolaridad de tipo tradicional no debería pasar de un máximo de nueve años, es decir que podría abarcar, entre los 6 y los 14 ó 15 años de edad, lo que actualmente se suele llamar educación general básica.

Esto no quiere decir que aceptemos que esa estructura deberá seguir siendo en el futuro idéntica a la actual. Desde ya adelantamos nuestro criterio de que la carga horaria actual de "escolaridad" nos resulta excesiva, si se trata de los fines propios de la escuela o de los que la escuela puede lograr. Asimismo, creemos que en particular el segundo ciclo de esta escolaridad general básica debe sufrir modificaciones organizativas y curriculares de fondo.

Pero, en general, admitimos que una cierta "sustracción" casi universal y bastante amplia del mundo del trabajo concreto de las generaciones no adultas hasta los 14 o, a lo sumo, 15 años de edad, podría ser tolerable, siempre que se reformulen adecuadamente modalidades escolares tradicionales y el hogar retome responsabilidades educativas concretas que viene abandonando cada día con mayor intensidad, en un proceso que de ninguna manera tiene porqué ser entendido como irreversible.

En este ensayo nos limitaremos a otra propuesta: consiste, concretamente, en volcar universalmente a la totalidad de los jóvenes entre los 14 ó 15 años de edad hasta los 18 ó 19 (por un lapso) aproximado de 3 ó 4 años) al mundo del trabajo concreto, mediante sistemas de dedicación parcial combinados con otra dedicación parcial a estudios regulares, que en alguna medida representarían logros fundamentales en materia de formación intelectual propios de la escuela media actual, aunque, por supuesto, ese tipo de estudios deberá asumir modalidades organizativas, curriculares y de evaluación y promoción que, casi con seguridad, tendrán poco o nada que ver con los actuales.

Estas "dedicaciones parciales" pueden entenderse de muchas maneras. Podrían consistir en una alternancia horaria cotidiana (equis horas de trabajo y equis de estudio), o una alternancia por lapsos semanales o mensuales con dedicación completa en cada uno de ellos al trabajo o al estudio.

Lo que importa es que el "trabajo" deberá ser "real", es decir, que el joven deberá responder (en el lapso que dedique al trabajo) a idénticas exigencias que las de cualquier trabajador y deberá asumir idénticas responsabilidades legales, horarias y de cumplimiento de sus tareas en términos de eficiencia. Esto significa que, paralelamente, será retribuido también en la proporción correspondiente a su dedicación.

Todo esto exigirá que a partir de los 14 ó 15 años los jóvenes habrán dejado de lado el ritmo de "año escolar" y "vacaciones", pues el trabajo y los estudios se cumplirán en toda época del año y no habrá –porque sería imposible y porque nada lo exigiría así– ninguna organización rígida que obligue a "cursar" estudios en un momento o en otro.

Será necesario alentar al mundo del trabajo, además, a utilizar a los jóvenes. Parto de que nada de esto puede hacerse mediante compulsiones legales: una empresa grande, mediana o pequeña, o un pequeño comercio o taller o estudio profesional, "obligados" a "emplear" jóvenes en estas condiciones, sólo verán en ello una compulsión estatista más y sólo se ocuparán de cumplir burocráticamente esa obligación y el joven no encontrará un lugar "auténtico" en el mundo del trabajo.
Hay muchas ventajas para el mundo del trabajo con el sistema propuesto. Inteligentemente usado, puede ser una ocasión ideal para reclutar, probar y preparar personal eficiente para el futuro. Además, puede ser una ocasión ideal para satisfacer necesidades laborales precisamente "parciales" (en cuanto a carga horaria o a duración del empleo) que la legislación actual no contempla.

Los jóvenes, entre tanto, satisfarían varios objetivos esenciales, propios de la etapa vital correspondiente. En primer término, "madurarían" como adultos al sentirse integrados, con obligaciones y responsabilidades, al mundo adulto, y no se sentirían marginados y tratados como seres incapaces de cumplir tareas serias. En el mundo del trabajo concreto llegar tarde o faltar es una actitud que complica y trastorna a la organización laboral entera y a los compañeros de labor, mientras que en la escuela los jóvenes sienten que la llegada tarde o la falta injustificada sólo son sancionadas por maldad congénita de un sistema para ellos sin sentido.

