Precisiones pedagógicas

Prólogo


Siempre nos preocupó una característica muy difundida dentro de los ámbitos destinados a los estudios pedagógicos, ya fueran las aulas de las escuelas normales, los claustros universitarios o los organismos especializados de los gobiernos nacionales y provinciales, e inclusive los correspondientes a las entidades internacionales dedicadas a estos asuntos. Esa característica es la ligereza o superficialidad con que se manejan términos conceptos, lo que conduce a una falta de precisión y de coherencia en el tratamiento de los temas que redunda constantemente en confusiones y equívocos de muy variada índole. No existe ciencia o estudio serio que pueda desenvolverse medianamente bien sin ciertos recaudos referidos a su terminología propia, pues es bien sabido que el lenguaje corriente no se caracteriza, precisamente, por la univocidad de sus palabras ni por la precisión de los conceptos que ellas explicitan. Los problemas educativos, por otra parte, son tratados a menudo –y es natural que así ocurra– por personas que si bien tienen derecho a hacerlo, o al menos a comentar tales problemas, no son especialistas, y no tienen por qué observar aquellos recaudos. Es deber, por lo tanto, de los estudiosos profesionales de tales problemas –maestros, pedagogos, funcionarios– evitar en la mayor medida posible tales faltas y procurar que cada vocablo, cada concepto, pueda ser utilizado y aprovechado con el menor riesgo posible de confusión. Es notorio, también, que existe dentro de los estudios pedagógicos y muy, particularmente en el campo de las conferencias o discursos sobre asuntos educativos, ya sea por parte de funcionarios o de personas animadas de la mejor intención, una tendencia irrefrenable a las grandes frases y a las pomposidades expositivas, casi siempre de mediano gusto y jamás preocupadas por la exactitud del pensamiento o por la probanza de las afirmaciones. Ello, extendido inclusive al terreno de las cátedras pedagógicas de las escuelas normales o de las facultades universitarias, y a veces hasta trasladado al libro con pretensiones de alto nivel, ha provocado para la pedagogía una cierta fama muy poco conveniente aunque –fuerza es reconocerlo– bastante justificada. No son pocos los cultores de otras disciplinas y los eminentes especialistas de otros ámbitos, que se acercan con interés a los estudios pedagógicos y se alejan casi de inmediato, desorientados, confundidos y no pocas veces indignados, por lo que reputan como algo muy distante de sus habituales niveles de investigación y de estudio.
Con tal motivo, nos tentó elaborar una serie de reflexiones tendientes a evitar tanta confusión o aptas para elaborar, a partir de ellas, meditaciones que permitieran contar con bases operativas sólidas para el desarrollo del pensamiento conceptual. No se nos oculta que tal intención entraña un doble peligro: es el primero no obtener el resultado que se busca y quizá contribuir a un aumento del mal que se quiere evitar. El segundo, arriesgar fama de pedante que intenta enmendar planas a todo el mundo o cree ser el único poseedor de la verdad en cuestiones muy controvertidas. Asumimos ambos riesgos, sin embargo. Nos atrevemos al primero porque creemos que siquiera con la refutación que resultare necesaria a nuestros errores se contribuirá a lograr los fines que ambicionamos. Y al segundo porque entendemos que el mismo tono de las páginas que siguen es suficiente para evitar malos entendidos y porque mayor abundamiento no titubeamos en declarar que estamos lejos de pretender haber obtenido con las páginas que siguen, "precisiones" definitivas, sino vías de aproximación para que una labor concertada y honesta pueda alcanzarlas en algún momento. Entonces, la Pedagogía podrá comenzar a marchar por sendas más fecundas y que le otorgarán prestigio más alto.

 

 

Capítulo l

 


En torno de presupuestos imprecisos

Circulan en el campo pedagógico un número considerable de frases hechas que se suelen presentar como conceptos suficientemente claros y aceptados. Se intercalan en medio de cualquier exposición sobre asuntos de educación y los lectores u oyentes ocasionales acostumbran aceptarlas sin ninguna clase de reflexión. Constituyen, en suma, algo así como los "presupuestos" pedagógicos de nuestro tiempo, sobre los cuales se asienta el pensamiento contemporáneo en materia educativa, al menos en el marco latinoamericano. Algunos ejemplos de lo que venimos diciendo son los que se hallan comprendidos en las palabras "memorismo", "enciclopedismo", "verbalismo", "enseñanza libresca", "humanismo".

Los cuatro primeros están cargados de una intención peyorativa y condenatoria. Todo artículo sobre un asunto educativo, toda conferencia, todo libro, encierra necesariamente alguna referencia a estos temas, con el sentido de un profundo rechazo. ¿Cuánto hace ya que sentimos decir que se debe concluir con el "memorismo" o con el "enciclopedismo"? Son expresiones que se acuñaron prácticamente a principios de este siglo, pues si bien es posible encontrarlas –y con una significación semejante–desde tiempos remotos, fue a partir de los movimientos de renovación pedagógica propios de la actual centuria que cobraron difusión masiva. Hoy se hallan incorporados, como decimos, al subsuelo del pensamiento pedagógico contemporáneo, pero lo curioso es que se dan por tan sabidos que en verdad ya no se sabe qué quieren decir.

Toda renovación educativa corre el peligro de quedar convertida en un simple "slogan" que a menudo carece de significado preciso. "Concluyamos con el enciclopedismo", repítese sin cesar, pero ¿qué quiere decir enciclopedismo? Es una pregunta previa que muy pocos se formulan. Mucho menos, todavía, formúlanse otra pregunta que debe seguir inmediatamente a la anterior: una vez desaparecido el enciclopedismo, supuesto que sepamos qué cosa sea, ¿con qué lo reemplazaremos?

Con la palabra humanismo sucede algo similar, aunque en sentido inverso: se la presenta como el ideal pedagógico hacia el cual debe tender todo sistema educativo. "La educación debe ser profundamente humanista": he aquí un concepto que nadie se atrevería a discutir hoy. Pero ¿qué quiere decir esto? Y todavía: ¿cuáles son los métodos y los contenidos adecuados para obtener ese ideal?

Nos proponemos desarrollar brevemente algunas consideraciones que quizás ayuden a poner las cosas un poco más en claro, ya que en nuestra opinión las circunstancias que dejamos anotadas son fuente permanente de discusiones ociosas y de confusiones perjudiciales.

El memorismo


El memorismo constituye uno de los horrores pedagógicos más tremendo. La mayor parte de los maestros y profesores prohíben terminantemente a sus alumnos estudiar "de memoria" y en el ambiente estudiantil ha cundido un desdén generalizado hacia quienes repiten con fidelidad absoluta las páginas de los textos. La memoria es, sin embargo, un valioso auxiliar, imprescindible diríamos, para toda tarea intelectual, y las modernas concepciones psicológicas han demostrado, por otra parte, que la memoria no es una facultad aislada que funcione independientemente de las restantes capacidades psíquicas, por la cual es absurdo suponer que sea posible memorizar algo si no se lo ha entendido en absoluto, salvo excepciones –estudiadas precisamente como tales– en casos de índole patológica.

Convendrá recordar que, a pesar de las prohibiciones permanentes que hemos considerado, el método memorista no ha logrado desterrarse, al fin, de la vida escolar, y esto algo quiere decir.

El estudiante que recita una lección de memoria, con completa fidelidad al texto, seguramente la ha comprendido. Es muy difícil que suceda lo contrario. El estudiante que se "pierde" y necesita la ayuda de la palabra salvadora para seguir adelante es porque no ha alcanzado la comprensión global del tema. Está suficientemente probada la índole "estructural" de la memoria como para pensar lo contrario. Es sencillísimo, además, comprobar mediante unas pocas preguntas claves si el estudiante comprende suficientemente los temas que expone. Y si es así, y a ese alumno le resulta sencillo recordar textualmente las palabras del libro, ¿para qué complicarse con el objeto de impedírselo? Existen muchos jóvenes que recuerdan con pasmosa fidelidad los textos y es un poco inútil condenar esto como un defecto. Entiéndase bien claro: no estamos pidiendo que se estudie de memoria; no intentamos decir que debe volverse al sistema de repetir los textos palabra por palabra. No pedimos esto: indicamos que cuando tal fenómeno se produce naturalmente, espontáneamente, y va acompañado de una suficiente captación comprensiva global del tema, no es necesario esforzarse en evitarlo, porque nada tiene de malo. Digamos, finalmente, que a menudo la memoria es una ayuda sobre la cual transitoriamente nos debemos apoyar para obtener, "a posteriori", la comprensión de algo que en un primer momento no entendíamos totalmente: así sucede con ciertas definiciones complicadas, que debemos grabarnos en su totalidad antes de poderlas comprender. Recuérdese, también, que existen numerosos ramos del saber que no pueden estudiarse sin tareas memorísticas puras –la anatomía del cuerpo humano, por ejemplo, o los postulados fundamentales de la geometría euclideana– y, por último, que la juventud es la etapa de la vida en la cual la memoria rinde sus mejores frutos y se halla en óptimas condiciones.

El enciclopedismo


El "enciclopedismo" es otro de los conceptos en exceso remanido. Se le atribuye la causa de todos los males de la enseñanza, y se quiere decir con ese término que los planes de estudio se hallan recargados de temas. Parece, pues, que la antítesis del enciclopedismo sean los "resúmenes" de los planes de estudio. Pero algo debe andar mal en esta pretendida solución cuando después de más de medio siglo de intentarla, no se ha logrado absolutamente nada en tal camino. Cada vez que se quiere reducir los programas resulta que lo que se logra suprimir es tan escaso que al fin nada cambia y al poco tiempo nuevas voces contra el enciclopedismo vuelven a dar la batalla.

Ocurre, sencillamente, que cuando se comienza la tarea de la "reducción" aparece que casi todo lo que se estudia es necesario y nada raro es que las deliberaciones concluyan en el aumento de los temas o de los contenidos a considerarse.

Considero que el enciclopedismo constituye efectivamente un mal de la enseñanza: la pretensión de saberlo todo conduce a que nada pueda saberse bien. Pero la solución al problema debe ser rotunda y quienes condenan este tipo de planes de estudios deben decidirse luego, con valentía, a eliminar una gran multitud de temas no sólo unos pocos. Lo ridículo, en este caso, es llevar a cabo una campaña encendida contra los males del enciclopedismo para luego concluir en repetirlos. Creo, por ejemplo, que el actual sistema de enseñanza de la literatura conduce a que los alumnos egresen de la enseñanza media sin conocer –y lo que es peor, sin gustar ni ansiar– ninguna de las grades figuras de las letras.

A mi juicio, en los cursos de enseñanza media sólo se debieran presentar, por año, tres o cuatro autores, y a estos estudiarlos en forma exhaustiva. Creo que del Siglo de Oro español debemos resignarnos a que los alumnos conozcan a uno de sus grades autores. Pero que lo conozcan en profundidad, en hondura, que sepan gustar la dimensión estética, histórica, filosófica, de Calderón de la Barca, por ejemplo. Es imposible, prácticamente imposible, mal que nos pese, que conozcan de verdad a todos los autores, y el sistema actual conduce a que no conozcan ni gusten ni amen la literatura española. Es probable que el alumno que egrese con un buen recuerdo del curso sobre Calderón lea luego por sí mismo a Lope de Vega, Tirso de Molina y otros.

Y si no se acepta esto –cosa que ocurrirá ciertamente con la inmensa mayoría de los educadores– pues entonces seamos sinceros y proclamemos nuestra fe en las virtudes del enciclopedismo. Y búsquense los medios para que los sistemas de estudio sean enciclopédicos y eficientes. Pero concluyamos con el círculo cerrado y eterno de condenar algo para luego no atrevernos a salir de ello.

El verbalismo


Más grave resulta el ataque contra el verbalismo. Hace un tiempo que parece que "el verbo" se halla condenado en las concepciones pedagógicas y didácticas. La enseñanza "verbalista" parece ser un crimen de esa pedagogía. Sin embargo, la palabra es el arma por excelencia del maestro. En última instancia, el maestro es simplemente "él y su palabra". Nada hay más puro y completo que el maestro y su palabra, y no existe recurso didáctico, por más moderno y original que nos parezca, que reemplace finalmente a la palabra. No existe elemento de trabajo –llámese lámina, proyector cinematográfico, gabinete o como se quiera– que valga algo si no está iluminado por la palabra del maestro.

No abogo, quede aclarado, por la supresión o el desdén de los múltiples recursos didácticos que deben existir en las escuelas. Muy por el contrario: creo que ellos deben difundirse mucho más todavía y aumentarse en calidad y en cantidad. Pero es bueno recordar que esencia de la enseñanza es la palabra del maestro, que sin ella todo lo demás es materia inerte, fría sin vida. La suprema dignidad de la palabra, en la vida toda, no merece que pedagogos apresurados o improvisados la menos caben precisamente cuando alcanza sus resonancias más nobles: en el aula, en el momento en que por su intermedio un espíritu ilumina a otros.

La lección, o sea la obra del maestro, es, por esencia, verbal. El acto educativo se cumple siempre por medio de la palabra. La voz del maestro es en el ámbito maravilloso donde la cultura cobra nueva vida, donde se recrea en el espíritu de los educandos. Si hay un arma, una herramienta de trabajo que los educadores deben cuidar, es su palabra, su lenguaje. No se concibe maestro que posea un vocabulario deficiente, pobre, mezquino, impreciso. Ahora, si lo que se quiere decir cuando se ataca la "enseñanza verbalista" es que no se ha de caer en el palabrerío vacuo, insustancial, en la exposición monótona y fatigosa del profesor frente a alumnos adormecidos o aburridos, que nada captan de sus palabras, que nada entienden, que concluyen por odiar esas tediosas clases donde el espíritu se entontece como si se sintiera el zumbido persistente de un moscardón, entonces es preciso ser claro y decir las cosas con justeza: allí no hay enseñanza ni nada que se le parezca. Eso no es "enseñanza verbalista", porque no es "enseñanza" de ninguna clase, como tampoco hay maestro ni educador: hay un señor que hace algo que cree que es enseñar. Si se quiere decir que el maestro puede y debe ilustrar su palabra con láminas, con observaciones prácticas, con recursos modernos de cualquier naturaleza, entonces sí estamos de acuerdo pero siempre que no se ponga un acento despectivo con respecto al verbo del maestro, que es lo que hará llenarse de luz y de vida a esos "recursos". Si se quiere decir que los alumnos deben participar activamente del proceso de la enseñanza, entonces no es necesario condenar el verbalismo, porque en la enseñanza verbalista –siempre que sea de verdad enseñanza y no un remedo de ello– debe haber necesariamente participación del educando.

