Necesidad
de cambios
en ciertos enfoques tradicionales
VII
El barroquismo reglamentarista y la asfixia de la escuela
Las
reglamentaciones han llegado a ser, por obra y gracia de los
funcionarios y por cierta tendencia irrefrenable de nuestra
sociedad, la peor de las plagas que corroen el desenvolvimiento
de las actividades públicas y privadas. Una vez aprobada
una ley, que dispone principios generales en torno de una
cuestión de interés público, falta todavía
esperar el famoso “decreto reglamentario”, que
es el instrumento que de hecho la pone en acto, porque hasta
ese momento podría decirse que aquella vive en “potencia”.
En rigor, esos decretos reglamentarios deberían limitarse
a establecer las normas de procedimientos que permitieran
la puesta en marcha de los principios legales aprobados, pero
en la realidad –sobre todo de las últimas décadas–
se transforman en piezas jurídicas de mayor importancia
que la misma ley, pues a menudo, hasta no contar con tales
decretos, no se termina de saber de verdad en qué consiste
–desde el punto de vista de sus efectos concretos–
la pieza jurídica de que se trate. Ya se ha hecho habitual
que la opinión pública, antes de abrir juicio
definitivo sobre una nueva legislación, prefiera esperar
su reglamentación, y esto constituye la prueba de una
grave deformación. Pero hay algo peor: últimamente
ya ni siquiera bastan los decretos reglamentarios para poder
poner en marcha un nuevo instrumental legal; ahora, además,
a aquellos decretos los siguen resoluciones y disposiciones
emanadas de organismos oficiales de niveles inferiores al
Poder Ejecutivo –ministerios, secretarías de
Estado, direcciones nacionales o generales, cuerpos autónomos,
delegaciones provinciales, municipales o regionales... y hasta
simples oficinas o departamentos –que también
entienden necesario formular sus propias y personalísimas
“interpretaciones” con referencia al texto de
la ley y de los decretos en cuestión.
Se llega, de esta manera, a un conjunto de disposiciones menudas
y de notable formalismo que reglamentan cuanto es posible
reglamentar y que –como suelen ser modificadas, “aclaradas”
e “interpretadas” sin tregua– constituyen
en muy poco tiempo cuerpos de increíble magnitud cuyo
dominio y comprensión escapan, más de una vez,
a sus propios autores. Se cae de esta manera en lo que llamamos
"el barroquismo reglamentarista"” o sea la
costumbre viciosa de reglamentar más y más,
hasta llegar a los detalles más triviales e insignificantes,
pero que se constituyen en el problema principal y terminan
por ocultar –y obstaculizar– los problemas de
fondo que la ley original intentaba atender.
“El detallismo y la profusión de adornos, bajo
los cuales llegaban a desaparecer las líneas típicas
de la obra artística, pretendieron generalmente disimular,
bajo la apariencia de una gran riqueza imaginativa, la ausencia
de gusto y sentimiento”: así define un diccionario
enciclopédico a los excesos del barroco, y de allí
que se admita para la expresión “barroquismo”
el sentido –que algunos entienden aún como forma
galicada– de “extravagancia, mal gusto”.
En verdad, las definiciones se aplican perfectamente a lo
que queremos expresar pues la extravagancia en que incurren
ciertos funcionarios en sus detalles reglamentaristas es notoria;
hasta el mal gusto en que suelen derivar es fácilmente
comprobable. Y es verdad también que casi siempre el
detallismo y la profusión de adornos (qué otra
cosa sino adornos son muchas de las exigencias que deben cumplimentarse
en formularios y en declaraciones bajo los cuales desaparecen
las líneas típicas de un texto legal, que a
menudo termina irreconocible debajo de los reglamentos consiguientes),
pretenden disimular bajo la apariencia de preocupación
por el rígido cumplimiento de la ley lo que no es sino
ausencia de comprensión auténtica de sus principios
esenciales.
En el ámbito educativo este barroquismo reglamentarista
provoca, desde hace muchos años, lo que no titubeamos
en calificar como un estado de parálisis de la vida
escolar. Son tantos los detalles reglamentarios que se entretejen
en torno de las actividades docentes cotidianas que prácticamente
no queda posibilidad alguna de iniciativa, de labor original,
de modificaciones organizativas para atender situaciones propias
de cada establecimiento. En todos los casos se tropieza, irremisiblemente,
con alguna disposición que no permite concretar la
novedad. Las autoridades y los docentes de cada escuela se
convierten así en disciplinados empleados cuya tarea
fundamental es cumplir, cumplir, cumplir... disposiciones,
reglamentos, circulares... y, por supuesto, programas. De
vez en vez aparecen instrucciones que autorizan a los profesores
o a los directores o rectores a preparar “planificaciones”
de su labor que les permitirán, teóricamente,
modificar parcialmente los programas oficiales. Pero de inmediato
surgen innúmeras reglamentaciones que explican cómo
y de qué manera habrán de prepararse esas planificaciones;
qué autoridades deberán intervenir y tomar conocimiento;
cómo han de hacerse las reuniones en las que se deliberará
sobre la cuestión; cómo se elevarán los
informes finales a “la superioridad”; cómo
esta dará su aprobación; tiempo y forma en que
deberá procederse para cumplir todos los pasos anteriores...
y de esta manera lo único que se logra es quitar a
todos los docentes y rectores el entusiasmo por proponer alguna
modificación.