"Olvidarse" de llevar a la escuela la carpeta que un profesor pidió para una fecha determinada puede ser visto por el alumno como un hecho insignificante y, si recibe una sanción, la atribuye también al carácter carcelario o persecutorio de la institución escolar y del cuerpo docente en general. Pero si ese joven, trabajando como cadete en una empresa, se "olvida" de depositar un cheque (dentro de un conjunto de diligencias encargadas) y lo advierte al regresar a la empresa cuando el horario de banco ha expirado, y enfrenta la realidad de que la falta de ese depósito provocará al día siguiente un descubierto que puede acarrear consecuencias catastróficas, aprende, entonces, que ciertos "olvidos" o "distracciones" pueden ser algo más grave que un juego de niños, y si sufre una sanción no la achacará solamente a afanes sádicos de sus superiores.

El joven, en el mundo concreto del trabajo, puede aprender algo que en la escuela jamás podrá alcanzar: que si quiere ser tratado y reconocido como un adulto, no como un niño irresponsable, debe demostrar que es un adulto responsable.
En segundo término, el joven que trabaja concretamente tiene la oportunidad de aprender a dominar cierto tipo de instrumentos culturales y de incorporar saberes científicos y técnicos de una manera que la escuela no puede hacer. Por supuesto, el mundo del trabajo tampoco puede lograr, en el campo del saber intelectual propiamente dicho, llegar a niveles de cierta profundidad indispensables. Pero para eso estará la dedicación "parcial" al mundo escolar.

En tercer lugar, el joven de más de 14 ó 15 años, en ese período de tres o cuatro años, estará en condiciones de descubrirse a sí mismo (de "reconocerse"), con muchas más posibilidades que si lo mantiene "encerrado" en la institución escolar. Y esto lo llevará a la oportunidad única –que jamás lograrán las técnicas más sofisticadas de orden psicotécnico– de alcanzar una auténtica orientación vocacional, para el campo laboral o para los estudios universitarios a partir de los 18 ó 19 años de edad.
No debe olvidarse, en este sentido, que la convivencia en el mundo del trabajo hace forzosa la relación con múltiples actividades, y el joven puede ir enterándose de verdad, valorando y relacionando consigo mismo no sólo de qué se trata la tarea que él está cumpliendo, sino también la que cumplen los restantes miembros de la propia comunidad laboral o del mundo laboral externo con el cual esa comunidad está obligatoriamente en contacto.


VII) La etapa de estudios superiores o universitarios


No quisiéramos prolongar este trabajo más allá de los límites que su naturaleza impone y, sobre todo, de los marcados por nuestra imposibilidad actual de profundizarlo en las múltiples direcciones que se abren al considerarlo. Creemos, empero, que son necesarias unas pocas palabras mas referidas a las etapas vitales posteriores a las que aproximadamente corresponde la escuela media en casi todos los países europeos y americanos.

Los estudios universitarios deberían comprender, a nuestro juicio –coincidente, por lo demás, con el de numerosos expositores contemporáneos sobre este tema–, tres etapas: una inicial de formación básica o general para cada carrera, profesión o grupo de orientaciones afines (ingenierías, ciencias de la salud, ciencias sociales, etcétera); otra segunda de carácter decididamente profesional o especializado en una dirección académica; y una tercera, final, que sería la que actualmente se prefiere denominar cuaternaria o de postgrado, que, también, deberá coincidir con los habitualmente llamados niveles de excelencia, con vistas a la investigación y la docencia en sus aspectos más elevados. Cada una de esas etapas podrá tener diferentes modos y grados de relación o vinculación con el mundo del trabajo. Es probable que la segunda sea la que permita mayor vinculación, y que la primera exija una concentración más intensa en el plano escolástico.

Las hipótesis posibles son muchas y las alternativas reales casi infinitas, en función de las circunstancias de cada sociedad y de cada individuo. Lo que no debe olvidarse es que los jóvenes que se incorporen a los estudios superiores o universitarios vendrían –de acuerdo con la propuesta que hemos esbozado– de una etapa de tres o cuatro años de inserción concreta en el mundo del trabajo.

Por otra parte, en nuestra concepción, sobre todo por cuanto se refiere a la tercera etapa de los estudios universitarios, de lo que se trata es de enfocar la totalidad de la vida humana dentro del planteo de la educación permanente, en el cual las "entradas" y las "salidas" del mundo del trabajo y del estudio forman un continuo vital y social que armonice y satisfaga adecuadamente las necesidades y apetencias de cada miembro de la sociedad individualmente considerado y de la sociedad misma, lo cual incluye, claro está, las necesidades y apetencias del mundo del trabajo y de la evolución constante que es su principal característica en la actualidad.

Un punto final: dentro del planteo que hemos realizado, deberían incluirse las necesidades del servicio militar y las correspondientes en el plano civil. Nos gustaría alguna vez disponer de tiempo y oportunidad para encarar el tema del servicio militar como integración y no desgajamiento o sustracción del sistema educativo argentino. Tenemos la esperanza de que este análisis pueda ser realizado alguna vez con altura de miras y despojado de los apasionamientos y perjuicios que lo atenazan hoy en nuestro país.

A nuestro juicio, en la etapa que va de los 16 a los 18, 19 ó 20 años, las necesidades de la formación para el servicio militar deberían poder satisfacerse también mediante este tipo de dedicaciones parciales, con las múltiples alternativas que antes hemos señalado, y en modo alguno mediante el sistema actual de dedicación completa por un lapso de 10, 12 o más meses, lo cual es, a nuestro juicio, no sólo innecesario, sino inconveniente para los mismos fines que se declara perseguir con ese régimen de servicio militar.

La preparación militar correspondiente, dada en un proceso integral con el estudio y el trabajo, exigiría un tiempo de dedicación total mucho más breve que el actual y costos operativos más reducidos y lograría sus objetivos con eficiencia probablemente superior a la que se alcanza hoy.

VIII) Conclusión


Proponemos, en síntesis, que se considere la posibilidad de la desaparición del nivel llamado de enseñanza media tal como actualmente se lo conoce en su estructura organizativa integral y que, después de la enseñanza general básica (nunca más nueve años de escolaridad), continúe una etapa de tres o cuatro años de duración, que englobaría, en un sistema de alternativas y dedicaciones parciales pasibles de múltiples formas de instrumentación, la inserción en el mundo del trabajo real, el logro de objetivos de estudio propios de las instituciones escolásticas, la formación necesaria de orden militar y la internalización de los valores y conductas ideales de una sociedad pluralista y democrática.

NOTAS

Dejamos de lado –pues no estamos intentando un ensayo de historia de la educación ni de historia de la educación técnica o profesional– aspectos que en ese caso habría que considerar, como la formación de los "funcionarios" del antiguo Egipto o la antigua China: escribas y mandarines. Tampoco entramos en el antecedente más importante, probablemente, en una historia de las instituciones escolares, como es la formación del clero en casi todas las civilizaciones, desde las más antiguas, y luego de los profesionales de la guerra.

En un estudio histórico más amplio deberían formularse numerosas reservas, referidas a casos particulares como la formación del clero, ya citado en la nota anterior, o la situación de los estudios llamados secundarios a partir del siglo XVII. Pero todas estas circunstancias no restan validez a las afirmaciones anteriores si se considera la totalidad de la población en el entero mundo de la civilización occidental, que es el enfoque que en este ensayo nos interesa.

La alfabetización universal es el punto de partida de un cambio brusco. Muchas veces lo hemos afirmado y no tememos repetirlo porque, lamentablemente, no parece que el concepto se haya difundido suficientemente: lograr que la totalidad de la población del mundo europeo occidental aprendiera a leer y escribir y, además, adquiriera las nociones elementales básicas de la ciencia matemática y del orden político constitucional, significó en su tiempo (en el siglo pasado) plantearse una empresa gigantesca, que exigió esfuerzos organizativos y económicos de una gran magnitud que, probablemente, jamás se podrá cuantificar. Pero haberlo logrado, con todos sus altibajos y con todas las carencias que se quiera, es una hazaña de la civilización de nuestro tiempo que la humanidad que se ha beneficiado de ella no ha sido capaz, todavía, de reconocer y de valorar.

Una cosa es ayudar a mamá a preparar algún plato de comida o a decorar una torta casera para un acontecimiento familiar, y otra muy distinta caminar diariamente varios kilómetros, quizá varias veces al día, para acarrear la única agua con que se contará en el hogar para todas las necesidades de alimentación e higiene. Los baldes derramados por descuido o accidente tienen, entonces, un significado educativo muy distinto de una torta sacada del horno fuera de punto o de un adorno tendido algo desprolijo sobre la mesa.

En realidad, nos referimos a lo que en el libro Las etapas históricas de la política educativa. EUDEBA, 3ra. Edición, Buenos Aires, 1972) hemos llamado la "escuela redentora", que alude al sentido mesiánico que en el orden político, ético y social se le asignó a la escuela común, universal y obligatoria.

Con fecha 15 de noviembre de 1959 publicamos en el suplemento literario del diario La Nación un artículo titulado "Técnica, hombre, educación", en el cual ya hacíamos referencia a este problema. Fue reproducido luego en el volumen Precisiones pedagógicas, (Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1967).

 

Cuando el presente es futuro

Publicado en Fundación Banco de Boston, en diciembre de 1988

La vida está hecha de pasado, de presente y de futuro. El pasado es la incógnita, la apuesta, los sueños. Además, es mío, tanto como pocas cosas pueden serlo, porque puedo diseñarlo, imaginarlo, soñarlo, según mi gusto y mis ansias. Todo futuro es posible, y, en buena lógica, ninguna hipótesis, en términos absolutos, es descartable.

Pero la edad introduce algunas diferencias importantes en el juego del pasado y del futuro propios de cada persona. El recién nacido casi no tiene pasado; el moribundo casi no tiene futuro. El niño y el joven tienen más futuro que pasado, al revés que el hombre adulto y que el anciano.

La riqueza del presente, entretanto, está hecha del pasado que, para bien o para mal, nos nutre y nos determina, porque, una vez transcurrido, jamás podremos sacudírnoslo de encima; pero también del futuro, que nos promete la redención o nos permite volver a pecar, del futuro que forjamos a nuestro gusto o que esperamos de la Gracia o de las deidades de todos los tiempos.

El filósofo Francisco Romero, en una página magistral, decía del presente que es inasible(1). El presente, en efecto, no existe: apenas intento detenerme a pensarlo se ha hecho, ya, pasado. En cada instante de mi vida estoy, en rigor, haciendo mi futuro. Cuando el prójimo a quien hablo escucha las palabras que digo, yo ya las he dejado atrás en mi mente y estoy pensando en las que les seguirán para completar el discurso. Las pronunciadas son el ayer, aún cuando hayan pasado apenas segundos desde el instante en que las dije; las que estoy por decir en el segundo siguiente, son en verdad futuro. Así en la vida. Cada día está signado por un ayer que no volverá, y por lo que he de hacer en este otro día presente que sólo tiene sentido porque existe el día de mañana.

No tengo, pues, presente. Sólo hay en mí, pasado y futuro. Mi riqueza está forjada sobre ambos, y mi pobreza o mi fortuna dependen de cuánto puedan valer uno y otro. El presente no cuenta, en realidad, para hacer las cuentas de la vida.

"Nuestra razón –o nuestra exigencia de cabal racionalidad– no puede concebir el tiempo, sino como una dirección viva y móvil, como una afluencia unidimensional que del futuro, pasa ante nosotros y escapa vertiginosa hacia el pasado... El hombre, Jano bifronte, mira al pasado con una de sus caras, trabaja en reproducir todo pasado en su presente, en introducirlo en él, reviviéndolo. Y al mismo tiempo vuelve su otra cara hacia el porvenir... Su presente es funcional, es aquello mediante lo cual y desde donde conoce el pasado y emprende la colonización del provenir." (Francisco Romero, op. ct.)

 

1 "El presente inviolable", en "Filosofía de la Persona", Ed. Losada S.A., Buenos Aires, 3ª edición, 1961. (1ª edición 1944). El artículo fue publicado inicialmente en "Cuadernos Americanos", México, enero-febrero 1943.

 

La juventud y su presente


Todo esto tiene que ver con un extendido error en el que ha caído, al parecer, gran parte de la sociedad del mundo occidental. Consiste en la valorización de la adolescencia o de la juventud como momentos valiosos en sí mismos, desgajados del pasado y, sobre todo, vacíos de la riqueza que les otorga el porvenir.

Sin embargo, la juventud vale, esencialmente, en cuanto significa un proyecto, una ambición de ser, un sueño por realizar, una voluntad tendida hacia un punto. La juventud encuentra la plenitud cuando sabe que está viviendo para ser, cuando no se agota en sí misma.

Tiempos hubo en que la humanidad no encontraba sentido a la infancia, a la adolescencia y a la juventud. Sólo importaba el adulto que debía llegarse a ser. Mientras el instante de la madurez llegaba, la juventud sólo era admirada por la belleza física o la salud del cuerpo, pero carecía de reconocimiento social y de derechos. Cuando se advirtió el error, un aporte muy grande se brindó a los estudios psicológicos, sociales y educativos. Se comprendió que cada edad tiene sus derechos y debe ser vivida como tal, a fin de alcanzar un desarrollo integral y una realización completa y sana como adulto.

Pero un día, casi sin darse cuenta, la sociedad occidental cayó en el error contrario. Comenzó a olvidar que el sentido final del presente es el futuro y que el pasado –representado, también por la memoria común, además de la personal– constituye la tierra fecunda sin la cual ni el tronco ni las hojas ni las flores pueden alcanzar su plenitud como tronco, como hojas o como flores.

El equívoco –a menudo por obra de una explotación interesada– hizo camino y prendió en los jóvenes. Hoy, no siempre, pero sí en muchas oportunidades, parecerían haber olvidado que necesariamente han de dejar de serlo para transformarse en adultos. Han terminado por suponer que es posible vivir el presente, sin advertir que el presente no existe, es inasible, se escapa de las manos y sólo encuentra sentido cuando se transforma en camino hacia el futuro.

En el libro magnífico, ("Líneas generales de filosofía de la educación") prácticamente desconocido o, mejor dicho, olvidado, hoy, en los medios pedagógicos argentinos, el gran educador italiano –no menos olvidado–, Giusseppe Lombardo-Radice (nacido en Catania, Sicilia, en 1879), dice estas palabras reveladoras: "Ser hombre significa educarse. Porque somos hombres en cuanto nos hacemos hombres" (el subrayado es nuestro). Es decir: el hombre deviene hombre, y la juventud es la etapa capital en que ese devenir juega sus grandes cartas. Y prosigue Lombardo-Radice: "A cada instante de la vida que merece ser llamada nuestra, nos aceptamos y reconocemos por aquello que hemos llegado a ser y, al mismo tiempo, nos reconocemos insuficientes a nosotros mismos, no nos contentamos con sólo lo que llegamos a poseer. Si lo que creemos ser no nos sirviera de base para continuar construyendo nuestra vida, siguiendo un íntimo criterio de aprobación, esta vida no tendría ningún valor". Obsérvese, pues, como el juego del pasado (lo que hemos llegado a ser) y del futuro (continuar construyendo nuestra vida) está presente con claridad insuperable. Más adelante el autor vuelve sobre el tema: "El hombre es hombre en cuanto tiene fe en sí mismo y resuelve ser sí mismo; en tanto cuanto quiere sentirse sin incoherencia y sin oscuridad internas; de esta coherencia y claridad de sí que ha alcanzado, quiere lanzarse lejos de sí y encerrar la incoherencia anterior en un pasado separado del presente y ya perdido". Es difícil explicar mejor el proceso del adolescente y del joven que busca su identidad, que se "lanza" hacia el futuro en busca del hombre que quiere ser. Y para terminar con Lombardo-Radice escuchemos esta definición magistral: "No somos humanidad, tendemos a la humanidad, la humanidad no es un punto de llegada que se alcanza una vez para siempre, sino una meta que es, a su vez, nuevo punto de partida: es sosiego e inquietud".

El hombre, pues, es un ser que viene del ayer y marcha hacia el futuro, pero en una etapa de su existencia –la juventud– casi podría decirse que ese tender hacia el futuro es su esencia definitoria.(2)

Una mala prédica


Una mala prédica ha hecho presa de muchos jóvenes que creen posible vivir su juventud como si les estuviera permitido evadirse del futuro. Entonces, comienzan a sentir la angustia del vacío. Porque el mal que se les ha hecho dejándoles caer en esta contradicción lógica y existencial es inmenso: se los ha despojado de la riqueza de su presente, y descubren que las monedas de oro que suponían tener en las manos son como arena que se escurre de entre los dedos a pesar de todos los esfuerzos por retenerlas. Abren los puños y no tienen nada.

La juventud encuentra su sentido en cuanto es una etapa con vista al futuro. De lo contrario es un soplo, un momento fugaz de la existencia que se vive casi sin advertirlo, cuando se ha transformado en pasado irreversible y hay que afrontar la realidad de la adultez sin saber bien quiénes somos ni para qué somos.

¿Se trata, entonces, de vivir la juventud sin disfrutar de los goces que le son propios y mañana ya no se podrán disfrutar? ¿Se trata, acaso, de ser joven sin aprovechar plenamente de la salud, la belleza y la potencia intelectual de esos años irrepetibles? Sería cambiar un error por otro, y condenarse, también, a ser adultos angustiados y existencialmente vacíos.
La vida es, por sobre todo, –y aún, o principalmente, en una visión religiosa–, futuro, proyecto, tensión para el salto, preparación para la conquista de la ciudadela de la adultez, que se rendirá a nosotros, sin condiciones, si la hemos sitiado desde la adolescencia y no le hemos dado tregua. Un día la tendremos instalada en nuestros brazos, la habremos hecho nuestra y nos sentiremos –y nos sabremos– adultos plenos, gozosos, ricos de pasado y más ricos todavía por el futuro que ya hemos comenzado a hacer nuestro y a transformar en pasado.

A medida que avanzan los años la gran riqueza existencial va cambiando, de a poco pero inexorablemente, el jugo nutricio que alimenta las raíces. El futuro se hace más pobre y el pasado se agiganta. Los viejos valen, sobre todo, por lo que han hecho. Los jóvenes, por lo que harán. Lo que se hace, en el presente fugaz e inasible, casi inexistente importa por lo ya realizado o por lo que se ha de realizar. Si dejo a un anciano sin pasado lo reduzco a la miseria, pero si un joven no forma su porvenir, es decir, si se niega a prepararse para el futuro, se reduce a otra clase de pobreza, no menos triste que la primera.
El niño y el joven valen en cuanto se preparan para ser hombres. La media lengua del infante es graciosa y encantadora porque muestra el sendero para la adquisición del don del habla. Los pasos tambaleantes del primer año de vida conmueven porque presagian la firmeza del andar seguro. El despliegue físico del cuerpo en la pubertad y la armonía estéticamente formidable del final de la adolescencia y de los primeros años de la juventud tienen una virtud moral: presagian al adulto listo para afrontar la vida y para reproducirla. La conmoción intelectual de los alumnos que nutren sus mentes con las nociones primeras de las ciencias, las letras y las artes se funda en la perspectiva del adulto que será capaz de bucear en aquellas hasta el fondo de sus raíces y, quizá, de añadir nuevos gajos al edificio universal de la sabiduría o de las artes. La primera página escrita o la poesía inicial abren la perspectiva de la presencia del gran escritor, y la primera pregunta audaz que cuestiona alguna de las hipótesis canónicas de la ciencia permite imaginar a un posible investigador que removerá al mundo con sus teorías.

El futuro, siempre el futuro. El querer ser, el esforzarse por ser, el descubrir y elegir rumbos, la tensión del ánimo por ser alguien: he ahí la juventud.

2 "Líneas generales de filosofía de la educación", con un estudio preliminar de Lorenzo Luzuriaga, Publicaciones de la Revista de Pedagogía, Madrid, 1928 (Traducción del italiano de Concepción Sáinz Amor).

 

La libertad


Cuando los padres, la sociedad o los maestros ofrecen a los jóvenes la oportunidad de hacer suyo el pasado transformado en cultura establecida no los limitan, pues, no los castran, no los oprimen. Les abren las puertas al futuro, sin el cual no serán nada. Porque este entretejido de pasado heredado y de futuro personal por realizar, esta tensión entre el ayer recibido o ya vivido individualmente, y el futuro que es sólo e irredimiblemente mío, se asienta sobre la libertad.

Suprimamos la libertad y todo lo escrito hasta aquí en estas páginas carece de sentido. La libertad es la condición necesaria –no suficiente– para ser dueño de mi pasado y para forjar mi futuro, bueno o malo, pero único, mío, irrepetible. No hay remedio. Sin libertad no importa ser joven: mi futuro no existe. No habrá adulto, no habrá un responsable ante Dios o ante los hombres o ante yo mismo. No habrá elección posible, no habrá senderos por descubrir. En cambio, podrá haber, entonces sí, un presente que se vive y se agota en sí mismo, sin importar el pasado y sin prepararse para el futuro. Los padres, las sociedades, los maestros que dejan de señalar a los jóvenes que la esencia de la juventud es la preparación para el futuro los condenan a la pobreza existencial, al vacío interior, aunque, quizás, les den una profesión u oficio, un empleo y hasta puedan tener hijos y formar una apariencia de familia. Estos padres permisivos son los castradores y los opresores. Estos maestros liberadores son los que niegan a la juventud la riqueza esencial que es la capacidad de forjar el futuro. Estas sociedades demagógicas son las que conducen a la angustia de no ser, porque no han advertido a la juventud que es de su esencia la preparación para ser.

Pero bien entendido: si negamos a la juventud la libertad de resolver su destino, de forjar su futuro, también los dejaremos vacíos. Nadie puede suplantar al prójimo en esa labor. El resultado podrá merecer, a ojos extraños, incluyendo los de los padres, juicios diferentes, pero –recordemos– la libertad es condición necesaria.

La concepción cristiana del hombre así lo afirma, además. Dios nos hizo libres. Por eso, podemos pecar. También, arrepentirnos –de verdad, no de mentirijillas, como diría Unamuno– y Dios sabrá si merecemos su perdón o no. Pero Él no nos quita la libertad de pecar. Si lo hiciera, seríamos seres no-responsables (irresponsables) de nuestros actos y el premio o el castigo del Día del Juicio carecería de sentido. "Es la libertad la que crea el valor del hombre y le hace responsable de sus actos. Dios podría impedirle que hiciese el mal, limitando su libertad, pero entonces le quitaría cuanto forma su grandeza humana" recuerda el canónigo Jacques Leclercq.3 La virtud y el pecado no son categorías del pensamiento aplicables a los animales, porque no son seres libres. El hombre es el único ser sobre la Tierra que responde (da respuestas) de sus actos, porque es el único ser al que se le ha concedido libertad. Negársela al joven para resolver su futuro es negarle su condición de hombre. Pero los padres, la sociedad, los maestros, tienen la obligación de hacerle saber que tiene un deber: forjar su futuro. Si se lo deja vivir el presente sin pedirle otra cosa dispondrá de libertad, condición necesaria, pero le faltará el sentido del deber, que junto con aquella son el conjunto condicionante necesario y suficiente para llegar a ser un hombre.

Un psicologismo barato, una mala copia de prácticas y teorías llamadas de orientación surgidas décadas atrás en países con pautas culturales singulares y diferencias de las de otras partes del mundo occidental, junto con una peor aplicación de pseudo-instrumentos científicos de validez jamás suficientemente comprobada fuera de las fronteras del país de origen, ha difundido la convicción de que la preparación para el futuro se reduce a una presunta "orientación vocacional" de la cual, casi mágicamente, se obtendrá el camino ideal para cada joven, la realización profesional con la cual alcanzará éxito en la vida y plenitud en el orden espiritual, anímico y afectivo. Lástima que estas halagadoras promesas no pueden ser acompañadas, en los folletos respectivos, por la conocida fórmula vendedora sobre devolución del precio si el producto no da buenos resultados. Porque, en este caso, el resultado se comprueba cuando ya no hay tiempo para comprar otro producto.

El problema que venimos planteando no consiste en elegir una profesión, oficio o actividad. O, en todo caso, no consiste "solamente" en esa elección. Hace mucho tiempo que venimos sosteniendo que el enfoque es exactamente al revés: primero, el joven debe encontrarse a sí mismo, como persona, en sus dimensiones religiosas, filosóficas, existenciales. Debe tener en claro "quien" quiere ser. Debe encontrar su identidad como persona en un momento histórico determinado, en un lugar determinado, en su aquí y ahora, en una circunstancia, en fin.

Sobre esa base, y sólo sobre esa base, podrá elegir profesión, oficio o actividad. Y algo mucho más importante, que estas equívocas teorías sobre orientación vocacional han olvidado señalar: podrá encontrar muchos, quizás abundantes rumbos capaces de satisfacerlo vocacionalmente. No hay un rumbo único, preciso, exacto, que sea capaz de lograr la realización personal. Hay muchos, cuando una persona tiene bien definida su identidad y resueltos sus caminos existenciales en los puntos capitales, que son de naturaleza religiosa, filosófica, ética y social.

Hace mucho hemos dicho, también, que la persona humana no se asienta sobre una profesión o actividad, sino que es al revés: toda profesión, oficio o actividad se asientan sobre una persona.

3 "Hacia un cristianismo auténtico", por el canónigo Jacques Leclercq (2ª edición, versión española de Ana María Arranz Crabias, Ed. Dinor, S. L. San Sebastián, España, 1960, pág. 137).

 

Prepararse para ser adulto


Prepararse para ser un adulto es, pues, mucho más, y más importante, que elegir una actividad o un estudio determinado. Es forjar un plan de vida sobre bases éticas, religiosas, políticas. Es saber si se puede mentir o no; si se puede robar o no; si la violencia es admisible o condenable; si amaré a mi prójimo o seré indiferente a su suerte; si prefiero la frivolidad como constante o si soy capaz de adentrarme en las honduras de mi alma; si me siento criatura divina o si me supongo un accidente bioquímico sin sentido conocido; si prefiero saludar a mi vecino cortésmente o si lo ignoraré mientras nada tenga que esperar de él. Cuando tenga resueltos esos aspectos en apariencia tan simples, muchas actividades podrán complacerme. De lo contrario, podré ser un buen o un mediocre profesional, tener éxito o fundirme en los negocios, llevarme más o menos bien con mi mujer o separarme de ella. Pero nunca seré un hombre pleno porque en mi juventud habré olvidado que debía preparar el futuro. Seré existencialmente pobre, sin remedio.

Hay quienes halagan a la juventud por demagogia, para usarla y ponerla a su servicio. Hay quienes la halagan por envidia, y –adultos hechos– pretenden ser sus compañeros como una nueva manera de tornar realidad el mito fáustico. Hay quienes la persiguen y condenan por resentimiento, porque ya no son jóvenes y no toleran que otros lo sean, porque han dejado atrás la belleza del cuerpo y la potencia de la mente y les resulta intolerable que la juventud disfrute de una u otra. Hay quienes con la excusa de la libertad la abandonan y se olvidan de marcarle sus deberes. Hay quienes con la excusa de señalarle el camino del deber le niegan la libertad.

Si todo equilibrio es difícil, el del padre o el del maestro que se siente responsable ante los hijos o los discípulos puede ser agotador, frustrante y a menudo desolador. No es fácil encontrar el punto justo, la serenidad anímica que nos permita caminar día a día por la cuerda floja sin caer en un extremo o en el otro. Buscarlo es, empero, el oficio del padre y del educador. El presente del joven es, esencialmente, el camino del futuro. Es un deber que hemos de señalarle.

Para cumplirlo, requiere libertad. Es una condición que no podemos negarle. Ayer, quizá, sólo le hablábamos del deber. Hoy, probablemente, sólo le damos libertad. En ambos casos, le negamos el futuro. La juventud merece, necesita, que los adultos reencontremos el equilibrio. Aunque la empresa sea agotadora.



Informática y Eficiencia: Dos desafíos para el sistema educativo

Desafío de la Educación, Ediciones Corregidor, agosto de 1986

Introducción


Hace muchos años que mantengo una línea de pensamiento crítica sobre los contenidos y sobre la eficacia del sistema educativo formal. Está lejos de i ánimo reivindicar originalidades ni prioridades con respecto al tratamiento de ciertos temas, porque siempre, en la historia de la humanidad, se han dado coincidencias históricas al respecto. Es además notorio que posiciones similares a las mías circulan universalmente desde hace por lo menos dos o tres décadas.

Lo que ocurre es que cada pensador organiza sus propios argumentos y arma sus propios esquemas de arquitectura intelectual para sostener ideas que, en lo esencial, son patrimonio de la humanidad en un momento determinado.

Sólo desde ese punto de vista me atrevo a señalar que ya en 1959, por ejemplo, en una serie de exposiciones sobre "El Normalismo" (editadas en 1960 en un folleto hoy casi inhallable) señalaba mi criterio acerca de la inutilidad de buena parte de los contenidos curriculares de la escuela primaria, y condenaba los excesos formalistas que habían conducido a los cursos de formación docente a un ritualismo vació de sentido.

Al año siguiente, en 1961, la Asociación por la Libertad de Enseñanza me publicó un trabajo en el cual señalaba que, a mi juicio, una auténtica libertad de enseñanza consistía en la posibilidad de organizar sistemas educativos que sólo deberían demostrar eficiencia en sus resultados, sin necesidad de que se les impusieran regímenes organizativos, metodológicos y curriculares obligatorios.

No abandonaré jamás esta línea de pensamiento. Cada día que pasa, encuentro mayores motivos para afirmarme en mi preocupación central: los sistemas educativos, padecen un formidable exceso de burocratización ritualista, traducido en un entretejido fortísimo de obligaciones formales, y, en cambio, no se ocupan de rendir cuentas acerca de los logros reales de su labor. Se dirá que han llegado a este punto por aquel exceso de formalismos obligatorios, pero no importa saber, ahora, qué fue primero. Lo importante es señalar la realidad.

Por otro lado, la escolaridad se ha convertido en una especie de mito, cuyo valor no se discute. Parecería, entonces –esto ocurre efectivamente así desde hace muchas décadas– que la virtud consiste sólo en ir a la escuela, aunque no se indague qué se hace en la escuela y qué provecho obtiene la sociedad de esa concurrencia obligatoria. Por eso, desde hace más de medio siglo, la sociedad ha dejado de debatir –al menos en nuestro país, pero creo que la observación, con matices diversos, es válida más allá– qué se hace en el sistema educativo y cuáles son sus contenidos curriculares.

En este trabajo quedan planteadas dos propuestas esenciales dentro de esa línea de pensamiento. El primero se refiere a la necesidad de actualizar, con contenidos nuevos y otra estructura organizativa, la vieja "escuela común" de fines de siglo XIX, que fue el ideal de la escuela elemental, básica y obligatoria.

El segundo propone que el sistema sea capaz de demostrar su eficacia; que, despojado de la aureola protectora que lo hace aparecer intocable y virtuoso "per se", se rinda examen. La idea es, al fin, sencilla: no fiscalizar pasos formales, contenidos ni metodologías, sino resultados.

Ambos trabajos son resultado de una reelaboración especial, para esta ocasión, de trabajos preparados unos años atrás. El primero es fruto de una exposición originalmente leída en el II Congreso Latinoamericano de Educación realizado en Buenos Aires en 1982, y cuya primera versión publicó al año siguiente en dos volúmenes que transcribieron todos los aportes presentados al Congreso, el Centro de Investigaciones y Acción Educativa (CINAE). El segundo es una versión levemente modificada de un artículo cuyo título original fue "La desinstitucionalización del sistema educativo", publicado en el Nº 26 de "I. I. E.: Revista del Instituto de Investigaciones Educativas" (mayo de 1980). Aquel título tuvo un efecto negativo, pues centró la polémica sobre un punto que, entiendo, no es la esencia de la tesis desarrollada y que creo se ajusta mucho más al elegido ahora.



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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina