Un
sistema educativo en transformación silenciosa:
visión de los Estados Unidos
ADVERTENCIA
Una invitación del Departamento
de Estado de los Estados Unidos de América nos dio
la oportunidad de realizar un viaje de más de treinta
días de duración a lo largo de varios estados.
Ante la sociedad de que definiéramos nuestros intereses
fundamentales, y considerando la imposibilidad de abarcar
un campo muy vasto, resolvimos ceñirnos –dentro,
por supuesto, del terreno educativo– a un tema que siempre
nos había preocupado sobremanera y acerca del cual
manejábamos ya una abundante información: el
sistema de gobierno y administración escolar a través
de los organismos locales.
Por
ese motivo solicitamos observar de cerca los mecanismos correspondientes
en una gran ciudad, en una ciudad mediana y en una localidad
pequeña de características rurales. Filadelfia
(Pensilvania), San Francisco (California), Sioux City (Iowa)
y Hagerman (Idaho) fueron los puntos elegidos. Ello nos permitió
un contacto altamente fructífero con las autoridades
escolares de cada lugar, con las escuelas mismas y con sus
estudiantes.
Fruto
de esas observaciones son los artículos que componen
esta cuarta parte del volumen y que, entendemos son un ejemplo
concreto de la problemática general de las relaciones
entre la escuela y la sociedad en nuestro siglo. No es por
casualidad que esta visión del sistema escolar de los
Estados Unidos significa una clarificación tan adecuada
de gran parte de lo dicho en los capítulos anteriores,
pues este país se caracteriza por una estrechísima
relación entre el marco social y la vida escolar. Así,
pues, los hilos de unión y los puntos de fricción
entre uno y otro ámbito –en países de
diferentes estructuras fáciles de comprender–
se dan allí con gran nitidez.
Por
eso, también los problemas escolares son en los Estados
Unidos muestra de situaciones de cambio en su arquitectura
social. Esta visión “de un sistema educativo
en transformación silenciosa” es entonces, parte
esencial de la gran transformación que las relaciones
entre la escuela y la sociedad están sufriendo en el
último tercio del siglo XX.
XII
Tres grandes problemas
Después
de haber escuchado informes y cambiado ideas con funcionarios
de la Oficina de Educación de Washington; del School
Board del Distrito de Filadelfia; de la National Education
Teachers; con el titular de Educación Comparada del
Teacher’s College de la Universidad de Columbia (durante
uno de los días de las revueltas estudiantiles); con
profesores y estudiantes de la Ohio State University de Columbus
y ahora con miembros de School Board de Sioux City, en Iowa,
nos sentimos en condiciones de comenzar a esbozar una tesis
que apareció claramente representada desde el primer
día, pero que resultaría necesario analizar
todavía mucho tiempo. Sin embargo, todos los datos
van coincidiendo, y esta recorrida a través de los
EE.UU., que continuó en un pequeño pueblito
de Idaho –prácticamente una aldea rural–
y finalizó en San Francisco, hablando en todas partes
con los responsables del gobierno escolar local, con estudiantes
y con padres y madres de familia que tienen a sus hijos en
escuelas del lugar, permite ya una conclusión inicial,
que debe ser tomada sin sacar de ella consecuencias que vayan
más allá del análisis objetivo de la
situación. La política educativa de los Estados
Unidos afrontaba en 1968 los tres grandes problemas que intentó
afrontar la política educativa argentina cien años
atrás.
¿Cuáles
fueron esos grandes problemas de nuestra patria en la época
de la Organización Nacional? El primero, obtener una
formación política uniforme en todo el pueblo,
logrando un ideal de ciudadanía y de nacionalidad que
debía vencer las décadas anteriores de aislamiento
y guerras civiles y el aluvión inmigratorio posterior
a 1853. Para conseguir ese objetivo la política educativa
se planteó, consecuentemente, los otros dos grandes
problemas: una suficiente centralización y control
por parte del gobierno nacional y de los poderes provinciales
sobre todo el sistema escolar, y una distribución de
fondos suficiente para toda la República, mediante
leyes de subsidios primero y finalmente por la ley Láinez,
que intentó garantizar el servicio escolar en todas
las zonas del país que no podían montarlo con
sus propios recursos.
Ahora
bien: los Estados Unidos tienen en este momento la preocupación
básica de luchar contra dos problemas esencialmente
político-sociales mediante la acción de su sistema
escolar. Estos dos problemas son: la superación del
conflicto racial y las desigualdades de oportunidades que
se ofrecen a los jóvenes de distintos lugares, según
el nivel económico de sus respectivos ámbitos.
