Libros, revistas, autores

Educación y dependencia

Publicado en el Nº 12, marzo de 1977.

(“Teoría de la dependencia”, por Luis García Martínez, Ed. Emecé 1976)

Los profesores de los contenidos pedagógicos, en los establecimientos de formación docente, así como los de las carreras de ciencias de la educación en universidades o institutos de nivel terciario, tropiezan sus derivaciones –el sistema escolar, el planeamiento educativo, los asuntos financieros, los planes y programas, el curriculum, las teorías del aprendizaje y toda la casi infinita variedad de cuestiones didácticas y metodológicas– se encuentran más tarde o más temprano con el planteo de la “dependencia”, ya sea económica, política, ideológica o cultural bajo la cual –o las cuales– vive, según se afirma, nuestro país desde los orígenes mismos de su nacimiento.

“Educación y dependencia” pasa a constituir, de tal forma, un juego dialéctico del cual ningún profesor puede desprenderse. La producción bibliográfica corriente trata constantemente el tema; los periódicos favorecidos por la preferencia de los grupos juveniles inclinados a los estudios pedagógicos, psicológicos o sociológicos lo plantean día tras día; análisis exhaustivos a menudo formulados en documentos de muy importantes organismos internacionales se consagran a su análisis. El concepto de “tercer mundo” como sinónimo de dependencia aparece siempre repetido y por fin, las doctrinas pedagógicas de cualquier tipo resultan analizadas bajo esa óptica.

Los profesores sienten a menudo temblar el suelo bajo sus pies. De pronto, un alumno o una alumna formula la pregunta o plantea la posición: “Pero, profesor, ¿no cree Ud. que esa situación, o esa teoría, o ese problema (o lo que fuere que se estuviera tratando en la clase) deriva de nuestra situación como país dependiente?” O por el contrario; “¿Cree Ud. posible la aplicación de esta posición (quizá se está tratando una teoría de aprendizaje o una metodología de la lectoescritura o una fundamentación histórica) en un contexto de dependencia como en el de nuestro país o como en el de los países latinoamericanos o del Tercer Mundo?”.

En un examen, jóvenes estudiantes pueden comenzar: “La educación, en un país dependiente...” y de ahí en más continuar dentro de una línea en la cual el profesor, a menudo bastante anonadado ante despliegues espectaculares de citas y bibliografías, no se atreve a intervenir.

Los profesores de materias pedagógicas quedan, de esta suerte, prisioneros de una trampa casi infantil pero de resultados excelentes. Ni qué decir cómo caen en ella, a su vez, los estudiantes.

¿Cuál es el procedimiento? Recurriremos, para explicarlo, a un recuerdo de nuestro primer año de enseñanza media.

Vivido está en nuestra mente el recuerdo de las primeras clases de Matemática en primer año de la Escuela Normal Mariano Acosta*.

Al comenzar el desarrollo del programa de Geometría, el profesor nos explicaba con claridad: “Los siete postulados fundamentales son conceptos primitivos. Eso quiere decir que se aceptan sin demostración”. Entonces, estudiábamos los siete postulados fundamentales sin chistar. Recuerdo algunos: “Existen infinitos puntos, infinitas rectas e infinitos planos...”. “Por un punto pasan infinitas rectas...”. “Por una recta y un punto fuera de ella pasa un plano y sólo uno...” etc. Esto era así y no había vueltas que darle. Lo aceptábamos sin discutir. Era lo único que había que aceptar así. Eran verdades evidentes diríamos, quizá, más adelante, en cuarto año, cuando en Didáctica atisbáramos algo del “Discurso del Método”. Por entonces, ni siquiera entrábamos en la explicación de por qué esos “conceptos primitivos” se aceptaban sin demostración. Lo importante era aceptarlos como verdades incontestables, absolutas, inconmovibles. Sobre esos siete pilares básicos se deducía luego, prolijamente, todo el inmenso y maravilloso edificio de la geometría euclidiana. Desarrollar un teorema y arribar a la demostración se convertía, de tal forma, en un verdadero placer intelectual. Con rigor didáctico implacable, el profesor nos exigía a lo largo del curso la presencia constante de los postulados de los cuales habíamos partido y de las demostraciones ulteriores. Cada una era un escalón más de la escala progresiva del saber matemático. Sucesivamente desenhebrábamos la larga madeja de los teoremas y sus corolarios, de las propiedades y sus inversas, de los ejercicios que eran sus consecuencias. Las propiedades de los ángulos formados por dos rectas paralelas cortadas por una tercera, el valor de los ángulos interiores de un triángulo, hasta el inolvidable teorema del cuadrado de la hipotenusa en relación con la suma del cuadrado de los catetos en un triángulo rectángulo. Todo se alcanzaba de manera irrefutable e irremediable desde aquel punto de partida inicial, de aquel acto de fe de nuestras mentes adolescentes en la veracidad incontestable de aquellos pocos, sencillos, casi inocentes siete postulados fundamentales.

Pues bien: aquel problema antes mencionado, que hoy se hace presente en todas las cátedras pedagógicas y en todas las discusiones sobre asuntos educativos, deriva también de una aceptación inicial de algunos pocos, sencillos, casi inocentes “postulados fundamentales”, también aceptados sin necesidad de demostración, por una especie de acto de fe, aunque en realidad como consecuencia de una estrategia hábil y de una constancia admirable. ¿Cuáles son esos postulados, esos “conceptos primitivos” que aceptamos como punto de partida sin pedir demostraciones? Pues, simplemente, los siguientes: 1) Existen países dependientes, (lo cual quiere decir: unos países dependen de otros); 2) Existe una enorme mayoría de países dominadores; 3) La Argentina es un país dependiente; 4) Existe el “Tercer Mundo” como unidad geopolítica claramente definida; 5) El “Tercer Mundo” está subdesarrollado y miserable porque sus países son dependientes; 6) La Argentina debe sus males a la dependencia; 7) Todos los esfuerzos de las clases dominantes en la Argentina se dirigen a mantenerla “dependiente” para seguir disfrutando los beneficios que por ese servicio les conceden los países dominadores.

Todos estos conceptos se dan por aceptados, por verdades indiscutibles, incontestables. Pedir que, previamente, se los demuestre, acarrearía de inmediato la acusación de estar al servicio de la dependencia. Primero: nadie se arriesga a tal acusación. Segundo: como se enuncian apodícticamente, a casi nadie se le ocurre dudar de ellos. Tercero: como se los repite incansablemente, terminan por formar parte de una especie de “subsuelo” mental sobre el cual nos apoyamos sin darnos cuenta.

Partiendo de estos postulados, la restante armazón intelectual sociopolítica es fácil de armar y casi inacabable, como la geometría euclidiana se desplegaba armoniosa y casi infinita desde aquellos siete postulados fundamentales que, reverencialmente, habíamos aceptado con inocencia y disciplinadamente en las clases iniciales de primer año. Por ejemplo: la Argentina, como país dependiente (postulado uno) estructura su economía al servicio de los países dominadores (postulado dos) y para ello estos países subsidian a una minoría dirigente (oligarquía o sus servidores) que se convierte dentro del país en la clase dominadora sobre una clase oprimida (primer teorema demostrado).

En consecuencia, todo cuanto haga la clase dominadora en un país dependiente estará dirigido a reforzar su dominio para a su vez mantener los privilegios que obtiene por continuar sosteniendo la posición de país dependiente en beneficio de los países dominadores e indirectamente de sí misma (segundo teorema demostrado).

Luego, siendo el sistema educativo una creación de la clase dominadora y de sus instituciones, ese sistema educativo resultará necesariamente enderezado a la misma finalidad (tercer teorema demostrado).

Este teorema a su vez se convierte en el punto de partida de toda una construcción deductiva ulterior en el plano de la política educativa, de la Pedagogía, de los métodos y de los planes y programas escolares. Necesariamente, habiendo partido de la aceptación de aquellos postulados fundamentales, se termina en la demostración irrefutable de que el inocente maestro que inculca en el niñito sometido a su férula el principio de que para satisfacer sus necesidades es preferible trabajar a robar, es solamente –sépalo él mismo o sea al fin un producto a su vez de la ideología dependiente que inconcientemente arrastra– un miserable servidor de la clase dominante a su vez servidora de los países dominadores... etc. etc. Y así hasta el infinito. En síntesis: no hay remedio. El triunfo de los teóricos de la dependencia es seguro. O en el primer día de clase del primer año de la enseñanza media se rebelan los chicos contra la aceptación no demostrada de los siete postulados fundamentales de la geometría euclidiana, o están inexorablemente destinados a admitir después todo el resto de la construcción matemática ulterior. Si esos postulados son verdad, la suma de los ángulos interiores de un triángulo vale dos rectos. Y no hay posibilidad de negar esto si se aceptó aquello.

El dilema de los profesores de cátedras pedagógicas y de los estudiantes de las carreras docentes es el mismo: si parten de la aceptación –sin necesidad de ser demostrados– de los supuestos iniciales de la teoría de la dependencia, quedan necesariamente presos en el desarrollo ulterior de todo un pensamiento político, económico, sociológico y pedagógico.

Es decir: todo futuro docente, todo estudiante de ciencias de la educación, todo profesor de materias pedagógicas, todo educador, debe comenzar por una actitud radicalmente diferente de la que en el primer día de clase de primer año adoptamos ante nuestro profesor de Matemática. Han de exigir la explicación y la demostración de esos inocentes, sencillos y pocos postulados iniciales. El libro de Luis García Martínez, “Teoría de la dependencia”, les servirá como una excelente introducción a esa labor. He dicho excelente y no fácil; he dicho introducción y no conclusión de la labor.

Es una obra breve, no lograda del todo desde el punto de vista de la claridad didáctica si se tiene en cuenta que sus destinatarios principales no son los especialistas en el campo económico. Pero es uno de los mejores y más lúcidos aportes hechos en la actualidad por un expositor argentino en torno de un tema de importancia decisiva. A lo largo de sus 180 páginas se encuentra una sagaz introducción (que da por supuesta, sin embargo, mucha sabiduría en el lector y que debiera haber epilogado el libro); una excelente síntesis sobre la significación de “los cambios tecnológicos y la creación de una economía mundial” y otra sobre, “la sustitución de importaciones, las empresas multinacionales y la dependencia tecnológica”. Pero de interés particularísimo para los estudios pedagógicos, por sus profundas derivaciones en la armazón de los sistemas educativos, y sobre todo por las acusaciones actuales sobre la servidumbre de la política educativa de la época de la Organización Nacional con respecto al esquema “agro-exportador” y de importación de bienes manufacturados, es el capítulo final sobre el verdadero sentido de “la división internacional del trabajo”.

Las breves páginas del epílogo de este valioso ensayo de García Martínez son esenciales para el propósito que antes hemos señalado como punto de partida básico, o sea la refutación de los esquemas simplistas presentados como postulados irrefutables. Tienen valor grande para los enfoques pedagógicos porque estos se ven hoy afectados principalmente por las denuncias sobre los males de la tecnología y de sus derivaciones en el mundo del trabajo y la cultura. La relación que señala, por ejemplo, entre “precio del petróleo” y la tecnología científica occidental, invierte de manera total uno de los clásicos postulados tercermundistas: es esta tecnología científica occidental lo que valoriza el petróleo y por lo tanto estos países productores no son quienes subsidian por imperio de precios impuestos por países dominadores a la civilización de avanzadas tecnologías.

Todo el libro comentado tiene valor, aunque, repetimos, su armazón didáctica es de modesta calidad en algunos capítulos. Por eso mismo, debe señalarse como de nivel excepcional, por su notable utilidad precisamente para el lector no especialista, el Capítulo VII, titulado “Consideraciones finales”.

Para ejemplificar nuestro juicio, sería necesario –y no dejaría de ser útil– su transcripción completa. Como ello es imposible y sería insólito, creemos conveniente, para concluir, transcribir, a modo de ejemplo, los últimos párrafos de ese capítulo:

“Las dudas en torno a la legitimidad de asignar una fracción del producto a la remuneración de actividades empresariales realmente significativas para la comunidad, surgen de la convicción bastante difundida, de que el ingreso social es algo que viene dado. No como algo que hay que crear, y que requiere incentivos adecuados a tal fin.

“En efecto, la Naturaleza no le brinda espontáneamente al hombre todo lo que necesita para el desenvolvimiento de su vida. Menos aún le ofrenda de esa manera el nivel de vida que ha logrado aplicando la tecnología científica a los procesos productivos.

“Es el desconocimiento de esta verdad el mayor error, posiblemente, de la Encíclica Populorum Progressio –y de toda la filosofía que inspira la acción de los sacerdotes del Tercer Mundo–. Este error sostiene la idea central de que los bienes son dados al hombre y no creados por su esfuerzo y su inteligencia. Así, se lee en la citada Encíclica lo siguiente: ‘Sabido es con qué firmeza los Padres de la Iglesia han precisado cuál debe ser la actitud de los que poseen, respecto a los que se encuentran en necesidad: no es parte de tus bienes –así dice San Ambrosio– lo que tú des al pobre; lo que le das le pertenece. Porque lo que ha sido dado para uso de todos, tú te lo apropias’. (Párrafo 23. La Propiedad).

“Con referencia al citado error, es bien ejemplificativo de su condición el siguiente cuento: era un pedazo de bosque salvaje: gruesos árboles, piedras, una maraña de ramas y vegetación silvestre. A fuerza de brazos, de trabajo y de tiempo, el agricultor lo limpia y lo siembra, convirtiéndolo en algo espléndido. Lo visita el cura y le dice:
–Te felicito. Con la ayuda de Dios has hecho un magnífico trabajo.
–Muchas gracias. Pero si usted hubiera visto esto cuando sólo trabajaba el Señor’. (Aparecido en “La Nación” el 17/7/71).

“El sentido de nuestra observación en cuanto al error en cuestión, es poner de relieve la falsedad de la tesis que afirma que el reparto desigual de la riqueza y del ingreso que se da en el mundo, proviene, en lo esencial, de la habilidad de algunos –en desmedro de los demás– para apoderarse de una masa de bienes ya ‘dados’ (ofrecidos como un don de la Naturaleza). Ello no implica ignorar, no obstante, el imperativo de la solidaridad social, tanto dentro de cada país como en escala internacional.
“Aquel poner de relieve adquiere una significación política no desdeñable, ya que las gentes, nutridas en el citado error, preguntan cada vez más enconadamente acerca de quién, o quiénes usurpan la parte de riqueza que no gozan. Y esto envuelve a la comunidad en un clima creciente de enfrentamiento social, envenenando las relaciones entre los grupos que la componen, ambiente poco propicio para la creación colectiva del futuro. Lo dicho no significa desconocer, asimismo, la preferente atención que deben merecer las delicadas cuestiones vinculadas con una justa distribución del ingreso.

“A la luz de lo expuesto, el análisis del grado de verdad que contenga la teoría de la dependencia –más allá de la importancia académica que pueda presentar el tema–, contribuye en alguna medida a evitar que los pueblos del Tercer Mundo se despeñen tras la funesta ilusión de que arrasando con todo lo existente lograrán el mundo mejor que sueñan”.

*Permítasenos aprovechar la oportunidad –al margen del discurso en torno del asunto que en la ocasión nos ocupa– para rendir el homenaje merecido a un gran maestro: el profesor de Matemática de tantas generaciones de futuros maestros, Héctor J. Médici.


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Conceptos

Publicado en el N° 15, marzo de 1978.

(Año XI, abril-junio 1977 – N° 42)

El esfuerzo de haber llevado esta publicación especializada en el área de la enseñanza de la matemática hasta su número 42, y de un modo u otro seguir sacándola adelante, es de por sí un mérito digno de ser señalado. Su director, el profesor José Banfi, ofrece con estas páginas un servicio valioso al sistema educativo en un aspecto de gran importancia.

No deja de ser una satisfacción que, en momentos tan difíciles como los actuales, exista en el país una publicación de esta naturaleza, sobre todo cuando desde las esferas oficiales el tema de la renovación –o mejor dicho, del perfeccionamiento– de la enseñanza de la matemática pareciera haberse olvidado definitivamente.

Humanización de la matemática

En este número de “Conceptos” se ofrece un artículo titulado “Humanización de la enseñanza de la matemática”. Su autor es un profesor belga, Willy Servais, y el texto es la transcripción de una conferencia dada en las jornadas de Rennes, organizadas por la Asociación de Profesores de Matemática de la Enseñanza Pública de Francia, en setiembre de 1976. El mejor comentario posible sería transcribir el artículo entero. Nos permitimos, por eso, recomendar a todos los docentes su lectura. Hemos dicho a todos los docentes, y no a los docentes de matemática, ni tampoco a los docentes de nivel medio. Merece ser leído atentamente por los maestros de la escuela primaria y por profesores de todas las materias de la escuela media, aunque, por supuesto, los de matemática podrán aprovecharlo con mayor intensidad.

No es fácil encontrar un planteo tan honesto, tan lúcido, tan amplio en su perspectiva, como el ofrecido por Willy Servais sobre el problema didáctico integral de la enseñanza de la matemática.

No seguiremos su exposición paso a paso, naturalmente. Bastará señalar cómo el autor analiza puntos cruciales con hondura, sin caer en tecnicismos; con elegancia de estilo sin caer en circunloquios innecesarios.

El capítulo destinado al análisis caracterológico en sus referencias al proceso del aprendizaje de la matemática es un aporte que abre vías apasionantes para investigaciones más profundas.

Debe anotarse que la traducción parece haber hallado inconvenientes en ciertos momentos, sobre todo – aunque es fácil comprender la enorme dificultad del traductor– en los diálogos o en las expresiones de los alumnos.

El artículo de Willy Servais no termina en una propuesta concreta ni de reforma de planes o programas ni de metodologías de ningún tipo. Ni siquiera sugiere una labor específica para los profesores o para los responsables del sistema educativo. Pero es un punto de partida para la reflexión sobre la tarea, difícil como pocas, de la enseñanza de la matemática. Reflexión que, lamentablemente, la inmensa mayoría de los profesores de matemática, en especial en la escuela media, parecen no practicar jamás. Y hasta que el docente no parta de ese punto, es decir, de la reflexión y el cuestionamiento sobre su propio quehacer, no hay posibilidad alguna de mejorar auténticamente nada en el ámbito escolar.


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Sistema educativo nacional

Publicado en el N° 22, julio de 1979.

“El sistema educativo nacional. Formación. Desarrollo. Crisis”, por Fernando Martínez Paz. Ed. Fundación Banco Comercial del Norte.

Este volumen ofrece al lector un aporte cuyo mérito principal es la recopilación histórica y el ordenamiento de una evolución altamente compleja.

Por otra parte, representa casi el único intento de esta naturaleza que abarca integralmente el lapso que corre desde 1860 hasta 1973. Los estudiosos del sistema educativo argentino y principalmente los interesados en su evolución histórica deben agradecer al autor el notable esfuerzo realizado al estructurar un cuadro orgánico y de gran claridad partiendo de una documentación prolijamente verificada.

Fernando Martínez Paz propone tres etapas para analizar la “formación, desarrollo y crisis” del sistema educativo nacional, cada una de ellas respondiendo respectivamente a los conceptos enunciados: de 1863 a 1884 de 1884 a 1916 y finalmente de 1916 a la actualidad.

Esta tercera y prolongada etapa, que denomina “Crisis del sistema educativo nacional e intentos de reforma” queda subdividida, a su vez, en seis movimientos:

1) Reforma e intentos de reforma del sistema educativo nacional (1916-1930); 2) Sólo proyectos y reformas parciales de un país maduro para una reforma integral (1930-1943); 3) La Doctrina Nacional, fundamento de la educación y de las instituciones justicialistas para la Nueva Argentina (1943-1955); 4) Retorno y renovación de las instituciones educativas de la democracia liberal (1955-1958); 5) La educación en la planificación del desarrollo nacional (1958-1966) Intentos de modernización y reformas en el Sistema Educativo Nacional (1966-1973).

Cada una de las etapas y sub-etapas se cierra con una abundante serie de referencias documentales y bibliográficas y el cuadro correspondiente a los presidentes y ministros de Educación (o de Justicia e Instrucción Pública, o secretarios de Estado, según el momento respectivo) correspondientes.

La enumeración de los principales acontecimientos en el orden legal así como de los proyectos y tendencias es completa.

Todo ello, repetimos, es un mérito indiscutible, otorga una gran utilidad al volumen y lo tornará de uso corriente en cátedras y cursos.

Fernando Martínez Paz, titular de la cátedra de Política Educacional de la Universidad Nacional de Córdoba, revela con este libro su capacidad de investigador, su afán de servicio y una voluntad de trabajo encomiable.

Estos juicios no se contradicen sin embargo, con dos objeciones que consideramos inexcusables.

La primera es que el autor ha llevado su decisión de describir objetivamente los hechos, sin añadir un solo toque de opinión, de valoración o siquiera de interpretación histórica, hasta un extremo a nuestro juicio profundamente negativo. Bien está, como criterio metodológico, distinguir la exposición objetiva de los hechos de los juicios de valor e inclusive de los criterios interpretativos o de asignación de intenciones, en particular si todo ello se lo vincula con los problemas o las restantes circunstancias de carácter político, social, económico o ideológico de cada momento histórico. Pero distinguir ambas cosas no exige, necesariamente, eludir en forma total, absoluta, la segunda parte. Sin embargo, esta es la posición tomada por el autor, desde la primera hasta la última línea del volumen con un rigor francamente encomiable como muestra de capacidad para ser fiel a un propósito, pero que al lector no puede menos que llegar a chocar por el extremo con que se lo practica.

Fernando Martínez Paz toca, así, todos los temas que en un momento u otro conmovieron a la Argentina en el orden político y social como derivación de planteos educativos: desde la polémica sobre la enseñanza religiosa en 1884 hasta la Reforma Universitaria del 18; desde el plan de escuela intermedia de Saavedra Lamas del 16 hasta la llamada “reforma educativa” del 68 al 72; desde la supresión del Consejo Nacional de Educación por Perón en 1946 o la nueva legislación Universitaria de 1947 a los grandes debates sobre universidades privadas en 1958. Todo eso y mucho más queda “recopilado” a través de lo que unos y otros grupos opinaban al respecto. Pero en ningún momento puede siquiera llegar a sospecharse el menor matiz de simpatía o inclinación del autor en un sentido o en otro.

Admitimos el derecho del autor a practicar este método expositivo. Inclusive, es exactamente el criterio metodológico que solemos seguir en nuestra propia cátedra de Política Educacional en la Universidad de Buenos Aires y que exigimos a nuestros alumnos, como primera parte inexcusable antes de arriesgar cualquier opinión personal o juicio de valor.

Pero una obra de este carácter, debida a la pluma de un estudioso maduro requiere, entendemos, algo más. Porque esta ausencia crítica total de parte de Martínez Paz compromete inclusive la mejor comprensión histórica del proceso. La historia, en efecto, si se limita en grado extremo a la descripción de los hechos, termina por ofrecer dificultades de comprensión, pues la “interpretación” de esos hechos –con los riesgos consecuentes y necesarios de subjetividad– es el ingrediente que permite la comprensión cabal. Reconocemos, de nuevo, que ha sabido seguirlo a la perfección. Esa perfección es lo que le reprochamos.

Un segundo detalle despierta la sorpresa del lector. Se trata de algunas ausencias en las referencias bibliográficas de autores contemporáneos. Con calidades desparejas, hay un núcleo considerable de autores que en los últimos diez o quince años han escrito obras y artículos sobre la mayor parte de los temas considerados en el presente libro, sobre todo con referencia a sus dos o tres últimos capítulos.

Extrañamente, un alto número ha sido ignorado, en la bibliografía o en las citas.*

No es fácil entender las razones que movieron a esto. Debe suponerse que el autor dispone de esa bibliografía y quizá, entonces, ha preferido manejarse sin ellas para extremar, también, el tono de distanciamiento de su volumen de toda polémica o apasionamiento contemporáneos.

Si se nos permiten unos pocos ejemplos, nos vemos obligados a señalar que no se entiende por qué al referirse a los proyectos legislativos de reforma del sistema educativo nacional se ha eludido mencionar la excelente recopilación de Mayochi y Van Gelderen. Resulta extraño leer la referencia a los proyectos de escuela intermedia, y sea en 1916 o su versión de 1968, sin citar el volumen “La escuela intermedia en debate”, de la Editorial Humanitas, con abundantes y exhaustivos trabajos de diferentes e importantes autores contemporáneos, muchos de ellos directamente comprometidos con los proyectos e iniciativas surgidos a partir de 1968, así como no ver citado el trabajo que Cirigliano y Zanotti publicaron con el título “Tendencias y transformaciones en la enseñanza media” en 1965 y que de algún modo marcó el “re-lanzamiento” del proyecto de Saavedra Lamas. Ya que acabamos de incurrir en una falta de elegancia, como es mencionar un trabajo propio, añadiremos que también llama la atención ver ignorado nuestro trabajo sobre “Etapas históricas de la política educativa” porque precisamente allí arriesgamos la tesis de la “escuela redentora”, que es la palabra exacta que usa Martínez Paz para caracterizar el esquema (“Todos estos presupuestos suponían una fe optimista en el poder absoluto y redentor de la educación y la creencia en la limitada perfectibilidad del hombre”. Pág. 23).

Añadiremos, siempre a modo de ejemplo, que no se menciona, en el capítulo destinado a la evolución de la Escuela Normal Nacional, el trabajo dedicado a la evolución de las instituciones de formación docente de Julio González Rivero, uno de los más completos sobre el asunto de que tengamos noticias.

Esta crítica que formulamos nos parece importante, porque la actitud adoptada perjudica la utilidad de una obra que si hubiera añadido por lo menos las referencias bibliográficas contemporáneas indispensables alcanzaría una utilidad notablemente mayor.

Séanos, permitido, por último, y como un escrúpulo de responsabilidad ante los docentes y los estudiantes que puedan seguir nuestro consejo en el sentido de utilizar esta obra como texto de consulta o de estudio –recomendación que reiteramos decididamente– señalar dos detalles que, a nuestro juicio, deben ser salvados.

