El Normalismo

Introducción


En agosto de 1958 fui invitado por la Asociación de ex-alumnos de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta de la Capital Federal –de la cual egresé como maestro en 1946– a dictar un cursillo sobre problemas del normalismo, que culminó con una mesa redonda en la que participaron especialistas y directores de escuelas normales. A mi regreso del viaje de estudios que cumplí en el año académico 1958-59 en Roma, con una beca concedida por la UNESCO, la comisión directiva del Comité Permanente de Enseñanza Media me solicitó un cursillo de tres clases sobre “Presente, pasado y futuro” de la Escuela Normal. Fruto de ambas series de disertaciones es el trabajo que aquí presento, y fundamentalmente él puede considerarse el desarrollo de las disertaciones pronunciadas en el segundo cursillo, dado en la Escuela Argentina Modelo en septiembre de 1959. He querido cumplir con la promesa que me solicitaron entonces en el sentido de que escribiría esas disertaciones, y para ello he sacrificado la posibilidad de hacerlo con el detenimiento que hubiera querido y que el tema merece. En consecuencia, me he limitado a escribir con premura –exigido por una lamentable falta material de tiempo– esta serie de reflexiones, y ello aclara imperfecciones de forma o de estilo que solicito sean excusadas, así como también explica la ausencia de algunas fundamentaciones o citas más prolongadas que en alguna oportunidad hubieran sido necesarias. Declaro, sin embargo, que la rapidez ha conspirado contra estas formalidades, pero que no ha afectado las cuestiones de fondo que aquí trato, pues si bien no he podido trabajar lentamente en la compaginación material de este escrito, su “compaginación” mental me ocupa –me preocupa– sin prisa y sin pausa desde hace exactamente veinte años, es decir, desde que en quinto grado, cuando contaba once de edad, se me ocurrió que había de ser maestro.


Buenos Aires, 1960


Capítulo I


Los orígenes del normalismo


Introducción: Sentido polémico del tema


Las palabras “normalismo” o “escuela normal” se hallan cargadas de un tono polémico que es imposible evitar. Difícilmente se habla de estos temas sin ubicarse dentro de ese tono polémico, vale decir, sin caer de inmediato en una postura de valoración o de defensa o ataque. Es necesario, por lo tanto, antes de comenzar el tratamiento propiamente dicho del tema, que aclaremos en qué consiste esta polémica y expliquemos nuestra posición frente a ella.

El primer motivo determinante de las discusiones con respecto al normalismo está dado por las implicaciones filosóficas y religiosas que lo acompañan. Hablar de normalismo significa también hablar de ley 1420, de positivismo y de laicismo. En consecuencia, el “normalismo” se enfoca con todas las pasiones que estos temas desatan siempre en nuestro país, pasiones que nacieron en la época de la Organización Nacional y que nunca se acallaron.

La Escuela Normal de Paraná –“alma mater” del normalismo argentino– tuvo sus orígenes gravísimas dificultades por motivos de orden religioso, y las familias tradicionales comenzaron por no enviar sus hijos a sus aulas por considerarla opuesta a principios confesionales tradicionales. El espíritu filosófico del positivismo inspiró, además, a los grandes forjadores del normalismo y a sus más destacados representantes, y aún hoy se da el caso curioso de que algunas personas, cuando quieran acusar a otras de hallarse en una situación de estructuras mentales o culturales superadas y de aferrarse a esquemas racionalistas demasiado severos, utilizan la denominación de “normalistas” como definición de esa postura mental. Ello nos ha ocurrido personalmente en el transcurso de una discusión.

Ambos hechos –el planteo filosófico y el religioso– derivan, naturalmente, en consecuencias políticas de variada índole, que han llevado al fenómeno de que ciertos partidos de izquierda sean algo así como los grandes abogados defensores del normalismo, mientras que otros, de derecha acentuada, se hayan convertido en sus grandes fiscales acusadores.

Queda un segundo motivo desencadenante de la polémica en torno al normalismo: la postura emotiva de los propios normalistas –alumnos, egresados, profesores– con respecto a la “escuela normal”. Las escuelas normales constituyen en nuestro país uno de los pocos casos de establecimientos educacionales con tradición propia, con un conjunto de detalles –estilo, cuerpo docente, himno, etc. etc.– que le otorgan un calor afectivo de singular fuerza. Es sabido que en otros países esta tradición propia de cada establecimiento escolar es cosa común, y sus egresados y cuerpo docente adquieren un amor a la escuela y un espíritu de unión que perdura por toda su vida y se transmite de generación en generación. Este fenómeno es, por el contrario, poco común en la Argentina –excepción hecha de colegios de colectividades extranjeras o de algunos religiosos– y sólo se manifiesta con intensidad en el caso de las Escuelas Normales.

Colabora en esto el hecho –imposible de darse en otros establecimientos secundarios– de que muchos de sus alumnos cursan en la misma escuela desde el primer grado elemental hasta el último año del curso del magisterio, y el “tono” de la escuela normal, enderezada a la formación de profesionales que se han de dedicar a una tarea que requiere dosis mayores de aspectos emotivos que otras. Todo ello determina que cuando trata el tema de la escuela normal en la actualidad, y se insinúa, por ejemplo, la necesidad de transformarla o de recurrir a otros niveles de estudios para la formación de maestros, esta “postura afectiva” hace que muchas personas se sientan en la obligación de defender algo que les es muy querido y se resisten de inmediato a todo planteo que implique en una forma u otra la desaparición de la escuela normal que ellos conocen, que aman y que consideran insustituible. Es decir: apenas se insinúa una crítica a la escuela normal, en muchos normalistas surge, por reacción, y a menudo con la mejor intención, una postura de defensa de esa escuela normal. Sin que ellos se den cuenta, están dominados por el “tono emotivo” frente al problema.

Quisiéramos, en consecuencia, adelantar nuestra postura en esta polémica abierta sobre la escuela normal, y ello es necesario no por razones personales sino para comprender bien el análisis que sigue.

Frente al primer punto de la polémica –planteo filosófico y religioso– nos hallamos en una situación similar a la que Sarmiento hizo famosa con su frase: “provinciano en Buenos Aires y porteño en las provincias”. En efecto: somos “normalistas entre los anti-normalistas y anti-normalistas entre los normalistas”. No por adoptar una postura original o poco común. Simplemente porque entre los anti-normalistas sentimos, a menudo, críticas tan injustas o tan tontas con respecto a la escuela normal que nos sentimos impulsados a su defensa; y entre los normalistas escuchamos a veces defensas tan simples o planteos tan elementales y carentes de sentido, que nos sentimos impulsados a su ataque. Por otra parte, adelantamos que nuestra posición es fundamentalmente “histórica” en este planteo filosófico y religioso: creemos que la escuela normal ha cumplido una misión en la vida del país, una misión de alto valor que no se puede negar ni desconocer a pesar de sus inclinaciones hacia una determinada postura filosófica y religiosa, que tenía en el tiempo de sus orígenes, además. Pero creemos también que en el momento actual los tiempos exigen otra cosa. En una palabra: negar el ayer de la escuela normal nos parece absurdo. Defender su presente basándose sólo en ese ayer también nos parece absurdo.

Y con respecto a la segunda parte de la polémica, aquella determinada por el “tono afectivo” de los normalistas hacia la escuela propia, diremos simplemente que nosotros también amamos la escuela normal. Primero porque somos también normalistas, y difícilmente habrá quien sienta mayor emoción que nosotros cuando siente cantar el Himno de su escuela normal; y en segundo término porque creemos que la escuela normal debe continuar una alta obra de cultura en el país, ya que a nadie se le puede ocurrir que ahora es innecesario formar maestros. Y mientras sea necesario formar maestros serán necesarias escuelas normales, aunque su estructura sea cambiada en mayor o menor grado. En una palabra: nos hallamos en la situación de dos hermanos ante la vieja casa paterna, abandonada, con sus paredes casi derruidas, llena de goteras, incómoda, fría, carcomidos sus zócalos por ratones y polillas... Uno de esos hermanos trata de ocultar los defectos de la casa, pretende disimularlos, y hasta se enoja ante quien los señala. Su postura, probablemente, no ha de llevar a otra cosa sino a que dentro de muy poco nadie quiera o pueda habitar la casa, o a que la casa se derrumbe de manera definitiva. El otro hermano –nosotros– se preocupa de llevar ingenieros y arquitectos y les proclama a voz en cuello los defectos y los inconvenientes, les señala aún aquellos ocultos y que no se ven fácilmente, esos defectillos que sólo conocen quienes viven desde hace años en la casa, porque quieren renovarla, perfeccionarla. Porque la ama y porque cree que tienen todavía una misión que cumplir, y ansía verla otra vez floreciente, llena de vida y de tareas, sin goteras, sin paredes que se caen, sin defectos por todas partes, puesta a nuevo, en fin, adecuada a nuestro tiempo.

Los normalistas que se empecinen en su postura afectiva y no den más que eso –emotividad– en su defensa de la escuela normal, la llevarán al derrumbe inevitable. Si alguien puede salvarla todavía, serán quienes griten contra ella.

Ubicación histórica


Intentaremos realizar una “interpretación histórica” de la escuela normal y de sus orígenes. No una “historia” de la escuela normal, por lo cual no tendrán aquí cabida datos referentes a la creación sucesiva de los distintos establecimientos de esta índole nacidos en el país.

Para comenzar, en necesario “ubicar” el momento del nacimiento de la escuela normal. Ello ocurre en el período de la Organización Nacional, vale decir, en esa gran etapa de la vida argentina que abarca desde 1852 hasta 1880, aproximadamente. Los ensayos anteriores a este período interesan a la “historia” de la escuela normal, pero no a nuestro propósito, porque no han dejado huellas de importancia en la organización ni en el espíritu propio del normalismo argentino. Los sucesos posteriores tampoco interesan fundamentalmente, porque lo ocurrido en este siglo no ha alterado, en esencia, las características fundamentales de las escuelas normales.

En los capítulos siguientes veremos en detalle cómo su espíritu pedagógico es, todavía, el que nació con los grandes normalistas de fines del siglo pasado o principios de éste.

En la etapa de la Organización Nacional una nueva minoría ilustrada toma en sus manos los destinos del país. Los criollos de Mayo, los unitarios de la generación de Echeverría, los caudillos de viejo cuño: Rosas, Quiroga, López, son reemplazados ahora por un conjunto de hombres empapados en los ideales del liberalismo, del republicanismo, del constitucionalismo y del positivismo. Son Urquiza –el Urquiza nuevo, el ilustrado, el organizador, el fundador de colegios– Mitre, Bernardo de Irigoyen, Rawson, Sarmiento, Roca, Wilde, Estrada, Goyena, Frías, Lucio Vicente López, Cambaceres, los primeros radicales: del Valle, Alem...

Es conveniente, para comprender la casi increíble significación histórica de esta época, recordar que ella reúne –puede decirse– en un mismo instante, a hombres del principio de la patria con hombres de nuestro presente inmediato. Baste citar que en 1852 el gobernador de Buenos Aires designado por Urquiza es nada menos que Vicente López, el autor del Himno, el luchador en las calles durante las Invasiones Inglesas; que en las jornadas de la capitalización de Buenos Aires, en el 80, Hipólito Irigoyen es ya un joven maduro; y que en los días del Parque, en el 90, están presentes el subteniente Uriburu, el cadete Justo, el joven Marcelo T. de Alvear. Son hombres de nuestro presente, contemporáneos para quienes hoy tienen cuarenta años, y han sido contemporáneos de Sarmiento, de Mitre, de Estrada, de Roca, de los hombres que se jugaron contra el gobernador Vicente López.

Este período, llamado tradicionalmente de la Organización Nacional, ha sido decisivo en nuestra historia hasta el día de hoy, y su continuidad jurídico-política no fue alterada hasta 1930, en tanto que la continuidad de sus estructuras mentales recién sufre su primera gran crisis en 1946.

Por eso hemos afirmado, también, que para entender el normalismo hay que entender esta época y el espíritu de sus hombres. Ello nos exige remontarnos un poco atrás en el tiempo y dar un rodeo, algo largo, pero que nos llevará exactamente al punto que nos interesa.

Bacon y los orígenes del empirismo moderno


En 1561 nace en Londres Francisco Bacon, que ha de morir en 1626. Bacon es el gran renovador de la metodología clásica del pensamiento occidental, afirma que el sistema aristotélico, el “silogismo”, es un método útil para demostrar verdades, no para descubrirlas. En el silogismo, dice Bacon, la conclusión es algo que está ya implícito en las premisas, so pena de ser falsa. No se hace más que enunciar algo que ya estaba contenido en las premisas, pero en rigor, no se descubre nada nuevo. “Todos los hombres son mortales; Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal”: no se descubre nada al decir que Sócrates es mortal, simplemente se “enuncia” una verdad que ya estaba contenida en las dos premisas del silogismo.
Bacon pretende un método que le sirva para descubrir verdades. Entonces escribe su "Novum Organum" es decir, un nuevo "órgano” que reemplazará el “Organum” tradicional de Aristóteles. Es el método inductivo, base de la ciencia experimental moderna. El método inductivo, tal como Bacon lo describe tiene dos momentos fundamentales: el primero, “para destruene”, debe destruir los conocimientos falsos, dejar de lado todo aquello que se acepta sin base cierta. Luego, vendrá el segundo momento: “pars construens”: por medio de una serie de procedimientos –las famosas “tabulae” de Bacon– habrá que comprobar los fenómenos, de manera experimental, hasta enunciar el nuevo conocimiento. Con Bacon comienza el gran avance de la ciencia moderna.

Bacon entrevé “la posibilidad de devolver al hombre el dominio de la naturaleza mediante una ‘instauratio ab imis’ de la Ciencia. ‘Saber es poder’ dice Bacon y el hombre puede cuanto sabe. El fin de la ciencia es instaurar el ‘regnum hominis’ en el mundo. Para realizar este fin, Bacon dice que es necesario un nuevo órgano o instrumento de investigación. Hasta ahora las investigaciones han sido obra del acaso. Es necesario en cambio servirse de un método de invención, de una especie de brújula del mundo intelectual, que debe sustituir el viejo ‘Organon’ de Aristóteles” .

Descartes y los orígenes del racionalismo


Con Renato Descartes el pensamiento occidental realiza el gran desarrollo racional. El filósofo de la “duda”, el filósofo del “método” –conviene recordar esta denominación que se da a Descartes– concluye por ser el filósofo de la “certeza”, de la claridad mental. El problema de la “certeza” es una exigencia crítica para Descartes. No hay que aceptar ningún conocimiento sin estar plenamente seguro de que es cierto. Descartes duda pero no por una postura de escepticismo, sino por una exigencia metodológica. La duda es su método. Dudar es el procedimiento básico para llegar a la verdad. Debo dudar hasta el límite máximo posible de la duda, hasta que me estrello con mi razón que me dice: de esto no puedes dudar: de qué dudas. He aquí una certeza indudable. De la duda metódica ha llegado a la duda hiperbólica, y de esta el “cogito” cartesiano, a la primer certeza. De aquí en adelante puedo construir todo un sistema de pensamiento racional.

Obsérvese que tanto Bacon como Descartes parten de un primer momento inicial: “pars destruens”, en Bacon, “duda metódica” en Descartes.