Mas, para poder actuar en esas direcciones, necesitan dos
cosas: que la distribución de fondos en todo el país
se realice de otra manera que como hasta ahora se ha hecho
–y por eso hay en los últimos años tímidos
pero constantes intentos del gobierno federal de organizar
algún sistema de subsidios– y un mayor control
de los organismos centrales sobre los gobiernos locales. Es
decir, en síntesis, que los problemas de hoy –o
mejor dicho, del futuro– de la política educativa
de los Estados Unidos son: 1) obtener modificaciones en la
conformación político-social del país
mediante la acción del sistema escolar; 2) una mejor
distribución de los recursos económicos, aunque
ello exija intervención directa del gobierno federal,
y 3) acentuación del control de los organismos centralizados
del gobierno escolar, ya sea por parte de los estados (equivaldrían
a nuestras provincias) o del gobierno federal.
Quien
entendiera que de lo anterior se desprende que la política
educativa de los Estados Unidos se encamina a rápidas
reformas habría tomado muy superficialmente lo expuesto.
Entendemos que lo dicho son tendencias internas que se empiezan
a marcar muy despaciosamente y que tardarán mucho tiempo
todavía para advertirse siquiera con claridad. Mayor
es aún el lapso necesario para que comiencen a convertirse
en realidad porque toda la tradición del país
es contraria a esas tendencias y las pocas veces que arriesgamos
estos comentarios ante algunos de los profesores o funcionarios
con quienes conversamos, negaron rotundamente la posibilidad
de que se convierta en realidad un proceso de centralización
o de mayor participación del gobierno federal. Pero
–a nuestro juicio– lo que los mismos habitantes
de los EE.UU. no comprenden es que en su país los procesos
de centralización se dan no por medio de leyes sino
porque las formas de vida uniformes se imponen por otros medios
mucho más sutiles pero más efectivos, y los
problemas, casi subconscientemente, se tornan nacionales sin
que nadie tenga la necesidad de sancionar leyes para que así
sean asumidos. También sería equivocado –y
aún jactancioso y ridículo– suponer que
porque los Estados Unidos afronten ahora problemas parecidos
o iguales a los que tuvo la Argentina hace un siglo, podamos
mostrarnos ensoberbecidos o creer que estamos en condiciones
de señalar caminos. No representa ningún mérito
especial para nosotros este fenómeno histórico
que se da por una conjunción de factores ocasionales
y que no significan méritos de ningún tipo para
uno u otro país. Simplemente se trata de una circunstancia
curiosa, apasionante para el estudio comparativo y que permite
reflexiones y elaboraciones mentales de alto interés
para el futuro del panorama educativo de los Estados Unidos.
Centralismo y localismo
El
nudo del problema está encerrado en la antinomia centralismo-localismo.
Hasta ahora, el sistema educativo de los Estados Unidos lo
hicieron las comunidades por su propia cuenta. Nada ha cambiado
al respecto, y esa tradición y esa organización
siguen en pie con pleno vigor. Pero hace apenas veinticinco
años, la cantidad de distritos escolares autónomos
en todo el territorio alcanzaba a cien mil. Diez años
después esa cantidad se redujo a menos de cuarenta
y cinco mil y actualmente no pasan de veintidós mil,
siguiendo la tendencia y las recomendaciones de los especialistas
de suprimir los distritos de muy pocas escuelas o de muy pocos
alumnos a favor de lo que suele denominarse “distritos
consolidados”, o sea que agrupen a varios distritos
muy pequeños o muy pobres en uno solo más poderoso.
En Columbus, capital de estado de Ohio, por aquellos días
se acababa de aprobar un pedido de prórroga de varios
distritos del estado que solicitaban un lapso mayor para cumplir
la ley que condena a la desaparición a los distritos
escolares elementales, o sea aquellos que no tienen por lo
menos una escuela media.
Lo más interesante es, a nuestro juicio, que la Argentina
necesita empezar a recorrer el camino inverso. Entendemos
que el centralismo absorbente que caracterizó siempre
a nuestro sistema educativo (ya sea que ese centralismo lo
ejerciera el gobierno nacional o el gobierno provincial) ha
llegado también a la cúspide de sus posibilidades
y que de ahora en adelante es indispensable dejar que comiencen
a tomar cada vez mayor importancia las autoridades de tipo
local, especialmente constituidas para el ámbito educativo.
Nunca seremos capaces de montar un sistema absolutamente descentralizado,
claro está, porque también para ello tendríamos
que nacer de nuevo como nación, pero sí necesitamos,
lentamente, elaborar otras pautas de gobierno escolar.
Es probable que los habitantes de los Estados Unidos, metidos
en medio de sus problemas cotidianos y verdaderamente entusiasmados
con sus escuelas y universidades, no adviertan con claridad
cuáles son las líneas centrales de ese proceso
sutil que ha comenzado a desarrollarse. A nuestro juicio,
es un camino peligroso entender que los problemas sociales
fundamentalmente podrán ser resueltos mediante una
labor y una alteración del sistema escolar. Se corre
el riesgo de estropear una organización educativa hasta
ahora de gran eficiencia y rendimiento sin lograr éxito
suficiente en aquella empresa y –siempre según
juicios que entendemos necesario todavía meditar y
considerar despaciosamente– no sería difícil
que infiltraciones ideológicas muy bien estudiadas
hubieran logrado convencer a este pueblo de culpabilidades
que en realidad no tiene y lo están llevando ahora
a un proceso psicosocial de autocastigo como para hacerse
perdonar ciertos triunfos y éxitos que no son sino
el resultado de un esfuerzo y una organización que
en tantos sentidos admira y conmueve.
Es probable que la visión del sistema educativo de
los Estados Unidos de América en 1968 sea la visión
de un gran sistema que ha llegado a su cumbre y que de ahora
en adelante comienza un proceso, lento, sin duda, pero efectivo,
de transformación. Decir si será para su perfeccionamiento
o simplemente para su deterioro, será ya demasiado
riesgo.
XIII
La escuela del futuro en una antigua aldea
Hagerman
es una localidad del estado de Idaho, cuyo extremo norte linda
con Canadá. Para llegar hasta allí fue necesario
cambiar tres aviones, desde Sioux City hasta Denver (Colorado),
de ahí hasta Salt Lake City (Utah) y finalmente, en
una máquina más pequeña, hasta la localidad
de Twin Falls, desde donde llegamos en automóvil. El
pueblo tenía apenas quinientos habitantes adultos y
en lo que podría llamarse con excesiva buena voluntad
el centro comercial habría unas cien personas. El resto
vivía en los alrededores, dedicado a tareas agrícolas
y ganaderas.
Hagerman
tenía su escuela. Viejo el edificio y tradicional el
sistema. Comprendía su ciclo elemental de seis años
y la clásica High School de otros seis: dos para el
junior y cuatro para el senior. Sus instalaciones eran modestas
y tenía pocas oportunidades por falta de profesores
y recursos materiales no extremadamente escasos pero sí
poco abundantes. El problema básico que se plantearon
aquí es el que preocupa hoy a todos los educadores
y al pueblo en general de los Estados Unidos: brindar a los
niños y jóvenes de Hagerman las mismas oportunidades
que puedan encontrar en las escuelas los niños y jóvenes
de los grandes centros. Pero esto debe entenderse de acuerdo
con el sistema norteamericano, porque brindar las mismas oportunidades
significa poner a disposición de los estudiantes un
plan de estudios suficientemente diversificado y que en idiomas
o en ciencias les permita escoger dentro de la más
amplia variedad.
En este
punto es donde entraron en juego el superintendente del distrito,
la acción del gobierno federal y la energía
de la comunidad. El superintendente es un hombre joven que
se ha graduado con el título máximo en educación
en la Universidad de Utah y allí mantiene conexiones
que lo llevaron a relacionarse con autoridades de Washington,
empeñadas a su vez en poner en marcha un programa de
ayuda federal a la escuela elemental y secundaria de pequeñas
localidades como esta. La idea clave consiste en transformar
las escuelas con pocos recursos humanos y de pocos alumnos
en centros de aprendizaje donde cada estudiante encuentre
la posibilidad de desenvolver por sí mismo sus intereses,
sus aptitudes y sus particulares inclinaciones, mediante la
provisión de material de enseñanza especialmente
concebido para que trabaje solo o casi solo.
Técnicos,
funcionarios y comunidad
Los técnicos en la cuestión pedagógica
hablaron con los funcionarios de Washington. Unos y otros
aceptaron la posibilidad de que Hagerman fuera por un período
de tres años el centro del ensayo y sirviera como planta
piloto para otras escuelas rurales de condiciones similares.
Hubo acuerdo en las modalidades del trabajo y en las posibilidades
financieras. Entonces hubo que acudir a la autoridad máxima
de las cuestiones educativas en esta pequeña aldea,
que es el Hagerman District School Board: cinco personas,
elegidas por la comunidad, que tienen el poder de decir que
no a los funcionarios de Washington y a los técnicos.
Si ellos no aceptan la idea, todo seguirá como antes,
la escuela del pueblo continuará su rutina tradicional
y los jóvenes del lugar dispondrán solamente
de un currículo reducido, en el cual, por ejemplo,
sólo habrá una lengua extranjera, unos pocos
cursos de ciencias o modestos conocimientos de matemática.
Pero la comunidad dijo que sí; el School Board dio
su visto bueno, la aldea entera se lanzó tras el proyecto
y la idea se puso en marcha. Los fondos de Washington llegaron;
el superintendente comenzó lo que puede ser su gran
obra pedagógica, y al cabo de los primeros dos años
de labor la transformación ha sido completa porque
el equipamiento material ha seguido la modificación
de los hábitos de enseñanza y de estudio de
los docentes y de los alumnos.
Los
miembros del “board”
Pero ¿quiénes son estos personajes todopoderosos
que en última instancia han dado el sí definitivo
y dentro de un año más deben dignarse aceptar
otra vez la ayuda del gobierno federal? La amabilidad y la
hospitalidad de todas las gentes del lugar –que nos
abrieron las puertas de sus casas como si nos hubieran conocido
desde hace largos años– y la exactitud con que
el Departamento de Estado ha respondido a los deseos que expresamos
con respecto a nuestros intereses en este viaje, nos permitieron
conocer personalmente a los miembros del District School Board.