En la descripción de la primera etapa, después de enumerar algunos antecedentes legislativos y principalmente las leyes nacionales de subvenciones para la educación primaria, se dice: “Todas estas pautas orientaron la política educativa primaria del segundo período, que se inicia en el año 1884” (pág. 27). Pero entre “todas estas pautas” no se menciona un antecedente fundamental: la ley de educación primaria de la provincia de Buenos Aires del año 1875, que fue el modelo en el cual se inspiró la ley 1420. De esta manera, Fernando Martínez Paz continúa en una tendencia contra la cual nos estamos batiendo –bien que solitariamente, debemos admitirlo– hace veinte años. Esa tendencia es la que hace aparecer a la ley 1420 como el punto de partida de una concepción de filosofía y de política educativas, ignorando que tal punto de partida está mucho más cerca de la mencionada ley de la provincia de Buenos Aires.

En efecto: los principales criterios político-educativos y los principales criterios organizativos de la ley 1420 están tomados de su antecedente provincial de 1875. No creemos ni justo ni exacto desde el punto de vista de la verdad histórica desconocer esta circunstancia.

El segundo detalle que deseo observar es el siguiente: también en la descripción de la Primera Etapa, al hablar de las escuelas normales, dice el autor: (pág. 32) “La Escuela Normal de Paraná tuvo como modelo la norteamericana y en cierto sentido fue una “Escuela de Boston” transplantada a América del Sur”.

A nuestro juicio, el autor se ha dejado llevar nuevamente por una tradición errónea: en realidad, la influencia norteamericana fue la inicial, con el rectorado de Jorge A. Stern. Pero este rector no tuvo éxito en su gestión y al cabo de los años primeros, la Escuela Normal marchaba rumbo a un fracaso cierto. Fue José María Torres quien hizo de la Escuela Normal de Paraná el gran centro del normalismo argentino y la convirtió en la casa madre de las restantes escuelas normales del país. Y José María Torres, si bien no desconocía ni dejaba de estar inspirado en parte en modelos y procedimientos norteamericanos, y si bien la biografía en uso reconocía textos de ese mismo origen, era un español de pura cepa, nacido en Málaga y egresado de la primera escuela Normal de España, nacida en 1822 bajo la inspiración directa e indiscutible –comenzando por el nombre mismo de este establecimiento de formación de docentes– de las escuelas normales francesas. Con lo cual llegamos al nudo de un tema que alguna vez habrá que discutir a fondo: si la pedagogía norteamericana, a pesar de los maestros de esa nacionalidad y la administración sarmientina por Horacio Mann tuvo al fin tanto peso en la Argentina del siglo pasado como suele decirse o si nuestra tradición pedagógica es en realidad de pura cepa europea, como otros creemos.

El párrafo de Martínez Paz que refutamos se apoya en un texto de A. Ferreyra, de la Revista de Filosofía. Por nuestra parte, además de otros numerosos enfoques sobre el mismo asunto, creemos fundamental tener presente los testimonios de Víctor Mercante sobre la vida de José M. Torres (parcialmente recogidos en nuestro ensayo sobre Mercante, como apéndice de “Las etapas históricas de la política educativa”) y sobre la influencia de Pedro Scalabrini y la obra de Büchner.

El balance, pues de las virtudes del libro comentado, puede cerrarse diciendo que representa un aporte de gran valor en un terreno en el cual no abundan las obras serias y bien estructuradas, aunque lamentablemente el autor se impuso una extrema y severísima autolimitación para no ir más allá de la exclusiva descripción de los hechos y la presentación de tendencias u opiniones.

Sin duda, hacerlo así es un derecho del autor, cuya capacidad para elaborar sus propios y bien fundados juicios críticos es notoria y nos consta. Por eso ejercemos, también, nuestro derecho a lamentar su decisión.

*Como citas de textos relativamente cercanos podemos mencionar a C. E. Olivera Lahore; J. Miguens en un trabajo de 1987; H. F. Bravo “Bases constitucionales de la Educación Argentina” 1972; C. A. Campobassi en varias obras; H. O. Domingorena (1959); A. Ghioldi en un debate de 1933 y en su libro sobre “Libertad de enseñanza” de 1959 (pero no se menciona su última obra de 1972); P. J. Frías (1957); E. F. Mignone en un folleto ministerial que debe ser de 1968 ó 1969 y A.C C. Taquini (h). Hay además algunos discursos oficiales. No aparecen las últimas obras de J. E. Cassani aunque sí las de Mantovani anteriores a 1950. No se mencionan, tampoco, los trabajos de las Jornadas Olivetti de Educación de 1970; ni el Seminario sobre Formación Docente realizado con motivo del centenario de la Escuela Normal Mariano Acosta en 1974; ni el Seminario Nacional de Educación de 1958 o las Jornadas Interuniversitarias de Educación Media de Bahía Blanca del mism año. En todas estas ocasiones se consideraron, de un modo u otro, la mayoría de los temas incluidos en la tercera etapa de esta obra.


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La educación argentina

Publicado en el N° 32, julio de 1981.

La educación argentina, por Fernando Martínez Paz (Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba, 1979)

El Dr. Fernando Martínez Paz, titular de Política Educacional de la Universidad Nacional de Córdoba, completa con esta obra su trabajo anterior: “El Sistema Educativo Nacional. Formación. Desarrollo. Crisis”, editado por la Fundación Banco Comercial del Norte (Tucumán, 1978) y que comentamos en el N° 22 (junio de 1979) de nuestra Revista. Ambos textos representan un aporte muy valioso a los estudios de la Política Educacional Argentina, así como a la historia de la educación y aún al conocimiento integral de la evolución de las ideas políticas y filosóficas en nuestro país. Hasta donde llega nuestro conocimiento, nadie había elaborado hasta hoy, con tanta prolijidad, buen ordenamiento y en forma exhaustiva, un panorama del desenvolvimiento de nuestro sistema educativo como lo ha hecho el Dr. Martínez Paz. Tal como dijimos al comentar el volumen anterior, de ahora en adelante, y probablemente por mucho tiempo, estas dos obras deberán ser incluidas necesariamente en la bibliografía de los programas universitarios de Política Educacional, tan escasa, desdichadamente, de aportes serios debidos a la pluma de investigadores argentinos.

Es por eso, precisamente, que luego de la formulación del juicio crítico general formulado inicialmente, entendemos nuestro deber señalar algunos cuestionamientos o, en todo caso, algunas observaciones que los estudiantes que manejan esta obra de consulta necesaria habrán de tener en cuenta para su mejor aprovechamiento.