Existe en los sistemas educativos contemporáneos una
desconfianza enfermiza hacia lo que puedan hacer los docentes
o los directores o rectores, en el ámbito de cada establecimiento
escolar, por su propia cuenta. Esto ha llevado a una consecuencia
imprevisible y que cierra un círculo vicioso: la mayoría
de los docentes y de los directores y rectores –nos
referimos tanto a la enseñanza primaria como a la secundaria,
y, aunque parezca extraño, tanto a los establecimientos
oficiales como a los privados– han perdido su capacidad
creadora y casi no saben moverse en cuestiones elementales
si no reciben, previamente, las instrucciones “superiores”
que les expliquen paso a paso lo que tienen que hacer.
En la Argentina, los planes de estudio y los programas consiguientes
exigen aprobación por el Poder Ejecutivo nacional,
en el caso de las escuelas nacionales.
Esto es el principio del fenómeno que llamamos “barroquismo
reglamentarista”, porque de allí –Poder
Ejecutivo– para abajo, las instancias que siguen tienen
que ocuparse, naturalmente, de algo, y entonces descienden
más y más a detalles de todo tipo hasta que
los últimos escalones –establecimientos escolares,
rectores, directores y docentes– prácticamente
no pueden disponer nada por sí mismos.
A nuestro juicio, ni siquiera los planes de estudio debieran
ser aprobados por el Poder Ejecutivo, y ni siquiera por las
secretarías o ministerios de Educación, sino
que debieran quedar bajo la responsabilidad inmediata de los
organismos de gobierno de cada nivel y modalidad escolar.
Los programas de cada materia, luego, tendrían que
ser elaborados por cada establecimiento escolar, bajo la responsabilidad
de sus autoridades y con la participación de los docentes
y técnicos indispensables, con cargo de rendir cuentas
del satisfactorio cumplimiento de los objetivos básicos,
estos sí, establecidos por los organismos de máximo
nivel de gobierno.
Si se quiere un ejemplo de hasta dónde pueden llegar
estos excesos y vicios reglamentaristas, no habría
sino que observar hasta qué punto se llega con el sistema
de calificaciones y promociones para la enseñanza media.
Al decreto que establece las bases del régimen siguen
disposiciones de diversos organismos de gobierno, aclaraciones
complementarias, normas de interpretación y nuevas
aclaraciones sobre las aclaraciones. En total se dispone de
un pequeño código con un número no despreciable
de páginas. Se ha llegado a tanto que no son pocos
los rectores que todavía solicitan más normas
para poder realizar sin temor a equivocarse reuniones de personal
para comentar, analizar y “evaluar” el resultado
de los exámenes. Algunos detalles, sin embargo, no
han sido reglamentados todavía: hasta el momento, el
color de la tinta con que se colocan las calificaciones en
cada examen está librado al buen criterio de cada profesor....
Este fenómeno deriva, en ocasiones, en situaciones
ridículas y que tientan al sentido del humor. Pero
su persistencia y su tendencia a agravarse configuran un panorama
muy poco auspicioso. No es lógico suponer que el sistema
educativo podrá transformarse en un día para
el otro por obra de una reforma integral si la tarea cotidiana
de cada escuela, de cada maestro, de cada profesor, carece
del mínimo indispensable de libertad creadora que es
la esencia del progreso de cualquier institución y
de cualquier sistema.
En efecto: las estructuras legales, administrativas, financieras
y didácticas que enmarcan la escuela y configuran en
conjunto el sistema educativo de cada país nacieron
para que esa institución –en todos sus niveles
y modalidades– pudiera cumplir mejor sus fines, pero
han terminado por ser el impedimento principal para el proceso
de reforma y actualización que universalmente se acepta
como indispensable para la vida escolar contemporánea.
Quizá lo que hoy haga falta sea alzar una bandera de
combate que, al contrario de lo que se piensa habitualmente,
no reclame nuevas leyes escolares, ni mutuos reglamentos,
ni nuevos planes ni programas, sino simplemente libertad para
el sistema y para que la sociedad pueda actuar directamente
sobre la escuela, a través de educadores rescatados
de una organización que los encierra bajo siete llaves.
El ejemplo de Francia –país muy ligado a la tradición
educativa latinoamericana– puede ser útil. Desde
el término de la Segunda Guerra Mundial, los debates
en torno de la reforma de sus sistemas educativos son incesantes,
y desde la ley básica de 1959 numerosas modificaciones
se han sucedido hasta hoy, en medio de amplios debates, al
punto de que suele citarse a esa nación como embarcada
en la reforma permanente de sus estructuras escolares. En
la Argentina, entretanto, se habla incansablemente de las
reformas indispensables. No es mucho lo que se ha hecho, sin
embargo, y nuestro sistema educativo permanece, en lo esencial,
sin cambios desde hace cincuenta años.
Ha habido alteraciones bastante pronunciadas en los organismos
de gobierno, en las estructuras burocráticas y oficinescas
que se ocupan de la administración del sistema en todos
sus niveles, pero muy poco de lo que ha variado en el servicio
educativo mismo. En las universidades se ha avanzado algo
más de prisa, y en particular desde 1955, el aspecto
de planes de estudio y de organización metodológica
y didáctica general se transformó con cierta
intensidad (aunque esto debe entenderse como una muy amplia
generalización que hace caso omiso de que en ciertas
facultades ese fenómeno fue muy notorio y en otras
casi inexistente).
De cualquier manera, el hecho es que tanto Francia como la
Argentina –una sancionando leyes sucesivas, la otra
discutiendo constantemente las leyes que nunca sanciona–
demuestran que ponen su confianza, para lograr la actualización
de las estructuras educativas, en la obtención de instrumentos
legales y reglamentarios adecuados –sobre los aspectos
financieros, laborales, políticos y pedagógicos
propiamente dichos– a partir de los cuales el ámbito
escolar se modificará y las tareas de la enseñanza
y el aprendizaje se transformarán sustancialmente.
Sostenemos que ha llegado la hora de cambiar esa mentalidad:
la ley que hace falta es una ley que derogue el máximo
posible de los instrumentos legales que rodean la vida escolástica
y otorgue el máximo de libertad para que ella pueda
desenvolverse fuera de marcos rígidos que exigen tremendos
esfuerzos para realizar cualquier movimiento.
La sociedad ha perdido el contacto directo con la escuela
porque el sistema de leyes y reglamentos, creado por ella
misma, se le interpone ahora en el camino y no le permite
enviar a las instituciones escolares la riqueza de su vida
cultural en permanente cambio y renovación (1).
Y precisamente cuando vivimos la mayor aceleración
de la historia, la escuela se encuentra encerrada entre vallas
de todo tipo que la alejan cada vez más de una sociedad
que se ha puesto a marchar con velocidad alucinante.
Ha llegado el momento de abandonar el concepto que hizo de
la uniformidad absoluta de los planes y programas escolares
una virtud. Son los mismos franceses –de quienes lo
hemos heredado– quienes se ven obligados al gran cambio:
el pueblo que ha dado a la pedagogía contemporánea
los nombres de Gastón Berger y de Roger Gall, no puede
continuar en la postura que sirvió a su grandeza intelectual
de varios siglos, pero que hoy es insostenible. Lo que ahora
hace falta es una ley que permita a las escuelas y a los profesores
elaborar año tras año sus programas, sus planes
de estudio, sus modalidades didácticas. Entendemos
que los programas escolares no se deben reformar: se deben
abolir. La sociedad debe fijar a la escuela objetivos claros
y concretos –lejos de todas las frases grandilocuentes
usuales que nada dicen y cuyo cumplimiento es imposible fiscalizar–
para que cada establecimiento escolar, mediante la acción
conjunta de sus autoridades y de su cuerpo docente, elabore
cada año el trabajo necesario para cumplir esos objetivos,
controlando luego si han sido eficazmente cumplidos.
La gran ley de educación que necesitamos es una ley
libertaria, que derogue trabas e impedimentos y deje moverse
a las escuelas, a los docentes y a la sociedad en su relación
con las instituciones educativas. Que permita que el aire
de la vida cotidiana entre por los ventanales cegados de las
aulas. Suprimamos los controles y las fiscalizaciones de carácter
formal que exigen determinados procedimientos y determinadas
modalidades metodológicas, pero que no alcanzan a supervisar
los resultados finales de la obra escolar. Que exigen anotaciones
especiales en los libros de temas pero que no pueden asegurar
el aprovechamiento del dictado de esos temas. No indaguemos
más a los profesores de idiomas extranjeros sobre los
métodos que usan, ni sobre los textos que utilizan,
ni sobre los sistemas de evaluación que emplean. Comprobemos,
simplemente, si al cabo del tiempo previsto sus alumnos han
llegado al dominio idiomático correspondiente. Juzguemos
al árbol por sus frutos, al docente y a las escuelas
por sus resultados y no por el cumplimiento formal –formalista–
de las reglamentaciones.
Esta libertad didáctica es el remedio que necesitamos.
Es una medicina heroica que tiene mal sabor y que provocará,
en el primer instante, graves inconvenientes y quizá
hasta una notable recaída del enfermo que se quiere
curar. Pero a largo plazo será la única definitiva.
Los sistemas educativos han quedado presos en las redes de
las leyes multiplicadas hasta el infinito, y cada nueva reglamentación
exige, a poco andar, otra más que la aclare, la actualice
y la perfeccione, de tal manera que cada intento de solución
acarrea nuevos males. Aherrojada entre un innumerable, incomprensible
y a menudo confuso manto de disposiciones didácticas,
laborales y político-educativas, la escuela se ahoga.
El oxígeno de la libertad, directamente trasvasado
desde la sociedad, es lo único que podrá revivirla.
(1)
Ver el capítulo II: “La quiebra
de la participación en los mecanismos de gobierno y
conducción del sistema educativo”.
IX
Necesidad de abaratar los costos
La
opinión más corriente supone que el problema
de los costos sólo se puede aplicar a cuestiones referidas
a la producción de objetos materiales y olvida que
las tareas escolares tienen también un precio, que
debe ser pagado inexorablemente en forma de salarios al personal
docente, construcción y mantenimiento de los edificios
necesarios y del material didáctico y sostén
de los organismos de gobierno, administración y supervisión
del sistema educativo. Que estos gastos se afronten bajo la
especie de impuestos, de tal manera que sean los poderes públicos
los que se ocupen de ellos, o que se solventen en forma privada
por familias o instituciones particulares, es una diferencia
que no importa para lo que queremos considerar aquí:
lo que cuenta es que se trata de sumas que deben ser satisfechas
por la sociedad.
Alfabetizar a una persona, joven o adulta, es una tarea que
tiene un costo determinado, diferente del necesario para darle
escolaridad primaria completa. Lograr la enseñanza
media para una determinada cantidad de personas representa
otra exigencia en cuanto a gastos, y lo mismo ocurre con la
formación universitaria. Calcular esos costos es una
tarea bastante difícil, pues no existen mecanismos
suficientemente ajustados como para realizarla con perspectivas
de resultados valederos. Pero es fácil, en cambio,
aclarar varios conceptos en torno del tema.
La revolución industrial –o las revoluciones
industriales que se vienen sucediendo desde el maquinismo
de principios del siglo XIX a la automatización de
nuestros días– representa un fenómeno
cuya esencia consiste en el abaratamiento de los costos mediante
un notable aumento de la productividad. La superación
de formas artesanales permitió producir ciertos elementos
a muy bajo costo, y esto permitió ofertarlos a grandes
masas. Gran producción, grandes ventas, bajos costos;
ninguno de estos pasos puede fallar. Todo lo que sigue exigiendo
labores similares a las que se practicaban hace doscientos
años alcanza precios prohibitivos y se convierte en
artículo de lujo –como la ebanistera–,
o sencillamente desaparece.
Pero en el ámbito de la educación escolar se
ha dado solamente uno de esos pasos: la masificación
del producto. A partir del siglo pasado se comenzó
a alfabetizar a la universalidad de la población; ahora
se está dando enseñanza media a grandes cantidades
de jóvenes, y la escolaridad superior o universitaria
alcanza cifras que apenas treinta años atrás
hubieran parecido imposibles.
La metodología del trabajo, empero, es la misma desde
los más remotos tiempos. Enseñar a leer y escribir
y a dominar las cuatro operaciones con ent4eros y decimales;
enseñar lenguas extranjeras, matemática, ciencias
naturales o cualquier otra disciplina; formar los futuros
médicos o ingenieros... todo se sigue haciendo igual
que hace cien, doscientos o mil años atrás,
exceptuando, por cierto, los cursos de carácter experimental.
No nos engañemos con los progresos de los métodos
didácticos: ellos han mejorado aspectos de carácter
psicológico y quizá permiten a los niños
aprender mejor y con menos esfuerzo, pero no tienen relevancia
desde el punto de vista de los costos finales de la enseñanza.
Hay algo peor: maestros y profesores, pedagogos y funcionarios
del área de la educación no terminan de convencerse
de que este es un problema que hay que encarar con urgencia.
Se siguen utilizando conceptos antiguos sin atinarse a revisarlos.
En todos los niveles de la enseñanza se reclama –para
obtener una mejor calidad en la tarea docente– que disminuya
la cantidad de alumnos por maestro o profesor. No se reflexiona
que eso representa, también, un incremento de costos,
y consecuentemente un agravamiento del problema financiero...
con lo cual indirectamente se marcha a un empeoramiento de
aquella calidad. Es necesario, por lo tanto, buscar un sistema
que permita simultáneamente dar mejor enseñanza
a más alumnos con menos personal docente.
Supóngase que las escuelas primarias tengan un promedio
de veinticinco alumnos por maestro. El costo de la escolaridad
primaria será una cifra determinada. Si se aumenta
el número de alumnos a treinta y cinco el costo baja,
pero si se mantiene la misma metodología de trabajo
docente, la calidad también disminuirá, o sea,
bajará a la vez el rendimiento y eso será negativo
tanto desde el punto de vista de los costos como considerando
los objetivos generales perseguidos. Si bajamos el número
a veinte alumnos por maestro, la calidad de la enseñanza
mejorará, es verdad, pero los costos aumentarán
inexorablemente. Si no existe forma de hacer frente a ese
aumento de costos, tendremos como resultado inevitable maestros
peor pagados, edificios mal mantenidos y no renovados, baja
calidad y escasa cantidad de recursos didácticos y
pobre sistema de gobierno, de administración y de supervisión.
Luego la calidad de la enseñanza –que suponíamos
habría de mejorar– se deteriorará y en
realidad nada se habrá ganado. Volvemos, pues, a nuestra
conclusión anterior: se trata de buscar la manera de
que ese promedio de alumnos por maestro aumente sin que baje
el rendimiento y la calidad de la enseñanza. Decir
que esto es imposible no resuelve el problema y revela que
no se lo quiere afrontar en sus justos términos y que
se prefiere seguir manejando los viejos conceptos. Nada cuesta
forjar hipótesis de trabajo mental, siquiera para dejar
jugar la imaginación –sin la cual jamás
la humanidad hubiera dado un sólo paso adelante–
y sin pretensiones de que ellas sean válidas. Imaginemos,
pues, que se logre encontrar alguna manera de trabajo didáctico
por la cual se pueda obtener la instrumentalización
cultural –que es uno de los objetivos básico
de la escuela primaria– con sólo dos horas diarias
de labor bajo la dirección de un maestro, en cambio
de las cuatro que habitualmente se usan. Inmediatamente se
podría utilizar la misma cantidad de maestros para
obtener esa instrumentalización cultural con el doble
número de niños, y consecuentemente se habrían
abaratado los costos de la tarea en un porcentaje muy alto.
El ahorro podría destinarse a mejorar sustancialmente
los salarios de esos docentes, a equipar mejor los establecimientos
y a perfeccionar los organismos de gobierno y administración.
No damos esta hipótesis como una proposición
que consideremos posible, sino apenas como un ejemplo de los
caminos que debemos dejar seguir a la imaginación para
encontrar soluciones.
Los costos de la educación escolar han aumentado notablemente
por dos razones fundamentales: a) el enorme crecimiento de
la matrícula en todos los niveles de la enseñanza,
desde la universalización de la escuela primaria a
fines del siglo pasado, hasta esta “explosión”
de la educación media y superior de la posguerra y
b) el mantenimiento de los sistemas tradicionales de la labor
docente. A ellos se agrega, en los países en vías
de desarrollo y con problemas económicos graves, la
notoria disminución de sus posibilidades de gastos
en todos los terrenos. Ningún país escapa hoy
a las dificultades que representan los gastos en educación,
pero aquellos que afrontan esa disminución se encuentran
en un círculo vicioso en el cual se revuelven con el
mismo resultado que obtiene el explorador caído en
la ciénaga: hundirse cada vez un poquito más.
En efecto, necesitan ineludiblemente dar “más
enseñanza a más gente por más tiempo”,
para decirlo con la expresión que ha tomado carga de
ciudadanía universal desde hace unos cuantos años.
Pero no atinan a abaratar los costos; no tienen recursos para
afrontar esos costos crecientes y no se resignan a negar la
oportunidad de esa mayor educación a todos los que
la ansían y tienen capacidad para lograrla, por que
lo contrario sería abandonar principios democráticos
básicos y negar la posibilidad de un verdadero desarrollo
material que los saque de su actual coyuntura.
Entonces, lo único que se hace es extender los servicios
educativos –no importa, para el pensamiento que desarrollamos,
que esa extensión la haga el Estado por sí o
por instituciones privadas– con el consiguiente incremento
de costos, que como no pueden ser satisfechos terminan deteriorando
salarios, equipamientos materiales y servicios de administración
y de asistencia técnica. Con lo cual ganan muy poca
cosa.
Dar educación a una minoría no es solución
por lo que hemos dicho antes. Pero seguir en el camino descripto
representa hundirse más y más en la ciénaga
de un mal sistema educativo, que por eso –por ser deficiente,
de bajo rendimiento– provoca a su vez mayores costos,
con lo que se reanuda la espiral. No hay más remedio
entonces que ponerse a buscar un camino que permita abaratar
los costos sin mengua de la calidad y del rendimiento del
sistema educativo en su conjunto. Si para ello es necesario
desprenderse de instrumentos queridos y de modalidades a las
que nos atan lazos emotivos, tengamos coraje para hacerlo.
Así como las viejas devanadoras y los arcaicos husos
suelen guardarse en museos y hogares para evocar con nostalgia
y con amor las manos que sabiamente preparaban los vestidos
familiares, sin que a nadie se le ocurra suplir con ellos
las modernas industrias, no titubeemos en dejar para el recuerdo
respetuoso y el culto merecido todo aquello que forma parte
de sistemas escolares que fueron útiles para nuestros
abuelos pero que quizá sean el mayor obstáculo
para salir adelante en el mundo contemporáneo.
X
Planeamiento e imaginación
Se
atribuye a Einstein una frase que –según el viejo
adagio– si no es cierta merecería serlo. Dícese
que alguien preguntó una vez al sabio cuál era
su método de trabajo: si hacía fichas, si anotaba
sistemáticamente sus ideas para después... La
respuesta fue algo así como una mirada un tanto irónica
y unas pocas palabras: “No..., usted sabe, ...las ideas
son raras...” Y ahí está el quid de la
cuestión: las ideas –nuevas, se entiende–
son un fenómeno raro, una creación exquisita
que la humanidad no derrocha, y no es habitual que un solo
hombre tenga tantas ideas que necesite complicados sistemas
de trabajo mental para recordarlas. Las fichas, los apuntes,
la compaginación sistemática pueden hacerse
con datos, con conocimientos, con informaciones, y en todo
caso, con los conceptos que se elaboran y desarrollan a partir
de las ideas madres.
Esta capacidad para obtener nuevas ideas es la clave del progreso
de la humanidad y lo que distingue, en última instancia,
a los genios, que es al fin como llamamos a los seres que
resultan capaces de producir mayor número de ideas
nuevas que el común de los mortales, o simplemente
de producir alguna. Cada día comprendemos mejor que
la ilusión de los cultores del experimentalismo puro,
como proceso metodológico esencial para el avance de
la ciencia, ha sido reemplazada por la convicción de
que la gran escalera hacia el avance del saber humano, en
todos los campos, radica en la capacidad de elaborar hipótesis
de trabajo mental, y que esa capacidad no puede ser reglamentada
por ninguna metodología previa.
El planeamiento, como técnica de organización
y de trabajo, es un positivo avance tanto para las empresas
como para las sociedades, por cuanto en este momento histórico
resultara imposible todo desenvolvimiento mediante la acción
de personas aisladas o libradas exclusivamente a la confianza
en el acierto de sus propias decisiones. Las fundamentaciones
estadísticas y las proyecciones consecuentes, los sistemas
de procesamiento de datos y las modernas formas de utilización
y compilación de la información, junto con la
especialización en las modalidades de la confección
de planes de acción para plazos de diferente naturaleza,
configuran un conjunto de indiscutible ventaja como metodología
para la acción política, en el amplio sentido
de la palabra y, sobre todo, en cuanto ella implica la necesidad
y la potestad de tomar decisiones, es decir, de elegir alternativas.
Pero todo lo anterior es cierto si esta labor se desarrolla
sobre la base de ideas nuevas, de hipótesis de trabajo
renovadoras para la sociedad o para la empresa, porque de
lo contrario todo el andamiaje de la obra planificadora puede
convertirse en una armazón complicadísima con
apariencia de solidez, pero fundada en el vacío y carente
de contenido auténtico. Que el planeamiento sea la
fórmula de acción necesaria para el desarrollo
de una nación es una premisa indiscutible, pero se
debe recordar que para que ese planeamiento pueda funcionar
hace falta, antes, tener la idea clave de qué entendemos
por desarrollo, qué es lo que queremos para esa nación
o qué le proponemos. Y para llegar a la formulación
de esa idea es inútil llamar a técnicos o expertos
en planeamiento ni en ninguna otra cosa, porque ahí
entramos en el terreno vedado del cual hablaba Einstein, y
se trata entonces de esperar, humildemente, a que la imaginación
–el otro nombre del genio– nos dé las ideas
para que luego los sistemas de planeamiento nos permitan llegar
a su realización.
Los párrafos precedentes tienen una sola finalidad:
recordar que desde que comenzó a desarrollarse y a
aceptarse la técnica del planeamiento para el desarrollo
de los sistemas educativos en el mundo contemporáneo,
se comenzó a olvidar, simultáneamente, que como
paso previo para la planificación hay que tener las
ideas que sostengan a esa labor. Es decir, hay que saber qué
es lo que estamos planificando, porque si carecemos de ideas
nuevas, lo único que haremos será planificar
la realización de las ideas viejas. La renovación
auténtica de un sistema educativo, en consecuencia,
no puede surgir del planeamiento de la educación, sino
de la capacidad mental que elabore hipótesis renovadoras,
que proponga cosas diferentes y sostenga conceptos que hasta
hoy resultan desconocidos. Si alguna de estas postulaciones
resulta aceptada por la sociedad, entonces será llegada
la hora de tomar todos los recaudos que la técnica
del planeamiento nos ha enseñado, para tornarlas realidad,
ya que en la actualidad los procedimientos anteriores son
insuficientes.
La difusión del os procesos planificadores en los últimos
diez años y el afán por preparar técnicos,
expertos y especialistas en planeamiento de la educación
–descuidando quizá la formación de tipo
universitario superior en cuestiones pedagógicas–
han llevado a la creencia errónea de que esa tarea
será, casi milagrosamente, suficiente para renovar
y actualizar el sistema escolar. Hay, en cambio, un grave
déficit de imaginación creadora, y por lo tanto
seguimos girando en torno de conceptos conocidos, que en su
mayor parte hoy no tienen sentido, o planificando servicios
educativos cuyas estructuras, contenidos y metodologías
esenciales son idénticos a los actuales.
La
pedagogía ficción
Hace falta
un gran esfuerzo de imaginación para salir de esta
situación, y ello exige valentía para afrontar
las consecuencias que recaen implacablemente –lo sabemos–
sobre quienes se arriesgan a dejar de lado conceptos que han
pasado a la categoría de intocables. Se discute sobre
la formación de maestros con gran entusiasmo y también
con gran honestidad.
Pero
ello revela, al mismo tiempo, que se acepta desde el principio
que siempre serán necesarios maestros. Y esto porque
no se nos ocurre imaginar que quizá en el futuro podrán
dejar de ser necesarias las escuelas. Y sin embargo es casi
seguro que antes de fin de siglo las escuelas, tal como las
entendemos y las conocemos, habrán dejado de existir.
Seguramente habrá instituciones que seguiremos llamando
escuelas, pero lo que se hará en ellas será
muy diferente de lo que se hace ahora, y por lo tanto no tendremos
“maestros” en el sentido que ahora le damos a
la palabra. Consecuentemente, el personal de esas instituciones
requerirá otro tipo de formación y de preparación.
No se
quiere admitir que quizá a fines de siglo será
innecesario enseñar a los niños a aprender a
leer y escribir en las escuelas, porque muy probablemente
aprenderán solos; –como hoy a hablar– gracias
a ciertas modalidades que pueden utilizar los modernos medios
de comunicación, como la televisión, por ejemplo.
En una palabra: se teme dejar andar a la imaginación
por los caminos del futuro, y a pesar de que se sabe con certeza
absoluta que la ciencia-ficción de hace treinta años
es la realidad de hoy, no se tiene coraje para elaborar una
pedagogía-ficción, que bien puede ser la realidad
del siglo XXI.
Entre
el planeamiento y la imaginación creadora no hay, por
cierto, batalla entablada, pues no son enemigos sino partícipes
de la obra del avance de la humanidad. Pero en estos momentos
el planeamiento de la educación está girando
en torno de un grave vacío, porque la imaginación
no lo ha provisto de las ideas que le digan qué es
lo que en verdad, y como auténtica renovación,
debe planificar.
XI
La reforma permanente
Hay
un error básico que consiste en la pretensión
de lograr la reforma completa y total que trueque la imperfección
de hoy por la perfección de mañana. La búsqueda
de la ley o de la estructura educativa ideal que haga el milagro
y transforme en forma integral un sistema educativo conduce
a estériles polémicas, discusiones y equívocos
que sólo sirven para empeorar los problemas que se
intenta resolver. Porque el punto de partida erróneo
está en considerar al sistema educativo como un fenómeno
estático, en lugar de admitir que se trata de algo
dinámico, esto es, en estado de cambio permanente.
La concepción “estática” conduce
a este razonamiento: el sistema actual es malo, o imperfecto,
o insatisfactorio; en consecuencia, debemos transformarlo
o reformarlo por otro mejor. Pero subsiste la idea de que
en reemplazo del que se tiene ha de montarse otro, que se
debe eliminar aquél y levantar uno nuevo. La cuestión
no es así: de lo que se trata es de no pretender contar
con un sistema definido y estructurado de una vez para siempre,
o por lo menos para muchos años sino de contar con
un sistema que pueda cambiarse a sí mismo y por medio
de sus propios mecanismos en forma permanente. La reforma
educativa que se necesita es aquella que deshaga los sistemas
educativos rígidos, estáticos y los reemplace
por modelos dinámicos, cuya esencia sea la adaptación
constante a los requerimientos de la sociedad y la renovada
actualización de sus métodos y procedimientos
de labor.
Los programas escolares constituyen un ejemplo magnífico
de lo dicho. La vida escolar gira en torno de los programas:
digan lo que quieran las mejores teorías pedagógicas,
el eje de la educación no es el niño, ni el
maestro siquiera, sino los programas. La escuela actual es
“programocéntrica”: empieza y termina en
el programa, soberano indiscutible, punto de referencia obligado,
obsesión de alumnos y padres, base de los exámenes,
de las notas y de las promociones, problema capital para supervisores
e inspectores. La escuela sin programas por cumplir no existe:
nadie sabría qué hacer en ella. Suprímanse
los programas y la escuela detendrá su marcha: quedará
sin norte, sin rumbo. Por eso la reforma de los programas
es el punto clave sobre el cual se discute constantemente,
cuando lo que se debe pedir es que se supriman los programas,
es decir, los programas elaborados por los organismos de gobierno
escolar y de vigencia obligatoria hasta que no se reemplacen
por otros. El programa de cada materia, en cada año,
lectivo, es un asunto de cada profesor y de cada escuela.
El haber negado esta responsabilidad a los docentes y a las
autoridades de cada establecimiento ha provocado dos defectos
gravísimos para la vida escolar contemporánea:
la pérdida de voluntad y de esfuerzo y preocupación
–ocupación en los maestros y profesores por su
propia labor (a tal punto que muchísimos de ellos hoy
se negarían airados a asumir esa tarea) y la congelación
o endurecimiento de los programas, que permanecen inalterables
años y años, décadas a veces, mientras
la realidad cultural es un fenómeno que deviene, que
está en modificación y cambio permanente.
Pero es en lo referente a los métodos y procedimientos
donde el error del siglo XX para la estructuración
de sus sistemas escolares es más notorio. ¿Imaginaría
alguien a los ministerios o secretarías o departamentos
de salud pública de los diversos países indicando
u “ordenando”, quizá por ley, a los médicos
de los establecimientos sanitarios oficiales y hasta a los
privados, los procedimientos de curación que deberían
seguir para cada tipo de enfermedad o los remedios por emplear
o los tratamientos que habrían de señalar? Seguramente
esto parecería un despropósito, y sin embargo
es lo que se hace en el ámbito educativo. Así
como los organismos estatales del campo de la salud pública
se limitan a una acción de “política sanitaria”,
dictando u organizando los lineamientos generales de tal política,
montando los establecimientos y colaborando en la provisión
de los recursos materiales y humanos, los organismos del área
de la enseñanza no deberían descender a ocuparse
de cuestiones metodológicas o de procedimiento con
respecto al proceso mismo de la enseñanza, del aprendizaje,
de la conducta y de la organización de la vida cotidiana
escolar en sus aspectos didácticos, porque ellos es
responsabilidad directa de los docentes y de las autoridades
de cada casa de estudios. Imaginemos a los médicos
del país impedidos de recetar un nuevo medicamento
o un nuevo tratamiento hasta tanto no cuenten con una ley
o reglamento que les indique que así deben hacerlo.
Sería absurdo, por supuesto. Sin embargo, un maestro
no puede aplicar el método que él entiende más
conveniente para que sus niños aprendan a leer y escribir,
o para aprender a dividir, si los organismos oficiales no
lo autorizan. Y así es que la metodología de
la enseñanza de la lectura y escritura se ha convertido
en una cuestión de política educativa, que deben
resolver las más altas autoridades oficiales, cuando
es asunto que no debe salir, bajo ningún concepto,
de las paredes de la escuela. El maestro y el director respectivos
deben asumir la plena responsabilidad técnica de su
labor, lo que significa que, por un lado, deben ser capaces
de elegir el método correspondiente –como el
médico el tratamiento que considere oportuno–
y luego de responder por sus resultados. La inspección
y la supervisión sólo deben ocuparse de si los
niños han aprendido o no a leer y a escribir correctamente
dentro de un lapso razonable.
Lo dicho puede extenderse a múltiples aspectos de la
vida escolar, incluyendo a la enseñanza media y la
técnico profesional, de tal manera que los docentes
y las autoridades de cada establecimiento dejen de ser “empleados”
que cumplen órdenes para convertirse en “profesionales”
que apliquen su ciencia y su arte.
En una palabra: la reforma no debe ser algo que “le”
sucede al sistema educativo cada tanto tiempo, para que durante
los intervalos permanezca igual a sí mismo. La reforma
debe ser su estado permanente: la escuela no es objeto de
reforma –como recuerda el profundo pedagogo italiano
Luigi Volpicelli– sino que debe ser ella la reformadora
de sí misma. La esencia del sistema educativo, en una
sociedad cuya naturaleza es la evolución y el cambio,
es precisamente el cambio y la transformación constante,
realizada a nivel de escuela y por intermedio del personal
docente. La ciencia no se detiene ni tampoco el mundo de la
producción, ni el arte permanece igual a sí
mismo. La escuela no puede ser una institución estática
en medio de un mundo dinámico, esperando que organismos
burocráticos la modifiquen y le permitan tomar de ese
mundo en incesante evolución lo que ella necesita para
cumplir su misión. El sistema educativo no debe ser
reformado sino puesto en estado de cambio permanente. Cada
año, en cada establecimiento escolar –primario,
secundario o superior, y sea cual fuere su modalidad u orientación–
deben ser redactados los programas que se usarán ese
año y por el personal docente de ese establecimiento.
La vida escolar debe caracterizarse por las novedades que
introduzcan los profesionales que en ella se desempeñan,
con el objeto de lograr mejor los objetivos que se les ha
encargado cumplir.
Lo permanente, en fin, debe ser el cambio y la evolución.
Debe abandonarse ya la esperanza infantil en la ley y la estructuración
mesiánicas que darán, a partir del instante
de su sanción, la escuela perfecta y el sistema educativo
eficiente y el personal docente capaz y los planes y programas
idóneos y los métodos didácticos óptimos.
Lo que se requiere, en cambio, es el sistema ágil,
flexible, libre, que permita a los docentes, en la vida cotidiana
del aula, en el nudo concreto de la acción educativa
que es la escuela, hacer día tras día, año
tras año, la tarea incesante –que no concluirá
jamás porque será como el fluir eterno de los
ríos– mediante la cual se han de obtener los
planes y programas, los métodos y los procedimientos
capaces de alcanzar los resultados que la sociedad espera
de sus sistema educativo.
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