Es, en resumen, la quiebra del principio de autoridad para el saber. Escuchemos a Morente:
“La duda cartesiana refleja la situación real, histórica del momento. El hombre ha perdido sus convicciones y no sabe a qué atenerse. No posee una verdad “cierta” de que se halle a cubierto de la duda. Pero necesita esa “verdad”. ¿Cómo encontrarla? La duda cartesiana no es escepticismo, sino, primero: la expresión de una actividad de desconfianza y de cautela, la exigencia de una evidencia indestructible; y segundo: un método de investigación positiva, puesto que aquella afirmación que logre salir victoriosa de los ataques de una duda metódicamente llevada a los mayores extremos de rigor, será la verdad “cierta” que buscamos y que podrá servirnos de fundamento sólido para descubrir otras verdades” .

Y más adelante, el mismo Morente (pág. 18) añade: “Descartes busca reglas fijas para descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías”.

Finalmente, como explicación magnífica de la época de Bacon y de Descartes, Morente, en el mismo prólogo (pág. 11), habla del Renacimiento, luego de llamar a Descartes “el primer filósofo del Renacimiento”: “El Renacimiento es una época de crisis; es decir (todos los subrayados son nuestros), época en que las convicciones vitales de los siglos anteriores se resquebrajan, cesan de regir, dejan de ser creídas. El quebrantamiento de la unidad religiosa, el descubrimiento de la Tierra, la nueva concepción del sistema solar, la admiración por el arte, la vida y la filosofía de los antiguos, los intentos reiterados de desenvolver una sensibilidad nueva en la producción artística, poética, científica, son otros tantos síntomas inequívocos de la gran crisis por que atraviesa la cultura europea. El Renacimiento se presenta, pues, primero como un acto de negación; es la ruptura con el pasado, es la crítica implacable de las creencias sobre que la humanidad venía viviendo. El realismo aristotélico, que servía de base a ese conjunto de convicciones, parece también con ellas”.

Sciacca, por su parte, apunta con notable acierto: “La reflexión filosófica de los siglos XVII y XVIII desarrolla sus motivos fundamentales al mismo que se da el progreso de las ciencias naturales y se afirman los Estados Nacionales con el declive de la sociedad feudal y del Imperio Universal del Medioevo”... “La autonomía de la ciencia es también autonomía del pensamiento humano, como la autonomía del Estado (otro problema del pensamiento humano moderno) es autonomía del individuo que reivindica los propios derechos y su libertad en el Estado. Carácter humano de la filosofía, de la ciencia, de la política: he aquí el programa del pensamiento europeo del XVII y del XVIII, bien distinto del de la Escolástica.

Cada vez se avanza más en el empeño de dar un carácter seglar a la civilización. El problema del método, sin embargo, transferido por la ciencia a la filosofía plantea nuevos e importantes problemas gnoseológicos y metafísicos. Galileo había reducido los dos momentos del método experimental a la inducción y a la deducción; Bacon, en cambio, desarrolla solamente la inducción y la subordina a la deducción; Descartes, por el contrario, desarrolla la deducción y deja casi abandonada la inducción. De este modo, los dos momentos del método vienen a definirse como dos métodos, como dos fuentes opuestas del conocimiento; es necesario escoger entre ambos. En esta elección se halla el origen de las dos grandes corrientes del pensamiento moderno: a) empirismo inglés (Hobbes, Locke, Berkeley, Hume) y el racionalismo francoalemán (Descartes, Malebranche, Spinosa, Leibniz). Pero tanto los empiristas como los racionalistas someten a la investigación crítica la inducción y la deducción para medir su alcance. La sombra de la duda, inicial (Descartes) o concluyente (Hume) corroe el problema del conocer” .

La situación política


“Desde mediados del siglo XIX, la ‘nación’ es el gran supuesto de la vida política europea”, dice Julián María en su “Historia de la filosofía”. Efectivamente, pero el proceso de desenvolvimiento de las naciones modernas comienza con el proceso de decadencia del feudalismo. En la Alta Edad Media el sistema feudal comienza a resquebrajarse por la acción combinada de los monarcas y la burguesía. España primero, Francia después, someten por la razón o por la fuerza a los grandes señores feudales mientras la burguesía asciende en poder y capacidades económicas e intelectuales.

Al llegar el siglo XVIII la “ilustración” compromete a las monarquías. Los reyes y emperadores aceptan a los consejeros famosos de la época y el “despotismo ilustrado” inicia su marcha. Nace la idea de que el saber, la ilustración, “las luces de la razón” son necesarios para el progreso de los pueblos y los Estados. Los monarcas ilustrados tienen, de esta manera, las primeras iniciativas en orden a la instrucción pública.

En la Real Cédula de Carlos III, del 12 de julio de 1781 (según la transcripción que hace Lorenzo Luzuriaga en su obra “Documentos” de legislación escolar española) se indica que los padres deben dar a sus hijos “la educación conveniente, aprendiendo oficio o destino útil...” y más adelante que se debe “arreglar cuanto antes la policía general de Pobre y apartar a la mendiguez y de la ociosidad a toda la Juventud, atajando el progreso...” y por fin: “...pues con este impulso universal y sistemático (se refiere a una obra educacional general por medio del Estado como “supletorio” en casos de imposibilidad de los padres) en todos los pueblos, se logrará desterrar de ellos en su raíz la ociosidad y sacar partido ventajoso de la multitud de personas que, aunque componen parte de la población general del Reyno, son en el estado actual carga, y oprobio de él contribuyendo semejante descuido a mantener enflaquecida la fuerza esencial del Estado, que consiste en disponer las cosas de modo que con el progreso del tiempo no exista ociosa en el Reyno persona alguna capaz de dedicarse al trabajo, por cuyo medio se logrará que se arraiguen en estos reynos las Fábricas y Manufacturas, ejercitándose en la preparación de las primeras materias...”. Es curioso comprobar como Belgrano, en sus Memorias del Consulado repite palabras casi idénticas, y todo ello demuestra que antes de la concepción de la democracia, el mundo había comenzado a comprender la “utilidad” de la obra de la instrucción para el adelanto general. Esto es lo que lleva –sin contradicción con sus posturas políticas nada democráticas o republicanas, por cierto– a Sobremonte o al obispo San Alberto a sus intentos de instrucción elemental obligatoria.

En 1789 la Revolución francesa transformará el panorama político del mundo con el nacimiento universal de la democracia como concepción filosófico-política. La trasmisión de la soberanía al pueblo plantea nuevos problemas educacionales que se añaden a los que ya se habían planteado el despotismo ilustrado. A las ideas del obispo Fray José Antonio de San Alberto, en el virreinato del Río de la Plata, con respecto a la necesidad de que los pueblos se ilustren para posibilitar su progreso general y la salud moral de todo el país, podrá añadir Belgrano sus concepciones sobre formación de la ciudadanía en los modelos de la democracia y para el cabal desempeño de sus funciones cívicas.

Al llegar 1870, en Europa se han constituido ya todas las nacionalidades modernas, en esquemas políticos claros y definidos. Ya sea en forma de república, o de monarquía, todas tienen una formalidad constitucional y una estructura democrática, fronteras claramente determinadas, y gobiernos centralizados. La República es el ideal más avanzado: las monarquías son en verdad resabios de una época anterior que los demócratas europeos aceptan como necesidad transitoria o como elemento de orden hasta tanto los pueblos superen sus propias deficiencias. En todo caso, se exigen Estatutos o Constituciones. Es el caso de Italia y la monarquía sabauda, que transige con la fórmula mixta, símbolo de las dos posturas presentes contemporáneamente: “Rey, por la gracia de Dios y la voluntad del pueblo...”.

 

La situación económica


La teoría económica de los “fisiócratas” ha hecho su aparición en el siglo XVIII. La libertad absoluta de comercio, la tierra madre de todo bienestar del hombre, son sus elementos constitutivos fundamentales. Inmediatamente, los “liberales”, con Adam Smith, el padre de la economía política, sustentando ideas similares aunque con algunas modificaciones. “Laissez fire, laisser psser”: dejar hacer, dejar pasar, es el lema que imponen a los gobiernos. Cuando menos haga un gobierno mejor será: su obra fundamental es dejar que los particulares hagan por sí mismos. La competencia libre, la anulación de las barreras económicas entre los pueblos, la libertad de comercio: tales son las banderas del liberalismo para lograr la riqueza de las naciones y la felicidad de los pueblos. Es una doctrina de estructura racionalista, es la mentalidad cartesiana aplicada a un proceso de pensamiento aplicado a lo económico. El mismo Adam Smith confía también en la “ilustración”, en las “luces del saber” para el progreso de los pueblos. Lorenzo Luzuriaga cita en su “Historia de la Instrucción Pública” esta frase del gran economista:

“Aunque el Estado no obtuviera ventajas de la instrucción de las clases inferiores del pueblo merecería llamar su atención para que no quedaran sin ella. El Estado, sin embargo, obtiene ventajas considerables de su instrucción. Cuanto más instruidas son, menos propicias se hallan a las ilusiones del entusiasmo y la superstición, que entre las naciones ignorantes ocasionan frecuentemente los desórdenes más espantosos. Un pueblo instruido e inteligente es siempre más decente y ordenado que uno ignorante y estúpido” .

A mediados del siglo XIX, los grandes progresos de la ciencia provocan los descubrimientos geniales de la técnica: la máquina a vapor, el motor de explosión luego, la electricidad y sus aplicaciones finalmente. Ha comenzado la revolución industrial y sus gigantescas consecuencias internacionales, en lo económico, en lo político, en lo social, en lo filosófico.
Desde el inicial desarrollo de la burguesía medieval, con su artesanado de alta escuela y el nacimiento de los primeros establecimientos de instrucción pública de tipo municipal para hijos de los burgueses, hasta este momento en que adviene el proletariado industrial juntamente con las primeras necesidades de una mayor instrucción para responder a las necesidades de la nueva tecnología, hay todo un vastísimo proceso histórico que va a culminar con las modificaciones de las condiciones de trabajo, otorgando el principio del “tiempo libre” para los trabajadores y sus posibilidades concomitantes de progreso personal en lo intelectual. Paralelamente, la formación de las nacionalidades, de que ya hemos hablado, exige un proceso educativo especial para formar el sentimiento “nacional”, de tipo abstracto, difícil de lograr, que exige símbolos (las banderas nacen en forma definitiva ahora, como representativas de las naciones) y una preparación de corte intelectual que no exigía el sentimiento ciudadano a la manera ateniense o la adhesión al señor feudal; y el régimen democrático impone “educar al soberano” es decir, al pueblo, para que pueda ejercer su destino de gobierno.

La situación filosófica


Hemos partido del empirismo y del racionalismo. Son la quiebra del mundo mental y espiritual del Medioevo, tal como han sido caracterizados perfectamente por Morente y por Sciacca. Desembocamos entonces en el siglo XVIII: “el siglo de las luces”: el iluminismo: “hijo de la nueva ciencia experimental –de la que son artífices, por las doctrinas metodológicas, Galileo y Bacon, y por los descubrimientos, Galileo, Copérnico, Kepler y Newton– y del racionalismo cartesiano...”; “Para los iluministas cualquier otra autoridad (iglesia, Estado) superior a la razón y jactanciosa de sus orígenes no humanos, es falsa autoridad, la cual campea a expensas de las supersticiones y de la ignorancia de los pueblos. (¿No recordamos a Adam Smith?). Aclarar con las luces de la razón las tinieblas de la superstición (léase el Anuncio de Rivadavia en la “Gaceta” del 7 de agosto de 1812, pidiendo colaboración para crear un Colegio, y se encontrarán idénticos conceptos y casi las mismas palabras) de modo que sea redimida la Humanidad del peso de la autoridad del pasado y de los poderes constituidos, ídolos adorados bajo los falsos despojos de la verdad, es el fin perseguido por los iluministas, a la vez con fe y con fanatismo de apóstoles” .

Y llega el siglo XIX: el positivismo reconstruye una concepción del mundo. El hombre tiene otra vez la seguridad necesaria donde afirmarse. La fe en la “autoridad” que se había quedado en el Renacimiento tiene ya su reemplazante: es la fe en la razón. El ideal perseguido desde Bacon parece lograrse: el “regnum hominis” sobre la tierra. La “metafísica” ha de dejarse de lado como postura mental superada. El “adelanto” del mundo es inevitable. La “evolución” biológica está probada con Darwin: todo evoluciona, todo “progresa”.

En lo filosófico hemos llegado al estado “positivo” de la humanidad; en lo económico tenemos un perfecto sistema “racional” de comercio e industria: el “liberalismo”; en lo tecnológico tenemos los maravillosos resultados del maquinismo (aplicación de la razón al quehacer tradicional, resultado de la nueva ciencia experimental); en lo político tenemos la organización constitucionalista, republicana, con tres poderes racionalmente equilibrados: es el progreso en todos los órdenes.
Hemos llegado al gran tema: el progreso, con mayúscula, la fe esencial del hombre del siglo XIX, el gran punto de coincidencia de las mentes del siglo. Todo puede y debe progresar: la técnica, la ciencia, la industria, la estructura política, el hombre, en fin. Y América: ¿cómo no ha de participar de ese destino? Más que Europa todavía: América es la tierra y los hombres vírgenes donde todas las doctrinas se pueden aplicar “ab imis”: desde el principio. América está por hacerse. Hay que hacer su estructura política, hay que hacer su organización jurídica, hay que hacer su economía, hay que hacer sus hombres “nuevos”, que llegarán a sus tierras desiertas para poblarlas y cumplir los ideales mejores. América será la prueba definitiva de esos ideales: en sus tierras nuevas todo se alzará nuevo y puro: la economía, las repúblicas, el hombre.

El normalismo como fenómeno naturalmente coincidente con la época


Retornemos ahora a la época de la Organización Nacional de nuestro país. Pensemos: nos hallamos en plena mitad del siglo XIX, ante un país nuevo que excita los espíritus más progresistas, que despierta los anhelos de los imaginativos y las ambiciones de nativos y extranjeros. Un inmenso territorio está poblado por un escaso millón de personas: todo está por hacerse. Buenos Aires no es, en efecto, más que la “gran aldea”. El resto de las ciudades son pueblecitos. Un pasado reciente habla de montoneras, de luchas civiles, de organización rudimentaria, primitiva. Organización que respondió a una realidad incontrovertible, es cierto, pero que parece “barbarie” a los ojos de quienes miran Europa y sus estructuras –mentales, políticas, técnicas– del siglo XIX. Han comenzado a circular los ferrocarriles, los países se han organizado constitucionalmente, las economías progresan, la revolución industrial provee de elementos de gran calidad de bajo precio: es la “civilización”. Los hombres de la época están ante un mundo virgen y nuevo, por hacerse, y se les viene encima, se les “cae” el mundo decimonónico con su euforia y su “progreso”, seguro, ilimitado, incontenible, con su fe en la razón, en la ciencia...

Los versos –que ahora nos parecen ingenuos y presuntuosos– de Guido y Spano no hacen sino reflejar, con la capacidad de síntesis genial que tienen los auténticos poetas, esa fe, ese optimismo, esa ilusión, esa ambición: “Calle Atenas su virtud/su grandeza calle Roma/silencio que al mundo asoma/la gran capital del Sud...”.

El esquema de Sarmiento, que ahora comenzamos a interpretar también en sus errores, es, por entonces, natural, lógico. Es, simplemente, lo que debió ser en su hora un esquema de trabajo y de acción: “civilización o barbarie” resume todo un planteo mental colectivo. Civilización era el siglo XIX: el positivismo, la ciencia, la fe en la razón, los ferrocarriles, la industria. Barbarie la pampa inhóspita, inmensa, despoblada. Barbarie un sistema de gobierno de tipo feudal: un caudillo dueño de las tierras y detentador, además, del poder público.

Naturalmente, el feudalismo tampoco fue “bárbaro” en su tiempo. Los grandes señores feudales medioevales eran eso: “grandes señores”, al estilo de Quiroga, comerciante, industrial, riquísimo hacendado, capaz de montar en pelo y manejar la lanza como un barón, de encabalgarse con su yerno y su armadura, y también de brillar en los salones en la conversación con damas y caballeros. Pero, ¿qué había de parecer este sistema a quien tenía su mente puesta en tiempos del siglo XIX? América ha vivido siempre en esfuerzos de adelantos históricos. Siempre nos hemos esforzado por ubicarnos en un “tiempo histórico” que no es el nuestro. El “tiempo histórico europeo” ha signado nuestros pasos y esa ubicación ha sido nuestra meta constante, para bien o para mal. En el siglo XIX la idea de “nación” es el gran supuesto político europeo. Ergo: la “nación” ha de ser nuestra organización política. Las democracias constitucionales son el ideal de las mentes más esclarecidas de Europa. Aquí se habrán de organizar esas democracias constitucionales, con más rigidez, si cabe, que en la propia Europa. Ni siquiera monarquías constitucionales. Repúblicas puras queremos para nosotros. Y nos largamos a marchar por la senda del ideal. Ahora, en pleno siglo XX, a cien años de distancia, comenzamos a apreciar cuánto de imposible en tantos sueños, cuánto de utópico en tantas ambiciones. Pero hace cien años nada era imposible para la “Diosa Razón” y sus esquemas. En síntesis, y para concluir: hay que lograr el progreso en todos los órdenes. No será difícil obtenerlo. Para todo hay soluciones “claras y distintas”, como las ideas cartesianas. En lo político el progreso se obtendrá mediante la organización constitucional. Las constituciones son las deidades políticas sudamericanas. Es un gran esquema político “racional”. Los tres poderes, armónicamente equilibrados, son una aplicación del racionalismo cartesiano a la política. La Constitución debe ser “escrita”: otra aplicación racional, otra exigencia de “claridad”. Las constituciones americanas, es cierto, no son copia de la realidad. No son la traducción escrita de una realidad preexistente. Son más bien “programas” a cumplir.

Carlos Sánchez Viamonte ha destacado perfectamente este carácter programático de las constituciones sudamericanas, lo que determina también su exigencia fundamental de que sean escritas y conocidas, difundidas, enseñadas a todo el pueblo. La fe en la Constitución y sus mágicos poderes es universal: conozcan todos los hombres un artículo 14 donde dice que “el domicilio es inviolable” y ya ninguna policía violará nuestros domicilios. Hombres escépticos del XX, ¡qué fácil es ahora reírnos de estas ingenuidades del XIX, pero qué conmovedora es aquella fe en el valor de un papelito escrito!

En lo económico el progreso se logrará rápida y seguramente en poco tiempo: la doctrina del liberalismo lo garantiza con la certeza de las demostraciones matemáticas. Se implantarán los ferrocarriles, esas máquinas maravillosas que en adelante inspirarán a los poetas: véase Walt Withman; que llevarán, a medida que avancen sus rieles, la “civilización” y desterrarán la barbarie, que huirá aterrorizada ante su ruido anunciador de nuevos mundos. Los inmigrantes poblarán campos y los harán fructificar; establecerán ciudades donde haya desiertos, y sus hijos crecerán al amparo de leyes y constituciones, hombres nuevos en tierras nuevas. “Gobernar es poblar” dirá, en plena coincidencia mental de fe y de optimismo con Sarmiento, Alberdi, por otros conceptos opositor ardiente del sanjuanino.

Los ganados habrán de ser refinados. Hasta en las razas animales la civilización suplantará a la barbarie, y los bravíos toros criollos desaparecerán empujados por los “puros” de razas especialmente concebidas para un mercado internacional también racionalmente organizado, con división del trabajo y todo.


Los alambrados “racionalizarán” las pampas. El dominio ilimitado del gaucho, donde toda la tierra era camino, será en adelante un esquema “claro” y “racional”: por aquí campos para cultivo; por allá, campos para pastoreo; por el medio camino bien marcados. Basta de la barbarie de andar por donde se quiera y carnear donde venga bien un animal cualquier para comerse un churrasco. En adelante habrá sendas ordenadas y leyes muy concretas que harán respetar marcas y propiedades.

El telégrafo y los “remingtons” contribuyen a derrotar las últimas montoneras. Y hasta el ejército se ha de racionalizar y ordenar. Basta de generales improvisados sobre el campo de batalla: ahora se han creado las academias militares. Basta de reclutamientos improvisados, de milicias provinciales: Pablo Richieri proyecta y hace aprobar su ley de servicio militar obligatorio y las Fuerzas Armadas se convierten en una “clara” organización militar, ordenada y metódica.

¿Y en lo social, en lo humano, en lo filosófico? Pues para esto también hay respuesta cierta, también hay seguridad absoluta de lograr el progreso universal de todos los hombres, en sus dimensiones individuales y sociales: la instrucción pública elemental, universal, gratuita, obligatoria –y hasta laica, naturalmente, en la mente de la mayoría de los hombres ilustrados de la época– será el instrumento eficaz para este objetivo. Sepan los hombres leer –es decir: dominen este instrumento– y por medio de la “razón” que encontrará ahora ocasión de desarrollo casi infinito, progresarán cuanto quieran. ¿Quién puede impedir a un hombre que sabe que sabe leer que progrese, que se ilustre? Sarmiento y Lincoln: he ahí los casos que se habrán de repetir en toda la humanidad. Eso es justamente lo que cree Sarmiento: que todos los hombres usarán del instrumento del alfabeto para hacer lo mismo que él. Conocerán la Constitución Nacional –que para algo está escrita y se distribuye en las escuelas– y las leyes del país y no tolerarán que se les nieguen sus derechos. “Un pueblo ignorante elegirá siempre a Rosas”. Ilustremos a ese pueblo y estaremos seguros. Los hombres del siglo XX sabemos ya que no basta instruir a un pueblo y barrer el porcentaje de analfabetos para evitar las dictaduras. Los hombres del siglo XIX creían con fe de visionarios en la tesis contraria. Los campesinos que sepan leer comprarán –o encontrarán en las bibliotecas populares– cartillas de enseñanza agrícola, de mejoramiento de suelos, de perfeccionamiento zoológico, de métodos nuevos de trabajo.

os hombres que sepan leer elevarán su espíritu con nobles poesías, con bellas páginas. El periodismo –amparado por la sacrosanta libertad de prensa– contribuirá a realizar toda esta obra. ¿A quién se le puede ocurrir que habrá de existir un periodismo dedicado a explotar las noticias policiales o una serie de revistas dedicadas a historietas tontas o a novelas eróticas o a comentarios sobre noviazgos de artistas? Hombres del siglo XX: no pidamos a los hombres del XIX capacidades de adivinos. Ellos hicieron lo que debían, creyeron en una postura lógica. Hoy es fácil hasta reírnos de sus esperanzas, pero esas esperanzas exageradas, fantasiosas, crearon, en verdad, un país nuevo.

He aquí entonces, otra de las grandes tareas que los hombres de la época de la Organización Nacional se lanzan a realizar: la difusión de la instrucción pública universal, obligatoria, la alfabetización. Hay que ilustrar a los hombres, hay que convertirlos en “ciudadanos” de una República, hay que “educar al soberano”. Es necesario entender esto: son los mismos hombres que desparraman a manos llenas por el país los ferrocarriles, los telégrafos, las grandes leyes, las colonias de inmigrantes, los que difunden la instrucción primaria. No hay “pedagogos”, no hay “educadores” en el sentido moderno de la palabra: hay grandes estadistas, grandes políticos, que deben realizar el Progreso en todos los órdenes.

Y esta instrucción pública elemental, gratuita, obligatoria, uniforme, común, neutra, exige maestros. Maestros no improvisados, sino formados adecuadamente, en instituciones especiales. Entonces, nacen las escuelas normales, impregnadas del espíritu de su época y de su ambiente. Ha nacido, en el país, el normalismo.

 



Capítulo II


El desarrollo del normalismo


Introducción


Por las razones dadas en el Capítulo anterior y por la manera en que hemos expuesto el “nacimiento” del normalismo, se comprende fácilmente que este se desenvuelve en nuestro país en forma concomitante con otros fenómenos educacionales.
En efecto: el normalismo tiene origen y se desarrolla juntamente con la difusión de la enseñanza primaria y con las grandes leyes de instrucción primaria, provinciales y nacionales. La Ley 1420, sancionada en 1884, es en verdad el momento de la culminación del proceso. Nace cuando ya se han dictado muchas leyes provinciales de instrucción primaria, en cumplimiento de las prescripciones constitucionales del artículo 5°, y cuando ya se han fundado numerosas Escuelas Normales en todo el país. Sin embargo, la natural gravitación posterior de esa ley nacional en todo el ámbito de la República y su identificación espiritual con los principios filosóficos y políticos de la época, han hecho que se identificara con el fenómeno “normalista”, y desde entonces, en el sentir general, “normalismo” y “ley 1420” se hacen casi sinónimos. Lo mismo pasa con la creación básica de la ley: Consejo Nacional de Educación. Se forma así un conjunto de instituciones, o un cuerpo de funcionarios y personal docente, que se estructura alrededor de la denominación genérica de “normalismo”: escuelas normales, Consejo Nacional de Educación, Consejos provinciales, direcciones generales, etc.

Otro concepto se une desde entonces al “normalismo”: el referente al “maestro del interior”, al maestro de campaña, al maestro de las escuelas que no tienen a menudo más que un miembro de personal docente, perdidas en medio de la inmensidad de los campos, selvas o montañas. Este personaje comienza a adquirir categorías de leyenda, y su tarea merece siempre un adjetivo: “apostólica”. Su obra difusora de los conceptos de patria y de ilustración se perfila con caracteres especialísimos y es fuente de permanentes exaltaciones. Mucha tinta se derrama sobre el maestro de campaña, “mártir y apóstol”, inútilmente, sin embargo, para conmover a las autoridades que nunca supieron asignarle la jerarquía económica o las seguridades de carrera necesarias para tornar aceptable el sacrificio que se le imponía. Demasiada tinta, por otra parte, como para impedir cierta exageración de mal gusto que ha desdibujado el concepto y determinó un cierto cansancio sobre el tema. Los maestros que sienten auténticamente el impulso vocacional y las gentes honestas que valoran este tipo de sacrificios, no pueden menos que conmoverse ante la imagen del maestro de campaña e indignarse ante quienes son incapaces de esos mismos sentimientos. Pero en muchos otros sectores, no mal intencionados, sino simplemente alejados de la tónica emocional de los normalismos o del magisterio, se ha llegado a veces a una especie de hartazgo con respecto a este punto, a menudo provocado por una literatura demasiado doliente y hasta de mal gusto. Por ello, el problema del maestro del interior se mueve entre polos alternativos de exagerada declamación patriótica y docente –en la letra– y de vergonzoso abandono y olvido –en la práctica– con resultados lamentables para lo que en verdad interesa: la escuela. Hacemos estas salvedades previas al tema del Capítulo porque queremos comenzar a tratarlo con ánimo sereno, con la pretensión de alejarnos por igual de frías posturas de pretendidos “realismos” y de ardorosas posturas vocacionales, bien inspiradas, pero de corte adolescente que tampoco conducen a nada útil.

Los factores constitutivos del normalismo


Analizaremos cuatro factores constitutivos del normalismo argentino: el factor humano, vale decir, el elemento que pobló las aulas de las escuelas normales; el factor político, o sea las concomitancias del normalismo con el desenvolvimiento político nacional; el factor cultural, o sea las concomitancias con el desenvolvimiento cultural; y el factor pedagógico, o sea los caracteres referentes a la estructura pedagógica y didáctica que caracterizó a nuestro normalismo, y, por consecuencia, a la escuela primaria argentina.

Factor humano


Es curioso comprobar como las circunstancias sociales determinan caminos imprevisibles para determinadas creaciones. La Escuela Normal nació al impulso de ciertos ideales y aspiraciones que hemos resumido en el primera capítulo, pero su desarrollo prosiguió rumbos propios que escaparon por completo a las previsiones de sus creadores. Pudo haber fracasado, por ejemplo, por falta de alumnos dispuestos a seguir la profesión magisterial; o pudo haber dado pobres resultados por no hallar un buen elemento humano. Las primeras escuelas normales pudieron haber comenzado una vida pobre, y resumirse en sí mismas, sin el proceso de difusión que comenzó al poco tiempo y que aún hoy continúa.

La Escuela Normal, en efecto, halló en el ámbito social argentino un abundante elemento humano que pobló sus aulas.
En el interior, principalmente en muchas de aquellas provincias o zonas de campaña que comenzaron a partir de 1852 una época de estancamiento económico –piénsese en las provincias que en ese tiempo iniciaron su “regresión económica” ante el desarrollo vertiginoso del litoral y las nuevas concepciones económicas instauradas en el país– vivían núcleos de población de buen nivel “social”, es decir, de cierto prestigio, de linaje, de apellidos tradicionales, pero de escasos recursos económicos. Quizá propietarios de grandes extensiones de tierra, pero que no tenían posibilidades de rendimientos como las magníficas praderas bonaerenses o santafesinas. Estas familias no podían pensar en educar a sus hijos en las Universidades de los centros urbanos, pero necesitaban para ellos alguna profesión práctica, que les permitiera obtener recursos de vida y a la vez un rango decoroso dentro de la sociedad tradicional. Los podríamos llamar “hidalgos pobres de provincia”, y si se quiere pensar en un ejemplo típico no hay sino que recordar el caso de la familia de Sarmiento, emparentada con los más altos sectores sociales de San Juan y San Luis, pero que debió vivir del afán doméstico y del trabajo manual de doña Paula. Esto explica el fenómeno de que ciertas provincias llamadas “pobres” han sido grandes proveedoras” de maestros. Todos aquellos que tienen experiencia docente en escuelas primarias, de cualquier punto de la República, sabe bien que nunca falta el colega puntano, riojano, catamarqueño o correntino. Justamente, son provincias que quedaron sin posibilidades económicas. Para la mayoría de sus jóvenes, la Escuela Normal ha sido la única salida, la única vía abierta hacia un porvenir.

En el litoral y en los grandes centros urbanos, los hijos de los inmigrantes fueron los principales “pobladores” del normalismo. Las razones son parecidas a las anteriores. Estos inmigrantes traían una decidida voluntad de superación económica y social, que si no se hacía efectiva en ellos mismos, debía lograrse, al menos, en la generación siguiente, la de sus hijos. El rumbo de la Universidades era, a pesar de todo, demasiado para la mayoría de ellos. Afrontar la perspectiva de cinco años de estudios secundarios más seis o siete de universitarios, con gastos permanentes de libros y de mantenimiento del hijo, resultaba empresa de riesgos superiores a las posibilidades de la mayoría de los inmigrantes. En cambio, la Escuela Normal, de cuatro años de duración, con la obtención de un título de interesantes perspectivas económicas –sueldo aceptable, para la época, y sobre todo, seguridad– unida a un prestigio social considerable, hicieron que muchísimos hijos de inmigrantes siguieran esa carrera. Ser “maestro” era mucho para el hijo de un humilde obrero quizás analfabeto.

Pero queda todavía otro elemento más que pobló las escuelas normales argentinas en gran cantidad y que en poco tiempo constituyó su mayoría absoluta: el elemento femenino. Tanto en provincias como en las ciudades del litoral, la mujer ingresó con entusiasmo en estos estudios. Niñas de nuestra sociedad tradicional, que ostentaban los más prestigiosos apellidos, y humildes niñas de origen obrero o hijas de inmigrantes, se confundieron en las aulas normales. Ser “maestra” era una profesión decorosa, la única que se admitió por largos años en la vida argentina para la mujer sin que sufriera mengua su prestigio social. Esposas de médicos, abogados o militares podían ser maestras, y no parecía bien –por ejemplo– que fueran empleadas en una oficina. Trabajar como maestra podía aceptarse siempre, pues resultaba una tarea que admitía impulsos vocacionales distintos de la mera necesidad económica, y en consecuencia, esta profesión era una posibilidad lícita para niñas de familias de linaje. Para las más humildes, era siempre una buena posibilidad de ascenso económico o social para sus hijas. Finalmente, la profesión magisterial se prestaba, en cierto, para satisfacer vocaciones femeninas del orden maternal.

Todo esto determinó que la mujer se volcara decididamente a la Escuela Normal, lo cual produjo consecuencias insospechadas. El normalismo se ha convertido, de esta manera, en la puerta de entrada de la mujer en la enseñanza secundaria. Hace apenas veinticinco años, todavía la única carrera “aceptable” para una mujer era, en general, el magisterio. Gracias a esto, la mujer argentina ha proseguido estudios secundarios en un número mucho más alto que el que hubieran determinado los clásicos colegios secundarios. Hoy –al menos en las grandes ciudades– se considera natural que la mujer prosiga otros estudios después de la escuela primaria, pero este acostumbramiento nació con la Escuela Normal. La importancia que este hecho reviste para la cultura nacional es obvia. No es necesario explicar cuánto significa la cultura de la mujer en la vida de los pueblos, y todos sabemos cuánto vale la mujer que ha seguido estudios secundarios aunque no ejerza la profesión que ese estudio le haya dado.

Para terminar este enfoque –que debe entenderse en sus grandes líneas generales, por supuesto, pues sería absurdo negar las numerosas excepciones que necesariamente han existido– recordemos que todo el elemento humano del normalismo: los “hidalgos pobres de provincia”, los hijos de los inmigrantes, y la mujer, tiene un denominador común: la fe en el progreso personal por obra y gracia de la escuela. Todos creen –ellos directamente o sus padres– que por obra del estudio, de la Escuela Normal, en este caso, progresarán económica, social y culturalmente.
O sea: hay en ellos, consciente o no, una coincidencia plena con los caracteres que dieron origen al Normalismo y que hemos analizado en el Capítulo I: fe en el progreso, fe en el uso de la razón, fe en la ilustración como motor esencial de hombres y pueblos.

 

Factor político


Los normalistas y el normalismo tuvieron una doble acción política en el país. Directamente e indirectamente participaron activamente en la vida política nacional de hasta principios de siglo. Sabido es que la formación intelectual, los “títulos” intelectuales, otorgan a los hombres, quiérase o no, un prestigio social y una zona de influencia entre la comunidad que los rodea, siempre que esa comunidad se halle a un nivel intelectual inferior al que esos títulos o esa formación suponen. Puede decirse que hasta fines del siglo pasado la República Argentina debió reclutar sus minorías dirigentes entre autoridades. Nuestros grandes prohombres del XIX no pasaron, en su mayoría, por las aulas de los estudios superiores, y muchos ni siquiera tuvieron estudios secundarios. Recién a fines de la centuria comenzaron a organizarse regularmente los cursos universitarios y los superiores en ciertos planos profesionales, como los de las fuerzas armadas, entre otros. De tal manera, los estudios secundarios del tipo del magisterio y del profesorado daban a sus egresados cierto prestigio y categoría social, y también, indudablemente, un nivel intelectual superior al mediano. Formados, por otra parte, con grandes maestros argentinos y extranjeros –algunos contratados especialmente– y con el fervor y el afán vocacional que daban conjuntamente el ideal de la instrucción pública y los principios casi religiosos del positivismo, muchos de ellos se lanzaron a la acción política propiamente dicha, y alcanzaron merecidos éxitos contribuyendo en buena medida al desarrollo de la nación en diversos órdenes.

Pero su acción política más importante no fue esa sin embargo. La principal influencia política del normalismo fue indirecta, es decir, la que ejercieron a través de su labor docente. Dos sentimientos de tipo político intentó formar la escuela primaria argentina: el de unidad nacional y el de nacionalidad propiamente dicho.

Después de Caseros, la Argentina afrontó todavía –y por diez largos años– graves crisis que hicieron temer seriamente por su unidad final. La segregación de Buenos Aires, a pesar de los sentimientos de unión que animó siempre a las figuras más serias de ambos bandos, pudo fácilmente degenerar en separación definitiva.

El Pacto de San José de Flores no logró borrar de los sentimientos populares odios y pasiones que tantos años –y tanta sangre– habían alimentado, y la discordia entre “provincianos” y “porteños” –y aún entre los nativos de distintas provincias entre sí– perduró por decenios. Cuando Mitre creó en 1862 el Colegio Nacional, le dio tal nombre por un motivo político bien definido: quiso un colegio secundario “nacional”, es decir, idéntico en todas las regiones del país, con contenidos similares, con una igual formación para todos los alumnos, de cualquier provincia, y que respondiese a ese afán “nacionalista” que fue, por entonces el más preciado timbre de honor del gran estadista porteño.

La enseñanza primaria se organizó en todas partes con esta preocupación “nacionalista” y la ley 1420 lo contempla expresamente en su articulado. La Escuela Normal respondió también a este espíritu y es característico de ella el sentido “nacional” de sus planes y programas.

Además, en la época de la Organización resultaba indispensable formar en todos los habitantes del país un sentimiento de amor a la patria por entonces casi inexistente. Debía formarse el sentimiento patriótico, apenas patrimonio de minorías ilustradas, y reemplazado a menudo por amores al terruño de noble factura pero insuficientes par alas nuevas estructuras políticas. Recuérdese lo que hemos dicho en el Capítulo anterior sobre el esfuerzo americano de ubicarnos en el “tiempo histórico europeo”, que a mediados del siglo XIX marcó definitivamente “el gran supuesto histórico”: la nación. Aquí vivíamos una estructura política de la manera que lo entendió un poco Rosas, de corte localista, de raíz jurídica feudal (confusión de la propiedad privada con la pública, etc.) y pasamos de golpe, por una decisión programática y racionalista (la Constitución) a una estructura de naturaleza republicana, democrática, nacional.

Había pues que formar el sentimiento de “nacionalidad” por medio de esta instrucción primaria obligatoria, universal. Y los normalistas fueron los encargados de ello. No era la única misión, con todo. En el orden político había que “educar al soberano”, es decir, capacitar al pueblo para el ejercicio del gobierno. Había, pues, que formar tres sentimientos: de unión nacional, de nacionalidad, y de ciudadanía, en el sentido democrático del término. Las escuelas normales encararon con vigor esta triple misión e inspiraron a sus alumnos un credo político de patriotismo y democracia.

Un fenómeno particular añadió a estas circunstancias su tono casi dramático, pues el aluvión inmigratorio tornó, a la par, urgente y difícil el cometido. El sentimiento de “unión” no era tan difícil, pues los nuevos integrantes de la comunidad nacional no cargaban con los rencores del ayer, pero el de nacionalidad propiamente dicho resultaba arduo de lograr.
Ello mismo excitó el celo de funcionarios y de los propios normalistas, que aumentaron las “dosis” –digamos así– de formación cívica y patriótica en las escuelas.

El normalismo y la escuela primaria argentina han quedado desde entonces empapados en una tónica de este tipo que para quienes la viven con sinceridad, y con la mente puesta en los fundamentos emotivos que en la niñez son esenciales para lograr estos fines éticos, resulta simpática, conmovedora y nobilísima. Lamentablemente, para muchas personas que no conocen desde dentro este espíritu, a veces esto resulta simplemente sensiblero o declamatorio, aunque debe reconocerse un poco de culpa en ello a cierto estilo patriótico ya un tanto fuera de época y que todavía subsiste en algunos establecimientos. Sea como fuere, y sin entrar a juzgar ahora los resultados finales que los normalistas han logrado en esta complicada misión de tipo político que la sociedad les encomendó –esperamos alguna vez escribir un ensayo sobre este tema, y sólo pedimos por ahora que se eviten ligerezas de juicio al respecto, pues existen múltiples circunstancias que considerar–, creemos que lo han hecho con fe, a veces hasta con pasión, y que su obra en tal sentido es merecedora de aplauso.

A veces las frases irónicas resultan fáciles para atacar ciertas causas, o el frío análisis, desprovisto de emotividades, puede ser invencible en sus razonamientos. Así se ha condenado, a menudo, la obra del normalismo. Pero hay un hecho indudable que queremos enunciar sin añadir una pizca de sentimentalismo de ninguna naturaleza: la gran mayoría del pueblo argentino, y la totalidad de los descendientes de inmigrantes, sabe sus nociones básicas –pobres o no es otra cosa– de patria, de próceres, de Himno, de bandera, de San Martín, por obra y gracia de sus maestros, de los normalistas. Y muchos, muchísimos de esos normalistas, eran a su vez hijos de inmigrantes. Téngase presente el fenómeno y recapacítese serenamente sobre su significación, hasta como fenómeno político-social pocas veces visto, quizás nunca.

Factor cultural


Ya hemos explicado cómo el poseer un título de maestro o de profesor significó, a fines del siglo pasado y a principios de éste, un apreciable factor de “elevación” cultural con respecto al medio ambiente. Recuérdese –una vez más– que por entonces era necesario “improvisar” los profesores, los investigadores. Los hombres de la época de la Organización Nacional fueron a un tiempo escritores, investigadores, profesores, políticos y hasta guerreros. Nuestras primeras promociones con formación cultural sistemática, escolar, fueron los egresados del ciclo secundario, y dentro de estos, los normalistas constituyeron el núcleo fundamental.

Las letras y las ciencias tuvieron, así, un aporte muy grande debido a los normalistas, que al margen de sus tareas docentes propiamente dichas, se dedicaron a otras de creación cultural en casi todos los campos del saber. La poesía, la historia, la geografía, las ciencias naturales, etc., tuvieron en ellos los primeros difusores sistemáticos, y por largos años los primeros libros de texto de autores nacionales fueron obra de normalistas. Muchos de ellos se usan todavía o, por lo menos, se encuentran en las bibliotecas familiares con facilidad.

Además de esto el normalismo significó, en el orden cultural, otro importante avance que fue la difusión de la enseñanza media. Ya hemos explicado esto anteriormente, pero no está de más repetir ahora que esta difusión de los estudios secundarios no figuró en las intenciones fundamentales de los creadores de las escuelas normales, y sin embargo ella ha constituido, andando el tiempo, uno de sus galardones más preciosos. La elevación cultural general de la sociedad argentina se benefició grandemente con esta expansión de la enseñanza media, y particularmente por lo que respecta al elemento femenino el normalismo fue el factor decisivo. En este aspecto quisiéramos destacar algo que a menudo no se considera adecuadamente. A la luz de recuerdos personales, afírmase en ocasiones que “las madres de antaño”, sin formación escolar secundaria, tenían sin embargo un nivel cultural muy satisfactorio y apto para cumplir con capacidad sus funciones de madres y esposas. En general, se olvida al decir esto, que esas mujeres pertenecían a una esfera social de alto nivel que les daba por sí misma una formación escolar. Pero para la gran mayoría de niñas hijas de familias humildes o descendientes de inmigrantes de escaso nivel cultural, ha sido la escuela secundaria quien les permitió una elevación cultural amplia y casi gigantesca comparada con los orígenes. La hija de inmigrantes casi analfabetos, y transformada en el último curso del magisterio en brillante alumna en variadas disciplinas, acostumbrada ya al cultivo de excelentes poetas y escritores, a menudo creadora ella misma en el campo de la literatura, y en no pocas ocasiones dispuesta a la prosecución de los estudios superiores, es un fenómeno muy conocido en la Argentina pero cuyas consecuencias socio-culturales no han sido debidamente valoradas todavía.

Factor pedagógico


Entramos ahora en el aspecto “técnico”, diríamos, del tema. La estructura pedagógica del normalismo argentino respondió, naturalmente, a las concepciones filosóficas vigentes en la época de su creación, e impregnó a la escuela primaria argentina.
Naturalmente, como derivación lógica de las concepciones racionalistas y empiristas, la Pedagogía del normalismo fue “metodista”. Aquí conviene recordar que “normalismo” y “metodismo” se han hecho sinónimos; que “escuela normal” fue también “escuela de método”; que los mismos normalistas se han enorgullecido siempre de poseer “método” como virtud fundamental de su capacidad docente... y ahora comenzamos a comprender por qué nos hemos detenido tanto en las citas de Bacon y Descartes que los presentan como los filósofos del “método”, como los renovadores de la metodología del pensamiento occidental.

Es sabido que en el orden pedagógico el siglo XIX estuvo dominado por la figura de Herbart y sus concepciones. Nacido en 1776 y muerto en 1841, sus discípulos difundieron por el mundo sus ideas básicas, y creemos no errar demasiado si decimos que hasta hoy –y seguramente por varios años todavía– esas ideas básicas siguen dominando el panorama pedagógico normalista y de la escuela primaria.

Dos son los conceptos herbatianos que se han introducido definitivamente en la Didáctica normalista argentina: el interés y los pasos formales de la lección. Ambos se han transformado en una especie de “deidades” metodológicas. Los cuatro pasos formales de Herbart –claridad, asociación, sistema y método– fueron convertidos, por sus discípulos, en cinco: preparación, exposición, asociación, sistematización y aplicación. De una forma u otra, con los nombres que se quiera, esta concepción de la lección dividida en “pasos” o “partes sucesivas” ha quedado firme en la enseñanza argentina. José María Torres, el gran director de Paraná, resumió en una fórmula de sencillez suma esta concepción: principio, medio y fin. No hay normalista argentino –hasta el día de hoy– que ignore, por lo menos, este aspecto metodológico.

La teoría del interés fue sostenida con nombres diversos: motivación psicológica o toma de interés fueron los principales. Pero lo esencial es la idea de la lección desarrollada por partes, una detrás de otra.

Conviene considerar, a modo de ejemplo ilustrativo, dos o tres nombres fundamentales en la historia de la Pedagogía argentina y del normalismo. El primero, sin duda, el de José María Torres. Nacido en España en 1823, murió en nuestro país en 1895. Fue director junto con Pedro Scalabrini de la Escuela Normal de Paraná y formador, en consecuencia, de las primeras y más importantes generaciones de maestros. Pero su importancia mayor radica en sus libros pedagógicos que sirvieron de texto en las escuelas normales argentinas de todo el país. Como ejemplo de su vigencia, bastará decir que varias de sus obras que poseemos nos fueron entregadas por maestras en ejercicio junto con nosotros, que las guardaban desde la época de sus estudios de magisterio y que nunca conocieron otras.