Hemos cenado en la casa del presidente del cuerpo, hemos conversado
con algunos de ellos y por fin hemos pasado una velada completa
con todos ellos y con el superintendente, en lo que con sentido
del humor denominaron una sesión especial.
En general,
son hombres de alrededor de cincuenta años. Hay una
sola mujer, algo más joven, esposa de uno de los mayores
ganaderos de la zona y criador de caballos de carrera. El
presidente –hace diez años que ocupa el cargo–
es un viejo residente. El y su mujer estudiaron en la misma
escuela de la localidad. Tienen una finca en la que explotan
la cría de ovejas. Otros dos son también ganaderos
y el último es el director de la planta de energía
eléctrica. En general, la formación cultural
es modesta y se nota, de inmediato, la diferencia entre la
estructura mental del superintendente –doctor en educación–
y la de estos hombres dedicados a las tareas de sus ranchos.
Pero en particular el presidente del cuerpo hace gala de una
información sólida y de criterio lúcido.
Representan a su comunidad: están elegidos por ella
y deben rendirle cuenta de sus actos. Ellos designan al superintendente
y a los maestros y profesores que este propone. Son los responsables
de separar de sus cargos al personal docente y de aprobar
o desaprobar, en última instancia, todo lo que en Hagerman
en cuestiones de educación se haga o se deje de hacer.
El poderoso gobierno federal de Washington –es decir,
del gobierno del país más fuerte del mundo occidental–
debe tener la paciencia de esperar que estos cinco ciudadanos
del pueblecito de Hagerman se dejen convencer de la bondad
de la ayuda que se les ofrece para que sus fondos y sus programas
puedan llegar hasta los estudiantes del lugar.
Es probable
que en alguna ocasión alguna buena iniciativa se vea
frustrada. Es cierto. Pero lo que es seguro es que cuando
una iniciativa se pone en marcha, no será la escuela
una isla perdida en medio de un cuerpo social que no sabe
ni le interesa qué es lo que en ella sucede, sino que
será un centro de acción que cumple la obra
que el pueblo, los padres, la comunidad, en fin, creen que
es buena y útil. Y sin esas condiciones previas no
hay ensayo escolar o pedagógico que pueda tener perspectivas
de éxito.
La
tecnología al servicio de la enseñanza
Entretanto la vieja escuela de Hagerman seguirá igual
por afuera, pero por dentro toda habrá cambiado. El
nudo vital de su labor estará ahora en lo que antes
era la biblioteca y que se ha convertido en un centro donde
se acumulan toda clase de medios y recursos para la enseñanza
y el aprendizaje, y que es un ámbito en el cual entran
y salen los estudiantes a buscar, a preguntar, a investigar.
El libro es ahora un recurso más, no el medio único
de la enseñanza y el aprendizaje. Hay aquí máquinas
de enseñar que permiten a los niños aprender
por sí solos las tablas de multiplicar, evitando la
necesidad de la maestra, que debe gastar horas y horas en
fatigosos repasos. El pequeño que necesita varias horas
de ejercitación las toma por su cuenta; el que apenas
requiere unos minutos no necesita aburrirse en una clase colectiva
donde debe seguir tediosamente el aprendizaje de los más
lentos (1).
Los alumnos
disponen de los filmes de las clases que han dado los profesores
y de unos aparatos individuales para proyectarlos y verlos
de nuevo cuantas veces les resulte necesario, y aún
llevarlos a sus casas para repasar allí. En una palabra:
todos los adelantos de la tecnología pedagógica
para una enseñanza programada e individualizada están
aquí presente, en esta escuela de una vieja aldea,
precisamente porque es una vieja y modesta aldea de campaña
que no puede disponer de todas las oportunidades de las grandes
ciudades.
Las aulas
resultan una visión algo fantasmagórica en un
primer momento porque la imagen tradicional es completamente
diferente. No nos referimos, claro está, a los amplísimos
pizarrones pintados de verde ni a las mesitas y sillas individuales
ordenadas de cualquier manera menos la habitual, porque esas
son imágenes ya conocidas de toda escuela más
o menos actualizada. Pero la multitud de pantallas para filmes
que cuelgan en diversos ángulos, los aparatos para
proyecciones, las cámaras de televisión, los
atriles especiales para trabajos de los profesores, los elementos
para las clases de matemática o de ciencias... todo
configura un paisaje de escuela del futuro muy diferente por
cierto del que conocemos habitualmente.
Al observar
detenidamente todos estos materiales advertimos con un sentimiento
de angustia qué lejos en el tiempo quedan nuestros
conocimientos de didáctica y de metodología;
cómo estamos distantes de una adecuación para
la obra de la enseñanza que los años inmediatos
pronostican y que será absolutamente necesario encarar
con claridad y sin anquilosamientos mentales. Porque la motivación
última de toda esta transformación no se encuentra
en intereses de pedagogos que quieren hacer experiencias –porque
eso no lo hubieran entendido estos cinco miembros de la comunidad
que dieron el sí– sino en la auténtica
y real necesidad de dar cada vez más educación
a cada vez más gente, que es el problema de la política
educativa de nuestro siglo y que los hombres y las mujeres
de Hagerman han conocido en carne propia.
(1)
Hemos tenido vergüenza de pedirlo, pero si nos hubieran
dejado un par de horas con esa máquina hubiéramos
acostumbrado definitivamente nuestro oído a entender
las cifras y los números en inglés, con mucho
más éxito que con días y días
de enseñanza tradicional.
XIV
La comunidad local y el problema del financiamiento de la
educación
El
aumento constante de los gastos en educación comienza
a constituirse en uno de los problemas centrales de la política
educativa de los Estados Unidos. Esto tiene su explicación
en tres motivos básicos. El primero de ellos consiste
en que la enseñanza no ha modificado todavía
sus tradicionales sistemas de gastos en "mano de obra",
es decir, que la tecnología apenas si empieza a conocerse
como metodología del trabajo docente. Mientras que
para la producción de la inmensa mayoría de
los artículos de la vida cotidiana la industrialización
ha abaratado enormemente los costos, y aquellos que deben
ser obtenidos mediante procesos de tipo artesanal han desaparecido
o se han convertido en elementos de lujo, en la órbita
de la enseñanza nos movemos todavía en el plano
tradicional, y la producción de un número determinado
de alumnos que sepan leer y escribir, o dividir, o dominen
una lengua extranjera requiere hoy tanto tiempo y tantos profesores
como hace cien años. (1) El gremio docente en los EE.UU.,
ha mejorado también sus niveles de remuneraciones en
los últimos cincuenta años al igual que cualquier
otro grupo profesional y ha aumentado sus exigencias de tipo
laboral, de seguridad social y de posibilidades de descanso,
con lo cual los costos de "mano de obra" aumentan
sin cesar. Conviene recordar que un maestro de escuela primaria
o un profesor de enseñanza media puede comenzar su
carrera ganando no menos de cinco o seis mil dólares
anuales, y según sus calificaciones y títulos,
y según la localidad en la que se desempeñe
culminarla con más de diez o doce mil dólares
anuales. Conviene también saber que el superintendente
de educación de cada distrito escolar suele ser el
funcionario público de tipo municipal mejor pagado,
y no es raro que su salario anual supere al del "administrador"
de la ciudad (que es algo así como el funcionario ejecutivo
municipal de máximo nivel o una especie de "intendente
ejecutivo", mientras que el elegido por el pueblo se
desempeña en un cargo honorario de responsabilidad
eminentemente política).
También son grades los gastos en instalaciones y en
elementos didácticos. Los libros y casi todos los útiles
indispensables son provistos gratuitamente en las escuelas
públicas, y los edificios, los muebles y los elementos
complementarios –como salones comedor, gimnasios, campos
de deportes, etc., sin los cuales no se concibe una escuela–
resultan muy costosos. Pero el problema básico es otro:
lo que sucede es que a cada joven se le da más cantidad
de educación escolar.
Ya se ha llegado prácticamente a la universalidad de
la enseñanza media (los jóvenes norteamericanos
de hasta 18 años, aproximadamente, están en
su totalidad inscriptos en establecimientos educativos). Ahora
comienza a crecer rápidamente la curva de los inscriptos
en ámbitos universitarios (o en su primera etapa, aquí
denominada college y que no coincide exactamente con nuestro
propio criterio de universalidad) y se puede calcular que
de un 25 ó 30 % actual se marcha hacia la casi universalidad
para fines de este siglo.
El
sistema local de financiamiento
Los ámbitos universitarios y de colleges constituyen
otro tipo de problema porque en ellos los estudios deben ser
costeados por los propios interesados o sus familias, aunque
empieza a abrirse paso la idea de la progresiva liberalización
de aranceles, al menos para ciertos sectores necesitados.
Pero la escuela primaria y la High School son gratuitas, y
el sistema tradicional quiere que sean costeadas íntegramente
por la localidad, sin ayuda ni del gobierno del estado ni
del gobierno federal. Y aquí se halla el nudo del problema,
porque probablemente lo que sucede es que el sistema exclusivamente
local de financiamiento esté tocando ya su punto máximo
de posibilidades. EN todas las ciudades, grandes o chicas
de los Estados Unidos, se siente comentar como uno de los
aspectos principales el tema de los gastos en educación
y de los impuestos especiales que cada propietario debe afrontar
para el sostenimiento del sistema escolar del lugar.
Estábamos
en Sioux City (Iowa), precisamente durante los días
en que se preparaba una elección local para decidir
la construcción de una escuela elemental, en el barrio
donde las estadísticas mostraban el mayor crecimiento
de población joven. El nuevo edificio exigía
un gasto de 600.000 dólares, que podría financiarse
mediante un impuesto por veinte años que afectaría
a los propietarios más modestos en cerca de dos dólares
al año y a los de casas más grandes y lujosas
en unos doce dólares anuales. Dada la poca significación
de estas sumas se esperaba un resultado positivo. De cualquier
manera, había una gran campaña popular; una
comisión honoraria tenía a su cargo esa labor,
y tanto ella como el superintendente de escuelas –responsable
básico de la idea y de haber separado esa elección
de otra para gastos más grandes– se sentían
muy comprometidos ante los resultados posibles. Era indispensable
un 60% afirmativo –el voto es voluntario– para
llevar adelante el proyecto. El día anterior, como
parte de los actos previstos, el superintendente habló
en el almuerzo del Club de Leones –al que asistíamos
como invitados– para defender el proyecto, y debió
responder a toda clase de preguntas, ente las cuales una iba
referida a cierta decisión de los arquitectos sobre
las ventanas, y otra era sobre la seguridad de que las previsiones
tomadas sobre crecimiento vegetativo de la población
estaban bien tomadas. La elección se hizo y el 79,1%
dijo sí. La escuela se hará. Los habitantes
de Sioux City han aprobado su incremento de impuestos a las
propiedades por veinte años... pero en el mes de febrero
debían votar de nuevo para aceptar o no un proyecto
para construir la nueva High School, por un valor de once
millones de dólares. En ese caso los impuestos que
habrán de soportar son mucho más elevados, y
las autoridades educativas no están seguras del resultado.
Muchos vecinos se quejan ya de lo que pagan actualmente, y
un fenómeno muy importante, la movilidad interna dentro
del país, quita entusiasmo a algunos para gravar sus
propiedades en términos tales que inclusive les restan
probabilidades para poder venderlas con facilidad.
Otro
ejemplo
El estado de California soporta una inmigración interna
constante. Las estadísticas revelan que 1.400 personas
se radican por día en sus tierras. Las previsiones
señalan a las autoridades educativas exigencias ineludibles
para la construcción de escuelas y la provisión
de los servicios indispensables. En la Universidad de Stanford
conversamos con un destacado miembro de esa casa de estudios
que, además –y sin que un cargo tenga nada que
ver con el otro– es miembro del Palo Alto Unified School
District. Nos narró que su casa tiene en 1968 un valor
real de unos 40.000 dólares y una tasación especial
a los fines correspondientes de 10.000 dólares. Se
trata, sin duda, de una buena casa y de un profesional de
buen nivel, pero sus impuestos especiales para educación
llegan a 600 dólares anuales. Se comprende cuando muchos
ciudadanos afirman que no soportan más aumentos en
ese rubro. Una casa modesta, que puede costar 20.000 dólares,
con una tasación especial de 5.000, pagará en
ese distrito 300 dólares anuales de impuestos educativos.
Ahora bien; la ley del estado de California impone impuestos
educativos que en el primer caso alcanzarían a 165
dólares anuales y en el segundo a 82,50. Todo el resto
se debe pagar porque la comunidad ha ido sucesivamente aceptándolos
por propia voluntad. Pero en febrero de 1967, por primera
vez en su historia, la comunidad de Palo Alto rechazó
una propuesta del District Board y no se pudo llevar adelante
un proyecto que implicaba diez millones de dólares
para edificios escolares. En octubre de ese año se
le sometió una alternativa: o diez millones o siete
millones, y la ciudad votó el proyecto de siete millones.
El
gobierno estadual y el federal
En síntesis: a las localidades se les hace cada día
más difícil soportar por sí mismas la
carga íntegra de un sistema educativo cuyos costos
son cada vez más altos y que se ve exigido, además,
a ofrecer oportunidades similares para los habitantes de todas
las localidades, pequeñas, pobres, grandes o ricas.
Si comienza la intervención del estado o del propio
gobierno federal, no hay duda que podrá haber una mejor
distribución de los fondos y recursos de todo el país
y quizá una mejor igualdad de oportunidades.
A la
luz de estas circunstancias, vistas las modificaciones estructurales
de la sociedad norteamericana por la intensa movilidad interna
y atendiendo a las pesadas cargas económicas que cada
comunidad soporta para mantener su sistema educativo, ¿podría
predecirse para el futuro un aflojamiento de los todavía
fortísimos orgullos y resquemores locales ante toda
intervención de otros poderes para cuestiones como
las de tipo escolar? A nuestro juicio la respuesta es afirmativa,
pero entendemos que se trata de un proceso muy largo, que,
de no mediar otro tipo de fenómenos políticos
o sociales, demandará todo el resto del siglo para
manifestarse. Queda todavía por ver cómo podrían
conciliarse las probables ventajas de una distribución
centralizada de los recursos, con las inmensas dificultades
que traería un sistema de ese tipo para un país
gigantesco en territorio y en población. Nada difícil
sería que la famosa igualdad de oportunidades que se
quiere lograr igualara, efectivamente, pero para abajo. Es
decir, que en cambio de brindarse mejores escuelas a los que
ahora tienen sistemas educativos modestos, se terminara brindando
simplemente peores escuelas a los que ahora disponen de excelentes
oportunidades. Lo cual es siempre igualdad, pero no para mejorar.
Entendemos
que el sistema de financiamiento local del sistema educativo
está llegando, en los Estados Unidos, al borde de sus
posibilidades, o que ha tocado ya el punto máximo de
desenvolvimiento. Lo que de ahora en adelante comenzará
constituye una gran incógnita.
(1)
Ver el capítulo IX: "Abaratar los costos".
XV
El peligro de evaluaciones y comparaciones apresuradas
Afirmar
que el sistema educativo de los Estados Unidos es mejor o
peor que el argentino representa un enfoque muy superficial
de las dos realidades que se pretende comparar, y además
indica casi siempre una tendencia apriorística –un
prejuicio, en fin– con referencia a aquel país.
Sin embargo, la pregunta que pretende una respuesta semejante
es hecha casi invariablemente al viajero que regresa de EE.UU.
y ha tenido ocasión de conocer su ámbito escolar,
ya sea por razones profesionales, de investigación
o simplemente porque sus hijos o él mismo han debido
utilizar los servicios escolares. Puede decirse que existe
una especie de ansiedad entre los argentinos por establecer
el término comparativo de "mejor" o "por",
pero siempre con la ansiedad apriorísticamente dirigida
hacia una de las dos variantes de la respuesta. Sin embargo,
el estudioso de los problemas pedagógicos que no quiera
condescender complacientemente a las opiniones generalizadas
en los grupos con los que tenga interés o necesidad
de quedar bien, o el pedagogo habituado al rigor de los enfoques
de nivel universitario, o en última instancia el observador
sensato de los problemas sociales, no tendrá otra solución
sino negarse a dar respuesta a una pregunta planteada en términos
tan simplistas. El sistema escolar de los Estados Unidos no
es mejor ni peor que el sistema escolar argentino. Es, eso
sí, completamente diferente. Tan diferente que todo
término de comparación inmediata se hace imposible,
puesto que la comparación requiere un mínimo
de homogeneidad en los términos de la comparación.
Inquirir, por ejemplo, si un maestro de aquel país
es "mejor", o si está mejor preparado que
uno del nuestro, revela el absoluto desconocimiento de esa
radical diferencia de los dos sistemas escolares, porque lo
que hace un maestro en los Estados Unidos es tan distinto
de lo que hace otro en la Argentina, y lo que se espera de
aquel maestro es asimismo tan diverso de lo que se espera
del nuestro, que casi podría decirse que se trata de
dos profesiones, de dos tareas, a las cuales llamamos con
el mismo nombre.
Fines diferentes
Es habitual escuchar a muchos de nuestros compatriotas opiniones
despectivas sobre la educación secundaria norteamericana
porque el nivel, el grado o la cantidad de conocimientos que
ella imparte resulta notoriamente inferior al que imparte
–o al menos pretende impartir– la nuestra, y,
por supuesto, increíblemente inferior al que exige
la enseñanza secundaria europea. De allí se
concluye con un rápido juicio que afirma la superioridad
de nuestro sistema. El razonamiento es un acabado ejemplo
de falsa inferencia, porque tanto valdría afirmar que
una fábrica de automóviles es "mejor"
que otra porque la primera produce automóviles grades,
o de lujo, o de paseo, y la otra construye automóviles
pequeños, o utilitarios, o de carrera. Lo que aquí
sucede es que cada fábrica produce vehículos
distintos porque se ha propuesto fines diferentes para su
producción, y lo que se debe considerar para establecer
la calidad de cada fábrica es la perfección
con que cada una logra sus propios objetivos. Si una se propone
fabricar automóviles de lujo y los logra efectivamente
lujosos, y la otra quiere producir máquinas veloces
y efectivamente las obtiene veloces, entonces ambas son excelentes
fábricas. Las escuelas secundarias norteamericanas
no transmiten, es verdad, una cantidad de contenidos culturales
ni forman jóvenes con un alto caudal de conocimientos
en una serie de disciplinas que a nosotros y a los europeos
nos parecen inexcusables. Pero no es que no lo hagan porque
la escuela sea deficiente o porque intentan hacerlo y no lo
logran; lo que pasa es que las escuelas secundarias norteamericanas
tienen otros fines, se han propuesto otra cosa y se ocupan
de esos fines y objetivos que ellos se han propuesto y no
de los que nosotros entendemos que debieran lograr. La escuela
secundaria norteamericana persigue finalidades radicalmente
diferentes de las de tipo cultural y enciclopedista que son
propias de la escuela media europea, y atiende en primer término
a propósitos de integración social, madurez
del desarrollo de la personalidad, despertar intereses, brindar
experiencias intelectuales y vitales... y la verdad es que
eso lo obtiene aceptablemente bien. El sistema escolar norteamericano,
pues, es bueno en tanto cumple satisfactoriamente los objetivos
que se le han señalado, y no podemos compararlo de
manera simplista con otros sistemas que persiguen objetivos
muy diferentes.
Frente
a todo esto suele presentarse al viajero que regresa otra
pregunta que lleva la ansiedad, a menudo por una respuesta
predeterminada. Es la que interroga sobre los "fracasos"
que se han denunciado últimamente con respecto al sistema
escolar de los Estados Unidos, y que por un lado hacen alusión
a ciertas reformas que estarían en marcha y por otro
indicarían que ese sistema escolar es responsable en
buena medida de muchos de los males de la sociedad norteamericana
actual. Procedamos también en esto con algo de método
y mucho de calma. Por lo que hace a los presuntos fracasos,
ha de explicarse que efectivamente los propios norteamericanos
advirtieron que los egresados de sus escuelas medias no dan
ya respuesta satisfactoria a los requerimientos contemporáneos,
que cada vez exigen mayores capacidades en los campos de las
ciencias y de la matemática como para nutrir en cantidades
aceptables las aulas de los estudios superiores en esos ramos.
Poco a poco cobran conciencia de la conveniencia de reformar
las modalidades de su sistema en este aspecto y, probablemente,
también lo modificarán lentamente en otros aspectos
culturales –tales como disciplinas literarias, históricas,
sociales, idiomáticas–, pues las necesidades
que ahora afrontan los Estados Unidos de América son
diferentes de las que tuvo hasta aproximadamente la Segunda
Guerra Mundial. No se trata de "fracaso", tomando
la palabra en un sentido absoluto o dramático, y quizá
ni siquiera se trate de "fracaso" en ningún
sentido: simplemente empiezan a cambiar las necesidades del
país. Ello los lleva a cambiar ciertos objetivos que
perseguía su sistema escolar, en particular sus escuelas
medias, y es probable que lentamente este sistema escolar
se modifique en parte dentro de la medida en que sea indispensable
para obtener los ajustes convenientes. (Además, toda
reforma escolar lleva allá mucho tiempo, sobre todo
si se entiende una reforma al estilo argentino o europeo,
o sea, la alteración sustancial de un día o
de un año para otro, cosa allá imposible porque
no hay ningún organismo de gobierno que pueda imponer
tal reforma general. En los Estados Unidos la reforma es un
proceso que se realiza en forma permanente y lenta, a nivel
de cada escuela, de cada distrito escolar, y que tomará
cuerpo y presencia después de bastantes años,
sin que nadie en el exterior del país y ni siquiera
dentro de él se dé cuenta del ajuste que se
está produciendo.)
Responsabilidad
mal discernida
Por último, con respecto a la culpabilidad que se atribuye
al sistema educativo con respecto a los males o problemas
del cuerpo social de los Estados Unidos de esta hora –hay
quienes quisieran poder establecer una referencia directa,
inmediata y casi materialmente visible entre los dramáticos
sucesos de estos años y lo que sucede dentro de las
aulas de cada escuela–, diremos que ello deriva del
empeño tan común por atribuir a la escuela una
responsabilidad directa de lo que ocurre en la sociedad, cuando
la realidad es otra: las escuelas son lo que la sociedad y
sus instituciones y organismos han dispuesto que sean. Y las
escuelas norteamericanas son un ejemplo bien definido de cómo
un sistema escolar es fruto de la sociedad que lo ha creado.
Si a sus escuelas se les pueden achacar defectos o virtudes
es, sencillamente, porque tales son los defectos o virtudes
de los Estados Unidos. Así, pues, condenar o alabar
el sistema educativo significa alabar o condenar una forma
de vida, un estilo de conducta, un sistema social.
Por esto,
también, es que entendemos pueril –y hasta absurda–
la intención subyacente en muchas preguntas sobre las
posibilidades de aplicar entre nosotros modalidades del sistema
educativo norteamericano. Tanto valdría como preguntar
si nuestro país puede convertirse en otro. Para trasladar
formas educativas y sistemas escolares de otro país
es necesario, primero, trasladar sus formas de vida, sus pautas
de conducta, su sistema social general. Y de lo que se trata
es de otra cosa.
Estudiar un sistema escolar extranjero significa
algo muy diferente de un intento de traspaso.
Concluyamos:
el sistema educativo de los Estados Unidos no es ni mejor
ni peor que el nuestro. Es diferente, y esto porque los Estados
Unidos son un país diferente del nuestro. En todo caso,
pregúntese si el país es mejor o peor que el
nuestro. Y en cuanto se reflexione en esto –al margen
de prejuicios, tendencias xenófobas o ideológicas,
o intenciones de propaganda política–, se advertirá
que la pregunta encierra una simplicidad mental insoportable.
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