Introducción
En agosto de 1958 fui invitado por la Asociación de
ex-alumnos de la Escuela Normal de Profesores Mariano Acosta
de la Capital Federal –de la cual egresé como
maestro en 1946– a dictar un cursillo sobre problemas
del normalismo, que culminó con una mesa redonda en
la que participaron especialistas y directores de escuelas
normales. A mi regreso del viaje de estudios que cumplí
en el año académico 1958-59 en Roma, con una
beca concedida por la UNESCO, la comisión directiva
del Comité Permanente de Enseñanza Media me
solicitó un cursillo de tres clases sobre “Presente,
pasado y futuro” de la Escuela Normal. Fruto de ambas
series de disertaciones es el trabajo que aquí presento,
y fundamentalmente él puede considerarse el desarrollo
de las disertaciones pronunciadas en el segundo cursillo,
dado en la Escuela Argentina Modelo en septiembre de 1959.
He querido cumplir con la promesa que me solicitaron entonces
en el sentido de que escribiría esas disertaciones,
y para ello he sacrificado la posibilidad de hacerlo con el
detenimiento que hubiera querido y que el tema merece. En
consecuencia, me he limitado a escribir con premura –exigido
por una lamentable falta material de tiempo– esta serie
de reflexiones, y ello aclara imperfecciones de forma o de
estilo que solicito sean excusadas, así como también
explica la ausencia de algunas fundamentaciones o citas más
prolongadas que en alguna oportunidad hubieran sido necesarias.
Declaro, sin embargo, que la rapidez ha conspirado contra
estas formalidades, pero que no ha afectado las cuestiones
de fondo que aquí trato, pues si bien no he podido
trabajar lentamente en la compaginación material de
este escrito, su “compaginación” mental
me ocupa –me preocupa– sin prisa y sin pausa desde
hace exactamente veinte años, es decir, desde que en
quinto grado, cuando contaba once de edad, se me ocurrió
que había de ser maestro.
Buenos Aires, 1960
Capítulo I
Los orígenes del normalismo
Introducción: Sentido polémico
del tema
Las palabras “normalismo” o “escuela normal”
se hallan cargadas de un tono polémico que es imposible
evitar. Difícilmente se habla de estos temas sin ubicarse
dentro de ese tono polémico, vale decir, sin caer de
inmediato en una postura de valoración o de defensa
o ataque. Es necesario, por lo tanto, antes de comenzar el
tratamiento propiamente dicho del tema, que aclaremos en qué
consiste esta polémica y expliquemos nuestra posición
frente a ella.
El primer
motivo determinante de las discusiones con respecto al normalismo
está dado por las implicaciones filosóficas
y religiosas que lo acompañan. Hablar de normalismo
significa también hablar de ley 1420, de positivismo
y de laicismo. En consecuencia, el “normalismo”
se enfoca con todas las pasiones que estos temas desatan siempre
en nuestro país, pasiones que nacieron en la época
de la Organización Nacional y que nunca se acallaron.
La Escuela
Normal de Paraná –“alma mater” del
normalismo argentino– tuvo sus orígenes gravísimas
dificultades por motivos de orden religioso, y las familias
tradicionales comenzaron por no enviar sus hijos a sus aulas
por considerarla opuesta a principios confesionales tradicionales.
El espíritu filosófico del positivismo inspiró,
además, a los grandes forjadores del normalismo y a
sus más destacados representantes, y aún hoy
se da el caso curioso de que algunas personas, cuando quieran
acusar a otras de hallarse en una situación de estructuras
mentales o culturales superadas y de aferrarse a esquemas
racionalistas demasiado severos, utilizan la denominación
de “normalistas” como definición de esa
postura mental. Ello nos ha ocurrido personalmente en el transcurso
de una discusión.
Ambos
hechos –el planteo filosófico y el religioso–
derivan, naturalmente, en consecuencias políticas de
variada índole, que han llevado al fenómeno
de que ciertos partidos de izquierda sean algo así
como los grandes abogados defensores del normalismo, mientras
que otros, de derecha acentuada, se hayan convertido en sus
grandes fiscales acusadores.
Queda
un segundo motivo desencadenante de la polémica en
torno al normalismo: la postura emotiva de los propios normalistas
–alumnos, egresados, profesores– con respecto
a la “escuela normal”. Las escuelas normales constituyen
en nuestro país uno de los pocos casos de establecimientos
educacionales con tradición propia, con un conjunto
de detalles –estilo, cuerpo docente, himno, etc. etc.–
que le otorgan un calor afectivo de singular fuerza. Es sabido
que en otros países esta tradición propia de
cada establecimiento escolar es cosa común, y sus egresados
y cuerpo docente adquieren un amor a la escuela y un espíritu
de unión que perdura por toda su vida y se transmite
de generación en generación. Este fenómeno
es, por el contrario, poco común en la Argentina –excepción
hecha de colegios de colectividades extranjeras o de algunos
religiosos– y sólo se manifiesta con intensidad
en el caso de las Escuelas Normales.
Colabora
en esto el hecho –imposible de darse en otros establecimientos
secundarios– de que muchos de sus alumnos cursan en
la misma escuela desde el primer grado elemental hasta el
último año del curso del magisterio, y el “tono”
de la escuela normal, enderezada a la formación de
profesionales que se han de dedicar a una tarea que requiere
dosis mayores de aspectos emotivos que otras. Todo ello determina
que cuando trata el tema de la escuela normal en la actualidad,
y se insinúa, por ejemplo, la necesidad de transformarla
o de recurrir a otros niveles de estudios para la formación
de maestros, esta “postura afectiva” hace que
muchas personas se sientan en la obligación de defender
algo que les es muy querido y se resisten de inmediato a todo
planteo que implique en una forma u otra la desaparición
de la escuela normal que ellos conocen, que aman y que consideran
insustituible. Es decir: apenas se insinúa una crítica
a la escuela normal, en muchos normalistas surge, por reacción,
y a menudo con la mejor intención, una postura de defensa
de esa escuela normal. Sin que ellos se den cuenta, están
dominados por el “tono emotivo” frente al problema.
Quisiéramos,
en consecuencia, adelantar nuestra postura en esta polémica
abierta sobre la escuela normal, y ello es necesario no por
razones personales sino para comprender bien el análisis
que sigue.
Frente
al primer punto de la polémica –planteo filosófico
y religioso– nos hallamos en una situación similar
a la que Sarmiento hizo famosa con su frase: “provinciano
en Buenos Aires y porteño en las provincias”.
En efecto: somos “normalistas entre los anti-normalistas
y anti-normalistas entre los normalistas”. No por adoptar
una postura original o poco común. Simplemente porque
entre los anti-normalistas sentimos, a menudo, críticas
tan injustas o tan tontas con respecto a la escuela normal
que nos sentimos impulsados a su defensa; y entre los normalistas
escuchamos a veces defensas tan simples o planteos tan elementales
y carentes de sentido, que nos sentimos impulsados a su ataque.
Por otra parte, adelantamos que nuestra posición es
fundamentalmente “histórica” en este planteo
filosófico y religioso: creemos que la escuela normal
ha cumplido una misión en la vida del país,
una misión de alto valor que no se puede negar ni desconocer
a pesar de sus inclinaciones hacia una determinada postura
filosófica y religiosa, que tenía en el tiempo
de sus orígenes, además. Pero creemos también
que en el momento actual los tiempos exigen otra cosa. En
una palabra: negar el ayer de la escuela normal nos parece
absurdo. Defender su presente basándose sólo
en ese ayer también nos parece absurdo.
Y con
respecto a la segunda parte de la polémica, aquella
determinada por el “tono afectivo” de los normalistas
hacia la escuela propia, diremos simplemente que nosotros
también amamos la escuela normal. Primero porque somos
también normalistas, y difícilmente habrá
quien sienta mayor emoción que nosotros cuando siente
cantar el Himno de su escuela normal; y en segundo término
porque creemos que la escuela normal debe continuar una alta
obra de cultura en el país, ya que a nadie se le puede
ocurrir que ahora es innecesario formar maestros. Y mientras
sea necesario formar maestros serán necesarias escuelas
normales, aunque su estructura sea cambiada en mayor o menor
grado. En una palabra: nos hallamos en la situación
de dos hermanos ante la vieja casa paterna, abandonada, con
sus paredes casi derruidas, llena de goteras, incómoda,
fría, carcomidos sus zócalos por ratones y polillas...
Uno de esos hermanos trata de ocultar los defectos de la casa,
pretende disimularlos, y hasta se enoja ante quien los señala.
Su postura, probablemente, no ha de llevar a otra cosa sino
a que dentro de muy poco nadie quiera o pueda habitar la casa,
o a que la casa se derrumbe de manera definitiva. El otro
hermano –nosotros– se preocupa de llevar ingenieros
y arquitectos y les proclama a voz en cuello los defectos
y los inconvenientes, les señala aún aquellos
ocultos y que no se ven fácilmente, esos defectillos
que sólo conocen quienes viven desde hace años
en la casa, porque quieren renovarla, perfeccionarla. Porque
la ama y porque cree que tienen todavía una misión
que cumplir, y ansía verla otra vez floreciente, llena
de vida y de tareas, sin goteras, sin paredes que se caen,
sin defectos por todas partes, puesta a nuevo, en fin, adecuada
a nuestro tiempo.
Los normalistas
que se empecinen en su postura afectiva y no den más
que eso –emotividad– en su defensa de la escuela
normal, la llevarán al derrumbe inevitable. Si alguien
puede salvarla todavía, serán quienes griten
contra ella.
Ubicación
histórica
Intentaremos realizar una “interpretación histórica”
de la escuela normal y de sus orígenes. No una “historia”
de la escuela normal, por lo cual no tendrán aquí
cabida datos referentes a la creación sucesiva de los
distintos establecimientos de esta índole nacidos en
el país.
Para
comenzar, en necesario “ubicar” el momento del
nacimiento de la escuela normal. Ello ocurre en el período
de la Organización Nacional, vale decir, en esa gran
etapa de la vida argentina que abarca desde 1852 hasta 1880,
aproximadamente. Los ensayos anteriores a este período
interesan a la “historia” de la escuela normal,
pero no a nuestro propósito, porque no han dejado huellas
de importancia en la organización ni en el espíritu
propio del normalismo argentino. Los sucesos posteriores tampoco
interesan fundamentalmente, porque lo ocurrido en este siglo
no ha alterado, en esencia, las características fundamentales
de las escuelas normales.
En los
capítulos siguientes veremos en detalle cómo
su espíritu pedagógico es, todavía, el
que nació con los grandes normalistas de fines del
siglo pasado o principios de éste.
En la
etapa de la Organización Nacional una nueva minoría
ilustrada toma en sus manos los destinos del país.
Los criollos de Mayo, los unitarios de la generación
de Echeverría, los caudillos de viejo cuño:
Rosas, Quiroga, López, son reemplazados ahora por un
conjunto de hombres empapados en los ideales del liberalismo,
del republicanismo, del constitucionalismo y del positivismo.
Son Urquiza –el Urquiza nuevo, el ilustrado, el organizador,
el fundador de colegios– Mitre, Bernardo de Irigoyen,
Rawson, Sarmiento, Roca, Wilde, Estrada, Goyena, Frías,
Lucio Vicente López, Cambaceres, los primeros radicales:
del Valle, Alem...
Es conveniente,
para comprender la casi increíble significación
histórica de esta época, recordar que ella reúne
–puede decirse– en un mismo instante, a hombres
del principio de la patria con hombres de nuestro presente
inmediato. Baste citar que en 1852 el gobernador de Buenos
Aires designado por Urquiza es nada menos que Vicente López,
el autor del Himno, el luchador en las calles durante las
Invasiones Inglesas; que en las jornadas de la capitalización
de Buenos Aires, en el 80, Hipólito Irigoyen es ya
un joven maduro; y que en los días del Parque, en el
90, están presentes el subteniente Uriburu, el cadete
Justo, el joven Marcelo T. de Alvear. Son hombres de nuestro
presente, contemporáneos para quienes hoy tienen cuarenta
años, y han sido contemporáneos de Sarmiento,
de Mitre, de Estrada, de Roca, de los hombres que se jugaron
contra el gobernador Vicente López.
Este
período, llamado tradicionalmente de la Organización
Nacional, ha sido decisivo en nuestra historia hasta el día
de hoy, y su continuidad jurídico-política no
fue alterada hasta 1930, en tanto que la continuidad de sus
estructuras mentales recién sufre su primera gran crisis
en 1946.
Por eso
hemos afirmado, también, que para entender el normalismo
hay que entender esta época y el espíritu de
sus hombres. Ello nos exige remontarnos un poco atrás
en el tiempo y dar un rodeo, algo largo, pero que nos llevará
exactamente al punto que nos interesa.
Bacon
y los orígenes del empirismo moderno
En 1561 nace en Londres Francisco Bacon, que ha de morir en
1626. Bacon es el gran renovador de la metodología
clásica del pensamiento occidental, afirma que el sistema
aristotélico, el “silogismo”, es un método
útil para demostrar verdades, no para descubrirlas.
En el silogismo, dice Bacon, la conclusión es algo
que está ya implícito en las premisas, so pena
de ser falsa. No se hace más que enunciar algo que
ya estaba contenido en las premisas, pero en rigor, no se
descubre nada nuevo. “Todos los hombres son mortales;
Sócrates es hombre; luego Sócrates es mortal”:
no se descubre nada al decir que Sócrates es mortal,
simplemente se “enuncia” una verdad que ya estaba
contenida en las dos premisas del silogismo.
Bacon pretende un método que le sirva para descubrir
verdades. Entonces escribe su "Novum Organum" es
decir, un nuevo "órgano” que reemplazará
el “Organum” tradicional de Aristóteles.
Es el método inductivo, base de la ciencia experimental
moderna. El método inductivo, tal como Bacon lo describe
tiene dos momentos fundamentales: el primero, “para
destruene”, debe destruir los conocimientos falsos,
dejar de lado todo aquello que se acepta sin base cierta.
Luego, vendrá el segundo momento: “pars construens”:
por medio de una serie de procedimientos –las famosas
“tabulae” de Bacon– habrá que comprobar
los fenómenos, de manera experimental, hasta enunciar
el nuevo conocimiento. Con Bacon comienza el gran avance de
la ciencia moderna.
Bacon
entrevé “la posibilidad de devolver al hombre
el dominio de la naturaleza mediante una ‘instauratio
ab imis’ de la Ciencia. ‘Saber es poder’
dice Bacon y el hombre puede cuanto sabe. El fin de la ciencia
es instaurar el ‘regnum hominis’ en el mundo.
Para realizar este fin, Bacon dice que es necesario un nuevo
órgano o instrumento de investigación. Hasta
ahora las investigaciones han sido obra del acaso. Es necesario
en cambio servirse de un método de invención,
de una especie de brújula del mundo intelectual, que
debe sustituir el viejo ‘Organon’ de Aristóteles”
.
Descartes
y los orígenes del racionalismo
Con Renato Descartes el pensamiento occidental realiza el
gran desarrollo racional. El filósofo de la “duda”,
el filósofo del “método” –conviene
recordar esta denominación que se da a Descartes–
concluye por ser el filósofo de la “certeza”,
de la claridad mental. El problema de la “certeza”
es una exigencia crítica para Descartes. No hay que
aceptar ningún conocimiento sin estar plenamente seguro
de que es cierto. Descartes duda pero no por una postura de
escepticismo, sino por una exigencia metodológica.
La duda es su método. Dudar es el procedimiento básico
para llegar a la verdad. Debo dudar hasta el límite
máximo posible de la duda, hasta que me estrello con
mi razón que me dice: de esto no puedes dudar: de qué
dudas. He aquí una certeza indudable. De la duda metódica
ha llegado a la duda hiperbólica, y de esta el “cogito”
cartesiano, a la primer certeza. De aquí en adelante
puedo construir todo un sistema de pensamiento racional.
Obsérvese
que tanto Bacon como Descartes parten de un primer momento
inicial: “pars destruens”, en Bacon, “duda
metódica” en Descartes.
Es, en
resumen, la quiebra del principio de autoridad para el saber.
Escuchemos a Morente:
“La duda cartesiana refleja la situación real,
histórica del momento. El hombre ha perdido sus convicciones
y no sabe a qué atenerse. No posee una verdad “cierta”
de que se halle a cubierto de la duda. Pero necesita esa “verdad”.
¿Cómo encontrarla? La duda cartesiana no es
escepticismo, sino, primero: la expresión de una actividad
de desconfianza y de cautela, la exigencia de una evidencia
indestructible; y segundo: un método de investigación
positiva, puesto que aquella afirmación que logre salir
victoriosa de los ataques de una duda metódicamente
llevada a los mayores extremos de rigor, será la verdad
“cierta” que buscamos y que podrá servirnos
de fundamento sólido para descubrir otras verdades”
.
Y más
adelante, el mismo Morente (pág. 18) añade:
“Descartes busca reglas fijas para descubrir verdades,
no para defender tesis o exponer teorías”.
Finalmente,
como explicación magnífica de la época
de Bacon y de Descartes, Morente, en el mismo prólogo
(pág. 11), habla del Renacimiento, luego de llamar
a Descartes “el primer filósofo del Renacimiento”:
“El Renacimiento es una época de crisis; es decir
(todos los subrayados son nuestros), época en que las
convicciones vitales de los siglos anteriores se resquebrajan,
cesan de regir, dejan de ser creídas. El quebrantamiento
de la unidad religiosa, el descubrimiento de la Tierra, la
nueva concepción del sistema solar, la admiración
por el arte, la vida y la filosofía de los antiguos,
los intentos reiterados de desenvolver una sensibilidad nueva
en la producción artística, poética,
científica, son otros tantos síntomas inequívocos
de la gran crisis por que atraviesa la cultura europea. El
Renacimiento se presenta, pues, primero como un acto de negación;
es la ruptura con el pasado, es la crítica implacable
de las creencias sobre que la humanidad venía viviendo.
El realismo aristotélico, que servía de base
a ese conjunto de convicciones, parece también con
ellas”.
Sciacca,
por su parte, apunta con notable acierto: “La reflexión
filosófica de los siglos XVII y XVIII desarrolla sus
motivos fundamentales al mismo que se da el progreso de las
ciencias naturales y se afirman los Estados Nacionales con
el declive de la sociedad feudal y del Imperio Universal del
Medioevo”... “La autonomía de la ciencia
es también autonomía del pensamiento humano,
como la autonomía del Estado (otro problema del pensamiento
humano moderno) es autonomía del individuo que reivindica
los propios derechos y su libertad en el Estado. Carácter
humano de la filosofía, de la ciencia, de la política:
he aquí el programa del pensamiento europeo del XVII
y del XVIII, bien distinto del de la Escolástica.
Cada
vez se avanza más en el empeño de dar un carácter
seglar a la civilización. El problema del método,
sin embargo, transferido por la ciencia a la filosofía
plantea nuevos e importantes problemas gnoseológicos
y metafísicos. Galileo había reducido los dos
momentos del método experimental a la inducción
y a la deducción; Bacon, en cambio, desarrolla solamente
la inducción y la subordina a la deducción;
Descartes, por el contrario, desarrolla la deducción
y deja casi abandonada la inducción. De este modo,
los dos momentos del método vienen a definirse como
dos métodos, como dos fuentes opuestas del conocimiento;
es necesario escoger entre ambos. En esta elección
se halla el origen de las dos grandes corrientes del pensamiento
moderno: a) empirismo inglés (Hobbes, Locke, Berkeley,
Hume) y el racionalismo francoalemán (Descartes, Malebranche,
Spinosa, Leibniz). Pero tanto los empiristas como los racionalistas
someten a la investigación crítica la inducción
y la deducción para medir su alcance. La sombra de
la duda, inicial (Descartes) o concluyente (Hume) corroe el
problema del conocer” .
La
situación política
“Desde mediados del siglo XIX, la ‘nación’
es el gran supuesto de la vida política europea”,
dice Julián María en su “Historia de la
filosofía”. Efectivamente, pero el proceso de
desenvolvimiento de las naciones modernas comienza con el
proceso de decadencia del feudalismo. En la Alta Edad Media
el sistema feudal comienza a resquebrajarse por la acción
combinada de los monarcas y la burguesía. España
primero, Francia después, someten por la razón
o por la fuerza a los grandes señores feudales mientras
la burguesía asciende en poder y capacidades económicas
e intelectuales.
Al llegar
el siglo XVIII la “ilustración” compromete
a las monarquías. Los reyes y emperadores aceptan a
los consejeros famosos de la época y el “despotismo
ilustrado” inicia su marcha. Nace la idea de que el
saber, la ilustración, “las luces de la razón”
son necesarios para el progreso de los pueblos y los Estados.
Los monarcas ilustrados tienen, de esta manera, las primeras
iniciativas en orden a la instrucción pública.
En la
Real Cédula de Carlos III, del 12 de julio de 1781
(según la transcripción que hace Lorenzo Luzuriaga
en su obra “Documentos” de legislación
escolar española) se indica que los padres deben dar
a sus hijos “la educación conveniente, aprendiendo
oficio o destino útil...” y más adelante
que se debe “arreglar cuanto antes la policía
general de Pobre y apartar a la mendiguez y de la ociosidad
a toda la Juventud, atajando el progreso...” y por fin:
“...pues con este impulso universal y sistemático
(se refiere a una obra educacional general por medio del Estado
como “supletorio” en casos de imposibilidad de
los padres) en todos los pueblos, se logrará desterrar
de ellos en su raíz la ociosidad y sacar partido ventajoso
de la multitud de personas que, aunque componen parte de la
población general del Reyno, son en el estado actual
carga, y oprobio de él contribuyendo semejante descuido
a mantener enflaquecida la fuerza esencial del Estado, que
consiste en disponer las cosas de modo que con el progreso
del tiempo no exista ociosa en el Reyno persona alguna capaz
de dedicarse al trabajo, por cuyo medio se logrará
que se arraiguen en estos reynos las Fábricas y Manufacturas,
ejercitándose en la preparación de las primeras
materias...”. Es curioso comprobar como Belgrano, en
sus Memorias del Consulado repite palabras casi idénticas,
y todo ello demuestra que antes de la concepción de
la democracia, el mundo había comenzado a comprender
la “utilidad” de la obra de la instrucción
para el adelanto general. Esto es lo que lleva –sin
contradicción con sus posturas políticas nada
democráticas o republicanas, por cierto– a Sobremonte
o al obispo San Alberto a sus intentos de instrucción
elemental obligatoria.
En 1789
la Revolución francesa transformará el panorama
político del mundo con el nacimiento universal de la
democracia como concepción filosófico-política.
La trasmisión de la soberanía al pueblo plantea
nuevos problemas educacionales que se añaden a los
que ya se habían planteado el despotismo ilustrado.
A las ideas del obispo Fray José Antonio de San Alberto,
en el virreinato del Río de la Plata, con respecto
a la necesidad de que los pueblos se ilustren para posibilitar
su progreso general y la salud moral de todo el país,
podrá añadir Belgrano sus concepciones sobre
formación de la ciudadanía en los modelos de
la democracia y para el cabal desempeño de sus funciones
cívicas.
Al llegar
1870, en Europa se han constituido ya todas las nacionalidades
modernas, en esquemas políticos claros y definidos.
Ya sea en forma de república, o de monarquía,
todas tienen una formalidad constitucional y una estructura
democrática, fronteras claramente determinadas, y gobiernos
centralizados. La República es el ideal más
avanzado: las monarquías son en verdad resabios de
una época anterior que los demócratas europeos
aceptan como necesidad transitoria o como elemento de orden
hasta tanto los pueblos superen sus propias deficiencias.
En todo caso, se exigen Estatutos o Constituciones. Es el
caso de Italia y la monarquía sabauda, que transige
con la fórmula mixta, símbolo de las dos posturas
presentes contemporáneamente: “Rey, por la gracia
de Dios y la voluntad del pueblo...”.
La
situación económica
La teoría económica de los “fisiócratas”
ha hecho su aparición en el siglo XVIII. La libertad
absoluta de comercio, la tierra madre de todo bienestar del
hombre, son sus elementos constitutivos fundamentales. Inmediatamente,
los “liberales”, con Adam Smith, el padre de la
economía política, sustentando ideas similares
aunque con algunas modificaciones. “Laissez fire, laisser
psser”: dejar hacer, dejar pasar, es el lema que imponen
a los gobiernos. Cuando menos haga un gobierno mejor será:
su obra fundamental es dejar que los particulares hagan por
sí mismos. La competencia libre, la anulación
de las barreras económicas entre los pueblos, la libertad
de comercio: tales son las banderas del liberalismo para lograr
la riqueza de las naciones y la felicidad de los pueblos.
Es una doctrina de estructura racionalista, es la mentalidad
cartesiana aplicada a un proceso de pensamiento aplicado a
lo económico. El mismo Adam Smith confía también
en la “ilustración”, en las “luces
del saber” para el progreso de los pueblos. Lorenzo
Luzuriaga cita en su “Historia de la Instrucción
Pública” esta frase del gran economista:
“Aunque
el Estado no obtuviera ventajas de la instrucción de
las clases inferiores del pueblo merecería llamar su
atención para que no quedaran sin ella. El Estado,
sin embargo, obtiene ventajas considerables de su instrucción.
Cuanto más instruidas son, menos propicias se hallan
a las ilusiones del entusiasmo y la superstición, que
entre las naciones ignorantes ocasionan frecuentemente los
desórdenes más espantosos. Un pueblo instruido
e inteligente es siempre más decente y ordenado que
uno ignorante y estúpido” .
A mediados
del siglo XIX, los grandes progresos de la ciencia provocan
los descubrimientos geniales de la técnica: la máquina
a vapor, el motor de explosión luego, la electricidad
y sus aplicaciones finalmente. Ha comenzado la revolución
industrial y sus gigantescas consecuencias internacionales,
en lo económico, en lo político, en lo social,
en lo filosófico.
Desde el inicial desarrollo de la burguesía medieval,
con su artesanado de alta escuela y el nacimiento de los primeros
establecimientos de instrucción pública de tipo
municipal para hijos de los burgueses, hasta este momento
en que adviene el proletariado industrial juntamente con las
primeras necesidades de una mayor instrucción para
responder a las necesidades de la nueva tecnología,
hay todo un vastísimo proceso histórico que
va a culminar con las modificaciones de las condiciones de
trabajo, otorgando el principio del “tiempo libre”
para los trabajadores y sus posibilidades concomitantes de
progreso personal en lo intelectual. Paralelamente, la formación
de las nacionalidades, de que ya hemos hablado, exige un proceso
educativo especial para formar el sentimiento “nacional”,
de tipo abstracto, difícil de lograr, que exige símbolos
(las banderas nacen en forma definitiva ahora, como representativas
de las naciones) y una preparación de corte intelectual
que no exigía el sentimiento ciudadano a la manera
ateniense o la adhesión al señor feudal; y el
régimen democrático impone “educar al
soberano” es decir, al pueblo, para que pueda ejercer
su destino de gobierno.
La
situación filosófica
Hemos partido del empirismo y del racionalismo. Son la quiebra
del mundo mental y espiritual del Medioevo, tal como han sido
caracterizados perfectamente por Morente y por Sciacca. Desembocamos
entonces en el siglo XVIII: “el siglo de las luces”:
el iluminismo: “hijo de la nueva ciencia experimental
–de la que son artífices, por las doctrinas metodológicas,
Galileo y Bacon, y por los descubrimientos, Galileo, Copérnico,
Kepler y Newton– y del racionalismo cartesiano...”;
“Para los iluministas cualquier otra autoridad (iglesia,
Estado) superior a la razón y jactanciosa de sus orígenes
no humanos, es falsa autoridad, la cual campea a expensas
de las supersticiones y de la ignorancia de los pueblos. (¿No
recordamos a Adam Smith?). Aclarar con las luces de la razón
las tinieblas de la superstición (léase el Anuncio
de Rivadavia en la “Gaceta” del 7 de agosto de
1812, pidiendo colaboración para crear un Colegio,
y se encontrarán idénticos conceptos y casi
las mismas palabras) de modo que sea redimida la Humanidad
del peso de la autoridad del pasado y de los poderes constituidos,
ídolos adorados bajo los falsos despojos de la verdad,
es el fin perseguido por los iluministas, a la vez con fe
y con fanatismo de apóstoles” .
Y llega
el siglo XIX: el positivismo reconstruye una concepción
del mundo. El hombre tiene otra vez la seguridad necesaria
donde afirmarse. La fe en la “autoridad” que se
había quedado en el Renacimiento tiene ya su reemplazante:
es la fe en la razón. El ideal perseguido desde Bacon
parece lograrse: el “regnum hominis” sobre la
tierra. La “metafísica” ha de dejarse de
lado como postura mental superada. El “adelanto”
del mundo es inevitable. La “evolución”
biológica está probada con Darwin: todo evoluciona,
todo “progresa”.
En lo
filosófico hemos llegado al estado “positivo”
de la humanidad; en lo económico tenemos un perfecto
sistema “racional” de comercio e industria: el
“liberalismo”; en lo tecnológico tenemos
los maravillosos resultados del maquinismo (aplicación
de la razón al quehacer tradicional, resultado de la
nueva ciencia experimental); en lo político tenemos
la organización constitucionalista, republicana, con
tres poderes racionalmente equilibrados: es el progreso en
todos los órdenes.
Hemos llegado al gran tema: el progreso, con mayúscula,
la fe esencial del hombre del siglo XIX, el gran punto de
coincidencia de las mentes del siglo. Todo puede y debe progresar:
la técnica, la ciencia, la industria, la estructura
política, el hombre, en fin. Y América: ¿cómo
no ha de participar de ese destino? Más que Europa
todavía: América es la tierra y los hombres
vírgenes donde todas las doctrinas se pueden aplicar
“ab imis”: desde el principio. América
está por hacerse. Hay que hacer su estructura política,
hay que hacer su organización jurídica, hay
que hacer su economía, hay que hacer sus hombres “nuevos”,
que llegarán a sus tierras desiertas para poblarlas
y cumplir los ideales mejores. América será
la prueba definitiva de esos ideales: en sus tierras nuevas
todo se alzará nuevo y puro: la economía, las
repúblicas, el hombre.
El
normalismo como fenómeno naturalmente coincidente con
la época
Retornemos ahora a la época de la Organización
Nacional de nuestro país. Pensemos: nos hallamos en
plena mitad del siglo XIX, ante un país nuevo que excita
los espíritus más progresistas, que despierta
los anhelos de los imaginativos y las ambiciones de nativos
y extranjeros. Un inmenso territorio está poblado por
un escaso millón de personas: todo está por
hacerse. Buenos Aires no es, en efecto, más que la
“gran aldea”. El resto de las ciudades son pueblecitos.
Un pasado reciente habla de montoneras, de luchas civiles,
de organización rudimentaria, primitiva. Organización
que respondió a una realidad incontrovertible, es cierto,
pero que parece “barbarie” a los ojos de quienes
miran Europa y sus estructuras –mentales, políticas,
técnicas– del siglo XIX. Han comenzado a circular
los ferrocarriles, los países se han organizado constitucionalmente,
las economías progresan, la revolución industrial
provee de elementos de gran calidad de bajo precio: es la
“civilización”. Los hombres de la época
están ante un mundo virgen y nuevo, por hacerse, y
se les viene encima, se les “cae” el mundo decimonónico
con su euforia y su “progreso”, seguro, ilimitado,
incontenible, con su fe en la razón, en la ciencia...
Los versos
–que ahora nos parecen ingenuos y presuntuosos–
de Guido y Spano no hacen sino reflejar, con la capacidad
de síntesis genial que tienen los auténticos
poetas, esa fe, ese optimismo, esa ilusión, esa ambición:
“Calle Atenas su virtud/su grandeza calle Roma/silencio
que al mundo asoma/la gran capital del Sud...”.
El esquema
de Sarmiento, que ahora comenzamos a interpretar también
en sus errores, es, por entonces, natural, lógico.
Es, simplemente, lo que debió ser en su hora un esquema
de trabajo y de acción: “civilización
o barbarie” resume todo un planteo mental colectivo.
