El
movimiento de la nueva escuela
1.
Las decepciones del siglo XX
Era
de esperar: los hombres de la segunda mitad del siglo XIX
habían armado sus esquemas de acción, sus sistemas
de gobierno, sus estructuras educativas, con tanta ambición,
con tanto ímpetu y tanta fe en los resultados, que
después de un cierto tiempo, comenzó a difundirse
algo así como un sentimiento de pesar porque tales
resultados parecían estar, todavía, bastante
lejos de lo esperado. Ocurre, siempre, a los grandes soñadores
la realidad les duele. Es difícil que la realidad pueda
acercarse, siquiera, alguna vez, a las construcciones ideales
que esas mentes poderosas; esas imaginaciones audaces, proyectan
en la soledad de sus cuartos, proclaman en sus escritos o
promueven ante los discípulos o las turbas que los
escuchan. No es raro, entonces, que apenas cincuenta o sesenta
años después de haberse montado los grandes
esquemas educativos, la palabra ‘fracaso’ asomara
de una manera u otra. Pero hay algo más: la misión
encomendada era, en verdad, gigantesca. La tarea por cumplir,
enorme. Forjar la unidad nacional y el sentimiento de nacionalidad
en todos los habitantes, sean cuales fueren sus orígenes,
sus convicciones religiosas, sus lenguas, sus costumbres.
Transformar los súbditos en ciudadanos. Corregir las
prácticas políticas. “Instituere civitatum
mores...” Hacer efectiva la igualdad de oportunidades
mediante una instrucción adecuada a las posibilidades
de cada uno. Superar las diferencias sociales y económicas.
“... no se reconocen privilegios de sangre ni de nacimiento...”
Perfeccionar los sistemas de producción mediante el
aprendizaje de las ciencias y de las técnicas; por
algo se enviaban trenes-bibliotecas con cartillas de agricultura
a recorrer las campañas. Acostumbrar a todos, al ejercicio
de la libertad. Desterrar la superstición, la ignorancia,
la miseria. Instruir, en fin. Ilustrar, educar.
Antes
de concluyera la primera década del siglo XX, comenzóse
a advertir que todavía se estaba lejos de la concreción
de tan altos ideales. La gran guerra de 1914 fue la señal
de que algo se quebraba definitivamente.
Entre
el 10 y el 20 se difunde la convicción de que a pesar
de la alfabetización universal no resulta tan sencillo
implantar, de verdad, las formas democráticas de gobierno.
Sarmiento había muerto, pero tanto en nuestro país
como en el mundo entero comenzó a vislumbrarse que
la “educación del soberano” era un asunto
un poco más complicado de lo que había parecido.
Empezó a advertirse que no siempre “un pueblo
ilustrado elegía bien a sus gobernantes” y que
se daban casos de pueblos instruidos, alfabetizados, que a
pesar de todo, seguían “eligiendo a Rosas”,
es decir, seguían a demagogos, aceptaban a tiranos
y a caudillos, y dejaban de lado los mejores programas de
gobierno, que se les ofrecían en cartillas bien impresas.
Tampoco
respondió a las esperanzas iniciales, la formación
del sentimiento nacional. Pasaban los años, y a pesar
de los esfuerzos de todos los maestros de la península,
los dialectos italianos perduraban con fuerza inconmovible
y la separación entre el Sur y el Norte no desaparecería
tan fácilmente. El maestro de Enrique les había
dicho que quien despreciase al muchacho calabrés en
una escuela de Turín, sería indigno por siempre
de mirar la bandera tricolor, pero casi un siglo después,
los trabajadores calabreses instalados en Milán, a
la búsqueda de trabajo en las grandes fábricas
del gran emporio industrial, terminaron por formar un ghetto,
ante el cual los milaneses fruncían el ceño,
más o menos, como los habitantes de Nueva York de raza
blanca frente a los barrios de los portorriqueños.
En Bélgica, flamencos y valones han llegado a 1970
y siguen apaleándose en las calles por el problema
de la lengua. Los catalanes no están dispuestos a abandonar
la batalla por el derecho de usar su propia lengua en las
escuelas, y los vascos españoles continúan considerándose
sojuzgados por un gobierno extranjero. Los argentinos comenzamos
muy pronto a entender que no era tan sencillo obtener un 'crisol’
de razas y en sus últimos años Sarmiento pronunció
voces –ardientes como siempre– para denunciar
el peligro que enfrentaba la nacionalidad, por la presencia
de colonias, en las cuales, ni la lengua, ni las tradiciones,
ni la escuela nacional parecían poder entrar. En 1910,
Ricardo Rojas escribió La Restauración Nacionalista,
para expresar su gran preocupación por la situación
político-social que se presentaba. Quizá, sin
embargo, y por muchas razones que ahora no podemos entrar
a analizar, el caso argentino no es de los peores: somos,
probablemente, uno de los países del mundo con menos
dificultades de separaciones internas, por motivos raciales,
religiosos o idiomáticos. Sin embargo, nadie duda que
la formación de la mentalidad democrática y
el aprendizaje de los hábitos ciudadanos estuvieron
muy lejos de alcanzar un éxito aceptable. Habría
mucho que discutir acerca de lo que se ha logrado con respecto
a la formación del sentimiento nacional. Precisamente,
podría advertirse que, en las zonas donde los índices
de escolaridad y de alfabetización son los más
altos, ese sentimiento no es superior al que puede encontrarse
en zonas de gran atraso escolar.
Desde
un punto de vista estrictamente político, se advierten,
también, algunos fenómenos claros. Los movimientos,
que dieron origen a los partidos más tipificados por
sus posturas racionales y docentes, basados en los programas
partidarios y no en las figuras mesiánicas, que abrían
bibliotecas al lado de los comités y editaban periódicos
doctrinarios, comenzaron a obtener sus mayores caudales electorales
en los ámbitos ciudadanos, allí, donde la cultura
literaria, justamente, desplazaba a la anterior, de tipo vital
e iletrada. Parecía que se cumplían las predicciones
y que, en la medida que el pueblo entero perfeccionara su
ilustración, concluiría el ciclo de caudillos
y de votantes manejados como rebaños. Sin embargo,
la primera vez que las masas argentinas votaron, de verdad,
según su auténtico sentir, lo hicieron no por
un programa racionalmente elaborado, difundido y discutido,
sino pasionalmente por un hombre que era casi un mito: Hipólito
Yrigoyen. Y cuando apareció en la escena la figura
de Perón, el pueblo ‘ilustrado’, es decir,
alfabetizado al menos, volvió a dar la espalda a los
programas y a los viejos líderes de las bibliotecas
y los periódicos doctrinarios y siguió el impulso
irracional de sus pasiones. La Unión Democrática
triunfó, no se olvide, en la provincia de Corrientes,
que ostenta uno de los primeros lugares en la escala de porcentajes
de analfabetismo en todo el país. Quiere decir que,
la relación entre ignorancia y peronismo no era, por
lo menos, tan directa como se pretendió. La contradicción
flagrante no fue advertida por muchos, pero, era sentida desde
tiempo atrás por gran cantidad de personas.
Algo,
en síntesis, no había funcionado bien. Algo
no había salido como se lo esperaba. Algo se había
hecho mal, quizá.
En
la búsqueda de ese algo que no andaba bien, comenzó
a verse, por ejemplo, que los hombres no usaban el instrumento
del alfabeto tal como se había supuesto que habría
de ser usado. Es necesario que nos traslademos por un momento,
a la época en que las grandes figuras del siglo pasado
luchaban por imponer la doctrina de la obligatoriedad escolar
y de la alfabetización universal. Esos hombres pensaban
poner en manos del pueblo un instrumento –el alfabeto–
con el cual se instruirían, se perfeccionarían
en forma permanente. Por eso abrían, además,
bibliotecas populares y la ley 1420, terminando en un capítulo
dedicado a estas instituciones, no hace sino ser implacablemente
fiel al espíritu con que se la redactó. Era,
al fin, el ideal de la educación permanente de ese
momento histórico. Con el alfabeto en su poder, los
hombres podrían leer los diarios –los de entonces–
y enterarse de las novedades políticas y de la acción
del gobierno y de los debates parlamentarios. Podrían
leer –obsérvese–, siempre leer, los programas
de los diferentes partidos políticos y considerar por
cuál habrían de inclinarse; podrían conocer
las leyes que se fueran dictando y por lo tanto no resultaría
fácil engañarlos; podrían, por fin, acceder
a todas las manifestaciones culturales, sin más limitaciones
que las que marcaran sus capacidades individuales o su voluntad
y su interés. Sarmiento y Lincoln son dos ejemplos
cabales de lo que el siglo XIX supuso que debía ser
el poder redentor del alfabeto. Ambos son personajes que llegan
hasta la máxima dignidad dentro de sus países,
por obra de una labor de perfeccionamiento personal que realizan
por sí mismos, gracias a esa llave maravillosa que
es saber leer; se ilustran, se capacitan y de los más
humildes orígenes llegan a los más altos cargos.
Tengamos en cuenta lo que eran los periódicos de aquel
tiempo y lo que significaba el término ‘libro’
por esa época: nunca mera distracción, mero
pasar el tiempo y –mucho menos, ya que esto último
era insospechable– una formación negativa o perniciosa,
salvo, quizá para los criterios moralistas más
rígidos y por lo que se refería a algunas novelas
u obras más o menos audaces.
¿Qué
suponía Sarmiento que harían los hombres con
ese instrumento –el alfabeto– en su poder? Pues,
lo mismo que había hecho él. Es que en verdad:
¿qué otra cosa se podía hacer? Su biógrafo,
Ricardo Rojas, nos dice también:
“Cuando
muchos años más tarde, ya realizado victoriosamente
el destino de Sarmiento, lo imaginamos promoviendo desde los
cargos directivos de la educación o desde la Presidencia
de la República la fundación de bibliotecas
populares en todos los rincones del país, uno piensa
que es aquella experiencia de su juventud la que le dicta
este apostolado; no todo es doctrina, no todo es experiencia
de viajes por países civilizados, sino memoria de su
niñez sin escuela y de aquel aprendizaje azaroso en
libros que encontró a la ventura. Y cuando adquiere
de la casa Appleton, de Estados Unidos, una colección
de cartillas sobre las ciencias, ‘él está
pensando en las de Ackermann que leyó en la adolescencia’
y en que ‘quizá algún joven de talento
y con vocación, entre esos gauchos descalzos o calzados
con ojotas, podría despertar al llamado de esas lecturas’.*
La
evolución histórica trajo fenómenos y
situaciones que los hombres del siglo pasado no podían
imaginar. Julio Verne fue capaz de adelantarse a su tiempo
y previó el submarino y los viajes a la Luna. Nadie,
empero, fue capaz de imaginar lo que sería la prensa
amarilla, la aparición de las revistas de nuestra época,
ni la significación que podría alcanzar otro
tipo de manifestaciones literarias actuales. Los más
audaces no pudieron, jamás suponer que existiría
una industria editorial clandestina destinada a la pornografía,
por ejemplo.
La
verdad es que los pueblos, una vez alfabetizados, no usan
ese instrumento como quieren otros, sino como a ellos les
parece mejor. A veces, dejan de usarlo: no van a las bibliotecas
populares, no leen libros instructivos –ni de los otros–,
no repasan la Constitución Nacional, ni siguen los
debates parlamentarios, no perfeccionan sus métodos
de trabajo con cartillas de ciencia o de tecnología.
En otros casos, simplemente, usan tan noble y maravilloso
instrumento para entretenerse, para llenar sus ocios, para
distraer su mente de otras preocupaciones. En los periódicos,
comienzan a aparecer otras secciones; las noticias policiales
van adquiriendo mayor relieve y espacio, y un día,
el siglo XX se encuentra con la enorme sorpresa que, al lado
de la prensa que era el ‘cuarto poder’ dentro
de una casi perfecta construcción político-social,
existía también –o sea, además,
de la prensa tradicional– una prensa exclusivamente
dedicada a cuestiones que nada tienen de formativas, de instructivas.
Aparecen,
lentamente, las revistas llamadas populares, que en nuestro
tiempo han alcanzado niveles de circulación extraordinarios,
y todo ello –junto con la infinidad de libros y volúmenes
de temas de aventuras, policiales o pornográficos,
o más o menos al margen de las normas corrientes y
de las llamadas buenas costumbres– forma un mundo de
‘letra impresa’ que, seguramente, sorprendería
violentamente a aquellos grandes idealistas del siglo XIX.
El siglo XX aprendió una lección fundamental:
no basta que el hombre aprenda a leer. La cuestión
estriba en saber qué leerá después.
Y
es así como empieza, tímidamente, a difundirse
una queja, a manifestarse una idea extraña, poco clara
desde un punto de vista del sentido lógico de las palabras
con que se expresa. Se dice, en efecto, que hay personas ‘instruidas’
pero no ‘educadas’... que no basta saber leer
y escribir para ser ilustrado... o, a veces, que una cosa
es la ilustración y otra la cultura... En fin: ya en
las primeras décadas de este siglo, toma estado público
la idea de que hay también una ‘incultura del
letrado’. Obsérvese con cuidado este detalle:
se sigue admitiendo que sin formación letrada, sin
alfabetización, sin escolarización, es imposible
llegar a ser una persona culta. Pero ahora se afirma que ‘además’
de esa formación letrada escolar, hace falta otra cosa.
¿Qué? No se sabe bien. Pero se admite que la
‘instrucción’ no basta, que con leer y
escribir, solamente, el problema no queda resuelto.
*R.
Rojas, El profeta de la Pampa, Editorial Losada, Buenos Aires,
1945, p. 625.
2.
Miguel de Unamuno, o el conflicto de dos siglos
En
el curso de nuestro siglo se observan hechos más importantes
todavía, más profundos y tremendos para el hombre,
que descubrir que no es tan sencillo despertar de un instante
para el otro sentimientos nacionales más fuertes que
el apego al terruño; entender que la lengua que se
aprende a hablar en el regazo materno o en las rodillas del
padre o con los amigos de la infancia aldeana o callejera,
que cala mucho más hondo en el espíritu, que
la que se puede aprender con buenos maestros en las escuelas;
descubrir a un duro precio que la fuerza de los demagogos
supera las razones de los mejores estadistas. Aquella aventura
maravillosa, apasionante, que el hombre había emprendido
en el Renacimiento, ha llegado a su punto culminante. Casi
parece que, en verdad, es ahora dueño de sí
mismo; que es libre de elegir su destino; que ningún
culto le es impuesto si su razón no quiere admitirlo;
que ningún temor primitivo ha de dominar su ánimo
porque la ciencia le está mostrando cuáles son
los secretos de las fuerzas ocultas de la Naturaleza que hasta
entonces lo aterraban; que ningún magister impondrá
su doctrina porque sólo debe aceptar lo que ha comprendido
con claridad y distinción; que el progreso ha comenzado
una marcha irresistible que ya nadie detendrá.
Pero
precisamente entonces aparecen nuevas dudas o resurgen viejos
anhelos. Un día, sin que el siglo XIX se diera cuenta,
resurge la eterna preocupación por el más allá,
reaparecen las preguntas por el sentido último de la
vida, la metafísica comienza a retomar su supuesto
en las aulas de filosofía y, la existencia humana en
sí misma desnuda de todo lo demás, vuelve a
ser problema. Pero, entra el siglo XX y aquellas voces cobran
fuerza de grito y el viejo aforismo que permanecía
olvidado empieza a ser comprendido: “El corazón
tiene sus razones que la razón no entiende...”
El racionalismo comienza a dejar insatisfechos a los hombres
de este siglo. Con asombro se descubre que un hombre de ciencia
puede, sin embargo, creer en el misterio. Dios, en fin, es
alguien en este siglo y el positivismo no ha logrado borrarlo
mediante el simple expediente de la ilustración universal.
En
1864, en España, en Bilbao, nace Miguel de Unamuno.
Muere en 1938 y ha cabalgado los dos siglos. Se ha formado
bebiendo en las fuentes abundantes y orgullosas del XIX, pero
muere convertido en el anunciador de las más profundas
inquietudes de esta centuria.
A
nuestro juicio, un error generalizado presenta su obra y su
figura con un falso enfoque. Se dice que el drama de Unamuno
consiste en el choque de su formación religiosa, heredada
por su tierra y dada por su familia con su mente racionalista.
Así inclusive, lo han visto algunos de los exegetas
unamunianos que lo tratan con la mayor simpatía. Y
una gran mayoría de sus compatriotas sigue convencida
que el gran rector de Salamanca fue simplemente, un católico
atenaceado por la duda, un hombre cuya fe tambaleaba constantemente
por el peso de sus estudios filosóficos y científicos;
un ejemplo, al fin, de fe inquietada por la razón y
necesitada de que las verdades del dogma pudieran apoyarse
en demostraciones lógicas. Para nosotros es al revés:
Unamuno no era un hombre que tuviera una fe heredada irracionalmente
y sintiera que su razón la conmovía. Era un
hombre que había heredado, bebido en sus etapas formativas,
y aceptado irracionalmente –valga la paradoja y no es
por espíritu ‘unamuniano’– el racionalismo
del siglo XIX. Y eran sus angustias metafísicas, su
necesidad de fe religiosa, su fe al cabo, lo que conmovía
a su razón y hacía tambalear su saber filosófico
y científico. No era la razón lo que perjudicaba
la fe de Unamuno, sino su fe que hacía tambalear a
su razón. No se trataba de que su razón buscara
demostraciones lógicas para que su fe no se resintiera,
sino su fe que buscaba desesperadamente certeza para que su
razón –su pobre razón malherida y angustiada–
pudiera reposar un poco en paz. Ese era el drama de Unamuno,
su agonía. Era la agonía del siglo XIX y un
elemental juego de palabras, con el doble sentido de la palabra
agonía –como lucha y como pórtico de la
muerte, doloroso y largo– que nos permite comprender
la dureza de la lucha sostenida.
Lo
que había sucedido era muy sencillo: Unamuno descubrió,
nada más ni nada menos, que además de la razón,
hay, en el hombre, la pasión. Se trataba de un detalle,
apenas, que el siglo XIX había olvidado. Y por eso
olvidó, también, que la letra escrita es nada
más que razón, concepto puro, desnudo de todos
los ropajes que envuelven a la palabra oral y la transforman
en algo, que quizá, tiene muy poco que ver con el mensaje
racional que transmite. Son las razones del corazón,
son la pasión que Unamuno sentía permanentemente
en sí mismo, luchando contra la “cochina lógica”...
y eso le pasaba justamente a él, rector de Salamanca,
profesor de griego, lingüista, estudioso infatigable,
lector empedernido, hombre metido hasta los tuétanos
en el mundo de la cultura letrada y prácticamente un
extraño en el mundo que no tuviera que ver con alguna
forma de escritura.*
Entonces,
por ejemplo, sucede que Unamuno descubre que el hombre quiere
no morir, que al hombre le interesa la inmortalidad y que
la razón no le sirve para nada, cuando lo aqueja ese
afán. Y toda la sabiduría heredada, toda la
ciencia y todas las luces que el hombre fue encendiendo para
iluminar su camino desde el Renacimiento, prácticamente,
de nada le sirven cuando el aguijón hinca duro sus
dientes y le exige una respuesta definitiva a la gran pregunta.
Unamuno
descubre, en efecto, que además de la razón
existe la pasión. Entonces dice algo muy simple, muy
claro, que ahora nos parece fácil aceptar pero que
en su tiempo fue, para muchos, una de sus tantas paradojas
largadas a correr, con la exclusiva intención de lucir
su ingenio o de espantar a los ingenuos: el hombre no se apasiona
por las teorías que ha aceptado racionalmente, sino
que busca razones –racionaliza– para sostener
las teorías por las cuales se ha apasionado. Porque
primero es la pasión, después la razón
y no a la inversa. Primero hay que sentir la nacionalidad,
primero hay que querer a la patria y después podemos
buscar muchas razones que nos sostengan en esa pasión.
Pero, comenzar a buscar razones para querer una patria que
no sentimos, previamente, como nuestra, a la cual no estamos
ligados irracionalmente por un canto, o por un paisaje, o
por una madre, o por una familia, o siquiera por una danza
o el recuerdo de una novia... es, sin duda, algo que no resiste
el menor análisis. Lo mismo ocurre con las doctrinas
políticas, y por eso es que los hombres ilustrados,
alfabetizados, siguen eligiendo caudillos que hablan a su
corazón y rechazan a los estadistas que hablan a su
razón. Cuando Perón, en su última disertación
radiofónica, antes de las elecciones de febrero de
1946, dijo a los peones de las campañas:
“Vayan
a votar de cualquier manera. Si el patrón les cierra
la tranquera, salten la tranquera o rompan la tranquera, pero
vayan a votar”, no les estaba proponiendo un programa
de gobierno ni les estaba explicando cuáles serían
las soluciones que habría de aplicar, para remediar
los problemas económicos y sociales de los peones de
las campañas. Simplemente, hablaba a la pasión
de esos hombres, que no recibieron el mandato en un papel
escrito, en una cartilla, donde hubiera sido nada, porque
nada había de conceptual, de razonamiento sensato,
de ideas claras en el llamado. Pero recibían un mensaje
por medio de una voz, de una voz humana, real, que les hablaba
a cada uno de ellos y que sentían vibrar viva y que
resonaba en todo su ser. Y votaron. Al día siguiente,
los esquemas racionalistas yacían por el suelo. Unamuno
lo había advertido: los hombres se apasionan primero,
piensan después. Y en todo caso, son incapaces de pensar
sin mezclar la pasión con el razonamiento. Después
de Freud, después de Piaget, es muy fácil comprender
todo esto. Pero Unamuno era un hombre del XIX y no sólo
libró una lucha heroica contra sus contemporáneos
sino contra sí mismo. También es fácil
comprender estos fracasos del racionalismo político
después de haber leído a Fromm y su obra capital:
El miedo a la libertad. El siglo XX ha descubierto,
asimismo, que el hombre no sólo quiere ser dueño
de su destino sino que –y quizá en primer término–
‘quiere tener un destino’, alguno, cualquiera,
pero no quedarse solo, desamparado. Que el hombre quiere,
es verdad, ser libre pero no a costa de la inseguridad absoluta.
Que el siglo XIX le dijo a cada hombre: puedes trabajar en
lo que quieras, pero no le explicó qué podría
hacer si no encontraba trabajo. Fromm nos ha explicado entonces,
cómo ha sido posible que pueblos instruidos eligieran
la seguridad a cambio de la libertad, el orden en vez de la
anarquía, el despotismo en cambio del sufragio, el
miedo al amo en cambio del temor a lo desconocido.
Piaget
nos ha aclarado, definitivamente, que la inteligencia no funciona
sin un ingrediente que se llama emoción, afectividad,
pasión en última instancia. Que no hay una razón
separada de los sentimientos o viceversa. Y algo de todo esto
hacía que, a principios de la segunda década
de este siglo, los pedagogos neoidealistas italianos –Lombardo
Radice, por ejemplo– comenzaran a admitir que los maestros
italianos de primer grado usaran algunas poesías dialectales
para introducir a los niños en el mundo del alfabeto.
Unamuno
fue el gran anunciador del siglo XX: él es quien tocó
las trompetas para recordarnos que habíamos olvidado
la vida con su carga de pasiones y que la razón era
insuficiente. Arremetió como don Quijote contra los
molinos de viento, caballero de la fe loca, y no se dejó
vencer por la simple razón que le mostraba –una
vez en el suelo, maltrecho– que eran molinos: algún
encantador los habrá trocado, Sancho. Escribió
la Vida de don Quijote Sancho y superó a Cervantes.
Decidió, al margen de toda investigación histórica
cientificista y archivesca, que el personaje tenía
existencia real... y lo demuestra a quien sepa escuchar las
razones del corazón. Porque “no es la inteligencia,
sino la voluntad la que nos hace el mundo, y al viejo aforismo
escolástico de nihil volitum quin praecognitum,
nada se quiere sin haberlo antes conocido, hay que corregirlo
con un nihil cognitum quin praevolitum, nada se conoce
sin antes haberlo querido... ‘En vano la ciencia intenta
negarnos la inmortalidad y la eternidad: la necesidad angustiadora
de la eternidad excava en nuestro corazón para establecer
en él su nido’... ‘Aunque tu cabeza diga
que se te ha de derretir la conciencia un día, tu corazón,
despertado y alumbrado por la congoja infinita, te enseñará
que hay un mundo en que la razón no es guía.
La verdad es lo que hace vivir, no lo que hace pensar.’
La filosofía de la inmortalidad, la de creer y crear
la verdad no se enseña en las cátedras, no se
expone con la lógica inductiva o deductiva, ni se deriva
de los silogismos, ni se consigue en los laboratorios, sino
que brota del corazón. Es la vida la que hace la verdad
y es la verdad la que hace la vida. La verdad, por ello, no
es un presente sino una conquista dura e infinita... Un solo
objetivo ha tenido Unamuno en toda su obra de escritor y de
pensador. Como él mismo dice: ‘mi empeño
ha sido, es y será que los que me lean piensen y mediten
en las cosas fundamentales y no ha sido nunca el de darles
pensamientos hechos. Yo he buscado siempre agitar, y a lo
sumo, sugerir más que instruir. Si yo vendo pan, no
es pan sino levadura o fermento... El presupuesto fundamental
de la obra de Unamuno es la antinomia radical entre la razón
y la vida: ‘la razón es enemiga declarada e irrebatible
de la vida’. La razón es identidad, permanencia,
universalidad, explicación lógica de todo, disolvente
del individuo en lo universal, negadora de sus más
profundas aspiraciones morales y religiosas. La vida, en cambio,
es diferencia y desigualdad, fluir continuo, individualidad,
fe sin por qué, alógica, acientífica,
que afirma la existencia de los ideales, de la inmortalidad
del alma y de Dios. La razón dice que todo esto es
absurdo: pero la vida contesta que, precisamente, porque es
absurdo es verdadero, es verdadero porque es locura para la
razón... Pero, ¿no sería más cómodo
y más seguro confiar en la razón y vivir dentro
del cascarón bien engranado y cómodo de su orden?
Esta seguridad puede satisfacer a los escuderos, no a los
caballeros de la vida.”^
La
otra entera de Unamuno es muestra de esta posición,
pero quizá convenga todavía una cita más,
para salir al paso de interpretaciones superficiales que confunden
la postura agónica unamuniana con la posición
racionalista de la duda cartesiana. Don Miguel mismo lo explicó:
“Esta duda cartesiana metódica o teórica,
esta duda filosófica de estufa, no es la duda, no es
el escepticismo, no es la incertidumbre de que aquí
os hablo, ¡no! Esta otra duda es una duda de pasión,
es el eterno conflicto entre la razón y el sentimiento,
la ciencia y la vida, la lógica y la biótica...”+
Terminemos:
Unamuno no es el hombre que tiene una fe irracional heredada
de sus mayores contra la cual se alza su razón. No
es que le hayan enseñado que Dios existe y su razón
no se lo demuestra. Sino que tiene una confianza irracional
en la razón, heredada del racionalismo y del iluminismo,
porque es hijo de su siglo, y su pasión se rebela contra
ella. Lo que le han enseñado es que Dios no existe
y su fe –su pasión– le impone lo contrario.
Digámoslo, como él, en verso:
“Oye
mi ruego Tú, Dios que no existes / y en tu nada recoge
estas mis quejas, / Tú que a los pobres hombres nunca
dejas / sin consuelo de engaño. No resistas / a nuestro
ruego y nuestro anhelo vistes. / Cuando Tú de mi mente
más te alejas, más recuerdo las plácidas
consejas / con que mi alma endulzóme noches tristes.
/ ¡Qué grande eres, mi Dios! Eres tan grande
/ que no eres sino Idea; es muy angosta / la realidad por
mucho que se expande / para abarcarte. Sufro yo a tu costa,
/ Dios no existente, pues si Tú existieras / existiría
yo también de veras.”#
Estamos
ahora en condiciones de entender la obra Amor y Pedagogía,
del gran agonista. Unamuno no hace con ella sino tomar el
pelo a la Pedagogía que él conoció, es
decir, a la Pedagogía cientificista, metodista, orgullosa
de su saber y soberbiamente confiada en que la recta aplicación
de sus recetas produciría resultados ciertos y predeterminados.
Este volumen no figura en ningún tratado de Historia
de la Pedagogía ni en ningún análisis
de los movimientos de la nueva educación: sin embargo,
es su antecedente más directo en lengua castellana.
Los maestros que han estudiado Piaget, Freud y las nuevas
concepciones metodológicas, hartos quizá de
activismo y de vitalismo y de experiencias educativas en cambio
de lecciones de libros, probablemente no tengan mucho que
encontrar en ella. Pero en su momento fue el gran sacudón,
por supuesto no comprendido: quedó como una boutade
más de este tozudo polemista, dispuesto –parecía–
nada más que a escandalizar, a demoler, a faltarle
el respeto a todo, hasta a la escuela y a la Pedagogía.
Don Avito Carrascal es el personaje central: cree a pie juntillas
en la ciencia de su tiempo y en la Pedagogía de su
tiempo:
“Tómese
un niño cualquiera, digo, tómeselo desde su
estado embrionario, aplíquesele la pedagogía
sociológica; y saldrá un genio... Lo que hacen
las abejas con sus larvas ¿por qué no hemos
de hacer con nuestros hijos los hombres?”
Don
Avito se propone demostrar su teoría. Ha de casarse
según las reglas, concebirá un hijo de acuerdo
con el método indicado para obtener el mejor producto
y lo educará –¡oh, sí lo educará
científicamente!– de tal forma que el resultado
será exactamente el deseado, el propuesto.
Claro
está: el desarrollo de la novela es el imaginable.
La ciencia y la razón le fracasan a don Avito desde
el vamos, porque la pasión se le interpone siempre
en el camino, adviértalo él o no, quiéralo
o no. Le hace elegir otra mujer de la seleccionada racionalmente,
concebir su hijo cuando la pasión se lo dicta y no
cuando su razón se lo indica y luego, el hijo –el
discípulo– no reacciona precisamente, como todas
las abejas reaccionan ante los mismos estímulos, sino
que parece que, como hombre, tiene respuestas imprevisibles
que ningún método, ninguna Pedagogía
tiene pensadas de antemano. El final es trágico, porque
Unamuno es un pésimo humorista: sus bufonadas son siempre
tristes, dolorosas. El hijo de don Avito se suicida, pues
sus fracasos vitales se le hacen intolerables. La escena durante
la cual don Avito diserta pedantescamente sobre la ciencia
de la muerte –la ciencia biológica de la muerte–
delante del cadáver reciente de su hijo es, inclusive,
de mal gusto, es literariamente mezquina y humanamente insoportable.
Para admitirla, es necesario haber leído, además,
el romance de Unamuno Ante la muerte de un hijo y entendido
el desgarrante dolor que este espíritu ha sentido y
que es capaz de expresar bellamente, para darse cuenta, que
lo que está haciendo, es nada más que imprecar
violentamente contra la ciencia –la ciencia biológica
de su tiempo– por la pedantesca pretensión de
poder calmar las angustias del hombre con unos pocos datos
de química y física.
Amor
y Pedagogía es una lección humillante para
los maestros y profesores de su tiempo, es al positivismo
pedagógico lo mismo que las exaltaciones de Gentile
contra el metodismo.
*Es
admirable la claridad con que el mismo Unamuno explica la
diferencia que va de la palabra escrita a la expresión
oral: cómo la letra desnuda al mensaje de la incomparable
riqueza con que viene revestido al ser trasmitido oralmente
y deja apenas el concepto puro, con toda su pobreza vital
aunque esté pleno de sentido racional: ‘Mis propios
pensamientos, tumultuosos y agitados en los senos de mi mente,
desgajados de su raíz cordial, vertidos a este papel
y fijados en él en forma inalterable, son ya cadáveres
de pensamientos. (Del sentimiento trágico de la vida,
Editorial Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1947, p. 79).
Y es por esto que en toda la obra de Unamuno late una permanente
desesperación por salirse al autor del papel; lo que
quiere es hablar con el lector, hablar de verdad, decirle
con su voz, con su palabra viva, con su tono, con su gesto,
con sus brazos, gesticulando, con su mirada. Porque quiere
hablar a la pasión y no solamente a la razón:
para esta basta el papel, para la primera es indispensable
el mensaje vivo de la palabra oral.
^Micheie
Federico Sciacca, La filosofía, hoy, Editorial Luis
Miracle, Barcelona. 1947, cap. IV. “Miguel de Unamuno,
el caballero de la fe loca”, p. 127 a 152.
+M.
de Unamuno, Op. citado, p. 95.
#“La
oración del ateo”, en Antología poética,
Editorial Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires, 1952, p. 62.
3.
Las quejas contra la escuela
El
hecho es que las primeas décadas del siglo XX, y en
particular después de la primera Gran Guerra, se dejan
sentir las quejas contra la escuela, contra los resultados
de la acción educadora de la política educativa
implantada en el siglo pasado. Se dice que la escuela no ha
cumplido ni cumple bien su misión; que no ha formado
ciudadanos concientes de sus deberes como miembros de una
democracia, que no ha despertado el amor a la patria de manera
suficiente ni ha creado una conciencia de nacionalidad tal
como se le había encargado; entre nosotros, en la Argentina,
se le reprocha abundantemente que no ha enseñado a
hablar bien nuestro idioma; se afirma, en todas partes, que
ha ‘instruido’ pero no ‘educado’;
que se ha alejado de la vida y se ha encerrado excesivamente
entre sus muros, que se ha olvidado del viejo mandamiento:
“non scholae sed vitae discimus”; que ha caído
en un verbalismo vacuo; que es en exceso libresca; que no
practica sus enseñanzas, que es enciclopedista y por
lo tanto no llega al fondo de los temas que enseña;
que ha olvidado la formación moral por la formación
intelectual; que no se le han dado recursos materiales y por
eso no ha podido cumplir bien su tarea; que los maestros no
han sido bien preparados; que los docentes no han sido bien
remunerados y por eso no hay entre ellos elementos humanos
de alta calidad... que hay que mejorar, en fin, la educación,
que hay que cambiar los métodos y los sistemas de enseñanza
para que se puedan obtener auténticamente los altos
fines perseguidos.
Ha
nacido el movimiento de la nueva educación.
4.
Las campañas de la ‘escuela nueva’*
No
ha sido por azar que en el primer tercio de este siglo hayan
surgido, universalmente, las llamadas campañas de la
‘nueva educación’ o de la ‘escuela
nueva’. En Estados Unidos, la figura de John Dewey constituye
una antorcha detrás de la cual, prácticamente,
se enroló todo el sistema de enseñanza de ese
país. En Rusia, Tolstoi había escrito ya su
famoso ensayo sobre la escuela de la libertad y Lenin, después
del 17, proclama la abolición lisa y llana de la institución
escolar; el mundo del trabajo (véase ya bien claro:
el mundo del trabajo es la vida misma) será la escuela
de los jóvenes de la nueva Rusia. En Italia, un movimiento
vigoroso da grandes nombres a la historia del antipositivismo
pedagógico, pero uno ha quedado como el campeón
del antimetodismo y el destructor de la Pedagogía:
Giovanni Gentile, que desplaza la práctica tradicional
de las escuelas normales y reduce la ciencia de la educación
a unos pocos capítulos de los programas de filosofía.
Lombardo-Radice renueva las concepciones tradicionales, herbartianas
y metodistas, de la didáctica anterior. Es innecesario
aclarar las figuras que brinda Francia a este vasto acontecer
en el mundo de la escuela, y citar a Ferriere es, nombrar,
quizá, a quien más hizo por el agrupamiento
institucional de los defensores de esta ‘nueva educación’.
La Argentina, por entonces tuvo hombres y mujeres que no sólo
siguieron aquellas doctrinas sino que forjaron las propias
e intentaron, con capacidad y con ardor, aplicar en nuestro
medio el credo renovador. Toda enumeración, en este
momento, tiene que ser necesariamente incompleta e injusta.
Citemos a Rosario Vera Peñallosa, y su Museo pedagógico;
a Carlos María Biedma y sus renovaciones ‘activistas’
para la enseñanza de la Geografía, a Carlos
N. Vergara y sus esfuerzos por ser fiel al espíritu
de Tolstoi, quien terminó expulsado de la Escuela Normal
de Mercedes pero continuó batallando infatigablemente
toda su vida; a Ernesto Nelson dirigiendo el internado del
Colegio de la Universidad Nacional de La Plata y a los maestros
que en el 16, junto con el proyecto de la escuela intermedia,
hicieron realidad uno de los más fecundos ensayos de
escuela activa que se haya realizado, quizá, en el
mundo.^ ¿Cuáles eran los planteos
básicos de la nueva educación? Dewey basa su
filosofía de la educación sobre la ‘experiencia’
como reemplazante de las lecciones puramente intelectualistas.
Por eso, el tradicional programa de ‘conocimientos’
debe ser superado por un curriculum que enumere las
experiencias educativas que se realizarán para obtener
objetivos prefijados. Él mismo se encarga de advertirnos:
“El
nacimiento de lo que se llama nueva educación y escuelas
progresivas es en sí mismo un producto del descontento
respecto de la educación tradicional.”+
Pero
es, precisamente, en otra de sus obras donde se advierte,
bien claramente, la relación entre las posturas de
la educación progresiva y las circunstancias históricas.
En su ensayo La escuela y el progreso social explica algunas
de las ideas capitales que necesitamos destacar. En primer
término, la necesidad de vincular las circunstancias
históricas con lo que sucede en la escuela y con las
doctrinas pedagógicas.
“¿Podemos
ligar esta ‘nueva educación’ con la marcha
general de los acontecimientos? Si lo conseguimos perderá
su carácter aislado y cesará de ser un asunto
que pertenezca solamente al ultraingenioso espíritu
de pedagogos que laboran con discípulos particulares.
Aparecerá como una parte y parcela de toda la evolución
social y, al menos en sus rasgos más generales, como
inevitable.”#
A
lo largo de este ensayo, lo que sostiene Dewey es que la escuela
debe procurar el acercamiento de los niños al mundo
de los fenómenos naturales y culturales de la producción
y del trabajo, pues la civilización industrial los
ha alejado de esos procesos, que antes, en sus aldeas, en
sus casas, tenían oportunidad de seguir de cerca. Ahora,
junto con ese alejamiento, sufren por la falta de los efectos
educativos y de cultura que esos procesos determinaban y la
escuela es la llamada a reconstruir el nexo.
“Algunos
de nosotros podemos retroceder una, dos, a lo sumo tres generaciones
para encontrar un tiempo en el que el hogar fue prácticamente
el centro en el cual se desarrollaban o en el cual estaban
enclaustradas todas las formas típicas de la ocupación
industrial... No sólo esto, sino que, prácticamente,
todo miembro del hogar tenía su peculiar participación
en el trabajo... No podemos olvidar el factor de la disciplina
y de formación del carácter que iba implicando
en esto... Ningún adiestramiento de los órganos
sensibles en la escuela, introducido con el fin mismo del
adiestramiento, puede competir con la alerta plenitud de la
vida sensible, que procede de la intimidad diaria y del interés
por las ocupaciones familiares... Al presente, la concentración
de la industria y la división del trabajo han eliminado
de hecho las ocupaciones de la casa y la vecindad, al menos
para el propósito educativo. Pero es inútil
lamentarse... Sin embargo, hay un problema real: el de cómo
conservaremos estas ventajas, ‘introduciendo en la escuela
algo que represente el otro aspecto de la vida’, ocupaciones
con responsabilidades personales bien determinadas y que pongan
al niño en relación con ‘las realidades
de la vida’.º
Como
se ve, no hay una distancia tan radical con la concepción
leninista según la cual el trabajo productivo debe
reemplazar a la escuela. Dewey argumenta con lógica:
la vida real, el trabajo de la comunidad, las circunstancias
sociales significaban algo muy importante como factor educativo.
Si eso desaparece, la escuela debe incorporarlo: acerquemos,
pues, la vida a la escuela.
Este
es otro de los grandes reclamos de la escuela nueva. Hay que
acercar la escuela a la vida: la escuela ha olvidado la realidad
de la vida, y eso explica –dicen los sostenedores del
movimiento– muchos de sus fracasos. No basta enseñar
instrucción cívica y recitar los artículos
de la Constitución, para formar buenos ciudadanos.
Es indispensable que la escuela se convierta en escuela ‘viva’,
de democracia, que los alumnos aprendan en la práctica
qué son elecciones, cómo se vota, cómo
se eligen dirigentes. Por lo tanto hagamos algo para que haya
vida democrática en ella: juntas estudiantiles, dirigentes
electos de clubes juveniles, debates donde se resuelva por
mayoría qué se ha de hacer en un aula, en un
instante determinado. No basta enseñar el sistema métrico
decimal, sino que los niños deben ‘vivir’
su uso: que haya comercios en la misma escuela atendidos por
los alumnos y que aprendan a usar pesas y medidas en la realidad
vital del comprar y vender de verdad. Que las manualidades
y las actividades artesanales no sean meras ficciones o instrucción
pura: los niños aprenderán de verdad si tienen
que ‘hacer’ algo de verdad, ya sea para su uso
personal o quizá con un sentido auténtico de
producción real. En el ensayo platense que hemos citado,
los alumnos construyen con sus manos el aula-taller; preparan
afiches para una campaña publicitaria que les encarga
un comerciante local y arman aparatos de radiofonía
que venden o usan en sus hogares. El movimiento de la escuela
nueva comprende, acertadamente, que, del proceso integral
de la educación ha faltado, hasta ahora, algo: la vida
auténtica, la realidad social y que, sin eso, cumple
a media la gran misión que se le había encomendado.
Las
exigencias de la escuela ‘activa’ reconocen la
misma raíz. No basta aprender intelectualmente: hay
que hacer. La mano no está separada del quehacer mental
pues el activismo se convertiría en un dogma de la
nueva pedagogía.
Pero,
quizá, lo más definitorio es el desdén
de la escuela nueva por las formas de trabajo basadas nada
más que en el libro, con olvido de la realidad. Surgen
entonces las condenas contra una escuela ‘libresca’,
contra las lecciones que comienzan y terminan en las páginas
de un libro. Es extraño que se produzca esta reacción
en educadores que, al fin, no son sino seguidores, igualmente
ardientes de los grandes ideales, de los iniciadores de la
política educativa del siglo pasado. La letra escrita,
el libro, las bibliotecas, el alfabeto, eran los grandes instrumentos
redentores que debían ponerse en manos del pueblo.
El iletrado es el inculto, el analfabeto, el hombre que queda
al margen de la civilización, de la cultura, un ciudadano
de segunda clase para el cual muchos demócratas convencidos
niegan el derecho del voto. ¿Qué ha ocurrido
para que los pedagogos y maestros sarmientinos, sin embargo,
se lancen entusiastas en esta campaña despectiva acerca
de la escuela ‘libresca’?
Todo
está indicando la decepción que se produce en
la sociedad por los frutos precarios de esa cultura exclusivamente
letrada y escolar que había sido el ideal de la etapa
anterior. Todo está indicando que late en el movimiento
de la escuela nueva una oscura, confusa ambición de
retornar el proceso educativo a esa otra clase de formación
cultural que siempre se dio fuera de la escuela. Se ha comprendido,
en una palabra, que la cultura vivida, la no letrada, la ‘vital’,
que surge de la realidad familiar, de la aldea, del barrio,
del mundo del trabajo, también cuenta. ‘Y entonces
se saca una conclusión a primera vista irrefutable’,
de cultura vivida. Pongamos en la receta anterior algo que
faltaba: realidad, vida, mundo de verdad.
Había
un error, un grave error conceptual del movimiento de la escuela
nueva. Intentaremos explicarlo.
Ante
lo que se consideraba un fracaso o al menos un pobre resultado
de gran parte de los ideales y esperanzas que se habían
depositado en la obra de la escuela (o sea en el movimiento
de ilustración universal emprendido en el siglo XIX)
el movimiento de la escuela nueva entendió que la escuela
tradicional había cumplido mal y deficientemente la
tarea encargada y, como consecuencia, resultaba necesario
transformar esa escuela tradicional, para que la gran misión
redentora se cumpliera bien y aquellos ideales y esperanzas
tuvieran plena realización.
Allí
está el error: puede admitirse un margen, todo lo amplio
que se quiera, de funcionamiento deficiente o no satisfactorio,
por mil motivos, del sistema escolar montado, ‘pero
la raíz del problema era otra’. La raíz
del problema, la explicación de esos fracasos o de
esos pobres resultados consistía en que ‘a la
escuela se le había encargado una tarea imposible de
cumplir’, que sobrepasaba sus posibilidades, pero no
solamente por escasez de medios o de falta de recursos o defectos
metodológicos sino por ‘incapacidad esencial’,
ya que, por definición, la escuela no estaba en condiciones
de cumplirla. Se depositó una confianza ilimitada en
el poder de la racionalidad, en el poder redentor de las formas
literarias de la cultura; se supuso que la ilustración
bastaría para hacer de un súbdito, un ciudadano;
que un proceso racional e intelectualizado de la patria y
de la nacionalidad sería suficiente para formar patriotas
y superar todas las diferencias en aras de la unidad nacional.
Entonces, se supuso, coherentemente, que la escuela era el
instrumento adecuado para cumplir la gran misión redentora
y así se les dijo a los maestros, que partieron plenos
de fe en sus fuerzas. Se olvidó que el proceso educativo
se asienta, además en otras fuentes al margen de la
cultura literaria y escolar; que la vida misma y la sociedad
son factores educativos de enorme importancia. Se desplazó,
en fin, el eje del proceso educativo de la sociedad a la escuela,
sin advertir que la escuela es la llamada a ‘colaborar
con’ con la sociedad, ‘a ayudar a’ la familia,
a ‘cooperar con’ el mundo de la producción,
y no a la inversa. ‘Y cuando el movimiento de la escuela
nueva comenzó a intuir oscuramente algo de todo esto,
lo que intentó hacer fue lo opuesto de lo que correspondía:
intentó llevar todo ese mundo de la cultura vital adentro
de la escuela. La conclusión debió ser otra:
aceptar que la escuela es sólo una parte del proceso
educativo, que la escuela no podía, efectivamente,
sino hacer lo que había hecho, es decir, introducir
a los hombres en el campo de la cultura letrada y de la racionalidad,
y que el proceso educativo completo, integral, debe satisfacerse
mediante una conjunción de factores que son: la escuela,
la familia, la sociedad y el mundo del trabajo’. Que
la formación del ciudadano y del sentimiento nacional,
en fin, no son asunto de responsabilidad exclusiva de la escuela:
esta puede enseñar la Constitución Nacional
y la instrucción cívica, pero debe ser la vida
real la que forme los hábitos y las costumbres democráticas;
la escuela sólo puede enseñar el mapa de la
patria, la historia y la geografía nacionales y colaborar
con un proceso formativo de los sentimientos nacionales que
se dan en la vida cotidiana.
El
movimiento de la escuela nueva vio, con claridad que la escuela
tradicional no obtenía los resultados anhelados. Pero
de ahí sacó la conclusión que debía
transformarla y agregarle elementos tomados de la vida y la
sociedad para cumplir, bien, su misión. La idea que
debió haber sacado era otra: debió comprender
que se había encargado a la escuela –hogar de
la razón y de la cultura letrada– más
de lo debido. Y que esos ideales redentores deben intentarse
‘mediante otras vías, además de la escolar,
porque la escuela y la cultura literaria no son las únicas
vías educativas’.
Entendió,
sí –aunque oscuramente, sin suficiente claridad,
porque los tiempos no estaban maduros y el movimiento de la
escuela nueva es todavía hija del siglo XIX–
que hay en el ser humano algo más que razón
y que la letra impresa, el libro, no es todo. Y sin apartarse
del ideal de la escuela redentora de la humanidad, intentó
ir poniendo ese algo más en la escuela misma. Debía
transcurrir aún más tiempo. Debía madurar,
en el siglo, el mensaje de Unamuno, para que comenzáramos
a comprender que la escuela no es –no puede ser–
redentora. Porque es hija de la vida y fruto de ella: trae
sus pecados y sus virtudes y sólo puede aportar esencialmente,
‘letra y razón’. Lo demás no le
corresponde.
*Debe
quedar bien claro que, en lo que sigue, no pretendemos escribir
un estudio ni un tratado sobre la escuela nueva. Damos por
supuesto que el lector conoce el tema. Lo que digamos acerca
de sus características será sólo lo necesario
para el desarrollo de la tesis que estamos desarrollando.
Así pues, cuando –por ejemplo–hagamos una
enumeración de los postulados básicos de la
escuela nueva o citemos algunos de sus representantes principales,
recuérdese que no pretendemos agotar el tema, porque
sabemos que ello exigiría un libro. Esas enumeraciones
y esas citas de nombres las usamos solamente para explicitar
nuestro pensamiento, que juega el tema dentro del contexto
político e histórico que venimos siguiendo hasta
ahora.
^Véase,
a este respecto: Tres ensayos pedagógicos en la Universidad
nueva, obra que resume esa labor. Se editó en La Plata
en 1965 por los ex alumnos de la Escuela Graduada Anexa de
la Universidad Nacional de La Plata y fue su ‘alma mater’
el profesor Eduardo Szelagowski, maestro en 1916 de los cursos
correspondientes.
+J.
Dewey, Experiencia y educación, Editorial Losada, Buenos
Aires, 1945, p. 13.
#J.
Dewey, La escuela y la sociedad, Editorial Francisco Beltrán,
Madrid, 1929.
ºJ.
Dewey, op. cit., pp. 25/28.
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