Consideremos algunas de las principales. Comencemos con “El arte de enseñar”, parte del “Curso de Pedagogía”, tal como lo tenemos a la vista en la cuarta edición hecha por Angel Estrada y Cía. Buenos Aires. No tiene fecha de impresión, pero su propietario inicial ha señalado la de la adquisición: 1911. En la introducción define al maestro como “el educador metódico”: recordemos nuestro primero Capítulo y la importancia que asignamos a las posturas filosóficas del empirismo y del racionalismo. Más adelante aparece la consabida sección destinada al estudio de los principios pestalozzianos, que por casi un siglo se consideraron –junto con la pedagogía herbartiana– el “non plus ultra” de la preparación del maestro. En el análisis de José María Torres se advierte la mentalidad racionalista típica del positivismo, de la época en que el triunfo de las ciencias experimentales conmovía al mundo, y también la rigidez de esas concepciones. Escuchemos el comentario que hace el segundo principio pestalozziano: (“cultivar las facultades en su orden natural: primero, formar la mente; luego, proveerla”): “Este principio –dice Torres– ha sido particularizado en forma de máximas pedagógicas y comprende las siguientes: a) la observación, antes que el raciocinio; b) los hechos, antes que las definiciones o fórmulas; c) los procedimientos, antes que las reglas”. La sección V del volumen lleva este subtítulo: “Cada grado de la enseñanza elemental debe ejercitar las diversas facultades del niño”: estamos en plena época de la psicología asociacionista, muy lejos aún de la “psicología de la estructura”, y de psicología de Piaget.

Pero lo más interesante, para nuestro objeto, es la segunda parte del libro: “Práctica del arte de enseñar”. Comienza por aclararnos los requisitos de una buena lección, y comienza, claro está, por el número I “ser interesante: toda lección debe ser interesante, porque el interés es el indispensable aliciente de la atención, sin la cual nadie puede aprender”. (pág. 98). ¿No es Herbart? Luego, llega Herbart en forma terminante: “Toda lección debe constar de introducción, asunto principal y aplicación”. (pág. 103). Poco después, nos encontramos con Descartes: “Lo complejo y lo difícil deben dividirse y subdividirse para seguir la capacidad del discípulo. Tomar en detalle lo que no podemos realizar por un esfuerzo y dominar así las diversas partes a medida que procedemos, en principio fundamental de todo buen trabajo, mental o mecánico” (pág. 105). Prosiguen otros requisitos de las lecciones: “activar las facultades mentales de los discípulos; suministrar ilustración y aplicación; usar oportunamente las definiciones; imprimir la instrucción en la mente; ser recapitulada”; ...”la recitación: importancia de la recitación; fines de la recitación; preparación del maestro”... Es notable el detallismo con que se considera la “práctica de preguntar”: hay párrafos destinados a todos los aspectos: “preguntas preliminares; instructivas; de examen o de prueba; elípticas; individuales; simultáneas; de los discípulos”.

Luego se analizan las “condiciones características de toda buena serie de preguntas: que las preguntas simultáneas se combinen con las individuales en ciertos grados de la enseñanza; que las preguntas se hagan en orden sistemático; que a las preguntas correspondan respuestas cuyo conjunto sea recopilación de las partes de un asunto; que las preguntas se hagan con buenas maneras y animación”. Todavía: “Modos defectuosos de preguntar: preguntas que no cultivan la sencillez en el lenguaje; preguntas literales; preguntas ambiguas o vagas; preguntas que contienen respuestas; preguntas hechas sin razón para esperar respuestas”.

En “Elementos de educación”, otra obra de José María Torres, encontramos algunas de sus ideas sobre el sentido y la finalidad de la instrucción pública, reveladores de la compenetración de los normalistas con los ideales de los grandes políticos y estadistas argentinos del siglo XIX. “Las letras, las ciencias –dice en la pág. 23, Ed. Estrada, Buenos Aires, 1905– las artes y las instituciones que hacen felices a los pueblos civilizados propenden a que cada uno de ellos alcance la elevada condición intelectual que sólo la educación puede fecundar, y que es el poder promotor de la riqueza y de la civilización. Si la educación cayese en el abandono, la riqueza caería en la miseria (es el concepto difundido desde el despotismo ilustrado: véanse las citas de Carlos III y de Adam Smith que hemos hecho en el Capítulo I) y la civilización en la barbarie (véanse luego las citas de Sarmiento y Estrada); pero mejórese y difúndase la educación y los manantiales de la riqueza se multiplicarán, y la civilización progresará, tan infaliblemente como las causas producen sus legítimos efectos” (en la última frase está el concepto heredado de la ciencia experimental, hija de Bacon y su método inductivo, y está la fe: infaliblemente, en los principios de la razón y la ciencia).

Más adelante (pág. 27) dice: “La República Argentina necesita, más que de cualquier otra cosa, la educación universalmente difundida; necesita que cada uno de sus ciudadanos tenga aptitudes para emplear su razón, su juicio y su conciencia, y ejercer sus funciones políticas y sociales con inteligencia y honradez; necesita que sus masas populares puedan discernir la verdad y el error y librarse de corifeos engañadores. Cuando una gran mayoría de ciudadanos sea capaz de distinguir entre lo verdadero y falso, y de elegir el buen patricio y el partidario demagogo, entonces la República estará regenerada por el poder de su inteligencia y por la rectitud de sus hechos, por los verdaderos medios de asegurar los beneficios de la libertad”.
Es el credo de Mitre, de Sarmiento, de Estrada. Es el credo de los normalistas. Observemos algunos pensamientos de los dos últimos próceres y la identidad quedará probada.

Sarmiento, en el tomo 28 de sus obras completas: “Los anales de la educación común” (pág. 364) dice: “La educación pública, común, ilimitada, es la empresa de futuro y la garantía de porvenir. A la corta o a la larga nuestras instituciones libres nos llevarían finalmente al suicidio, como la agilidad del fogoso corcel sería un don funesto para hombre que no hubiera aprendido a manejarlo”. Y Estrada expresa: “La enseñanza popular es el resorte de la libertad democrática, porque lo es de la civilización y de la moral” (Misceláneas, tomo I, La educación común en la provincia de Buenos Aires); o: “Sin la educación del pueblo la democracia está condenada a ser bárbara o a degenerar en una oligarquía opresora” (Misceláneas, tomo II, Política y Educación).

Sería interesante tomar otro ejemplo menos conocido, porque no fue un “normalista” propiamente dicho, ya que pertenece a los orígenes de la Pedagogía superior o universitaria argentina. Se trata de Francisco Berra, el primer profesor de ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía y Letras. Como ejemplo típico de la mentalidad de su época, resumió esa “ciencia de la educación” en leyes naturales de la enseñanza”. Su influencia en la enseñanza elemental ha sido grande, de cualquier manera, pues ha sido Director General de Escuelas en la provincia de Buenos Aires, y su teoría refleja fielmente la postura “positivista”, de corte racionalista, de raíces herbatianas, imbuida del espíritu científico de su tiempo. Tenemos la fortuna de poseer un ejemplar casi desconocido de su obra: “Resumen de las leyes naturales de la enseñanza”, segunda edición, J. A. Berra, Editor, Bolívar 455, Buenos Aires, 1896. Luego de una meditada introducción, Berra expone en él sus veintinueve leyes (que prácticamente hacía aprender de memoria a sus alumnos universitarios). Observemos, a modo de ejemplo, la denominación de algunas: ley de universalidad, ley de integridad, ley de concomitancia, ley de proporcionalidad, ley de la unidad del saber, ley de objetivación... ley de ordenación lógica, ley de ordenación investigativa... ley de adecuación metódica, ley de ejercitación adquisitiva... ley de motivación, etc., etc. todavía, faltan otros capítulos complementarios: el XXX clasifica a las leyes de esta manera: “Leyes que rigen a los alumnos; leyes que rigen el programa; leyes que rigen el modo de enseñar; leyes que rigen la organización de la enseñanza; leyes que rigen la distribución del tiempo; leyes que rigen la disciplina”. Y el capítulo XXXI: “Correlación de las leyes. Si se han de aplicar las leyes una por una, aisladamente, o si se las ha de coordinar en su aplicación. Ejemplos: leyes que se han de coordinar en una lección de formas; leyes que se han de coordinar en la organización de las escuelas; que se han de coordinar en la ordenación de la enseñanza...”

En una palabra: es la “Constitución” aplicada a la enseñanza. Todo bien ordenado y “legislado” y reglamentado, puesto en leyes claritas, que los futuros maestros y profesores aprenderán bien y aplicarán cuidadosamente, “metódicamente”. Así como tenemos una “organización” política escrita, racional bien clara y terminante, donde cada cosa está en su lugar, ordenadamente: (los tres poderes se equilibran y actúan cada uno en su esfera, sin complicaciones: uno legisla, otro ejecuta, otro juzga...) así también habremos de tener una Pedagogía clarita, racional, ordenada. Para Berra serán “las leyes naturales”, para José María Torres las lecciones bien ordenadas, con su “principio, medio y fin” y su “motivación psicológica”, con sus preguntas bien ordenadas y clasificadas según el caso y la oportunidad. Todo bien racional, bien metódico, y todo, naturalmente, basado en un estudio “científico” de los niños y de los contenidos: clases de 45 minutos, porque la psicología “experimental” (experimental, entiéndase bien: con conceptos bien probados mediante métodos y sistemas “experimentales”) ha comprobado que la atención no va más allá de ese límite; con contenidos dosificados convenientemente para cada una de las “facultades del alma”: atención, memoria, inteligencia, etc., etc. Todo esto se organizará en planes y programas muy claritos, con horarios perfectamente estudiados, y con maestros que en las escuelas normales habrán aprendido previamente estos métodos y estos procedimientos y que los aplicarán perfectamente. Y el hombre, la humanidad y los pueblos, progresarán.

Es, efectivamente, fe y misión de apóstoles, de creyentes.

¿Quiérese más? Veamos entonces a Víctor Mercante, el genial corolario de normalismo argentino, el hombre que llevó su fama más allá de las fronteras nacionales, el creador de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad de La Plata. Observemos, al azar, alguna de sus obras. La “Metodología” (segunda parte, Ed. Cabaut y Cía. Librería del Colegio, 1925, Buenos Aires) .

Dice Mercante en la pág. 25: “La actividad mental de la Geometría se rige, entre otros, por estos principios: (obsérvese aún el mismo afán: establecer principios, leyes, que ordenen, aclaren las cosas, el pensamiento, la enseñanza) 1) la observación es tanto más exacta cuánto más perfecta es la figura y responda mejor al caso general, 2) las observaciones son tanto más numerosas cuanto más medios de distinción ofrezca la figura; 3) un enunciado se comprende cuando se tiene de él una representación gráfica exacta, cuando se lo puede trazar; 4) las analogías son más difíciles de ser discernidas que las diferencias; 5) el razonamiento para llegar a una conclusión, exige, primeramente, un completo dominio de las proposiciones condicionales; 6) todo razonamiento es una integración de juicios y parte de verdades que se dan como admitidas; 7) una palabra o una expresión se comprende cuando se la puede representar; 8) la inteligencia superior es la que entra antes en el detalle de los hechos y se eleva a las más altas generalizaciones y vistas de conjunto, induce le ley y encuentra dentro de la ley una variada multiplicidad de hechos; 9) la imagen es el vehículo del razonamiento; 10) en toda enseñanza, primero conocer para aprender; luego repetir para fijar; luego generalizar para comprender; 11) para generalizar es necesario partir de cierto número de hechos, en situaciones tales de diferencia que la propiedad no deje lugar a dudas de su condición de ser común, dentro del enunciado”.

Y más adelante (pág. 51) advierte: “En toda demostración gráfica se procederá según este orden: a) construcción; b) inducciones; c) análisis o razonamiento; d) discusión; e) conclusión”. Esto es el paso 18 del total de 20 que indica como “pasos del proceso razonativo” que enumera para la resolución de problemas de geometría.

Sería formidable transcribir lo tratado a partir de la pág. 112, sobre enseñanza de la química, donde transcribe una “lección modelo” sobre “el hidrógeno”. Es la combinación perfecta del racionalismo cartesiano aplicado al método experimental de Bacon, y para la enseñanza propiamente dicha una forma interrogativa calcada de los diálogos socráticos. En una palabra: el ideal de un normalista, o mejor dicho, de un profesor de didáctica actual, de un profesor de práctica de la enseñanza o de un maestro de escuela normal que siempre se desesperan porque sus alumnos en las clases no responden exactamente como en los “planes de clase” se ha escrito que debían contestar. Veamos el principio de la clase: “Maestro: hoy vamos a hablar del hidrógeno. ¿Recuerdas que significa este nombre? Alumno: deriva del griego y significa generador del agua (¡Oh!, desesperación de practicantes cuando “el alumno” no recuerda la noción anterior con la cual se debe introducir el tema o lograr la motivación psicológica). M.: En efecto, se lo puede separar del agua, de la que es uno de sus componentes.

Podrás decirme cuáles son los otros? A.: Me parece que Ud. dijo, alguna vez, el oxígeno...” y así hasta el final.

En síntesis: el normalismo argentino, por lo que respecta a su estructura pedagógica, desarrollóse dentro de los moldes del “metodismo”, de concepciones didácticas basadas en principios racionales y científicos. Tuvo la pretensión lógica para los moldes de pensamiento de la época, organizar “científicamente” la enseñanza, con preceptos claros y racionales, armonizados unos con otros. Dos grandes métodos: el inductivo y el deductivo como sus normas esenciales; dos procedimientos: el analítico y el sintético, como medios de desarrollo de las explicaciones; y dos formas: la interrogativa y la expositiva, para el trabajo del maestro frente a los alumnos, concluyeron la esencia didáctica de la Pedagogía argentina tradicional.

Planes y programas detallados, analíticos, fueron la consecuencia directa de la misma concepción. En las escuelas, las carpetas didácticas, donde los docentes desarrollaban –y desarrollan– con minuciosidad todos los temas de enseñanza, y un cuaderno de tópicos cotidiano, fiscalizado por directores e inspectores, fueron y son los sistemas de trabajo habituales.

Todo este mundo pedagógico tuvo su esplendor magnífico, pero vive hoy una decadencia parecida a la de los grandes imperios de la antigüedad. La mayor parte de las concepciones pedagógicas están signadas, a través de la historia, por un destino similar: desaparecidos los grandes creadores que las han dado a conocer, que las impulsan, que les dan vida, las sostienen y las glorifican con el genio de su acción personal, suelen caer luego, en manos de seguidores y discípulos en la rutina, en el esquematismo, en la frialdad de las reglamentaciones o de los métodos aplicados sin la chispa original del genio. Así sucedió con los famosos “principios pestalozzianos”. Su creador –o mejor dicho, su inspirador, ya que fueron sus discípulos los que los formularon expresamente– no los aplicaba porque siguiera un decálogo formulado previamente. Simplemente, los “vivía” en su acción docente, quizás sin haberse detenido nunca a meditar sobre ellos.

Muchísimos maestros se han dedicado luego a estudiarlos metódicamente, a analizarlos, a explicarlos, a trasmitirlos, y se han propuesto deliberadamente, en su acción docente, su aplicación cabal. Faltos, sin embargo, de esa “chispa creadora, original” de su concepción primera, ha logrado sólo un frío quehacer, carente de vida y de grandeza, rutinario, mecánico, esclavo de procedimientos y de sistemas que han matado, quizás, lo que pudo haber de espontáneo, de alegre, de vívido, de eficaz, en la propia obra impulsada sólo por el afán vocacional.

Lo mismo que con Pestalozzi y sus principios ha sucedido siempre con otros renovadores pedagógicos: con Montessori y su método para jardines de infantes, por ejemplo; con Dewey y sus principios generales; con Tolstoi –o su seguidor argentino: Vergara– y sus concepciones libertarias; con Herbart; y también, por supuesto, con los grandes pedagogos argentinos del positivismo y del racionalismo.

Los autores que hemos citado –José María Torres, Víctor Mercante– y tantos otros, fueron en verdad “creadores”, tuvieron la chispa vocacional que protege de la rutina, del esquematismo, de la estrechez mental. Ellos mismos en sus obras previenen contra quienes toman todo al pie de la letra y consideran casi como preceptos religiosos lo que no son más que grandes líneas generales de acción. Mercante, cuando transcribe los modelos de lecciones que nosotros hemos comentado –quizás con cierta ironía no dirigida al mismo Mercante justamente– concibe perfectamente que ello no es más que eso, precisamente: un modelo, un ejemplo, un “ideal de lección, nunca una lección real, viva, auténtica. José María Torres previene expresamente en más de una ocasión contra los excesos de rigorismo metodológico.

Pero todo es inútil: no se puede pretender que los miles y miles de maestros, de directores, de inspectores, que formaron las filas del ejército del magisterio, tuvieran todos el talento creador de estos hombres. Es natural, lógico –y lo decimos sin pizca de menosprecio hacia esas legiones de maestros, directores, inspectores– que hayan tomado simplemente lo esquemático, que no hayan poseído todos la “chispa de genio”, y en consecuencia el rigor metodológico nacido al amparo del positivismo, con el calor de los genios que desde el Renacimiento venían impulsando al mundo por la senda del progreso y de los descubrimientos, se transformase en “metodismo”: remedio del método, en meras exigencias formales, en directores o inspectores que se limitaron a exigir un cumplimiento “militarizado” de planes, programas, carpetas didácticas, horarios, métodos, procedimientos, formas. Quien no ha podido comprender bien en lo hondo la esencia íntima de la mayéutica socrática, sólo podrá entender la cáscara exterior que la cubre, y exigirá implacablemente la forma “interrogativa” a sus maestros sin alcanzar a entender que esa “mayéutica” es algo que va más allá de la exterioridad metodológica aplicada.
El normalismo argentino cayó, pues, andando el tiempo, en un “metodismo” frío, vacío de contenidos reales, carente de chispas vocacionales, en lecciones bien ordenadas, pero faltas de vida, en maestros que preparaban bien sus clases y sus carpetas, pero que no entusiasmaban a sus alumnos, o que se conformaban con haber cumplido un horario, una carpeta, un procedimiento, sin detenerse a averiguar si todo ello –que debía estar simplemente al servicio de un fin– no había sido logrado a costa de ese fin, justamente.

En una palabra: en el “metodismo” se halla la grandeza y la pequeñez del normalismo argentino. Grandeza, porque esta concepción, en su aplicación original, primitiva, y en la primera época de la escuela primaria argentina, fue la que sirvió para el impulso avasallador de la instrucción pública, la que dio los instrumentos necesarios para realizar en relativamente corto tiempo los grandes ideales políticos sociales que inspiraron nuestras leyes de educación común; y porque este “metodismo” dio también como frutos maestros inigualables, mentes creadoras de excepción, hombres que elevaron el prestigio de nuestra Pedagogía y que en cauces diversos del orden de la cultura o del quehacer político rindieron frutos magníficos. Pero también su pequeñez porque sirvió después –transformado en cosa muerta, en lastre que impidió e impide la renovación, el desarrollo de las vocaciones, que mata la espontaneidad creadora del maestro, que enfrenta a la escuela de aburrimiento y de rutina– para la decadencia implacable, constante, abrumadora, del magisterio, del normalismo en su conjunto, y de la escuela primaria en todos sus aspectos.



Capítulo III


Superación de todos los factores del normalismo


En la primera y la segunda partes de este trabajo hemos enumerado los caracteres que impregnaron el movimiento normalista en la Argentina. Analizamos así los aspectos filosóficos, político, cultural, humano y pedagógico. Esos aspectos dieron al normalismo su vida propia y lo convirtieron en un fenómeno típicamente argentino, a tal punto que –a nuestro juicio– lo tornan inconfundible con cualquier otro movimiento similar en el mundo.

Pero en el momento actual –o mejor dicho: desde hace dos o tres décadas, como mínimo– todos esos factores ya no son los mismos o directamente no existen más. En una palabra: han sido superados.

Observemos esto detenidamente.

El aspecto filosófico


Creemos innecesario demostrar o explicar la caducidad del positivismo puesto que ello está plenamente aceptado en todos los círculos de estudios filosóficos actuales, y en el día de hoy el positivismo se estudia como un momento histórico del filosofar. Si alguien pretendiera discutir este punto no quedaría más remedio que remitirlo a los profesores de filosofía de nuestro tiempo, a las obras de filósofos contemporáneos o a los textos u obras más en boga en la actualidad. La supervivencia de alguna mente de tipo positivista o la supervivencia de concepciones de origen positivista que se han incorporado definitivamente a las estructuras culturales del mundo no significa, por cierto, que el positivismo, como filosofía propiamente dicha, perdure aún.

Pero lo que más nos interesa en este momento es destacar cómo la caducidad del positivismo significa, a la vez, la caducidad de otras muchas concepciones en lo político, en lo económico y en lo social, que repercuten directamente en nuestro asunto.

Una de las concepciones que ya no goza de esa “fe” ilimitada, propia de la época de la Organización Nacional, por ejemplo, es la del “progreso”, ilimitado, seguro, indudable. El hombre de hoy no es pesimista, en el sentido de que desconfíe –como postura vital– de las posibilidades de mejoramiento o de progreso, pero tampoco “cree” en ese progreso con el tipo de creencia casi religiosa que tenía vigencia hace ochenta años. El hombre de hoy ha comprendido que la cosa es un poco más difícil de lo que pudo suponerse, y que no basta armar estructuras muy bien arquitecturadas en todos los planes –económico, político, social– para obtener sin más un progreso infalible. Dos ejemplos bastan para demostrar lo que venimos diciendo.
El hombre de nuestro tiempo ha aprendido –y por cierto que muy dolorosamente, a costa de una experiencia propia que todavía lo lastima– que una Constitución, por más perfecta que sea, no garantiza por sí misma el progreso o la seguridad jurídico-política de un país. No basta que la Constitución establezca con claridad el juego armónico de los tres poderes para que ese juego se cumpla tal cual se ha decidido “a priori”. Quiérase o no, dígase o no, sépase o no, existe hoy una “desconfianza” en el poder de la Constitución para ordenar la vida de los pueblos. Se ha comprendido que existen otros factores en la vida social, imposibles de escribir, de “racionalizar”, de estructurar en un edificio jurídico, que pesan tanto como la Constitución. Y esto no sólo por una realidad empírica que se lo indique intergiversablemente, sino porque su propia mente no es más “racionalista” a la manera del positivismo, sino que ahora esa misma razón está conmovida, alterada si se quiere, por nuevas concepciones lógicas, psicológicas, gnoseológicas.

Otro ejemplo podemos poner: la fe del hombre del siglo XIX en la alfabetización, en el poder de la escuela primaria. ¿Cuál era, en el fondo, la postura sarmientina? Pues una fe –casi conmovedora– en que todos los hombres, una vez en posesión de ese maravilloso instrumento que es el alfabeto, harían lo mismo que él: instruirse, capacitarse, elevarse social y espiritualmente. ¿Podía suponer o imaginar Sarmiento que los hombres usarían ese instrumento maravilloso para leer tan sólo historietas ilustradas, chismes de la vida de los artistas, noticias policiales de corte morboso, publicaciones pornográficas, las páginas de fútbol y de carreras? “Y cuando funda las bibliotecas en el interior de la República, en los lugares de población rural, en las postas de las mensajerías, y cuando adquiere de la casa Appleton, de Estados Unidos, una colección de cartillas sobre las ciencias, él está pensando en las de Ackermann que leyó en su adolescencia y en que quizá algún joven de talento y con vocación, entre esos gauchos descalzos o calzados de ojotas, podrían despertar al llamado de esas lecturas” .

El mundo de hoy ha comprendido que la escuela primaria, por sí sola, no basta para lograr aquella obra de “educación del soberano” que se ansió en el siglo XIX. Que los hombres equipados con el alfabeto no son por eso sólo tanto mejores como se pudo suponer, y que, por lo menos, es necesario prolongar la obra de la escolaridad para obtener los resultados eficientes que se pretendieron lograr. También aquí la vieja fe en el progreso del hombre ha sufrido un rudo impacto y se acepta generalmente que ese progreso social, económico, político, es bastante más complejo y que no basta para lograrlo enseñar a leer y escribir a todos los hombres.

El aspecto político


El avance social y cultural han dado origen, en el país, a otras fuerzas educadoras de importancia casi pareja a la de la escuela, y a veces más grande. Son los factores que se suelen llamar actualmente las “presiones sociales”, bien conocidas por los estudiosos de Sociología. Esos elementos no existían –por lo menos en la medida de nuestros días– en la época de la Organización.

Para formar el sentimiento de unidad nacional y de nacionalidad propiamente dicho, es necesario ahora confiar en muchos otros factores aparte de la escuela. Esta seguirá cumpliendo su misión en tal sentido, pero a su lado marchan otras fuerzas que a menudo tienen más eficacia.

Desde 1852 a hoy, el sentimiento de “unión nacional” se ha asentado sobre bases muy firmes. Los antiguos localismos y recelos interprovinciales han prácticamente desaparecido, y lo que resta de ellos –aislado en fenómenos artísticos o anecdóticos o en minorías de descendientes de familias de viejo linaje– no cuentan como elemento decisivo en nuestra vida política. La atenuación creciente del federalismo político ha conducido a un unitarismo de hecho que se podrá condenar o lamentar pero no negar como realidad incontrovertible. Medios de difusión como el periodismo o la radiodifusión colaboran con mucha más eficacia que la escuela en mantener este sentido de unidad, y aún circunstancias imprevisibles tiene una importancia notable. Entre ellas, el fútbol, u otras manifestaciones deportivas –carreras de automóviles, boxeo– que conmueven emocionalmente a toda la República, de un extremo a otro .

En cuanto a la acción política propiamente dicha de lo normalista, es también cosa obvia y comprensible que ella no pueda tener ya ninguna importancia. En la actualidad, la enseñanza secundaria es cosa común y ella no da por sí misma el prestigio que podía otorgar en 1890. El título de “doctor” se convirtió luego en el gran “sésamo” para la vida política, y si hoy algún normalista propiamente dicho descuella en la acción política se debe a otras actitudes personales y no contribuye un caso común que forje –como antaño– un fenómeno social de contornos definidos. Un maestro no es hoy nada más –en orden o prestigio social– que un par con los bachilleres o los peritos mercantiles.


El aspecto humano


Tampoco puede ser ya el mismo que en los tiempos iniciales del Normalismo. Quedan, todavía, es cierto, numerosos rincones del interior del país donde la Escuela Normal sigue siendo la única salida en cuanto a estudios para jóvenes de ambos sexos, y especialmente para las niñas. Pero en los centros urbanos todo ha cambiado. Si bien muchas niñas estudian en Escuelas Normales –el peso de la tradición es muy grande– poco a poco se advierte una orientación más amplia en las preferencias femeninas. Pero ocurre algo que todavía no se nota con claridad: no importa que las niñas que egresan de sexto grado sigan la Escuela Normal. Donde se advierte definidamente la desaparición siempre en aumento de la vocación magisterial femenina es en los cuartos y quintos años del Magisterio, en los que se comprueba fácilmente que la gran mayoría de las alumnas desean seguir carreras universitarias que casi nunca tienen que ver con la enseñanza. La maestra suplente que va a cumplir su obligación a la escuela primaria con los libros de la Facultad de Medicina, Abogacía o Arquitectura bajo el brazo, que no se puede quedar a la reunión de personal convocada por la directora porque debe llegar a una clase de trabajos prácticos –o simplemente asistir a una conferencia o a un curso libre– es algo totalmente distinto de la maestra joven de hace treinta o cuarenta años que comenzaba su carrera pensando que había llegado al más alto grado de las aspiraciones intelectuales o económicas de una mujer. Las más inteligentes y capaces, las muy ambiciosas o esforzadas, seguían, a lo sumo, un profesorado.

En lo cultural


Prácticamente lo dicho hasta ahora explica también este punto. El avance cultural general del país, la difusión grande a la enseñanza secundaria, han “empequeñecido” a la Escuela Normal. Es una gran ciudad, por ejemplo, en un barrio de clase media, la maestra que no es más que eso, que no se ha perfeccionado por sí misma de ninguna manera, se halla frente a las madres comunes de sus alumnos en un plano de igualdad. Quizás cualquier madre común, medianamente inteligente o inquieta, que lea algunas revistas especializadas o haya asistido a una conferencia sobre problemas de conducta en los niños, podrá darle indicaciones sobre una serie de problemas de la vida infantil que la maestra desconoce. En el medio social actual la maestra, sólo maestra, carece de “prestigio social”, de nivel intelectual superior.

Imposible es, por lo mismo, que los “normalistas” de hoy cumplan una acción cultural de difusión o de creación como la de sus antecesores del siglo anterior o principios de éste. Hace ya largas décadas que en todo el territorio nacional funcionan Institutos superiores del Profesorado, y Universidades con toda clase de Facultades, y son ahora sus egresados quienes cumplen aquella misión que transitoriamente realizaran los normalistas de antaño, en la difusión de libros de texto, en la creación o investigación científica o humanística, etc.

En lo pedagógico


Llegamos aquí al aspecto más delicado, y también al más importante en cuanto al destino mismo de la Escuela Normal Argentina.

Hemos dicho que la esencia del normalismo –en el orden pedagógico– conocióse con el nombre de “metodismo”, y hemos caracterizado en las páginas anteriores las virtudes y defectos de tal metodismo. Justamente contra sus aspectos más negativos –su rigidez, su aridez, su falsedad, su esquematismo frío y carente de vida– se levantó en el primer tercio de este siglo una gran voz: la de Giovanni Gentile, el filósofo italiano que se convirtió en algo así como el “campeón del antimetodismo”. Lo importante de su postura es que ella reflejó un pensamiento muy vasto y también la opinión de nuevas posturas filosóficas que por entonces reemplazaron, en Europa, a las de tipo positivista. En Alemania surgieron, asimismo, pedagogos de corte neo-idealista, y surgió toda una “pedagogía de la personalidad” en seguimiento de las teorías básicas de Max Scheler, por ejemplo. Ambas corrientes llegaron a la Argentina por vía de las cátedras superiores de Pedagogía y tuvieron alguna influencia, grande en lo teórico, pero pequeñísima –casi insignificante– en la realidad concreta de nuestras Escuelas Normales, y más pequeña todavía en la acción didáctica efectiva de las escuelas primarias.

Gentile –que fue designado ministro de Instrucción Pública por Mussolini en 1923– llegó a tanto en su “antimetodismo” que suprimió del todo, en las Escuelas Normales, la “práctica de la enseñanza” y casi la totalidad de la formación pedagógica y didáctica.

