Libros,
revistas, autores
Educación
y dependencia
Publicado
en el Nº 12, marzo de 1977.
(“Teoría de la dependencia”, por
Luis García Martínez, Ed. Emecé 1976)
Los
profesores de los contenidos pedagógicos, en los establecimientos
de formación docente, así como los de las carreras
de ciencias de la educación en universidades o institutos
de nivel terciario, tropiezan sus derivaciones –el sistema
escolar, el planeamiento educativo, los asuntos financieros,
los planes y programas, el curriculum, las teorías
del aprendizaje y toda la casi infinita variedad de cuestiones
didácticas y metodológicas– se encuentran
más tarde o más temprano con el planteo de la
“dependencia”, ya sea económica, política,
ideológica o cultural bajo la cual –o las cuales–
vive, según se afirma, nuestro país desde los
orígenes mismos de su nacimiento.
“Educación
y dependencia” pasa a constituir, de tal forma, un juego
dialéctico del cual ningún profesor puede desprenderse.
La producción bibliográfica corriente trata
constantemente el tema; los periódicos favorecidos
por la preferencia de los grupos juveniles inclinados a los
estudios pedagógicos, psicológicos o sociológicos
lo plantean día tras día; análisis exhaustivos
a menudo formulados en documentos de muy importantes organismos
internacionales se consagran a su análisis. El concepto
de “tercer mundo” como sinónimo de dependencia
aparece siempre repetido y por fin, las doctrinas pedagógicas
de cualquier tipo resultan analizadas bajo esa óptica.
Los
profesores sienten a menudo temblar el suelo bajo sus pies.
De pronto, un alumno o una alumna formula la pregunta o plantea
la posición: “Pero, profesor, ¿no cree
Ud. que esa situación, o esa teoría, o ese problema
(o lo que fuere que se estuviera tratando en la clase) deriva
de nuestra situación como país dependiente?”
O por el contrario; “¿Cree Ud. posible la aplicación
de esta posición (quizá se está tratando
una teoría de aprendizaje o una metodología
de la lectoescritura o una fundamentación histórica)
en un contexto de dependencia como en el de nuestro país
o como en el de los países latinoamericanos o del Tercer
Mundo?”.
En
un examen, jóvenes estudiantes pueden comenzar: “La
educación, en un país dependiente...”
y de ahí en más continuar dentro de una línea
en la cual el profesor, a menudo bastante anonadado ante despliegues
espectaculares de citas y bibliografías, no se atreve
a intervenir.
Los
profesores de materias pedagógicas quedan, de esta
suerte, prisioneros de una trampa casi infantil pero de resultados
excelentes. Ni qué decir cómo caen en ella,
a su vez, los estudiantes.
¿Cuál
es el procedimiento? Recurriremos, para explicarlo, a un recuerdo
de nuestro primer año de enseñanza media.
Vivido
está en nuestra mente el recuerdo de las primeras clases
de Matemática en primer año de la Escuela Normal
Mariano Acosta*.
Al
comenzar el desarrollo del programa de Geometría, el
profesor nos explicaba con claridad: “Los siete postulados
fundamentales son conceptos primitivos. Eso quiere decir que
se aceptan sin demostración”. Entonces, estudiábamos
los siete postulados fundamentales sin chistar. Recuerdo algunos:
“Existen infinitos puntos, infinitas rectas e infinitos
planos...”. “Por un punto pasan infinitas rectas...”.
“Por una recta y un punto fuera de ella pasa un plano
y sólo uno...” etc. Esto era así y no
había vueltas que darle. Lo aceptábamos sin
discutir. Era lo único que había que aceptar
así. Eran verdades evidentes diríamos, quizá,
más adelante, en cuarto año, cuando en Didáctica
atisbáramos algo del “Discurso del Método”.
Por entonces, ni siquiera entrábamos en la explicación
de por qué esos “conceptos primitivos”
se aceptaban sin demostración. Lo importante era aceptarlos
como verdades incontestables, absolutas, inconmovibles. Sobre
esos siete pilares básicos se deducía luego,
prolijamente, todo el inmenso y maravilloso edificio de la
geometría euclidiana. Desarrollar un teorema y arribar
a la demostración se convertía, de tal forma,
en un verdadero placer intelectual. Con rigor didáctico
implacable, el profesor nos exigía a lo largo del curso
la presencia constante de los postulados de los cuales habíamos
partido y de las demostraciones ulteriores. Cada una era un
escalón más de la escala progresiva del saber
matemático. Sucesivamente desenhebrábamos la
larga madeja de los teoremas y sus corolarios, de las propiedades
y sus inversas, de los ejercicios que eran sus consecuencias.
Las propiedades de los ángulos formados por dos rectas
paralelas cortadas por una tercera, el valor de los ángulos
interiores de un triángulo, hasta el inolvidable teorema
del cuadrado de la hipotenusa en relación con la suma
del cuadrado de los catetos en un triángulo rectángulo.
Todo se alcanzaba de manera irrefutable e irremediable desde
aquel punto de partida inicial, de aquel acto de fe de nuestras
mentes adolescentes en la veracidad incontestable de aquellos
pocos, sencillos, casi inocentes siete postulados fundamentales.
Pues
bien: aquel problema antes mencionado, que hoy se hace presente
en todas las cátedras pedagógicas y en todas
las discusiones sobre asuntos educativos, deriva también
de una aceptación inicial de algunos pocos, sencillos,
casi inocentes “postulados fundamentales”, también
aceptados sin necesidad de demostración, por una especie
de acto de fe, aunque en realidad como consecuencia de una
estrategia hábil y de una constancia admirable. ¿Cuáles
son esos postulados, esos “conceptos primitivos”
que aceptamos como punto de partida sin pedir demostraciones?
Pues, simplemente, los siguientes: 1) Existen países
dependientes, (lo cual quiere decir: unos países dependen
de otros); 2) Existe una enorme mayoría de países
dominadores; 3) La Argentina es un país dependiente;
4) Existe el “Tercer Mundo” como unidad geopolítica
claramente definida; 5) El “Tercer Mundo” está
subdesarrollado y miserable porque sus países son dependientes;
6) La Argentina debe sus males a la dependencia; 7) Todos
los esfuerzos de las clases dominantes en la Argentina se
dirigen a mantenerla “dependiente” para seguir
disfrutando los beneficios que por ese servicio les conceden
los países dominadores.
Todos
estos conceptos se dan por aceptados, por verdades indiscutibles,
incontestables. Pedir que, previamente, se los demuestre,
acarrearía de inmediato la acusación de estar
al servicio de la dependencia. Primero: nadie se arriesga
a tal acusación. Segundo: como se enuncian apodícticamente,
a casi nadie se le ocurre dudar de ellos. Tercero: como se
los repite incansablemente, terminan por formar parte de una
especie de “subsuelo” mental sobre el cual nos
apoyamos sin darnos cuenta.