La enseñanza libresca


Estrecha relación con los ataques al verbalismo guardan las condenas contra la "enseñanza libresca", salvo que aquí el equívoco llega a límites inaceptables. El libro, en efecto, es casi una sola cosa con la escuela, es decir, con la tarea de la acción educadora sistematizada que se suele denominar "enseñanza".

La escuela aparece en la historia de la humanidad juntamente con el lenguaje escrito. Este contenido cultural presenta una complejidad tal para su transmisión a las nuevas generaciones, que las sociedades deben crear instituciones específicamente destinadas a este fin. Para decirlo con las palabras de Otto Willman, "en el umbral de la vida de los hombres, como en el principio de la vida de nuestros hijos, el alfabeto se une con la escuela". Libro y escuela han nacido juntos: pretender separarlos es un sólo erróneo sino peligrosísimo. El libro no es sino la palabra del hombre puesta en signos convencionales, que permiten su transmisión a multitudes de seres que de otra manera no podrían escucharla. La escuela comienza por lo esencial: enseñar al hombre a leer y escribir. Y toda su obra es una ampliación de esta tarea inicial. Si algo debe ser la escuela es "libresca". Si algo debe pretender la escuela, es que sus alumnos lean, descubran el gusto y el amor por el libro. Si algo necesita, en fin, la enseñanza, es el libro: es el primer recurso didáctico. "Lección" deriva del latín "lectura". "Leccionistas" se llamaban los maestros particulares en España y los profesores universitarios en la Edad Media, cuya tarea principal era "leer" los textos, que no podían ponerse al alcance de cada uno de los alumnos.

¿Qué se quiere decir con esto de que la enseñanza no sea libresca? Probablemente quiérese significar que la escuela debe ampliar sus recursos que no debe desdeñar otros métodos y otros sistemas de trabajo para lograr sus objetivos, que debe guiar al alumno a descubrir por sí mismo el saber. Quiérese decir, por ejemplo, que para enseñar botánica es necesario no solamente el libro de botánica, sino también el ejemplo real de la naturaleza. Bien: estamos de acuerdo. Nadie puede oponer reparos a esto, tan lógico, tan sencillo y tan elemental. Para aprender zoología es muy útil ver un crustáceo en el salón de clase; para aprender anatomía todo estudiante de medicina observa la realidad del cuerpo humano. Para conocer historia, las visitas a los museos o una reconstrucción teatral a cargo de los mismos alumnos son complementos de gran utilidad, quién lo duda pero, por Dios, no se deduzca de aquí que la "enseñanza no ha de ser libresca", ya que todo lo enumerado no es sino "complemento", ejemplificación, clarificación. ¿O es que se conoce algún historiador forjado gracias a repetidas visitas a museos? ¿Y no es cierto, acaso, que se puede comprender magníficamente el ayer con sólo lecturas, aunque jamás se haya visto un uniforme de antigüedad? Detengámonos, si se quiere, en las ciencias de naturaleza, que parecen ser las menos necesitadas del libro. Llego a sostener que el mejor método para su estudio consiste en los siguientes pasos sucesivos: primero el libro, luego la naturaleza, finalmente otra vez el libro. Yo, personalmente, padezco una lamentable incapacidad para reconocer a simple vista un pino de una acacia y creo que, salvo los sauces que arrastran sus ramajes sobre las orillas de los ríos, no podría distinguir ninguna otra especie vegetal con precisión. Pero quizá un campesino conocedor de especies y variedades desconozca el fenómeno maravilloso del proceso vital completo que lleva a la semilla a transformarse en árbol magnífico, el misterio de la asimilación clorofílica o de la dispersión polínica. Mi viejo libro de botánica de la escuela media sigue siendo para mí espíritu fuerte enriquecimiento interior y de comprensión de fenómenos de la naturaleza que a cada paso encuentran aplicación práctica y concreta en las circunstancias cotidianas de la vida.

Despreciar al libro conduce a las más grandes aberraciones pedagógicas y creo que si alguna campaña se deber encarar hoy, ella sería justamente la de devolver al libro su lugar y su prestigio en la obra educativa. Disposiciones sin sentido entorpecen, en algunos países, su compra y su uso en las escuelas primarias y medias, y pretenden reemplazarlo por apuntes que jamás podrán suplantarlo y que al fin hacen un mal libro, desjerarquizado y triste.

Sean bienvenidas todas las iniciativas que revitalicen la acción escolar con recursos de índole diversa: acéptense sin restricciones las ideas que tienden a obtener los mejores resultados de la enseñanza. Pero díganse todas ellas con precisión. Dígase lo que se quiere decir: no se caiga en el absurdo de condenar la "enseñanza libresca" por querer defender métodos y sistemas que en nada se oponen al libro. Y si lo que se quiere atacar es la utilización del libro como vía exclusiva, las tareas librescas carentes de riqueza espiritual, de entusiasmo por parte del alumno, entonces, aclaremos una vez más, lo que en verdad sucede es que no hay enseñanza, ni libresca ni de ninguna clase. Lo que hace falta aquí es que el libro sea usado eficientemente, y no despreciado.

El humanismo


Hemos dejado de intento para el final el concepto de "humanismo". A diferencia de los anteriores, se lo utiliza no en sentido condenatorio sino como expresión de anhelos. Casi universalmente se afirma hoy que la educación debe ser "humanista", "profundamente humanista". Lo que pocos se preocupan de hacer, en cambio, es explicar qué quieren decir con ello, y transforman la expresión en algo vago, impreciso, que quita fuerza científica al ideal que sustenta.

La palabra "humanismo" adquirió su mayor difusión a mediados del siglo pasado, aunque desde el XVIII había comenzado a circular en Europa y desde el Renacimiento, precisamente, se hallen atisbos de esta concepción. Los alemanes, en el XVIII y en el XIX, hablaron del humanismo como la forma de vida que los griegos habían desarrollado por excelencia. Una de sus notas distintivas habría sido el equilibrio, la armonía, tan visiblemente presente en la escultura y en las manifestaciones culturales helénicas. La vuelta a la antigüedad clásica quedó desde entonces convertida en el ideal del " humanismo" y la perfección del hombre consistió en beber de aquellas fuentes inmortales. O debe extrañar, entonces, que como continuación histórica de la concepción medieval el hombre culto por excelencia, el "hombre" pleno en el más alto sentido de la palabra, fuese aquel que dominase cabalmente las lenguas clásicas –latín y griego– y estuviese capacitado para admirar y conocer la cultura de helenos y romanos. No por azar el "gimnasio" alemán destinaba casi el setenta por ciento de sus horas de clase a la enseñanza del latín y el griego. Y las universidades más tradicionales de Inglaterra siguen hoy haciendo un verdadero culto del dominio de las lenguas clásicas. La Universidad de Berlín sólo concedía su título máximo hasta hace pocas décadas a quien fuese capaz de sostener un examen final íntegramente en latín.