A su juicio, la mejor formación para los futuros enseñantes –ya sea del ciclo primario o secundario– es una muy buena formación científica y filosófica. Dice con punzante ironía en su obra pedagógica fundamental: “Sumario de Pedagogía como ciencia filosófica” (Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1946): “El secreto del maestro (¿quién no lo sabe ya?) es la ciencia del método : y por esto antes se denominaban escuelas de método a las escuelas normales que preparaban maestros. Más que dar una cierta cultura, se quería en ella y se quiere ahora encaminar a conferir la habilidad de comunicar a los demás la cultura misma. En el común concepto de maestro, entonces, está convenido que, como sin duda la inducen a pensar múltiples observaciones empíricas, una cosa es el saber y otra es el método para adquirirlo o hacerlo adquirir (que es lo mismo). Una cosa en general, es una forma del espíritu, otra su generación. Lo que ciertamente es un absurdo, a pesar de que muchas y graves son las apariencias contrarias” (pág. 205). Más adelante, caracteriza, en forma cruel, es cierto –pero desdichadamente exacta en más de un caso– al maestro que carece de una auténtica y viva, vital, cultura y degenera en el “pedante”: Todo le parece hecho de una manera determinada, porque él es siempre de esa manera. Repite siempre las mismas palabras, porque cree que ellas se adaptan a todos los casos, entre los cuales no ve diferencias. De cuanta cosa cree haber comprendido, se hace un modelo, una regla absoluta... Así el maestro que cree llevar en el bolsillo, encerrado en un manual para leer y releer, el tesoro del saber que le toca enseñar, el maestro amanerado, se convierte en ese famoso tipo de pedante que ha sido, a la vez, durante siglos, la tragedia opresiva y la jocunda comedia de la juventud humana” (pág. 208).
Posteriormente, Gentile condena con palabras severas la pretensión de formar maestros mediante normas metodológicas, y pone ejemplos de maestros famosos (Savonarola entre otros) conmoviendo a sus auditorios y logrando las mejores lecciones posibles sin tener ninguna formación didáctica.

Digamos en este punto, que por supuesto no compartimos la postura gentiliana en su totalidad, que nos resulta exagerada y aún equivocada en sus basamentos esenciales, pero que reconocemos que ella ha sido una reacción justa, lógica, y útil contra el “metodismo” que hemos condenado. Indudablemente que el “metodismo”, carente de una excelente formación científica es absurdo, pero esto no quiere decir que la formación metodológica –dada además de esa excelente formación científica– sea innecesaria.

En síntesis, la polémica que desató Gentile puede resumirse en la que en nuestro país sostuvieron por décadas –con resonancias actuales todavía, aunque ya casi desaparecidas– los profesores “normales”, egresados de los profesorados en Ciencias y Letras de las escuelas normales, y los profesores del “Instituto”, o sea del Instituto Nacional del Profesorado Secundario. Los primeros reconocían que los segundos “sabían más” (es decir, les reconocían una mejor formación científica) pero les replicaba: “nosotros, en cambio (los normalistas) sabemos enseñar mejor, porque tenemos más preparación didáctica, somos maestros, hemos dado muchas más prácticas, etc.”. Y los profesores del Instituto hacían hincapié en la falta de conocimientos que daban los profesorados de sólo tres años de duración para otorgar un título que abarcaba la totalidad de las ciencias o la totalidad de las letras.

La influencia de Gentile en la Argentina se hizo sentir directamente en las Escuelas Normales cuando se redujo el ciclo del magisterio a dos años propiamente dichos, y se implantó el denominado “ciclo básico común al bachillerato y al magisterio”. Los normalistas, los viejos normalistas, no perdonaron nunca esa reforma, y consideramos que resumir toda la práctica de la enseñanza en un solo año y toda la pedagogía y didáctica en dos, es un delito de leso “normalismo”.

Luego se introdujo, en parte, algo de “filosofía de la educación” para responder a la exigencia gentiliana de “formación filosófica”, pero todo esto, es necesario aclararlo, no destruyó las tradicionales bases pedagógicas y didácticas de nuestra escuela normal que siguió marchando por los mismos trillados caminos que le fueron marcados en la época de la organización nacional. La pedagogía y la metodología positivistas, los conceptos de José María Torres y de Mercante, siguieron viviendo –y viven todavía– en nuestras escuelas normales. Un avance valioso fue la adopción de los bien documentados y actualizados libros de texto de Pedagogía y Didáctica de Hugo Calzetti –seguidor muy fiel de Gentile y de Lombardo Radice– pero es curioso comprobar cómo sus postulados teóricos no alteraron la tradición inconmovible de la “vieja guardia” del normalismo. El fenómeno era y es en verdad curioso: el profesor de Pedagogía o de Didáctica tomaba la lección a los alumnos por Calzetti y sus enunciados, pero la organización de la “práctica de la enseñanza” –que es en el fondo la auténtica formación de los futuros maestros– siguió siempre las mismas líneas, y quizás el profesor, cuando debía atender esas prácticas no se daba cuenta que estaba poniendo en ejecución principios contrarios a los que había hecho enunciar teóricamente.

Calzetti, por ejemplo, cita como “estudio histórico” de la Pedagogía la concepción de los pasos formales de la lección de Herbart, habla de la “real unidad de los momentos de la lección”, y este concepto se halla incorporado a los programas de Didáctica actuales. Sin embargo, la realidad es que la “mentalidad”, la “subconciencia”, digamos, de las escuelas normales, sigue dominada en manera implacable por el espíritu de los pasos formales.

Las nuevas concepciones de la psicología –comenzando por la teoría de la estructura, por no citar sino una de las principales– han llegado, sí, a los programas de psicología, pero no a las “estructuras mentales” de directores, regentes, profesores y maestros de las escuelas normales, y no han logrado variar un ápice los caracteres esenciales de las clases de práctica.

Cerraré estos comentarios –antes de entrar en el análisis de los programas de Didáctica– con el relato de una anécdota que tuve oportunidad de presenciar en Italia. En Roma, visité el “Instituto Magistrales” más importantes de la ciudad, y solicité asistir a una clase de práctica. Conversando con la profesora de la materia (“tirocinio” se denomina comúnmente allá) supe que recién desde 1946 se había reimplantado la práctica de la enseñanza, suprimida, como ya dijimos, por Gentile, en 1923. Y más adelante observé también que los planes de Pedagogía son más filosofía que otra cosa, pues la tradición gentiliana perdura con gran fuerza.

Supe, además, que cada alumna, al recibirse de maestra, ha dado un par de prácticas, y esto sólo indica la concepción en que se tiene a la materia en las escuelas normales de Italia. El hecho es que asistí a la práctica. Supongo que cualquier profesora de didáctica o directora de escuela normal argentina habría sufrido un desmayo al presenciarla. No había plan de clase, ni había nada que se pareciese a un cumplimiento muy ordenado y “metódico” de algún plan tácito. Había, además, una participación abundante e improvisada de la profesora de práctica y de la maestra de grado, que hacían observaciones a la prácticamente, le sugerían algo, formulaban un comentario en alta voz, o manifestaban una opinión, ya sea dirigida a la practicante o a mí. En una palabra: era la “anti-clase modelo”. Pero había también una extraña atmósfera de tranquilidad, de cordialidad, de trabajo en común entre la practicante, la profesora de práctica, la maestra de grado, las compañeras del curso de la practicante, y hasta de mí mismo, que me veía forzado, a veces, a participar del “equipo” de trabajo. Y pensé: no hay duda que un poco de nuestro “metodismo”, del metodismo tan caro a nuestras escuelas normales, vendría bien aquí; pero no hay duda tampoco que un poco de este espíritu vendría bien a nuestras escuelas normales, cuyas clases prácticas están siempre cargadas de tensión, de angustia para las practicantes, en las que la maestra de grado no es sino un fiscal acusador implacable que sigue la clase, plan en mano, lista a advertir errores y a bajar la nota; donde si entra la profesora de práctica o la regente o la directora de la escuela, la angustia de la practicante llega a límites extremos; y donde la tarea de “aprender a enseñar” se ha reemplazado, al fin, por la tarea de “calificar” la práctica, lisa y llanamente. Yo me sentí, al fin, cómodo y a gusto en aquella clase italiana. No creo que allá obtengan mejores maestras que nosotros. Tampoco creo que las obtengan peores. Serán, a lo sumo, maestras que aprenden su oficio –o no– luego que comienzan a trabajar “de verdad”.

Para concluir: ni metodismo ni antimetodismo: “el método al servicio del maestro, no a la inversa”. El método es un auxiliar del maestro, no el maestro un servidor del método. El practicante no debe ir a cumplir un método, como creen las maestras del curso de aplicación de las escuelas normales; el practicante va a utilizar un método para un fin distinto del método mismo. El método no es el fin: es el medio para cumplir un fin. Lo importante es el fin, no el método. Esta confusión es la tragedia del “metodismo” y de nuestro normalismo. Yo he visto a un inspector –gran maestro, a quien respeto en todo sentido– que prefirió, sin tomar conciencia de ello, el fracaso total de una clase modelo que estaba dando antes que alterar una norma metodológica rígida que se había impuesto para esa clase. Esto es: el maestro esclavo del método, cuando debe ser el amo del método.

La didáctica en la actualidad


Si se quiere tener un ejemplo claro y preciso de posturas metodológicas absurdas que perduran todavía en nuestro normalismo, se puede hacer un análisis de la Didáctica que se enseña actualmente. Personalmente he tenido la experiencia de ser profesor de Didáctica general en cuarto año de una Escuela Normal de la Capital, y luego de cierto tiempo preferí dejar la cátedra, entre otras muchas razones por estas que expresé en mi renuncia: “Obsérvese que mi tarea es eminentemente formativa: debo formar la conciencia docente y la capacidad técnica de mis alumnas. Pero ello no se logra por las vías comunes del estudio libresco, sino por la tarea de la observación atenta, menuda, abundante y detenidamente comentada y estudiada, y por vía de la enseñanza del profesor, lenta, sin apuros, calmosa. Pero resulta que cuando apenas tal tarea estaba iniciándose, cuando apenas habíamos comenzado mis alumnas y yo a entendernos algo, me veo obligado reglamentariamente a calificarlas: a ponerles una nota numérica. ¿Qué puede significar tal nota numérica? Si una alumna realizó una observación referente a una clase y se equivocó, ¿tendré que ponerle un 3?”.

Pero además de esa causa y de otras, comprendí que mi “insatisfacción”, mi sentimiento de “irrealización” con el curso de Didáctica, surgía de este motivo esencial: yo intentaba trasmitir a mis alumnas una “postura docente”, una “mentalidad didáctica”, un “espíritu docente”, para afrontar las tareas concretas que la labor magisterial exige. Pero eso que yo intentaba trasmitir –lo comprendí con inusitada claridad entonces– era el fruto de mis estudios superiores de pedagogía, de mis años consagrados a la lectura de obras de pedagogía, psicología, filosofía. En una palabra, lo que yo intentaba trasmitir a las alumnas era el fruto de una formación personal en lo pedagógico, en lo psicológico, en lo científico inclusive, en lo filosófico en gran parte, y de una experiencia docente. Y era imposible trasmitirlo “antes” de que las alumnas tuvieran un mínimo de esas formaciones. En una palabra, comprendí que la Didáctica es una “consecuencia”, un “resultado” que se da “a posteriori”, y que la Escuela Normal pretende el absurdo de darlo “a priori”. Con lo cual no logra sino dar un tremendo vacío en los alumnos.
Lamentablemente, es imposible hacer ahora una transcripción completa y el análisis correspondiente a los programas actuales de Didáctica, pero ello permitirá comprobar qué sin sentido es pretender lograr en un margen teórico de ocho clases por bolilla (la mitad de cada clase debe destinarse a “tomar lección” y calificar, algunas enteras a observaciones, otras a comentar las observaciones, otras a pruebas escritas, y las clases son prácticamente de 30 ó 35 minutos, y las alumnas llegan a ser 55 ó 60) una adecuada formación en temas tales como “La Didáctica. Su concepto. Su posición como rama de la Pedagogía” (parte de la primera bolilla). Piénsese que los alumnos todavía no han estudiado Pedagogía, y que pretender el “concepto” de una materia cuando se la va a comenzar a estudiar es uno de los absurdos lógicos más grandes que pueda imaginarse. El “concepto” de una materia se obtiene “después” que se ha estudiado esa materia, no antes.

La bolilla segunda indica: “El método. Su concepto...” pero el alumno del magisterio no estudia Lógica, y por lo tanto egresa sin ninguna posibilidad de tener una idea clara del método; y aprenderá huecas y vacías definiciones de “método inductivo” –prácticamente nadie: ni profesores ni alumnos, entienden en nuestras escuelas normales las diferencias entre método inductivo y deductivo– sin que a nadie se le ocurra jamás que sería preferible (¡ah Gentile!) estudiar un poco de filosofía y saber algo de Bacon y de Galileo.

La bolilla tercera pide: “Tentativas de separación entre método, procedimiento y forma de enseñanza. Su unificación en la realidad”, pero esto no impide que “en la realidad” de los planes de práctica se los mantenga bien separados, aunque los alumnos se reciban sin haber logrado entender jamás qué diferencia hay entre una cosa y otra.

La bolilla sexta indica: “Los pasos formales de la escuela herbatiana. Su superación en la didáctica moderna”. Si están superados, los pasos formales deben enseñarse en “Historia de la Educación”, no en el programa de Didáctica.
Pero lo notable del programa de Didáctica está en las “instrucciones”.

Si se quiere advertir hasta qué punto está oficializada la falsedad de la formación metodológica y su falta de autenticidad, obsérvese esto: (el subrayado es nuestro) “La observación se iniciará en ciertas condiciones: el profesor de Didáctica, cuando lo considere oportuno, solicitará de la Regencia, por escrito y con una anticipación prudencial, una clase en un determinado grado o sección...”. Es decir, que en cambio de llevar a los alumnos del magisterio, en cualquier momento en que lo crea oportuno, a una clase cualquiera de cualquier grado, el que más le convenga a su objetivo inmediato, para que observen una clase “real, auténtica”, los ha de llevar a observar una de esas “clases modelo”, esas farsas de clase, que nada tienen que ver con la realidad cotidiana del trabajo del aula, donde todo está preparado, organizado para la observación, hasta los errores quizás. Esto no quiere decir –aclaro– inmoralidad en los maestros. No es que preparen a los propios alumnos del grado –aunque en la realidad esto se hace sin necesidad de que los maestros lo quieran– para que engañen con falsas sabidurías, sino que ellos mismos entran en el juego de lo falso, por acostumbramiento tradicional.

Las instrucciones siguen (las bastardillas siempre son nuestras): “El maestro de grado será previamente notificado y luego la profesora anunciará al curso la clase que se va a observar, indicando grado, tema y objeto de la observación. Es conveniente que el profesor oriente estas observaciones mediante un cuestionario (que en la práctica se convierte en la guía inexcusable para la observación y en el encasillamiento obligado, que se trasmite por años y sin el cual ya ni alumnos ni profesores saben nada: una vez más se ha matado la autenticidad, la vida creadora). Los alumnos responderán por escrito y entregarán su trabajo individual de observación que debe ser clasificado por el profesor de la asignatura”. ¿Quiérese contrasentido más amplio? Piénsese que esa nota de observación, junto con una más en lección oral, bastará para calificar al alumno en un trimestre, y que de ello depende la famosa eximición. ¿Qué sentido tiene esta calificación? ¿Pero acaso el alumno sabe ya Didáctica, sabe ya ser maestro, o está aprendiendo a serlo? Si formula alguna observación equivocada, ¿hay que castigarlo con un aplazo? Pero, ¿no se advierte que estamos ante un absurdo que indigna?