En primer término, ha de decirse que Martínez Paz centra su análisis en el papel que juega la religión católica en la evolución de las ideas educacionales y de política educacional –y aún de política en general–en la Argentina, desde los albores de la nacionalidad hasta hoy. Esto, quede claro, no es un reproche ni menoscaba el valor del trabajo: es una precisión que los lectores deben tener en cuenta par ano caer en el error, lamentablemente extendido, de creer que no hay en los análisis y estudios sobre Política Educacional argentina más aspecto que el mencionado para considerar.

Todo el extenso capítulo I, titulado “Religión, política y educación en la organización constitucional argentina” en realidad se ocupa sólo de la religión en la organización institucional argentina. Es una síntesis admirable desde ese punto de vista y se advierte la profundidad de los estudios que por largos años el autor ha dedicado a ese punto.

A lo largo de estas páginas, empero, observamos párrafos que dejan a la ideología liberal injustamente dañada, aunque, fuerza es reconocerlo, no hemos logrado distinguir si algunas de esas expresiones reflejan exactamente la posición del autor o sólo pretenden ser citas de otras posiciones. (Es éste por lo demás, un procedimiento constante a lo largo del libro y el esfuerzo del lector por distinguir una cosa de otra finalmente fatiga). Así, por ejemplo, entendemos falsa de toda falsedad, la expresión siguiente, referida a las “raíces nacionalistas en las definiciones del enfoque liberal”: “El individuo como absoluto, sin funciones sociales...” (el subrayado es nuestro). Es sabido, en efecto, que esta vieja acusación ha desaparecido hace mucho de todos los estudios académicamente serios sobre el tema de las ideologías liberales. A propósito: no es el único momento del volumen en el cual se deslizan apreciaciones que permiten sospechar una posición anti-liberal injusta, dicho esto, por supuesto, desde nuestra propia posición.

También se reduce al planteo religioso el capítulo II y como ejemplo puede destacarse lo sucedido con el análisis de la ley 1420. Esto hace, también, que el tratamiento del punto III de este capítulo, “Democracia liberal e instrucción pública”, resulte restringido a ese solo enfoque, y esto podría llegar a constituir un grave daño si un estudiante desprevenido creyera que con ello agota el tratamiento de uno de los más importantes temas de la historia política contemporánea.

Otro tanto puede decirse del punto V: “Los sistemas educativos nacionales”, tema que Lorenzo Luzuriaga ha estudiado en profundidad en su “Historia de la instrucción pública” y al que nosotros hemos destinado también páginas sin duda insuficientes, pero animadas de la voluntad de destacar la jerarquía de ese punto, en el volumen “Las etapas de la política educativa”.

Una vez más, y aún admitiendo el pecado de la reiteración, cabe la advertencia: el autor desenvuelve magníficamente el hilo de su obra, pero el riesgo es que los lectores supongan que ese hilo es el único enfoque posible de aspectos mucho más complejos.

Dos últimos puntos críticos que también, claro está, responden –y no puede ser de otro modo– a la posición propia del autor de estas líneas.

Lamentamos que, en el capítulo IV (que analiza la evolución del sistema educativo nacional entre 1930 y 1943), al llegar al “movimiento nacionalista” se diga: “con elementos autóctonos afirmaba la conciencia nacional frente a la corriente extranjerizante que corría por el país”, cuando, en realidad ese movimiento fue en buena medida extranjerizante pues se fundó, en lo ideológico y hasta en sus manifestaciones exteriores, en los regímenes de Italia y Alemania de aquel tiempo. Lamentamos, también, que en la descripción ideológico-política del nacionalismo eluda el calificativo de fascista, no por una simple voluntad de estilo panfletario –que no tiene el autor ni jamás hemos practicado nosotros– sino porque en este caso el adjetivo es el exacto resumen académico del tema y evita cualquier clase de circunloquios. Los lectores, y en particular los estudiantes, deben saber que con ese movimiento las ideas totalitarias –que tanto éxito alcanzaron en el siglo XX, con el nazismo y el comunismo, y que hoy alcanzan logros extraordinarios en perdurabilidad en América Latina, con Fidel Castro, y que en nuestra patria prosperaron de la mano de peronistas y montoneros desde 1973 a 1976– iniciaron en la Argentina la gran batalla, aún inconclusa, contra los ideales liberales que representan su única barrera.

El capítulo V, por fin, que reseña lo sucedido entre 1943 y 1954, no incluye absolutamente nada que permita sospechar el juicio crítico valorativo del autor, ética y políticamente hablando, sobre la significación del peronismo en ese lapso. Por tal razón, el capítulo es útil a los lectores sólo al modo de una excelente crónica de acontecimiento que es casi imposible encontrar, reunidos y ordenados, en otro lado.

Los estudiosos de la Política Educacional argentina y las cátedras universitarias de esta materia tienen que agradecer a Fernando Martínez Paz por este aporte. Quien esto firma sabe, e imagina, cuánto han exigido en años la dedicación permanente y de esfuerzo el acabamiento de estos dos volúmenes. Porque comprende y respeta la jerarquía de esa labor ha preferido, como en el caso del volumen anterior, escribir una crítica de esta naturaleza, es decir, sin medias tintas o reducida a elogios formales.


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La pequeña utopía urbana

Publicado en el N° 52, octubre de 1985.

La pequeña utopía urbana. Escuelas municipales 1880/1930, por Marcelo H. Gizzarelli. (En la revista “Summarios – Buenos Aires. Historias no oficiales”. N° 91/92, julio-agosto 1985 – Ed. Summa, Bs. As.)

No hay duda que la ideología es una de las peores trampas para la tarea intelectual. Pero es también un andador que todo lo facilita. En efecto: basta decidirse por una hipótesis omniexplicativa de la realidad, del mundo, de la historia y todo se explicará por añadidura. Basta ubicar los datos que ofrecen la realidad, el mundo y la historia en el orden causal y lógico que la ideología ha armado previamente y el esfuerzo probatorio que se perseguía con el análisis de aquellos datos se obtendrá necesariamente.

En todo caso, se requiere nada más que una cierta habilidad y un poco de cuidado para oscurecer algunos datos a veces un tanto incómodos y para destacar los que mejor se adapten al objetivo perseguido. No se trata de mentir groseramente ni de falsear los datos exageradamente.

En la Argentina, alrededor de un par de décadas atrás comenzó a difundirse una de estas teorías ideológicas cuyo origen marxista es indisimulable y que, en todo caso, las abundantes citas de Gramsci, el famoso ideólogo marxista italiano –que sus expositores en nuestro medio intercalan constantemente–revelan sin gran disimulo. Está referida al sistema educativo en general: ese sistema sirve esencialmente, dice la teoría mencionada, a las clases dominantes (opresoras) para domesticar culturalmente a las clases sometidas (oprimidas).

