Las
grandes polémicas
La nueva imagen del maestro
Experiencia
y cambio, Mayo 1970
Una de
las necesidades básicas del proceso de transformación
de las estructuras pedagógicas y organizativas de los
sistemas educativos, es la capacitación del personal
docente y en especial la comprensión del magisterio
primario de sus nuevas funciones. Este grupo docente está
destinado a sufrir un gran trastorno en sus modalidades de
trabajo y en su propia estructura mental y profesional, lo
cual predice graves inconvenientes que es necesario prever
desde ya, tanto en beneficio de los cambios que se quieren
introducir como en el interés de los mismos maestros.
Este artículo pretende ser nada más que un llamado
de atención al magisterio, para que cobre conciencia
de las novedades que se avecinan y de la necesidad de prepararse
para afrontarla. Ha de partirse de la base de que las posturas
cerradamente negativas pueden servir para demorar la introducción
del cambio, para desahogar –quizá– problemas
personales o para defender pequeñas ventajas, pero
en última instancia deterioran fuertemente la personalidad
y terminan por provocar problemas mayores que los que se querían
evitar.
La
imagen del maestro tradicional
Cuando –después de la mitad del siglo XIX–
se definieron la estructura básica, los fines y las
modalidades operativas típicas de la enseñanza
elemental obligatoria universal, comenzó a perfilarse
–como una especie de epifenómeno– la imagen
profesional y personal del elemento humano indispensable para
el cumplimiento de ese ideal educativo: el maestro de escuela
primaria.
El primer
elemento que caracterizó esa imagen estuvo dado por
el alto ideal de redención social y política
que acompañó al nacimiento de la escuela primaria
obligatoria y universal. Esta institución estaba dirigida
a ilustrar a los pueblos sobre sus derechos como hombres y
como ciudadanos de las democracias. Enseñaría
a leer para abrir sus ojos a la luz de la verdad y de la razón,
para transformarlos de oprimidos en miembros activos de una
comunidad basada en la libertad y en la participación
de todos en el ejercicio de la vida cívica. Por eso,
ser maestro fue también un poco ser misionero de una
causa, luchador por un ideal en el cual se confundían
las más nobles aspiraciones de la época. Apóstoles
laicos, sacerdotes de una religión cívica, artesanos
de almas: algo de todo esto flotaba en los ambientes de las
escuelas normales, de donde emergían año tras
año los grupos que se desparramaban luego por ciudades,
pueblos y campañas a llevar la buena nueva, a enseñar
el alfabeto, la doctrina de la democracia, los derechos del
hombre y a inculcar el afán del perfeccionamiento propio.
Los contenidos
sobre los que había de asentarse esa obra se sustentaban
en los principios del racionalismo y el cientificismo. Estos
normalistas estaban equipados con las armas del saber y el
método de la ciencia durante muchas décadas,
sobre todo en países con incipiente formación
cultural como el nuestro, ocuparon en buena medida el papel
social de los universitarios, por la medida de su formación
y las perspectivas del medio que los rodeaba.
Sobre
estos terrenos se fue asentando de a poco otro carácter,
que hasta hoy ha sido muy poco analizado pero que llegó
a cobrar una importancia extraordinaria. Debido a que la edad
de los alumnos que comienzan la escolaridad primaria es tan
cercana a la etapa familiar y maternal de sus vidas, el magisterio
–sobre todo el de los primeros grados– pareció
que debía cobrar un estilo lo más parecido posible
al de la madre, como educadora de sus hijos. De allí
la preferencia que se comenzó a postular por el sexo
femenino para esta labor, y que al cabo terminó por
ser el único dedicado a ella aunque por motivaciones
de otro orden. Poco a poco se fueron difundiendo expresiones
tales como la del “segundo hogar” y de la “segunda
mamá”, que encierran claras alusiones a ese estilo
a que hemos hecho referencia y que por su resonancia emotiva
han encontrado siempre un fortísimo eco en todos los
campos y especialmente en la difusión popular de la
profesión del docente primario.
Los
excesos emotivos
El temperamento femenino, por otra parte, es naturalmente
propicio para una actitud de ese tipo y no debe extrañar
que las maestras se hayan sentido complacidas por una caracterización
así enfocada, con lo cual –quizá inconcientemente–
se insistió en una modalidad de orientación
sentimental. Al propio tiempo, se dieron otros fenómenos
históricos de los cuales, en gran parte, el magisterio
primario no ha cobrado conciencia o –en algunos casos–
no quiere cobrar conciencia. En primer lugar, aquellos ideales
de evangelización cívica o de formación
democrática han sido largamente superados por dos factores:
la prolongación de los estudios obligatorios o comunes
y la aparición de los nuevos medios de comunicación
de masas. En efecto: a medida que las poblaciones juveniles
se van volcando más hacia la continuación de
la escolaridad primaria en las aulas de la enseñanza
media, disminuye la importancia relativa de lo que la escuela
primaria puede hacer en aras de aquella formación cívica-política.
Era comprensible que ese nivel se esforzara por impartir algunas
nociones elementales de derecho constitucional o por explicar
normas sencillas de la vida democrática cuando la inmensa
mayoría de los alumnos concluían allí
en su etapa formativa. Pero esa labor es prácticamente
tiempo malgastado si el niño, ya adolescente, puede
escuchar lecciones mucho más completas, claras y eficaces
en las aulas secundarias, cuando su capacidad, por otra parte,
y sus tendencias e inclinaciones le tornan particularmente
apto para recibirlas.
Luego,
ocurrió que el nivel de formación científica,
de sabiduría digamos, del magisterio primario, se mantuvo
siempre en el mismo punto. Pero como el nivel cultural general
de las poblaciones iba aumentando, la relación entre
una y otra cosa fue variando profundamente. Hoy, en los grandes
centros poblados de la Argentina, por ejemplo, el maestro
que sólo cuenta con su formación normalista
no sobrepasa términos medios muy modestos y no está
en condiciones de asumir un “rol” de prestigio
ante la mayoría de los padres de sus alumnos.
A raíz
de esto es que –creemos– el tercer aspecto que
conformaba la caracterización profesional del magisterio
se ha ido intensificando, exacerbando diríamos, con
el fin de compensar la disminución relativa de prestigio
social, de nivel cultural, de “status” económico
que se advierte con tanta evidencia. Se ha caído, de
tal manera, en una especie de mar de sentimentalismo referido
a la acción de la maestra, que termina por envolverla
a ella misma y hace creer a la niña quinceañera
que si le “gustan” los nenes o si se conmueve
fuertemente ante un pequeño de nariz respingada o se
apena de verdad ante niñitos huérfanos o desamparados
es porque siente vocación de maestra y no tiene más
que hacer sino seguir esa carrera. Abundan, asimismo, las
maestras en ejercicio y las directoras de escuelas que en
discursos y exposiciones de todo tipo insisten en este aspecto
y lo ponen como el principal de los que deben caracterizar
la acción profesional. Padres y madres, a su vez, quedan
convencidos también y llega un momento en que toda
la sociedad concluye por aceptar que el ideal de la escuela
primaria es que sea la más auténtica prolongación
del hogar, donde reine la ternura familiar, el cuidado maternal
y la conducción de tono femenino en el sentido tradicionalista
de la palabra.
La
otra realidad
Pero la realidad de nuestros días –y sobre todo
la de los años inmediatos del porvenir– nos muestra
que las cosas son muy diferentes y que no se trata de que
nos parezcan bien o mal, sino que son de esa manera y de esa
manera permanecerán.
Ante todo, corresponde señalar que en una porción
muy considerable y que se extenderá inexorablemente
hasta la casi totalidad de los casos, los niños comienzan
ahora la escolaridad primaria después de haber cursado
el ciclo preprimario o de jardín de infantes. En consecuencia,
la tarea de adaptación, de transición de la
vida hogareña al ámbito escolar que debía
hacer la maestra de primer grado, está ya cumplida.
Los niños no llegan ahora al famoso “primer día”
de clases en medio de llantos, caprichos o terrores, salvo
excepciones que entran de lleno en el cuadro de la pedagogía
diferenciada. Es la maestra jardinera a quien toca la difícil
tarea de ir acostumbrando a los pequeños de 4 a 5 años
a pasar de la atmósfera maternal a la escolar, de la
atención intensiva de la mamá hacia sus personas
a la de tipo colectivo que prima en el aula, de la media lengua
que los abuelos, tíos y hasta padres se complacen a
menudo en prolongar al lenguaje adulto que significa una etapa
de maduración indispensable.
No más
entusiasmarse, por lo tanto, con excesos de emotividad y con
superabundancia de sentimentalismos, ni en discursos, ni en
reuniones de personal ni en la labor cotidiana. No más,
tampoco, ensalzarse con respecto al apostolado cívico
y no más tomarse en serio aquello de que el maestro
es el primer responsable de los destinos de la patria y que
en sus manos está la suerte de la democracia. El maestro
de la escuela primaria es un elemento más de los muchos
que forjan ese destino y por supuesto es un elemento insustituible
y esencial: sin el maestro no hay destino de grandeza de la
patria ni hay ciudadanía democrática, pero no
con él solamente ni gracias a su esfuerzo aislado.
Absurdo sería entender estas palabras, por otra parte,
como una negación neurótica de los sentimientos
que son naturales en el temperamento femenino, ni de los que
también naturalmente embargan a cualquier persona normal
frente a los niños más pequeños, y ni
siquiera como el olvido de que la emotividad es una parte
entrelazada con nuestra racionalidad. Significan, simplemente,
advertir contra los excesos carentes de sentido, que desvían
de una imagen profesional adecuada y de los fines esenciales
de la tarea.
La
nueva misión
El maestro de escuela primaria –los maestros de ambos
sexos, queremos decir– debe mirarse a sí mismo,
de ahora en adelante, como un profesional de nivel universitario,
o si se quiere como un técnico o un experto especializado
en una tarea determinada y que debe cumplir con el máximo
de eficiencia y de economía, entendida esta en el sentido
de la relación entre los resultados obtenidos y los
esfuerzos y el tiempo empleados.
A nuestro
juicio la era del maestro-de-grado ha concluido, porque también
han concluido los “grados” como elemento básico
de la organización escolar. Lo que el futuro nos deparará
serán los docentes especializados –o expertos–
en alfabetización, en medios de expresión oral
y escrita para niveles medios superiores, en la introducción
en los conceptos fundamentales de la Matemática y en
el aprendizaje de las operaciones e instrumentos elementales
del pensamiento matemático, en los campos de los medios
de expresión estética, las artesanías
y las manualidades, en la educación física.
Cada uno de ellos tendrá un dominio quizá sub-especializado,
a su vez, por grupos de edad, por situaciones ambientales,
por grupos diferenciados por niveles de madurez o de capacidad
intelectual, etc. Todos, se apoyarán en el gabinete
psico-pedagógico escolar y trabajarán en coordinación
con personal de supervisión, de coordinación
y de dirección del establecimiento, que será
reclutado de entre esos docentes especializados que hayan
realizado además cursos completos de preparación
para la coordinación, la supervisión, la dirección.
Pero,
claro está, para obtener buenos resultados en estas
tareas de alfabetización, de capacitación en
el uso de los medios de expresión, de introducción
a los conceptos matemáticos básicos, de capacitación
en los aspectos instrumentales de la matemática, de
iniciación en los recursos de expresión estética,
no bastará con que los docentes sientan ternura por
los niños ni que en los discursos invoquen su espíritu
de sacrificio ni su vocación por atender los destinos
de la infancia. Será indispensable, entre otras cosas,
que todos dominen perfectamente las teorías modernas
de aprendizaje y que –digo a modo de ejemplo, nada más–
todos hayan manejado y comprendido perfectamente las etapas
de la evolución de la inteligencia infantil que analiza
Jean Piaget. Será indispensable que los docentes dedicados
al área de la Matemática hayan seguido cursos
de nivel universitario sobre Matemática, porque para
enseñar a contar hasta mil no basta –como suele
creerse– saber contar hasta un trillón. Será
necesario que cada uno domine técnicas metodológicas
propias de su área y sepa utilizar a la perfección
todos los recursos de la tecnología educativa de nuestros
días, dando por supuestos –porque sino toda esta
explicación sería absurda– que la escuela
posee esos recursos.
Es decir
que estos docentes de la escuela primaria habrán egresado
de institutos formativos de nivel terciario con un alto grado
de maduración intelectual, con un dominio cabal de
los procesos del razonamiento lógico en todas sus dimensiones,
con una óptima preparación de tipo psicológico
en los aspectos evolutivos de la personalidad y de los procesos
del desenvolvimiento intelectual en particular y –sobre
todo– con una conciencia bien clara de que sumisión
no será “cuidar” nenes durante unas cuantas
horas por día, ni reemplazar mamás ni papás,
sino obtener que en el más breve plazo posible una
determinada cantidad de niños aprendan a leer y escribir
perfectamente, dominen conceptos matemáticos básicos,
penetren en el campo de la estética, y concluyan la
escuela primaria en condiciones de aprovechar como es debido
la tarea que la escuela media o intermedia les demande.
Pero
entretanto...
Para llegar a esta situación falta todavía bastante.
Sin embargo, los maestros actuales deben preparar su ánimo
para ubicarse en esta nueva imagen y disponerse a salir de
la anterior, en la cual se habían refugiado probablemente
por un movimiento de defensa inconsciente. Entre tanto ocurren
estos cambios, el magisterio primario debe comenzar por exigirse
a sí mismo un rendimiento óptimo en su labor,
pero en aspectos concretos y evaluables, no en cuestiones
de corte declamatorio e inaptas para plantear exigencias a
la sociedad. Así es que el magisterio primario debe
comenzar por preguntarse a sí mismo si está
cumpliendo satisfactoriamente la tarea de enseñar a
leer y escribir, si los niños concluyen tercer grado
dominando o no la escritura sin faltas graves de ortografía
y si egresan de quinto grado con un dominio perfecto de las
cuatro operaciones con enteros y decimales. El maestro de
un cuarto grado actual debe, por ejemplo, preguntarse cuando
termina el año si los alumnos que él ha aprobado
han entendido de verdad el sistema métrico decimal
o si, por lo contrario, lo único que saben es “correr”
mecánicamente ceros y comas para obtener el resultado
acertado en reducciones de una unidad a otra, aunque ni entiendan
en absoluto el meollo del asunto. Debe preguntarse además
si sus alumnos han conseguido entender de verdad el razonamiento
clásico de la regla de tres simple y del paso por la
unidad, que será la clave de un trabajo mental necesario
para todo el resto de la escolaridad. Deberá preguntarse
cómo es que sus alumnos no entienden casi nunca los
"enunciados” de problemas elementales, que plantean
cuestiones que esos mismos niños resuelven sin dificultades
en su vida diaria. El maestro de segundo grado deberá
ocuparse de que los alumnos egresen con un dominio perfecto
de ciertos grupos ortográficos esenciales en la lengua
castellana, tales como “ga, gue, ge, gui”, o “ca,
que, qui, co, cu”, porque si no es así su tarea
habrá sido un fracaso. Y si descubren –los maestros
que se hagan estas preguntas– que la respuesta no es
positiva, no podrán tomar el camino fácil de
quejarse de los alumnos o de llamar a los padres para que
se ocupen del problema, porque ello constituye una transferencia
tan inadmisible como si el director del hospital llamara a
los parientes del enfermo para exigirles que se ocupen del
diagnóstico y del tratamiento.
El maestro
de hoy –repetimos– es un profesional que debe
cumplir una tarea concreta y definida y comprender que no
es ya aquel apóstol laico llamado a salvar a la sociedad
de sus grandes males políticos y sociales, sino un
honesto, un empeñoso, un capacitado trabajador que
cumple una parte fundamental, necesaria, pero no aislada,
de toda la gran misión de perfeccionamiento y transformación
de la humanidad.
Epílogo
Nos damos cuenta que el tono de nuestro artículo tiene
un sabor de admonición y un corte polémico que
puede haber despertado reacciones encontradas en numerosos
maestros, sobre todo en aquellos que sienten un sincero afán
vocacional y hacen de su labor una callada pero auténtica
entrega a altos ideales. Pedir excusas a esta altura no tendría
sentido ni lo intentaremos. Quizá podría servir
para algo decir que siempre hemos proclamado que a lo largo
de toda nuestra trayectoria docente –que abarca desde
la escuela primaria a la universidad pasando por toda clase
de institutos y organismos– ningún nivel de enseñanza
ha satisfecho tanto nuestra emotividad docente y gratificado
tanto nuestros esfuerzos, como el de la escuela primaria.
Y que nuestros esfuerzos, hacia lo pedagógico, que
se pierde en la infancia, tomó su punto de partida
en un ímpetu pleno de emotividad y de afán por
la misión docente del más puro estilo fin de
siglo. Pero entiendo que algo más importante que todo
ello convendría decir a modo de colofón para
solicitar un instante de reflexión a quienes quizá
puedan haberse sentido heridos o lesionados en facetas muy
sensibles de su personalidad docente.
Es, en
primer término, que la dignidad y la trascendencia
de la tarea del magisterio primario no se disminuyen en un
ápice frente a la nueva concepción que hemos
descripto. Sencillamente, se ubica esa dignidad y esa trascendencia
frente a la nueva circunstancia histórica en la cual
estamos –querramos o no– y que es irreversible.
Es, además,
que si el magisterio se ubica con sensatez en su nuevo papel,
podrá entonces –pero sólo si lo hace–
exigir a su vez a la sociedad ser respetado, valorado y retribuido
en la medida que merece. Cuando el magisterio pueda demostrar
su eficiencia, obtener resultados factibles de una clara evaluación,
y brindar a la sociedad del siglo XX los frutos que ella de
verdad necesita, estará en condiciones de ejercitar
sus derechos profesionales y de obtener el “status”
social, profesional y económico que ahora ha perdido.
Cuando una familia se encuentra ante el instante de que uno
de sus hijos debe preparar su ingreso a una facultad y es
necesario pagar a un excelente profesor para evitar que se
malogren esfuerzos en una encrucijada decisiva, es decir,
cuando llega el instante de que el hijo debe aprender física
a matemática de verdad, no se escatimen ya los esfuerzos
ni se discuten los honorarios, como tampoco se lo hace cuando
llega el instante de un tratamiento médico de importancia.
Hoy, la sociedad regatea o directamente niega retribuciones
económicas dignas al magisterio primario porque no
entiende que la tarea del maestro de segundo grado que está
enseñando las primeras operaciones es decisiva para
que más tarde su hijo pueda afrontar con éxito
los cursos de álgebra del colegio secundario o de análisis
matemático de la facultad de Ingeniería. Pero
lo malo es que el maestro de segundo grado tampoco lo sabe...
ni está en condiciones de enseñar las primeras
operaciones de manera de obtener ese resultado. Es inútil
entonces reclamar una retribución más digna.
Cuando los maestros sepan qué es lo que tienen que
hacer, sepan hacerlo, y sepan hacerlo comprender a la sociedad,
obtendrán de ésta la paga, la consideración
y el lugar que dentro de ella les corresponde.
Cuadernos de educación
Reportajes
Publicado en Revista Confirmado, 11 de noviembre de 1970.
Cuadernos:
¿Cómo marcha la reforma?
L.J.Z.: Para contestar a su pregunta tendría necesariamente
que hacer un cierto rodeo. Porque, en realidad, “la
reforma” no es un asunto que pueda marchar “bien”
o “mal” como podría ocurrir con otro tipo
de tareas. Se puede preguntar, por ejemplo, cómo marcha
El Chocón, es decir, cómo marchan las obras,
si se adelanta al ritmo previsto o no, si se terminará
en los plazos fijados o si han aparecido dificultades imprevistas,
etc. Una reforma educativa es algo muy diferente. Es, por
empezar, una obra que nunca se terminará, porque lo
primero que debe señalarse es que esta reforma no pretende
suplantar un sistema educativo por otro, un plan de estudios
por otro, un programa por otro o una metodología por
otra. Lo que intenta es abrir una etapa de evolución
permanente, en la cual los planes, los programas y los métodos
estén en evolución constante.
Cuadernos: Sin embargo, siempre serán necesarios planes
y programas.
L.J.Z.:
No es absolutamente exacto eso. En todo caso, con respecto
a planes, podríamos admitir que son necesarias ciertas
líneas básicas de desenvolvimiento de los contenidos
escolares. Pero, inclusive en ese terreno, los planes de estudio
tendrán que dejar de ser rígidos, uniformes,
iguales para todos los alumnos y para todas las escuelas.
Ciertas materias tendrán que ser obligatorias en todos
los establecimientos escolares del mismo nivel y de la misma
modalidad, pero después bien pueden existir materias
que cada establecimiento dicte de acuerdo con circunstancias
locales, con intereses de padres y alumnos, con posibilidades
de sus instalaciones, con la iniciativa de su cuerpo docente.
Además, dentro de cada escuela los alumnos tendrán
que disponer de libertad para completar sus planes de estudio
de acuerdo con preferencias personales. Todos deberán
cursar núcleos obligatorios, de contenidos mínimos,
pero además completarán sus actividades con
opciones libremente elegidas. Hay niños y jóvenes
que no necesitan estudiar solfeo elemental en primer año
porque quizá son ya excelentes pianistas pueden entonces
eliminar esa materia de su curriculum personal y reemplazarla
por otra que ellos prefieran intensificar: un idioma, alguna
otra actividad estética, ciencias, o aun una labor
de intensificación musical adecuada a su nivel. El
ejemplo se puede repetir abundantemente.
Cuadernos:
Entonces, ¿no habrá programas para todo el país
o para todas las escuelas primarias o secundarias de una determinada
dependencia?
L.J.Z.:
Entendemos que no. Las autoridades educativas deberán
dar a los docentes las líneas centrales de la actividad
escolar, los objetivos que deben cumplir, los requisitos mínimos
exigibles para hacer posible una movilidad indispensable entre
los diferentes establecimientos y controlar si esos objetivos
se logran eficientemente.
Cuadernos:
No se entiende, entonces, el reclamo que acaban de formular
algunas editoriales a las autoridades sobre la falta de programas.
L.J.Z.:
Lo que sucede es que el país, en su conjunto, acostumbrado
desde hace un siglo a un esquema de política educativa
de corte napoleónico, de rígida uniformidad,
está esperando “la reforma”, es decir,
está esperando que se cambien los esquemas anteriores
por otros nuevos, diferentes, pero igualmente rígidos
y uniformes. El país está esperando que salga
el decreto o la ley que derogue los actuales planes y programas
y apruebe otros. De esa manera, por diez o veinte años
tendríamos resuelto el problema. Espero, personalmente,
que no sea así. Nunca más deberá haber
programas que duren diez años. Lo que estamos intentando
hacer es, simplemente, abrir el sistema para que entren en
él los vientos de la vida de nuestros días y
la escuela pueda seguir la evolución histórica
contemporánea.
Por eso,
le repito, no creo que se pueda contestar honradamente “cómo
marcha la reforma”. Porque no se trata de una empresa
con punto de llega preciso. En todo caso tenemos un punto
de partida, pero el punto de llegada es algo así como
el horizonte: a medida que avanzamos se va desplazando más
y más allá, junto con nosotros. De lo que se
trata es de poner las condiciones para que la escuela comience
a marchar por sí misma. Es algo así como despojar
a un pequeñuelo de sus andadores y dejar que empiece
a caminar por sí mismo.
Cuadernos:
Parece que los docentes no quieren que les saquen los andadores...
L.J.Z.:
Me ha entendido bien. Eso es lo que quiero decir. Pero añado
que nuestros docentes no tienen la culpa de encontrarse en
esta situación. Hace treinta o cuarenta años
que están acostumbrados a limitarse, a menudo a pesar
suyo, a cumplir planes y programas sin que les quede margen
de iniciativa, al menos reglamentariamente. Los rectores son
en la práctica cumplidores de circulares e instrucciones.
Las editoriales están acostumbradas a elaborar libros
que necesariamente deben adaptarse al pie de la letra a los
programas oficiales. Ahora, de pronto, se comienza a decir
que todo esto debe cambiar, y es natural que cundan cierta
desorientación, cierta confusión y un poco bastante
de resistencia en muchos sectores. Pero estoy seguro que si
se logra superar el primer momento, nadie querrá luego
someterse a sistemas como los que todavía desdichadamente
se siguen usando. Permítame un ejemplo que me parece
muy importante: durante los últimos veinte años
el calendario escolar señalaba a los rectores de todos
los establecimientos el modo en que debían festejar
los actos escolares, entre otros los patrióticos. Todos
los detalles estaban minuciosamente reglados: cuándo
debían entrar los abanderados, quién debía
hablar primero, quién después, la duración
de cada discurso... faltaba solamente que enviaran a cada
escuela un discurso hecho en el ministerio para que todos
leyeran las mismas palabras. El calendario escolar de 1970
cambió radicalmente esa costumbre, a mi juicio lesiva
de la dignidad, capacidad y responsabilidad de los rectores
y del cuerpo docente. Se limitó a decirles: señores,
ustedes están obligados a realizar actos escolares
en tales y tales días, con tales y tales objetivos
de formación moral o patriótica. Los requisitos
mínimos que deben cumplir son tales y cuales (por ejemplo:
no puede faltar la bandera de ceremonias ni dejar de entonarse
el Himno Nacional). Por lo demás, ahora quedan en completa
libertad de organizar los actos como cada rector, cada cuerpo
docente, crea mejor de acuerdo también con la comunidad
de alumnos y padres, con las circunstancias locales, etcétera.
Personalmente, me imaginaba que se levantaría un verdadero
clamor de aprobación, señalando que por fin
se reconocía la adultez docente de maestros, profesores,
rectores y directores y que los gremios, en particular, señalarían
su satisfacción. No ocurrió eso, sin embargo,
y no faltaron quienes llegaron a decir que el calendario escolar
suprimía festividades. En algún diario se publicaron
denuncias sobre la intención de apagar los festejos
patrios. No faltaron rectores que se sintieron muy desorientados
y que en su fuero interno hubieran preferido seguir cumpliendo
las minuciosas indicaciones anteriores. Pero estoy seguro
que dentro de unos años más resultará
intolerable volver al sistema anterior, que a mi juicio sólo
se justificaría en una sociedad totalitaria o en una
sociedad de muy bajo nivel cultural, en la cual los rectores
de establecimientos educativos necesitaran que les indiquen
cómo festejar adecuada y correctamente la fiesta patria.
Cuadernos:
desde este último punto de vista, ¿cree que
el plan nacional de desarrollo aprobado por el CONADE guarda
relación con los actuales planteos de reforma educativa?
L.J.Z.:
Su pregunta nos refiere a un punto clave de la política
educativa actual. En alguna ocasión sostuve que en
gran medida el mal que estábamos padeciendo era que
la reforma educativa parecía más un programa
de un ministerio que el programa de un gobierno. A través
del plan de desarrollo aprobado por el CONADE creo advertir
que nuestros economistas no han captado en profundidad la
relación que se da entre los fenómenos educativos
y los económicos. En un artículo publicado hace
cerca de un año, afirmé que los argentinos,
a pesar de haber leído masivamente el libro El desafío
americano no terminábamos de entender su tesis central,
ya que el autor sostiene que la razón esencial de la
ventaja que lleva Estados Unidos a Europa se encuentra en
su más alto desarrollo educativo. Tengo la impresión
de que cuando nuestros economistas hablan de inversiones en
educación lo hacen un tanto obligados, pero no por
un profundo convencimiento. No deseo ser injusto ni apresurado,
sin embargo, al calificar. Reconozco que en el Plan aprobado
por el CONADE existen definiciones operativas o conceptuales
acertadas y precisas. Hay allí alineamientos básicos
adecuados para una política educativa como la que nos
estamos proponiendo.
Yo no
advierto que en el plan de desarrollo aprobado por el CONADE
se diga una sola palabra acerca de la introducción
del famoso ciclo intermedio o acerca de la extensión
de la obligatoriedad escolar a nueve años o con referencia
a la implantación de los bachilleratos modalizados
y polivalentes y ni siquiera con respecto al problema capital
del reclutamiento y selección de los estudiantes para
los niveles universitarios.
Cuadernos:
Me permito una observación de carácter personal,
si no le parece mal. A pesar de ser usted un pedagogo, un
especialista en cuestiones educativas y escolares, está
hablando mucho más de política que de pedagogía
propiamente dicha.
L.J.Z.:
No tengo otro remedio. En primer lugar, no debe usted olvidar
que soy profesor de Política Educacional y que esa
es mi especialidad dentro del campo vasto de los estudios
pedagógicos. Pero además, esta conversación
gira en torno de una reforma en marcha, de una situación
de transformación del sistema educativo argentino.
Lo que muchas personas advierten en torno de la cuestión
es solamente lo escolar, lo didáctico, lo pedagógico
propiamente dicho. Pero se olvidan de algo que constituye
el ABC de todos los estudiosos de la ciencia de la educación
y que yo aprendí desde mis primeros años de
estudiante en la Facultad de Filosofía y Letras, y
quizá antes, en la Escuela Normal Mariano Acosta: la
educación es una variable dependiente de la sociedad.
La escuela es hija de la sociedad, criatura suya, consecuencia.
No tiene sentido, por lo tanto, discutir acerca de reformas
estructurales del sistema educativo argentino ni sobre los
aspectos didácticos de la reforma si previamente no
hay un acuerdo acerca del destino que queremos para nuestro
país. Hay un problema político previo que debe
estar claro para que cualquier discusión en torno de
la reforma cobre sentido. Hasta que los argentinos no estemos
de acuerdo sobre el país que queremos ser a fines de
este siglo, las discusiones sobre la reforma educativa serán
algo así como un diálogo entre sordos o inútiles
pérdidas de tiempo. La verdad es que la Argentina tiene
un problema político, esencialmente político,
previo a cualquier otra cosa. Ese problema consiste en que
debemos tomar una decisión con respecto a nuestro futuro,
a nuestro destino como Nación. Si estamos dispuestos
a ser una gran potencia en el siglo XXI; si queremos asumir
en América latina el liderazgo cultural que merecemos;
si queremos convertirnos antes de fin de siglo en un país
con capacidad económica competitiva en los mercados
mundiales; si queremos tecnificar nuestro agro; si queremos
ser capaces de superar problemas de estancamiento demográfico
y vegetativo; si queremos brindar satisfactorios niveles de
vida a toda la población; si queremos estructurar un
régimen de vida social pluralista, democrático
y abierto... entonces tendremos que pensar, necesariamente,
en actualizar y transformar nuestro viejo sistema educativo.
Si, por el contrario, estamos convencidos de la imposibilidad
de superar nuestro estancamiento económico actual y
pensamos que nunca podremos tener industrias capaces de competir
en el mercado mundial; si creemos que nuestro campo puede
seguir siendo explotado como hasta ahora, con una producción
inferior a la de los países adelantados y un rendimiento
por hectárea bajísimo; si admitimos que a fines
de siglo seremos apenas la cuarta o quinta potencia de América
latina y que nuestro liderazgo cultural habrá sido
definitivamente superado por otros países; si creemos
que la Patagonia continuará prácticamente despoblada
y que las villas miseria seguirán siendo un elemento
insustituible del paisaje de las grandes urbes; si admitimos
que a fines de siglo careceremos todavía de aeropuertos
modernos en cada una de las ciudades del país y que
todavía requeriremos las flotas extranjeras para cargar
la mayor parte de nuestros productos; si admitimos que no
seremos capaces de crear, por ejemplo, una industria cinematográfica
próspera y que las series de televisión tendrán
que seguir siendo importadas; si para entonces nuestras editoriales
no pueden superar sus dificultades actuales ante la competencia
de otros países de habla española... entonces
quizá podamos conformarnos con nuestro modesto, ineficiente,
costoso y poco ambicioso sistema educativo actual.
No tengo
pues temores en concluir reiterando el concepto: la reforma
educativa en marcha no puede discutirse fuera de un contexto
político. Para opinar acerca de ella técnicamente
es necesario, antes, sentar las bases de acuerdo sobre el
destino que queremos para nuestro país. Yo, personalmente,
ambiciono no ya para mí sino para mis hijos –que
tendrán 40 años en el 2000– una Argentina
con destino de gran potencia y lista para cumplir, en otros
cien años, un destino de grandeza, dentro de un estilo
de vida democrático y pluralista. Para eso, creo que
nuestro sistema actual no sirve y procuro ayudar a que sea
transformado según los lineamientos que expuse.
La reforma educacional
Publicado en Criterio
Año XLII – N° 1574 – 26 de junio 1969
No hay
duda que, desde el punto de vista que interesaría,
por ejemplo, a una empresa de publicidad, el tema de la reforma
del sistema educativo argentino ha logrado un éxito
notable. En todos los ambientes se habla de la reforma; en
todas partes se la espera –lo cual es distinto que decir
que se la desea– y tanto alumnos como profesores y padres
padecen un agudo estado de expectativa por “lo que vendrá”.
Si se hubiera encargado a expertos en promoción una
campaña tendiente a difundir una novedad o a crear
esa expectativa, difícilmente se hubieran superado
estos resultados. Pero ellos se han obtenido por otras vías,
un tanto casuales. La primera ha sido el dilatado trámite
que ha sufrido –y sufre– el zarandeado proyecto
de ley orgánica de educación que, probablemente,
pasará a la historia –o por lo menos a la “pequeña
historia”– como uno de los mayores quebraderos
de cabeza en que un gobierno se haya metido jamás,
y lo que es peor, voluntariamente. El otro camino seguido
para provocar semejante expectativa –que llega a ser
verdadera angustia en los espíritus excesivamente preocupados
por las alteraciones que puedan sobrevenir dentro de la organización
de su vida laboral– es la oscuridad e imprecisión
de las noticias que se publican o se dan oficialmente o, simplemente,
se “filtran” desde todos los ángulos. A
esta altura, es difícil encontrar dentro de los grupos
docentes más o menos activos en su profesión
–quiero decir, vinculados a cualquier tipo de tareas
pedagógicas que vayan más allá de la
enseñanza propiamente dicha– alguna persona que
no tenga “su” dato sobre la reforma, “su”
noticia o “su” versión. Todos tienen algo
de verdad, pero nadie tiene toda la verdad. Lo malo es que
cada uno cree que “su” porción de saber
representa el conjunto. Pero éste es inhallable por
la sencilla razón de que no existe. Es inútil
buscar el esquema integral de la reforma. Las autoridades
creyeron que era posible lograrlo; la opinión espera
conocerla. Pero las autoridades terminaron por comprender
que se habían metido en la arena movediza de la reforma
imposible y cada brusco movimiento intentado para salir de
ella sólo lograba hundirla un poco más. La opinión
pública, con algo más de superficialidad todavía,
insiste en querer conocer qué va a suceder, qué
planes tendremos, cuántos serán los ciclos,
los programas de cada materia, la suerte personal de cada
profesor, el destino de los interinos, los métodos
de enseñanza que se usarán...
No se
sabe, en verdad, qué reprochar más: si el tremendo
error en que el gobierno incurrió al suponer que con
una ley se puede transformar de un día para otro el
sistema educativo nacional (algo así como si fuera
posible transformar la vida económica del país
mediante una “ley orgánica de la economía”,
a partir de la cual quedara definido de una vez para siempre
todo el proceso de la producción, distribución,
transformación, administración, o comercialización
de bienes o servicios) o la superficialidad y simpleza con
que tantas personas –y tantos docentes– enfocan
el problema, limitados cada uno a querer saber, nada más,
lo que pasará con el pedacito en que están encerrados:
su materia, su programa, su colegio, sus horas de cátedra,
su puestito.
La
realidad
Lo que tenemos como datos ciertos es muy poca cosa, pero sin
duda bastante para hilvanar unas cuantas reflexiones.
En primer lugar, existe conciencia prácticamente unánime
sobre la necesidad de transformar nuestro sistema escolar.
Se acepta sin mayores discusiones –y múltiples
trabajos de especialistas lo han demostrado– que ese
sistema padece una honda desactualización y que su
eficiencia es notablemente baja.
Sus defectos
capitales se suelen centrar en el mantenimiento de una estructuración
por niveles y modalidades que no responde ni a los conceptos
psicopedagógicos y político-educacionales actuales
ni a las demandas de un país en pleno proceso de evolución
industrial y que debe aspirar a un franco y rápido
desarrollo tecnológico. La armazón didáctica
se considera anticuada y poco eficaz. Los organismos de gobierno
carecen de capacidad operativa y de posibilidades de conducción.
El centralismo excesivo y la “delegación de funciones
al revés” (es decir, que cada vez se concentran
más responsabilidades hacia lo alto en cambio de delegarlas
hacia los peldaños inferiores) ocasionan una increíble
asfixia burocrática. No hay organismos técnicos
de apoyo ni se realizan sistemáticamente tareas de
evaluación y control de resultados. Por último,
se carece de lo esencial para que pueda hablarse de un sistema:
los enlaces verticales y horizontales que aseguren la fluidez
de la circulación en todos los sentidos y la intercomunicación
entre los diferentes niveles y modalidades.
Ahora
bien: las tendencias de las reformas en gestación atienden
un poco a todo ese panorama pero no resuelven, en definitiva,
ninguno de los puntos citados. Precisamente, porque se ha
intentado abarcarlo todo, resultó imposible lograr
resultados válidos aunque fuera parcialmente. El viejo
refrán –el que mucho abarca...– ha tenido
esta vez vigencia plena.
Otro
error capital consistió en suponer que la aceptación
prácticamente unánime de la necesidad de un
proceso de transformación de nuestras instituciones
escolares resultaría suficiente para justificar cualquier
reforma. El ejemplo típico es lo sucedido con las escuelas
normales: probablemente se trata del punto sobre el cual existía
el mayor consenso con respecto a la ineficacia del régimen
anterior. Nadie –hablando en términos generales–
dudaba de la necesidad de mejorar la formación de los
maestros primarios. Frente a ello, lo que se hizo fue, simplemente,
suprimir el régimen anterior y reemplazar transitoriamente
los cursos de magisterio por lo primero que se tuvo a mano
(viejos bachilleratos especializados sobre cuyo valor no existen
juicios fundados ni estimaciones objetivas) o por una llamada
“orientación pedagógica” que es
imposible saber qué significa exactamente. Luego, se
comenzó a estudiar el sistema que se crearía
(debe ser la primera vez en la historia de la instrucción
pública contemporánea que primero se suprime
un plan y después se estudia su reemplazo) y se lanzaron
a correr toda suerte de hipótesis en una demostración
cabal de que faltaba –cuando se tomó la medida
inicial– una idea clara de lo que se buscaba.
Queremos
llegar a lo siguiente: existe un acuerdo casi unánime
en el país sobre la necesidad de una reforma de nuestro
sistema educativo. Pero eso no significa que cualquier reforma
sea buena o valiosa. El país no necesita imágenes
de autoridades reformadoras sino transformaciones eficaces.
En segundo
lugar, el sistema escolar en su totalidad y los fenómenos
educativos en su sentido más amplio, forman un ámbito
que no es susceptible de ser reformado por obra y gracia de
una ley que, a partir de un momento dado, lo transforme en
algo diferente. Mucho es –dentro de ese inmenso ámbito–
lo que escapa a los marcos legales y a las posibilidades de
una reglamentación o una norma positiva. Y aún
si nos reducimos al campo de las instituciones sistematizadas,
es decir, a lo escolar propiamente dicho (incluyendo todos
sus niveles y modalidades) también es muchísimo
lo que queda fuera de la influencia de los textos legales
o normativos para defender esencialmente de otro tipo de factores
determinantes, como son, en primer término, las circunstancias
sociales, culturales, económicas y políticas
en las que se insertan y de las que derivan esas instituciones.
La reforma
que se busca, por lo tanto, debe consistir en mucho menos
de lo que hasta ahora se pretende. Paradojalmente, podrá
lograr mucho más. Nos explicamos: enfrascarse –como
está ocurriendo– en forma simultánea en
la discusión de la ley general de educación
(en los despachos de las más altas autoridades de la
Nación) y en la redacción de los programas de
cada materia (en las oficinas de los más modestos funcionarios
del sistema) representa una insensatez. Es como si se deliberara
sobre la conveniencia de encarar o no una política
naviera que conduzca en un lapso futuro de medio siglo a disponer
de una flota mercante que se cuente entre las primeras del
mundo y simultáneamente se discutiera acerca del color
con el cual se va a decorar el camarote del capitán
de una de las cien o doscientas naves que compondrán
la flota. Y se pretendiera que en unos meses se tuviera lista
una ley y todos los documentos necesarios con todos esos aspectos
considerados: además de pretenderse la gran definición
de la política naviera para los próximos cincuenta
años, se querría saber también, a la
vez, si en el menú de las tripulaciones se servirá
sopa por la mañana y por la noche o solamente por la
noche. Se dirá –lo sabemos– que exageramos.
La realidad señala que mientras en el CONADE se discute
la proyección de la obligatoriedad escolar en función
del país que se aspira lograr para el año 2000,
existen funcionarios y docentes que están analizando
cuántas horas de clase de cada contenido hay que implantar
en cada escuela de la República. Y con un sentido no
diremos de eternidad pero sí de medio siglo de alcance,
por lo menos.
Lo
posible
No: lo que se puede hacer, inicialmente, es plantear la política
educativa que se ansía para los próximos treinta
o cincuenta años. No decir qué se va a hacer
concretamente en materia de organización escolar o
de armazón del sistema escolar, sino qué se
propone la Nación como meta. Por ejemplo: si queremos
o no dar instrucción por un determinado número
de años o por el equivalente a un determinado contenido
esencial y básico a toda la población del país;
si deseamos montar o no un sistema escolar que represente
una infraestructura adecuada para el tipo y las metas de desarrollo
que nos propongamos lograr en plazos más o menos previstos;
si estamos dispuestos a implantar la gratuidad absoluta en
todos los niveles o no; si admitiremos la participación
de la iniciativa privada dentro del sistema escolar o nos
inclinaremos por un monopolio del Estado en cuestiones de
enseñanza o si preferiremos algún
tipo de sistema mixto o hasta qué limites básicos
plantearemos los controles y la intervención del Estado.
Luego,
una vez determinados esos objetivos y esos principios –de
los que los citados son solamente ejemplos– lo que una
ley debe establecer son los organismos técnicos de
conducción y de gobierno para que se ocupen de la obtención
y de la realización de la política educativa
así fijada. Esos organismos deberán comenzar
–sólo entonces– una labor de estudios y
de planificación destinada a poner en marcha el sistema
y a crear los mecanismos de apoyo, de supervisión,
de evaluación y de ajustes y rectificaciones permanentes.
En una palabra: el gobierno de la Nación, por medio
de las declaraciones de principios y leyes fundamentales fija
(como el directorio de una empresa) la política educativa
y después crea organismos (departamentos y gerencias)
que deben ponerla en marcha a continuación.
Ahora
bien: estos organismos (el nivel gerencial) no deben, tampoco,
descender más de lo indispensable. Habrán de
poner en marcha sus respectivas áreas de labor mediante
la confección de indicaciones claras y precisas, la
estructuración de planes básicos, el delineamiento
de objetivos en términos de producto, y la supervisión
y evaluación del rendimiento. Pero serán los
establecimientos escolares en sí mismos (o agrupaciones
funcionales de establecimientos) los responsables de la planificación
anual de actividades, con indicación de los contenidos
que se utilizarán, textos, metodologías básicas
y sistemas de evaluación periódicos mediante
los cuales intentarán alcanzar los objetivos que les
hayan sido indicados (meta que deberán fiscalizar los
cuerpos especializados correspondientes de los organismos
técnicos de gobierno y conducción del sistema
educativo).
Los establecimientos
escolares (o, repito, los agrupamientos de varios de estos,
por ejemplo tres o cuatro pequeñas escuelas rurales
de un distrito, o dos o tres escuelas de ciclo básico
vecinas y pequeñas) deberán ser consideradas
unidades operativas técnico-docente con plena libertad
para elegir y crear sus recursos y formas de labor, con cargo
de fundamentar pedagógicamente esas decisiones y de
rendir cuenta de sus resultados. (Y cuando ligo esto, propongo
una responsabilidad en serio, no declarativa. Por ejemplo:
si en una escuela técnica se comprueba objetivamente
que los alumnos que concluyen los estudios carecen del mínimo
de capacitación técnica prefijada, deberá
instruirse un sumario inmediato y rápido al director-responsable
que bien puede terminar en su cesantía por incompetencia).
Suponiendo
estos principios, los maestros y profesores serán,
al fin, quienes decidan sus métodos de trabajo propios,
siempre con cargo de fundamentarlos pedagógicamente
y de rendir cuenta de sus resultados. El profesor de lenguas
extranjeras debe tener la libertad absoluta de elegir su texto
y su método (directo o indirecto, estructural o no,
con recursos audiovisuales o mediante vulgares tizas de colores).
Pero el director de la escuela, y los cuerpos técnicos
de evaluación y supervisión tendrán la
libertad absoluta de dejarlo cesante por incompetencia si
al terminar el curso se comprueba fehacientemente que los
alumnos no alcanzaron los objetivos parciales (no se olvide:
deben estar definidos en términos de producto) que
se le habían indicado.
Dicho
a manera de tesis básica: la escuela argentina está
enferma de falta de libertad y de ausencia de responsabilidad.
No temamos dar la máxima libertad, pero no titubeemos
en exigir la máxima responsabilidad.
La reforma permanente
Al meditarse sobre los pasos que se deben dar, necesariamente,
para llegar a una reforma profunda de nuestro sistema escolar,
se advierte hasta qué medida carece de sentido discutir
simultáneamente los primeros principios de una política
educativa y los más pequeños detalles de la
acción cotidiana del aula. Se comprende también,
entonces, el tremendo error de haber supuesto que era posible
“sacar”, en el mismo año, la ley orgánica
general que resolviera toda la estructura, los planes, los
programas, la organización metodológica y hasta
el nuevo sistema de formación del personal docente,
que se intenta perfilar mientras todavía se discuten
los caracteres de los diversos niveles y modalidades para
los que ese personal tendrá que capacitarse y entrenarse.
Todos
estos pasos, y esta libertad operativa que pedimos para los
diversos escalones que componen el sistema escolar, desde
el gobierno nacional hasta el maestro o profesor frente a
sus alumnos, no deben entenderse como causales de demoras
excesivas frente a las urgencias reformadoras ni de anarquía
o caos frente a las necesidades de armonía entre las
diversas partes del sistema. Aquellos pasos y estas libertades
son, por el contrario, las condiciones necesarias para que
se cumpla el requisito esencial de una reforma: su sentido
dinámico y de actualización permanente. Porque
lo que debe entenderse de una vez por todas es que no se trata
de cambiar un sistema por otro; un plan de estudios “x”
por otro “y”; un programa de Historia por otro
de Historia; un método de enseñanza por otro
método de enseñanza. Esto significaría
entender la reforma con un criterio estático: tenemos
ahora un sistema y a partir de mañana tendremos otro,
que a su vez seguirá idéntico a sí mismo
hasta la próxima reforma. El criterio debe ser dinámico:
no necesitaremos pensar nunca más en reformas integrales
puesto que el sistema estará transformándose
continuamente. (En el ámbito universitario no se habla
de reforma de programas porque los programas se elaboran cada
año). En consecuencia, se debe montar un sistema escolar
que se caracterice por su dinamismo interno. Los establecimientos
(sus autoridades y el cuerpo docente) estarán constantemente
reelaborando metodologías, contenidos, programas, actividades.
Los organismos técnicos de gobierno y de conducción
estarán reelaborando constantemente los objetivos y
sus procesos de supervisión y de apoyo docente. Los
mecanismos de investigación estarán reelaborando
constantemente el material que pondrán a disposición
de los establecimientos. Y el gobierno nacional ajustará
oportunamente sus principios y pautas de política educativa.
Es decir:
no debemos seguir pensando en la necesidad de hacer la reforma,
de terminar la reforma para entonces descansar otra vez de
nuestras angustias y expectativas y volver a saber sobre dónde
estamos parados.
De lo
que se trata es de establecer los mecanismos operativos indispensables
para iniciar una labor de reforma permanente. Y de esa labor
deberemos participar todos y todos los años y todos
los días.
El sistema
escolar nacional debe ser entendido como un mecanismo en marcha
y transformación permanente, por lo cual la preocupación
por la reforma pierde sentido sustancial. Y es por eso que
la reforma educativa que nuestro país necesita hoy
no es otra cosa que aquella que permita poner en marcha la
obra de la transformación, que nunca concluirá
porque, como la vida, como la sociedad, el sistema escolar
no es sino que deviene: su ser es hacerse.
Sobre los fines instrumentales
de la escuela primaria
Publicado en Enciclopedia
Didáctica - Año VI N° 28 - julio/agosto
(Año internacional de la educación)
Entre
las notas definitorias de la escuela primaria se acepta habitualmente
la finalidad instrumental. En cambio, para la escuela media,
es corriente señalar como objetivo esencial la formación
de hábitos de estudio y de trabajo mental. Por herencia
francesa suele decirse que el ideal de ese grado escolar es
lograr “cabezas bien hechas”, es decir, aptas
para el futuro quehacer intelectual que les demanden la universidad
o la vida misma. Se ha dicho también, por eso, que
la regla de oro de la escuela media es “enseñar
a pensar”, o “enseñar a aprender”.
Todo
esto es verdad, siempre que, claro está, no resulte
entendido en términos absolutos que concluyan por suponer
que en la escuela media nada de carácter instrumental
pueda tener cabida, y que en la escuela primaria no interesa
enseñar a pensar.
De esto
último es, precisamente, de lo que quisiéramos
tratar ahora.
Los
instrumentos culturales
Cuando se afirma que el nivel elemental de los sistemas educativos
tiene una finalidad instrumental debe recordarse cuál
es el carácter de los “instrumentos” a
que se hace referencia.
Se trata
de los de carácter cultural indispensables para poder
manejarse con posterioridad en el mundo de los estudios medios
o simplemente en el campo del trabajo y de la vida ciudadana
y familiar. Son, pues, instrumentos culturales básicos
y por lo tanto, para poder manejarlos con éxito es
requisito ineludible “saber pensar”.
La instrumentalidad
cultural que persigue como fin la escuela primaria no se opone,
pues, y ni siquiera puede deslindarse en forma absoluta, de
esa otra finalidad que caracteriza la escuela media y que
consiste en formar “cabezas bien hechas”.
Leer
y escribir
Un ejemplo claro de lo que queremos decir es el que se refiere
a la enseñanza del alfabeto. La escuela primaria, en
sus primeros grados, debe conseguir que los niños “manejen”
este “instrumento”, esta “herramienta”
cultural, que es el lenguaje escrito. Una vez que hayan logrado
su pleno dominio, estarán en condiciones de introducirse
en el mundo cultural propiamente dicho y acceder a diversos
planos del saber y del hacer. Con ese instrumento bien utilizado,
podrán disfrutar de las obras de la literatura de todos
los tiempos; estudiar ciencia o tecnología; interpretar
y explicar ilustraciones; enterarse de las noticias del ámbito
político, social o artístico; conocer las leyes
y por último participar del eterno proceso de recreación
cultural mediante sus propios aportes escritos.
Pero,
mientras se realiza el proceso de aprendizaje para obtener
tal dominio instrumental, ¿es posible separar del todo
los aspectos referidos a formas correctas del pensar, del
razonar, de interpretar, e inclusive referidos a las resonancias
afectivas que todo texto trae consigo?
Hace
mucho que se nos advirtió que es inútil pretender
que en una lectura de primer grado el chico abstraiga de la
palabra “mamá” sus connotaciones vitales
para limitarse al aprendizaje de la lectura o la escritura
propiamente dichas, y también que es imposible enseñar
a leer, instrumentalmente hablando, sin que a la vez, querramos
o no, se produzca un proceso de captación de los conceptos
que enuncia el texto leído. Por nuestra parte, nos
atrevemos a decir algo más: si no existe tal captación
conceptual ni tales resonancias afectivas, el proceso de aprendizaje
“instrumental” tampoco puede darse o, a lo sumo,
se da muy deficientemente.
¡Cuántas
veces esas lecturas en voz alta tartamudeantes, plagadas de
errores, con pésima elocución y torturantes
para quienes las escuchan, se deben tan sólo a que
el lector no entiende o entiende apenas qué está
leyendo!
La comprensión,
pues, ayuda o mejor dicho, es indispensable para la captación
instrumental. Puede una cosa distinguirse de la otra, y además
puede en determinados instantes o en determinadas etapas de
la vida escolar insistirse más en un aspecto que en
el otro. Pero ni su separación absoluta es posible,
ni su antinomia real, ni, por fin, es admisible que la escuela
primaria, siquiera en los grados iniciales, crea que puede
o debe atender sólo a lo instrumental sin ocuparse
también de una correcta formación del instrumento
madre que es el saber pensar.
Por esto
es que, personalmente, nunca hemos entendido la distinción
que ¡todavía! tiene vigencia en planes y reglamentos
escolares, incluyendo los más renovados y modernizados:
lectura “mecánica” y lectura “comprensiva”.
Pero ¿es que puede existir una lectura que no sea comprensiva?
¿Por lectura mecánica se querrá decir,
por ventura, una recitación de sonidos que carecen
de sentido para quien los emite, casi como si se tratara de
una lengua extranjera que se repite sin entenderla? Se trata,
para nosotros, de una distinción que no resiste el
menor análisis teórico y, sin embargo, el magisterio
primario estaría obligado a atender ahora la lectura
mecánica, después la comprensión de lo
que los alumnos leen.
Concluyamos:
enseñar a leer y escribir, es también enseñar
a pensar. Si aquello se aprende mal, también lo segundo.
Y a la inversa: si se lee y escribe bien, es porque se ha
aprendido a pensar bien. Entendiendo esto, por supuesto, dentro
de una amplitud general de criterio y dejando de lado defectos
particulares de dicción o de expresión, que
puedan estar motivados por causas muy diferentes, o particulares
problemas de ortografía.
El
aprendizaje de la matemática
Pero donde probablemente sea más urgente –en
este instante de la evolución de los sistemas, planes
y programas escolares– considerar el tema que hemos
analizado, es en el campo de la enseñanza de la matemática.
Nos permitimos
creer que uno de los pecados capitales que comete en muchos
casos la escuela primaria es, precisamente, la enseñanza
“mecánica” de la matemática, es
decir, no comprensiva. Los niños aprenden mecanismos
que les permiten satisfacer las exigencias escolares y a los
maestros cumplir las de los programas, pero no “aprender”
matemática.
Admitimos
que ciertos aspectos de la matemática elemental –elementalísima–
deban o puedan adquirirse mediante “mecanismos”
o “hábitos” mentales que apenas si requieren
comprensión. Pero esta admisión sólo
cabe para unas poquísimas operaciones o para dos o
tres temas que por razones prácticas es indispensable
dominar desde muy temprana edad. (Cito, a modo de ejemplo,
el caso de las tablas de multiplicar o de las operaciones
de división).
Más
allá de este tipo de cuestiones, la escuela primaria
debe enseñar a “razonar”, a “comprender”
los temas matemáticos que incluya en sus programas,
y no enseñar a practicar mecanismos que, a fuerza de
repeticiones año tras año, terminan por fijarse
y sirven para resolver satisfactoriamente las pruebas escolares,
con lo cual los niños, los padres, los maestros, las
direcciones y supervisiones quedan contentos... aunque nada
útil se haya logrado. Y digo útil porque no
se obtiene la comprensión racional del tema considerado,
ni se logra un entrenamiento mental que pueda servir para
el futuro, ni se ponen las bases para estudiar matemáticas
superiores, y ni siquiera se consiguen mecanismos aptos para
resolver situaciones concretas de carácter práctico,
porque apenas pasado un lapso sin repetir las ejercitaciones
los mecanismos se olvidan y porque la mayor parte de los ejercicios
efectuados en la escuela se refieren a circunstancias que
rara vez se dan como necesidad en la vida corriente.
Abundan
los ejemplos tomados de la realidad escolar para aclarar los
conceptos precedentes.
Quizá
el más típico sea la enseñanza de la
regla de tres. Como es sabido este procedimiento constituye
una especie de llave maestra de tipo universal apta para resolver
una innumerable cantidad de problemas de todo tipo, desde
algunos muy simples hasta otros muy complejos. Manejando adecuadamente
el razonamiento básico es sencillísimo solucionar
situaciones muy diversas. Pero atención: lo que hay
que saber manejar, es decir, el instrumento que debemos tener
a mano, es un tipo de razonamiento, no un mecanismo que sepamos
aplicar mecánicamente, valga la repetición.
Porque entonces, resultaremos incapaces de aplicar el mecanismo
apenas se nos presente una situación nueva. Que es
lo que les pasa a los chicos en la escuela: si se les presente
un “problema” (me refiero a los clásicos
y a menudo absurdos problemas escolares) diferente del “modelo”,
ya no sabrán qué hacer. Entonces, los maestros
recurren a un arbitrio bien conocido: ejercitaciones sobre
la base de “problemas tipo”. Muchas “ejercitaciones”,
abundantes repeticiones, hasta que el niño “fija”
el mecanismo y termina por reconocer los tipos de problemas
y aplica a cada uno el mecanismo previsto.
De aquí
surgen esos deberes con muchos problemas, para “ejercitarse”
bien. Y el maestro no comprende que el “ejercitarse”
en problemas es un absurdo que choca al más discreto
criterio matemático, puesto que cada problema no puede
sino ser un caso único al que corresponderá
solucionar mediante un razonamiento original, especialmente
pensando en cada caso. Lo demás es inútil.
En la
escuela primaria, generalmente, lo que se enseña en
este tema, es a realizar el planteo: “Si 20 obreros
ganan $20.000, un obrero ganará menos, o sea 20.000
÷ 20 y 15 obreros ganarán más, o sea
20.000 x 15 ÷ 20.
Todo
esto se escribe simbólicamente así:
20 o
20.000 $
1 o 20.000
$
20
15 o
20.000 x 15
20
El chico
“aprende” repitiendo. Hace muchos problemas “tipo”
de este género y al fin termina acordándose
dónde debe poner cada cosa, qué debe dividir
por algo y qué debe multiplicar más tarde. (Y
se producen entonces las increíbles discusiones entre
alumnos, padres, maestros y directores sobre si el problema
que se tomó en la prueba final había sido enseñado
o no).
Al cabo de repetir estos “ejercicios” los chicos
“aprenden”... a colocar cada cosa donde deben,
y aprueban sus exámenes. La dirección de la
escuela comprueba que en tal examen mensual los alumnos de
cuarto grado han resuelto bien el tema de “regla de
tres” y todo ha concluido.
Pero
nadie averigua otras cosas. Los chicos no saben, en primer
lugar, por qué dividen aquí y por qué
multiplican allá. No pueden saberlo porque para eso,
en primer término, deben tener clara “comprensión”
de que la multiplicación no es sino una suma abreviada,
y la división es, en última instancia un “reparto”
en partes iguales y termina significando restas sucesivas
sobre la base de un sustraendo que es el que nos indicará
el cociente de la división.
Pero,
además no entienden qué significa ese famoso
“paso por la unidad”, que es al fin donde reside
todo el secreto del procedimiento. Lo que los maestros no
enseñan (a veces, dramáticamente, porque ellos
mismos no lo han descubierto) es que el planteo tradicional
no es sino la abreviatura de dos pasos muy simple: 1°)
averiguar cuánto corresponde a la unidad; 2°) una
vez sabido eso, averiguar cuánto corresponde a más
unidades.
Por lo
tanto, el chico debería aprender, es decir comprender,
que cuando escribe 20.000 $ 20 obtiene un resultado: $ 1.000
y ya ha averiguado que un obrero gana $ 1.000 y puede escribir:
20 o 20.000
$
1 o 20.000
$ ÷ 20 = 1.000 $
Es indispensable
que el niño comprenda que lo que hace después
es multiplicar $ 1.000 por 15 y que la expresión simbólica
20.000 x 15 ÷ 20 es en verdad el resultado de la división
20.000 ÷ 20 multiplicado por 15.
Si enseñáramos
a “comprender” lo que el niño hace, todos
los alumnos de cuarto grado sabrían que no es obligatorio
multiplicar primero 20.000 x 15 y después dividir el
resultado por 20, sino que se puede, y está más
de acuerdo con el proceso del razonamiento, dividir primero
y multiplicar después. Pero no lo sabrían porque
la experiencia se los mostrara sino porque “comprenderían”
qué es en verdad lo que están haciendo.
De esta
manera, no habría necesidad de que los pobre chicos
perdieran el tiempo que debían utilizar para jugar,
hacer deportes o aprender un idioma, “practicando”
problemas porque una vez entendido el razonamiento es imposible
equivocarse.
Esto, también, haría sencillísima la
solución de los problemas donde lo que hay que hacer
es multiplicar primero y dividir después, o sea, el
famoso caso de la regla de tres simple inversa que es una
especie de fantasma para toda la escuela.
Si trasladamos esto al caso de la regla de tres compuesta,
entonces se verá cómo todo lo dicho cobra caracteres
que podrían ser estudiados dentro de un capítulo
de “patología pedagógica”.
Recuerdo,
de mis años de maestro de quinto grado (actual sexto),
la desesperación y angustia de mis alumnos cuando me
negaba a decirles si un problema era de regla de tres “directa,
inversa o mixta”. Desde los años anteriores estaban
acostumbrados a resolverlos mediante unos mecanismos simples:
si es directa, esto va “arriba” y esto otro “abajo”;
si es inversa, al revés; si es mixta, la cosa es más
complicada pero con un poco de suerte y un poco de recordar
el “tipo” del problema se puede salir del paso.
Mi exigencia de “pensar” –simplemente me
limitaba a decirles: “razonen, si el razonamiento los
lleva a ‘más’, hay que multiplicar, si
a ‘menos’, dividir– les resultaba intolerable.
No faltó
el padre que me reprochó el no querer indicar qué
tipo de problema presentaba: ello constituía para él
una falta “reglamentaria”. No hay que extrañarse:
hay maestros que cuando llegan al famoso “segundo caso”
de enseñanza de la resta –una cifra del minuendo
mayor que la correspondiente del sustraendo– hacen poner
a los niños de segundo grado este título: “Resta
con dificultad”. Tengo pruebas documentadas.
Este
tipo de ejemplos podría multiplicarse por cada uno
de los puntos del programa de matemática. Como es imposible
aquí realizar esa tarea –pero que no sería
inútil, por cierto– me limitaré a destacar
muy brevemente lo que sucede con otros dos o tres temas.
Es muy
claro el error de la escuela primaria con respecto al capítulo
de Sistema Métrico Decimal y en particular con “reducciones”.
Es sabido que estas famosas reducciones constituyen, de 4°
a 6° grado, uno de los dramas de maestros y alumnos. De
“metros” a “decámetros”, de
éstos a “milímetros”, de éstos
a “hectómetros”, de litros a centilitros
y de éstos a “kilolitros”... y así
en todas las variantes imaginables y quizá inimaginables.
Correr
la coma, contar los ceros, de izquierda a derecha, de derecha
a izquierda; un lugar para cada unidad en las medidas lineales,
dos lugares para las de superficie... todo esto y mucho más
reiterado, repetido, ejercitado, mecánicamente, los
chicos de 4° grado llegan a dominar los mecanismos, corren
las comas, ponen los ceros, y las pruebas mensuales dan resultados
aceptables. Maestros, directores, inspectores han quedado
satisfechos una vez más. Naturalmente, el razonamiento
profundo, la comprensión auténtica del significado
de ese desplazamiento de comas decimales, de ese quitar y
poner ceros no existió en ningún momento. Porque
todos esos mecanismos, en última instancia, no son
–no debieran ser– sino el resultado final al cual
llegue por sí mismo el alumno después de comprender
que todo consiste en multiplicar o en dividir por 10, o por
100, o por 1.000 (o sucesivamente por 10 ó por 100
tantas veces como sea necesario).
Se dirá
que, de cualquier manera, esos mecanismos sirven para que
el alumno egrese de la escuela primaria dominando ciertos
instrumentos de trabajo matemático para la vida corriente.
Es falso el argumento.
En primer
término, porque esos mecanismos se olvidan apenas de
deja de practicarlos corrientemente. Basta un mes sin que
la maestra “repase” reducciones para que los alumnos
olviden lo que presuntamente habían “aprendido”.
Por lo cual en cada grado hay que empezar de nuevo. (Y esto
ocasiona las eternas quejas contra el maestro del grado anterior).
En segundo término porque en la vida corriente de un
trabajador cuya capacitación profesional corresponde
sólo al nivel de la escuela elemental, prácticamente
no habrá ocasiones en las cuales deba resolver ese
tipo de problemas. Reducir 0,0014 km a cm es una ficción
escolar que puede presentar como problema real excepcionalmente.
Y ahí
está la cuestión de fondo: cuando se presente
esa ocasión excepcional, quien haya aprendido mecanismos
no podrá resolverla, porque esos mecanismos se olvidan
a menos que se practiquen regularmente, pero quien haya comprendido
racionalmente la base matemática sobre la cual se funda
nuestro sistema métrico, podrá resolverlo sin
ninguna dificultad.
Todo esto puede repetirse para las operaciones con fracciones
ordinarias, para la enseñanza de los temas sobre interés
y capital y para muchos otros puntos del programa escolar.
Pero quisiera concluir éste quizá ya muy extendido
alegato con un solo ejemplo más, que considero esencial
por lo claro y porque muestra cuánto tiempo se pierde
estérilmente en la escuela, amén de provocar
mortificaciones gratuitas a los alumnos que, por lo menos,
podrían aprovechar mejor sus horas haciendo deportes
o jugando libremente. Me refiero a la enseñanza de
los métodos y procedimientos para hallar superficies
y volúmenes.
Digamos
primero que lo “instrumental” desde el punto de
vista práctico real no existe aquí, porque quienes
necesitan resolver esos problemas reales son especialistas
que han hecho sus propios aprendizajes. Y si alguna persona
no especializada o algún operario necesita en un caso
excepcional resolver un problema sencillo de esa naturaleza,
volvemos a lo mismo de antes: podrá hacerlo si la escuela
lo ha provisto de una capacidad de razonamiento y de una comprensión
de principios básicos, pero no si sólo le hizo
fijar mecanismos operativos que se olvidan antes de seis meses
del egreso de la escuela.
Lamentablemente, la mayoría del magisterio primario
no entiende esto. Veamos qué sucede con el tema volumen
de cuerpos. Los maestros enseñan fórmulas: una
para cada cuerpo. Los chicos las aplican sin entender en absoluto
qué significan. ¿Para qué hacen eso los
maestros? Para cumplir programas. La misma respuesta dan los
directores, los inspectores... y así hasta que llegamos
a la característica pérdida de responsabilidad
final propia de los sistemas centralizados oficiales. Lo que
importa, por el contrario, es que los niños comprendan,
aprendan, razonen que el volumen de cualquier cuerpo geométrico
regular se obtiene multiplicando la superficie de la base
por la altura. Y basta. Ese niño no necesita recordar
ninguna fórmula de volumen y durante toda su vida estará
en condiciones de resolver cualquier problema que se le presente
de esa naturaleza. Pero no: implacablemente, el magisterio
primario sigue “enseñando” fórmulas,
que, claro está, se olvidan o se confunden apenas las
deja de estudiar (memorísticamente) durante una semana.
Entiendo
que añadir a estos problemas de volúmenes de
cuerpos como pirámides o conos es un sin sentido, pero,
si se quiere hacerlo, bastará hacer entender que son
cuerpos que no consisten sino en dividir por tres los prismas
o cilindros de una misma base y altura. Entonces no habrá
sino que dividir por tres el volumen del prisma o cilindro
correspondiente para obtener el de la pirámide o cono
que se quiera.
No hay
duda que los largo procedimientos indispensables para obtener
estos resultados se abrevian mediante el uso de fórmulas.
Pero eso interesa cuando se necesita realmente, en la vida
práctica, un resultado y se quiere ganar tiempo. En
la escuela importa enseñar a pensar, comprender, a
capacitar para el futuro. Es verdad también que a las
fórmulas sintéticas se llega, al fin, por razonamiento,
por factoreo, por agrupamiento de operaciones. Pero el valor
pedagógico reside precisamente en que el alumno llegue
él a la fórmula, o sea que él la descubra.
Pongamos en su poder el instrumento madre, es decir, el razonamiento.
Y él podrá encontrar, más adelante, cuando
de verdad lo entienda, la fórmula abreviadora y facilitadora
de cálculos. Eso es aprendizaje válido. Eso
es dar “instrumentos culturales”.
Enseñar
a pensar siempre
La escuela primaria debe también, pues, enseñar
a pensar, como función básica. Porque los instrumentos
que debe poner en manos de los niños son racionales,
y por lo tanto no pueden ser usados ni manejados fuera de
un contexto de auténtica comprensión racional.
Es indispensable
abandonar definitivamente todo lo que sea fijación
de mecanismos operativos sin comprensión previa de
su significado, salvo, quizá, algunos poquísimos
y elementalísimos en los dos o tres primeros grados.
(Y aún esto podría discutirse). Lo cual conducirá
necesariamente, a tener que abandonar la enseñanza
de muchos temas que no puedan enseñarse con verdadera
comprensión en la escuela primaria (v.g.: volumen de
la esfera o superficie del círculo) o a postergar para
grados inferiores otros (v.g.: operaciones con fracciones).
Pero esto no debe preocupar a nadie. Porque lo que no se comprende
no sirve para nada y se olvida. Y la fijación de esos
temas mediante mecanismos tampoco sirve para nada porque en
la vida real no se presentan tales situaciones y, en el caso
de excepción en que aparecen, los mecanismos se han
olvidado. ¿Para qué entonces seguir perdiendo
tiempo –maestros y alumnos–, con estos temas?
La finalidad
de la escuela primaria es, sí, instrumental. Pero esto
no significa sino que debe enseñar a pensar, porque
el razonamiento lógico y el entrenamiento mental son
los instrumentos que permiten al egresado de la escuela primaria
ya sea proseguir con éxito sus estudios medios o desempeñarse
satisfactoriamente en el mundo del trabajo, que, es hoy, otra
forma de proseguir estudiando.
Una necesidad urgente:
material
bibliográfico
Publicado en Revista
Estrada. Año II N°2 - febrero 1968
...procurar que
la Argentina retome sendas de visión universal, sin
desdeñar dar preferencia a las corrientes o asuntos
que en cada circunstancia histórica exijan o merezcan
dedicación especial, y mantener un ritmo intenso de
colecciones que den oportunidad a los docentes y pedagogos
argentinos para expresar su pensamiento y para exponer el
fruto de sus investigaciones y de su experiencia...
Uno de los más graves problemas que afronta en la actualidad
un docente deseoso de actualizar sus conocimientos y su preparación
técnica pedagógica, es la falta de un material
bibliográfico y de documentación constantemente
puesto al día y que le brinde, en condiciones de fácil
accesibilidad, un panorama completo de todo lo que en ese
campo sucede universalmente.
Antaño,
a pesar de que quizá existía un número
menor de publicaciones –entre las que incluimos libros,
revistas y series periódicas de cualquier naturaleza–
y de que las comunicaciones entre los pueblos eran considerablemente
reducidas en cantidad y en rapidez, esa dificultad era menor.
Esto no es paradójico: la sencilla explicación
consiste en que el número de novedades que debían
conocerse y el ritmo de transformación de conocimientos,
de métodos y de recursos, era extraordinariamente menor
que en nuestros días.
Así
ocurre que a pesar de que existe un conjunto que, probablemente,
en cifras absolutas, pueda superar en el total de libros,
revistas y folletos al que se daba hace tres o cuatro décadas,
sin embargo la realidad es que hoy los profesores y maestros
se encuentran peor informados y menos actualizados que en
aquella época.
A esto
se suma otra dificultad, y es la que deriva del avanzado proceso
de especialización que también se da en el campo
pedagógico y que exige una intensificación del
saber en esferas reducidas. Pero, a la vez, se mantiene más
fuerte que nunca la antigua pretensión de integralidad
del enfoque educativo y, ningún maestro o profesor
puede conformarse con ser un especialista, ya en un área
determinada del saber humano o en una de las técnicas
metodológicas del quehacer didáctico.
Desembocamos entonces en que los profesionales del arte de
enseñar deben, necesariamente, disponer de recursos
bibliográficos accesibles y que les brinden una visión
muy amplia de los temas pedagógicos, pues sólo
de esa manera podrán desempeñar cabalmente la
misión que la sociedad espera de ellos.
De lo
contrario, apenas transcurridos unos años de su egreso
de los institutos de formación docente, pasarían
a convertirse en personajes auténticos, muy lejos de
todo contacto con sus alumnos y prácticamente envejecidos
aunque cronológicamente sus años indiquen juventud.
El
deber de la sociedad
Todo lo dicho indica que la sociedad, por medio de sus múltiples
organismos y grupos, afronta el deber de proporcionar tales
medios bibliográficos al personal docente en ejercicio,
ya que de otra manera estaría inhibida para exigir
con autoridad el cumplimiento de la tarea educadora. Hay muchas
maneras de encarar esta obra. En primer lugar, se encuentra
la tradicional biblioteca, por supuesto que, en este caso,
especializada. El proceso de difusión de estas instituciones
no ha seguido en nuestro país el ritmo debido. Después
de la gran creación de la Biblioteca de Maestros, ordenada
por la genial inspiración de la Ley 1420, y que dio
lustre no sólo al magisterio sino a la cultura nacional
en su conjunto, y que fue además recinto preferido
para numerosas generaciones de estudiantes universitarios
de todas las facultades, no se continuó con otras creaciones
similares y sólo el afán y la voluntad de asociaciones
docentes y populares permitieron la expansión de instituciones
más modestas en pueblos y ciudades de la República.
La crisis de paralización de ese proceso se debe también
a la falta de actualización de las sumas destinadas
a renovar el material de las bibliotecas existentes, y esto
equivale, en pocos años, a una lenta pero segura extinción
de la institución de que se trate. Con ser esto muy
grave, hay algo quizá peor. Es la incapacidad para
entender que el tradicional concepto de “biblioteca”,
como ámbito en el cual se recogen los tomos del saber
humano, con un sentido de perennidad y de certeza si no eterna
al menos muy prolongada, debe ser reemplazado por el criterio
moderno de “centro de documentación”, que
significa dar un carácter dinámico a lo que
se entendió siempre como estático. Estas instituciones
deben concebirse como organismos vivos, que funcionan a un
ritmo intenso de incorporación de materiales documentales
de todo tipo –libros, revistas, folletos, catálogos,
boletines, etc.– y no se limitan a alinearlos prolijamente
en estantes y, a lo sumo, ficharlos para que quien los requiera
pueda hallarlos. La tarea consiste –además de
la descripta, que por supuesto no puede eliminarse–
en otra clase de fichaje. Se trata de catalogar temáticamente
todo el material recibido; de sistematizarlo por asuntos,
por tendencias, por países, por problemas; de hacer
resúmenes que puedan ser fácilmente comprendidos,
no tanto con la ambición crítica tradicional
cuanto con el concepto moderno de presentación objetiva
que permita presentar en boletines periódicos la síntesis
de toda la producción bibliográfica de un lapso
predeterminado. Estos “centros” hacen algo más
importante todavía: ellos no esperan al lector, sino
que van a su encuentro, lo estimulan, lo inquietan, lo invitan
a conocer el material, y cuando menos le hacen saber qué
es lo que puede interesarlo. Constituyen, en fin, el centro
vital por el que pasa hoy la posibilidad del acceso del personal
docente a una bibliografía rica y actualizada.
Las
publicaciones periódicas
Las revistas especializadas y los boletines técnicos
y de documentación son una parte fundamental dentro
del aporte bibliográfico. Ya desde antiguo se conoce
esta metodología de publicación, pero nunca
como hoy constituyeron elemento de tanta importancia, debido
al ritmo vertiginoso en que se suceden los acontecimientos
en el mundo de la técnica y de la ciencia. Es lamentable
que, en momentos en que en casi todo el mundo se multiplican
este tipo de publicaciones, en nuestro país nos encontremos
en una situación francamente desventajosa, pues son
realmente escasas las que se editan regularmente dentro de
la esfera pedagógica, y aunque pareciera advertirse
últimamente una saludable reacción, todavía
nos encontramos muy lejos del número siquiera aproximado
que sería conveniente. Es particularmente sensible
que casi todas las revistas especializadas de organismos oficiales
hayan desaparecido o se editen en forma tan esporádica
y fuera de toda periodicidad que de hecho carecen de utilidad.
Bastará
recordar que la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos
Aires no ha logrado todavía publicar regularmente una
revista de ciencias de la educación de nivel superior
y que la Universidad de La Plata no ha conseguido retomar
el ritmo de presentaciones de “Archivos de Ciencias
de la Educación”, que –muchos años
atrás– constituyó uno de los timbres de
honor de la pedagogía argentina, cuyos números
se leían y se comentaban en el extranjero a la par
de las más prestigiosas obras universitarias.
Imposible,
finalmente, dejar de señalar cuánto significó
en el perfeccionamiento del magisterio argentino esa revista
magnífica que fue “El Monitor de la Educación
Común”, desaparecido en una época oscura,
y nunca reeditado de manera definitiva, como prueba de que
todavía el país no ha retomado la senda debida
en cuestiones educativas, porque se siguen considerando excesivas
las sumas que esta obra requeriría.
Las colecciones pedagógicas
Y llegamos ahora al material que siempre, a pesar de todos
los cambios y de todas las modificaciones, representa el aliado
insustituible del hombre ansioso de saber y de perfeccionarse:
el libro. La Argentina necesita hoy más que nunca,
si cabe, contar con buenas y abundantes colecciones de obras
vinculadas a los múltiples campos de la enseñanza,
con toda su amplia gama de especialidades y de enfoques.
Estas
colecciones han de brindar a maestros y profesores panoramas
muy amplios que les permitan seleccionar lo que les interese
de modo personal y, simultáneamente observar las modalidades
del pensamiento contemporáneo en toda su integridad.
Es indispensable, por eso, que la tarea de selección
de los títulos sea hecha por personal especializado
y con el máximo de objetividad, a fin de otorgar gran
amplitud mental dentro del contexto ideológico y científico
de la época. En nuestra opinión, durante los
últimos diez o veinte años, las colecciones
pedagógicas que circulan entre nosotros han reducido
un tanto su campo, volcándose con singular predilección
por algunos rubros que si bien responden a necesidades indudables
y a corrientes de amplia difusión universal, no terminan
de integrar un saber coherente si se les restan otros enfoques
igualmente valiosos. Así, por ejemplo, son prácticamente
inhallables, en la literatura pedagógica de ese período,
obras dedicadas a planteamientos filosóficos de la
educación o a estudios históricos, salvo muy
escasas excepciones. Asimismo, entendemos que se ha reducido
quizá en exceso el aporte de pensadores europeos, que
tradicionalmente han representado algunos de los mejores sostenes
del pensamiento argentino. Y por último, carecemos
de suficiente material de autores originales del país,
lo cual es un contrasentido porque en momentos en que no contábamos
con tantos institutos superiores dedicados a la investigación
pedagógica o a la enseñanza de ciencias de la
educación, tuvimos, sin embargo, notables ensayistas
e investigaciones muy valiosas.
Conviene
reaccionar contra alguna de estas tendencias y procurar que
la Argentina retome sendas de visión universal, sin
desdeñar dar preferencia a las corrientes o asuntos
que en cada circunstancia histórica exijan o merezcan
dedicación especial, y mantener un ritmo intenso de
colecciones que den oportunidad a los docentes y pedagogos
argentinos para expresar su pensamiento y para exponer el
fruto de sus investigaciones y de su experiencia.
Una obra
de esa naturaleza, que sepa unir el libro, la publicación
periódica, el centro de documentación y la biblioteca,
y mantener el todo al alcance de maestros y profesores, será
factor decisivo para cualquier intento de mejoramiento del
sistema educativo nacional.
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