Civilización era el siglo XIX: el positivismo, la ciencia,
la fe en la razón, los ferrocarriles, la industria.
Barbarie la pampa inhóspita, inmensa, despoblada. Barbarie
un sistema de gobierno de tipo feudal: un caudillo dueño
de las tierras y detentador, además, del poder público.
Naturalmente,
el feudalismo tampoco fue “bárbaro” en
su tiempo. Los grandes señores feudales medioevales
eran eso: “grandes señores”, al estilo
de Quiroga, comerciante, industrial, riquísimo hacendado,
capaz de montar en pelo y manejar la lanza como un barón,
de encabalgarse con su yerno y su armadura, y también
de brillar en los salones en la conversación con damas
y caballeros. Pero, ¿qué había de parecer
este sistema a quien tenía su mente puesta en tiempos
del siglo XIX? América ha vivido siempre en esfuerzos
de adelantos históricos. Siempre nos hemos esforzado
por ubicarnos en un “tiempo histórico”
que no es el nuestro. El “tiempo histórico europeo”
ha signado nuestros pasos y esa ubicación ha sido nuestra
meta constante, para bien o para mal. En el siglo XIX la idea
de “nación” es el gran supuesto político
europeo. Ergo: la “nación” ha de ser nuestra
organización política. Las democracias constitucionales
son el ideal de las mentes más esclarecidas de Europa.
Aquí se habrán de organizar esas democracias
constitucionales, con más rigidez, si cabe, que en
la propia Europa. Ni siquiera monarquías constitucionales.
Repúblicas puras queremos para nosotros. Y nos largamos
a marchar por la senda del ideal. Ahora, en pleno siglo XX,
a cien años de distancia, comenzamos a apreciar cuánto
de imposible en tantos sueños, cuánto de utópico
en tantas ambiciones. Pero hace cien años nada era
imposible para la “Diosa Razón” y sus esquemas.
En síntesis, y para concluir: hay que lograr el progreso
en todos los órdenes. No será difícil
obtenerlo. Para todo hay soluciones “claras y distintas”,
como las ideas cartesianas. En lo político el progreso
se obtendrá mediante la organización constitucional.
Las constituciones son las deidades políticas sudamericanas.
Es un gran esquema político “racional”.
Los tres poderes, armónicamente equilibrados, son una
aplicación del racionalismo cartesiano a la política.
La Constitución debe ser “escrita”: otra
aplicación racional, otra exigencia de “claridad”.
Las constituciones americanas, es cierto, no son copia de
la realidad. No son la traducción escrita de una realidad
preexistente. Son más bien “programas”
a cumplir.
Carlos
Sánchez Viamonte ha destacado perfectamente este carácter
programático de las constituciones sudamericanas, lo
que determina también su exigencia fundamental de que
sean escritas y conocidas, difundidas, enseñadas a
todo el pueblo. La fe en la Constitución y sus mágicos
poderes es universal: conozcan todos los hombres un artículo
14 donde dice que “el domicilio es inviolable”
y ya ninguna policía violará nuestros domicilios.
Hombres escépticos del XX, ¡qué fácil
es ahora reírnos de estas ingenuidades del XIX, pero
qué conmovedora es aquella fe en el valor de un papelito
escrito!
En lo
económico el progreso se logrará rápida
y seguramente en poco tiempo: la doctrina del liberalismo
lo garantiza con la certeza de las demostraciones matemáticas.
Se implantarán los ferrocarriles, esas máquinas
maravillosas que en adelante inspirarán a los poetas:
véase Walt Withman; que llevarán, a medida que
avancen sus rieles, la “civilización” y
desterrarán la barbarie, que huirá aterrorizada
ante su ruido anunciador de nuevos mundos. Los inmigrantes
poblarán campos y los harán fructificar; establecerán
ciudades donde haya desiertos, y sus hijos crecerán
al amparo de leyes y constituciones, hombres nuevos en tierras
nuevas. “Gobernar es poblar” dirá, en plena
coincidencia mental de fe y de optimismo con Sarmiento, Alberdi,
por otros conceptos opositor ardiente del sanjuanino.
Los ganados
habrán de ser refinados. Hasta en las razas animales
la civilización suplantará a la barbarie, y
los bravíos toros criollos desaparecerán empujados
por los “puros” de razas especialmente concebidas
para un mercado internacional también racionalmente
organizado, con división del trabajo y todo.
Los alambrados “racionalizarán” las pampas.
El dominio ilimitado del gaucho, donde toda la tierra era
camino, será en adelante un esquema “claro”
y “racional”: por aquí campos para cultivo;
por allá, campos para pastoreo; por el medio camino
bien marcados. Basta de la barbarie de andar por donde se
quiera y carnear donde venga bien un animal cualquier para
comerse un churrasco. En adelante habrá sendas ordenadas
y leyes muy concretas que harán respetar marcas y propiedades.
El telégrafo
y los “remingtons” contribuyen a derrotar las
últimas montoneras. Y hasta el ejército se ha
de racionalizar y ordenar. Basta de generales improvisados
sobre el campo de batalla: ahora se han creado las academias
militares. Basta de reclutamientos improvisados, de milicias
provinciales: Pablo Richieri proyecta y hace aprobar su ley
de servicio militar obligatorio y las Fuerzas Armadas se convierten
en una “clara” organización militar, ordenada
y metódica.
¿Y
en lo social, en lo humano, en lo filosófico? Pues
para esto también hay respuesta cierta, también
hay seguridad absoluta de lograr el progreso universal de
todos los hombres, en sus dimensiones individuales y sociales:
la instrucción pública elemental, universal,
gratuita, obligatoria –y hasta laica, naturalmente,
en la mente de la mayoría de los hombres ilustrados
de la época– será el instrumento eficaz
para este objetivo. Sepan los hombres leer –es decir:
dominen este instrumento– y por medio de la “razón”
que encontrará ahora ocasión de desarrollo casi
infinito, progresarán cuanto quieran. ¿Quién
puede impedir a un hombre que sabe que sabe leer que progrese,
que se ilustre? Sarmiento y Lincoln: he ahí los casos
que se habrán de repetir en toda la humanidad. Eso
es justamente lo que cree Sarmiento: que todos los hombres
usarán del instrumento del alfabeto para hacer lo mismo
que él. Conocerán la Constitución Nacional
–que para algo está escrita y se distribuye en
las escuelas– y las leyes del país y no tolerarán
que se les nieguen sus derechos. “Un pueblo ignorante
elegirá siempre a Rosas”. Ilustremos a ese pueblo
y estaremos seguros. Los hombres del siglo XX sabemos ya que
no basta instruir a un pueblo y barrer el porcentaje de analfabetos
para evitar las dictaduras. Los hombres del siglo XIX creían
con fe de visionarios en la tesis contraria. Los campesinos
que sepan leer comprarán –o encontrarán
en las bibliotecas populares– cartillas de enseñanza
agrícola, de mejoramiento de suelos, de perfeccionamiento
zoológico, de métodos nuevos de trabajo.
os hombres
que sepan leer elevarán su espíritu con nobles
poesías, con bellas páginas. El periodismo –amparado
por la sacrosanta libertad de prensa– contribuirá
a realizar toda esta obra. ¿A quién se le puede
ocurrir que habrá de existir un periodismo dedicado
a explotar las noticias policiales o una serie de revistas
dedicadas a historietas tontas o a novelas eróticas
o a comentarios sobre noviazgos de artistas? Hombres del siglo
XX: no pidamos a los hombres del XIX capacidades de adivinos.
Ellos hicieron lo que debían, creyeron en una postura
lógica. Hoy es fácil hasta reírnos de
sus esperanzas, pero esas esperanzas exageradas, fantasiosas,
crearon, en verdad, un país nuevo.
He aquí
entonces, otra de las grandes tareas que los hombres de la
época de la Organización Nacional se lanzan
a realizar: la difusión de la instrucción pública
universal, obligatoria, la alfabetización. Hay que
ilustrar a los hombres, hay que convertirlos en “ciudadanos”
de una República, hay que “educar al soberano”.
Es necesario entender esto: son los mismos hombres que desparraman
a manos llenas por el país los ferrocarriles, los telégrafos,
las grandes leyes, las colonias de inmigrantes, los que difunden
la instrucción primaria. No hay “pedagogos”,
no hay “educadores” en el sentido moderno de la
palabra: hay grandes estadistas, grandes políticos,
que deben realizar el Progreso en todos los órdenes.
Y esta
instrucción pública elemental, gratuita, obligatoria,
uniforme, común, neutra, exige maestros. Maestros no
improvisados, sino formados adecuadamente, en instituciones
especiales. Entonces, nacen las escuelas normales, impregnadas
del espíritu de su época y de su ambiente. Ha
nacido, en el país, el normalismo.
Capítulo II
El desarrollo del normalismo
Introducción
Por las razones dadas en el Capítulo anterior y por
la manera en que hemos expuesto el “nacimiento”
del normalismo, se comprende fácilmente que este se
desenvuelve en nuestro país en forma concomitante con
otros fenómenos educacionales.
En efecto: el normalismo tiene origen y se desarrolla juntamente
con la difusión de la enseñanza primaria y con
las grandes leyes de instrucción primaria, provinciales
y nacionales. La Ley 1420, sancionada en 1884, es en verdad
el momento de la culminación del proceso. Nace cuando
ya se han dictado muchas leyes provinciales de instrucción
primaria, en cumplimiento de las prescripciones constitucionales
del artículo 5°, y cuando ya se han fundado numerosas
Escuelas Normales en todo el país. Sin embargo, la
natural gravitación posterior de esa ley nacional en
todo el ámbito de la República y su identificación
espiritual con los principios filosóficos y políticos
de la época, han hecho que se identificara con el fenómeno
“normalista”, y desde entonces, en el sentir general,
“normalismo” y “ley 1420” se hacen
casi sinónimos. Lo mismo pasa con la creación
básica de la ley: Consejo Nacional de Educación.
Se forma así un conjunto de instituciones, o un cuerpo
de funcionarios y personal docente, que se estructura alrededor
de la denominación genérica de “normalismo”:
escuelas normales, Consejo Nacional de Educación, Consejos
provinciales, direcciones generales, etc.
Otro
concepto se une desde entonces al “normalismo”:
el referente al “maestro del interior”, al maestro
de campaña, al maestro de las escuelas que no tienen
a menudo más que un miembro de personal docente, perdidas
en medio de la inmensidad de los campos, selvas o montañas.
Este personaje comienza a adquirir categorías de leyenda,
y su tarea merece siempre un adjetivo: “apostólica”.
Su obra difusora de los conceptos de patria y de ilustración
se perfila con caracteres especialísimos y es fuente
de permanentes exaltaciones. Mucha tinta se derrama sobre
el maestro de campaña, “mártir y apóstol”,
inútilmente, sin embargo, para conmover a las autoridades
que nunca supieron asignarle la jerarquía económica
o las seguridades de carrera necesarias para tornar aceptable
el sacrificio que se le imponía. Demasiada tinta, por
otra parte, como para impedir cierta exageración de
mal gusto que ha desdibujado el concepto y determinó
un cierto cansancio sobre el tema. Los maestros que sienten
auténticamente el impulso vocacional y las gentes honestas
que valoran este tipo de sacrificios, no pueden menos que
conmoverse ante la imagen del maestro de campaña e
indignarse ante quienes son incapaces de esos mismos sentimientos.
Pero en muchos otros sectores, no mal intencionados, sino
simplemente alejados de la tónica emocional de los
normalismos o del magisterio, se ha llegado a veces a una
especie de hartazgo con respecto a este punto, a menudo provocado
por una literatura demasiado doliente y hasta de mal gusto.
Por ello, el problema del maestro del interior se mueve entre
polos alternativos de exagerada declamación patriótica
y docente –en la letra– y de vergonzoso abandono
y olvido –en la práctica– con resultados
lamentables para lo que en verdad interesa: la escuela. Hacemos
estas salvedades previas al tema del Capítulo porque
queremos comenzar a tratarlo con ánimo sereno, con
la pretensión de alejarnos por igual de frías
posturas de pretendidos “realismos” y de ardorosas
posturas vocacionales, bien inspiradas, pero de corte adolescente
que tampoco conducen a nada útil.
Los
factores constitutivos del normalismo
Analizaremos cuatro factores constitutivos del normalismo
argentino: el factor humano, vale decir, el elemento que pobló
las aulas de las escuelas normales; el factor político,
o sea las concomitancias del normalismo con el desenvolvimiento
político nacional; el factor cultural, o sea las concomitancias
con el desenvolvimiento cultural; y el factor pedagógico,
o sea los caracteres referentes a la estructura pedagógica
y didáctica que caracterizó a nuestro normalismo,
y, por consecuencia, a la escuela primaria argentina.
Factor
humano
Es curioso comprobar como las circunstancias sociales determinan
caminos imprevisibles para determinadas creaciones. La Escuela
Normal nació al impulso de ciertos ideales y aspiraciones
que hemos resumido en el primera capítulo, pero su
desarrollo prosiguió rumbos propios que escaparon por
completo a las previsiones de sus creadores. Pudo haber fracasado,
por ejemplo, por falta de alumnos dispuestos a seguir la profesión
magisterial; o pudo haber dado pobres resultados por no hallar
un buen elemento humano. Las primeras escuelas normales pudieron
haber comenzado una vida pobre, y resumirse en sí mismas,
sin el proceso de difusión que comenzó al poco
tiempo y que aún hoy continúa.
La Escuela
Normal, en efecto, halló en el ámbito social
argentino un abundante elemento humano que pobló sus
aulas.
En el interior, principalmente en muchas de aquellas provincias
o zonas de campaña que comenzaron a partir de 1852
una época de estancamiento económico –piénsese
en las provincias que en ese tiempo iniciaron su “regresión
económica” ante el desarrollo vertiginoso del
litoral y las nuevas concepciones económicas instauradas
en el país– vivían núcleos de población
de buen nivel “social”, es decir, de cierto prestigio,
de linaje, de apellidos tradicionales, pero de escasos recursos
económicos. Quizá propietarios de grandes extensiones
de tierra, pero que no tenían posibilidades de rendimientos
como las magníficas praderas bonaerenses o santafesinas.
Estas familias no podían pensar en educar a sus hijos
en las Universidades de los centros urbanos, pero necesitaban
para ellos alguna profesión práctica, que les
permitiera obtener recursos de vida y a la vez un rango decoroso
dentro de la sociedad tradicional. Los podríamos llamar
“hidalgos pobres de provincia”, y si se quiere
pensar en un ejemplo típico no hay sino que recordar
el caso de la familia de Sarmiento, emparentada con los más
altos sectores sociales de San Juan y San Luis, pero que debió
vivir del afán doméstico y del trabajo manual
de doña Paula. Esto explica el fenómeno de que
ciertas provincias llamadas “pobres” han sido
grandes proveedoras” de maestros. Todos aquellos que
tienen experiencia docente en escuelas primarias, de cualquier
punto de la República, sabe bien que nunca falta el
colega puntano, riojano, catamarqueño o correntino.
Justamente, son provincias que quedaron sin posibilidades
económicas. Para la mayoría de sus jóvenes,
la Escuela Normal ha sido la única salida, la única
vía abierta hacia un porvenir.
En el
litoral y en los grandes centros urbanos, los hijos de los
inmigrantes fueron los principales “pobladores”
del normalismo. Las razones son parecidas a las anteriores.
Estos inmigrantes traían una decidida voluntad de superación
económica y social, que si no se hacía efectiva
en ellos mismos, debía lograrse, al menos, en la generación
siguiente, la de sus hijos. El rumbo de la Universidades era,
a pesar de todo, demasiado para la mayoría de ellos.
Afrontar la perspectiva de cinco años de estudios secundarios
más seis o siete de universitarios, con gastos permanentes
de libros y de mantenimiento del hijo, resultaba empresa de
riesgos superiores a las posibilidades de la mayoría
de los inmigrantes. En cambio, la Escuela Normal, de cuatro
años de duración, con la obtención de
un título de interesantes perspectivas económicas
–sueldo aceptable, para la época, y sobre todo,
seguridad– unida a un prestigio social considerable,
hicieron que muchísimos hijos de inmigrantes siguieran
esa carrera. Ser “maestro” era mucho para el hijo
de un humilde obrero quizás analfabeto.
Pero
queda todavía otro elemento más que pobló
las escuelas normales argentinas en gran cantidad y que en
poco tiempo constituyó su mayoría absoluta:
el elemento femenino. Tanto en provincias como en las ciudades
del litoral, la mujer ingresó con entusiasmo en estos
estudios. Niñas de nuestra sociedad tradicional, que
ostentaban los más prestigiosos apellidos, y humildes
niñas de origen obrero o hijas de inmigrantes, se confundieron
en las aulas normales. Ser “maestra” era una profesión
decorosa, la única que se admitió por largos
años en la vida argentina para la mujer sin que sufriera
mengua su prestigio social. Esposas de médicos, abogados
o militares podían ser maestras, y no parecía
bien –por ejemplo– que fueran empleadas en una
oficina. Trabajar como maestra podía aceptarse siempre,
pues resultaba una tarea que admitía impulsos vocacionales
distintos de la mera necesidad económica, y en consecuencia,
esta profesión era una posibilidad lícita para
niñas de familias de linaje. Para las más humildes,
era siempre una buena posibilidad de ascenso económico
o social para sus hijas. Finalmente, la profesión magisterial
se prestaba, en cierto, para satisfacer vocaciones femeninas
del orden maternal.
Todo
esto determinó que la mujer se volcara decididamente
a la Escuela Normal, lo cual produjo consecuencias insospechadas.
El normalismo se ha convertido, de esta manera, en la puerta
de entrada de la mujer en la enseñanza secundaria.
Hace apenas veinticinco años, todavía la única
carrera “aceptable” para una mujer era, en general,
el magisterio. Gracias a esto, la mujer argentina ha proseguido
estudios secundarios en un número mucho más
alto que el que hubieran determinado los clásicos colegios
secundarios. Hoy –al menos en las grandes ciudades–
se considera natural que la mujer prosiga otros estudios después
de la escuela primaria, pero este acostumbramiento nació
con la Escuela Normal. La importancia que este hecho reviste
para la cultura nacional es obvia. No es necesario explicar
cuánto significa la cultura de la mujer en la vida
de los pueblos, y todos sabemos cuánto vale la mujer
que ha seguido estudios secundarios aunque no ejerza la profesión
que ese estudio le haya dado.
Para
terminar este enfoque –que debe entenderse en sus grandes
líneas generales, por supuesto, pues sería absurdo
negar las numerosas excepciones que necesariamente han existido–
recordemos que todo el elemento humano del normalismo: los
“hidalgos pobres de provincia”, los hijos de los
inmigrantes, y la mujer, tiene un denominador común:
la fe en el progreso personal por obra y gracia de la escuela.
Todos creen –ellos directamente o sus padres–
que por obra del estudio, de la Escuela Normal, en este caso,
progresarán económica, social y culturalmente.
O sea: hay en ellos, consciente o no, una coincidencia plena
con los caracteres que dieron origen al Normalismo y que hemos
analizado en el Capítulo I: fe en el progreso, fe en
el uso de la razón, fe en la ilustración como
motor esencial de hombres y pueblos.
Factor
político
Los normalistas y el normalismo tuvieron una doble acción
política en el país. Directamente e indirectamente
participaron activamente en la vida política nacional
de hasta principios de siglo. Sabido es que la formación
intelectual, los “títulos” intelectuales,
otorgan a los hombres, quiérase o no, un prestigio
social y una zona de influencia entre la comunidad que los
rodea, siempre que esa comunidad se halle a un nivel intelectual
inferior al que esos títulos o esa formación
suponen. Puede decirse que hasta fines del siglo pasado la
República Argentina debió reclutar sus minorías
dirigentes entre autoridades. Nuestros grandes prohombres
del XIX no pasaron, en su mayoría, por las aulas de
los estudios superiores, y muchos ni siquiera tuvieron estudios
secundarios. Recién a fines de la centuria comenzaron
a organizarse regularmente los cursos universitarios y los
superiores en ciertos planos profesionales, como los de las
fuerzas armadas, entre otros. De tal manera, los estudios
secundarios del tipo del magisterio y del profesorado daban
a sus egresados cierto prestigio y categoría social,
y también, indudablemente, un nivel intelectual superior
al mediano. Formados, por otra parte, con grandes maestros
argentinos y extranjeros –algunos contratados especialmente–
y con el fervor y el afán vocacional que daban conjuntamente
el ideal de la instrucción pública y los principios
casi religiosos del positivismo, muchos de ellos se lanzaron
a la acción política propiamente dicha, y alcanzaron
merecidos éxitos contribuyendo en buena medida al desarrollo
de la nación en diversos órdenes.
Pero
su acción política más importante no
fue esa sin embargo. La principal influencia política
del normalismo fue indirecta, es decir, la que ejercieron
a través de su labor docente. Dos sentimientos de tipo
político intentó formar la escuela primaria
argentina: el de unidad nacional y el de nacionalidad propiamente
dicho.
Después
de Caseros, la Argentina afrontó todavía –y
por diez largos años– graves crisis que hicieron
temer seriamente por su unidad final. La segregación
de Buenos Aires, a pesar de los sentimientos de unión
que animó siempre a las figuras más serias de
ambos bandos, pudo fácilmente degenerar en separación
definitiva.
El Pacto
de San José de Flores no logró borrar de los
sentimientos populares odios y pasiones que tantos años
–y tanta sangre– habían alimentado, y la
discordia entre “provincianos” y “porteños”
–y aún entre los nativos de distintas provincias
entre sí– perduró por decenios. Cuando
Mitre creó en 1862 el Colegio Nacional, le dio tal
nombre por un motivo político bien definido: quiso
un colegio secundario “nacional”, es decir, idéntico
en todas las regiones del país, con contenidos similares,
con una igual formación para todos los alumnos, de
cualquier provincia, y que respondiese a ese afán “nacionalista”
que fue, por entonces el más preciado timbre de honor
del gran estadista porteño.
La enseñanza
primaria se organizó en todas partes con esta preocupación
“nacionalista” y la ley 1420 lo contempla expresamente
en su articulado. La Escuela Normal respondió también
a este espíritu y es característico de ella
el sentido “nacional” de sus planes y programas.
Además,
en la época de la Organización resultaba indispensable
formar en todos los habitantes del país un sentimiento
de amor a la patria por entonces casi inexistente. Debía
formarse el sentimiento patriótico, apenas patrimonio
de minorías ilustradas, y reemplazado a menudo por
amores al terruño de noble factura pero insuficientes
par alas nuevas estructuras políticas. Recuérdese
lo que hemos dicho en el Capítulo anterior sobre el
esfuerzo americano de ubicarnos en el “tiempo histórico
europeo”, que a mediados del siglo XIX marcó
definitivamente “el gran supuesto histórico”:
la nación. Aquí vivíamos una estructura
política de la manera que lo entendió un poco
Rosas, de corte localista, de raíz jurídica
feudal (confusión de la propiedad privada con la pública,
etc.) y pasamos de golpe, por una decisión programática
y racionalista (la Constitución) a una estructura de
naturaleza republicana, democrática, nacional.
Había
pues que formar el sentimiento de “nacionalidad”
por medio de esta instrucción primaria obligatoria,
universal. Y los normalistas fueron los encargados de ello.
No era la única misión, con todo. En el orden
político había que “educar al soberano”,
es decir, capacitar al pueblo para el ejercicio del gobierno.
Había, pues, que formar tres sentimientos: de unión
nacional, de nacionalidad, y de ciudadanía, en el sentido
democrático del término. Las escuelas normales
encararon con vigor esta triple misión e inspiraron
a sus alumnos un credo político de patriotismo y democracia.
Un fenómeno
particular añadió a estas circunstancias su
tono casi dramático, pues el aluvión inmigratorio
tornó, a la par, urgente y difícil el cometido.
El sentimiento de “unión” no era tan difícil,
pues los nuevos integrantes de la comunidad nacional no cargaban
con los rencores del ayer, pero el de nacionalidad propiamente
dicho resultaba arduo de lograr.
Ello mismo excitó el celo de funcionarios y de los
propios normalistas, que aumentaron las “dosis”
–digamos así– de formación cívica
y patriótica en las escuelas.
El normalismo
y la escuela primaria argentina han quedado desde entonces
empapados en una tónica de este tipo que para quienes
la viven con sinceridad, y con la mente puesta en los fundamentos
emotivos que en la niñez son esenciales para lograr
estos fines éticos, resulta simpática, conmovedora
y nobilísima. Lamentablemente, para muchas personas
que no conocen desde dentro este espíritu, a veces
esto resulta simplemente sensiblero o declamatorio, aunque
debe reconocerse un poco de culpa en ello a cierto estilo
patriótico ya un tanto fuera de época y que
todavía subsiste en algunos establecimientos. Sea como
fuere, y sin entrar a juzgar ahora los resultados finales
que los normalistas han logrado en esta complicada misión
de tipo político que la sociedad les encomendó
–esperamos alguna vez escribir un ensayo sobre este
tema, y sólo pedimos por ahora que se eviten ligerezas
de juicio al respecto, pues existen múltiples circunstancias
que considerar–, creemos que lo han hecho con fe, a
veces hasta con pasión, y que su obra en tal sentido
es merecedora de aplauso.
A veces
las frases irónicas resultan fáciles para atacar
ciertas causas, o el frío análisis, desprovisto
de emotividades, puede ser invencible en sus razonamientos.
Así se ha condenado, a menudo, la obra del normalismo.
Pero hay un hecho indudable que queremos enunciar sin añadir
una pizca de sentimentalismo de ninguna naturaleza: la gran
mayoría del pueblo argentino, y la totalidad de los
descendientes de inmigrantes, sabe sus nociones básicas
–pobres o no es otra cosa– de patria, de próceres,
de Himno, de bandera, de San Martín, por obra y gracia
de sus maestros, de los normalistas. Y muchos, muchísimos
de esos normalistas, eran a su vez hijos de inmigrantes. Téngase
presente el fenómeno y recapacítese serenamente
sobre su significación, hasta como fenómeno
político-social pocas veces visto, quizás nunca.
Factor
cultural
Ya hemos explicado cómo el poseer un título
de maestro o de profesor significó, a fines del siglo
pasado y a principios de éste, un apreciable factor
de “elevación” cultural con respecto al
medio ambiente. Recuérdese –una vez más–
que por entonces era necesario “improvisar” los
profesores, los investigadores. Los hombres de la época
de la Organización Nacional fueron a un tiempo escritores,
investigadores, profesores, políticos y hasta guerreros.
Nuestras primeras promociones con formación cultural
sistemática, escolar, fueron los egresados del ciclo
secundario, y dentro de estos, los normalistas constituyeron
el núcleo fundamental.
Las letras
y las ciencias tuvieron, así, un aporte muy grande
debido a los normalistas, que al margen de sus tareas docentes
propiamente dichas, se dedicaron a otras de creación
cultural en casi todos los campos del saber. La poesía,
la historia, la geografía, las ciencias naturales,
etc., tuvieron en ellos los primeros difusores sistemáticos,
y por largos años los primeros libros de texto de autores
nacionales fueron obra de normalistas. Muchos de ellos se
usan todavía o, por lo menos, se encuentran en las
bibliotecas familiares con facilidad.
Además
de esto el normalismo significó, en el orden cultural,
otro importante avance que fue la difusión de la enseñanza
media. Ya hemos explicado esto anteriormente, pero no está
de más repetir ahora que esta difusión de los
estudios secundarios no figuró en las intenciones fundamentales
de los creadores de las escuelas normales, y sin embargo ella
ha constituido, andando el tiempo, uno de sus galardones más
preciosos. La elevación cultural general de la sociedad
argentina se benefició grandemente con esta expansión
de la enseñanza media, y particularmente por lo que
respecta al elemento femenino el normalismo fue el factor
decisivo. En este aspecto quisiéramos destacar algo
que a menudo no se considera adecuadamente. A la luz de recuerdos
personales, afírmase en ocasiones que “las madres
de antaño”, sin formación escolar secundaria,
tenían sin embargo un nivel cultural muy satisfactorio
y apto para cumplir con capacidad sus funciones de madres
y esposas. En general, se olvida al decir esto, que esas mujeres
pertenecían a una esfera social de alto nivel que les
daba por sí misma una formación escolar. Pero
para la gran mayoría de niñas hijas de familias
humildes o descendientes de inmigrantes de escaso nivel cultural,
ha sido la escuela secundaria quien les permitió una
elevación cultural amplia y casi gigantesca comparada
con los orígenes. La hija de inmigrantes casi analfabetos,
y transformada en el último curso del magisterio en
brillante alumna en variadas disciplinas, acostumbrada ya
al cultivo de excelentes poetas y escritores, a menudo creadora
ella misma en el campo de la literatura, y en no pocas ocasiones
dispuesta a la prosecución de los estudios superiores,
es un fenómeno muy conocido en la Argentina pero cuyas
consecuencias socio-culturales no han sido debidamente valoradas
todavía.
Factor
pedagógico
Entramos ahora en el aspecto “técnico”,
diríamos, del tema. La estructura pedagógica
del normalismo argentino respondió, naturalmente, a
las concepciones filosóficas vigentes en la época
de su creación, e impregnó a la escuela primaria
argentina.
Naturalmente, como derivación lógica de las
concepciones racionalistas y empiristas, la Pedagogía
del normalismo fue “metodista”. Aquí conviene
recordar que “normalismo” y “metodismo”
se han hecho sinónimos; que “escuela normal”
fue también “escuela de método”;
que los mismos normalistas se han enorgullecido siempre de
poseer “método” como virtud fundamental
de su capacidad docente... y ahora comenzamos a comprender
por qué nos hemos detenido tanto en las citas de Bacon
y Descartes que los presentan como los filósofos del
“método”, como los renovadores de la metodología
del pensamiento occidental.
Es sabido
que en el orden pedagógico el siglo XIX estuvo dominado
por la figura de Herbart y sus concepciones. Nacido en 1776
y muerto en 1841, sus discípulos difundieron por el
mundo sus ideas básicas, y creemos no errar demasiado
si decimos que hasta hoy –y seguramente por varios años
todavía– esas ideas básicas siguen dominando
el panorama pedagógico normalista y de la escuela primaria.
Dos son
los conceptos herbatianos que se han introducido definitivamente
en la Didáctica normalista argentina: el interés
y los pasos formales de la lección. Ambos se han transformado
en una especie de “deidades” metodológicas.
Los cuatro pasos formales de Herbart –claridad, asociación,
sistema y método– fueron convertidos, por sus
discípulos, en cinco: preparación, exposición,
asociación, sistematización y aplicación.
De una forma u otra, con los nombres que se quiera, esta concepción
de la lección dividida en “pasos” o “partes
sucesivas” ha quedado firme en la enseñanza argentina.
José María Torres, el gran director de Paraná,
resumió en una fórmula de sencillez suma esta
concepción: principio, medio y fin. No hay normalista
argentino –hasta el día de hoy– que ignore,
por lo menos, este aspecto metodológico.
La teoría
del interés fue sostenida con nombres diversos: motivación
psicológica o toma de interés fueron los principales.
Pero lo esencial es la idea de la lección desarrollada
por partes, una detrás de otra.
Conviene
considerar, a modo de ejemplo ilustrativo, dos o tres nombres
fundamentales en la historia de la Pedagogía argentina
y del normalismo. El primero, sin duda, el de José
María Torres. Nacido en España en 1823, murió
en nuestro país en 1895. Fue director junto con Pedro
Scalabrini de la Escuela Normal de Paraná y formador,
en consecuencia, de las primeras y más importantes
generaciones de maestros. Pero su importancia mayor radica
en sus libros pedagógicos que sirvieron de texto en
las escuelas normales argentinas de todo el país. Como
ejemplo de su vigencia, bastará decir que varias de
sus obras que poseemos nos fueron entregadas por maestras
en ejercicio junto con nosotros, que las guardaban desde la
época de sus estudios de magisterio y que nunca conocieron
otras.
Consideremos
algunas de las principales. Comencemos con “El arte
de enseñar”, parte del “Curso de Pedagogía”,
tal como lo tenemos a la vista en la cuarta edición
hecha por Angel Estrada y Cía. Buenos Aires. No tiene
fecha de impresión, pero su propietario inicial ha
señalado la de la adquisición: 1911. En la introducción
define al maestro como “el educador metódico”:
recordemos nuestro primero Capítulo y la importancia
que asignamos a las posturas filosóficas del empirismo
y del racionalismo. Más adelante aparece la consabida
sección destinada al estudio de los principios pestalozzianos,
que por casi un siglo se consideraron –junto con la
pedagogía herbartiana– el “non plus ultra”
de la preparación del maestro. En el análisis
de José María Torres se advierte la mentalidad
racionalista típica del positivismo, de la época
en que el triunfo de las ciencias experimentales conmovía
al mundo, y también la rigidez de esas concepciones.
Escuchemos el comentario que hace el segundo principio pestalozziano:
(“cultivar las facultades en su orden natural: primero,
formar la mente; luego, proveerla”): “Este principio
–dice Torres– ha sido particularizado en forma
de máximas pedagógicas y comprende las siguientes:
a) la observación, antes que el raciocinio; b) los
hechos, antes que las definiciones o fórmulas; c) los
procedimientos, antes que las reglas”. La sección
V del volumen lleva este subtítulo: “Cada grado
de la enseñanza elemental debe ejercitar las diversas
facultades del niño”: estamos en plena época
de la psicología asociacionista, muy lejos aún
de la “psicología de la estructura”, y
de psicología de Piaget.
Pero
lo más interesante, para nuestro objeto, es la segunda
parte del libro: “Práctica del arte de enseñar”.
Comienza por aclararnos los requisitos de una buena lección,
y comienza, claro está, por el número I “ser
interesante: toda lección debe ser interesante, porque
el interés es el indispensable aliciente de la atención,
sin la cual nadie puede aprender”. (pág. 98).
¿No es Herbart? Luego, llega Herbart en forma terminante:
“Toda lección debe constar de introducción,
asunto principal y aplicación”. (pág.
103). Poco después, nos encontramos con Descartes:
“Lo complejo y lo difícil deben dividirse y subdividirse
para seguir la capacidad del discípulo. Tomar en detalle
lo que no podemos realizar por un esfuerzo y dominar así
las diversas partes a medida que procedemos, en principio
fundamental de todo buen trabajo, mental o mecánico”
(pág. 105). Prosiguen otros requisitos de las lecciones:
“activar las facultades mentales de los discípulos;
suministrar ilustración y aplicación; usar oportunamente
las definiciones; imprimir la instrucción en la mente;
ser recapitulada”; ...”la recitación: importancia
de la recitación; fines de la recitación; preparación
del maestro”... Es notable el detallismo con que se
considera la “práctica de preguntar”: hay
párrafos destinados a todos los aspectos: “preguntas
preliminares; instructivas; de examen o de prueba; elípticas;
individuales; simultáneas; de los discípulos”.
Luego
se analizan las “condiciones características
de toda buena serie de preguntas: que las preguntas simultáneas
se combinen con las individuales en ciertos grados de la enseñanza;
que las preguntas se hagan en orden sistemático; que
a las preguntas correspondan respuestas cuyo conjunto sea
recopilación de las partes de un asunto; que las preguntas
se hagan con buenas maneras y animación”. Todavía:
“Modos defectuosos de preguntar: preguntas que no cultivan
la sencillez en el lenguaje; preguntas literales; preguntas
ambiguas o vagas; preguntas que contienen respuestas; preguntas
hechas sin razón para esperar respuestas”.
En “Elementos
de educación”, otra obra de José María
Torres, encontramos algunas de sus ideas sobre el sentido
y la finalidad de la instrucción pública, reveladores
de la compenetración de los normalistas con los ideales
de los grandes políticos y estadistas argentinos del
siglo XIX. “Las letras, las ciencias –dice en
la pág. 23, Ed. Estrada, Buenos Aires, 1905–
las artes y las instituciones que hacen felices a los pueblos
civilizados propenden a que cada uno de ellos alcance la elevada
condición intelectual que sólo la educación
puede fecundar, y que es el poder promotor de la riqueza y
de la civilización. Si la educación cayese en
el abandono, la riqueza caería en la miseria (es el
concepto difundido desde el despotismo ilustrado: véanse
las citas de Carlos III y de Adam Smith que hemos hecho en
el Capítulo I) y la civilización en la barbarie
(véanse luego las citas de Sarmiento y Estrada); pero
mejórese y difúndase la educación y los
manantiales de la riqueza se multiplicarán, y la civilización
progresará, tan infaliblemente como las causas producen
sus legítimos efectos” (en la última frase
está el concepto heredado de la ciencia experimental,
hija de Bacon y su método inductivo, y está
la fe: infaliblemente, en los principios de la razón
y la ciencia).
Más
adelante (pág. 27) dice: “La República
Argentina necesita, más que de cualquier otra cosa,
la educación universalmente difundida; necesita que
cada uno de sus ciudadanos tenga aptitudes para emplear su
razón, su juicio y su conciencia, y ejercer sus funciones
políticas y sociales con inteligencia y honradez; necesita
que sus masas populares puedan discernir la verdad y el error
y librarse de corifeos engañadores. Cuando una gran
mayoría de ciudadanos sea capaz de distinguir entre
lo verdadero y falso, y de elegir el buen patricio y el partidario
demagogo, entonces la República estará regenerada
por el poder de su inteligencia y por la rectitud de sus hechos,
por los verdaderos medios de asegurar los beneficios de la
libertad”.
Es el credo de Mitre, de Sarmiento, de Estrada. Es el credo
de los normalistas. Observemos algunos pensamientos de los
dos últimos próceres y la identidad quedará
probada.
Sarmiento,
en el tomo 28 de sus obras completas: “Los anales de
la educación común” (pág. 364)
dice: “La educación pública, común,
ilimitada, es la empresa de futuro y la garantía de
porvenir. A la corta o a la larga nuestras instituciones libres
nos llevarían finalmente al suicidio, como la agilidad
del fogoso corcel sería un don funesto para hombre
que no hubiera aprendido a manejarlo”. Y Estrada expresa:
“La enseñanza popular es el resorte de la libertad
democrática, porque lo es de la civilización
y de la moral” (Misceláneas, tomo I, La educación
común en la provincia de Buenos Aires); o: “Sin
la educación del pueblo la democracia está condenada
a ser bárbara o a degenerar en una oligarquía
opresora” (Misceláneas, tomo II, Política
y Educación).
Sería
interesante tomar otro ejemplo menos conocido, porque no fue
un “normalista” propiamente dicho, ya que pertenece
a los orígenes de la Pedagogía superior o universitaria
argentina. Se trata de Francisco Berra, el primer profesor
de ciencias de la Educación en la Facultad de Filosofía
y Letras. Como ejemplo típico de la mentalidad de su
época, resumió esa “ciencia de la educación”
en leyes naturales de la enseñanza”. Su influencia
en la enseñanza elemental ha sido grande, de cualquier
manera, pues ha sido Director General de Escuelas en la provincia
de Buenos Aires, y su teoría refleja fielmente la postura
“positivista”, de corte racionalista, de raíces
herbatianas, imbuida del espíritu científico
de su tiempo. Tenemos la fortuna de poseer un ejemplar casi
desconocido de su obra: “Resumen de las leyes naturales
de la enseñanza”, segunda edición, J.
A. Berra, Editor, Bolívar 455, Buenos Aires, 1896.
Luego de una meditada introducción, Berra expone en
él sus veintinueve leyes (que prácticamente
hacía aprender de memoria a sus alumnos universitarios).
Observemos, a modo de ejemplo, la denominación de algunas:
ley de universalidad, ley de integridad, ley de concomitancia,
ley de proporcionalidad, ley de la unidad del saber, ley de
objetivación... ley de ordenación lógica,
ley de ordenación investigativa... ley de adecuación
metódica, ley de ejercitación adquisitiva...
ley de motivación, etc., etc. todavía, faltan
otros capítulos complementarios: el XXX clasifica a
las leyes de esta manera: “Leyes que rigen a los alumnos;
leyes que rigen el programa; leyes que rigen el modo de enseñar;
leyes que rigen la organización de la enseñanza;
leyes que rigen la distribución del tiempo; leyes que
rigen la disciplina”. Y el capítulo XXXI: “Correlación
de las leyes. Si se han de aplicar las leyes una por una,
aisladamente, o si se las ha de coordinar en su aplicación.
Ejemplos: leyes que se han de coordinar en una lección
de formas; leyes que se han de coordinar en la organización
de las escuelas; que se han de coordinar en la ordenación
de la enseñanza...”
En una
palabra: es la “Constitución” aplicada
a la enseñanza. Todo bien ordenado y “legislado”
y reglamentado, puesto en leyes claritas, que los futuros
maestros y profesores aprenderán bien y aplicarán
cuidadosamente, “metódicamente”. Así
como tenemos una “organización” política
escrita, racional bien clara y terminante, donde cada cosa
está en su lugar, ordenadamente: (los tres poderes
se equilibran y actúan cada uno en su esfera, sin complicaciones:
uno legisla, otro ejecuta, otro juzga...) así también
habremos de tener una Pedagogía clarita, racional,
ordenada. Para Berra serán “las leyes naturales”,
para José María Torres las lecciones bien ordenadas,
con su “principio, medio y fin” y su “motivación
psicológica”, con sus preguntas bien ordenadas
y clasificadas según el caso y la oportunidad. Todo
bien racional, bien metódico, y todo, naturalmente,
basado en un estudio “científico” de los
niños y de los contenidos: clases de 45 minutos, porque
la psicología “experimental” (experimental,
entiéndase bien: con conceptos bien probados mediante
métodos y sistemas “experimentales”) ha
comprobado que la atención no va más allá
de ese límite; con contenidos dosificados convenientemente
para cada una de las “facultades del alma”: atención,
memoria, inteligencia, etc., etc. Todo esto se organizará
en planes y programas muy claritos, con horarios perfectamente
estudiados, y con maestros que en las escuelas normales habrán
aprendido previamente estos métodos y estos procedimientos
y que los aplicarán perfectamente. Y el hombre, la
humanidad y los pueblos, progresarán.
Es, efectivamente,
fe y misión de apóstoles, de creyentes.
¿Quiérese
más? Veamos entonces a Víctor Mercante, el genial
corolario de normalismo argentino, el hombre que llevó
su fama más allá de las fronteras nacionales,
el creador de la Facultad de Ciencias de la Educación
en la Universidad de La Plata. Observemos, al azar, alguna
de sus obras. La “Metodología” (segunda
parte, Ed. Cabaut y Cía. Librería del Colegio,
1925, Buenos Aires) .
Dice
Mercante en la pág. 25: “La actividad mental
de la Geometría se rige, entre otros, por estos principios:
(obsérvese aún el mismo afán: establecer
principios, leyes, que ordenen, aclaren las cosas, el pensamiento,
la enseñanza) 1) la observación es tanto más
exacta cuánto más perfecta es la figura y responda
mejor al caso general, 2) las observaciones son tanto más
numerosas cuanto más medios de distinción ofrezca
la figura; 3) un enunciado se comprende cuando se tiene de
él una representación gráfica exacta,
cuando se lo puede trazar; 4) las analogías son más
difíciles de ser discernidas que las diferencias; 5)
el razonamiento para llegar a una conclusión, exige,
primeramente, un completo dominio de las proposiciones condicionales;
6) todo razonamiento es una integración de juicios
y parte de verdades que se dan como admitidas; 7) una palabra
o una expresión se comprende cuando se la puede representar;
8) la inteligencia superior es la que entra antes en el detalle
de los hechos y se eleva a las más altas generalizaciones
y vistas de conjunto, induce le ley y encuentra dentro de
la ley una variada multiplicidad de hechos; 9) la imagen es
el vehículo del razonamiento; 10) en toda enseñanza,
primero conocer para aprender; luego repetir para fijar; luego
generalizar para comprender; 11) para generalizar es necesario
partir de cierto número de hechos, en situaciones tales
de diferencia que la propiedad no deje lugar a dudas de su
condición de ser común, dentro del enunciado”.
Y más
adelante (pág. 51) advierte: “En toda demostración
gráfica se procederá según este orden:
a) construcción; b) inducciones; c) análisis
o razonamiento; d) discusión; e) conclusión”.
Esto es el paso 18 del total de 20 que indica como “pasos
del proceso razonativo” que enumera para la resolución
de problemas de geometría.
Sería
formidable transcribir lo tratado a partir de la pág.
112, sobre enseñanza de la química, donde transcribe
una “lección modelo” sobre “el hidrógeno”.
Es la combinación perfecta del racionalismo cartesiano
aplicado al método experimental de Bacon, y para la
enseñanza propiamente dicha una forma interrogativa
calcada de los diálogos socráticos. En una palabra:
el ideal de un normalista, o mejor dicho, de un profesor de
didáctica actual, de un profesor de práctica
de la enseñanza o de un maestro de escuela normal que
siempre se desesperan porque sus alumnos en las clases no
responden exactamente como en los “planes de clase”
se ha escrito que debían contestar. Veamos el principio
de la clase: “Maestro: hoy vamos a hablar del hidrógeno.
¿Recuerdas que significa este nombre? Alumno: deriva
del griego y significa generador del agua (¡Oh!, desesperación
de practicantes cuando “el alumno” no recuerda
la noción anterior con la cual se debe introducir el
tema o lograr la motivación psicológica). M.:
En efecto, se lo puede separar del agua, de la que es uno
de sus componentes.
Podrás
decirme cuáles son los otros? A.: Me parece que Ud.
dijo, alguna vez, el oxígeno...” y así
hasta el final.
En síntesis:
el normalismo argentino, por lo que respecta a su estructura
pedagógica, desarrollóse dentro de los moldes
del “metodismo”, de concepciones didácticas
basadas en principios racionales y científicos. Tuvo
la pretensión lógica para los moldes de pensamiento
de la época, organizar “científicamente”
la enseñanza, con preceptos claros y racionales, armonizados
unos con otros. Dos grandes métodos: el inductivo y
el deductivo como sus normas esenciales; dos procedimientos:
el analítico y el sintético, como medios de
desarrollo de las explicaciones; y dos formas: la interrogativa
y la expositiva, para el trabajo del maestro frente a los
alumnos, concluyeron la esencia didáctica de la Pedagogía
argentina tradicional.
Planes
y programas detallados, analíticos, fueron la consecuencia
directa de la misma concepción. En las escuelas, las
carpetas didácticas, donde los docentes desarrollaban
–y desarrollan– con minuciosidad todos los temas
de enseñanza, y un cuaderno de tópicos cotidiano,
fiscalizado por directores e inspectores, fueron y son los
sistemas de trabajo habituales.
Todo
este mundo pedagógico tuvo su esplendor magnífico,
pero vive hoy una decadencia parecida a la de los grandes
imperios de la antigüedad. La mayor parte de las concepciones
pedagógicas están signadas, a través
de la historia, por un destino similar: desaparecidos los
grandes creadores que las han dado a conocer, que las impulsan,
que les dan vida, las sostienen y las glorifican con el genio
de su acción personal, suelen caer luego, en manos
de seguidores y discípulos en la rutina, en el esquematismo,
en la frialdad de las reglamentaciones o de los métodos
aplicados sin la chispa original del genio. Así sucedió
con los famosos “principios pestalozzianos”. Su
creador –o mejor dicho, su inspirador, ya que fueron
sus discípulos los que los formularon expresamente–
no los aplicaba porque siguiera un decálogo formulado
previamente. Simplemente, los “vivía” en
su acción docente, quizás sin haberse detenido
nunca a meditar sobre ellos.
Muchísimos
maestros se han dedicado luego a estudiarlos metódicamente,
a analizarlos, a explicarlos, a trasmitirlos, y se han propuesto
deliberadamente, en su acción docente, su aplicación
cabal. Faltos, sin embargo, de esa “chispa creadora,
original” de su concepción primera, ha logrado
sólo un frío quehacer, carente de vida y de
grandeza, rutinario, mecánico, esclavo de procedimientos
y de sistemas que han matado, quizás, lo que pudo haber
de espontáneo, de alegre, de vívido, de eficaz,
en la propia obra impulsada sólo por el afán
vocacional.
Lo mismo
que con Pestalozzi y sus principios ha sucedido siempre con
otros renovadores pedagógicos: con Montessori y su
método para jardines de infantes, por ejemplo; con
Dewey y sus principios generales; con Tolstoi –o su
seguidor argentino: Vergara– y sus concepciones libertarias;
con Herbart; y también, por supuesto, con los grandes
pedagogos argentinos del positivismo y del racionalismo.
Los autores
que hemos citado –José María Torres, Víctor
Mercante– y tantos otros, fueron en verdad “creadores”,
tuvieron la chispa vocacional que protege de la rutina, del
esquematismo, de la estrechez mental. Ellos mismos en sus
obras previenen contra quienes toman todo al pie de la letra
y consideran casi como preceptos religiosos lo que no son
más que grandes líneas generales de acción.
Mercante, cuando transcribe los modelos de lecciones que nosotros
hemos comentado –quizás con cierta ironía
no dirigida al mismo Mercante justamente– concibe perfectamente
que ello no es más que eso, precisamente: un modelo,
un ejemplo, un “ideal de lección, nunca una lección
real, viva, auténtica. José María Torres
previene expresamente en más de una ocasión
contra los excesos de rigorismo metodológico.
Pero
todo es inútil: no se puede pretender que los miles
y miles de maestros, de directores, de inspectores, que formaron
las filas del ejército del magisterio, tuvieran todos
el talento creador de estos hombres. Es natural, lógico
–y lo decimos sin pizca de menosprecio hacia esas legiones
de maestros, directores, inspectores– que hayan tomado
simplemente lo esquemático, que no hayan poseído
todos la “chispa de genio”, y en consecuencia
el rigor metodológico nacido al amparo del positivismo,
con el calor de los genios que desde el Renacimiento venían
impulsando al mundo por la senda del progreso y de los descubrimientos,
se transformase en “metodismo”: remedio del método,
en meras exigencias formales, en directores o inspectores
que se limitaron a exigir un cumplimiento “militarizado”
de planes, programas, carpetas didácticas, horarios,
métodos, procedimientos, formas. Quien no ha podido
comprender bien en lo hondo la esencia íntima de la
mayéutica socrática, sólo podrá
entender la cáscara exterior que la cubre, y exigirá
implacablemente la forma “interrogativa” a sus
maestros sin alcanzar a entender que esa “mayéutica”
es algo que va más allá de la exterioridad metodológica
aplicada.
El normalismo argentino cayó, pues, andando el tiempo,
en un “metodismo” frío, vacío de
contenidos reales, carente de chispas vocacionales, en lecciones
bien ordenadas, pero faltas de vida, en maestros que preparaban
bien sus clases y sus carpetas, pero que no entusiasmaban
a sus alumnos, o que se conformaban con haber cumplido un
horario, una carpeta, un procedimiento, sin detenerse a averiguar
si todo ello –que debía estar simplemente al
servicio de un fin– no había sido logrado a costa
de ese fin, justamente.
En una
palabra: en el “metodismo” se halla la grandeza
y la pequeñez del normalismo argentino. Grandeza, porque
esta concepción, en su aplicación original,
primitiva, y en la primera época de la escuela primaria
argentina, fue la que sirvió para el impulso avasallador
de la instrucción pública, la que dio los instrumentos
necesarios para realizar en relativamente corto tiempo los
grandes ideales políticos sociales que inspiraron nuestras
leyes de educación común; y porque este “metodismo”
dio también como frutos maestros inigualables, mentes
creadoras de excepción, hombres que elevaron el prestigio
de nuestra Pedagogía y que en cauces diversos del orden
de la cultura o del quehacer político rindieron frutos
magníficos. Pero también su pequeñez
porque sirvió después –transformado en
cosa muerta, en lastre que impidió e impide la renovación,
el desarrollo de las vocaciones, que mata la espontaneidad
creadora del maestro, que enfrenta a la escuela de aburrimiento
y de rutina– para la decadencia implacable, constante,
abrumadora, del magisterio, del normalismo en su conjunto,
y de la escuela primaria en todos sus aspectos.
Capítulo III
Superación de todos los factores
del normalismo
En la primera y la segunda partes de este trabajo hemos enumerado
los caracteres que impregnaron el movimiento normalista en
la Argentina. Analizamos así los aspectos filosóficos,
político, cultural, humano y pedagógico. Esos
aspectos dieron al normalismo su vida propia y lo convirtieron
en un fenómeno típicamente argentino, a tal
punto que –a nuestro juicio– lo tornan inconfundible
con cualquier otro movimiento similar en el mundo.
Pero
en el momento actual –o mejor dicho: desde hace dos
o tres décadas, como mínimo– todos esos
factores ya no son los mismos o directamente no existen más.
En una palabra: han sido superados.
Observemos
esto detenidamente.
El
aspecto filosófico
Creemos innecesario demostrar o explicar la caducidad del
positivismo puesto que ello está plenamente aceptado
en todos los círculos de estudios filosóficos
actuales, y en el día de hoy el positivismo se estudia
como un momento histórico del filosofar. Si alguien
pretendiera discutir este punto no quedaría más
remedio que remitirlo a los profesores de filosofía
de nuestro tiempo, a las obras de filósofos contemporáneos
o a los textos u obras más en boga en la actualidad.
La supervivencia de alguna mente de tipo positivista o la
supervivencia de concepciones de origen positivista que se
han incorporado definitivamente a las estructuras culturales
del mundo no significa, por cierto, que el positivismo, como
filosofía propiamente dicha, perdure aún.
Pero
lo que más nos interesa en este momento es destacar
cómo la caducidad del positivismo significa, a la vez,
la caducidad de otras muchas concepciones en lo político,
en lo económico y en lo social, que repercuten directamente
en nuestro asunto.
Una de
las concepciones que ya no goza de esa “fe” ilimitada,
propia de la época de la Organización Nacional,
por ejemplo, es la del “progreso”, ilimitado,
seguro, indudable. El hombre de hoy no es pesimista, en el
sentido de que desconfíe –como postura vital–
de las posibilidades de mejoramiento o de progreso, pero tampoco
“cree” en ese progreso con el tipo de creencia
casi religiosa que tenía vigencia hace ochenta años.
El hombre de hoy ha comprendido que la cosa es un poco más
difícil de lo que pudo suponerse, y que no basta armar
estructuras muy bien arquitecturadas en todos los planes –económico,
político, social– para obtener sin más
un progreso infalible. Dos ejemplos bastan para demostrar
lo que venimos diciendo.
El hombre de nuestro tiempo ha aprendido –y por cierto
que muy dolorosamente, a costa de una experiencia propia que
todavía lo lastima– que una Constitución,
por más perfecta que sea, no garantiza por sí
misma el progreso o la seguridad jurídico-política
de un país. No basta que la Constitución establezca
con claridad el juego armónico de los tres poderes
para que ese juego se cumpla tal cual se ha decidido “a
priori”. Quiérase o no, dígase o no, sépase
o no, existe hoy una “desconfianza” en el poder
de la Constitución para ordenar la vida de los pueblos.
Se ha comprendido que existen otros factores en la vida social,
imposibles de escribir, de “racionalizar”, de
estructurar en un edificio jurídico, que pesan tanto
como la Constitución. Y esto no sólo por una
realidad empírica que se lo indique intergiversablemente,
sino porque su propia mente no es más “racionalista”
a la manera del positivismo, sino que ahora esa misma razón
está conmovida, alterada si se quiere, por nuevas concepciones
lógicas, psicológicas, gnoseológicas.
Otro
ejemplo podemos poner: la fe del hombre del siglo XIX en la
alfabetización, en el poder de la escuela primaria.
¿Cuál era, en el fondo, la postura sarmientina?
Pues una fe –casi conmovedora– en que todos los
hombres, una vez en posesión de ese maravilloso instrumento
que es el alfabeto, harían lo mismo que él:
instruirse, capacitarse, elevarse social y espiritualmente.
¿Podía suponer o imaginar Sarmiento que los
hombres usarían ese instrumento maravilloso para leer
tan sólo historietas ilustradas, chismes de la vida
de los artistas, noticias policiales de corte morboso, publicaciones
pornográficas, las páginas de fútbol
y de carreras? “Y cuando funda las bibliotecas en el
interior de la República, en los lugares de población
rural, en las postas de las mensajerías, y cuando adquiere
de la casa Appleton, de Estados Unidos, una colección
de cartillas sobre las ciencias, él está pensando
en las de Ackermann que leyó en su adolescencia y en
que quizá algún joven de talento y con vocación,
entre esos gauchos descalzos o calzados de ojotas, podrían
despertar al llamado de esas lecturas” .
El mundo
de hoy ha comprendido que la escuela primaria, por sí
sola, no basta para lograr aquella obra de “educación
del soberano” que se ansió en el siglo XIX. Que
los hombres equipados con el alfabeto no son por eso sólo
tanto mejores como se pudo suponer, y que, por lo menos, es
necesario prolongar la obra de la escolaridad para obtener
los resultados eficientes que se pretendieron lograr. También
aquí la vieja fe en el progreso del hombre ha sufrido
un rudo impacto y se acepta generalmente que ese progreso
social, económico, político, es bastante más
complejo y que no basta para lograrlo enseñar a leer
y escribir a todos los hombres.
El
aspecto político
El avance social y cultural han dado origen, en el país,
a otras fuerzas educadoras de importancia casi pareja a la
de la escuela, y a veces más grande. Son los factores
que se suelen llamar actualmente las “presiones sociales”,
bien conocidas por los estudiosos de Sociología. Esos
elementos no existían –por lo menos en la medida
de nuestros días– en la época de la Organización.
Para
formar el sentimiento de unidad nacional y de nacionalidad
propiamente dicho, es necesario ahora confiar en muchos otros
factores aparte de la escuela. Esta seguirá cumpliendo
su misión en tal sentido, pero a su lado marchan otras
fuerzas que a menudo tienen más eficacia.
Desde
1852 a hoy, el sentimiento de “unión nacional”
se ha asentado sobre bases muy firmes. Los antiguos localismos
y recelos interprovinciales han prácticamente desaparecido,
y lo que resta de ellos –aislado en fenómenos
artísticos o anecdóticos o en minorías
de descendientes de familias de viejo linaje– no cuentan
como elemento decisivo en nuestra vida política. La
atenuación creciente del federalismo político
ha conducido a un unitarismo de hecho que se podrá
condenar o lamentar pero no negar como realidad incontrovertible.
Medios de difusión como el periodismo o la radiodifusión
colaboran con mucha más eficacia que la escuela en
mantener este sentido de unidad, y aún circunstancias
imprevisibles tiene una importancia notable. Entre ellas,
el fútbol, u otras manifestaciones deportivas –carreras
de automóviles, boxeo– que conmueven emocionalmente
a toda la República, de un extremo a otro .
En cuanto
a la acción política propiamente dicha de lo
normalista, es también cosa obvia y comprensible que
ella no pueda tener ya ninguna importancia. En la actualidad,
la enseñanza secundaria es cosa común y ella
no da por sí misma el prestigio que podía otorgar
en 1890. El título de “doctor” se convirtió
luego en el gran “sésamo” para la vida
política, y si hoy algún normalista propiamente
dicho descuella en la acción política se debe
a otras actitudes personales y no contribuye un caso común
que forje –como antaño– un fenómeno
social de contornos definidos. Un maestro no es hoy nada más
–en orden o prestigio social– que un par con los
bachilleres o los peritos mercantiles.
El aspecto humano
Tampoco puede ser ya el mismo que en los tiempos iniciales
del Normalismo. Quedan, todavía, es cierto, numerosos
rincones del interior del país donde la Escuela Normal
sigue siendo la única salida en cuanto a estudios para
jóvenes de ambos sexos, y especialmente para las niñas.
Pero en los centros urbanos todo ha cambiado. Si bien muchas
niñas estudian en Escuelas Normales –el peso
de la tradición es muy grande– poco a poco se
advierte una orientación más amplia en las preferencias
femeninas. Pero ocurre algo que todavía no se nota
con claridad: no importa que las niñas que egresan
de sexto grado sigan la Escuela Normal. Donde se advierte
definidamente la desaparición siempre en aumento de
la vocación magisterial femenina es en los cuartos
y quintos años del Magisterio, en los que se comprueba
fácilmente que la gran mayoría de las alumnas
desean seguir carreras universitarias que casi nunca tienen
que ver con la enseñanza. La maestra suplente que va
a cumplir su obligación a la escuela primaria con los
libros de la Facultad de Medicina, Abogacía o Arquitectura
bajo el brazo, que no se puede quedar a la reunión
de personal convocada por la directora porque debe llegar
a una clase de trabajos prácticos –o simplemente
asistir a una conferencia o a un curso libre– es algo
totalmente distinto de la maestra joven de hace treinta o
cuarenta años que comenzaba su carrera pensando que
había llegado al más alto grado de las aspiraciones
intelectuales o económicas de una mujer. Las más
inteligentes y capaces, las muy ambiciosas o esforzadas, seguían,
a lo sumo, un profesorado.
En
lo cultural
Prácticamente lo dicho hasta ahora explica también
este punto. El avance cultural general del país, la
difusión grande a la enseñanza secundaria, han
“empequeñecido” a la Escuela Normal. Es
una gran ciudad, por ejemplo, en un barrio de clase media,
la maestra que no es más que eso, que no se ha perfeccionado
por sí misma de ninguna manera, se halla frente a las
madres comunes de sus alumnos en un plano de igualdad. Quizás
cualquier madre común, medianamente inteligente o inquieta,
que lea algunas revistas especializadas o haya asistido a
una conferencia sobre problemas de conducta en los niños,
podrá darle indicaciones sobre una serie de problemas
de la vida infantil que la maestra desconoce. En el medio
social actual la maestra, sólo maestra, carece de “prestigio
social”, de nivel intelectual superior.
Imposible
es, por lo mismo, que los “normalistas” de hoy
cumplan una acción cultural de difusión o de
creación como la de sus antecesores del siglo anterior
o principios de éste. Hace ya largas décadas
que en todo el territorio nacional funcionan Institutos superiores
del Profesorado, y Universidades con toda clase de Facultades,
y son ahora sus egresados quienes cumplen aquella misión
que transitoriamente realizaran los normalistas de antaño,
en la difusión de libros de texto, en la creación
o investigación científica o humanística,
etc.
En
lo pedagógico
Llegamos aquí al aspecto más delicado, y también
al más importante en cuanto al destino mismo de la
Escuela Normal Argentina.
Hemos
dicho que la esencia del normalismo –en el orden pedagógico–
conocióse con el nombre de “metodismo”,
y hemos caracterizado en las páginas anteriores las
virtudes y defectos de tal metodismo. Justamente contra sus
aspectos más negativos –su rigidez, su aridez,
su falsedad, su esquematismo frío y carente de vida–
se levantó en el primer tercio de este siglo una gran
voz: la de Giovanni Gentile, el filósofo italiano que
se convirtió en algo así como el “campeón
del antimetodismo”. Lo importante de su postura es que
ella reflejó un pensamiento muy vasto y también
la opinión de nuevas posturas filosóficas que
por entonces reemplazaron, en Europa, a las de tipo positivista.
En Alemania surgieron, asimismo, pedagogos de corte neo-idealista,
y surgió toda una “pedagogía de la personalidad”
en seguimiento de las teorías básicas de Max
Scheler, por ejemplo. Ambas corrientes llegaron a la Argentina
por vía de las cátedras superiores de Pedagogía
y tuvieron alguna influencia, grande en lo teórico,
pero pequeñísima –casi insignificante–
en la realidad concreta de nuestras Escuelas Normales, y más
pequeña todavía en la acción didáctica
efectiva de las escuelas primarias.
Gentile
–que fue designado ministro de Instrucción Pública
por Mussolini en 1923– llegó a tanto en su “antimetodismo”
que suprimió del todo, en las Escuelas Normales, la
“práctica de la enseñanza” y casi
la totalidad de la formación pedagógica y didáctica.
A su
juicio, la mejor formación para los futuros enseñantes
–ya sea del ciclo primario o secundario– es una
muy buena formación científica y filosófica.
Dice con punzante ironía en su obra pedagógica
fundamental: “Sumario de Pedagogía como ciencia
filosófica” (Ed. El Ateneo, Buenos Aires, 1946):
“El secreto del maestro (¿quién no lo
sabe ya?) es la ciencia del método : y por esto antes
se denominaban escuelas de método a las escuelas normales
que preparaban maestros. Más que dar una cierta cultura,
se quería en ella y se quiere ahora encaminar a conferir
la habilidad de comunicar a los demás la cultura misma.
En el común concepto de maestro, entonces, está
convenido que, como sin duda la inducen a pensar múltiples
observaciones empíricas, una cosa es el saber y otra
es el método para adquirirlo o hacerlo adquirir (que
es lo mismo). Una cosa en general, es una forma del espíritu,
otra su generación. Lo que ciertamente es un absurdo,
a pesar de que muchas y graves son las apariencias contrarias”
(pág. 205). Más adelante, caracteriza, en forma
cruel, es cierto –pero desdichadamente exacta en más
de un caso– al maestro que carece de una auténtica
y viva, vital, cultura y degenera en el “pedante”:
Todo le parece hecho de una manera determinada, porque él
es siempre de esa manera. Repite siempre las mismas palabras,
porque cree que ellas se adaptan a todos los casos, entre
los cuales no ve diferencias. De cuanta cosa cree haber comprendido,
se hace un modelo, una regla absoluta... Así el maestro
que cree llevar en el bolsillo, encerrado en un manual para
leer y releer, el tesoro del saber que le toca enseñar,
el maestro amanerado, se convierte en ese famoso tipo de pedante
que ha sido, a la vez, durante siglos, la tragedia opresiva
y la jocunda comedia de la juventud humana” (pág.
208).
Posteriormente, Gentile condena con palabras severas la pretensión
de formar maestros mediante normas metodológicas, y
pone ejemplos de maestros famosos (Savonarola entre otros)
conmoviendo a sus auditorios y logrando las mejores lecciones
posibles sin tener ninguna formación didáctica.
Digamos
en este punto, que por supuesto no compartimos la postura
gentiliana en su totalidad, que nos resulta exagerada y aún
equivocada en sus basamentos esenciales, pero que reconocemos
que ella ha sido una reacción justa, lógica,
y útil contra el “metodismo” que hemos
condenado. Indudablemente que el “metodismo”,
carente de una excelente formación científica
es absurdo, pero esto no quiere decir que la formación
metodológica –dada además de esa excelente
formación científica– sea innecesaria.
En síntesis,
la polémica que desató Gentile puede resumirse
en la que en nuestro país sostuvieron por décadas
–con resonancias actuales todavía, aunque ya
casi desaparecidas– los profesores “normales”,
egresados de los profesorados en Ciencias y Letras de las
escuelas normales, y los profesores del “Instituto”,
o sea del Instituto Nacional del Profesorado Secundario. Los
primeros reconocían que los segundos “sabían
más” (es decir, les reconocían una mejor
formación científica) pero les replicaba: “nosotros,
en cambio (los normalistas) sabemos enseñar mejor,
porque tenemos más preparación didáctica,
somos maestros, hemos dado muchas más prácticas,
etc.”. Y los profesores del Instituto hacían
hincapié en la falta de conocimientos que daban los
profesorados de sólo tres años de duración
para otorgar un título que abarcaba la totalidad de
las ciencias o la totalidad de las letras.
La influencia
de Gentile en la Argentina se hizo sentir directamente en
las Escuelas Normales cuando se redujo el ciclo del magisterio
a dos años propiamente dichos, y se implantó
el denominado “ciclo básico común al bachillerato
y al magisterio”. Los normalistas, los viejos normalistas,
no perdonaron nunca esa reforma, y consideramos que resumir
toda la práctica de la enseñanza en un solo
año y toda la pedagogía y didáctica en
dos, es un delito de leso “normalismo”.
Luego
se introdujo, en parte, algo de “filosofía de
la educación” para responder a la exigencia gentiliana
de “formación filosófica”, pero
todo esto, es necesario aclararlo, no destruyó las
tradicionales bases pedagógicas y didácticas
de nuestra escuela normal que siguió marchando por
los mismos trillados caminos que le fueron marcados en la
época de la organización nacional. La pedagogía
y la metodología positivistas, los conceptos de José
María Torres y de Mercante, siguieron viviendo –y
viven todavía– en nuestras escuelas normales.
Un avance valioso fue la adopción de los bien documentados
y actualizados libros de texto de Pedagogía y Didáctica
de Hugo Calzetti –seguidor muy fiel de Gentile y de
Lombardo Radice– pero es curioso comprobar cómo
sus postulados teóricos no alteraron la tradición
inconmovible de la “vieja guardia” del normalismo.
El fenómeno era y es en verdad curioso: el profesor
de Pedagogía o de Didáctica tomaba la lección
a los alumnos por Calzetti y sus enunciados, pero la organización
de la “práctica de la enseñanza”
–que es en el fondo la auténtica formación
de los futuros maestros– siguió siempre las mismas
líneas, y quizás el profesor, cuando debía
atender esas prácticas no se daba cuenta que estaba
poniendo en ejecución principios contrarios a los que
había hecho enunciar teóricamente.
Calzetti,
por ejemplo, cita como “estudio histórico”
de la Pedagogía la concepción de los pasos formales
de la lección de Herbart, habla de la “real unidad
de los momentos de la lección”, y este concepto
se halla incorporado a los programas de Didáctica actuales.
Sin embargo, la realidad es que la “mentalidad”,
la “subconciencia”, digamos, de las escuelas normales,
sigue dominada en manera implacable por el espíritu
de los pasos formales.
Las nuevas
concepciones de la psicología –comenzando por
la teoría de la estructura, por no citar sino una de
las principales– han llegado, sí, a los programas
de psicología, pero no a las “estructuras mentales”
de directores, regentes, profesores y maestros de las escuelas
normales, y no han logrado variar un ápice los caracteres
esenciales de las clases de práctica.
Cerraré
estos comentarios –antes de entrar en el análisis
de los programas de Didáctica– con el relato
de una anécdota que tuve oportunidad de presenciar
en Italia. En Roma, visité el “Instituto Magistrales”
más importantes de la ciudad, y solicité asistir
a una clase de práctica. Conversando con la profesora
de la materia (“tirocinio” se denomina comúnmente
allá) supe que recién desde 1946 se había
reimplantado la práctica de la enseñanza, suprimida,
como ya dijimos, por Gentile, en 1923. Y más adelante
observé también que los planes de Pedagogía
son más filosofía que otra cosa, pues la tradición
gentiliana perdura con gran fuerza.
Supe,
además, que cada alumna, al recibirse de maestra, ha
dado un par de prácticas, y esto sólo indica
la concepción en que se tiene a la materia en las escuelas
normales de Italia. El hecho es que asistí a la práctica.
Supongo que cualquier profesora de didáctica o directora
de escuela normal argentina habría sufrido un desmayo
al presenciarla. No había plan de clase, ni había
nada que se pareciese a un cumplimiento muy ordenado y “metódico”
de algún plan tácito. Había, además,
una participación abundante e improvisada de la profesora
de práctica y de la maestra de grado, que hacían
observaciones a la prácticamente, le sugerían
algo, formulaban un comentario en alta voz, o manifestaban
una opinión, ya sea dirigida a la practicante o a mí.
En una palabra: era la “anti-clase modelo”. Pero
había también una extraña atmósfera
de tranquilidad, de cordialidad, de trabajo en común
entre la practicante, la profesora de práctica, la
maestra de grado, las compañeras del curso de la practicante,
y hasta de mí mismo, que me veía forzado, a
veces, a participar del “equipo” de trabajo. Y
pensé: no hay duda que un poco de nuestro “metodismo”,
del metodismo tan caro a nuestras escuelas normales, vendría
bien aquí; pero no hay duda tampoco que un poco de
este espíritu vendría bien a nuestras escuelas
normales, cuyas clases prácticas están siempre
cargadas de tensión, de angustia para las practicantes,
en las que la maestra de grado no es sino un fiscal acusador
implacable que sigue la clase, plan en mano, lista a advertir
errores y a bajar la nota; donde si entra la profesora de
práctica o la regente o la directora de la escuela,
la angustia de la practicante llega a límites extremos;
y donde la tarea de “aprender a enseñar”
se ha reemplazado, al fin, por la tarea de “calificar”
la práctica, lisa y llanamente. Yo me sentí,
al fin, cómodo y a gusto en aquella clase italiana.
No creo que allá obtengan mejores maestras que nosotros.
Tampoco creo que las obtengan peores. Serán, a lo sumo,
maestras que aprenden su oficio –o no– luego que
comienzan a trabajar “de verdad”.
Para
concluir: ni metodismo ni antimetodismo: “el método
al servicio del maestro, no a la inversa”. El método
es un auxiliar del maestro, no el maestro un servidor del
método. El practicante no debe ir a cumplir un método,
como creen las maestras del curso de aplicación de
las escuelas normales; el practicante va a utilizar un método
para un fin distinto del método mismo. El método
no es el fin: es el medio para cumplir un fin. Lo importante
es el fin, no el método. Esta confusión es la
tragedia del “metodismo” y de nuestro normalismo.
Yo he visto a un inspector –gran maestro, a quien respeto
en todo sentido– que prefirió, sin tomar conciencia
de ello, el fracaso total de una clase modelo que estaba dando
antes que alterar una norma metodológica rígida
que se había impuesto para esa clase. Esto es: el maestro
esclavo del método, cuando debe ser el amo del método.
La
didáctica en la actualidad
Si se quiere tener un ejemplo claro y preciso de posturas
metodológicas absurdas que perduran todavía
en nuestro normalismo, se puede hacer un análisis de
la Didáctica que se enseña actualmente. Personalmente
he tenido la experiencia de ser profesor de Didáctica
general en cuarto año de una Escuela Normal de la Capital,
y luego de cierto tiempo preferí dejar la cátedra,
entre otras muchas razones por estas que expresé en
mi renuncia: “Obsérvese que mi tarea es eminentemente
formativa: debo formar la conciencia docente y la capacidad
técnica de mis alumnas. Pero ello no se logra por las
vías comunes del estudio libresco, sino por la tarea
de la observación atenta, menuda, abundante y detenidamente
comentada y estudiada, y por vía de la enseñanza
del profesor, lenta, sin apuros, calmosa. Pero resulta que
cuando apenas tal tarea estaba iniciándose, cuando
apenas habíamos comenzado mis alumnas y yo a entendernos
algo, me veo obligado reglamentariamente a calificarlas: a
ponerles una nota numérica. ¿Qué puede
significar tal nota numérica? Si una alumna realizó
una observación referente a una clase y se equivocó,
¿tendré que ponerle un 3?”.
Pero
además de esa causa y de otras, comprendí que
mi “insatisfacción”, mi sentimiento de
“irrealización” con el curso de Didáctica,
surgía de este motivo esencial: yo intentaba trasmitir
a mis alumnas una “postura docente”, una “mentalidad
didáctica”, un “espíritu docente”,
para afrontar las tareas concretas que la labor magisterial
exige. Pero eso que yo intentaba trasmitir –lo comprendí
con inusitada claridad entonces– era el fruto de mis
estudios superiores de pedagogía, de mis años
consagrados a la lectura de obras de pedagogía, psicología,
filosofía. En una palabra, lo que yo intentaba trasmitir
a las alumnas era el fruto de una formación personal
en lo pedagógico, en lo psicológico, en lo científico
inclusive, en lo filosófico en gran parte, y de una
experiencia docente. Y era imposible trasmitirlo “antes”
de que las alumnas tuvieran un mínimo de esas formaciones.
En una palabra, comprendí que la Didáctica es
una “consecuencia”, un “resultado”
que se da “a posteriori”, y que la Escuela Normal
pretende el absurdo de darlo “a priori”. Con lo
cual no logra sino dar un tremendo vacío en los alumnos.
Lamentablemente, es imposible hacer ahora una transcripción
completa y el análisis correspondiente a los programas
actuales de Didáctica, pero ello permitirá comprobar
qué sin sentido es pretender lograr en un margen teórico
de ocho clases por bolilla (la mitad de cada clase debe destinarse
a “tomar lección” y calificar, algunas
enteras a observaciones, otras a comentar las observaciones,
otras a pruebas escritas, y las clases son prácticamente
de 30 ó 35 minutos, y las alumnas llegan a ser 55 ó
60) una adecuada formación en temas tales como “La
Didáctica. Su concepto. Su posición como rama
de la Pedagogía” (parte de la primera bolilla).
Piénsese que los alumnos todavía no han estudiado
Pedagogía, y que pretender el “concepto”
de una materia cuando se la va a comenzar a estudiar es uno
de los absurdos lógicos más grandes que pueda
imaginarse. El “concepto” de una materia se obtiene
“después” que se ha estudiado esa materia,
no antes.
La bolilla
segunda indica: “El método. Su concepto...”
pero el alumno del magisterio no estudia Lógica, y
por lo tanto egresa sin ninguna posibilidad de tener una idea
clara del método; y aprenderá huecas y vacías
definiciones de “método inductivo” –prácticamente
nadie: ni profesores ni alumnos, entienden en nuestras escuelas
normales las diferencias entre método inductivo y deductivo–
sin que a nadie se le ocurra jamás que sería
preferible (¡ah Gentile!) estudiar un poco de filosofía
y saber algo de Bacon y de Galileo.
La bolilla
tercera pide: “Tentativas de separación entre
método, procedimiento y forma de enseñanza.
Su unificación en la realidad”, pero esto no
impide que “en la realidad” de los planes de práctica
se los mantenga bien separados, aunque los alumnos se reciban
sin haber logrado entender jamás qué diferencia
hay entre una cosa y otra.
La bolilla
sexta indica: “Los pasos formales de la escuela herbatiana.
Su superación en la didáctica moderna”.
Si están superados, los pasos formales deben enseñarse
en “Historia de la Educación”, no en el
programa de Didáctica.
Pero lo notable del programa de Didáctica está
en las “instrucciones”.
Si se
quiere advertir hasta qué punto está oficializada
la falsedad de la formación metodológica y su
falta de autenticidad, obsérvese esto: (el subrayado
es nuestro) “La observación se iniciará
en ciertas condiciones: el profesor de Didáctica, cuando
lo considere oportuno, solicitará de la Regencia, por
escrito y con una anticipación prudencial, una clase
en un determinado grado o sección...”. Es decir,
que en cambio de llevar a los alumnos del magisterio, en cualquier
momento en que lo crea oportuno, a una clase cualquiera de
cualquier grado, el que más le convenga a su objetivo
inmediato, para que observen una clase “real, auténtica”,
los ha de llevar a observar una de esas “clases modelo”,
esas farsas de clase, que nada tienen que ver con la realidad
cotidiana del trabajo del aula, donde todo está preparado,
organizado para la observación, hasta los errores quizás.
Esto no quiere decir –aclaro– inmoralidad en los
maestros. No es que preparen a los propios alumnos del grado
–aunque en la realidad esto se hace sin necesidad de
que los maestros lo quieran– para que engañen
con falsas sabidurías, sino que ellos mismos entran
en el juego de lo falso, por acostumbramiento tradicional.
Las instrucciones
siguen (las bastardillas siempre son nuestras): “El
maestro de grado será previamente notificado y luego
la profesora anunciará al curso la clase que se va
a observar, indicando grado, tema y objeto de la observación.
Es conveniente que el profesor oriente estas observaciones
mediante un cuestionario (que en la práctica se convierte
en la guía inexcusable para la observación y
en el encasillamiento obligado, que se trasmite por años
y sin el cual ya ni alumnos ni profesores saben nada: una
vez más se ha matado la autenticidad, la vida creadora).
Los alumnos responderán por escrito y entregarán
su trabajo individual de observación que debe ser clasificado
por el profesor de la asignatura”. ¿Quiérese
contrasentido más amplio? Piénsese que esa nota
de observación, junto con una más en lección
oral, bastará para calificar al alumno en un trimestre,
y que de ello depende la famosa eximición. ¿Qué
sentido tiene esta calificación? ¿Pero acaso
el alumno sabe ya Didáctica, sabe ya ser maestro, o
está aprendiendo a serlo? Si formula alguna observación
equivocada, ¿hay que castigarlo con un aplazo? Pero,
¿no se advierte que estamos ante un absurdo que indigna?
Con respecto
a las clases prácticas hay una instrucción que
dice: “Se tendrá en cuenta la presentación
del plan (por lo cual hay escuelas normales donde se califica
a la prolijidad, el titulito hecho con letra gótica,
el forro de la carpeta y otras ñoñerías
semejantes) que es sólo un proyecto de trabajo”,
pero la realidad indica que ningún practicante tiene
libertad para salirse en lo más mínimo de su
plan de clase. En la realidad, los practicantes son alumnos
que van a cumplir un fin sagrado: “desarrollar un plan
ya hecho, ya visado por todas las autoridades posibles, ya
fiscalizado: ¡ay de quien lo altere!”.
Insisto:
la Didáctica es una consecuencia de adecuadas formaciones
previas: científica (el dominio pleno de cada materia,
el dominio a fondo de sus fundamentos, la comprensión
plena de su estructura gneosológica); filosófica;
pedagógica (qué es la educación, qué
es la escuela, cuáles son sus fines, papel del maestro
en la sociedad, etc. etc. etc.) y psicológica. Después
de esto, sea bienvenida la Didáctica, como reflexión
sobre normas metodológicas y procedimientos concretos
de acción. Pero después, no antes.
Perduración
de formas arcaicas
Un ejemplo que debe ser conocido, como demostración
de gravísimos equívocos que perduran en nuestro
normalismo, es el de los planes de clase. Su estructura demuestra
cómo la perduración de conceptos superados –en
lo filosófico, en lo metodológico, en lo psicológico
y en lo pedagógico– llega a límites increíbles.
Por otra parte, su rigidez y su esquematismo frío conspira
contra lo que puedan tener, con todo, de valor; y a ello se
añade, como remate, la concepción un tanto “femenina”,
un tanto “de escuela primaria”, que exige a menudo
detallecitos de prolijidad, dibujitos o adornitos que concluyen
por tornarlos –a veces– francamente risibles.
¿Qué se puede hacer frente a un plan de clase
que enuncia que se dará el tema sobre tal o cual cuentecito
en primer grado inferior para desarrollo del vocabulario y
se lo presenta adornado con un lindo dibujito de un enanito
–con barba y todo– en el bosque? ¿Y qué
decir sobre el hecho de que este dibujito contribuye a que
la práctica se califique, quizás, con un punto
más?
Pero
analicemos los detalles. En primer lugar, los planes de clase
deben expresar el “fin inmediato” del tema a considerar.
Como consecuencia, se llega generalmente a la conclusión
notable de que el “fin inmediato” es siempre obtener
conocimientos sobre el tema que se ha enunciado al principio.
Tema: Descubrimiento de América. Fin inmediato: nociones
sobre el descubrimiento de América. Y el “fin
inmediato” es siempre algo parecido a “desenvolvimiento
de aptitudes intelectuales” o a “formación
de conceptos morales o formación moral o... etc. etc...”.
Vale decir que se comienza el plan por enunciar cosas innecesarias,
puesto que se deben dar por conocidas desde que son los fines
generales de la educación en general.
Luego
sigue el enunciado de “método, procedimiento
y forma”. Solicitamos a quienes duden de nuestras palabras
que procuren la oportunidad de ver una carpeta de planes de
un alumno de una escuela normal –de hace diez años
o de 1959: es lo mismo– y comprobarán si exageramos.
El método
es invariablemente: “inductivo-deductivo”. Algunas
veces suele ser al revés: “deductivo-inductivo”;
y en contadísimas excepciones se comete la heroicidad
de que sea “inductivo” solamente o “deductivo”
solamente. Pero esto casi nunca ocurre, porque como nadie
entiende bien la diferencia entre ambos y porque como instintiva
y oscuramente los propios alumnos comprenden que la diferencia
forzada entre ambos prácticamente no se da en la realidad,
prefiérense esas formas “mixtas” que son
menos comprometidas. Además suele ocurrir a menudo
que se enseñan temas como “La batalla de Chacabuco”
o “Vida de San Martín” con el método
“inductivo”, lo cual es, sin duda, una hazaña
intelectual tan portentosa que merecería una comisión
de sabios para ver cómo ella es factible.
El procedimiento
resulta siempre: “analítico-sintético”
o “sintético-analítico”, aunque
la primera expresión goza de favor generalizado. Naturalmente,
sin análisis y sin síntesis no hay posibilidad
de ningún proceso intelectivo, y por lo tanto hay posibilidad
de error al enunciar esa fórmula.
Pero
lo mejor sigue después: forma: “interrogativo-expositiva”,
o, a veces: “interrogativa”, lo cual significa
que el practicante no podrá “exponer” nada,
nada, nada, ni una exposición de un minutito siquiera.
Rara vez algún audaz se atreve a poner: “expositivo-interrogativa”
porque esto de que la forma expositiva tenga alguna primacía
sobre la interrogativa, si bien no contradice los dogmas resulta
muy mal vista por la tradición normalista.
Hace
ya muchos años –en 1912, para ser precisos–
un excelente pedagogo italiano, Lombardo Radice, escribió
páginas concluyentes sobre la falsedad de la distinción
entre formas “interrogativas” y “expositivas”.
Esas páginas no han podido ser refutadas jamás,
pero esto no obstaculiza para que nuestras escuelas sigan
empleando rígidamente tales conceptos. Y aún
existen inspectores de enseñanza secundaria que tienen
como preocupación esencial que los profesores asienten
en el libro de temas si la lección será dada
en una u otra forma.
Lo importante
de la lección es que sea eso: lección, es decir,
que “el profesor guíe y estimule en los alumnos
un activo trabajo mental que les haga descubrir por sí
mismos la verdad” (Vidari). Si existe este trabajo mental,
la lección es lección y basta. ¿Qué
me importa entonces si ha habido más exposición
o más interrogación? Cuando un profesor universitario
expone durante cuarenta minutos ininterrumpidamente, pero
mantiene la atención de sus alumnos, que lo siguen
atentamente, que están realizando un “activo
trabajo mental”, que están siendo dirigidos al
descubrimiento de la verdad, que están –mudos–
llenos de interrogaciones al profesor, y este las va respondiendo
en el curso de su disertación, ¿ha habido o
no lección? ¿Y en forma interrogativa o expositiva?
En cambio, ocurre infinidad de veces que se aplica la forma
interrogativa “externamente”, mediante preguntas
que llegan sólo a dos o tres alumnos de la clase, mientras
el resto permanece alejado, indiferente, al margen de las
explicaciones.
Si se
observan detenidamente algunos diálogos socráticos
–que son el ejemplo universal de la forma interrogativa–
se verá que en última instancia muchos de ellos
no son sino “exposiciones” del maestro a las que
forzadamente se les hace tomar forma de interrogaciones, pero
que muy bien podrían desarrollarse sin los “sí”,
o los “sin duda”, o los “naturalmente”
de los discípulos, en cuyo caso se entenderían
tácitamente dichos en la interioridad de los espíritus
de esos discípulos. En cambio, muchas exposiciones
están cargadas de interrogantes, marcados como tales
o no, pero sentidos como tales, que despiertan en el oyente
–o en el lector– multitud de inquietudes, de preguntas,
que se van aclarando luego en una palabra: la diferencia entre
forma interrogativa y expositiva es meramente exterior: no
afecta la esencia de la lección. Y aún esa diferencia
en lo exterior –que es al fin lo menos importante del
asunto– no se puede prever “a priori”, sino
que se conoce recién cuando se está en pleno
desarrollo de la tarea. Yo puedo pensar que iniciaré
mi clase así o así (en cuanto a la forma exterior
que aplicaré: tal parrafito, tal pregunta, tal chistecito,
tal comentario, tal cuentecillo) pero jamás sabré
con exactitud si la he de continuar toda entera en forma de
preguntas, o con una exposición, o si tendré
que exponer más que preguntar o viceversa.
Exigirle a los practicantes que “antes” de la
clase sepan ya si han de aplicar una u otra forma es ridículo,
aparte de inútil porque ello no afecta, repetimos,
la “esencia” de la lección. Pero los practicantes,
los futuros maestros, perdidos en este fárrago de exigencias
sin sentido no alcanzan a comprender nada de su verdadera
misión ni de qué es en verdad una lección.
Basta
ahora para concluir, recordar que los alumnos del Ciclo del
Magisterio tienen dos años, luego de los tres del ciclo
básico, para su formación profesional específica.
En esos dos años, sin haber comenzado a estudiar filosofía,
ni psicología –psicología general se ven
en cuarto año, psicología aplicada en quinto–
deben estudiar didáctica, pedagogía, historia
de la educación, didáctica especial de cada
materia, política educacional y legislación
escolar, hacer observaciones, dar prácticas en quinto
año... todo en períodos anuales de 160 días
hábiles, en días lectivos que abarcan cada uno
seis o siete materias distintas, con “horas” de
35 minutos efectivos, y con divisiones que cuentan a veces
60 alumnas, sentadas de a tres en bancos que no resisten una...
y así sucesivamente podríamos seguir con el
largo capítulo de las penas generales a toda la enseñanza
secundaria del país, que se añaden a los problemas
propios de la Escuela Normal que hemos considerado.
Digámoslo
con sinceridad: si algo queda, a pesar de todo, si de algo
sirve aún la Escuela Normal actual es porque todavía
sobrevive algo de un espíritu vocacional “normalista”,
“magisterial” –que tan crudamente condenamos
en sus aspectos intelectuales– pero que despierta, en
algunos alumnos, pocos quizás, pero algunos al fin,
vocaciones, entusiasmos, afanes, deseos de dedicarse a la
profesión. Y esos alumnos, si llegan al cargo, buscarán
por sí mismos la mejor manera de cumplir su labor.
Pero esto, con ser algo, no puede satisfacer ni contentar
a nadie. No basta ni representa al fin más que gotas
de agua en el desierto. La solución debe ser otra.
Proyectos
Después de todo lo dicho, se pedirá, naturalmente,
al autor de tanta crítica lo que suele exigirse en
casos similares: “Bien, ¿y que haría usted,
señor Sabelotodo? ¿Qué soluciones ofrece?
Comienzo
por aclarar que esta posición me parece un tanto simplista.
Suponer que todo crítico debe tener a mano soluciones
o debe saber hacer mejor lo que ha criticado me parece erróneo.
Si un crítico ha formulado objeciones severas y muy
fundadas a cualquier tipo de concepto, esto no tiene nada
que ver con la circunstancia de que luego pueda o no proponer
otro en su reemplazo. Que yo ahora pueda proponer o no una
solución aceptable para la formación del magisterio,
no tiene nada que ver con la validez de las críticas
formuladas con respecto a la Escuela Normal.
Sin embargo, no quiero dejar de formular alguna proposición
en tal sentido, en primer lugar porque ocurre que tengo ideas
al respecto, y en segundo lugar porque dichas proposiciones
concluyen de explicar las críticas antes formuladas.
Pero debo formular dos aclaraciones básicas, con un
ruego muy especial: que sean tenidas en cuenta por el lector.
Primera: las reformas a la escuela normal son de doble naturaleza.
Por un lado las referentes a las reformas de ella misma como
escuela “normal”, o sea las referentes a la estructura
magisterial propiamente dicha. Por otro lado deben considerarse
las reformas comunes a toda la enseñanza secundaria.
De estas no nos podemos ocupar en el presente trabajo, pero
debe quedar entendido que cuando hablemos de nuestro proyecto
de futura escuela normal, damos por supuesto que se haya realizado
previamente una reforma general de la estructura de la enseñanza
secundaria en general. Mientras persistan fallas fundamentales
como las actuales en nuestro régimen de enseñanza
secundaria –inadecuada edificación, sistema de
profesores “taxímetro”, calificación
por puntaje numérico con ridículas eximiciones,
falta de tiempo, horas tan cortas que carecen de todo sentido
y que son una especie de atentado contra la salud mental de
los alumnos, sistemas deformados de aprendizaje memorístico,
concepciones enciclopedistas totalmente fuera de época,
remuneraciones insuficientes al personal docente, profesores
sin título, y tantos otros males cuyo enunciado solamente
sería ahora imposible– toda reforma de Escuela
Normal o Comercial o Industrial carece de sentido. Aclarado
esto digamos lo que sigue.
Dentro
de la actual estructura educativa argentina (escuela primaria
de siete años) considero útil que el futuro
maestro curse primero el ciclo básico de tres años,
luego ingrese a una Escuela Normal. Esta debiera ser un establecimiento
dedicado a sus funciones de formación de maestro exclusivamente,
sin el ciclo básico. Tendría un ciclo de cuatro
años como mínimo, pero considero necesario que
fuera de cinco.
En primero
y segundo años se debería estudiar –aparte
de los contenidos de formación general, como Matemáticas,
Historia, etc. –. Pedagogía, Filosofía
y Psicología. En tercero y cuarto años, además
de los contenidos generales, se proseguirían los enunciados
para primero y segundo, más cursos de Didáctica
general y especial y observación. En cuarto año
prácticamente debieran darse por concluidos los cursos
sistemáticos de Pedagogía, Filosofía
y Psicología, y reemplazárselos por seminarios
de perfeccionamiento e investigación. Se intensificará
Didáctica y las observaciones, seguidas de discusiones
y comentarios. Se comenzaría con prácticas de
ensayo, de estudio, de discusión, de “aprendizaje”
en fin, no para ser calificadas con notas numéricas
o para angustiar a las practicantes y a sus familias o para
movilizar parientes y amigos en la búsqueda de ilustraciones
o para adornar planes de clase con dibujos de enanitos barbudos.
Y quinto
año debería ser dedicado exclusivamente a práctica
de la enseñanza, realizada en escuelas primarias comunes,
en las que el practicante estaría destinado en forma
completa y exclusiva, cumpliendo suplencias de personal ausente,
ayudando al director en tareas administrativas de tipo docente,
y colaborando con el personal docente habitual en clases especiales,
en dictado de unidades de trabajo completas, etc., etc., todo,
por supuesto, según indicaciones, planes, programas
de trabajo a cumplir y estudios teóricos que debería
realizar por su propia cuenta a fin de presentar a fin de
año un informe especial a manera de tesis.
Sí,
sí: sueños, utopías, ambiciones alejadas
de la realidad. Quizás. Pero entiéndase bien:
o la Escuela Normal se supera a sí misma o perece.
Las cifras indican que hay todavía –especialmente
en el interior del país– preferencia grande por
ella. Pero esto nada significa en cuanto a su calidad ni en
cuanto a la posibilidad de que cumpla su misión. La
Escuela Normal corre peligro de perecer en cuanto formadora
de “maestros”, en cuanto escuela con una misión
a cumplir en la vida de la sociedad.
Hemos criticado duramente a la Escuela Normal porque la queremos
y porque creemos que tiene una alta finalidad de cumplir.
Como dos hermanos que habitan la vieja casona familiar, vieja
y llena de goteras, de roturas, de paredes descascaradas,
de zócalos carcomidos, de escaleras peligrosas, que
aman ambos el hogar heredado, pero que asumen posiciones distintas
en la defensa, así nosotros: nuestra posición
es la de sacar a luz los defectos y las goteras y los peligros
y las señales de derrumbe, para aclararlos bien, dejarlos
a la vista, a fin de que el arquitecto pueda repararlos y
construir lo necesario a fin de que siga cumpliendo su misión.
No creemos útil la posición de nuestro hermano
que oculta las grietas y niega las goteras, porque creemos
que de esa manera el derrumbe sería inevitable.
Perdónesenos,
pues, si en el calor de la exposición se ha deslizado
una frase hiriente, una ironía mordaz, una crítica
severa. La intención que nos guía sirva de explicación
suficiente y la situación realmente crítica
a que ha llegado nuestro normalismo de justificativo abundante.
Buenos Aires, diciembre de 1959.
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