Cuando los vientos del positivismo y del cientificismo comenzaron a soplar impetuosos en el mundo moderno, abrióse una larga polémica entre los sostenedores de los contenidos de tipo científico o "moderno", como también se dio en llamarlos, y los partidarios de la formación clásica o tradicional para la enseñanza. La batalla no ha concluido. En Europa se llegó a fórmulas de transacción, creando establecimientos modernos o científicos al lado de los tradicionales (en Francia e Italia existen liceos científicos y clásicos, los primeros con lenguas modernas y sin griego), o se dispuso "atenuar" la intensidad de los estudios clásicos para dejar paso a ciertas "infiltraciones" de los contenidos científicos.

Los tiempos presentes exigen cada día con más intensidad una amplitud masiva de los contenidos científicos para hacer frente a las necesidades de una sociedad en la cual los avances de la tecnología, a la vez que originan bienestar y comodidad a porciones cada vez más grandes de seres humanos, ponen problemas de mantenimiento y renovación de nuevas estructuras sociales y culturales muy complejas.

Todo ello determina que aumenten las quejas por una pretendida "deshumanización de la enseñanza" y cundan los reclamos dichos al principio. Con lo cual se quiere decir que es necesario atender a los reclamos más puros y nobles del espíritu humano, que este debe ser desarrollado en su integridad, que no se debe fragmentar al hombre con especializaciones apresuradas o estrechas que impiden el desarrollo del ser en plenitud. En una palabra: bajo la expresión "humanismo" –que sus sostenedores olvidan explicar, repetimos– se quiere dar a entender, generalmente, que la enseñanza ha de tender a formar hombres completos, íntegros, capaces de alcanzar los niveles más altos del espíritu, de desarrollar sus aptitudes más nobles, aquellas que lo distinguen justamente como "hombre". En esto –bueno es decirlo expresamente– estamos plenamente de acuerdo. La discusión comienza cuando nos preguntamos por medio de qué contenidos educativos ha de lograrse este ideal "humanista". Porque lo que sucede es que tras la palabra se esconde a menudo el concepto de "latín" y "griego" para todo el mundo.

He aquí el error. No nos oponemos al latín ni al griego. Inclusive consideramos conveniente la enseñanza del latín para la generalidad de la enseñanza media, al menos en un ciclo básico común y obligatorio. Pero lo que nos resistimos a aceptar es la pretensión de que la formación "humanista" sea posible sólo mediante estos contenidos de tipo tradicional: lenguas clásicas, historia, literatura, filosofía. Lo que no admitimos es que la multitud de seres destinados a las tareas profesionales o técnicas que no requieren en intensidad esos estudios hayan de quedar excluidos de una auténtica formación "humanista", o sea que deberán quedarse, obligatoriamente, "a mitad del camino" en su destino de hombre. Y tampoco aceptamos la teoría de la "compensación" para solucionar esto. O sea la teoría que dice: pongamos en los establecimientos de formación profesional o científica, ya sea de tipo medio o superior, "algo" de filosofía, o de historia, o de literatura, para compensar aquella falta. Demos al hombre de ciencia, o al técnico, oportunidad de que al concluir su trabajo cotidiano pueda oír un concierto o asistir a una exposición de pintura o escuchar una conferencia de filosofía, a fin de que "compense" la falta de "humanismo", de "dimensión espiritual", de "nobleza" a que su quehacer lo condena.

No: lo que sostenemos es que la formación "humanista" puede darse por vías diversas. Lo que sostenemos es que la formación compleja, integral, del hombre, en sus mejores y más distintivas capacidades, puede obtenerse también por medio de otros contenidos educativos. La formación "humanista" ha de lograrse en la escuela de artes y oficios o en el instituto de comercio no mediante "adiciones" de contenidos extraños, sino mediante los contenidos propios de esas enseñanzas, dictados con el convencimiento de que el hombre es "hombre" en todos los campos del quehacer humano y que la excelsitud del espíritu humano se halla en la multiplicidad de los conocimientos y de las obras.

Entonces, si dentro de un plan de estudios de enseñanza técnica así concebida se incluye un curso de filosofía, no será a guisa de "compensación: será una culminación o vinculación necesaria con la misma actividad espiritual que el alumno cumple en su taller frente al torno o en su gabinete frente al microscopio. Y el técnico o profesional que concluye su jornada de labor y concurre a la conferencia o a la exposición o al concierto, no irá a buscar un desahogo, una compensación, a un trabajo que lo ahoga y al cual lo ha condenado su destino o una necesidad económica, sino que irá a encontrar la unión eterna, el equilibrio, la armonía, que vincula sin oposición su vida laboral cotidiana con las dimensiones mejores del espíritu.

Con este humanismo –armonía helénica al fin, unidad absoluta del saber y del hacer– sí que estamos. No con otros pretendidos humanismos que en última instancia pretenden parcializaciones tan nefastas como las que pretenden condenar.

 

Capítulo lI

 

Técnica, hombre, educación

Nuestro tiempo presencia, es cierto, un notable avance de la técnica. Desde las épocas del siglo pasado, cuando se produjo el fenómeno conocido como "revolución industrial", los progresos tecnológicos han continuado su ritmo incesante y han llegado a límites que parecen absolutos, si no fuera una especie de fe ilimitada –temor a veces– que hace presumir su desarrollo hasta términos imprevisibles. ¿Cuánto más será posible reducir los tiempos de duración de los viajes aéreos? ¿A qué prodigios impensables llegarán las máquinas electrónicas de cálculos y de traducción? ¿Qué es lo que harán dentro de poco tiempo más las máquinas que aplican los sistemas llamados de "automatización?

Esto ha provocado, entre otras cosas, dramáticas, urgentes y constantes apelaciones a lo "humano", al "hombre", que parece estar amenazado por la técnica y a punto casi de ser barrido o aplastado por el avance de lo tecnológico. La técnica es, sin embargo, hija del hombre. Es su obra: es producto de su espíritu. ¿Cómo podrá esclavizarlo? ¿Cómo podrá ponerlo a su servicio? El "robot" más perfecto será siempre un esclavo al servicio del hombre, no a la inversa. El satélite artificial más fabuloso o el proyectil más poderoso no serán jamás lanzados al espacio si no media una decisión humana. No existe máquina "pensante" que pueda ponerse en marcha por sí misma. La creación, mantenimiento y renovación de las máquinas exigen la obra del espíritu. Un proyectil interespacial o un arma atómica son creaciones espirituales, al igual que una sinfonía de Beethoven, que un cuadro de Leonardo o que un sistema filosófico.

Para "crear" estas maravillas de la técnica, el hombre debe poner en juego sus recursos más nobles y "humanos": su inteligencia, su razón, su capacidad mental. Para el manejo de las técnicas más elevadas es indispensable una capacidad intelectual de alto nivel.

La técnica no degrada al hombre, porque no puede hacerlo, ya que no tiene poder para proponerse fines de ninguna naturaleza. Es el hombre quien puede degradar a la técnica si la emplea para matar, o ennoblecerla si la usa para salvar una vida.

Los avances de la tecnología moderna, además, desde el siglo XIX en adelante han proporcionado a enormes masas de la humanidad posibilidades enormes de desenvolvimiento cultural y de elevación de sus niveles de vida. Desde la revolución industrial, numerosas comodidades y formas de vida antes reservadas a ínfimos sectores numéricos de la población –por lo menos en el ámbito de Occidente– han llegado a ser habituales para la casi totalidad de los hombres. La disponibilidad de tiempo libre en mayor o menor grado, la posibilidad de leer diarios y revistas, de instruirse por medio de libros, de conocer lo que sucede en el mundo, casi al instante por la radio y la televisión, de vestir adecuadamente, de gozar de comodidades que dos siglos atrás eran privilegios extraordinarios –un colchón, por ejemplo, y no hace falta decir más–, de viajar, de cuidar de la propia salud, son todas conquistas que el "hombre común" ha logrado gracias al avance de la técnica.

Cuando se dice que "antes" el hombre vivía más recogido en su espíritu y con mayores probabilidades de realización espiritual, ¿a qué hombre se alude? ¿Al noble de la Edad Media, al gran señor renacentista, al pobre siervo de la gleba encorvado todo el día sobre la tierra o al mísero sirviente analfabeto cuya única ambición y posibilidad era la de no morir de hambre o de frío en cualquier invierno crudo? Cuando se habla del "hombre", ¿en quién se piensa: en las pequeñísimas minorías que hicieron la historia intelectual y política hasta ayer, o en las enormes masas que participan hoy de la literatura, del arte, del cinematógrafo, de la instrucción pública y de la política? ¿Quién, salvo un rey o un noble, podía tener un médico a su disposición hace tres siglos? ¿Y cuáles serán aún las conquistas que esperan, en comodidad, en posibilidades, en mejor nivel de vida, para el "hombre" –el todo: hombres, mujeres y niños comunes, simples– con los nuevos avances de la tecnología?

El error de suponer que la técnica –creación del hombre, esclava suya– pueda ser enemiga del hombre da margen a toda suerte de equívocos. Uno de los más graves es el que repercute en el campo de la educación, donde concepciones tradicionalmente arraigadas persisten en suponer que la formación técnica o profesional de la juventud contradice o entorpece las posibilidades de una verdadera formación "humana", que sólo se lograría por campos trillados desde hace siglos y conocidos habitualmente bajo la denominación de "humanismo". Pareciera ser, según esta idea, que la preparación de un buen ingeniero es obstáculo para el desenvolvimiento de las más nobles facetas espirituales de ese ingeniero, o que la capacitación de grandes masas para servir adecuadamente las necesidades tecnológicas del mundo moderno del trabajo es grave inconveniente para la elevación cultural del hombre es sus mejores aspectos.

Olvídase, cuando se dice todo esto, que la técnica tan avanzada del mundo moderno plantea la exigencia impostergable de lograr cada día una mayor preparación para mayor número de hombres. Se ha dicho: "El obrero del futuro será un universitario", y es efectivamente así. ¿Qué diferencia de "función social" hay entre un conductor de una diligencia del siglo pasado y el piloto de un avión a reacción? Ninguna: ambos transportan pasajeros. Pero aquel podía ser analfabeto: este requiere una instrucción de nivel universitario. Y esta instrucción de nivel superior, por fuerza, lo eleva notablemente en el plano "espiritual", en su humanidad toda. Los obreros del futuro necesitarán un nivel de estudios tan alto que deberán, obligatoriamente, desarrollar sus capacidades intelectuales hasta límites que no suponemos, y esto, ¿puede ser obstáculo o inconveniente para el desarrollo de su personalidad "humana" en la más noble acepción de la palabra? Y a ello se arribará no por reclamos de espíritus altruistas, sino por exigencias ineludibles de la técnica actual, que no admitirá ya en el mundo hombres incapacitados intelectualmente. El analfabeto ya casi no tiene lugar ni destino en el mundo de la civilización occidental –en este mundo tecnológico a menudo y con tanta ligereza condenado– y dentro de poco tiempo tampoco tendrá ya un destino el hombre meramente capacitado por la enseñanza elemental.

Los sistemas educativos de las naciones de Occidente deben comprender este reclamo de la hora, so pena de quedar rezagados y obligar a que las empresas mismas o instituciones privadas tomen a su cargo suplir lo que no hacen los organismos educativos habituales, tal como sucede ya en diversos países de Europa. Además, debe atender la realidad de un mundo que no tiene por qué contraponer lo que es fruto del hombre con el hombre mismo. La preparación tecnológica o profesional de un joven debe estar lograda de tal manera que sus más nobles facultades espirituales alcance –como se pretende hacer según la tradición mediante el estudio de la literatura, la historia o las lenguas– los más altos niveles. Las matemáticas, por ejemplo, base de toda alta tecnología, ¿no son acaso fruto del espíritu, no se basan exclusivamente en una "idea", creación del hombre, pues no otra cosa es el número, y no han estado en su origen identificadas con la filosofía? ¿Y no permiten ellas, acaso, estudiadas como es debido y principalmente cuando llegan a sus más altas cumbres, una nobilísima formulación "humana" en el sentido más ansiado por el "humanismo" tradicional?

Absurdo sería suponer –por los mismos argumentos que dijimos con respecto a la técnica– que esto presuponga una desjerarquización o negación de los valores de los contenidos educativos del humanismo: artes, letras, lenguas. Tan absurdo es considerar que el latín es inútil para el hombre como decir que la técnica es su negación.

Este problema de la técnica, el humanismo y la educación es asunto que todo el mundo occidental afronta hoy con decisión, si no en la resolución de sus planteos, por lo menos en su dilucidación teórica. América Latina, en especial, en momentos en que afronta un gran desafío histórico, el que la convoca al desarrollo tecnológico y al progreso de sus pueblos, está en un instante singularmente adecuado para ocuparse de esta situación. Los teóricos de la educación deben formular con claridad sus grandes líneas y, apoyándose en ellas, los políticos y los realizadores de la otra educativa sistematizada deberán procurar que la técnica y el hombre encuentren en la escuela –en todos sus grados escolares: desde el primario hasta el universitario– aquella armonía base del espíritu humano que fue meta y ambición de los griegos. Pensar y obrar no podrán jamás contradecirse porque no le es dado al hombre "hacer" si no es por obra y gracia de su espíritu.

 

Capítulo lII

 

Desdén y mito de la escuela

Dos posiciones mentales, en abierta oposición, existen con respecto a la escuela, entendida esta como institución y como conjunto de establecimientos dedicados a la tarea sistemática de la educación. Una desdeña la escuela y considera que todo lo que se dice y se escribe sobre la importancia de la educación y del papel de los educadores en la sociedad es una de las tantas mentiras consagradas por el uso, contra la cual no conviene protestar y hasta quizás convenga hacer que se cree en ella. En esta postura se hallan muchas personas consagradas a tareas productivas, del comercio o de la industria, empresarios, profesionales de todo tipo, empleados, obreros, científicos, hombres de armas... y políticos. Esta posición mental no suele ser expresada por escrito ni públicamente y ni siquiera tienen plena conciencia de la misma aquellos que la sustentan. Es más: si a uno de estos se le pregunta concretamente su opinión sobre la escuela, es probable que responda sinceramente que cree en su importancia y necesidad: pero llegada la ocasión práctica colocará a la escuela y a la educación sistematizada en un plano secundario con respecto a otras actividades. En una palabra: mientras conscientemente participa del "mito" de la escuela, subconscientemente la desdeña.

Peor es el caso, claro está, de quienes juzgan conscientemente que "eso de la escuela y los maestros y los educadores" no pasa de ser un "slogan" demagógico. Generalmente no se atreven a dar su opinión con franqueza, pero la aplican en cuanto pueden. Son esos políticos que atienden deferentemente a las delegaciones de maestros, profesores o padres de alumnos y les prometen ocuparse de sus problemas, y aún añaden conceptuosas frases sobre el papel de la escuela, y luego encargan a sus ayudantes, en la intimidad del gabinete, que procuren conformarlos de alguna manera, mientras ellos pasan a atender los asuntos que en verdad consideran importantes.

En síntesis: esta postura del desdén de la escuela es, al fin, la que adoptan muchas naciones y sociedades contemporáneas que, sin dejar en ningún instante de alzar sus voces en la unánime alabanza de la escuela y en el reconocimiento general de la importancia del trabajo de los educadores, dejan a una y otros en la más completa indigencia y los postergan permanentemente con respecto a las restantes necesidades públicas.


El mito


En la segunda postura se hallan –por supuesto– los educadores profesionales, los especialistas en pedagogía, numerosos hombres de letras o del ámbito denominado genéricamente de las humanidades y personas consagradas a diferentes actividades que ponen su fe, para la redención del mundo, en la obra escolar. Esta otra posición exalta la acción de la escuela hasta límites extremos. Es un poco la idea encerrada en la famosa locución de que tanto uso y abuso se hace, sobre todo en discursos oficiales: "son los maestros y profesores los que forjan el destino de los pueblos, pues a ellos está entregada la formación de la juventud..."

Para los fieles de esta concepción, la solución de los problemas todos de la humanidad se halla en el perfeccionamiento de la escuela. El razonamiento del que parte es, ciertamente, sencillo y a primera vista irrebatible: si se logra la perfecta educación de las generaciones nuevas se obtendrá la perfección de la sociedad adulta que le siga inmediatamente. Así, la lucha por hacer mejor al hombre y a la sociedad se reduce a mejorar la escuela y los educadores. Para evitar las guerras habrá que enseñar a los niños de las escuelas a amar la paz; para impedir dictaduras habrá que dictar cursos de educación democrática en todos los grados escolares; para despertar el amor al árbol en un país caracterizado por cierto odio o menosprecio hacia aquel será necesario que todos los niños salgan en un día determinado, acompañados por sus maestros a plantar arbolitos; para detener el éxodo de los hombres del campo hacia las ciudades se crearan cursos de magisterio rural y se procurará que los maestros inculquen en los pequeños campesinos el amor hacia sus terruños, sus chacras y sus quintas, aunque la realidad económica les muestre la desolación de sus tierras y la tristeza de sus vidas.

Los creyentes en estas posibilidades de la escuela no titubean en usar los términos más altisonantes y la retórica más inspirada para convencer a todos de cómo la escuela transformará a los hombres. En una palabra: han llegado a crear el "mito" de la escuela, es decir, una concepción que torna a la institución en todopoderosa, señora y rectora de los destinos del hombre sobre la tierra, factor primero en cualquier transformación social y reina indiscutida en orden a las prioridades que deben atenderse en cuanto a la distribución de recursos.

Conceptuamos esta posición tan equivocada como la primera y creemos que este mito de la escuela es, en buena medida, culpable de la incomprensión que muchos sectores sociales demuestran con respecto a la verdadera importancia de la acción educativa sistematizada. Es lógico, en buena medida, que un gobernante, o un dirigente de cualquier otro tipo, luego de escuchar los discursos de ciertas delegaciones de educadores o de personas de buena fe pero errada visión, queden pensando –aunque no lo digan– que sobre la escuela y los maestros se exagera mucho.

La escuela: criatura de la sociedad


La clave del problema es sencillísima, sin embargo: la escuela es un producto de la sociedad y toma de esa sociedad sus virtudes y sus defectos. En las escuelas espartanas se inculcaban el coraje, la resistencia al dolor y el amor a la patria como las primeras virtudes, porque esas eran las virtudes de Esparta. No eran las escuelas espartanas las que tornaban valerosos a los espartanos, sino el pueblo espartano el que determinaba que en sus escuelas se exaltara el coraje.

Nunca la escuela podrá transformar a un pueblo acostumbrado a las prácticas autoritarias del poder, a la corrupción administrativa y al falseamiento de la voluntad popular en un pueblo de costumbres democráticas. Y esto por la sencilla razón de que la escuela será, en este caso, de corte autoritario; se introducirán en ella corrupciones administrativas y no se respetarán en su organización interna las normas esenciales de la vida democrática, aunque se dicten cursos de educación cívica en los que formalmente se reciten sus postulados.

La escuela no es transformadora de las sociedades: es su consecuencia, está hecha a su imagen y semejanza. Sus maestros y profesores, sus planes y programas no se improvisan en algún planeta extraño ni llegan desde el vacío, sino que son producto de una sociedad concreta históricamente determinada.

Las grandes transformaciones de la humanidad son obra de los profetas, de los revolucionarios, de los grandes políticos, de los estadistas, de los descubridores e inventores. En los tiempos actuales, para modificar hábitos, costumbres o ideas, los medios de difusión, como el periodismo, la televisión, la radiofonía, la cinematografía, tienen un valor principal.
La escuela –por definición– marcha detrás de las evoluciones históricas.

Por eso, los grandes transformadores, revolucionarios, inventores, han menospreciado, a menudo, a la escuela y por eso, también, es común que la escuela merezca la acusación de estar atrasada con respecto al progreso social. Es natural y lógico, sin embargo, que sea así. La sociedad se ha caracterizado siempre –en todo tiempo y lugar– por una prudencia conservadora que le hace oponer resistencia tenaz a todo progreso, a toda innovación, ya sea de orden técnico o moral o simplemente del campo de las costumbres o de los hábitos más sencillos. Esa fuerza conservadora pone a prueba las novedades, las reformas, y sólo subsisten y triunfan las verdaderamente valiosas y útiles. Cuando la reforma –la nueva técnica, la nueva moda, el nuevo hábito, la nueva norma moral– se impone definitivamente y se constituye en patrimonio común de la sociedad, en una palabra, cuando deja de ser "nueva", es entonces, y sólo entonces, que pasa a la escuela, al campo de la educación sistematizada, para ser transmitida a las nuevas generaciones. Lo contrario sería peligrosísimo: no se puede dar a la juventud aquello de lo cual la sociedad no está segura y por eso es que los grandes reformadores de la humanidad, los no conformistas en general, se quejan de la escuela y suelen estar en conflicto con ella.

La escuela, pues, no es la todopoderosa institución de sentido mesiánico que salvará a la humanidad y nos dará el mundo mejor que todos ambicionamos. Esta imagen mítica de la escuela es un error peligroso, porque da margen a esperanzas infundadas y esteriliza esfuerzos que mejor encaminados darían otros frutos. Pero también es peligrosa porque provoca, por reacción, aquella otra postura del desdén que analizamos al principio. Como culpables de este error deben ser señalados, en primer término, muchos de los estudiosos de la pedagogía en el orden superior, que son quienes no tienen derecho a caer en las mismas equivocaciones que los maestros y profesores no especializados en ese terreno o que las personas sin estudios pedagógicos profundos y que con la mejor intención se hallan en una postura falsa.

El papel de la escuela en el mundo contemporáneo


Decir lo que antecede no significa, ni mucho menos, disminuir la verdadera y exacta importancia de la escuela. Justamente: esa importancia es tanta que no necesita panegiristas exagerados o retóricos, porque se impone por sí misma. Siempre fue la institución escolar uno de los pilares de la vida de los pueblos, y la educación en su conjunto –aquella que se da en todos los planos de la comunidad– ha sido y es una función permanente que ningún pueblo puede dejar de cumplir.

A esto en los tiempos actuales se añade un factor nuevo. La creciente complejidad cultural, dada por los avances de la ciencia y de la técnica, exige un crecimiento paralelo del nivel de desarrollo intelectual de la masa de la población. En el siglo pasado se pensó en la obligatoriedad de la enseñanza elemental como factor indispensable para la vida democrática y como una postura de ética social que permitiría dar a todos los hombres bases efectivas de igualdad de oportunidades. Hoy, a esos dos motivos –que subsisten– se añade otro: la necesidad de la instrucción universal y ampliamente difundida para permitir que los pueblos alcancen los niveles de desarrollo que las circunstancias modernas ofrecen y exigen a la vez. En las últimas asambleas internacionales, las conclusiones unánimes determinan que para alcanzar esos niveles es requisito indispensable obtener elevados índices de asistencia en todos los grados escolares, porque no se pueden lograr avances económicos si no se dispone del elemento humano ampliamente capacitado que el mundo contemporáneo del trabajo requiere. Los pueblos más adelantados de nuestro tiempo presentan los índices más altos de instrucción media y superior; los dirigentes principales de los países más famosos por su progreso exigen prioridades para la escuela; son los ministros de Economía y de las fuerzas armadas de Europa y de los Estados Unidos quienes se preocupan hoy por ella; y como antaño se hablaba de una carrera armamentista entre las principales potencias, hoy se habla ya, a través de estadísticas y de informes cuidadosamente analizados, de una "carrera escolástica" entre los pueblos que marchan a la cabeza del mundo.

Véase, pues, cómo resulta innecesario llegar a declamaciones retóricas o caer en exageraciones que constituyen indudables errores de concepto para otorgar a la escuela la importancia que merece.

El desdén y el mito de la escuela son dos posturas muy difundidas que, cada una a su modo, hacen mucho daño. Evítense, por lo tanto, ambos errores, y procúrese que quienes defienden la escuela y se ocupan de la educación lo hagan con justeza y con acierto, puesto que nunca el error ha conducido al éxito. Procúrese, también, que los dirigentes políticos y económicos abandonen su postura desdeñosa, dejen de lado discursos sobrecargados de efectismos retóricos y concedan a la escuela el lugar que legítimamente le corresponde en un equilibrado orden social.

 

Capítulo lV

 

La vejez de la nueva educación

Hace ya mucho tiempo comenzó a hablarse de la “nueva educación”. Este movimiento tuvo su momento culminante hace cuatro décadas, aproximadamente, e inclusive se formaron por entonces asociaciones a favor de sus principios. Rastrear con precisión sus orígenes es tarea difícil y, en todo caso, propia de un trabajo de especialización de otra naturaleza. Lo que queremos aquí señalar –o lo que intentaremos demostrar– es que los caracteres esenciales de esa famosa “nueva educación” han envejecido notablemente sin que de ello se hayan dado cuenta los pedagogos y los educadores en general, de tal manera que se siguen manejando hoy como principios “renovadores” algunos que ya han dejado de ser nuevos desde muchos años atrás y –lo que es peor– se siguen proponiendo otros como soluciones novedosas y como remedios para ciertos defectos de los sistemas educativos cuando la verdad es que lo que resulta necesario ahora es pensar en otro tipo de cuestiones muy distintas.

La “nueva educación” significó, en esencia, una renovación metodológica, o sea que, dentro del ámbito de los estudios pedagógicos, ella afectó en primer término a los aspectos didácticos. A pesar de que la mayor parte de los difusores y sostenedores de las nuevas ideas, sostienen lo contrario, creemos que la “educación” en sí misma –como fenómeno claramente tipificado a través de los tiempos y de los diversos ámbitos histórico-culturales– y sus fines principales no fueron afectados por las corrientes de la “nueva educación”. A nuestro juicio, ni siquiera Dewey –y a pesar de lo que el mismo Dewey pueda haber creído con respecto a su obra– altera en lo fundamental lo que define y caracteriza al fenómeno educativo ni a los fines tradicionales de la educación. Insistimos que lo que en verdad se intenta modificar son los “métodos”, los procedimientos habituales de los sistemas educativos. Los representantes de la llamada educación tradicional, en los Estados Unidos, querían formar buenos ciudadanos al igual que lo pretendió Dewey. Pero Dewey consideraba que para obtener ese fin era mejor utilizar otro tipo de contenidos en vez de los tradicionales y que la “vivencia” de ciertas “experiencias” vitales es mejor procedimiento que el aprendizaje de determinados contenidos estereotipados en libros.
Tanto los educadores tradicionales como los cultores de la nueva educación querían lograr ciertos fines éticos: aquellos, quizás, creían que los palmetazos eran un buen método: estos han descubierto que los palmetazos son el peor sistema posible y que otro tipo de procedimientos da resultados mucho mejores. Tanto un maestro de 1810 como uno de nuestros días ambicionan que sus alumnos aprendan bien las cuatro operaciones. Para ello el maestro de 1810 creía oportuno administrar azotes más o menos fuertes y en mayor o menor número; un maestro de nuestros días maneja otros métodos, habla de motivación psicológica, recurre a gabinetes de psicopedagogía, investiga los conflictos afectivos de la criatura..., pero persigue el mismo objetivo que el maestro de 1810: que el alumno aprenda bien las cuatro operaciones.

Pero de lo que se trata no es de minimizar el significado del llamado movimiento de la nueva educación, ni de restarle significación en la historia de la escuela, ni de ignorar la profunda renovación que efectivamente determinó en muchos terrenos, y ni siquiera de olvidar que gran parte de sus beneficiosos principios están todavía por aplicarse, ya que es cierto que hoy, si bien no se usan ni los palmetazos ni los azotes, existen muchos maestros que para que los chicos aprendan bien las cuatro operaciones lo más que hacen es llamar al papá y a la mamá y advertirles que el pequeño no progresa, con lo cual los azotes se los dan luego en casa. Y no se vea ironía en esto; la triste realidad es que la “nueva educación” ha envejecido sin haber podido pasar de la infancia. Pero, ¿por qué insistimos en esto del envejecimiento? Primero, por una mera razón cronológica: es un tanto absurdo seguir llamando “nuevo” a aquello mismo que apareció a principios de siglo y que maduró –teoréticamente al menos– ya para 1920. Los programas actuales –¡actuales!– de las escuelas normales dicen textualmente: “algunos sistemas nuevos: Montessori, Decroly...”. María Montessori escribió sus obras fundamentales en los primeros años de este siglo y numerosas maestras que gozan desde hace mucho los beneficios de la jubilación utilizaban, en sus años de practicantes, el método Montessori. Es empeño un poco ridículo seguir llamando nuevo a lo que ya tiene respetable antigüedad y continuar presentando a los jóvenes adolescentes de hoy como renovación lo que sus abuelos practicaron hace media centuria. El método Montessori, como el de proyectos, o el de Winetka, o el sistema Decroly, o los principios pedagógicos de Dewey, son ya perfectamente conocidos en todo el mundo y han sido ensayados y aplicados reiteradamente. Frente a ellos sólo caben dos posiciones: si son buenos, aplicarlos decididamente, no ya como “nuevos” o “renovados”, sino como lo habitual. Es decir, que dejan de convertirse en “nuevos” para pasar a ser lo “tradicional”, a su vez. Si no son buenos, no hablar más de ellos y a otra cosa. Lo único que no se puede hacer es seguir llamándolos “nuevos”.

La raíz del problema


Lo dicho, sin embargo, no es lo más grave. Este envejecimiento cronológico es digamos, algo natural, normal, que debe ocurrir. A pesar de ser el movimiento de la “nueva educación” un fenómeno aparecido hace muchos años podría conservar un vigor juvenil y sus ideas podrían ser, todavía, una inyección de entusiasmo pedagógico para las nuevas generaciones. No es así, y esto por un motivo fundamental: los acontecimientos históricos de los últimos veinte años han provocado en todo el mundo alteraciones de las estructuras políticas, sociales, económicas y educativas muy profundas. El movimiento de la “nueva educación” está pensado por hombres formados en la mentalidad del siglo XIX y responde a ideales político-sociales que miraban como mundo del mañana al que había de suceder al de la guerra del 14. De 1915 a acá, el cambio social se ha acelerado de manera tan extraordinaria que cuesta seguir el proceso y en materia educativa, particularmente, las dificultades son notorias. Ya no se trata, en efecto, de preguntarse “cómo” hay que hacer las cosas en el ámbito escolar, sino “qué” hay que hacer en ese ámbito. Más todavía: hay que preguntarse si ese ámbito ha de perdurar, o por lo menos si ha de perdurar tal como ahora lo conocemos. Existe en nuestro medio una preocupación muy generalizada en el campo educativo referida a los problemas didácticos, cuando lo que hoy debe preocuparnos son los problemas de la estructura y de los contenidos. Un ejemplo de esta actitud de “envejecimiento” es la tan difundida preocupación actual de muchos educadores por la instalación de “gabinetes psicopedagógicos” en los establecimientos escolares. Esos gabinetes tienen por misión ayudar a que los objetivos escolares se logren mejor, a evitar problemas innecesarios a los alumnos, a ayudarlos a un mejor desenvolvimiento de su personalidad. Pero antes de plantear el problema del gabinete psicopedagógico en el establecimiento, es necesario plantear el problema del establecimiento escolar en sí mismo, porque podría resultar que ya no es necesario, o que tendría que ser de otro tipo totalmente distinto. En una palabra: estamos muy empeñados –por seguir las llamadas “corrientes renovadas”– en establecer gabinetes psicopedagógicos en las escuelas, pero no nos planteamos el problema de que quizá la escuela sea hoy innecesaria.

A menudo se habla de nuevos métodos, para enseñar historia, por ejemplo, cuando lo que hay que plantearse es si siempre es necesario enseñar historia. Estamos todos preocupados por formar mejores maestros, pero podría ocurrir que la sociedad del futuro no requiera maestros, o por lo menos no requiera maestros tal como hoy los concebimos, en cuyo caso es necesario comenzar por pensar qué clase de maestros necesitamos.


El centro del problema


El centro de la problemática pedagógica ha pasado, pues, de la didáctica a la política educativa y a la filosofía de la educación. El gran problema de hoy, por ejemplo, no es hacer que nuestros colegios nacionales sean mejores sino averiguar qué clase de establecimiento secundario apropiado para nuestra época tenemos que crear. El problema de hoy no es cómo mejorar el sistema disciplinario de nuestras escuelas o establecer la jornada escolar completa, sino averiguar si los niños y jóvenes tienen que seguir concurriendo a esas escuelas. El problema de hoy no es si los pizarrones deben ser de color verde o amarillo o negro, de acuerdo con los últimos dictados de la psicopedagogía, sino de si vamos a seguir usando pizarrones y qué vamos a escribir en esos pizarrones. Porque no ganamos gran cosa con tener escuelas “renovadas” con pizarrones pintados según los mejores principios, con bancos y mesas hermosos y funcionales, si con esos pizarrones y con esas mesitas y bancos seguimos enseñando a los alumnos las mismas cosas innecesarias que antes u otorgándoles la misma formación inútil que les dábamos en escuelas equipadas con pizarrones negrísimos y bancos y pupitres antiestéticos e incómodos. No es una gran conquista tener un gabinete psicopedagógico que resuelva más adecuadamente los problemas escolares de los jóvenes, si estos, en última instancia van a egresar con un título absolutamente inconveniente para su futuro o con una preparación que en nada les sirve para la vida que les espera. El problema, hoy, es qué vamos a hacer para tender las nuevas demandas ocupacionales del mañana; cómo vamos a considerar los requerimientos de una sociedad que marcha a una progresiva “intelectualización” del hombre aún para las tareas más sencillas; cómo vamos a utilizar los nuevos medios de comunicación –radiofonía y televisión, en primer lugar– para reemplazar con ventaja una buena parte de los sistemas de escolaridad habituales; cómo vamos a preparar a los hombres del mañana para vivir en medio de una sociedad tecnificada y sometida a procesos de colectivización y masificación de una magnitud que no alcanzamos todavía a vislumbrar; cómo vamos a hacer para que todos los miembros de la sociedad tengan la preparación general y especializada necesaria para ser útiles a la sociedad y a sí mismos en ese mundo nuevo que está apareciendo ante nuestros ojos.

Es, efectivamente, un poco ridículo ya hablar de “educación nueva” cuando citamos los sistemas de los “centros de interés” que se difundieron hace cuarenta o más años mientras no se nos ocurre utilizar la televisión para que todos los niños aprendan a leer sin necesidad de la escuela.

En una palabra: de lo que se trata ahora es de obtener una nueva “política educativa”, dando a la palabra “política” su más alto sentido, con lo cual la “política educativa” alcanza la dimensión de verdadera ciencia madre de los estudios pedagógicos de nuestro tiempo. Y de evitar el envejecimiento que va implícito –y no es paradoja– en las doctrinas de la denominada “educación nueva”.


volver a home | tomo II | siguientre

© Copyright by
Instituto de Investigaciones Educativas
Junio 1993
Buenos Aires, Argentina