Partiendo
de estos postulados, la restante armazón intelectual
sociopolítica es fácil de armar y casi inacabable,
como la geometría euclidiana se desplegaba armoniosa
y casi infinita desde aquellos siete postulados fundamentales
que, reverencialmente, habíamos aceptado con inocencia
y disciplinadamente en las clases iniciales de primer año.
Por ejemplo: la Argentina, como país dependiente (postulado
uno) estructura su economía al servicio de los países
dominadores (postulado dos) y para ello estos países
subsidian a una minoría dirigente (oligarquía
o sus servidores) que se convierte dentro del país
en la clase dominadora sobre una clase oprimida (primer teorema
demostrado).
En
consecuencia, todo cuanto haga la clase dominadora en un país
dependiente estará dirigido a reforzar su dominio para
a su vez mantener los privilegios que obtiene por continuar
sosteniendo la posición de país dependiente
en beneficio de los países dominadores e indirectamente
de sí misma (segundo teorema demostrado).
Luego,
siendo el sistema educativo una creación de la clase
dominadora y de sus instituciones, ese sistema educativo resultará
necesariamente enderezado a la misma finalidad (tercer teorema
demostrado).
Este
teorema a su vez se convierte en el punto de partida de toda
una construcción deductiva ulterior en el plano de
la política educativa, de la Pedagogía, de los
métodos y de los planes y programas escolares. Necesariamente,
habiendo partido de la aceptación de aquellos postulados
fundamentales, se termina en la demostración irrefutable
de que el inocente maestro que inculca en el niñito
sometido a su férula el principio de que para satisfacer
sus necesidades es preferible trabajar a robar, es solamente
–sépalo él mismo o sea al fin un producto
a su vez de la ideología dependiente que inconcientemente
arrastra– un miserable servidor de la clase dominante
a su vez servidora de los países dominadores... etc.
etc. Y así hasta el infinito. En síntesis: no
hay remedio. El triunfo de los teóricos de la dependencia
es seguro. O en el primer día de clase del primer año
de la enseñanza media se rebelan los chicos contra
la aceptación no demostrada de los siete postulados
fundamentales de la geometría euclidiana, o están
inexorablemente destinados a admitir después todo el
resto de la construcción matemática ulterior.
Si esos postulados son verdad, la suma de los ángulos
interiores de un triángulo vale dos rectos. Y no hay
posibilidad de negar esto si se aceptó aquello.
El
dilema de los profesores de cátedras pedagógicas
y de los estudiantes de las carreras docentes es el mismo:
si parten de la aceptación –sin necesidad de
ser demostrados– de los supuestos iniciales de la teoría
de la dependencia, quedan necesariamente presos en el desarrollo
ulterior de todo un pensamiento político, económico,
sociológico y pedagógico.
Es
decir: todo futuro docente, todo estudiante de ciencias de
la educación, todo profesor de materias pedagógicas,
todo educador, debe comenzar por una actitud radicalmente
diferente de la que en el primer día de clase de primer
año adoptamos ante nuestro profesor de Matemática.
Han de exigir la explicación y la demostración
de esos inocentes, sencillos y pocos postulados iniciales.
El libro de Luis García Martínez, “Teoría
de la dependencia”, les servirá como una excelente
introducción a esa labor. He dicho excelente y no fácil;
he dicho introducción y no conclusión de la
labor.
Es
una obra breve, no lograda del todo desde el punto de vista
de la claridad didáctica si se tiene en cuenta que
sus destinatarios principales no son los especialistas en
el campo económico. Pero es uno de los mejores y más
lúcidos aportes hechos en la actualidad por un expositor
argentino en torno de un tema de importancia decisiva. A lo
largo de sus 180 páginas se encuentra una sagaz introducción
(que da por supuesta, sin embargo, mucha sabiduría
en el lector y que debiera haber epilogado el libro); una
excelente síntesis sobre la significación de
“los cambios tecnológicos y la creación
de una economía mundial” y otra sobre, “la
sustitución de importaciones, las empresas multinacionales
y la dependencia tecnológica”. Pero de interés
particularísimo para los estudios pedagógicos,
por sus profundas derivaciones en la armazón de los
sistemas educativos, y sobre todo por las acusaciones actuales
sobre la servidumbre de la política educativa de la
época de la Organización Nacional con respecto
al esquema “agro-exportador” y de importación
de bienes manufacturados, es el capítulo final sobre
el verdadero sentido de “la división internacional
del trabajo”.
Las
breves páginas del epílogo de este valioso ensayo
de García Martínez son esenciales para el propósito
que antes hemos señalado como punto de partida básico,
o sea la refutación de los esquemas simplistas presentados
como postulados irrefutables. Tienen valor grande para los
enfoques pedagógicos porque estos se ven hoy afectados
principalmente por las denuncias sobre los males de la tecnología
y de sus derivaciones en el mundo del trabajo y la cultura.
La relación que señala, por ejemplo, entre “precio
del petróleo” y la tecnología científica
occidental, invierte de manera total uno de los clásicos
postulados tercermundistas: es esta tecnología científica
occidental lo que valoriza el petróleo y por lo tanto
estos países productores no son quienes subsidian por
imperio de precios impuestos por países dominadores
a la civilización de avanzadas tecnologías.
Todo
el libro comentado tiene valor, aunque, repetimos, su armazón
didáctica es de modesta calidad en algunos capítulos.
Por eso mismo, debe señalarse como de nivel excepcional,
por su notable utilidad precisamente para el lector no especialista,
el Capítulo VII, titulado “Consideraciones finales”.
Para
ejemplificar nuestro juicio, sería necesario –y
no dejaría de ser útil– su transcripción
completa. Como ello es imposible y sería insólito,
creemos conveniente, para concluir, transcribir, a modo de
ejemplo, los últimos párrafos de ese capítulo:
“Las
dudas en torno a la legitimidad de asignar una fracción
del producto a la remuneración de actividades empresariales
realmente significativas para la comunidad, surgen de la convicción
bastante difundida, de que el ingreso social es algo que viene
dado. No como algo que hay que crear, y que requiere incentivos
adecuados a tal fin.
“En
efecto, la Naturaleza no le brinda espontáneamente
al hombre todo lo que necesita para el desenvolvimiento de
su vida. Menos aún le ofrenda de esa manera el nivel
de vida que ha logrado aplicando la tecnología científica
a los procesos productivos.
“Es
el desconocimiento de esta verdad el mayor error, posiblemente,
de la Encíclica Populorum Progressio –y de toda
la filosofía que inspira la acción de los sacerdotes
del Tercer Mundo–. Este error sostiene la idea central
de que los bienes son dados al hombre y no creados por su
esfuerzo y su inteligencia. Así, se lee en la citada
Encíclica lo siguiente: ‘Sabido es con qué
firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál
debe ser la actitud de los que poseen, respecto a los que
se encuentran en necesidad: no es parte de tus bienes –así
dice San Ambrosio– lo que tú des al pobre; lo
que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para uso
de todos, tú te lo apropias’. (Párrafo
23. La Propiedad).
“Con
referencia al citado error, es bien ejemplificativo de su
condición el siguiente cuento: era un pedazo de bosque
salvaje: gruesos árboles, piedras, una maraña
de ramas y vegetación silvestre. A fuerza de brazos,
de trabajo y de tiempo, el agricultor lo limpia y lo siembra,
convirtiéndolo en algo espléndido. Lo visita
el cura y le dice:
–Te felicito. Con la ayuda de Dios has hecho un magnífico
trabajo.
–Muchas gracias. Pero si usted hubiera visto esto cuando
sólo trabajaba el Señor’. (Aparecido en
“La Nación” el 17/7/71).
“El
sentido de nuestra observación en cuanto al error en
cuestión, es poner de relieve la falsedad de la tesis
que afirma que el reparto desigual de la riqueza y del ingreso
que se da en el mundo, proviene, en lo esencial, de la habilidad
de algunos –en desmedro de los demás– para
apoderarse de una masa de bienes ya ‘dados’ (ofrecidos
como un don de la Naturaleza). Ello no implica ignorar, no
obstante, el imperativo de la solidaridad social, tanto dentro
de cada país como en escala internacional.
“Aquel poner de relieve adquiere una significación
política no desdeñable, ya que las gentes, nutridas
en el citado error, preguntan cada vez más enconadamente
acerca de quién, o quiénes usurpan la parte
de riqueza que no gozan. Y esto envuelve a la comunidad en
un clima creciente de enfrentamiento social, envenenando las
relaciones entre los grupos que la componen, ambiente poco
propicio para la creación colectiva del futuro. Lo
dicho no significa desconocer, asimismo, la preferente atención
que deben merecer las delicadas cuestiones vinculadas con
una justa distribución del ingreso.
“A
la luz de lo expuesto, el análisis del grado de verdad
que contenga la teoría de la dependencia –más
allá de la importancia académica que pueda presentar
el tema–, contribuye en alguna medida a evitar que los
pueblos del Tercer Mundo se despeñen tras la funesta
ilusión de que arrasando con todo lo existente lograrán
el mundo mejor que sueñan”.
*Permítasenos
aprovechar la oportunidad –al margen del discurso en
torno del asunto que en la ocasión nos ocupa–
para rendir el homenaje merecido a un gran maestro: el profesor
de Matemática de tantas generaciones de futuros maestros,
Héctor J. Médici.
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Conceptos
Publicado
en el N° 15, marzo de 1978.
(Año
XI, abril-junio 1977 – N° 42)
El
esfuerzo de haber llevado esta publicación especializada
en el área de la enseñanza de la matemática
hasta su número 42, y de un modo u otro seguir sacándola
adelante, es de por sí un mérito digno de ser
señalado. Su director, el profesor José Banfi,
ofrece con estas páginas un servicio valioso al sistema
educativo en un aspecto de gran importancia.
No
deja de ser una satisfacción que, en momentos tan difíciles
como los actuales, exista en el país una publicación
de esta naturaleza, sobre todo cuando desde las esferas oficiales
el tema de la renovación –o mejor dicho, del
perfeccionamiento– de la enseñanza de la matemática
pareciera haberse olvidado definitivamente.
Humanización
de la matemática
En este número de “Conceptos” se ofrece
un artículo titulado “Humanización de
la enseñanza de la matemática”. Su autor
es un profesor belga, Willy Servais, y el texto es la transcripción
de una conferencia dada en las jornadas de Rennes, organizadas
por la Asociación de Profesores de Matemática
de la Enseñanza Pública de Francia, en setiembre
de 1976. El mejor comentario posible sería transcribir
el artículo entero. Nos permitimos, por eso, recomendar
a todos los docentes su lectura. Hemos dicho a todos los docentes,
y no a los docentes de matemática, ni tampoco a los
docentes de nivel medio. Merece ser leído atentamente
por los maestros de la escuela primaria y por profesores de
todas las materias de la escuela media, aunque, por supuesto,
los de matemática podrán aprovecharlo con mayor
intensidad.
No
es fácil encontrar un planteo tan honesto, tan lúcido,
tan amplio en su perspectiva, como el ofrecido por Willy Servais
sobre el problema didáctico integral de la enseñanza
de la matemática.
No
seguiremos su exposición paso a paso, naturalmente.
Bastará señalar cómo el autor analiza
puntos cruciales con hondura, sin caer en tecnicismos; con
elegancia de estilo sin caer en circunloquios innecesarios.
El
capítulo destinado al análisis caracterológico
en sus referencias al proceso del aprendizaje de la matemática
es un aporte que abre vías apasionantes para investigaciones
más profundas.
Debe
anotarse que la traducción parece haber hallado inconvenientes
en ciertos momentos, sobre todo – aunque es fácil
comprender la enorme dificultad del traductor– en los
diálogos o en las expresiones de los alumnos.
El
artículo de Willy Servais no termina en una propuesta
concreta ni de reforma de planes o programas ni de metodologías
de ningún tipo. Ni siquiera sugiere una labor específica
para los profesores o para los responsables del sistema educativo.
Pero es un punto de partida para la reflexión sobre
la tarea, difícil como pocas, de la enseñanza
de la matemática. Reflexión que, lamentablemente,
la inmensa mayoría de los profesores de matemática,
en especial en la escuela media, parecen no practicar jamás.
Y hasta que el docente no parta de ese punto, es decir, de
la reflexión y el cuestionamiento sobre su propio quehacer,
no hay posibilidad alguna de mejorar auténticamente
nada en el ámbito escolar.
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Sistema
educativo nacional
Publicado
en el N° 22, julio de 1979.
“El
sistema educativo nacional. Formación. Desarrollo.
Crisis”, por Fernando Martínez Paz. Ed.
Fundación Banco Comercial del Norte.
Este
volumen ofrece al lector un aporte cuyo mérito principal
es la recopilación histórica y el ordenamiento
de una evolución altamente compleja.
Por
otra parte, representa casi el único intento de esta
naturaleza que abarca integralmente el lapso que corre desde
1860 hasta 1973. Los estudiosos del sistema educativo argentino
y principalmente los interesados en su evolución histórica
deben agradecer al autor el notable esfuerzo realizado al
estructurar un cuadro orgánico y de gran claridad partiendo
de una documentación prolijamente verificada.
Fernando
Martínez Paz propone tres etapas para analizar la “formación,
desarrollo y crisis” del sistema educativo nacional,
cada una de ellas respondiendo respectivamente a los conceptos
enunciados: de 1863 a 1884 de 1884 a 1916 y finalmente de
1916 a la actualidad.
Esta
tercera y prolongada etapa, que denomina “Crisis del
sistema educativo nacional e intentos de reforma” queda
subdividida, a su vez, en seis movimientos:
1)
Reforma e intentos de reforma del sistema educativo nacional
(1916-1930); 2) Sólo proyectos y reformas parciales
de un país maduro para una reforma integral (1930-1943);
3) La Doctrina Nacional, fundamento de la educación
y de las instituciones justicialistas para la Nueva Argentina
(1943-1955); 4) Retorno y renovación de las instituciones
educativas de la democracia liberal (1955-1958); 5) La educación
en la planificación del desarrollo nacional (1958-1966)
Intentos de modernización y reformas en el Sistema
Educativo Nacional (1966-1973).
Cada
una de las etapas y sub-etapas se cierra con una abundante
serie de referencias documentales y bibliográficas
y el cuadro correspondiente a los presidentes y ministros
de Educación (o de Justicia e Instrucción Pública,
o secretarios de Estado, según el momento respectivo)
correspondientes.
La
enumeración de los principales acontecimientos en el
orden legal así como de los proyectos y tendencias
es completa.
Todo
ello, repetimos, es un mérito indiscutible, otorga
una gran utilidad al volumen y lo tornará de uso corriente
en cátedras y cursos.
Fernando
Martínez Paz, titular de la cátedra de Política
Educacional de la Universidad Nacional de Córdoba,
revela con este libro su capacidad de investigador, su afán
de servicio y una voluntad de trabajo encomiable.
Estos
juicios no se contradicen sin embargo, con dos objeciones
que consideramos inexcusables.
La
primera es que el autor ha llevado su decisión de describir
objetivamente los hechos, sin añadir un solo toque
de opinión, de valoración o siquiera de interpretación
histórica, hasta un extremo a nuestro juicio profundamente
negativo. Bien está, como criterio metodológico,
distinguir la exposición objetiva de los hechos de
los juicios de valor e inclusive de los criterios interpretativos
o de asignación de intenciones, en particular si todo
ello se lo vincula con los problemas o las restantes circunstancias
de carácter político, social, económico
o ideológico de cada momento histórico. Pero
distinguir ambas cosas no exige, necesariamente, eludir en
forma total, absoluta, la segunda parte. Sin embargo, esta
es la posición tomada por el autor, desde la primera
hasta la última línea del volumen con un rigor
francamente encomiable como muestra de capacidad para ser
fiel a un propósito, pero que al lector no puede menos
que llegar a chocar por el extremo con que se lo practica.
Fernando
Martínez Paz toca, así, todos los temas que
en un momento u otro conmovieron a la Argentina en el orden
político y social como derivación de planteos
educativos: desde la polémica sobre la enseñanza
religiosa en 1884 hasta la Reforma Universitaria del 18; desde
el plan de escuela intermedia de Saavedra Lamas del 16 hasta
la llamada “reforma educativa” del 68 al 72; desde
la supresión del Consejo Nacional de Educación
por Perón en 1946 o la nueva legislación Universitaria
de 1947 a los grandes debates sobre universidades privadas
en 1958. Todo eso y mucho más queda “recopilado”
a través de lo que unos y otros grupos opinaban al
respecto. Pero en ningún momento puede siquiera llegar
a sospecharse el menor matiz de simpatía o inclinación
del autor en un sentido o en otro.
Admitimos
el derecho del autor a practicar este método expositivo.
Inclusive, es exactamente el criterio metodológico
que solemos seguir en nuestra propia cátedra de Política
Educacional en la Universidad de Buenos Aires y que exigimos
a nuestros alumnos, como primera parte inexcusable antes de
arriesgar cualquier opinión personal o juicio de valor.
Pero
una obra de este carácter, debida a la pluma de un
estudioso maduro requiere, entendemos, algo más. Porque
esta ausencia crítica total de parte de Martínez
Paz compromete inclusive la mejor comprensión histórica
del proceso. La historia, en efecto, si se limita en grado
extremo a la descripción de los hechos, termina por
ofrecer dificultades de comprensión, pues la “interpretación”
de esos hechos –con los riesgos consecuentes y necesarios
de subjetividad– es el ingrediente que permite la comprensión
cabal. Reconocemos, de nuevo, que ha sabido seguirlo a la
perfección. Esa perfección es lo que le reprochamos.
Un
segundo detalle despierta la sorpresa del lector. Se trata
de algunas ausencias en las referencias bibliográficas
de autores contemporáneos. Con calidades desparejas,
hay un núcleo considerable de autores que en los últimos
diez o quince años han escrito obras y artículos
sobre la mayor parte de los temas considerados en el presente
libro, sobre todo con referencia a sus dos o tres últimos
capítulos.
Extrañamente,
un alto número ha sido ignorado, en la bibliografía
o en las citas.*
No
es fácil entender las razones que movieron a esto.
Debe suponerse que el autor dispone de esa bibliografía
y quizá, entonces, ha preferido manejarse sin ellas
para extremar, también, el tono de distanciamiento
de su volumen de toda polémica o apasionamiento contemporáneos.
Si
se nos permiten unos pocos ejemplos, nos vemos obligados a
señalar que no se entiende por qué al referirse
a los proyectos legislativos de reforma del sistema educativo
nacional se ha eludido mencionar la excelente recopilación
de Mayochi y Van Gelderen. Resulta extraño leer la
referencia a los proyectos de escuela intermedia, y sea en
1916 o su versión de 1968, sin citar el volumen “La
escuela intermedia en debate”, de la Editorial Humanitas,
con abundantes y exhaustivos trabajos de diferentes e importantes
autores contemporáneos, muchos de ellos directamente
comprometidos con los proyectos e iniciativas surgidos a partir
de 1968, así como no ver citado el trabajo que Cirigliano
y Zanotti publicaron con el título “Tendencias
y transformaciones en la enseñanza media” en
1965 y que de algún modo marcó el “re-lanzamiento”
del proyecto de Saavedra Lamas. Ya que acabamos de incurrir
en una falta de elegancia, como es mencionar un trabajo propio,
añadiremos que también llama la atención
ver ignorado nuestro trabajo sobre “Etapas históricas
de la política educativa” porque precisamente
allí arriesgamos la tesis de la “escuela redentora”,
que es la palabra exacta que usa Martínez Paz para
caracterizar el esquema (“Todos estos presupuestos suponían
una fe optimista en el poder absoluto y redentor de la educación
y la creencia en la limitada perfectibilidad del hombre”.
Pág. 23).
Añadiremos,
siempre a modo de ejemplo, que no se menciona, en el capítulo
destinado a la evolución de la Escuela Normal Nacional,
el trabajo dedicado a la evolución de las instituciones
de formación docente de Julio González Rivero,
uno de los más completos sobre el asunto de que tengamos
noticias.
Esta
crítica que formulamos nos parece importante, porque
la actitud adoptada perjudica la utilidad de una obra que
si hubiera añadido por lo menos las referencias bibliográficas
contemporáneas indispensables alcanzaría una
utilidad notablemente mayor.
Séanos,
permitido, por último, y como un escrúpulo de
responsabilidad ante los docentes y los estudiantes que puedan
seguir nuestro consejo en el sentido de utilizar esta obra
como texto de consulta o de estudio –recomendación
que reiteramos decididamente– señalar dos detalles
que, a nuestro juicio, deben ser salvados.
En
la descripción de la primera etapa, después
de enumerar algunos antecedentes legislativos y principalmente
las leyes nacionales de subvenciones para la educación
primaria, se dice: “Todas estas pautas orientaron la
política educativa primaria del segundo período,
que se inicia en el año 1884” (pág. 27).
Pero entre “todas estas pautas” no se menciona
un antecedente fundamental: la ley de educación primaria
de la provincia de Buenos Aires del año 1875, que fue
el modelo en el cual se inspiró la ley 1420. De esta
manera, Fernando Martínez Paz continúa en una
tendencia contra la cual nos estamos batiendo –bien
que solitariamente, debemos admitirlo– hace veinte años.
Esa tendencia es la que hace aparecer a la ley 1420 como el
punto de partida de una concepción de filosofía
y de política educativas, ignorando que tal punto de
partida está mucho más cerca de la mencionada
ley de la provincia de Buenos Aires.
En
efecto: los principales criterios político-educativos
y los principales criterios organizativos de la ley 1420 están
tomados de su antecedente provincial de 1875. No creemos ni
justo ni exacto desde el punto de vista de la verdad histórica
desconocer esta circunstancia.
El
segundo detalle que deseo observar es el siguiente: también
en la descripción de la Primera Etapa, al hablar de
las escuelas normales, dice el autor: (pág. 32) “La
Escuela Normal de Paraná tuvo como modelo la norteamericana
y en cierto sentido fue una “Escuela de Boston”
transplantada a América del Sur”.
A
nuestro juicio, el autor se ha dejado llevar nuevamente por
una tradición errónea: en realidad, la influencia
norteamericana fue la inicial, con el rectorado de Jorge A.
Stern. Pero este rector no tuvo éxito en su gestión
y al cabo de los años primeros, la Escuela Normal marchaba
rumbo a un fracaso cierto. Fue José María Torres
quien hizo de la Escuela Normal de Paraná el gran centro
del normalismo argentino y la convirtió en la casa
madre de las restantes escuelas normales del país.
Y José María Torres, si bien no desconocía
ni dejaba de estar inspirado en parte en modelos y procedimientos
norteamericanos, y si bien la biografía en uso reconocía
textos de ese mismo origen, era un español de pura
cepa, nacido en Málaga y egresado de la primera escuela
Normal de España, nacida en 1822 bajo la inspiración
directa e indiscutible –comenzando por el nombre mismo
de este establecimiento de formación de docentes–
de las escuelas normales francesas. Con lo cual llegamos al
nudo de un tema que alguna vez habrá que discutir a
fondo: si la pedagogía norteamericana, a pesar de los
maestros de esa nacionalidad y la administración sarmientina
por Horacio Mann tuvo al fin tanto peso en la Argentina del
siglo pasado como suele decirse o si nuestra tradición
pedagógica es en realidad de pura cepa europea, como
otros creemos.
El
párrafo de Martínez Paz que refutamos se apoya
en un texto de A. Ferreyra, de la Revista de Filosofía.
Por nuestra parte, además de otros numerosos enfoques
sobre el mismo asunto, creemos fundamental tener presente
los testimonios de Víctor Mercante sobre la vida de
José M. Torres (parcialmente recogidos en nuestro ensayo
sobre Mercante, como apéndice de “Las etapas
históricas de la política educativa”)
y sobre la influencia de Pedro Scalabrini y la obra de Büchner.
El
balance, pues de las virtudes del libro comentado, puede cerrarse
diciendo que representa un aporte de gran valor en un terreno
en el cual no abundan las obras serias y bien estructuradas,
aunque lamentablemente el autor se impuso una extrema y severísima
autolimitación para no ir más allá de
la exclusiva descripción de los hechos y la presentación
de tendencias u opiniones.
Sin
duda, hacerlo así es un derecho del autor, cuya capacidad
para elaborar sus propios y bien fundados juicios críticos
es notoria y nos consta. Por eso ejercemos, también,
nuestro derecho a lamentar su decisión.
*Como
citas de textos relativamente cercanos podemos mencionar a
C. E. Olivera Lahore; J. Miguens en un trabajo de 1987; H.
F. Bravo “Bases constitucionales de la Educación
Argentina” 1972; C. A. Campobassi en varias obras; H.
O. Domingorena (1959); A. Ghioldi en un debate de 1933 y en
su libro sobre “Libertad de enseñanza”
de 1959 (pero no se menciona su última obra de 1972);
P. J. Frías (1957); E. F. Mignone en un folleto ministerial
que debe ser de 1968 ó 1969 y A.C C. Taquini (h). Hay
además algunos discursos oficiales. No aparecen las
últimas obras de J. E. Cassani aunque sí las
de Mantovani anteriores a 1950. No se mencionan, tampoco,
los trabajos de las Jornadas Olivetti de Educación
de 1970; ni el Seminario sobre Formación Docente realizado
con motivo del centenario de la Escuela Normal Mariano Acosta
en 1974; ni el Seminario Nacional de Educación de 1958
o las Jornadas Interuniversitarias de Educación Media
de Bahía Blanca del mism año. En todas estas
ocasiones se consideraron, de un modo u otro, la mayoría
de los temas incluidos en la tercera etapa de esta obra.
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La
educación argentina
Publicado
en el N° 32, julio de 1981.
La
educación argentina, por Fernando Martínez
Paz (Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba,
1979)
El
Dr. Fernando Martínez Paz, titular de Política
Educacional de la Universidad Nacional de Córdoba,
completa con esta obra su trabajo anterior: “El Sistema
Educativo Nacional. Formación. Desarrollo. Crisis”,
editado por la Fundación Banco Comercial del Norte
(Tucumán, 1978) y que comentamos en el N° 22 (junio
de 1979) de nuestra Revista. Ambos textos representan un aporte
muy valioso a los estudios de la Política Educacional
Argentina, así como a la historia de la educación
y aún al conocimiento integral de la evolución
de las ideas políticas y filosóficas en nuestro
país. Hasta donde llega nuestro conocimiento, nadie
había elaborado hasta hoy, con tanta prolijidad, buen
ordenamiento y en forma exhaustiva, un panorama del desenvolvimiento
de nuestro sistema educativo como lo ha hecho el Dr. Martínez
Paz. Tal como dijimos al comentar el volumen anterior, de
ahora en adelante, y probablemente por mucho tiempo, estas
dos obras deberán ser incluidas necesariamente en la
bibliografía de los programas universitarios de Política
Educacional, tan escasa, desdichadamente, de aportes serios
debidos a la pluma de investigadores argentinos.
Es
por eso, precisamente, que luego de la formulación
del juicio crítico general formulado inicialmente,
entendemos nuestro deber señalar algunos cuestionamientos
o, en todo caso, algunas observaciones que los estudiantes
que manejan esta obra de consulta necesaria habrán
de tener en cuenta para su mejor aprovechamiento.
En
primer término, ha de decirse que Martínez Paz
centra su análisis en el papel que juega la religión
católica en la evolución de las ideas educacionales
y de política educacional –y aún de política
en general–en la Argentina, desde los albores de la
nacionalidad hasta hoy. Esto, quede claro, no es un reproche
ni menoscaba el valor del trabajo: es una precisión
que los lectores deben tener en cuenta par ano caer en el
error, lamentablemente extendido, de creer que no hay en los
análisis y estudios sobre Política Educacional
argentina más aspecto que el mencionado para considerar.
Todo
el extenso capítulo I, titulado “Religión,
política y educación en la organización
constitucional argentina” en realidad se ocupa sólo
de la religión en la organización institucional
argentina. Es una síntesis admirable desde ese punto
de vista y se advierte la profundidad de los estudios que
por largos años el autor ha dedicado a ese punto.
A
lo largo de estas páginas, empero, observamos párrafos
que dejan a la ideología liberal injustamente dañada,
aunque, fuerza es reconocerlo, no hemos logrado distinguir
si algunas de esas expresiones reflejan exactamente la posición
del autor o sólo pretenden ser citas de otras posiciones.
(Es éste por lo demás, un procedimiento constante
a lo largo del libro y el esfuerzo del lector por distinguir
una cosa de otra finalmente fatiga). Así, por ejemplo,
entendemos falsa de toda falsedad, la expresión siguiente,
referida a las “raíces nacionalistas en las definiciones
del enfoque liberal”: “El individuo como absoluto,
sin funciones sociales...” (el subrayado es nuestro).
Es sabido, en efecto, que esta vieja acusación ha desaparecido
hace mucho de todos los estudios académicamente serios
sobre el tema de las ideologías liberales. A propósito:
no es el único momento del volumen en el cual se deslizan
apreciaciones que permiten sospechar una posición anti-liberal
injusta, dicho esto, por supuesto, desde nuestra propia posición.
También
se reduce al planteo religioso el capítulo II y como
ejemplo puede destacarse lo sucedido con el análisis
de la ley 1420. Esto hace, también, que el tratamiento
del punto III de este capítulo, “Democracia liberal
e instrucción pública”, resulte restringido
a ese solo enfoque, y esto podría llegar a constituir
un grave daño si un estudiante desprevenido creyera
que con ello agota el tratamiento de uno de los más
importantes temas de la historia política contemporánea.
Otro
tanto puede decirse del punto V: “Los sistemas educativos
nacionales”, tema que Lorenzo Luzuriaga ha estudiado
en profundidad en su “Historia de la instrucción
pública” y al que nosotros hemos destinado también
páginas sin duda insuficientes, pero animadas de la
voluntad de destacar la jerarquía de ese punto, en
el volumen “Las etapas de la política educativa”.
Una
vez más, y aún admitiendo el pecado de la reiteración,
cabe la advertencia: el autor desenvuelve magníficamente
el hilo de su obra, pero el riesgo es que los lectores supongan
que ese hilo es el único enfoque posible de aspectos
mucho más complejos.
Dos
últimos puntos críticos que también,
claro está, responden –y no puede ser de otro
modo– a la posición propia del autor de estas
líneas.
Lamentamos
que, en el capítulo IV (que analiza la evolución
del sistema educativo nacional entre 1930 y 1943), al llegar
al “movimiento nacionalista” se diga: “con
elementos autóctonos afirmaba la conciencia nacional
frente a la corriente extranjerizante que corría por
el país”, cuando, en realidad ese movimiento
fue en buena medida extranjerizante pues se fundó,
en lo ideológico y hasta en sus manifestaciones exteriores,
en los regímenes de Italia y Alemania de aquel tiempo.
Lamentamos, también, que en la descripción ideológico-política
del nacionalismo eluda el calificativo de fascista, no por
una simple voluntad de estilo panfletario –que no tiene
el autor ni jamás hemos practicado nosotros–
sino porque en este caso el adjetivo es el exacto resumen
académico del tema y evita cualquier clase de circunloquios.
Los lectores, y en particular los estudiantes, deben saber
que con ese movimiento las ideas totalitarias –que tanto
éxito alcanzaron en el siglo XX, con el nazismo y el
comunismo, y que hoy alcanzan logros extraordinarios en perdurabilidad
en América Latina, con Fidel Castro, y que en nuestra
patria prosperaron de la mano de peronistas y montoneros desde
1973 a 1976– iniciaron en la Argentina la gran batalla,
aún inconclusa, contra los ideales liberales que representan
su única barrera.
El
capítulo V, por fin, que reseña lo sucedido
entre 1943 y 1954, no incluye absolutamente nada que permita
sospechar el juicio crítico valorativo del autor, ética
y políticamente hablando, sobre la significación
del peronismo en ese lapso. Por tal razón, el capítulo
es útil a los lectores sólo al modo de una excelente
crónica de acontecimiento que es casi imposible encontrar,
reunidos y ordenados, en otro lado.
Los
estudiosos de la Política Educacional argentina y las
cátedras universitarias de esta materia tienen que
agradecer a Fernando Martínez Paz por este aporte.
Quien esto firma sabe, e imagina, cuánto han exigido
en años la dedicación permanente y de esfuerzo
el acabamiento de estos dos volúmenes. Porque comprende
y respeta la jerarquía de esa labor ha preferido, como
en el caso del volumen anterior, escribir una crítica
de esta naturaleza, es decir, sin medias tintas o reducida
a elogios formales.
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La
pequeña utopía urbana
Publicado
en el N° 52, octubre de 1985.
La
pequeña utopía urbana. Escuelas municipales
1880/1930, por Marcelo H. Gizzarelli. (En la revista “Summarios
– Buenos Aires. Historias no oficiales”. N°
91/92, julio-agosto 1985 – Ed. Summa, Bs. As.)
No
hay duda que la ideología es una de las peores trampas
para la tarea intelectual. Pero es también un andador
que todo lo facilita. En efecto: basta decidirse por una hipótesis
omniexplicativa de la realidad, del mundo, de la historia
y todo se explicará por añadidura. Basta ubicar
los datos que ofrecen la realidad, el mundo y la historia
en el orden causal y lógico que la ideología
ha armado previamente y el esfuerzo probatorio que se perseguía
con el análisis de aquellos datos se obtendrá
necesariamente.
En
todo caso, se requiere nada más que una cierta habilidad
y un poco de cuidado para oscurecer algunos datos a veces
un tanto incómodos y para destacar los que mejor se
adapten al objetivo perseguido. No se trata de mentir groseramente
ni de falsear los datos exageradamente.
En
la Argentina, alrededor de un par de décadas atrás
comenzó a difundirse una de estas teorías ideológicas
cuyo origen marxista es indisimulable y que, en todo caso,
las abundantes citas de Gramsci, el famoso ideólogo
marxista italiano –que sus expositores en nuestro medio
intercalan constantemente–revelan sin gran disimulo.
Está referida al sistema educativo en general: ese
sistema sirve esencialmente, dice la teoría mencionada,
a las clases dominantes (opresoras) para domesticar culturalmente
a las clases sometidas (oprimidas).
De
ahí en más, sólo se trata de aplicar
la metodología que hemos descripto: será inútil
cualquier discusión porque de lo que se trata es de
juzgar intenciones. Y en esa materia las probanzas son imposibles.
Si decimos que una empresa ha puesto aire acondicionado en
todos los talleres de trabajo y montado servicios médicos
gratuitos, y previsto guardería, y un centro de esparcimiento,
y sistemas de capacitación y reciclaje, y becas para
los hijos del personal... con el único objeto de conceder
algo para evitar la revolución proletaria, atemperar
las rebeldías sociales y, en última instancia,
para que el personal produzca más para que la clase
dominante propietaria siga siendo dominante y explorando cada
vez más a los trabajadores, el debate es inútil.
Si
se interpreta todo el esfuerzo alfabetizador y de montaje
de un sistema educativo gratuito, popular y obligatorio bajo
la misma óptica, la discusión también
es inútil.
En
realidad, Aníbal Ponce, entre nosotros, ya en la tercera
década de este siglo había presentado la idea
en “Educación y lucha de clases”. Pero
debía llegar la década del 60 para su difusión
y su aceptación prácticamente masivas, sin la
mínima capacidad de reacción intelectual por
parte de las cátedras superiores de estudios pedagógicos
del país.
En
el artículo citado en el título de este comentario,
el autor ha tomado esa teoría al pie de la letra y
la aplica, con una facilidad discursiva asombrosa, a las concepciones
arquitectónicas que inspiraron la construcción
de los edificios escolares de fines del siglo pasado y principios
del actual. Es notable cómo da por supuesta la verdad
de la teoría, sin atisbo alguno de duda, a tal punto
que no se esfuerza en la argumentación, casi como si
se tratara del ABC de la cuestión.
Ha
tomado como guía principal el enfoque de Juan Carlos
Tedesco (“Educación y Sociedad en la Argentina,
1880-1890”, Centro Editor de América Latina)
más o menos con la actitud del creyente ante la Biblia
y de ahí en más las conclusiones son imparables.
Citas
de Juan Bautista de La Salle y de Sarmiento desencajadas de
la época y de todo contexto refuerzan la tesis y los
datos concluyen disciplinadamente en lo que se quería
demostrar; los edificios escolares reflejan arquitectónicamente
la intención opresora de las clases dominantes sobre
las dominadas, y si se construyeron elegantes, confortables,
o aún, para la época, lujosos, sólo fue
para responder a esa intención. La explicación
es de antología.
En
ese punto creemos importante ampliar los conceptos de utopía,
lugar de la ilusión, enmascaramiento, mistificación.
Para ello, nos serán de extrema utilidad los análisis
hechos por Bourdieu y Passeron en el libro La Reproducción;
los autores, luego de hacer un relevamiento sociológico
rigurosísimo del sistema educacional en Francia analizan:
La escuela como principal instancia cierta de legitimización
de lo arbitrario cultural que contribuye a la reproducción
de la estructura de la distribución del capital cultural
entre las clases y a la reproducción de las relaciones
de las clases existentes.
Y
más adelante: “La escuela como paradigma de salud,
de límpida incontaminación, depositaria de los
ideales de pureza, de elevación del saber, alejada
de todo conflicto sobre el trasfondo de la pobreza de muchos
de los sitios donde está erigida, ¿no tiene
simetría importancia a la diferenciación entre
lo “normal” y lo “patológico”
con la aparición del enclaustramiento de la “locura”?
¿La contraposición entre “civilización”
y “barbarie” no representa el centro de una estrategia
llevada contemporáneamente con asimilación de
los nativos, la conquista del desierto y la segregación
operada en la residencia entre la “gente decente”
y la “gente común”, con el progresivo alejamiento
hacia la periferia de las clases sociales más pobres?
¿No guarda íntima relación con la “pureza”
de la raza anhelada por Sarmiento que lo llevó a traer
maestros de habla anglosajona para contrarrestar la “inferioridad”
de los de habla hispana? Creemos, entonces, que ciertas analogías
permanecen en la base de dichas estrategias. Es aquí
cuando podemos comenzar a hablar del arquitecto ya que entre
estos dos espacios posibles encontraremos a este último
moviéndose; de un parte –fundamentalmente la
búsqueda del paradigma tipológico–la arquitectura
emergente hablará de los ideales de las distintas estrategias
a las que hacíamos mención”.
Hemos
visto, sobre todo alrededor de los años 70, muchos
ejemplos parecidos a este enfoque. Los conocíamos referidos
a los planes de estudio, a los programas, a los métodos
de enseñanza, a los regímenes de evaluación
y promoción, por supuesto a los regímenes de
disciplina escolar y en abundancia con respecto al trasfondo
“dominante y opresor” de los libros de lectura
de la escuela primaria. Es la primera vez que nos encontramos
con su aplicación a las construcciones escolares. Es
indudable que la ideología citada es absolutamente
omnicomprensiva y, como la geometría euclidiana una
vez que se han aceptado los postulados fundamentales iniciales,
inatacable ad infinitum.
Lo
que nos sigue asombrando es la extremada facilidad con que
los postulados iniciales, en este caso, han sido rápidamente
universalizados en los ambientes pedagógicos y docentes
argentinos y latinoamericanos.
No
es difícil que entre los motivos se den, en proporciones
y grados diversos, un esnobismo académico bastante
difundido (lo nuevo, la moda, lo que se lleva); un aparato
editorial muy bien montado; la colaboración inestimable
de organismos internacionales; recursos financieros vastos
y bien empleados y, en medida nada desdeñable, una
severa carencia de formación filosófica e histórico-social
de alto nivel en la mayor parte de las carreras pedagógicas
y docentes en general.
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Historia
y cuentos del alfabeto
Publicado
en el N° 59, agosto de 1987.
Historia
y cuentos del alfabeto, por Eduardo Gudiño Kieffer
e Hilda Torres Varela. Ed. Emecé, Buenos Aires, 1987
Hacía
mucho tiempo que no leíamos un libro con tanto placer
e interés como este, francamente singular. Su nombre
resume bien el contenido: es, en primer término, una
historia del alfabeto. Y es, además, un libro de cuentos
que toma como motivo las distintas etapas de esa historia.
El conjunto es apasionante. Es probable que en ese calificativo
se vea alguna exageración. No estamos seguros, es cierto,
de que a todos los lectores eventuales les apasione. Intentaremos
entonces, explicar por qué a nosotros nos produjo tan
intensa emoción y placer.
Leer
y escribir es una de las aventuras humanas más apasionantes
que puedan imaginarse. La opción corriente suele ser
opuesta. El “hombre de letras”, el escritor o
el hombre cuyo mayor deleite es el encierro a solas para leer,
son considerados, a menudo, como personas alejadas de las
grandes aventuras vitales, más bien fríos de
alma y de corazón, refugiados casi del mundo y sus
pasiones, de los vicios y los excesos de los sentidos tanto
como de las entregas heroicas a las grandes causas.