De ahí en más, sólo se trata de aplicar la metodología que hemos descripto: será inútil cualquier discusión porque de lo que se trata es de juzgar intenciones. Y en esa materia las probanzas son imposibles. Si decimos que una empresa ha puesto aire acondicionado en todos los talleres de trabajo y montado servicios médicos gratuitos, y previsto guardería, y un centro de esparcimiento, y sistemas de capacitación y reciclaje, y becas para los hijos del personal... con el único objeto de conceder algo para evitar la revolución proletaria, atemperar las rebeldías sociales y, en última instancia, para que el personal produzca más para que la clase dominante propietaria siga siendo dominante y explorando cada vez más a los trabajadores, el debate es inútil.

Si se interpreta todo el esfuerzo alfabetizador y de montaje de un sistema educativo gratuito, popular y obligatorio bajo la misma óptica, la discusión también es inútil.

En realidad, Aníbal Ponce, entre nosotros, ya en la tercera década de este siglo había presentado la idea en “Educación y lucha de clases”. Pero debía llegar la década del 60 para su difusión y su aceptación prácticamente masivas, sin la mínima capacidad de reacción intelectual por parte de las cátedras superiores de estudios pedagógicos del país.

En el artículo citado en el título de este comentario, el autor ha tomado esa teoría al pie de la letra y la aplica, con una facilidad discursiva asombrosa, a las concepciones arquitectónicas que inspiraron la construcción de los edificios escolares de fines del siglo pasado y principios del actual. Es notable cómo da por supuesta la verdad de la teoría, sin atisbo alguno de duda, a tal punto que no se esfuerza en la argumentación, casi como si se tratara del ABC de la cuestión.

Ha tomado como guía principal el enfoque de Juan Carlos Tedesco (“Educación y Sociedad en la Argentina, 1880-1890”, Centro Editor de América Latina) más o menos con la actitud del creyente ante la Biblia y de ahí en más las conclusiones son imparables.

Citas de Juan Bautista de La Salle y de Sarmiento desencajadas de la época y de todo contexto refuerzan la tesis y los datos concluyen disciplinadamente en lo que se quería demostrar; los edificios escolares reflejan arquitectónicamente la intención opresora de las clases dominantes sobre las dominadas, y si se construyeron elegantes, confortables, o aún, para la época, lujosos, sólo fue para responder a esa intención. La explicación es de antología.

En ese punto creemos importante ampliar los conceptos de utopía, lugar de la ilusión, enmascaramiento, mistificación. Para ello, nos serán de extrema utilidad los análisis hechos por Bourdieu y Passeron en el libro La Reproducción; los autores, luego de hacer un relevamiento sociológico rigurosísimo del sistema educacional en Francia analizan: La escuela como principal instancia cierta de legitimización de lo arbitrario cultural que contribuye a la reproducción de la estructura de la distribución del capital cultural entre las clases y a la reproducción de las relaciones de las clases existentes.

Y más adelante: “La escuela como paradigma de salud, de límpida incontaminación, depositaria de los ideales de pureza, de elevación del saber, alejada de todo conflicto sobre el trasfondo de la pobreza de muchos de los sitios donde está erigida, ¿no tiene simetría importancia a la diferenciación entre lo “normal” y lo “patológico” con la aparición del enclaustramiento de la “locura”? ¿La contraposición entre “civilización” y “barbarie” no representa el centro de una estrategia llevada contemporáneamente con asimilación de los nativos, la conquista del desierto y la segregación operada en la residencia entre la “gente decente” y la “gente común”, con el progresivo alejamiento hacia la periferia de las clases sociales más pobres? ¿No guarda íntima relación con la “pureza” de la raza anhelada por Sarmiento que lo llevó a traer maestros de habla anglosajona para contrarrestar la “inferioridad” de los de habla hispana? Creemos, entonces, que ciertas analogías permanecen en la base de dichas estrategias. Es aquí cuando podemos comenzar a hablar del arquitecto ya que entre estos dos espacios posibles encontraremos a este último moviéndose; de un parte –fundamentalmente la búsqueda del paradigma tipológico–la arquitectura emergente hablará de los ideales de las distintas estrategias a las que hacíamos mención”.

Hemos visto, sobre todo alrededor de los años 70, muchos ejemplos parecidos a este enfoque. Los conocíamos referidos a los planes de estudio, a los programas, a los métodos de enseñanza, a los regímenes de evaluación y promoción, por supuesto a los regímenes de disciplina escolar y en abundancia con respecto al trasfondo “dominante y opresor” de los libros de lectura de la escuela primaria. Es la primera vez que nos encontramos con su aplicación a las construcciones escolares. Es indudable que la ideología citada es absolutamente omnicomprensiva y, como la geometría euclidiana una vez que se han aceptado los postulados fundamentales iniciales, inatacable ad infinitum.

Lo que nos sigue asombrando es la extremada facilidad con que los postulados iniciales, en este caso, han sido rápidamente universalizados en los ambientes pedagógicos y docentes argentinos y latinoamericanos.

No es difícil que entre los motivos se den, en proporciones y grados diversos, un esnobismo académico bastante difundido (lo nuevo, la moda, lo que se lleva); un aparato editorial muy bien montado; la colaboración inestimable de organismos internacionales; recursos financieros vastos y bien empleados y, en medida nada desdeñable, una severa carencia de formación filosófica e histórico-social de alto nivel en la mayor parte de las carreras pedagógicas y docentes en general.


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Historia y cuentos del alfabeto

Publicado en el N° 59, agosto de 1987.

Historia y cuentos del alfabeto, por Eduardo Gudiño Kieffer e Hilda Torres Varela. Ed. Emecé, Buenos Aires, 1987

Hacía mucho tiempo que no leíamos un libro con tanto placer e interés como este, francamente singular. Su nombre resume bien el contenido: es, en primer término, una historia del alfabeto. Y es, además, un libro de cuentos que toma como motivo las distintas etapas de esa historia. El conjunto es apasionante. Es probable que en ese calificativo se vea alguna exageración. No estamos seguros, es cierto, de que a todos los lectores eventuales les apasione. Intentaremos entonces, explicar por qué a nosotros nos produjo tan intensa emoción y placer.

Leer y escribir es una de las aventuras humanas más apasionantes que puedan imaginarse. La opción corriente suele ser opuesta. El “hombre de letras”, el escritor o el hombre cuyo mayor deleite es el encierro a solas para leer, son considerados, a menudo, como personas alejadas de las grandes aventuras vitales, más bien fríos de alma y de corazón, refugiados casi del mundo y sus pasiones, de los vicios y los excesos de los sentidos tanto como de las entregas heroicas a las grandes causas.

Sin embargo, en el panorama universal, a lo largo de los siglos, ¿qué otra aventura humana más difícil, más excitante, más compleja, más trabajosa, más exigente para el espíritu y más necesitada del auxilio de la técnica y de la ciencia que el prodigio maravilloso, casi milagroso, de la letra escrita, capaz de encerrar y custodiar, por siempre, el pensamiento del hombre y todo el inmenso tesoro de la ciencia, de la técnica, de la historia y del mensaje de Dios? ¿Qué conquista hay comparable a esta?

El lenguaje, es sin duda, uno de los pocos signos exteriores reveladores de que el hombre es otra cosa que el animal, algo más –en esencia, no en cantidad– que un ser vivo. Pero traducir ese lenguaje en signos comprensibles a los otros hombres, representantes materialmente de algún modo, y luego, además, lograr que sean transmitidos de generación en generación, en evolución y perfeccionamiento permanente, constituye una de las mayores hazañas humanas, frente a la cual empalidecen todas las otras, entre otros motivos porque estas son inimaginables sin el concurso de aquella.

El hombre de nuestros días no advierte que, en materia de lenguaje escrito y sobre todo de logros técnicos al respecto –el libro, el papel, la imprenta o la impresión de los signos por cualquier medio, incluyendo los electrónicos recientísimos– apenas si acabamos de iniciar un camino. No tiene conciencia suficiente –aún entre los sectores de mayor nivel cultural– que ese camino se inició miles de años atrás y exigió un andar lentísimo, en el cual los progresos se medía por siglos. Que dentro de ese camino la aparición del alfabeto propiamente dicho fue una revolución de consecuencias gigantescas, y que significó un esfuerzo mental tan extraordinario que es apenas comparable a ningún otro.

La agricultura, el dominio del fuego, la invención de la rueda, la idea del número, el alfabeto; muy poco más podríamos añadir a la lista de los grandes puntos de partida sobre los cuales el hombre pudo ir construyendo la civilización que nos rodea, aún en sus aspectos más prodigiosos.

Pero dentro de todo ello, el alfabeto, y con él, la posibilidad de que la lectura y la escritura se pusieran al alcance de un alto número de hombres y, sobre todo, su aprendizaje fuera posible en un corto número de años, en las edades infantiles de la vida, constituye una de las aventuras del espíritu más maravillosas que pueda imaginarse.

Faltaba algo para completar este prodigio. Llegó, primero, con la imprenta de tipos móviles y el papel barato. Luego, la humanidad –ya en el siglo XIX– se lanzó a otra empresa de dimensiones insólitas. En un acto de audacia jamás igualado se propuso una meta que pudo inicialmente parecer inalcanzable: que todos los hombres, sin excepción alguna, supieran leer y escribir. No lo ha logrado aún en todo el Planeta, pero muchos pueblos la han superado con creces. Ahora, es –literalmente hablando– un juego de niños. Leer y escribir, cosa de nada. Cuestión de un pequeño esfuerzo de unos pocos años cuando el hombre es sólo un niño.

A partir de ahí, todo el saber, toda la ciencia, todas las pasiones del alma, todas las hondonadas del mal o del vicio, todas las alturas de la virtud quedan abiertas al ojo del hombre que recorre signos milagrosamente encadenados y ordenados en los cuales halla, resumida, la vida y la historia.

Hilda Torres Varela va contando, con aptitud de divulgadora que no afecta la seriedad de la ciencia, cómo acaeció este andar del hombre desde las más elementales representaciones del lenguaje hasta el alfabeto que usamos corrientemente en nuestros días. Eduardo Gudiño Kieffer intercala, entre capítulo y capítulo, cuentos e historias imaginadas, soñadas, entrevistas a la luz de ventanas abiertas por la libertad del creador, posibles sin duda, reales, en fin, ¿por qué no?

Desde hace un siglo, aproximadamente la población del mundo americano y europeo que es el nuestro, lee y escribe. La inmensa mayoría, principalmente, lee. Sin la lectura –que exige previamente escritura, conviene recordar– la vida actual sería imposible. La humanidad lee, aunque como el personaje que hacía prosa, sin advertirlo. La letra impresa inunda la circunstancia entera en que se mueve y para una porción considerable su lectura ocupa una parte considerable de su tiempo.

El milagro, el acercamiento al Dios creador del espíritu que alcanza por obra y gracia de la lectura y la escritura, no es un don gratuitamente concedido. El hombre lo ha conquistado en una gesta de siglos.

Hilda Torres Varela y Eduardo Gudiño Kieffer, en una extraña conjunción –que a primera vista hubiera parecido imposible de lograr– nos lo recuerdan magistralmente. Torres Varela nos adentra en esta historia milenaria de una conquista afirmada paso a paso, jamás estancada, nunca en retroceso, en avance permanente hasta hoy. Gudiño Kieffer nos recuerda, vez tras vez, que el hombre es magia, y que la letra y la lectura son el instrumento capaz de hacer realidad lo mágico.

Quisiéramos que todos los docentes leyeran este libro, pero particularmente los maestros primarios, y más todavía, los maestros de los primeros grados, los que tienen a su cargo la tarea –magia, también– de enseñar a leer y escribir.

Este texto no añade nada, absolutamente nada, a la didáctica o a la metodología de la enseñanza. No lo pretende, tampoco. No dice una sola palabra al respecto. Pero el maestro que lo lea y lo haga suyo, que lo sienta y lo comprenda, sabrá, luego, que en el acto ritual repetido cada año de su vida profesional de enseñar a leer y escribir, es un participante activo y fundamental de esa maravillosa hazaña del hombre que es la lengua escrita. No sabemos si ello le servirá para desempeñarse, como maestro de primeras letras, mejor o peor. Pero seguramente sabrá que su obra forma parte de una aventura milenaria, que se renueva cada año con cada uno de los chicos que comienza a balbucear sus primeras lecturas y a diseñar sus primeras letras. Se sentirá, seguramente, mejor. Sabrá qué es lo que hace y qué vale lo que hace. Y quizás, sin necesidad de un texto de didáctica, será mejor maestro.

Si alguien juzga, al llegar aquí, que una nostalgia docente nos ha ganado al leer esta obra, acertará. Sólo habría que perfeccionar la palabra, porque esa nostalgia va de la mano con la provocada por el descubrimiento de la lectura, que a muchos hombres los marca de una vez para siempre. Y añadir: afortunadamente.


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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina