Los valores formativos del mundo del trabajo
Publicado
en Ideas y Propuestas para la Educación Argentina
Academia de Educación 1989
I)
El mundo del trabajo como ámbito educativo
Es un concepto universalmente aceptado que el proceso educativo
se cumple –con conciencia de su realización o
no, con intencionalidad asumida o no, con una organización
y metodología específicas o no– en todo
momento y en cualquier ámbito social, y también
que cobra mayor fuerza sobre los miembros no adultos de cada
comunidad.
Lo anterior
no pasa de ser, en efecto, sino uno de los conceptos iniciales
de los estudios pedagógicos, que, aún con giros
expositivos muy diferentes, se encuentran en casi todos los
textos o cursos introductorios correspondientes.
Generalmente,
esos textos privilegian el papel que, en el sentido apuntado,
cumple el ámbito familiar, la madre en primer término
y todo el contexto hogareño después.
En modo
alguno intentaríamos negar la razonabilidad de otorgar
al entorno familiar un papel principal en la tarea socializadora
y transmisora de contenidos culturales, pero siempre nos pareció
indebidamente reducido el espacio concedido al mundo del trabajo
–entendido en la más amplia dimensión
posible– como ámbito de importancia también
fundamental en la misma tarea.
En primer término, debe tenerse presente que, en un
sentido, el hogar es parte del mundo del trabajo. Sólo
en este siglo, y en las sociedades ya entradas de lleno en
lo que suele llamarse la "civilización industrial"
o, más habitualmente, el "mundo desarrollado",
el hogar, como una estructura orgánica, está
en gran medida apartado de exigencias o de modalidades laborales:
casi absolutamente de las primarias y secundarias y en medida
amplia de las terciarias.
Pero
desde las épocas más remotas, hasta fines del
siglo pasado –y por supuesto todavía hoy en las
socieda
des menos
desarrolladas– el hogar ha sido siempre una unidad de
producción, de elaboración secundaria de productos
primarios y de prestación de servicios, con sus propias
características de división del trabajo, de
especializaciones y –en el orden que nos interesa–
de enseñanza y aprendizaje para que las generaciones
jóvenes, a medida que van alcanzando las fuerzas físicas
y las capacidades mentales suficientes, se integren progresivamente
a aquella unidad.
En realidad,
la noción del trabajo extra hogareño, sin relación
necesaria alguna con el marco familiar, tal como la tiene
internalizada nuestro tiempo, es, masivamente considerada,
una consecuencia de la Revolución Industrial que no
ha hecho sino extenderse hasta alcanzar ahora, en los países
de máximo desarrollo, una dimensión casi absoluta.
Este
análisis histórico-sociológico no es,
sin embargo, el objetivo esencial de nuestra exposición,
aunque es un punto de partida indispensable. Lo que nos importa,
aquí, es destacar cómo la fuerza educativa de
la familia –reconocida sin discusiones, y a menudo exaltada
y valorizada como primera jerarquía– se expresa,
en medida considerable, a través de la acción
educadora que esa familia debe desplegar como unidad de trabajo,
o de producción y consumo.
Por supuesto
que si se pretendiera comparar el significado o la fuerza
educativa de la familia y la del mundo del trabajo, también
se podría decir que las generaciones jóvenes
logran internalizar los valores, las técnicas y los
saberes del segundo gracias al sustento que les presta la
primera.
Ambas
cosas son ciertas: a lo largo de la historia, el mundo del
trabajo se apoyó en la fuerza educativa de la familia,
y esta, a su vez, logró buena parte de sus éxitos
educativos mediante la riqueza de oportunidades que, en todos
los sentidos, encontró en el mundo del trabajo.
Porque
–y con esto vamos llegando al nudo de la cuestión–
el mundo del trabajo (ya sea el que ha sido o aún siga
siendo propio del ámbito familiar, ya el que corresponda
a la actual civilización de los países en desarrollo,
o sea desgajado del hogar) no se limita, no puede limitarse,
aunque a veces crea que sí puede, a la internalización
de actitudes, hábitos, conductas, técnicas y
saberes. Junto con ello, necesariamente, introduce a las generaciones
jóvenes en el mundo de los valores éticos, religiosos,
filosóficos y políticos propios de cada sociedad.
II)
Sustracción de los jóvenes del mundo del trabajo
Lo que sigue podría ser parte de una historia de la
escuela o de los sistemas escolares en general, y por nuestra
parte hemos considerado el tema en oportunidades anteriores.
La idea
esencial es la siguiente: cuando el campo cultural en su más
amplia acepción se encuentra con cierto tipo de contenidos
de gran complejidad y, por lo tanto, que requieren una tarea
especializada para su transmisión a las generaciones
jóvenes, necesita sustraer a estas –o a un porcentaje
de estas, que en un principio es francamente muy escaso–
durante lapsos variables del hogar y del mundo del trabajo,
para ocuparse exclusivamente de aquella tarea. Estamos en
el principio de las instituciones escolares, casi siempre
destinadas, en sus orígenes, a la transmisión
de contenidos religiosos, morales o políticos, aunque
la separación de estos tres órdenes no se da,
claramente, sino a partir de los tiempos modernos.
La escritura
suele ser citada como uno de los contenidos o técnicas
culturales que requieren esa tarea específica de carácter
educativo, y el caso chino, por las dificultades que su lengua
escrita representa, se ha convertido en un ejemplo clásico
de lo dicho en el párrafo anterior.
Ya en
la antigüedad judía y grecorromana numerosos contenidos
culturales, religiosos, políticos, históricos,
científicos, éticos y jurídicos exigían
ser transmitidos –al menos a una porción de la
población total– mediante instituciones educativas
especializadas, y junto con esas instituciones surgieron los
profesionales de la tarea docente. (El término "profesional"
vale, aunque en Roma hayan sido esclavos griegos los que cumplían
la tarea de "pedagogo").
Todavía,
empero, el mundo del trabajo propiamente dicho –en un
sentido muy amplio y general– no requería una
labor de trasvasamiento generacional de la misma naturaleza.
Pero, lentamente, también esta necesidad se hizo presente
y los sistemas del "taller" o del "maestro"
del fin del Medioevo, confundidos con la figura del "patrón",
en el sentido actual de la palabra, preanunciaban la educación
técnica o laboral de carácter escolar. En medida
apreciable, las universidades, a partir de los siglos XIII
y XIV en adelante, configuran otro modo de respuesta a ciertas
necesidades laborales de naturaleza muy compleja por el nivel
de sus fundamentos científicos, como el Derecho o la
Medicina, por ejemplo . El hecho es que, hasta fines del siglo
XVIII y principios del XIX, el fenómeno de la sustracción
de sectores de la población no adulta del mundo del
trabajo se limitaba a porcentajes reducidos de la población
y, salvo excepciones, a lapsos también reducidos de
la vida de cada "estudiante" considerando años
de vida y dedicación en horas o días de "clase"
.
III)
Situación a partir del siglo XIX
El panorama comienza a cambiar bruscamente con la Revolución
Industrial, con el surgimiento casi simultáneo de los
ideales político-educativos que desde mediados del
XVIII se difunden en Europa y en América y se ponen
en práctica, en realidad, a partir del último
tercio del siglo XIX.
Ese objetivo
de alfabetización universal , luego transformado en
el cumplimiento de una escolaridad mínima común
de cinco o seis años (hoy extendida en varios más
en muchos países) fue el primer gran intento de sustracción
de la totalidad de la población no adulta del mundo
del trabajo, aún del hogareño, por un lapso
prolongado en años y en horas diarias.
(Recuérdese
que por mundo del trabajo entendemos cualquier actividad destinada
a la producción o a la transformación de elementos
necesarios para la vida o a la atención y provisión
de los servicios consiguientes, como puede ser, por poner
un sólo ejemplo, cocinar, servir la mesa y lavar la
vajilla o arreglar y limpiar el interior de la casa habitación.
El mundo del trabajo en sentido amplio es, pues, repetimos,
de orden hogareño o extra hogareño, y puede
cumplirse en el marco familiar y fuera de él).
En principio,
la sustracción masiva o universal a que nos referimos
no fue muy grave porque la corta edad de la población
respectiva no la hacía apta aún para actividades
laborales significativas, y, además, porque el hogar
y las tareas paternas y maternas daban siempre oportunidades
de algún tipo de inmersión efectiva en el mundo
del trabajo.
Pero
con el transcurso del tiempo las cosas se fueron complicando.
La transformación del hogar hasta alejarlo casi de
manera absoluta de toda actividad laboral (ya que en los casos
más extremos el aspecto "servicios", inclusive,
se viene reduciendo notablemente) influye decididamente.
Los niños
–de uno y otro sexo– no tienen hoy la oportunidad
de acompañar ni de ver o conocer siquiera, en concreto,
el mundo laboral de los padres. Dentro del hogar, sus posibilidades
de colaboración se van reduciendo día tras día.
En muchos casos esas colaboraciones tienen, sobre todo, un
sentido simbólico, de orden moral o de conductas deseables,
pero no son tareas de cuya efectiva y acertada realización
esté dependiendo, de verdad, la estructura de vida
del grupo familiar . Además de la situación
hogareña de nuestro tiempo, el sistema escolar se ha
ido extendiendo más y más, en años de
vida y en horas diarias. Hoy se considera como meta ideal,
en todo el mundo desarrollado, una escolaridad básica
de no menos de nueve o diez años, sin contar con que
el jardín de infantes o la educación preescolar
le añaden uno, dos o tres. La escuela media completa
empieza a parecer el destino de toda la población no
adulta en esos países, con lo cual, prácticamente,
hasta los 17, 18 ó 19 años quedará absolutamente
alejada de la realidad del mundo del trabajo efectivo en cualquiera
de sus formas o expresiones.
IV)
Consecuencias educativas
El análisis hecho en los puntos II y III nos retrotrae
al punto I. En realidad, todo ese desarrollo expositivo tenía
un solo fin y puede resumirse en una especie de silogismo.
En primer término, hemos participado del presupuesto
de que el ámbito del trabajo es un ámbito educador
en sí mismo, de óptimas posibilidades para la
transmisión de valores, saberes y técnicas,
y para la internalización de conductas y modos de comportamiento
social e individual ajustados al tipo humano ideal de hombre
de cada comunidad dentro de una estructura social históricamente
tipificada.
Luego,
hemos señalado que, en un proceso progresivo, se ha
llegado en estos instantes, en las sociedades de mayor desarrollo,
a la sustracción literal de grandes masas de población
–en ocasiones la totalidad de la población–
de ese mundo del trabajo, desde los 4 ó 5 años,
hasta edades que día a día se hacen más
altas.
La conclusión,
en buena lógica –es decir, si no se rechazan
como falsos o equivocados los presupuestos anteriores–
parecería entonces irrefutable: grandes masas de población,
desde la infancia hasta, en ocasiones, la madurez adulta,
quedan al margen de un ámbito educador óptimo
para la transmisión e internalización de contenidos
culturales esenciales.
Llegados a este punto, advertimos sin embargo, que puede formularse
una objeción. Surgiría, en principio, una contradicción
con el concepto que hemos manejado sobre los orígenes
y los fines de las instituciones escolares, responsables de
aquella sustracción del mundo del trabajo. Pues el
origen y el crecimiento de esas instituciones se encuentra
en la imposibilidad de que la sociedad alcance la plenitud
de sus necesidades educativas por sí misma, y crea
entonces a aquellas para satisfacerlas acabadamente. De tal
manera, ¿cómo es que ahora se las acusa de obstruir
el logro cabal de las necesidades educativas de la sociedad?
Entiendo que hay una respuesta.
En realidad,
en los últimos cien años se ha producido en
los países desarrollados de Occidente un equívoco
dramático. La escuela como institución educativa
existe desde mucho antes de los siglos XIX y XX, pero nunca
se la entendió como la exclusiva institución
educativa.
A partir
del siglo XIX, y mucho más en el siglo XX, el positivismo
por un lado (como exasperación intelectual de la ilustración),
los altos ideales políticos propios de la escuela común
y de la alfabetización universales por otro , y por
fin, el avance prodigioso del saber científico y tecnológico,
espectacularmente acentuado en los últimos cincuenta
años, condujo a un crecimiento necesario de los ámbitos
escolares en un doble sentido: educar cada vez más
gente y por más tiempo, según una fórmula
que ha tenido difusión universal en las últimas
tres décadas, sobre todo a través de organismos
internacionales.
Todo este proceso provocó (desde fines del siglo XIX,
repito) el equívoco a que he hecho referencia. Consistió
en olvidar que, además de las instituciones escolares,
hay otros ámbitos educativos cuya eficiencia, en el
logro de determinados fines educativos, es inalcanzable por
aquellas.
La humanidad
comenzó a creer que sólo la escuela educa, que
sólo los ámbitos escolares pueden cumplir finalidades
de transmisión de contenidos culturales (ya sea religiosos,
éticos, políticos, científicos o técnicos)
y que sólo esos ámbitos son aptos para internalizar
valores, conductas, comportamientos, etcétera.
El equívoco
es tan simple y tan dramático como esto: los otros
ámbitos educativos, con su formidable capacidad, fueron
olvidados. Se los dejó de lado, como si no existieran.
Educación se hizo sinónimo de escuela, y esto
fue –es– un error de consecuencias negativas incalculables.
La escuela
es una organización que puede hacer mucho en materia
educativa y tiene finalidades específicas en las cuales
es irremplazable. (De allí que las utopías de
eliminación absoluta de la escuela estén, por
definición, condenadas al fracaso). Pero en modo alguno
puede hacerlo todo en materia educativa, y los empeños
de nuestro siglo porque las instituciones escolares asuman
la totalidad de las necesidades educativas de la sociedad
sólo han conducido a que las sociedades contemporáneas
gasten sumas insoportables para mantener las instituciones
escolares, absurdamente sobredimensionadas, cuando una gran
cantidad de las tareas educativas que se les encomiendan (y
que no pueden sino cumplir mal o no cumplir en absoluto) se
pueden lograr mediante lo que muchos pensadores pedagógicos
llaman, con acierto, la "capacidad educativa ociosa"
de la sociedad. Entre esa capacidad está, en términos
cuantitativos y cualitativos formidables, el mundo del trabajo
en todas sus dimensiones, incluido el que todavía,
de alguna manera, subsiste en el seno de la vida doméstica.
Esa capacidad ociosa tiene, por otra parte, dos ventajas capitales
sobre la escuela: primero, eficiencia y, segundo, es completamente
gratis. El mundo del trabajo brinda educación, por
añadidura. O, si se quiere, sólo habría
que soportar un costo ínfimo en alguna acción
de relativa formalización y encauzamiento (aunque esa
acción deberá ser la mínima necesaria,
pues la tendencia a las formalizaciones rígidas y burocratizadas
es una tentación irrefrenable en ciertas sociedades).
Si se
nos permite una comparación (con todos los riesgos
que las comparaciones entrañan), diríamos que
con la capacidad educadora del mundo del trabajo está
pasando, hoy, en el mundo, más o menos lo mismo que
pasa en la Argentina con el gas natural que se ventea en los
pozos de petróleo y se derrocha lamentablemente. El
gas natural es un producto residual de la industria extractiva
consiguiente: no puede obtenerse; es gratis, está a
nuestra disposición y es un elemento de formidables
posibilidades de uso. Todo lo que tenemos que hacer es encauzarlo
debidamente y hacerlo llegar a los centros de consumo. En
Islandia, la naturaleza brinda a la población agua
caliente gratis, que sólo demanda el costo, también,
de encauzarla adecuadamente para brindar calefacción
en un ámbito geográfico de intenso frío.
Desde
el punto de vista social, está ocurriendo algo parecido
con la capacidad educativa del mundo del trabajo, con la diferencia
a favor de este de que el costo del "encauzamiento"
sería bajísimo, pues, en realidad, lo que necesita
principalmente ese ámbito es libertad para actuar y
no complicadas obras de ingeniería burocrática.
V)
Reivindicación ética del mundo del trabajo
La exposición hecha hasta aquí quedaría
incompleta, a nuestro juicio, si no formuláramos una
aclaración. Junto a este abandono del mundo del trabajo
como ámbito educativo fundamental, y de la simultánea
asignación de responsabilidades educativas a las instituciones
escolares en forma casi exclusiva se da, creemos, otro equívoco
de fondo de la civilización industrial de los países
de Occidente, con mayor vigor, quizás, en los de tradición
católica. Lentamente, se ha ido profundizando un alejamiento
entre los valores éticos, religiosos y políticos
de mayor jerarquía social y el mundo del trabajo, al
cual se ha terminado por creérselo vinculado sólo
con intereses de menor elevación espiritual. Un fenómeno
semejante se da con la técnica, y es un punto sobre
el cual hemos expuesto nuestro pensamiento desde hace ya un
cuarto de siglo .
De alguna
manera, el mundo del trabajo en todas sus manifestaciones
es mirado como una especie de minus-valoración ética,
y, en cambio, a las instituciones escolares se las suele mirar
como el más alto punto de referencia en ese orden.
Creemos que hay también aquí un equívoco
muy perjudicial. La contraposición a que hemos hecho
referencia se realimenta a sí misma, y empuja a los
hombres dedicados a la empresa, a la producción, a
la industria o el comercio o a los servicios de cualquier
tipo, a admitir –inconscientemente– que efectivamente
su labor no tiene vinculación alguna con los más
altos valores religiosos, éticos o políticos.
Esto, a su vez, tranquiliza sus conciencias cuando, de verdad,
actúan con olvido o desdén de tales valores.
La sociedad entera se perjudica entonces. En este esquema
mental, cualquier propuesta "educativa" relacionada
con el mundo del trabajo debe luchar contra ese tipo de reservas
mentales (explícitas o tácitas).
Se olvida,
además, que la escuela no puede ser, en modo alguno,
un ámbito educativo caracterizado por la fuerza y la
perfección de los valores religiosos, éticos
y políticos, pues, en primer término, es una
organización creada por una sociedad determinada –la
misma sociedad en la cual se inserta, también como
su criatura, el mundo del trabajo, con sus defectos y virtudes
consiguientes; y, en segundo término, es una estructura
de servicios, de carácter profesional, y los docentes,
a su vez, forman parte del mundo del trabajo, también
con sus defectos y virtudes propios.
Si quedaban
dudas, las actividades y las organizaciones profesionales
y sindicales de docentes, que en todo el mundo, a partir de
las décadas siguientes a la del 50, participan de igual
a igual con los restantes gremios en sus exigencias laborales
y sindicales, así lo revelan. Aclárese bien:
esta inserción de las instituciones escolares y de
los docentes en el mundo del trabajo no constituye una capitis-diminutio
de orden axiológico. Simplemente indica que si se desjerarquiza
por esas razones al mundo del trabajo en general, a la escuela
y a los docentes le alcanzan las generales de la ley. Y si
se admite para la escuela y los docentes que los intereses
salariales y de condiciones de trabajo o de estatutos profesionales
no son incompatibles, axiológicamente, con los más
elevados fines educativos, no habrá razón para
negar la misma compatibilidad al mundo del trabajo en general.
VI)
Trabajo y escuela media
Las consideraciones precedentes nos conducen a una propuesta
concreta vinculada con la estructura actual de los sistemas
educativos en la mayor parte (por no decir la totalidad) de
los países europeos y americanos, y que tiene su mayor
expresión en los de mayor desarrollo.
A nuestro
juicio, la etapa de dedicación que podríamos
denominar "completa" a la escolaridad de tipo tradicional
no debería pasar de un máximo de nueve años,
es decir que podría abarcar, entre los 6 y los 14 ó
15 años de edad, lo que actualmente se suele llamar
educación general básica.
Esto
no quiere decir que aceptemos que esa estructura deberá
seguir siendo en el futuro idéntica a la actual. Desde
ya adelantamos nuestro criterio de que la carga horaria actual
de "escolaridad" nos resulta excesiva, si se trata
de los fines propios de la escuela o de los que la escuela
puede lograr. Asimismo, creemos que en particular el segundo
ciclo de esta escolaridad general básica debe sufrir
modificaciones organizativas y curriculares de fondo.
Pero,
en general, admitimos que una cierta "sustracción"
casi universal y bastante amplia del mundo del trabajo concreto
de las generaciones no adultas hasta los 14 o, a lo sumo,
15 años de edad, podría ser tolerable, siempre
que se reformulen adecuadamente modalidades escolares tradicionales
y el hogar retome responsabilidades educativas concretas que
viene abandonando cada día con mayor intensidad, en
un proceso que de ninguna manera tiene porqué ser entendido
como irreversible.
En este
ensayo nos limitaremos a otra propuesta: consiste, concretamente,
en volcar universalmente a la totalidad de los jóvenes
entre los 14 ó 15 años de edad hasta los 18
ó 19 (por un lapso) aproximado de 3 ó 4 años)
al mundo del trabajo concreto, mediante sistemas de dedicación
parcial combinados con otra dedicación parcial a estudios
regulares, que en alguna medida representarían logros
fundamentales en materia de formación intelectual propios
de la escuela media actual, aunque, por supuesto, ese tipo
de estudios deberá asumir modalidades organizativas,
curriculares y de evaluación y promoción que,
casi con seguridad, tendrán poco o nada que ver con
los actuales.
Estas
"dedicaciones parciales" pueden entenderse de muchas
maneras. Podrían consistir en una alternancia horaria
cotidiana (equis horas de trabajo y equis de estudio), o una
alternancia por lapsos semanales o mensuales con dedicación
completa en cada uno de ellos al trabajo o al estudio.
Lo que
importa es que el "trabajo" deberá ser "real",
es decir, que el joven deberá responder (en el lapso
que dedique al trabajo) a idénticas exigencias que
las de cualquier trabajador y deberá asumir idénticas
responsabilidades legales, horarias y de cumplimiento de sus
tareas en términos de eficiencia. Esto significa que,
paralelamente, será retribuido también en la
proporción correspondiente a su dedicación.
Todo
esto exigirá que a partir de los 14 ó 15 años
los jóvenes habrán dejado de lado el ritmo de
"año escolar" y "vacaciones", pues
el trabajo y los estudios se cumplirán en toda época
del año y no habrá –porque sería
imposible y porque nada lo exigiría así–
ninguna organización rígida que obligue a "cursar"
estudios en un momento o en otro.
Será
necesario alentar al mundo del trabajo, además, a utilizar
a los jóvenes. Parto de que nada de esto puede hacerse
mediante compulsiones legales: una empresa grande, mediana
o pequeña, o un pequeño comercio o taller o
estudio profesional, "obligados" a "emplear"
jóvenes en estas condiciones, sólo verán
en ello una compulsión estatista más y sólo
se ocuparán de cumplir burocráticamente esa
obligación y el joven no encontrará un lugar
"auténtico" en el mundo del trabajo.
Hay muchas ventajas para el mundo del trabajo con el sistema
propuesto. Inteligentemente usado, puede ser una ocasión
ideal para reclutar, probar y preparar personal eficiente
para el futuro. Además, puede ser una ocasión
ideal para satisfacer necesidades laborales precisamente "parciales"
(en cuanto a carga horaria o a duración del empleo)
que la legislación actual no contempla.
Los jóvenes,
entre tanto, satisfarían varios objetivos esenciales,
propios de la etapa vital correspondiente. En primer término,
"madurarían" como adultos al sentirse integrados,
con obligaciones y responsabilidades, al mundo adulto, y no
se sentirían marginados y tratados como seres incapaces
de cumplir tareas serias. En el mundo del trabajo concreto
llegar tarde o faltar es una actitud que complica y trastorna
a la organización laboral entera y a los compañeros
de labor, mientras que en la escuela los jóvenes sienten
que la llegada tarde o la falta injustificada sólo
son sancionadas por maldad congénita de un sistema
para ellos sin sentido.
"Olvidarse"
de llevar a la escuela la carpeta que un profesor pidió
para una fecha determinada puede ser visto por el alumno como
un hecho insignificante y, si recibe una sanción, la
atribuye también al carácter carcelario o persecutorio
de la institución escolar y del cuerpo docente en general.
Pero si ese joven, trabajando como cadete en una empresa,
se "olvida" de depositar un cheque (dentro de un
conjunto de diligencias encargadas) y lo advierte al regresar
a la empresa cuando el horario de banco ha expirado, y enfrenta
la realidad de que la falta de ese depósito provocará
al día siguiente un descubierto que puede acarrear
consecuencias catastróficas, aprende, entonces, que
ciertos "olvidos" o "distracciones" pueden
ser algo más grave que un juego de niños, y
si sufre una sanción no la achacará solamente
a afanes sádicos de sus superiores.
El joven,
en el mundo concreto del trabajo, puede aprender algo que
en la escuela jamás podrá alcanzar: que si quiere
ser tratado y reconocido como un adulto, no como un niño
irresponsable, debe demostrar que es un adulto responsable.
En segundo término, el joven que trabaja concretamente
tiene la oportunidad de aprender a dominar cierto tipo de
instrumentos culturales y de incorporar saberes científicos
y técnicos de una manera que la escuela no puede hacer.
Por supuesto, el mundo del trabajo tampoco puede lograr, en
el campo del saber intelectual propiamente dicho, llegar a
niveles de cierta profundidad indispensables. Pero para eso
estará la dedicación "parcial" al
mundo escolar.
En tercer
lugar, el joven de más de 14 ó 15 años,
en ese período de tres o cuatro años, estará
en condiciones de descubrirse a sí mismo (de "reconocerse"),
con muchas más posibilidades que si lo mantiene "encerrado"
en la institución escolar. Y esto lo llevará
a la oportunidad única –que jamás lograrán
las técnicas más sofisticadas de orden psicotécnico–
de alcanzar una auténtica orientación vocacional,
para el campo laboral o para los estudios universitarios a
partir de los 18 ó 19 años de edad.
No debe olvidarse, en este sentido, que la convivencia en
el mundo del trabajo hace forzosa la relación con múltiples
actividades, y el joven puede ir enterándose de verdad,
valorando y relacionando consigo mismo no sólo de qué
se trata la tarea que él está cumpliendo, sino
también la que cumplen los restantes miembros de la
propia comunidad laboral o del mundo laboral externo con el
cual esa comunidad está obligatoriamente en contacto.
VII) La etapa de estudios superiores
o universitarios
No quisiéramos prolongar este trabajo más allá
de los límites que su naturaleza impone y, sobre todo,
de los marcados por nuestra imposibilidad actual de profundizarlo
en las múltiples direcciones que se abren al considerarlo.
Creemos, empero, que son necesarias unas pocas palabras mas
referidas a las etapas vitales posteriores a las que aproximadamente
corresponde la escuela media en casi todos los países
europeos y americanos.
Los estudios
universitarios deberían comprender, a nuestro juicio
–coincidente, por lo demás, con el de numerosos
expositores contemporáneos sobre este tema–,
tres etapas: una inicial de formación básica
o general para cada carrera, profesión o grupo de orientaciones
afines (ingenierías, ciencias de la salud, ciencias
sociales, etcétera); otra segunda de carácter
decididamente profesional o especializado en una dirección
académica; y una tercera, final, que sería la
que actualmente se prefiere denominar cuaternaria o de postgrado,
que, también, deberá coincidir con los habitualmente
llamados niveles de excelencia, con vistas a la investigación
y la docencia en sus aspectos más elevados. Cada una
de esas etapas podrá tener diferentes modos y grados
de relación o vinculación con el mundo del trabajo.
Es probable que la segunda sea la que permita mayor vinculación,
y que la primera exija una concentración más
intensa en el plano escolástico.
Las hipótesis
posibles son muchas y las alternativas reales casi infinitas,
en función de las circunstancias de cada sociedad y
de cada individuo. Lo que no debe olvidarse es que los jóvenes
que se incorporen a los estudios superiores o universitarios
vendrían –de acuerdo con la propuesta que hemos
esbozado– de una etapa de tres o cuatro años
de inserción concreta en el mundo del trabajo.
Por otra
parte, en nuestra concepción, sobre todo por cuanto
se refiere a la tercera etapa de los estudios universitarios,
de lo que se trata es de enfocar la totalidad de la vida humana
dentro del planteo de la educación permanente, en el
cual las "entradas" y las "salidas" del
mundo del trabajo y del estudio forman un continuo vital y
social que armonice y satisfaga adecuadamente las necesidades
y apetencias de cada miembro de la sociedad individualmente
considerado y de la sociedad misma, lo cual incluye, claro
está, las necesidades y apetencias del mundo del trabajo
y de la evolución constante que es su principal característica
en la actualidad.
Un punto
final: dentro del planteo que hemos realizado, deberían
incluirse las necesidades del servicio militar y las correspondientes
en el plano civil. Nos gustaría alguna vez disponer
de tiempo y oportunidad para encarar el tema del servicio
militar como integración y no desgajamiento o sustracción
del sistema educativo argentino. Tenemos la esperanza de que
este análisis pueda ser realizado alguna vez con altura
de miras y despojado de los apasionamientos y perjuicios que
lo atenazan hoy en nuestro país.
A nuestro
juicio, en la etapa que va de los 16 a los 18, 19 ó
20 años, las necesidades de la formación para
el servicio militar deberían poder satisfacerse también
mediante este tipo de dedicaciones parciales, con las múltiples
alternativas que antes hemos señalado, y en modo alguno
mediante el sistema actual de dedicación completa por
un lapso de 10, 12 o más meses, lo cual es, a nuestro
juicio, no sólo innecesario, sino inconveniente para
los mismos fines que se declara perseguir con ese régimen
de servicio militar.
La preparación
militar correspondiente, dada en un proceso integral con el
estudio y el trabajo, exigiría un tiempo de dedicación
total mucho más breve que el actual y costos operativos
más reducidos y lograría sus objetivos con eficiencia
probablemente superior a la que se alcanza hoy.
VIII)
Conclusión
Proponemos, en síntesis, que se considere la posibilidad
de la desaparición del nivel llamado de enseñanza
media tal como actualmente se lo conoce en su estructura organizativa
integral y que, después de la enseñanza general
básica (nunca más nueve años de escolaridad),
continúe una etapa de tres o cuatro años de
duración, que englobaría, en un sistema de alternativas
y dedicaciones parciales pasibles de múltiples formas
de instrumentación, la inserción en el mundo
del trabajo real, el logro de objetivos de estudio propios
de las instituciones escolásticas, la formación
necesaria de orden militar y la internalización de
los valores y conductas ideales de una sociedad pluralista
y democrática.
NOTAS
Dejamos
de lado –pues no estamos intentando un ensayo de historia
de la educación ni de historia de la educación
técnica o profesional– aspectos que en ese caso
habría que considerar, como la formación de
los "funcionarios" del antiguo Egipto o la antigua
China: escribas y mandarines. Tampoco entramos en el antecedente
más importante, probablemente, en una historia de las
instituciones escolares, como es la formación del clero
en casi todas las civilizaciones, desde las más antiguas,
y luego de los profesionales de la guerra.
En
un estudio histórico más amplio deberían
formularse numerosas reservas, referidas a casos particulares
como la formación del clero, ya citado en la nota anterior,
o la situación de los estudios llamados secundarios
a partir del siglo XVII. Pero todas estas circunstancias no
restan validez a las afirmaciones anteriores si se considera
la totalidad de la población en el entero mundo de
la civilización occidental, que es el enfoque que en
este ensayo nos interesa.
La
alfabetización universal es el punto de partida de
un cambio brusco. Muchas veces lo hemos afirmado y no tememos
repetirlo porque, lamentablemente, no parece que el concepto
se haya difundido suficientemente: lograr que la totalidad
de la población del mundo europeo occidental aprendiera
a leer y escribir y, además, adquiriera las nociones
elementales básicas de la ciencia matemática
y del orden político constitucional, significó
en su tiempo (en el siglo pasado) plantearse una empresa gigantesca,
que exigió esfuerzos organizativos y económicos
de una gran magnitud que, probablemente, jamás se podrá
cuantificar. Pero haberlo logrado, con todos sus altibajos
y con todas las carencias que se quiera, es una hazaña
de la civilización de nuestro tiempo que la humanidad
que se ha beneficiado de ella no ha sido capaz, todavía,
de reconocer y de valorar.
Una
cosa es ayudar a mamá a preparar algún plato
de comida o a decorar una torta casera para un acontecimiento
familiar, y otra muy distinta caminar diariamente varios kilómetros,
quizá varias veces al día, para acarrear la
única agua con que se contará en el hogar para
todas las necesidades de alimentación e higiene. Los
baldes derramados por descuido o accidente tienen, entonces,
un significado educativo muy distinto de una torta sacada
del horno fuera de punto o de un adorno tendido algo desprolijo
sobre la mesa.
En
realidad, nos referimos a lo que en el libro Las etapas históricas
de la política educativa. EUDEBA, 3ra. Edición,
Buenos Aires, 1972) hemos llamado la "escuela redentora",
que alude al sentido mesiánico que en el orden político,
ético y social se le asignó a la escuela común,
universal y obligatoria.
Con
fecha 15 de noviembre de 1959 publicamos en el suplemento
literario del diario La Nación un artículo titulado
"Técnica, hombre, educación", en el
cual ya hacíamos referencia a este problema. Fue reproducido
luego en el volumen Precisiones pedagógicas, (Ed. Guadalupe,
Buenos Aires, 1967).
Cuando
el presente es futuro
Publicado en Fundación
Banco de Boston, en diciembre de 1988
La vida está
hecha de pasado, de presente y de futuro. El pasado es la
incógnita, la apuesta, los sueños. Además,
es mío, tanto como pocas cosas pueden serlo, porque
puedo diseñarlo, imaginarlo, soñarlo, según
mi gusto y mis ansias. Todo futuro es posible, y, en buena
lógica, ninguna hipótesis, en términos
absolutos, es descartable.
Pero la edad introduce
algunas diferencias importantes en el juego del pasado y del
futuro propios de cada persona. El recién nacido casi
no tiene pasado; el moribundo casi no tiene futuro. El niño
y el joven tienen más futuro que pasado, al revés
que el hombre adulto y que el anciano.
La riqueza del
presente, entretanto, está hecha del pasado que, para
bien o para mal, nos nutre y nos determina, porque, una vez
transcurrido, jamás podremos sacudírnoslo de
encima; pero también del futuro, que nos promete la
redención o nos permite volver a pecar, del futuro
que forjamos a nuestro gusto o que esperamos de la Gracia
o de las deidades de todos los tiempos.
El filósofo
Francisco Romero, en una página magistral, decía
del presente que es inasible(1). El
presente, en efecto, no existe: apenas intento detenerme a
pensarlo se ha hecho, ya, pasado. En cada instante de mi vida
estoy, en rigor, haciendo mi futuro. Cuando el prójimo
a quien hablo escucha las palabras que digo, yo ya las he
dejado atrás en mi mente y estoy pensando en las que
les seguirán para completar el discurso. Las pronunciadas
son el ayer, aún cuando hayan pasado apenas segundos
desde el instante en que las dije; las que estoy por decir
en el segundo siguiente, son en verdad futuro. Así
en la vida. Cada día está signado por un ayer
que no volverá, y por lo que he de hacer en este otro
día presente que sólo tiene sentido porque existe
el día de mañana.
No tengo, pues,
presente. Sólo hay en mí, pasado y futuro. Mi
riqueza está forjada sobre ambos, y mi pobreza o mi
fortuna dependen de cuánto puedan valer uno y otro.
El presente no cuenta, en realidad, para hacer las cuentas
de la vida.
"Nuestra razón
–o nuestra exigencia de cabal racionalidad– no
puede concebir el tiempo, sino como una dirección viva
y móvil, como una afluencia unidimensional que del
futuro, pasa ante nosotros y escapa vertiginosa hacia el pasado...
El hombre, Jano bifronte, mira al pasado con una de sus caras,
trabaja en reproducir todo pasado en su presente, en introducirlo
en él, reviviéndolo. Y al mismo tiempo vuelve
su otra cara hacia el porvenir... Su presente es funcional,
es aquello mediante lo cual y desde donde conoce el pasado
y emprende la colonización del provenir." (Francisco
Romero, op. ct.)
1
"El presente inviolable", en "Filosofía
de la Persona", Ed. Losada S.A., Buenos Aires, 3ª
edición, 1961. (1ª edición 1944). El artículo
fue publicado inicialmente en "Cuadernos Americanos",
México, enero-febrero 1943.
La
juventud y su presente
Todo esto tiene que ver con un extendido error en el que ha
caído, al parecer, gran parte de la sociedad del mundo
occidental. Consiste en la valorización de la adolescencia
o de la juventud como momentos valiosos en sí mismos,
desgajados del pasado y, sobre todo, vacíos de la riqueza
que les otorga el porvenir.
Sin embargo,
la juventud vale, esencialmente, en cuanto significa un proyecto,
una ambición de ser, un sueño por realizar,
una voluntad tendida hacia un punto. La juventud encuentra
la plenitud cuando sabe que está viviendo para ser,
cuando no se agota en sí misma.
Tiempos
hubo en que la humanidad no encontraba sentido a la infancia,
a la adolescencia y a la juventud. Sólo importaba el
adulto que debía llegarse a ser. Mientras el instante
de la madurez llegaba, la juventud sólo era admirada
por la belleza física o la salud del cuerpo, pero carecía
de reconocimiento social y de derechos. Cuando se advirtió
el error, un aporte muy grande se brindó a los estudios
psicológicos, sociales y educativos. Se comprendió
que cada edad tiene sus derechos y debe ser vivida como tal,
a fin de alcanzar un desarrollo integral y una realización
completa y sana como adulto.
Pero
un día, casi sin darse cuenta, la sociedad occidental
cayó en el error contrario. Comenzó a olvidar
que el sentido final del presente es el futuro y que el pasado
–representado, también por la memoria común,
además de la personal– constituye la tierra fecunda
sin la cual ni el tronco ni las hojas ni las flores pueden
alcanzar su plenitud como tronco, como hojas o como flores.
El equívoco
–a menudo por obra de una explotación interesada–
hizo camino y prendió en los jóvenes. Hoy, no
siempre, pero sí en muchas oportunidades, parecerían
haber olvidado que necesariamente han de dejar de serlo para
transformarse en adultos. Han terminado por suponer que es
posible vivir el presente, sin advertir que el presente no
existe, es inasible, se escapa de las manos y sólo
encuentra sentido cuando se transforma en camino hacia el
futuro.
En el
libro magnífico, ("Líneas generales de
filosofía de la educación") prácticamente
desconocido o, mejor dicho, olvidado, hoy, en los medios pedagógicos
argentinos, el gran educador italiano –no menos olvidado–,
Giusseppe Lombardo-Radice (nacido en Catania, Sicilia, en
1879), dice estas palabras reveladoras: "Ser hombre significa
educarse. Porque somos hombres en cuanto nos hacemos hombres"
(el subrayado es nuestro). Es decir: el hombre deviene hombre,
y la juventud es la etapa capital en que ese devenir juega
sus grandes cartas. Y prosigue Lombardo-Radice: "A cada
instante de la vida que merece ser llamada nuestra, nos aceptamos
y reconocemos por aquello que hemos llegado a ser y, al mismo
tiempo, nos reconocemos insuficientes a nosotros mismos, no
nos contentamos con sólo lo que llegamos a poseer.
Si lo que creemos ser no nos sirviera de base para continuar
construyendo nuestra vida, siguiendo un íntimo criterio
de aprobación, esta vida no tendría ningún
valor". Obsérvese, pues, como el juego del pasado
(lo que hemos llegado a ser) y del futuro (continuar construyendo
nuestra vida) está presente con claridad insuperable.
Más adelante el autor vuelve sobre el tema: "El
hombre es hombre en cuanto tiene fe en sí mismo y resuelve
ser sí mismo; en tanto cuanto quiere sentirse sin incoherencia
y sin oscuridad internas; de esta coherencia y claridad de
sí que ha alcanzado, quiere lanzarse lejos de sí
y encerrar la incoherencia anterior en un pasado separado
del presente y ya perdido". Es difícil explicar
mejor el proceso del adolescente y del joven que busca su
identidad, que se "lanza" hacia el futuro en busca
del hombre que quiere ser. Y para terminar con Lombardo-Radice
escuchemos esta definición magistral: "No somos
humanidad, tendemos a la humanidad, la humanidad no es un
punto de llegada que se alcanza una vez para siempre, sino
una meta que es, a su vez, nuevo punto de partida: es sosiego
e inquietud".
El hombre,
pues, es un ser que viene del ayer y marcha hacia el futuro,
pero en una etapa de su existencia –la juventud–
casi podría decirse que ese tender hacia el futuro
es su esencia definitoria.(2)
Una
mala prédica
Una mala prédica ha hecho presa de muchos jóvenes
que creen posible vivir su juventud como si les estuviera
permitido evadirse del futuro. Entonces, comienzan a sentir
la angustia del vacío. Porque el mal que se les ha
hecho dejándoles caer en esta contradicción
lógica y existencial es inmenso: se los ha despojado
de la riqueza de su presente, y descubren que las monedas
de oro que suponían tener en las manos son como arena
que se escurre de entre los dedos a pesar de todos los esfuerzos
por retenerlas. Abren los puños y no tienen nada.
La juventud
encuentra su sentido en cuanto es una etapa con vista al futuro.
De lo contrario es un soplo, un momento fugaz de la existencia
que se vive casi sin advertirlo, cuando se ha transformado
en pasado irreversible y hay que afrontar la realidad de la
adultez sin saber bien quiénes somos ni para qué
somos.
¿Se
trata, entonces, de vivir la juventud sin disfrutar de los
goces que le son propios y mañana ya no se podrán
disfrutar? ¿Se trata, acaso, de ser joven sin aprovechar
plenamente de la salud, la belleza y la potencia intelectual
de esos años irrepetibles? Sería cambiar un
error por otro, y condenarse, también, a ser adultos
angustiados y existencialmente vacíos.
La vida es, por sobre todo, –y aún, o principalmente,
en una visión religiosa–, futuro, proyecto, tensión
para el salto, preparación para la conquista de la
ciudadela de la adultez, que se rendirá a nosotros,
sin condiciones, si la hemos sitiado desde la adolescencia
y no le hemos dado tregua. Un día la tendremos instalada
en nuestros brazos, la habremos hecho nuestra y nos sentiremos
–y nos sabremos– adultos plenos, gozosos, ricos
de pasado y más ricos todavía por el futuro
que ya hemos comenzado a hacer nuestro y a transformar en
pasado.
A medida
que avanzan los años la gran riqueza existencial va
cambiando, de a poco pero inexorablemente, el jugo nutricio
que alimenta las raíces. El futuro se hace más
pobre y el pasado se agiganta. Los viejos valen, sobre todo,
por lo que han hecho. Los jóvenes, por lo que harán.
Lo que se hace, en el presente fugaz e inasible, casi inexistente
importa por lo ya realizado o por lo que se ha de realizar.
Si dejo a un anciano sin pasado lo reduzco a la miseria, pero
si un joven no forma su porvenir, es decir, si se niega a
prepararse para el futuro, se reduce a otra clase de pobreza,
no menos triste que la primera.
El niño y el joven valen en cuanto se preparan para
ser hombres. La media lengua del infante es graciosa y encantadora
porque muestra el sendero para la adquisición del don
del habla. Los pasos tambaleantes del primer año de
vida conmueven porque presagian la firmeza del andar seguro.
El despliegue físico del cuerpo en la pubertad y la
armonía estéticamente formidable del final de
la adolescencia y de los primeros años de la juventud
tienen una virtud moral: presagian al adulto listo para afrontar
la vida y para reproducirla. La conmoción intelectual
de los alumnos que nutren sus mentes con las nociones primeras
de las ciencias, las letras y las artes se funda en la perspectiva
del adulto que será capaz de bucear en aquellas hasta
el fondo de sus raíces y, quizá, de añadir
nuevos gajos al edificio universal de la sabiduría
o de las artes. La primera página escrita o la poesía
inicial abren la perspectiva de la presencia del gran escritor,
y la primera pregunta audaz que cuestiona alguna de las hipótesis
canónicas de la ciencia permite imaginar a un posible
investigador que removerá al mundo con sus teorías.
El futuro,
siempre el futuro. El querer ser, el esforzarse por ser, el
descubrir y elegir rumbos, la tensión del ánimo
por ser alguien: he ahí la juventud.
2 "Líneas generales de filosofía
de la educación", con un estudio preliminar de
Lorenzo Luzuriaga, Publicaciones de la Revista de Pedagogía,
Madrid, 1928 (Traducción del italiano de Concepción
Sáinz Amor).
La
libertad
Cuando los padres, la sociedad o los maestros ofrecen a los
jóvenes la oportunidad de hacer suyo el pasado transformado
en cultura establecida no los limitan, pues, no los castran,
no los oprimen. Les abren las puertas al futuro, sin el cual
no serán nada. Porque este entretejido de pasado heredado
y de futuro personal por realizar, esta tensión entre
el ayer recibido o ya vivido individualmente, y el futuro
que es sólo e irredimiblemente mío, se asienta
sobre la libertad.
Suprimamos
la libertad y todo lo escrito hasta aquí en estas páginas
carece de sentido. La libertad es la condición necesaria
–no suficiente– para ser dueño de mi pasado
y para forjar mi futuro, bueno o malo, pero único,
mío, irrepetible. No hay remedio. Sin libertad no importa
ser joven: mi futuro no existe. No habrá adulto, no
habrá un responsable ante Dios o ante los hombres o
ante yo mismo. No habrá elección posible, no
habrá senderos por descubrir. En cambio, podrá
haber, entonces sí, un presente que se vive y se agota
en sí mismo, sin importar el pasado y sin prepararse
para el futuro. Los padres, las sociedades, los maestros que
dejan de señalar a los jóvenes que la esencia
de la juventud es la preparación para el futuro los
condenan a la pobreza existencial, al vacío interior,
aunque, quizás, les den una profesión u oficio,
un empleo y hasta puedan tener hijos y formar una apariencia
de familia. Estos padres permisivos son los castradores y
los opresores. Estos maestros liberadores son los que niegan
a la juventud la riqueza esencial que es la capacidad de forjar
el futuro. Estas sociedades demagógicas son las que
conducen a la angustia de no ser, porque no han advertido
a la juventud que es de su esencia la preparación para
ser.
Pero
bien entendido: si negamos a la juventud la libertad de resolver
su destino, de forjar su futuro, también los dejaremos
vacíos. Nadie puede suplantar al prójimo en
esa labor. El resultado podrá merecer, a ojos extraños,
incluyendo los de los padres, juicios diferentes, pero –recordemos–
la libertad es condición necesaria.
La concepción
cristiana del hombre así lo afirma, además.
Dios nos hizo libres. Por eso, podemos pecar. También,
arrepentirnos –de verdad, no de mentirijillas, como
diría Unamuno– y Dios sabrá si merecemos
su perdón o no. Pero Él no nos quita la libertad
de pecar. Si lo hiciera, seríamos seres no-responsables
(irresponsables) de nuestros actos y el premio o el castigo
del Día del Juicio carecería de sentido. "Es
la libertad la que crea el valor del hombre y le hace responsable
de sus actos. Dios podría impedirle que hiciese el
mal, limitando su libertad, pero entonces le quitaría
cuanto forma su grandeza humana" recuerda el canónigo
Jacques Leclercq.3 La virtud y el pecado no son categorías
del pensamiento aplicables a los animales, porque no son seres
libres. El hombre es el único ser sobre la Tierra que
responde (da respuestas) de sus actos, porque es el único
ser al que se le ha concedido libertad. Negársela al
joven para resolver su futuro es negarle su condición
de hombre. Pero los padres, la sociedad, los maestros, tienen
la obligación de hacerle saber que tiene un deber:
forjar su futuro. Si se lo deja vivir el presente sin pedirle
otra cosa dispondrá de libertad, condición necesaria,
pero le faltará el sentido del deber, que junto con
aquella son el conjunto condicionante necesario y suficiente
para llegar a ser un hombre.
Un psicologismo
barato, una mala copia de prácticas y teorías
llamadas de orientación surgidas décadas atrás
en países con pautas culturales singulares y diferencias
de las de otras partes del mundo occidental, junto con una
peor aplicación de pseudo-instrumentos científicos
de validez jamás suficientemente comprobada fuera de
las fronteras del país de origen, ha difundido la convicción
de que la preparación para el futuro se reduce a una
presunta "orientación vocacional" de la cual,
casi mágicamente, se obtendrá el camino ideal
para cada joven, la realización profesional con la
cual alcanzará éxito en la vida y plenitud en
el orden espiritual, anímico y afectivo. Lástima
que estas halagadoras promesas no pueden ser acompañadas,
en los folletos respectivos, por la conocida fórmula
vendedora sobre devolución del precio si el producto
no da buenos resultados. Porque, en este caso, el resultado
se comprueba cuando ya no hay tiempo para comprar otro producto.
El problema
que venimos planteando no consiste en elegir una profesión,
oficio o actividad. O, en todo caso, no consiste "solamente"
en esa elección. Hace mucho tiempo que venimos sosteniendo
que el enfoque es exactamente al revés: primero, el
joven debe encontrarse a sí mismo, como persona, en
sus dimensiones religiosas, filosóficas, existenciales.
Debe tener en claro "quien" quiere ser. Debe encontrar
su identidad como persona en un momento histórico determinado,
en un lugar determinado, en su aquí y ahora, en una
circunstancia, en fin.
Sobre
esa base, y sólo sobre esa base, podrá elegir
profesión, oficio o actividad. Y algo mucho más
importante, que estas equívocas teorías sobre
orientación vocacional han olvidado señalar:
podrá encontrar muchos, quizás abundantes rumbos
capaces de satisfacerlo vocacionalmente. No hay un rumbo único,
preciso, exacto, que sea capaz de lograr la realización
personal. Hay muchos, cuando una persona tiene bien definida
su identidad y resueltos sus caminos existenciales en los
puntos capitales, que son de naturaleza religiosa, filosófica,
ética y social.
Hace
mucho hemos dicho, también, que la persona humana no
se asienta sobre una profesión o actividad, sino que
es al revés: toda profesión, oficio o actividad
se asientan sobre una persona.
3
"Hacia un cristianismo auténtico", por el
canónigo Jacques Leclercq (2ª edición,
versión española de Ana María Arranz
Crabias, Ed. Dinor, S. L. San Sebastián, España,
1960, pág. 137).
Prepararse
para ser adulto
Prepararse para ser un adulto es, pues, mucho más,
y más importante, que elegir una actividad o un estudio
determinado. Es forjar un plan de vida sobre bases éticas,
religiosas, políticas. Es saber si se puede mentir
o no; si se puede robar o no; si la violencia es admisible
o condenable; si amaré a mi prójimo o seré
indiferente a su suerte; si prefiero la frivolidad como constante
o si soy capaz de adentrarme en las honduras de mi alma; si
me siento criatura divina o si me supongo un accidente bioquímico
sin sentido conocido; si prefiero saludar a mi vecino cortésmente
o si lo ignoraré mientras nada tenga que esperar de
él. Cuando tenga resueltos esos aspectos en apariencia
tan simples, muchas actividades podrán complacerme.
De lo contrario, podré ser un buen o un mediocre profesional,
tener éxito o fundirme en los negocios, llevarme más
o menos bien con mi mujer o separarme de ella. Pero nunca
seré un hombre pleno porque en mi juventud habré
olvidado que debía preparar el futuro. Seré
existencialmente pobre, sin remedio.
Hay quienes
halagan a la juventud por demagogia, para usarla y ponerla
a su servicio. Hay quienes la halagan por envidia, y –adultos
hechos– pretenden ser sus compañeros como una
nueva manera de tornar realidad el mito fáustico. Hay
quienes la persiguen y condenan por resentimiento, porque
ya no son jóvenes y no toleran que otros lo sean, porque
han dejado atrás la belleza del cuerpo y la potencia
de la mente y les resulta intolerable que la juventud disfrute
de una u otra. Hay quienes con la excusa de la libertad la
abandonan y se olvidan de marcarle sus deberes. Hay quienes
con la excusa de señalarle el camino del deber le niegan
la libertad.
Si todo
equilibrio es difícil, el del padre o el del maestro
que se siente responsable ante los hijos o los discípulos
puede ser agotador, frustrante y a menudo desolador. No es
fácil encontrar el punto justo, la serenidad anímica
que nos permita caminar día a día por la cuerda
floja sin caer en un extremo o en el otro. Buscarlo es, empero,
el oficio del padre y del educador. El presente del joven
es, esencialmente, el camino del futuro. Es un deber que hemos
de señalarle.
Para
cumplirlo, requiere libertad. Es una condición que
no podemos negarle. Ayer, quizá, sólo le hablábamos
del deber. Hoy, probablemente, sólo le damos libertad.
En ambos casos, le negamos el futuro. La juventud merece,
necesita, que los adultos reencontremos el equilibrio. Aunque
la empresa sea agotadora.
Informática y Eficiencia: Dos desafíos
para el sistema educativo
Desafío
de la Educación, Ediciones Corregidor, agosto de 1986
Introducción
Hace muchos años que mantengo una línea de pensamiento
crítica sobre los contenidos y sobre la eficacia del
sistema educativo formal. Está lejos de i ánimo
reivindicar originalidades ni prioridades con respecto al
tratamiento de ciertos temas, porque siempre, en la historia
de la humanidad, se han dado coincidencias históricas
al respecto. Es además notorio que posiciones similares
a las mías circulan universalmente desde hace por lo
menos dos o tres décadas.
Lo que
ocurre es que cada pensador organiza sus propios argumentos
y arma sus propios esquemas de arquitectura intelectual para
sostener ideas que, en lo esencial, son patrimonio de la humanidad
en un momento determinado.
Sólo
desde ese punto de vista me atrevo a señalar que ya
en 1959, por ejemplo, en una serie de exposiciones sobre "El
Normalismo" (editadas en 1960 en un folleto hoy casi
inhallable) señalaba mi criterio acerca de la inutilidad
de buena parte de los contenidos curriculares de la escuela
primaria, y condenaba los excesos formalistas que habían
conducido a los cursos de formación docente a un ritualismo
vació de sentido.
Al año
siguiente, en 1961, la Asociación por la Libertad de
Enseñanza me publicó un trabajo en el cual señalaba
que, a mi juicio, una auténtica libertad de enseñanza
consistía en la posibilidad de organizar sistemas educativos
que sólo deberían demostrar eficiencia en sus
resultados, sin necesidad de que se les impusieran regímenes
organizativos, metodológicos y curriculares obligatorios.
No abandonaré
jamás esta línea de pensamiento. Cada día
que pasa, encuentro mayores motivos para afirmarme en mi preocupación
central: los sistemas educativos, padecen un formidable exceso
de burocratización ritualista, traducido en un entretejido
fortísimo de obligaciones formales, y, en cambio, no
se ocupan de rendir cuentas acerca de los logros reales de
su labor. Se dirá que han llegado a este punto por
aquel exceso de formalismos obligatorios, pero no importa
saber, ahora, qué fue primero. Lo importante es señalar
la realidad.
Por otro
lado, la escolaridad se ha convertido en una especie de mito,
cuyo valor no se discute. Parecería, entonces –esto
ocurre efectivamente así desde hace muchas décadas–
que la virtud consiste sólo en ir a la escuela, aunque
no se indague qué se hace en la escuela y qué
provecho obtiene la sociedad de esa concurrencia obligatoria.
Por eso, desde hace más de medio siglo, la sociedad
ha dejado de debatir –al menos en nuestro país,
pero creo que la observación, con matices diversos,
es válida más allá– qué
se hace en el sistema educativo y cuáles son sus contenidos
curriculares.
En este
trabajo quedan planteadas dos propuestas esenciales dentro
de esa línea de pensamiento. El primero se refiere
a la necesidad de actualizar, con contenidos nuevos y otra
estructura organizativa, la vieja "escuela común"
de fines de siglo XIX, que fue el ideal de la escuela elemental,
básica y obligatoria.
El segundo
propone que el sistema sea capaz de demostrar su eficacia;
que, despojado de la aureola protectora que lo hace aparecer
intocable y virtuoso "per se", se rinda examen.
La idea es, al fin, sencilla: no fiscalizar pasos formales,
contenidos ni metodologías, sino resultados.
Ambos
trabajos son resultado de una reelaboración especial,
para esta ocasión, de trabajos preparados unos años
atrás. El primero es fruto de una exposición
originalmente leída en el II Congreso Latinoamericano
de Educación realizado en Buenos Aires en 1982, y cuya
primera versión publicó al año siguiente
en dos volúmenes que transcribieron todos los aportes
presentados al Congreso, el Centro de Investigaciones y Acción
Educativa (CINAE). El segundo es una versión levemente
modificada de un artículo cuyo título original
fue "La desinstitucionalización del sistema educativo",
publicado en el Nº 26 de "I. I. E.: Revista del
Instituto de Investigaciones Educativas" (mayo de 1980).
Aquel título tuvo un efecto negativo, pues centró
la polémica sobre un punto que, entiendo, no es la
esencia de la tesis desarrollada y que creo se ajusta mucho
más al elegido ahora.
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