Sobre
el problema de siempre:
el escritor novel y el consagrado
Publicado
en el Boletín del Instituto Amigos del Libro Argentino
N° 13 - marzo/abril 1956
No hay
duda que el escritor consagrado tiene legítimos derechos
adquiridos; sobre el novel. Pero esas ventajas no deben llevarse
más allá de su justa medida. En caso contrario
la puja entre ambos –indispensable para el eterno movimiento
de renovación y avance– se transforma en una
competencia desleal.
El escritor
consagrado, famoso en mayor o menor grado, o al menos conocido
ya en los círculos literarios o periodísticos,
tiene una obligación primaria: responder a esa consagración.
El novel
necesita principalmente encontrar abierto el camino de la
colaboración de diarios o revistas. Es el rumbo primero
que se debe recorrer antes de tener la oportunidad de que
su nombre resulte familiar a los curiosos que ojean las mesas
de novedades. Aparte de que la colaboración constituye
también la vía de entrenamiento –digamos
así– que lo capacita para obras de más
largo empuje.
Pero
justamente aquí es donde la competencia entre el escritor
novel y el consagrado se torna más intensa. El autor
conocido frecuenta círculos y redacciones; tiene amistades;
y su nombre constituye un prestigio para la publicación.
El novel carece de todas estas ventajas. Comprendemos que
esto es así, seguirá siendo así, y hasta
nos resulta natural, y casi diríamos lógico.
Teniendo esto en cuenta, para que la competencia no se torne
desleal, se nos ocurre que los directores de revistas y periódicos
deben asumir una grave responsabilidad en este pleito. Esa
responsabilidad debe ser la imparcialidad más absoluta.
A las
mesas de redacción llegan numerosas colaboraciones.
Pero generalmente, el autor conocido consigue publicar la
suya aún a pesar –en ocasiones– de la calidad.
El autor novel sólo logra ese fin cuando tiene alguna
pieza realmente notable. Esto es lo que parece desleal. No
es justo publicar notas de autores consagrados sólo
por eso: porque son conocidos.
Debe
exigirse a sus notas calidad y contenido valioso. No publicarlas
simplemente por razones de amistad o conocimiento personal.
Porque sucede que hay muchos autores noveles que guardan encajonadas
magníficas notas, de contenido muy valioso, y resulta
lamentable ver que en ciertas ocasiones se produce un verdadero
derroche de espacio con notas que nada dicen de importante.
Nuestra
época reconoce una angustia para los escritores: falta
de papel, falta de espacio.
Ello
exige a los responsables de las publicaciones ser severos
en sus discriminaciones, y ante todo, imparciales. No debe
olvidarse que en el orden de las letras, abrir el camino a
los noveles –a los noveles capaces, se sobreentiende–
es asegurar el mantenimiento perenne de la voz escrita, enlazada
a través de las generaciones.
Necesidad de una acción
pedagógica
Publicado
en Semirrecta - Año I N° 4 - febrero/marzo 1953
Lo que
quisiéramos decir en el presente artículo constituye
una de nuestras especulaciones intelectuales más constantes
y representa en el camino de nuestra vocación pedagógica
algo así como una “fe”, hondamente sentida.
Sin embargo, nos resulta extremadamente difícil explicarlo.
Sentimos el temor d Escuela Normal haberlo madurado todavía
lo suficiente; y a la vez comprendemos la necesidad de no
demorar su comunicación a los que se sienten movidos
por impulsos semejantes.
Comenzaremos así:
¿Qué
sentiría un médico entregado con amor y fe a
su profesión si viera diariamente que por ignorancia
o maldad mucha gente siguiera muriendo a pesar de la existencia
de remedios capaces de curarlos? Por ejemplo: supongamos que
luego de haber logrado Pasteur su grandiosa obra del descubrimiento
de la vacuna antirrábica, la hidrofobia continuara
siendo un azote de la humanidad en el mundo entero, debido,
quizás, a indolencia de los gobiernos o de las sociedades
para organizar debidamente la aplicación de ese descubrimiento.
O, si
no, supongamos que por desidia o intereses malsanos, a pesar
del descubrimiento de la máquina de vapor y de los
barcos de vapor, siguieran utilizándose fundamentalmente
los buques de vela.
En este
caso tendríamos derecho a decir que el ser humano es
muy tonto, pues no sabría aprovechar las ventajas que
hombres sacrificados, inteligentes y estudiosos le brindan.
En el caso anterior, los médicos tendrían derecho
a protestar enérgicamente y exigir la debida aplicación
de tan noble conquista. Y el ejemplo podría repetirse
para la penicilina, verbigracia.
Pues
bien: las antedichas parecen suposiciones ridículas
o sin sentido, y el lector se preguntará a dónde
queremos llegar. A esto: lo que supusimos que podría
ocurrir en el campo de la medicina o de la técnica
ocurre efectivamente, en el campo de la Pedagogía.
Hombres
estudiosos, inteligentes, sacrificados, nobles, impulsados
por excelentes sentimientos de amor al prójimo, han
descubierto verdades irrefutables en el campo de la psicología
infantil, de los métodos educacionales, de las necesidades
de la acción pedagógica, etc. Sin embargo, de
todo ello lo que se ha llevado a la práctica es una
porción ínfima.
¿Por
qué? La respuesta es sencilla y se comprenderá
si se hace otra pregunta: ¿por qué no ocurre
lo propio en el campo de la medicina o de la técnica?
Porque la “utilidad”, las ventajas “concretas”
de los descubrimientos médicos o técnicos se
ven rápidamente y se aprecian en el orden material
de la existencia. A los gobiernos, a las sociedades y clases
dirigentes, les conviene, como es natural, aprovechar los
adelantos técnicos (el buque de vapor) o médicos
(las vacunas o la penicilina). Pero los adelantos pedagógicos
rinden beneficios en orden espiritual, y los de orden material
se entrevén tan lejanos que no existe interés
en ellos.
Sigamos
comparando. No hay más remedio. Imaginemos un médico
en un lejano pueblo. Ve a diario casos de hidrofobia; periódicamente
pestes de viruela azotan a sus habitantes; es frecuente que
se le mueran pacientes porque no obtiene antibióticos
modernos; lucha contra la superstición y el curanderismo
infructuosamente. Y ese médico se da cuenta de que
todo ello sucede por inercia, mala voluntad de los que lo
podrían remediar. Lógicamente, ese médico
se tendría que interesar más por obtener un
mejoramiento total de esas condiciones, antes que convertirse
en un investigador. Sentiría ridícula una tarea
de investigación para descubrir un nuevo medicamento,
pues se diría: “si todavía no puedo aplicar
los descubrimientos de hace un siglo, es inútil seguir
descubriendo algo”.
Tal médico
es cualquier maestro que esté totalmente al día
con los descubrimientos psicológicos de los últimos
cien años; y ese lejano pueblo es cualquier escuela
de casi el mundo entero.
Claro
está: en la escuela no se “mueren” los
niños. Un error de la maestra no provoca la muerte
de su alumno ni un mal método ocasiona mortandad colectiva
en ninguna escuela. Y por eso, porque los resultados no se
“ven” a simple vista, en el campo pedagógico
ocurre lo que no sucede en el médico o en el técnico.
Quien
escribe estas líneas es maestro, con seis años
de ejercicios; e hijo de maestra, con treinta años
de ejercicio. Además, ha estudiado Pedagogía
cuatro años en la Universidad y la sigue estudiando
en su casa. No cree saber mucho. Pero sí lo suficiente
para sufrir a diario, en la escuela, ante casos desgarradores.
Repetimos: allí no hay casos fatales, nadie muere ni
queda tullido... físicamente. Pero ¡cuántas
heridas del alma; cuántos tullidos espirituales! Constantemente
preséntanse casos “difíciles”, complicados,
que perturban la marcha de la enseñanza. La maestra
se preocupa, sufre, gaste sus nervios, los padres del niño
sufren el doble, se preocupan más aún; el niño
se empeora notablemente; y quizás el problema es sencillo
y de fácil solución. Pero la maestra carece
de una serie de conocimientos necesarios (de lo cual ella
no es la culpable: nadie se los enseñó ni se
los exigió) y la organización general de la
escuela es inepta en absoluto para resolverlo.
Cuántos,
cuántos niños que pasan sufrientes por las aulas,
con heridas psíquicas que los utilizan para toda la
vida. Cuántos desaprovechan su enseñanza teniendo
aptitudes. Y todo ello ocurre mientras existen los medios
y los métodos necesarios para que no ocurra. Pero los
gobiernos y las sociedades niegan su apoyo para mejorar esto
porque el progreso espiritual nunca les interesó tanto
como el material. Interesa que el hombre “sirva”
como productor de riquezas y como reproductor de la especie:
por lo tanto hay que cuidar su cuerpo, impedir que se rompa
un brazo, y si se lo rompe tratar de curárselo lo mejor
posible. Pero la humanidad no ha llegado aún a preocuparse
de la misma manera para impedir que tal niño se convierta
en un resentido social; tal otro en un tímido que no
puede ser feliz; tal otro en un ser lastimado espiritualmente.
Y además,
la humanidad revela que no ha llegado tampoco a entender las
enormes ventajas “materiales” que le reportaría
la aplicación de las correctas normas educacionales.
No ha entendido que el dinero invertido en las escuelas le
rendiría un interés más alto que el invertido
en industrias o en hospitales.
Entre
tanto, nos seguimos preguntando:
¿Cuándo
se librarán los niños de primer grado de la
tortura del banco-pupitre? ¿Cuándo se librarán
los adolescentes de la tortura de tolerar profesores incapaces
que estropean su alma y su psiquis; de los programas malos
o de los horarios crueles? ¿Cuándo se los guiará
por el camino del verdadero estudio? ¿Cuándo
se comprenderá que el resentimiento del alma de un
adolescente lo marca a fuego por toda la vida? ¿Cuándo
se dará a los maestros y profesores la formación
moral y la instrucción que necesitan y que no se les
da en absoluto? ¿Cuándo se aplicarán
y se tendrán en cuenta y servirán para algo
los descubrimientos de las modernas escuelas psicológicas?
Entonces
es comprensible que un maestro o un pedagogo, al ver todo
esto, se diga: “Es sin duda ridículo continuar
exclusivamente el camino de la investigación y del
estudio. No tiene sentido seguir tan sólo estudiando
Pedagogía y Psicología, si lo que aprendo no
lo puedo aplicar en ningún lado. No tiene sentido que
trate de descubrir nuevos y mejores métodos de enseñanza,
si algunos ya descubiertos y comprobados hace medio siglo
todavía no se usan. No tiene sentido perseverar en
la tarea de la investigación pedagógica, si
paralelamente a ella no me preocupo de que sus resultados
se lleven a la práctica. Es decir: debo realizar una
“acción pedagógica”, para que los
resultados de la investigación tengan aplicación
práctica; para que en las escuelas los niños
no sigan sufriendo y estropeándose espiritualmente
cuando ya existen los medios para que ello no ocurra”.
Y cuando
el maestro o pedagogo razona así, comprende en seguida
que lo primero que debe hacer es establecer contacto con los
demás hombres que sientan como él; con los demás
maestros o pedagogos, para que se unan a él y realicen
esa tarea de “acción pedagógica”,
que no puede realizar un hombre solo; porque la acción
de difusión y propaganda y realización es tarea
de un grupo o de un gobierno o de una clase social o dirigente.
Y entonces
comprende lo difícil que es hallar las palabras para
explicarles a todos cuál es su idea. Y se queda repitiendo
a diario, en la calle, en su cuarto, en su escuela: “los
niños sufren; las cosas se hacen mal; no basta investigar;
es necesaria una “acción pedagógica”;
una “acción”, una “acción”...
Una Escuela Argentina
Modelo
Publicado
en Semirrecta - Año l Nº 3 - diciembre/enero 1952/3
Un interesantísimo
procedimiento didáctico, que conjuga la utilización
de la cinematografía escolar, la famosa "mesa
Biedma", y, lo que es más importante, la actividad
de los niños, nos ha sido dable observar en la Escuela
Argentina Modelo.
El valioso
aporte que la cinematografía brinda a la obra de la
enseñanza no es ya novedad para los pedagogos modernos.
Pero
en el establecimiento mencionado comprobamos una interesante
iniciativa realizada hace varios años. Se trata de
la filmación de una película, referente en este
caso a la "Declaración de la Independencia",
cuyos actores son totalmente alumnos del ciclo primario de
dicho Instituto.
Es sabido
que "ver" la Declaración de la Independencia
representa una enseñanza más fructífera
y duradera que el solo estudio de ese hecho. Mas ahora, a
esa ventaja se agregan otras: la actividad de los niños-actores:
el enorme provecho que estos obtienen de esa actividad; y
el interés sumo que todos los demás compañeros
pondrán al ver la película.
Para
realizarla, es necesario documentar a los niños sobre
costumbres, modalidades, indumentaria de época, tipos
de edificios, etcétera. Toda esta labor, que puede
incluir a una clase o más, enteras, y no solamente
a los niños que luego actuarán, constituye un
valioso elemento educativo.
A medida
que transcurría ante nuestros ojos la película,
pensábamos en las "vivencias" históricas
que se despertaban en el alma de los niños; en cómo
se habría de grabar en ellos el recuerdo de los acontecimientos;
en cómo podrían despertarse sanas vocaciones;
en su gozo y alegría.
En otra
película, referente a la "Epopeya Sanmartiniana"
filmada en maravillosos colores, se reproducen las principales
etapas de la vida de nuestro prócer máximo,
escenificadas sobre la "mesa Biedma". Nos es imposible
detenernos para explicar en detalle esta creación del
fundador de la escuela, pero digamos, en síntesis,
que en ella puédense representar todos los panoramas
geográficos con facilidad y propiedad, incluyendo las
corrientes de agua móviles.
Para
dar una idea del valor didáctico de la película,
basta pensar en lo que aprende un niño que la está
viendo mientras escucha las explicaciones correspondientes
de su maestro. Pues bien: a ese valor debemos sumar otro importantísimo:
esos cuadros, esas escenas, son realizadas por los propios
niños bajo la dirección de sus maestros. Vale
decir que maestros y alumnos deben llevar a cabo una minuciosa
labor de investigación y documentación. De acuerdo
a eso cada niño construye un barquito, un soldado,
una casita, etc., etc. Luego los visten, los pintan, los encuadran,
y, finalmente, los ven "moverse".
Interesantes a la par con las actividades de la cineateca
resultan los "Concursos de Oratoria" en idioma italiano,
para alumnos, de los años superiores del ciclo secundario,
que con singular éxito se han realizado ya más
de una vez. Esta actividad no se limita a tres o cuatro discursos.
En la última oportunidad ella se realizó de
la siguiente manera: cada participante preparábase
sobre un aspecto de la cultura o de la civilización
de Italia (supongamos: la arquitectura renacentista, o Leonardo
como pintor). Luego, en medio de la sala a oscuras, exponía
sobre el tema, poniendo el mayor sentimiento posible, y a
la vez ilustraba su exposición con vistas referentes
a ella.
Estas
y muchas otras actividades educativas que en la Escuela Argentina
Modelo se realizan, hablan claro de la trascendencia de la
obra iniciada por su fundador, que se prolonga en el tiempo
para honra suya y de nuestra patria. Pues no hay duda que,
si muchas de las actividades didácticas, que allí
se realizan nos hubieran llegado de países extranjeros,
hubieran logrado fama mucho más alta y estarían
hoy incluidas en los programas de estudio de las Escuelas
Normales.
La clase ha comenzado
Publicado
en Semirrecta - Año l Nº 2 - octubre/noviembre
1952
Luis Jorge
Zanotti, maestro en la doble acepción de la palabra,
publicó en 1949 La generación del medio siglo,
que ya rezumaba esa capacidad de lucha sin límites
que hoy lo ha hecho unirse a nosotros. Su principal antecedente
parece identificarse con su porvenir: un esfuerzo continuo
en procura de una didáctica sana y adecuada a la más
legítima esencia humana.
El maestro
está solo frente a sus alumnos. Son veinte o treinta
o más niños. Son veinte o treinta o más,
almas y cuerpos que se están formando, creciendo.
Entonces,
se produce el milagro: el maestro habla.
La palabra
del maestro ha sonado en el aula, y las paredes tienen ahora
vida, el aire es otro, los niños pasaron a ser alumnos.
No importa qué dijo: quizás fue un chiste, quizás
nombró a alguno, quizás ordenó silencio,
quizás avisó el comienzo de un tema. Pero él
habló: se oyó su palabra.
Desde
hace miles de milenios, desde que el hombre primitivo de las
cuevas de Altamira comenzaba a levantar su cabeza hacia las
estrellas de la noche y en su cerebro rudimentario comenzaban
a asomar las primeras nociones de espiritualidad, el don divino
de la palabra se fue forjando. Lentamente, como todas las
conquistas del intelecto o del espíritu, a paso pequeño,
junto con el desarrollo filogenético de las circunvoluciones
cerebrales a través de miles de generaciones, ganando
pulgadas de terreno en cada nuevo ser, el lenguaje fue haciéndose.
Y el
milagro supremo de la palabra llegó a producirse, y
floreció después en las frases, en las oraciones,
en los períodos con que el hombre cantó a los
astros su sentir profundo.
El verbo
que le fue dado así, utiliza el maestro.
Él
es él y su palabra.
El maestro
enseña ahora el Sistema Métrico Decimal. Ya
mostró la unidad: el metro. Ya supo despertar el interés
de sus niños por ese misterioso laborar de los sabios
que permitió medir un cuarto de meridiano terrestre;
el cual fue fraccionado luego en diez millones de partes,
para obtener una distancia que él tiene en la mano
y que se llama metro. Ha necesitado poco: un metro de madera,
viejo y gastado; una tiza en su diestra; el pizarrón
al frente; y su palabra. Y así les ha dicho el prodigio
de la medida, y está continuando ahora con los submúltiplos,
y les está enseñando cómo se obtiene
el decímetro, y de este el centímetro; y por
qué son entonces cien los centímetros; y puesta
que ya vieron el centímetro, llega el milímetro...
y ahora está señalando a los niños que
se levantan impetuosos para responder a sus preguntas, y semejante
a un director de prodigiosa orquesta necesita de pronto acallarlos
a todos y ordenar silencio. Esos pequeños cerebros
han sido activados, y se han elevado hasta la ciencia, y los
ojos gozosos que piden, alegres, el cálculo, o que
esperan ansiosos la pregunta, son el premio mejor para el
maestro.
Para
el maestro, que, solo, él y su palabra, logró
tan grande labor.
De nuevo
está solo el maestro, frente a sus alumnos. Tiene una
tiza en la diestra. Y su palabra se hace oír. Quiere
enseñar el adverbio. Escribe una oración. Trata
de entusiasmar a todos, y a la vez les exige atención.
Muestra un sustantivo; luego un verbo; indica la acción;
ya ve a la clase alzándose para decir lo que sabe...
y entonces, va mostrando lo que ahora interesa, va indicando
el camino, y llega a una primera definición. Luego
los azuza, les hace buscar un adjetivo, luego le agrega algo
al adjetivo y los niños descubren ese algo, y le dan,
mientras él los aplaca para que no griten, una segunda
definición, más completa. Y cuando creen que
todo está terminado, el maestro les pone cara de picardía,
les escribe algo nuevo, les hace recorrer otra vez todo el
camino, y los lleva hasta el punto final de la clase.
Llegan
a él, le dicen lo que él quería que dijesen,
levantan las manos para repetirlo, lo repiten, y lo escriben
luego, y mañana lo estudian...
Y el
maestro estaba solo con su palabra.
El día
se acaba.
Se siente
la última campana, se dicen los últimos saludos,
se va el último niño, y el maestro se ha quedado,
ahora del todo, solo, en su aula. Se quita el delantal, cierra
su cajón, guarda sus cuadernos, y se marcha. Ahora
está callado, pero las voces resuenan todavía,
y en su mente siguen agitándose en tropel desordenado.
Mañana
será igual. Y pasado. Y siempre. El maestro estará
solo, con el don divino de la palabra, ante sus niños.
Y él y su palabra lograrán el milagro de la
ciencia y el amor.
Él
sabe que habla mucho, y, que mucho, muchísimo, se pierde.
Él sabe que sus niños ya no están pensando
en todo lo que él dijo. Él sabe que la inmensa
mayoría de sus palabras mueren, que otras voces las
desplazan; que en la casa y en la calle y por la radio y en
el cine hay voces más fuertes que la suya y que lo
contradicen. Y conoce las pasiones y la
fuerza de los impulsos y sabe que su decir es impotente para
acallar los apetitos o para curar las lesiones del alma.
Él
sabe que no siempre lo atienden, que a menudo no lo comprenden,
que es común que sus niños se cansen o se distraigan.
Pero
él trabaja con fe. Y piensa que, a pesar de todo, debe
seguir en su tarea. Se compara con la Naturaleza: esta derrocha,
en apariencia, sus fuerzas en producir cantidades fabulosas
de semillas, de espermatozoides, de óvulos, a fin de
tener por cierto que alguno fructificará.
Y así
también el maestro derrocha sus palabras: con fe, con
esperanza. Cada día deja caer cientos y cientos de
palabras, de ideas, de ejemplos, de conceptos, de enseñanzas.
Y son cientos los días de cada año; y año
tras año continúa su tarea.
Él
sabe que alguna idea, algún concepto, alguna palabra,
ha de germinar. No puede conocer dónde ni cuándo;
ignora en cuál mente y en qué día, y
qué palabra será la elegida.
Pero
él sabe que de pronto, un día, dijo que el arte
es alimento espiritual, don precioso que distingue al hombre
de las bestias, y quizás uno, sólo uno, lo captó
profundamente, y fue luego un hombre alzado hasta el mundo
del espíritu.
Él
no conoce en cuál mente ni en qué momento ni
con qué idea o enseñanza se producirá
el milagro. Pero confía. Tiene fe y esperanza. Por
eso, desparrama sus palabras, animado siempre por el soplo
vital que lo anima y lo sostiene.
Porque
ocurre a veces que se siente cansado y desalentado. Cree que
no puede salir adelante, él, sólo él
y su palabra. Pero piensa en ello hoy se siente enaltecido,
y cuando reflexiona en el maravilloso destino que le cupo
cumplir en la vida; recuerda que el Verbo, don divino, el
Verbo aquel del que nos habló la Biblia: "In principium
erat Verbum", el Verbo de los hombres, lo usa él
como arma y herramienta para fines los más nobles;
cuando lo ve bien claro, se recupera y otra vez, sólo,
él y su palabra, entra al aula al empezar el día,
y dice su voz.
La clase
ha comenzado.
Para mis
alumnos de la cátedra que no tengo.
El escritor novel y
su mercancía
Publicado
en Histonium - Año XI Nº 128 - enero 1950
El escritor
novel tiene un volumen manuscrito en su casa y quiere publicarlo.
Es malo o bueno: eso no interesa ahora. Total, tampoco le
interesa a las editoriales ni a los periódicos más
que su calidad de novel.
El escritor
novel no se desanima. Ambula por las redacciones y por los
despachos. Como se siente algo Quijote no busca recomendaciones.
Ergo: pasan los días, los meses pasan, llega el otoño,
se va el verano, y los originales no vuelven ni las respuestas
llegan.
Entonces
el escritor novel archiva sus papeles. Va a distraerse: puede
ser que vaya a ver un partido de fútbol o una película
policial. Y una noche lee a alguien que dice: "La juventud
que vivís es una fuerza de cuya inversión sois
responsables". Entonces advierte que en la rendición
de cuentas que le exigirán sus nietos no podrá
descargar sus culpas ni en las editoriales ni en los periódicos.
Entonces
el escritor novel decide publicar un libro por su cuenta.
¿Y
el dinero? Porque no hay más remedio que pensar en
el dinero. Pero él no se arredra por tan poco. Repasa
algo sus nociones sobre la "autarquía" de
los griegos, cita a Sócrates contentándose con
un poco de pan y agua de la fuente, dice que hay que pensar
más en el espíritu que en la materia, y se mete
en un hermoso lío de créditos, descuentos y
cuestiones raras que ignora con todo desprecio. ¡O se
piensa la gente que puede bajarse del pedestal del arte para
contar monedas!
Plata
en mano, ve a un impresor. Trata, entrega los originales y
se va. A veces el impresor es amigo y lo trata bien. Otras
le tarda un año en entregar la obra. Pero el escritor
novel se consuela pensando que sólo con sacrificios
se puede triunfar.
Y ya está el libro listo. El escritor novel ha vencido
todos los obstáculos: escribió por su cuenta,
pagó por su cuenta, editó por su cuenta, y ahora
espera ver qué opina la gente. Regala su obrita a muchos
amigos y conocidos, lo envía a las redacciones de diarios
y revistas, y luego lo lleva, por su cuenta también,
claro está, a todas las librerías.
El escritor
novel entra en una librería y ofrece su mercancía.
Sólo pretende que se la acepten en consignación.
El librero sólo tendrá que darle una boleta
y dejar los libros donde le venga mejor, sin que tenga que
hacer otro trabajo. Y entonces el escritor novel se halla
con la desconcertante respuesta, con la única posibilidad
que no había pensado, con el hecho brutal que ni siquiera
se le pasó por la imaginación: el librero dice:
"No" –"¿Pero cómo?"–,
piensa el escritor novel, "yo escribí el libro,
lo pagué, lo edité, y no pido ahora sino que
lo dejen ahí arriba de algún polvoriento estante
por si algún ser aburrido o curioso lo hojea, le interesa
y se lo lleva, y no me lo permiten tampoco? ¿Por qué
el librero dice que no?".
Entonces
el escritor novel piensa: debe ser algún neurasténico.
Y entra en la librería de enfrente. Y el librero dice:
–"No".
Entonces el escritor novel sale a la calle. Trata de serenarse
y piensa. Piensa qué puede hacer con su libro. Él
no solicitó ayudas ni padrinazgos. Bien. Él
no pide que se lo pongan en la vidriera; él da el cuarenta
por ciento de comisión sobre el precio de venta. Bien.
A la librería no le ocasiona ningún perjuicio
ni ninguna molestia. Bien. Él sólo pide a la
sociedad que su libro sea puesto a la vista. Que el público
dé su fallo. Que lo condene, que diga que el libro
es una porquería, que nadie lo compre. Pero al menos
quiere que las librerías lo tengan en venta. Eso sólo
Nada más. Y no lo logra. Punto. Al llegar aquí
el escritor novel no entiende nada.
Entonces
entra en otra librería. El librero no dice aquí:
"No". Dice: "No lo quiero ver siquiera".
El escritor
novel no se indigna. Ahora está observando atentamente
un fenómeno curioso. Y cada rechazo es una nueva observación
psicológica. Contesta: "Bien, buenas tardes y
muchas gracias". Nadie se da cuenta de la ironía
de sus palabras.
Observa a una señora, encargada de una gran librería
céntrica, que mira su libro, se fija en el precio,
hace el cálculo mental del porcentaje que le correspondería
y le dice luego: "Por razones de espacio no podemos aceptárselo".
Observa
curiosamente al encargado del kiosco de una estación
de subterráneo que le dice: "¡Ah!, quiero
verlo. Porque quiero ver si es mercadería vendible".
Tentado está de decirle que si es por eso puede poner
en la tapa del libro una figura pornográfica. Quizá
a eso llame mercadería "vendible".
Pero
ahora no observa más porque nota que está comenzando
a indignarse. Y ya no puede analizar psicológicamente
el fenómeno.
Entonces
el escritor novel deja la ironía, la psicología,
la mordacidad, los sarcasmos y la sonrisa y escribe algo así:
"¿Pero
en qué mundo vivimos? ¿En qué horrendo
antro de egoísmo hemos caído? ¿Pero en
qué época estamos?
No. No
han de lograr acallarnos ni vencernos. Si es necesario instalaremos
kioscos en las calles y venderemos nuestra mercancía.
Ya la hemos escrito, ya la hemos editado: ahora la venderemos
también.
Si el
hombre ha perdido sus virtudes hidalgas, si el verbo de Cristo
no resuena ya en él, si ni la piedad de María
ni el grito celeste resulta escuchado, si el alma perdida
por el ansia del oro la tiene hasta ahí, si el hombre
ha perdido sus virtudes hidalgas, si el hombre ha perdido
su amor hacia el hombre... seguros estamos que el verbo de
Cristo, la piedad de María, las virtudes hidalgas y
el amor hacia el hombre le hemos de devolver".
Aunque
él no lo quiera, aunque él nos maldiga, "¡venceremos
el mal!".
Entonces
el escritor novel se levanta a la mañana siguiente
a las siete y recorre una por una todas las librerías
de la ciudad. Y coloca el libro. O llama a una distribuidora.
Pero coloca el libro.
Entonces
el escritor novel ha vencido. Su victoria es íntima:
por eso nada ni nadie podrá oscurecerla. Ha vencido:
aún ama al hombre, a Dios, al aire, a la vida; aún
tiene fe en su obra; aún es joven.
Ya no
importa que el librero sea malo o bueno. Porque a medida que
la mañana avanza, el sol levanta sus rayos sobre la
Pirámide, ilumina el asta de la bandera que sostiene
Belgrano, penetra por los balcones del Cabildo, se derrama
por la Avenida de Mayo, despierta a Moreno y a Estrada, evapora
el rocío de las hojas, hiere la vista de los ciudadanos,
y llega a su alma como el saludo augural de un nuevo día
que lo encuentra de pie. De pie, como siempre.
Entonces el escritor novel levanta la vista y por unos segundos
mira al sol de frente. Enceguecido por su resplandor, cree
ver en sus rayos el genio del arte que viene a ofrendársele.
Ideas educacionales
de José Manuel Estrada*
a)
Breves datos biográficos
Bisnieto del héroe de la Reconquista, de Santiago de
Liniers, nació José Manuel Estrada en el duro
año de mil ochocientos cuarenta y dos, un trece de
julio. Fue el primer hijo del matrimonio concertado dos años
antes entre D. José Manuel Estrada Barquín y
Da. María Rosario Perichon de Vandeuil y Liniers. Tuvo
por ciudad natal a la Buenos Aires trágica que se debatía
ante las armas de Francia y de Inglaterra; y de labios de
su madre aprendió, antes que la luz de la razón
brillara en su mente, a odiar al hombre que regía los
destinos argentinos por aquella época. Restos de ese
odio fulgurarían años más tarde en sus
"Lecciones de historia argentina", que le dieron
fama muy alta.
Perdió
a su madre a la edad de nueve años, quedando al cuidado
de su abuela materna, Da. Carmen de Liniers. Tenía
doce años cuando comenzó a cursar su bachillerato.
Se destacó muy pronto por su gran inteligencia. Puede
decirse que fue un "joven precoz". Quizá
sería mejor llamarlo "joven de serena mente de
adulto", pues sus juicios sobre las disputas civiles,
emitido cuando apenas contaba quince años parecen salidos
de una mente fogueada en la experiencia, y no de boca juvenil.
Hizo sus primeras armas periodísticas entre 1859 y
1861, redactando sus periódicos: "Las Guirnaldas";
"Las Novedades" y "La Paz". En 1866 publicó
las "Lecciones de historia argentinas", escritas
para ser leídas en su cátedra, y que dejaron
recuerdo imperecedero en todos aquellos que tuvieron la suerte
de escuchárselas, como lo atestigua Paul Groussac.
Fue nombrado
Rector del Colegio Nacional Buenos Aires a la edad de 34 años.
Ya anteriormente había trabajado en tareas de organización
escolar, estando al frente de la Dirección General
de Escuelas de la Provincia. Formó parte de la Convención
Constituyente de Buenos Aires, y dos años más
tarde, en 1873, fundó el periódico "La
Unión", que constituyó su más ardorosa
tribuna de combate, durante los años agitados del 80
al 84, cuando los debates por la enseñanza religiosa.
También ocupó una banca en el Congreso Nacional
en 1882 y se ha dicho en aquella oportunidad, que más
bien que a su partido representó al catolicismo argentino.
Siguiendo
los dictados de su poderosa fe católica, trabajó
arduamente desde 1882 a 1889 en la formación de un
partido católico.
Pero
su organismo fue minándose lentamente, y muy débil
ya, fue enviado para reponerse al Paraguay, en misión
de Ministro Plenipotenciario de la República, encargada
por el Presidente Luis Sáenz Peña. Lo acompañaba
su esposa, Da. Elena Esteves Rubio, hija de Miguel Esteves
Seguí y de Da. Juana Rubio y Sarratea, con quien habíase
casado el 14 de marzo de 1868.
En la
ciudad capital del país hermano, falleció el
día diez y siete de septiembre de mil ochocientos noventa
y cuatro, a la edad de cincuenta y dos años, dos meses
y cuatro días. Fue ejemplo de varones: Dios inspiró
su verbo, y con él, Estrada supo hacer tremolar airosamente
la bandera de la verdad. Su palabra, parece que hoy resuena,
tal fue su ímpetu. Ante almas así, el corazón
se nos ensancha, alegre ante la "reserva moral de grandes
hombres" que tiene la patria; más la conciencia
nos reprocha no seguirlos ni en las virtudes ni en los empeños.
b)
Somero juicio sobre su personalidad
Dos rasgos hay que se destacan netamente ante los ojos de
quien estudia a Estrada: su oratoria y su catolicismo.
Rodolfo
Rivarola, su discípulo, al hablarnos de él,
nos muestra como era su palabra de exaltada, y como su voz,
su figura, sus ademanes, entusiasmaban al auditorio casi hasta
el delirio en ocasiones. No quedan de él libros famosos,
de esos que corren de mano en mano, pero sus ideas y su espíritu,
impresionaron, a través del sonido de su voz, tan hondamente
a quienes lo escucharon, que ellos se encargaron de difundir
su pensamiento después de la muerte del maestro.
A través
de Rivarola, Estrada surge como el "conductor de juventudes",
como el profesor que arrebata a sus alumnos, y, más
que por la fuerza de la idea por la fuerza de la emoción,
los convierte en sus adoradores casi. Tal es la impresión
que se recibe al leer la descripción de la manifestación
estudiantil que lo acompañó hasta su casa, después
de escuchar una de sus lecciones de historia argentina.
Paul
Groussac lo trata en una forma que sorprende un tanto: estamos
acostumbrados a oír hablar de Estrada en horma reverendísima
y siempre en trono de alto elogio. ¡Son siempre sus
alumnos! Pero Groussac, sin restarle ningún mérito,
quita algo de grandeza a sus discursos, pues los muestra un
tanto despojados de fuerza intelectual, acentuando quizá
el poder oratorio de estos.
Es que
en verdad, fue José Manuel Estrada, probablemente,
el más alto de nuestros oradores.
Y luego
se destaca netamente su fe. Esta fue el impulso máximo
que siempre recibió su espíritu, y la base inconmovible
de toda su vida.
Si quisiéramos,
pues, sintetizar a quien vamos tratando con una sola palabra,
diríamos que él fue: "un ciudadano",
en el más alto sentido de esta palabra. Efectivamente:
Estrada vivió la vida social, desde su sitio de conductor
y desde el padre de familia.
Para
estas tareas, tenía la religión por pedestal,
y la palabra por arma. Al releerlo, no podemos dejar de compararlo
a Catón, cuando reprochaba a los romanos el abandonar
la educación de los hijos en manos mercenarias; ni
tampoco olvidar a Sócrates, cuando recuerda a sus discípulos,
momentos antes de morir, el respeto debido a las leyes y a
la verdad.
Fustigó su látigo sobre el vicio. Falta hace
una mano vigorosa que lo retome.
c)
Sus ideas educacionales
I)
Caracterización general
José Manuel Estrada llegó a la educación
por el camino de la política (siendo necesario recordar,
dado el descrédito experimentado por esta palabra,
que la colocamos aquí en su mejor sentido). Puede decirse
que tres misiones se propuso él cumplir en su vida:
salvar su alma, cuidar su familia, y luchar por la mejora
de la sociedad en la cual el destino quiso ponerlo. No fue
maestro como Pestalozzi, quien guiado por una intuición
profunda de su alma, se manejó más por el sentimiento
que por la razón. Tampoco fue un pedagogo teórico,
ni mucho menos un filósofo de la educación.
Pero comprendió que la acción educadora de las
fuerzas sociales era el más poderoso resorte para lograr
elevar al ser humano.
Es muy
escaso lo que nos ha dejado en cuanto a "teorías"
referentes a educación; pero mucho en cuanto se refiere
a sus aspectos prácticos. Sus definiciones sobre educación,
y sus ideas sobre el fin de la misma, en sentido filosófico,
son muy pocas (fichas 1 y 10). Abundan en cambio, y son categóricas,
sus ideas sobre el fin de la educación en sentido social.
(f. 12 y 13). Es que en realidad, él partía
de la realidad, y luego llegaba a la teoría, al revés
de otros muchos. (Sin que esto signifique una crítica
a alguno).
Analizaremos
ahora algo más al detalle.
II)
Sus puntos de partida
Es primero su posición católica. Como todo creyente
sincero, coloca su fe por delante de todo. De ella arrancan
sus ideas en cuanto al derecho de la iglesia para educar,
que veremos más adelante. Considera asimismo que no
se debe dejar librado al hombre a sus instintos, y que, por
el contrario, es necesario reprimir enérgicamente,
y desde la más tierna infancia las malas inclinaciones
naturales en el ser humano. (f. 58). De aquí también
arranca, naturalmente, su lucha por la no implantación
de la enseñanza laica. Con valederas razones, nos muestra
en sus innumerables escritos sobre este tema, las razones
que le asistían para que se mantuviera la enseñanza
de la religión cristiana en las escuelas. (f. 8 y 9).
Sus debates
de aquella época, enfrente de hombres de no poca fuerza
polémica, Wilde y Sarmiento por no citar más,
nos lo muestran en la plenitud de su potencialidad combativa.
Veinte mil firmas reclutó su verbo encendido, y todas
juntas se presentaron al Congreso pidiendo se mantuviera la
religión de Cristo en las escuelas.
Y durante
estas discusiones, hace Estrada algo así como una recopilación
de sus ideas en diferentes aspectos, y desfilan ante nosotros,
su defensa de la libertad de enseñanza, su concepto
sobre el papel del Estado como agente educador, el derecho
familiar, etc.
Ahora
bien: podría decirse que el segundo punto de partida
de este pensador, y que se refiere al "derecho de la
educación", tiene también su raíz
en el primero. En efecto: considera Estrada que el derecho
inicial, e imprescriptible, además, de la educación,
corresponde a la familia. Sobre esto es terminante. (f. 19,
20 y 18).
En segundo
lugar coloca a la Iglesia. (f. 21 y 22). Pero con respecto
a la familia cristiana, o mejor, católica apostólica
romana, debido al gran respeto que profesa a esta institución,
aquella resulta subordinada en grado sumo a la Iglesia, en
tal manera que ciertamente a veces se confunden los términos
y no se sabe bien cual de ambas ha de tener la primacía
(f. 22 nº 5); y (f. 20, nº 10).
En tercer
término, para Estrada el derecho de la educación
le corresponde al pueblo. Y nótese bien que no hemos
dicho Estado. Porque cuando nombra al pueblo, lo hace en un
sentido de "reunión de familias", y generalmente
habla de él en oposición a la función
estatal.
III)
Puntos de llegada
Basado en lo anteriormente expreso, llegamos al fin supremo
que tiene la educación para quien estamos considerando:
formar el ciudadano, vale decir, el hombre formado perfectamente
para la salvación de su alma (fin moral); y capacitado
para la vida de la sociedad que lo lleva en su seno (fin social).
Esto no se halla explícito en ningún escrito
de Estrada, pero se desprende de todos ellos, y late en todas
sus palabras.
Además
del segundo punto de partida que hemos considerado (el derecho
de la educación) llega a un doble concepto: la libertad
de enseñanza, y la intervención directa del
pueblo en la dirección de la acción educativa.
De aquí arrancarán sus conceptos sobre Organización
Escolar.
Defiende
con ardor la libertad de la Instrucción Pública.
(f. 37 y 39). Y ello por un doble motivo: ante todo porque
siendo el Estado el último entre los agentes educadores
(con respecto al gobierno de la educación), es lógico
que su acción no pueda pasar de ser de "auxilio"
y "ayuda". (f. 15 y 16). Y luego porque considera
que sólo la existencia de Universidades, o en general,
altos institutos de enseñanza, libres de la acción
oficial de los gobiernos, puede conducir a una fructífera
tarea intelectual y científica, puesto que el depender
de un Poder Nacional quita autonomía al pensamiento
y vigor a la expresión.
Y ya que hemos mencionado las Universidades, agregaremos aquí,
como una disgresión, que nos ha dejado un altísimo
concepto sobre la función de estas, protestando por
considerar errada la misión de las que forman profesionales
exclusivamente; y otorgándoles la grande y magnífica
tarea de conformar espiritualmente a los hombres que han de
regir el país, y deformar a las inteligencias al calor
de las investigaciones, más que de informarlas con
recopilación de datos retenidos memorísticamente.
(f. 32 y 33).
Y por
fin, llegamos al más copioso rubro de que hablar podemos
tratándose de José Manuel Estrada: Política
Educacional. No concibe él a la acción educativa
si no es dirigida por el pueblo. Hace la siguiente deducción:
"la educación de los hijos es tarea de las familias;
luego, estas deben regir la acción educativa".
Pero claro está que en el estado actual de civilización,
no puede ser posible que los padres eduquen e instruyan individualmente
a sus hijos, y por eso debe combinarse la acción privada
con la estatal. Ahora bien: considerando el sistema democrático
de gobierno que rige nuestro país, podría considerarse
resuelto el problema. En efecto: el Estado, en tal sistema
gubernamental, no es sino la representación del pueblo.
Pero, no sabemos si porque Estrada no tenía esa confianza
(cosa nada rara dadas las características eleccionarias
de aquella época); o si porque deseaba una intervención
popular más directa aún; el caso es que siempre
propuso la idea básica de los Consejos Escolares electivos,
por Municipios. (f 45, 46 y 47).
Y cuando
la Provincia de Buenos Aires adoptó dicho sistema,
salió en su defensa ante muchas opiniones adversas.
En esta posición resurge la postura tradicional de
este fogoso pensador: el padre de familia tiene como derecho
inicial la educación de sus hijos, y no sólo
no debe abdicar de este derecho sino que debe ejercerlo en
la forma más activa posible.
Y nos quedarían por analizar algunos detalles de menor
importancia. Digamos que, en cuanto a métodos, no nos
ha dejado nada nuevo sin que le restemos importancia a su
magnífico párrafo sobre el método que
en general debe usar los profesores secundarios. (f. 41 y
42). Han quedado suyas interesantes iniciativas en lo que
hace a las rentas escolares: manteniendo su línea de
conducta sugiere impuestos especiales para la educación
popular, pues considera que los contribuyentes se preocuparían
de vigilar sus egresos. Es en este punto donde muestra una
mayor abundancia de citas de países extranjeros. Y
por fin, es muy alto el concepto que le merece la persona
del educador. Entiende claramente cuál debe ser la
capacidad técnica y moral de los maestros y profesores,
habiendo sido de los primeros en preocuparse decididamente
de la necesidad de formar a estos en forma sistemática.
(f. 17 y 53 a 56).
Digamos
al terminar: nos legó en pocas palabras, tan bellas
que resistiremos la tentación de transcribirlas, una
síntesis magnífica de cuan bien comprendía
la necesidad de la acción educadora para la vida de
los pueblos, y que debiera grabarse con letras de oro en todas
las partes del mundo en las que brille el lujo y la riqueza,
para que avergüencen a los que no supieron todavía
comprenderlas. Lucha de ayer, de hoy, de mañana: lo
dijo Estrada en el siglo pasado: lo dicen hoy los capaces
de entender qué es un maestro: lo dirán mañana
los que sigan manteniendo en alto la tea que elevó
al máximo de su luz el Verbo Divino: "La vocación
del profesor no se confunde con la del mártir ni con
la del penitente. Una sociedad cuyos profesores mueren en
la mendicidad, podrá ufanarse con las exterioridades
de la cultura, pero estará devorada por el egoísmo
brutal de las tribus bárbaras".
Haciendo
un alto en la acción, hemos estudiado a Estrada. Bienvenida
la luz de su pensamiento: Retomemos la senda, y más
templados ya, continuemos la tarea, que maestros somos, y
con ese gozo en el alma vamos adelante en la labor.
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