Sin
embargo, en el panorama universal, a lo largo de los siglos,
¿qué otra aventura humana más difícil,
más excitante, más compleja, más trabajosa,
más exigente para el espíritu y más necesitada
del auxilio de la técnica y de la ciencia que el prodigio
maravilloso, casi milagroso, de la letra escrita, capaz de
encerrar y custodiar, por siempre, el pensamiento del hombre
y todo el inmenso tesoro de la ciencia, de la técnica,
de la historia y del mensaje de Dios? ¿Qué conquista
hay comparable a esta?
El
lenguaje, es sin duda, uno de los pocos signos exteriores
reveladores de que el hombre es otra cosa que el animal, algo
más –en esencia, no en cantidad– que un
ser vivo. Pero traducir ese lenguaje en signos comprensibles
a los otros hombres, representantes materialmente de algún
modo, y luego, además, lograr que sean transmitidos
de generación en generación, en evolución
y perfeccionamiento permanente, constituye una de las mayores
hazañas humanas, frente a la cual empalidecen todas
las otras, entre otros motivos porque estas son inimaginables
sin el concurso de aquella.
El
hombre de nuestros días no advierte que, en materia
de lenguaje escrito y sobre todo de logros técnicos
al respecto –el libro, el papel, la imprenta o la impresión
de los signos por cualquier medio, incluyendo los electrónicos
recientísimos– apenas si acabamos de iniciar
un camino. No tiene conciencia suficiente –aún
entre los sectores de mayor nivel cultural– que ese
camino se inició miles de años atrás
y exigió un andar lentísimo, en el cual los
progresos se medía por siglos. Que dentro de ese camino
la aparición del alfabeto propiamente dicho fue una
revolución de consecuencias gigantescas, y que significó
un esfuerzo mental tan extraordinario que es apenas comparable
a ningún otro.
La
agricultura, el dominio del fuego, la invención de
la rueda, la idea del número, el alfabeto; muy poco
más podríamos añadir a la lista de los
grandes puntos de partida sobre los cuales el hombre pudo
ir construyendo la civilización que nos rodea, aún
en sus aspectos más prodigiosos.
Pero
dentro de todo ello, el alfabeto, y con él, la posibilidad
de que la lectura y la escritura se pusieran al alcance de
un alto número de hombres y, sobre todo, su aprendizaje
fuera posible en un corto número de años, en
las edades infantiles de la vida, constituye una de las aventuras
del espíritu más maravillosas que pueda imaginarse.
Faltaba
algo para completar este prodigio. Llegó, primero,
con la imprenta de tipos móviles y el papel barato.
Luego, la humanidad –ya en el siglo XIX– se lanzó
a otra empresa de dimensiones insólitas. En un acto
de audacia jamás igualado se propuso una meta que pudo
inicialmente parecer inalcanzable: que todos los hombres,
sin excepción alguna, supieran leer y escribir. No
lo ha logrado aún en todo el Planeta, pero muchos pueblos
la han superado con creces. Ahora, es –literalmente
hablando– un juego de niños. Leer y escribir,
cosa de nada. Cuestión de un pequeño esfuerzo
de unos pocos años cuando el hombre es sólo
un niño.
A
partir de ahí, todo el saber, toda la ciencia, todas
las pasiones del alma, todas las hondonadas del mal o del
vicio, todas las alturas de la virtud quedan abiertas al ojo
del hombre que recorre signos milagrosamente encadenados y
ordenados en los cuales halla, resumida, la vida y la historia.
Hilda
Torres Varela va contando, con aptitud de divulgadora que
no afecta la seriedad de la ciencia, cómo acaeció
este andar del hombre desde las más elementales representaciones
del lenguaje hasta el alfabeto que usamos corrientemente en
nuestros días. Eduardo Gudiño Kieffer intercala,
entre capítulo y capítulo, cuentos e historias
imaginadas, soñadas, entrevistas a la luz de ventanas
abiertas por la libertad del creador, posibles sin duda, reales,
en fin, ¿por qué no?
Desde
hace un siglo, aproximadamente la población del mundo
americano y europeo que es el nuestro, lee y escribe. La inmensa
mayoría, principalmente, lee. Sin la lectura –que
exige previamente escritura, conviene recordar– la vida
actual sería imposible. La humanidad lee, aunque como
el personaje que hacía prosa, sin advertirlo. La letra
impresa inunda la circunstancia entera en que se mueve y para
una porción considerable su lectura ocupa una parte
considerable de su tiempo.
El
milagro, el acercamiento al Dios creador del espíritu
que alcanza por obra y gracia de la lectura y la escritura,
no es un don gratuitamente concedido. El hombre lo ha conquistado
en una gesta de siglos.
Hilda
Torres Varela y Eduardo Gudiño Kieffer, en una extraña
conjunción –que a primera vista hubiera parecido
imposible de lograr– nos lo recuerdan magistralmente.
Torres Varela nos adentra en esta historia milenaria de una
conquista afirmada paso a paso, jamás estancada, nunca
en retroceso, en avance permanente hasta hoy. Gudiño
Kieffer nos recuerda, vez tras vez, que el hombre es magia,
y que la letra y la lectura son el instrumento capaz de hacer
realidad lo mágico.
Quisiéramos
que todos los docentes leyeran este libro, pero particularmente
los maestros primarios, y más todavía, los maestros
de los primeros grados, los que tienen a su cargo la tarea
–magia, también– de enseñar a leer
y escribir.
Este
texto no añade nada, absolutamente nada, a la didáctica
o a la metodología de la enseñanza. No lo pretende,
tampoco. No dice una sola palabra al respecto. Pero el maestro
que lo lea y lo haga suyo, que lo sienta y lo comprenda, sabrá,
luego, que en el acto ritual repetido cada año de su
vida profesional de enseñar a leer y escribir, es un
participante activo y fundamental de esa maravillosa hazaña
del hombre que es la lengua escrita. No sabemos si ello le
servirá para desempeñarse, como maestro de primeras
letras, mejor o peor. Pero seguramente sabrá que su
obra forma parte de una aventura milenaria, que se renueva
cada año con cada uno de los chicos que comienza a
balbucear sus primeras lecturas y a diseñar sus primeras
letras. Se sentirá, seguramente, mejor. Sabrá
qué es lo que hace y qué vale lo que hace. Y
quizás, sin necesidad de un texto de didáctica,
será mejor maestro.
Si
alguien juzga, al llegar aquí, que una nostalgia docente
nos ha ganado al leer esta obra, acertará. Sólo
habría que perfeccionar la palabra, porque esa nostalgia
va de la mano con la provocada por el descubrimiento de la
lectura, que a muchos hombres los marca de una vez para siempre.
Y añadir: afortunadamente.
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