Con respecto a las clases prácticas hay una instrucción que dice: “Se tendrá en cuenta la presentación del plan (por lo cual hay escuelas normales donde se califica a la prolijidad, el titulito hecho con letra gótica, el forro de la carpeta y otras ñoñerías semejantes) que es sólo un proyecto de trabajo”, pero la realidad indica que ningún practicante tiene libertad para salirse en lo más mínimo de su plan de clase. En la realidad, los practicantes son alumnos que van a cumplir un fin sagrado: “desarrollar un plan ya hecho, ya visado por todas las autoridades posibles, ya fiscalizado: ¡ay de quien lo altere!”.

Insisto: la Didáctica es una consecuencia de adecuadas formaciones previas: científica (el dominio pleno de cada materia, el dominio a fondo de sus fundamentos, la comprensión plena de su estructura gneosológica); filosófica; pedagógica (qué es la educación, qué es la escuela, cuáles son sus fines, papel del maestro en la sociedad, etc. etc. etc.) y psicológica. Después de esto, sea bienvenida la Didáctica, como reflexión sobre normas metodológicas y procedimientos concretos de acción. Pero después, no antes.

Perduración de formas arcaicas


Un ejemplo que debe ser conocido, como demostración de gravísimos equívocos que perduran en nuestro normalismo, es el de los planes de clase. Su estructura demuestra cómo la perduración de conceptos superados –en lo filosófico, en lo metodológico, en lo psicológico y en lo pedagógico– llega a límites increíbles. Por otra parte, su rigidez y su esquematismo frío conspira contra lo que puedan tener, con todo, de valor; y a ello se añade, como remate, la concepción un tanto “femenina”, un tanto “de escuela primaria”, que exige a menudo detallecitos de prolijidad, dibujitos o adornitos que concluyen por tornarlos –a veces– francamente risibles. ¿Qué se puede hacer frente a un plan de clase que enuncia que se dará el tema sobre tal o cual cuentecito en primer grado inferior para desarrollo del vocabulario y se lo presenta adornado con un lindo dibujito de un enanito –con barba y todo– en el bosque? ¿Y qué decir sobre el hecho de que este dibujito contribuye a que la práctica se califique, quizás, con un punto más?

Pero analicemos los detalles. En primer lugar, los planes de clase deben expresar el “fin inmediato” del tema a considerar. Como consecuencia, se llega generalmente a la conclusión notable de que el “fin inmediato” es siempre obtener conocimientos sobre el tema que se ha enunciado al principio. Tema: Descubrimiento de América. Fin inmediato: nociones sobre el descubrimiento de América. Y el “fin inmediato” es siempre algo parecido a “desenvolvimiento de aptitudes intelectuales” o a “formación de conceptos morales o formación moral o... etc. etc...”. Vale decir que se comienza el plan por enunciar cosas innecesarias, puesto que se deben dar por conocidas desde que son los fines generales de la educación en general.

Luego sigue el enunciado de “método, procedimiento y forma”. Solicitamos a quienes duden de nuestras palabras que procuren la oportunidad de ver una carpeta de planes de un alumno de una escuela normal –de hace diez años o de 1959: es lo mismo– y comprobarán si exageramos.

El método es invariablemente: “inductivo-deductivo”. Algunas veces suele ser al revés: “deductivo-inductivo”; y en contadísimas excepciones se comete la heroicidad de que sea “inductivo” solamente o “deductivo” solamente. Pero esto casi nunca ocurre, porque como nadie entiende bien la diferencia entre ambos y porque como instintiva y oscuramente los propios alumnos comprenden que la diferencia forzada entre ambos prácticamente no se da en la realidad, prefiérense esas formas “mixtas” que son menos comprometidas. Además suele ocurrir a menudo que se enseñan temas como “La batalla de Chacabuco” o “Vida de San Martín” con el método “inductivo”, lo cual es, sin duda, una hazaña intelectual tan portentosa que merecería una comisión de sabios para ver cómo ella es factible.

El procedimiento resulta siempre: “analítico-sintético” o “sintético-analítico”, aunque la primera expresión goza de favor generalizado. Naturalmente, sin análisis y sin síntesis no hay posibilidad de ningún proceso intelectivo, y por lo tanto hay posibilidad de error al enunciar esa fórmula.

Pero lo mejor sigue después: forma: “interrogativo-expositiva”, o, a veces: “interrogativa”, lo cual significa que el practicante no podrá “exponer” nada, nada, nada, ni una exposición de un minutito siquiera. Rara vez algún audaz se atreve a poner: “expositivo-interrogativa” porque esto de que la forma expositiva tenga alguna primacía sobre la interrogativa, si bien no contradice los dogmas resulta muy mal vista por la tradición normalista.

Hace ya muchos años –en 1912, para ser precisos– un excelente pedagogo italiano, Lombardo Radice, escribió páginas concluyentes sobre la falsedad de la distinción entre formas “interrogativas” y “expositivas”. Esas páginas no han podido ser refutadas jamás, pero esto no obstaculiza para que nuestras escuelas sigan empleando rígidamente tales conceptos. Y aún existen inspectores de enseñanza secundaria que tienen como preocupación esencial que los profesores asienten en el libro de temas si la lección será dada en una u otra forma.

Lo importante de la lección es que sea eso: lección, es decir, que “el profesor guíe y estimule en los alumnos un activo trabajo mental que les haga descubrir por sí mismos la verdad” (Vidari). Si existe este trabajo mental, la lección es lección y basta. ¿Qué me importa entonces si ha habido más exposición o más interrogación? Cuando un profesor universitario expone durante cuarenta minutos ininterrumpidamente, pero mantiene la atención de sus alumnos, que lo siguen atentamente, que están realizando un “activo trabajo mental”, que están siendo dirigidos al descubrimiento de la verdad, que están –mudos– llenos de interrogaciones al profesor, y este las va respondiendo en el curso de su disertación, ¿ha habido o no lección? ¿Y en forma interrogativa o expositiva? En cambio, ocurre infinidad de veces que se aplica la forma interrogativa “externamente”, mediante preguntas que llegan sólo a dos o tres alumnos de la clase, mientras el resto permanece alejado, indiferente, al margen de las explicaciones.

Si se observan detenidamente algunos diálogos socráticos –que son el ejemplo universal de la forma interrogativa– se verá que en última instancia muchos de ellos no son sino “exposiciones” del maestro a las que forzadamente se les hace tomar forma de interrogaciones, pero que muy bien podrían desarrollarse sin los “sí”, o los “sin duda”, o los “naturalmente” de los discípulos, en cuyo caso se entenderían tácitamente dichos en la interioridad de los espíritus de esos discípulos. En cambio, muchas exposiciones están cargadas de interrogantes, marcados como tales o no, pero sentidos como tales, que despiertan en el oyente –o en el lector– multitud de inquietudes, de preguntas, que se van aclarando luego en una palabra: la diferencia entre forma interrogativa y expositiva es meramente exterior: no afecta la esencia de la lección. Y aún esa diferencia en lo exterior –que es al fin lo menos importante del asunto– no se puede prever “a priori”, sino que se conoce recién cuando se está en pleno desarrollo de la tarea. Yo puedo pensar que iniciaré mi clase así o así (en cuanto a la forma exterior que aplicaré: tal parrafito, tal pregunta, tal chistecito, tal comentario, tal cuentecillo) pero jamás sabré con exactitud si la he de continuar toda entera en forma de preguntas, o con una exposición, o si tendré que exponer más que preguntar o viceversa.
Exigirle a los practicantes que “antes” de la clase sepan ya si han de aplicar una u otra forma es ridículo, aparte de inútil porque ello no afecta, repetimos, la “esencia” de la lección. Pero los practicantes, los futuros maestros, perdidos en este fárrago de exigencias sin sentido no alcanzan a comprender nada de su verdadera misión ni de qué es en verdad una lección.

Basta ahora para concluir, recordar que los alumnos del Ciclo del Magisterio tienen dos años, luego de los tres del ciclo básico, para su formación profesional específica. En esos dos años, sin haber comenzado a estudiar filosofía, ni psicología –psicología general se ven en cuarto año, psicología aplicada en quinto– deben estudiar didáctica, pedagogía, historia de la educación, didáctica especial de cada materia, política educacional y legislación escolar, hacer observaciones, dar prácticas en quinto año... todo en períodos anuales de 160 días hábiles, en días lectivos que abarcan cada uno seis o siete materias distintas, con “horas” de 35 minutos efectivos, y con divisiones que cuentan a veces 60 alumnas, sentadas de a tres en bancos que no resisten una... y así sucesivamente podríamos seguir con el largo capítulo de las penas generales a toda la enseñanza secundaria del país, que se añaden a los problemas propios de la Escuela Normal que hemos considerado.

Digámoslo con sinceridad: si algo queda, a pesar de todo, si de algo sirve aún la Escuela Normal actual es porque todavía sobrevive algo de un espíritu vocacional “normalista”, “magisterial” –que tan crudamente condenamos en sus aspectos intelectuales– pero que despierta, en algunos alumnos, pocos quizás, pero algunos al fin, vocaciones, entusiasmos, afanes, deseos de dedicarse a la profesión. Y esos alumnos, si llegan al cargo, buscarán por sí mismos la mejor manera de cumplir su labor. Pero esto, con ser algo, no puede satisfacer ni contentar a nadie. No basta ni representa al fin más que gotas de agua en el desierto. La solución debe ser otra.

Proyectos


Después de todo lo dicho, se pedirá, naturalmente, al autor de tanta crítica lo que suele exigirse en casos similares: “Bien, ¿y que haría usted, señor Sabelotodo? ¿Qué soluciones ofrece?

Comienzo por aclarar que esta posición me parece un tanto simplista. Suponer que todo crítico debe tener a mano soluciones o debe saber hacer mejor lo que ha criticado me parece erróneo. Si un crítico ha formulado objeciones severas y muy fundadas a cualquier tipo de concepto, esto no tiene nada que ver con la circunstancia de que luego pueda o no proponer otro en su reemplazo. Que yo ahora pueda proponer o no una solución aceptable para la formación del magisterio, no tiene nada que ver con la validez de las críticas formuladas con respecto a la Escuela Normal.
Sin embargo, no quiero dejar de formular alguna proposición en tal sentido, en primer lugar porque ocurre que tengo ideas al respecto, y en segundo lugar porque dichas proposiciones concluyen de explicar las críticas antes formuladas.
Pero debo formular dos aclaraciones básicas, con un ruego muy especial: que sean tenidas en cuenta por el lector. Primera: las reformas a la escuela normal son de doble naturaleza. Por un lado las referentes a las reformas de ella misma como escuela “normal”, o sea las referentes a la estructura magisterial propiamente dicha. Por otro lado deben considerarse las reformas comunes a toda la enseñanza secundaria. De estas no nos podemos ocupar en el presente trabajo, pero debe quedar entendido que cuando hablemos de nuestro proyecto de futura escuela normal, damos por supuesto que se haya realizado previamente una reforma general de la estructura de la enseñanza secundaria en general. Mientras persistan fallas fundamentales como las actuales en nuestro régimen de enseñanza secundaria –inadecuada edificación, sistema de profesores “taxímetro”, calificación por puntaje numérico con ridículas eximiciones, falta de tiempo, horas tan cortas que carecen de todo sentido y que son una especie de atentado contra la salud mental de los alumnos, sistemas deformados de aprendizaje memorístico, concepciones enciclopedistas totalmente fuera de época, remuneraciones insuficientes al personal docente, profesores sin título, y tantos otros males cuyo enunciado solamente sería ahora imposible– toda reforma de Escuela Normal o Comercial o Industrial carece de sentido. Aclarado esto digamos lo que sigue.

Dentro de la actual estructura educativa argentina (escuela primaria de siete años) considero útil que el futuro maestro curse primero el ciclo básico de tres años, luego ingrese a una Escuela Normal. Esta debiera ser un establecimiento dedicado a sus funciones de formación de maestro exclusivamente, sin el ciclo básico. Tendría un ciclo de cuatro años como mínimo, pero considero necesario que fuera de cinco.

En primero y segundo años se debería estudiar –aparte de los contenidos de formación general, como Matemáticas, Historia, etc. –. Pedagogía, Filosofía y Psicología. En tercero y cuarto años, además de los contenidos generales, se proseguirían los enunciados para primero y segundo, más cursos de Didáctica general y especial y observación. En cuarto año prácticamente debieran darse por concluidos los cursos sistemáticos de Pedagogía, Filosofía y Psicología, y reemplazárselos por seminarios de perfeccionamiento e investigación. Se intensificará Didáctica y las observaciones, seguidas de discusiones y comentarios. Se comenzaría con prácticas de ensayo, de estudio, de discusión, de “aprendizaje” en fin, no para ser calificadas con notas numéricas o para angustiar a las practicantes y a sus familias o para movilizar parientes y amigos en la búsqueda de ilustraciones o para adornar planes de clase con dibujos de enanitos barbudos.

Y quinto año debería ser dedicado exclusivamente a práctica de la enseñanza, realizada en escuelas primarias comunes, en las que el practicante estaría destinado en forma completa y exclusiva, cumpliendo suplencias de personal ausente, ayudando al director en tareas administrativas de tipo docente, y colaborando con el personal docente habitual en clases especiales, en dictado de unidades de trabajo completas, etc., etc., todo, por supuesto, según indicaciones, planes, programas de trabajo a cumplir y estudios teóricos que debería realizar por su propia cuenta a fin de presentar a fin de año un informe especial a manera de tesis.

Sí, sí: sueños, utopías, ambiciones alejadas de la realidad. Quizás. Pero entiéndase bien: o la Escuela Normal se supera a sí misma o perece. Las cifras indican que hay todavía –especialmente en el interior del país– preferencia grande por ella. Pero esto nada significa en cuanto a su calidad ni en cuanto a la posibilidad de que cumpla su misión. La Escuela Normal corre peligro de perecer en cuanto formadora de “maestros”, en cuanto escuela con una misión a cumplir en la vida de la sociedad.
Hemos criticado duramente a la Escuela Normal porque la queremos y porque creemos que tiene una alta finalidad de cumplir. Como dos hermanos que habitan la vieja casona familiar, vieja y llena de goteras, de roturas, de paredes descascaradas, de zócalos carcomidos, de escaleras peligrosas, que aman ambos el hogar heredado, pero que asumen posiciones distintas en la defensa, así nosotros: nuestra posición es la de sacar a luz los defectos y las goteras y los peligros y las señales de derrumbe, para aclararlos bien, dejarlos a la vista, a fin de que el arquitecto pueda repararlos y construir lo necesario a fin de que siga cumpliendo su misión. No creemos útil la posición de nuestro hermano que oculta las grietas y niega las goteras, porque creemos que de esa manera el derrumbe sería inevitable.

Perdónesenos, pues, si en el calor de la exposición se ha deslizado una frase hiriente, una ironía mordaz, una crítica severa. La intención que nos guía sirva de explicación suficiente y la situación realmente crítica a que ha llegado nuestro normalismo de justificativo abundante.


Buenos Aires, diciembre de 1959.

 

 

 



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Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina