Prólogo
Siempre nos preocupó una característica
muy difundida dentro de los ámbitos destinados a los
estudios pedagógicos, ya fueran las aulas de las escuelas
normales, los claustros universitarios o los organismos especializados
de los gobiernos nacionales y provinciales, e inclusive los
correspondientes a las entidades internacionales dedicadas
a estos asuntos. Esa característica es la ligereza
o superficialidad con que se manejan términos conceptos,
lo que conduce a una falta de precisión y de coherencia
en el tratamiento de los temas que redunda constantemente
en confusiones y equívocos de muy variada índole.
No existe ciencia o estudio serio que pueda desenvolverse
medianamente bien sin ciertos recaudos referidos a su terminología
propia, pues es bien sabido que el lenguaje corriente no se
caracteriza, precisamente, por la univocidad de sus palabras
ni por la precisión de los conceptos que ellas explicitan.
Los problemas educativos, por otra parte, son tratados a menudo
–y es natural que así ocurra– por personas
que si bien tienen derecho a hacerlo, o al menos a comentar
tales problemas, no son especialistas, y no tienen por qué
observar aquellos recaudos. Es deber, por lo tanto, de los
estudiosos profesionales de tales problemas –maestros,
pedagogos, funcionarios– evitar en la mayor medida posible
tales faltas y procurar que cada vocablo, cada concepto, pueda
ser utilizado y aprovechado con el menor riesgo posible de
confusión. Es notorio, también, que existe dentro
de los estudios pedagógicos y muy, particularmente
en el campo de las conferencias o discursos sobre asuntos
educativos, ya sea por parte de funcionarios o de personas
animadas de la mejor intención, una tendencia irrefrenable
a las grandes frases y a las pomposidades expositivas, casi
siempre de mediano gusto y jamás preocupadas por la
exactitud del pensamiento o por la probanza de las afirmaciones.
Ello, extendido inclusive al terreno de las cátedras
pedagógicas de las escuelas normales o de las facultades
universitarias, y a veces hasta trasladado al libro con pretensiones
de alto nivel, ha provocado para la pedagogía una cierta
fama muy poco conveniente aunque –fuerza es reconocerlo–
bastante justificada. No son pocos los cultores de otras disciplinas
y los eminentes especialistas de otros ámbitos, que
se acercan con interés a los estudios pedagógicos
y se alejan casi de inmediato, desorientados, confundidos
y no pocas veces indignados, por lo que reputan como algo
muy distante de sus habituales niveles de investigación
y de estudio.
Con tal motivo, nos tentó elaborar una serie de reflexiones
tendientes a evitar tanta confusión o aptas para elaborar,
a partir de ellas, meditaciones que permitieran contar con
bases operativas sólidas para el desarrollo del pensamiento
conceptual. No se nos oculta que tal intención entraña
un doble peligro: es el primero no obtener el resultado que
se busca y quizá contribuir a un aumento del mal que
se quiere evitar. El segundo, arriesgar fama de pedante que
intenta enmendar planas a todo el mundo o cree ser el único
poseedor de la verdad en cuestiones muy controvertidas. Asumimos
ambos riesgos, sin embargo. Nos atrevemos al primero porque
creemos que siquiera con la refutación que resultare
necesaria a nuestros errores se contribuirá a lograr
los fines que ambicionamos. Y al segundo porque entendemos
que el mismo tono de las páginas que siguen es suficiente
para evitar malos entendidos y porque mayor abundamiento no
titubeamos en declarar que estamos lejos de pretender haber
obtenido con las páginas que siguen, "precisiones"
definitivas, sino vías de aproximación para
que una labor concertada y honesta pueda alcanzarlas en algún
momento. Entonces, la Pedagogía podrá comenzar
a marchar por sendas más fecundas y que le otorgarán
prestigio más alto.
Capítulo
l
En torno de presupuestos imprecisos
Circulan
en el campo pedagógico un número considerable
de frases hechas que se suelen presentar como conceptos suficientemente
claros y aceptados. Se intercalan en medio de cualquier exposición
sobre asuntos de educación y los lectores u oyentes
ocasionales acostumbran aceptarlas sin ninguna clase de reflexión.
Constituyen, en suma, algo así como los "presupuestos"
pedagógicos de nuestro tiempo, sobre los cuales se
asienta el pensamiento contemporáneo en materia educativa,
al menos en el marco latinoamericano. Algunos ejemplos de
lo que venimos diciendo son los que se hallan comprendidos
en las palabras "memorismo", "enciclopedismo",
"verbalismo", "enseñanza libresca",
"humanismo".
Los cuatro
primeros están cargados de una intención peyorativa
y condenatoria. Todo artículo sobre un asunto educativo,
toda conferencia, todo libro, encierra necesariamente alguna
referencia a estos temas, con el sentido de un profundo rechazo.
¿Cuánto hace ya que sentimos decir que se debe
concluir con el "memorismo" o con el "enciclopedismo"?
Son expresiones que se acuñaron prácticamente
a principios de este siglo, pues si bien es posible encontrarlas
–y con una significación semejante–desde
tiempos remotos, fue a partir de los movimientos de renovación
pedagógica propios de la actual centuria que cobraron
difusión masiva. Hoy se hallan incorporados, como decimos,
al subsuelo del pensamiento pedagógico contemporáneo,
pero lo curioso es que se dan por tan sabidos que en verdad
ya no se sabe qué quieren decir.
Toda
renovación educativa corre el peligro de quedar convertida
en un simple "slogan" que a menudo carece de significado
preciso. "Concluyamos con el enciclopedismo", repítese
sin cesar, pero ¿qué quiere decir enciclopedismo?
Es una pregunta previa que muy pocos se formulan. Mucho menos,
todavía, formúlanse otra pregunta que debe seguir
inmediatamente a la anterior: una vez desaparecido el enciclopedismo,
supuesto que sepamos qué cosa sea, ¿con qué
lo reemplazaremos?
Con la
palabra humanismo sucede algo similar, aunque en sentido inverso:
se la presenta como el ideal pedagógico hacia el cual
debe tender todo sistema educativo. "La educación
debe ser profundamente humanista": he aquí un
concepto que nadie se atrevería a discutir hoy. Pero
¿qué quiere decir esto? Y todavía: ¿cuáles
son los métodos y los contenidos adecuados para obtener
ese ideal?
Nos proponemos
desarrollar brevemente algunas consideraciones que quizás
ayuden a poner las cosas un poco más en claro, ya que
en nuestra opinión las circunstancias que dejamos anotadas
son fuente permanente de discusiones ociosas y de confusiones
perjudiciales.
El
memorismo
El memorismo constituye uno de los horrores pedagógicos
más tremendo. La mayor parte de los maestros y profesores
prohíben terminantemente a sus alumnos estudiar "de
memoria" y en el ambiente estudiantil ha cundido un desdén
generalizado hacia quienes repiten con fidelidad absoluta
las páginas de los textos. La memoria es, sin embargo,
un valioso auxiliar, imprescindible diríamos, para
toda tarea intelectual, y las modernas concepciones psicológicas
han demostrado, por otra parte, que la memoria no es una facultad
aislada que funcione independientemente de las restantes capacidades
psíquicas, por la cual es absurdo suponer que sea posible
memorizar algo si no se lo ha entendido en absoluto, salvo
excepciones –estudiadas precisamente como tales–
en casos de índole patológica.
Convendrá
recordar que, a pesar de las prohibiciones permanentes que
hemos considerado, el método memorista no ha logrado
desterrarse, al fin, de la vida escolar, y esto algo quiere
decir.
El estudiante
que recita una lección de memoria, con completa fidelidad
al texto, seguramente la ha comprendido. Es muy difícil
que suceda lo contrario. El estudiante que se "pierde"
y necesita la ayuda de la palabra salvadora para seguir adelante
es porque no ha alcanzado la comprensión global del
tema. Está suficientemente probada la índole
"estructural" de la memoria como para pensar lo
contrario. Es sencillísimo, además, comprobar
mediante unas pocas preguntas claves si el estudiante comprende
suficientemente los temas que expone. Y si es así,
y a ese alumno le resulta sencillo recordar textualmente las
palabras del libro, ¿para qué complicarse con
el objeto de impedírselo? Existen muchos jóvenes
que recuerdan con pasmosa fidelidad los textos y es un poco
inútil condenar esto como un defecto. Entiéndase
bien claro: no estamos pidiendo que se estudie de memoria;
no intentamos decir que debe volverse al sistema de repetir
los textos palabra por palabra. No pedimos esto: indicamos
que cuando tal fenómeno se produce naturalmente, espontáneamente,
y va acompañado de una suficiente captación
comprensiva global del tema, no es necesario esforzarse en
evitarlo, porque nada tiene de malo. Digamos, finalmente,
que a menudo la memoria es una ayuda sobre la cual transitoriamente
nos debemos apoyar para obtener, "a posteriori",
la comprensión de algo que en un primer momento no
entendíamos totalmente: así sucede con ciertas
definiciones complicadas, que debemos grabarnos en su totalidad
antes de poderlas comprender. Recuérdese, también,
que existen numerosos ramos del saber que no pueden estudiarse
sin tareas memorísticas puras –la anatomía
del cuerpo humano, por ejemplo, o los postulados fundamentales
de la geometría euclideana– y, por último,
que la juventud es la etapa de la vida en la cual la memoria
rinde sus mejores frutos y se halla en óptimas condiciones.
El
enciclopedismo
El "enciclopedismo" es otro de los conceptos en
exceso remanido. Se le atribuye la causa de todos los males
de la enseñanza, y se quiere decir con ese término
que los planes de estudio se hallan recargados de temas. Parece,
pues, que la antítesis del enciclopedismo sean los
"resúmenes" de los planes de estudio. Pero
algo debe andar mal en esta pretendida solución cuando
después de más de medio siglo de intentarla,
no se ha logrado absolutamente nada en tal camino. Cada vez
que se quiere reducir los programas resulta que lo que se
logra suprimir es tan escaso que al fin nada cambia y al poco
tiempo nuevas voces contra el enciclopedismo vuelven a dar
la batalla.
Ocurre,
sencillamente, que cuando se comienza la tarea de la "reducción"
aparece que casi todo lo que se estudia es necesario y nada
raro es que las deliberaciones concluyan en el aumento de
los temas o de los contenidos a considerarse.
Considero
que el enciclopedismo constituye efectivamente un mal de la
enseñanza: la pretensión de saberlo todo conduce
a que nada pueda saberse bien. Pero la solución al
problema debe ser rotunda y quienes condenan este tipo de
planes de estudios deben decidirse luego, con valentía,
a eliminar una gran multitud de temas no sólo unos
pocos. Lo ridículo, en este caso, es llevar a cabo
una campaña encendida contra los males del enciclopedismo
para luego concluir en repetirlos. Creo, por ejemplo, que
el actual sistema de enseñanza de la literatura conduce
a que los alumnos egresen de la enseñanza media sin
conocer –y lo que es peor, sin gustar ni ansiar–
ninguna de las grades figuras de las letras.
A mi
juicio, en los cursos de enseñanza media sólo
se debieran presentar, por año, tres o cuatro autores,
y a estos estudiarlos en forma exhaustiva. Creo que del Siglo
de Oro español debemos resignarnos a que los alumnos
conozcan a uno de sus grades autores. Pero que lo conozcan
en profundidad, en hondura, que sepan gustar la dimensión
estética, histórica, filosófica, de Calderón
de la Barca, por ejemplo. Es imposible, prácticamente
imposible, mal que nos pese, que conozcan de verdad a todos
los autores, y el sistema actual conduce a que no conozcan
ni gusten ni amen la literatura española. Es probable
que el alumno que egrese con un buen recuerdo del curso sobre
Calderón lea luego por sí mismo a Lope de Vega,
Tirso de Molina y otros.
Y si
no se acepta esto –cosa que ocurrirá ciertamente
con la inmensa mayoría de los educadores– pues
entonces seamos sinceros y proclamemos nuestra fe en las virtudes
del enciclopedismo. Y búsquense los medios para que
los sistemas de estudio sean enciclopédicos y eficientes.
Pero concluyamos con el círculo cerrado y eterno de
condenar algo para luego no atrevernos a salir de ello.
El
verbalismo
Más grave resulta el ataque contra el verbalismo. Hace
un tiempo que parece que "el verbo" se halla condenado
en las concepciones pedagógicas y didácticas.
La enseñanza "verbalista" parece ser un crimen
de esa pedagogía. Sin embargo, la palabra es el arma
por excelencia del maestro. En última instancia, el
maestro es simplemente "él y su palabra".
Nada hay más puro y completo que el maestro y su palabra,
y no existe recurso didáctico, por más moderno
y original que nos parezca, que reemplace finalmente a la
palabra. No existe elemento de trabajo –llámese
lámina, proyector cinematográfico, gabinete
o como se quiera– que valga algo si no está iluminado
por la palabra del maestro.
No abogo,
quede aclarado, por la supresión o el desdén
de los múltiples recursos didácticos que deben
existir en las escuelas. Muy por el contrario: creo que ellos
deben difundirse mucho más todavía y aumentarse
en calidad y en cantidad. Pero es bueno recordar que esencia
de la enseñanza es la palabra del maestro, que sin
ella todo lo demás es materia inerte, fría sin
vida. La suprema dignidad de la palabra, en la vida toda,
no merece que pedagogos apresurados o improvisados la menos
caben precisamente cuando alcanza sus resonancias más
nobles: en el aula, en el momento en que por su intermedio
un espíritu ilumina a otros.
La lección,
o sea la obra del maestro, es, por esencia, verbal. El acto
educativo se cumple siempre por medio de la palabra. La voz
del maestro es en el ámbito maravilloso donde la cultura
cobra nueva vida, donde se recrea en el espíritu de
los educandos. Si hay un arma, una herramienta de trabajo
que los educadores deben cuidar, es su palabra, su lenguaje.
No se concibe maestro que posea un vocabulario deficiente,
pobre, mezquino, impreciso. Ahora, si lo que se quiere decir
cuando se ataca la "enseñanza verbalista"
es que no se ha de caer en el palabrerío vacuo, insustancial,
en la exposición monótona y fatigosa del profesor
frente a alumnos adormecidos o aburridos, que nada captan
de sus palabras, que nada entienden, que concluyen por odiar
esas tediosas clases donde el espíritu se entontece
como si se sintiera el zumbido persistente de un moscardón,
entonces es preciso ser claro y decir las cosas con justeza:
allí no hay enseñanza ni nada que se le parezca.
Eso no es "enseñanza verbalista", porque
no es "enseñanza" de ninguna clase, como
tampoco hay maestro ni educador: hay un señor que hace
algo que cree que es enseñar. Si se quiere decir que
el maestro puede y debe ilustrar su palabra con láminas,
con observaciones prácticas, con recursos modernos
de cualquier naturaleza, entonces sí estamos de acuerdo
pero siempre que no se ponga un acento despectivo con respecto
al verbo del maestro, que es lo que hará llenarse de
luz y de vida a esos "recursos". Si se quiere decir
que los alumnos deben participar activamente del proceso de
la enseñanza, entonces no es necesario condenar el
verbalismo, porque en la enseñanza verbalista –siempre
que sea de verdad enseñanza y no un remedo de ello–
debe haber necesariamente participación del educando.
La
enseñanza libresca
Estrecha relación con los ataques al verbalismo guardan
las condenas contra la "enseñanza libresca",
salvo que aquí el equívoco llega a límites
inaceptables. El libro, en efecto, es casi una sola cosa con
la escuela, es decir, con la tarea de la acción educadora
sistematizada que se suele denominar "enseñanza".
La escuela
aparece en la historia de la humanidad juntamente con el lenguaje
escrito. Este contenido cultural presenta una complejidad
tal para su transmisión a las nuevas generaciones,
que las sociedades deben crear instituciones específicamente
destinadas a este fin. Para decirlo con las palabras de Otto
Willman, "en el umbral de la vida de los hombres, como
en el principio de la vida de nuestros hijos, el alfabeto
se une con la escuela". Libro y escuela han nacido juntos:
pretender separarlos es un sólo erróneo sino
peligrosísimo. El libro no es sino la palabra del hombre
puesta en signos convencionales, que permiten su transmisión
a multitudes de seres que de otra manera no podrían
escucharla. La escuela comienza por lo esencial: enseñar
al hombre a leer y escribir. Y toda su obra es una ampliación
de esta tarea inicial. Si algo debe ser la escuela es "libresca".
Si algo debe pretender la escuela, es que sus alumnos lean,
descubran el gusto y el amor por el libro. Si algo necesita,
en fin, la enseñanza, es el libro: es el primer recurso
didáctico. "Lección" deriva del latín
"lectura". "Leccionistas" se llamaban
los maestros particulares en España y los profesores
universitarios en la Edad Media, cuya tarea principal era
"leer" los textos, que no podían ponerse
al alcance de cada uno de los alumnos.
¿Qué
se quiere decir con esto de que la enseñanza no sea
libresca? Probablemente quiérese significar que la
escuela debe ampliar sus recursos que no debe desdeñar
otros métodos y otros sistemas de trabajo para lograr
sus objetivos, que debe guiar al alumno a descubrir por sí
mismo el saber. Quiérese decir, por ejemplo, que para
enseñar botánica es necesario no solamente el
libro de botánica, sino también el ejemplo real
de la naturaleza. Bien: estamos de acuerdo. Nadie puede oponer
reparos a esto, tan lógico, tan sencillo y tan elemental.
Para aprender zoología es muy útil ver un crustáceo
en el salón de clase; para aprender anatomía
todo estudiante de medicina observa la realidad del cuerpo
humano. Para conocer historia, las visitas a los museos o
una reconstrucción teatral a cargo de los mismos alumnos
son complementos de gran utilidad, quién lo duda pero,
por Dios, no se deduzca de aquí que la "enseñanza
no ha de ser libresca", ya que todo lo enumerado no es
sino "complemento", ejemplificación, clarificación.
¿O es que se conoce algún historiador forjado
gracias a repetidas visitas a museos? ¿Y no es cierto,
acaso, que se puede comprender magníficamente el ayer
con sólo lecturas, aunque jamás se haya visto
un uniforme de antigüedad? Detengámonos, si se
quiere, en las ciencias de naturaleza, que parecen ser las
menos necesitadas del libro. Llego a sostener que el mejor
método para su estudio consiste en los siguientes pasos
sucesivos: primero el libro, luego la naturaleza, finalmente
otra vez el libro. Yo, personalmente, padezco una lamentable
incapacidad para reconocer a simple vista un pino de una acacia
y creo que, salvo los sauces que arrastran sus ramajes sobre
las orillas de los ríos, no podría distinguir
ninguna otra especie vegetal con precisión. Pero quizá
un campesino conocedor de especies y variedades desconozca
el fenómeno maravilloso del proceso vital completo
que lleva a la semilla a transformarse en árbol magnífico,
el misterio de la asimilación clorofílica o
de la dispersión polínica. Mi viejo libro de
botánica de la escuela media sigue siendo para mí
espíritu fuerte enriquecimiento interior y de comprensión
de fenómenos de la naturaleza que a cada paso encuentran
aplicación práctica y concreta en las circunstancias
cotidianas de la vida.
Despreciar
al libro conduce a las más grandes aberraciones pedagógicas
y creo que si alguna campaña se deber encarar hoy,
ella sería justamente la de devolver al libro su lugar
y su prestigio en la obra educativa. Disposiciones sin sentido
entorpecen, en algunos países, su compra y su uso en
las escuelas primarias y medias, y pretenden reemplazarlo
por apuntes que jamás podrán suplantarlo y que
al fin hacen un mal libro, desjerarquizado y triste.
Sean
bienvenidas todas las iniciativas que revitalicen la acción
escolar con recursos de índole diversa: acéptense
sin restricciones las ideas que tienden a obtener los mejores
resultados de la enseñanza. Pero díganse todas
ellas con precisión. Dígase lo que se quiere
decir: no se caiga en el absurdo de condenar la "enseñanza
libresca" por querer defender métodos y sistemas
que en nada se oponen al libro. Y si lo que se quiere atacar
es la utilización del libro como vía exclusiva,
las tareas librescas carentes de riqueza espiritual, de entusiasmo
por parte del alumno, entonces, aclaremos una vez más,
lo que en verdad sucede es que no hay enseñanza, ni
libresca ni de ninguna clase. Lo que hace falta aquí
es que el libro sea usado eficientemente, y no despreciado.
El
humanismo
Hemos dejado de intento para el final el concepto de "humanismo".
A diferencia de los anteriores, se lo utiliza no en sentido
condenatorio sino como expresión de anhelos. Casi universalmente
se afirma hoy que la educación debe ser "humanista",
"profundamente humanista". Lo que pocos se preocupan
de hacer, en cambio, es explicar qué quieren decir
con ello, y transforman la expresión en algo vago,
impreciso, que quita fuerza científica al ideal que
sustenta.
La palabra
"humanismo" adquirió su mayor difusión
a mediados del siglo pasado, aunque desde el XVIII había
comenzado a circular en Europa y desde el Renacimiento, precisamente,
se hallen atisbos de esta concepción. Los alemanes,
en el XVIII y en el XIX, hablaron del humanismo como la forma
de vida que los griegos habían desarrollado por excelencia.
Una de sus notas distintivas habría sido el equilibrio,
la armonía, tan visiblemente presente en la escultura
y en las manifestaciones culturales helénicas. La vuelta
a la antigüedad clásica quedó desde entonces
convertida en el ideal del " humanismo" y la perfección
del hombre consistió en beber de aquellas fuentes inmortales.
O debe extrañar, entonces, que como continuación
histórica de la concepción medieval el hombre
culto por excelencia, el "hombre" pleno en el más
alto sentido de la palabra, fuese aquel que dominase cabalmente
las lenguas clásicas –latín y griego–
y estuviese capacitado para admirar y conocer la cultura de
helenos y romanos. No por azar el "gimnasio" alemán
destinaba casi el setenta por ciento de sus horas de clase
a la enseñanza del latín y el griego. Y las
universidades más tradicionales de Inglaterra siguen
hoy haciendo un verdadero culto del dominio de las lenguas
clásicas. La Universidad de Berlín sólo
concedía su título máximo hasta hace
pocas décadas a quien fuese capaz de sostener un examen
final íntegramente en latín.
Cuando
los vientos del positivismo y del cientificismo comenzaron
a soplar impetuosos en el mundo moderno, abrióse una
larga polémica entre los sostenedores de los contenidos
de tipo científico o "moderno", como también
se dio en llamarlos, y los partidarios de la formación
clásica o tradicional para la enseñanza. La
batalla no ha concluido. En Europa se llegó a fórmulas
de transacción, creando establecimientos modernos o
científicos al lado de los tradicionales (en Francia
e Italia existen liceos científicos y clásicos,
los primeros con lenguas modernas y sin griego), o se dispuso
"atenuar" la intensidad de los estudios clásicos
para dejar paso a ciertas "infiltraciones" de los
contenidos científicos.
Los tiempos
presentes exigen cada día con más intensidad
una amplitud masiva de los contenidos científicos para
hacer frente a las necesidades de una sociedad en la cual
los avances de la tecnología, a la vez que originan
bienestar y comodidad a porciones cada vez más grandes
de seres humanos, ponen problemas de mantenimiento y renovación
de nuevas estructuras sociales y culturales muy complejas.
Todo
ello determina que aumenten las quejas por una pretendida
"deshumanización de la enseñanza"
y cundan los reclamos dichos al principio. Con lo cual se
quiere decir que es necesario atender a los reclamos más
puros y nobles del espíritu humano, que este debe ser
desarrollado en su integridad, que no se debe fragmentar al
hombre con especializaciones apresuradas o estrechas que impiden
el desarrollo del ser en plenitud. En una palabra: bajo la
expresión "humanismo" –que sus sostenedores
olvidan explicar, repetimos– se quiere dar a entender,
generalmente, que la enseñanza ha de tender a formar
hombres completos, íntegros, capaces de alcanzar los
niveles más altos del espíritu, de desarrollar
sus aptitudes más nobles, aquellas que lo distinguen
justamente como "hombre". En esto –bueno es
decirlo expresamente– estamos plenamente de acuerdo.
La discusión comienza cuando nos preguntamos por medio
de qué contenidos educativos ha de lograrse este ideal
"humanista". Porque lo que sucede es que tras la
palabra se esconde a menudo el concepto de "latín"
y "griego" para todo el mundo.
He aquí
el error. No nos oponemos al latín ni al griego. Inclusive
consideramos conveniente la enseñanza del latín
para la generalidad de la enseñanza media, al menos
en un ciclo básico común y obligatorio. Pero
lo que nos resistimos a aceptar es la pretensión de
que la formación "humanista" sea posible
sólo mediante estos contenidos de tipo tradicional:
lenguas clásicas, historia, literatura, filosofía.
Lo que no admitimos es que la multitud de seres destinados
a las tareas profesionales o técnicas que no requieren
en intensidad esos estudios hayan de quedar excluidos de una
auténtica formación "humanista", o
sea que deberán quedarse, obligatoriamente, "a
mitad del camino" en su destino de hombre. Y tampoco
aceptamos la teoría de la "compensación"
para solucionar esto. O sea la teoría que dice: pongamos
en los establecimientos de formación profesional o
científica, ya sea de tipo medio o superior, "algo"
de filosofía, o de historia, o de literatura, para
compensar aquella falta. Demos al hombre de ciencia, o al
técnico, oportunidad de que al concluir su trabajo
cotidiano pueda oír un concierto o asistir a una exposición
de pintura o escuchar una conferencia de filosofía,
a fin de que "compense" la falta de "humanismo",
de "dimensión espiritual", de "nobleza"
a que su quehacer lo condena.
No: lo
que sostenemos es que la formación "humanista"
puede darse por vías diversas. Lo que sostenemos es
que la formación compleja, integral, del hombre, en
sus mejores y más distintivas capacidades, puede obtenerse
también por medio de otros contenidos educativos. La
formación "humanista" ha de lograrse en la
escuela de artes y oficios o en el instituto de comercio no
mediante "adiciones" de contenidos extraños,
sino mediante los contenidos propios de esas enseñanzas,
dictados con el convencimiento de que el hombre es "hombre"
en todos los campos del quehacer humano y que la excelsitud
del espíritu humano se halla en la multiplicidad de
los conocimientos y de las obras.
Entonces,
si dentro de un plan de estudios de enseñanza técnica
así concebida se incluye un curso de filosofía,
no será a guisa de "compensación: será
una culminación o vinculación necesaria con
la misma actividad espiritual que el alumno cumple en su taller
frente al torno o en su gabinete frente al microscopio. Y
el técnico o profesional que concluye su jornada de
labor y concurre a la conferencia o a la exposición
o al concierto, no irá a buscar un desahogo, una compensación,
a un trabajo que lo ahoga y al cual lo ha condenado su destino
o una necesidad económica, sino que irá a encontrar
la unión eterna, el equilibrio, la armonía,
que vincula sin oposición su vida laboral cotidiana
con las dimensiones mejores del espíritu.
Con este
humanismo –armonía helénica al fin, unidad
absoluta del saber y del hacer– sí que estamos.
No con otros pretendidos humanismos que en última instancia
pretenden parcializaciones tan nefastas como las que pretenden
condenar.
Capítulo
lI
Técnica, hombre, educación
Nuestro
tiempo presencia, es cierto, un notable avance de la técnica.
Desde las épocas del siglo pasado, cuando se produjo
el fenómeno conocido como "revolución industrial",
los progresos tecnológicos han continuado su ritmo
incesante y han llegado a límites que parecen absolutos,
si no fuera una especie de fe ilimitada –temor a veces–
que hace presumir su desarrollo hasta términos imprevisibles.
¿Cuánto más será posible reducir
los tiempos de duración de los viajes aéreos?
¿A qué prodigios impensables llegarán
las máquinas electrónicas de cálculos
y de traducción? ¿Qué es lo que harán
dentro de poco tiempo más las máquinas que aplican
los sistemas llamados de "automatización?
Esto
ha provocado, entre otras cosas, dramáticas, urgentes
y constantes apelaciones a lo "humano", al "hombre",
que parece estar amenazado por la técnica y a punto
casi de ser barrido o aplastado por el avance de lo tecnológico.
La técnica es, sin embargo, hija del hombre. Es su
obra: es producto de su espíritu. ¿Cómo
podrá esclavizarlo? ¿Cómo podrá
ponerlo a su servicio? El "robot" más perfecto
será siempre un esclavo al servicio del hombre, no
a la inversa. El satélite artificial más fabuloso
o el proyectil más poderoso no serán jamás
lanzados al espacio si no media una decisión humana.
No existe máquina "pensante" que pueda ponerse
en marcha por sí misma. La creación, mantenimiento
y renovación de las máquinas exigen la obra
del espíritu. Un proyectil interespacial o un arma
atómica son creaciones espirituales, al igual que una
sinfonía de Beethoven, que un cuadro de Leonardo o
que un sistema filosófico.
Para
"crear" estas maravillas de la técnica, el
hombre debe poner en juego sus recursos más nobles
y "humanos": su inteligencia, su razón, su
capacidad mental. Para el manejo de las técnicas más
elevadas es indispensable una capacidad intelectual de alto
nivel.
La técnica
no degrada al hombre, porque no puede hacerlo, ya que no tiene
poder para proponerse fines de ninguna naturaleza. Es el hombre
quien puede degradar a la técnica si la emplea para
matar, o ennoblecerla si la usa para salvar una vida.
Los avances
de la tecnología moderna, además, desde el siglo
XIX en adelante han proporcionado a enormes masas de la humanidad
posibilidades enormes de desenvolvimiento cultural y de elevación
de sus niveles de vida. Desde la revolución industrial,
numerosas comodidades y formas de vida antes reservadas a
ínfimos sectores numéricos de la población
–por lo menos en el ámbito de Occidente–
han llegado a ser habituales para la casi totalidad de los
hombres. La disponibilidad de tiempo libre en mayor o menor
grado, la posibilidad de leer diarios y revistas, de instruirse
por medio de libros, de conocer lo que sucede en el mundo,
casi al instante por la radio y la televisión, de vestir
adecuadamente, de gozar de comodidades que dos siglos atrás
eran privilegios extraordinarios –un colchón,
por ejemplo, y no hace falta decir más–, de viajar,
de cuidar de la propia salud, son todas conquistas que el
"hombre común" ha logrado gracias al avance
de la técnica.
Cuando
se dice que "antes" el hombre vivía más
recogido en su espíritu y con mayores probabilidades
de realización espiritual, ¿a qué hombre
se alude? ¿Al noble de la Edad Media, al gran señor
renacentista, al pobre siervo de la gleba encorvado todo el
día sobre la tierra o al mísero sirviente analfabeto
cuya única ambición y posibilidad era la de
no morir de hambre o de frío en cualquier invierno
crudo? Cuando se habla del "hombre", ¿en
quién se piensa: en las pequeñísimas
minorías que hicieron la historia intelectual y política
hasta ayer, o en las enormes masas que participan hoy de la
literatura, del arte, del cinematógrafo, de la instrucción
pública y de la política? ¿Quién,
salvo un rey o un noble, podía tener un médico
a su disposición hace tres siglos? ¿Y cuáles
serán aún las conquistas que esperan, en comodidad,
en posibilidades, en mejor nivel de vida, para el "hombre"
–el todo: hombres, mujeres y niños comunes, simples–
con los nuevos avances de la tecnología?
El error
de suponer que la técnica –creación del
hombre, esclava suya– pueda ser enemiga del hombre da
margen a toda suerte de equívocos. Uno de los más
graves es el que repercute en el campo de la educación,
donde concepciones tradicionalmente arraigadas persisten en
suponer que la formación técnica o profesional
de la juventud contradice o entorpece las posibilidades de
una verdadera formación "humana", que sólo
se lograría por campos trillados desde hace siglos
y conocidos habitualmente bajo la denominación de "humanismo".
Pareciera ser, según esta idea, que la preparación
de un buen ingeniero es obstáculo para el desenvolvimiento
de las más nobles facetas espirituales de ese ingeniero,
o que la capacitación de grandes masas para servir
adecuadamente las necesidades tecnológicas del mundo
moderno del trabajo es grave inconveniente para la elevación
cultural del hombre es sus mejores aspectos.
Olvídase,
cuando se dice todo esto, que la técnica tan avanzada
del mundo moderno plantea la exigencia impostergable de lograr
cada día una mayor preparación para mayor número
de hombres. Se ha dicho: "El obrero del futuro será
un universitario", y es efectivamente así. ¿Qué
diferencia de "función social" hay entre
un conductor de una diligencia del siglo pasado y el piloto
de un avión a reacción? Ninguna: ambos transportan
pasajeros. Pero aquel podía ser analfabeto: este requiere
una instrucción de nivel universitario. Y esta instrucción
de nivel superior, por fuerza, lo eleva notablemente en el
plano "espiritual", en su humanidad toda. Los obreros
del futuro necesitarán un nivel de estudios tan alto
que deberán, obligatoriamente, desarrollar sus capacidades
intelectuales hasta límites que no suponemos, y esto,
¿puede ser obstáculo o inconveniente para el
desarrollo de su personalidad "humana" en la más
noble acepción de la palabra? Y a ello se arribará
no por reclamos de espíritus altruistas, sino por exigencias
ineludibles de la técnica actual, que no admitirá
ya en el mundo hombres incapacitados intelectualmente. El
analfabeto ya casi no tiene lugar ni destino en el mundo de
la civilización occidental –en este mundo tecnológico
a menudo y con tanta ligereza condenado– y dentro de
poco tiempo tampoco tendrá ya un destino el hombre
meramente capacitado por la enseñanza elemental.
Los sistemas
educativos de las naciones de Occidente deben comprender este
reclamo de la hora, so pena de quedar rezagados y obligar
a que las empresas mismas o instituciones privadas tomen a
su cargo suplir lo que no hacen los organismos educativos
habituales, tal como sucede ya en diversos países de
Europa. Además, debe atender la realidad de un mundo
que no tiene por qué contraponer lo que es fruto del
hombre con el hombre mismo. La preparación tecnológica
o profesional de un joven debe estar lograda de tal manera
que sus más nobles facultades espirituales alcance
–como se pretende hacer según la tradición
mediante el estudio de la literatura, la historia o las lenguas–
los más altos niveles. Las matemáticas, por
ejemplo, base de toda alta tecnología, ¿no son
acaso fruto del espíritu, no se basan exclusivamente
en una "idea", creación del hombre, pues
no otra cosa es el número, y no han estado en su origen
identificadas con la filosofía? ¿Y no permiten
ellas, acaso, estudiadas como es debido y principalmente cuando
llegan a sus más altas cumbres, una nobilísima
formulación "humana" en el sentido más
ansiado por el "humanismo" tradicional?
Absurdo
sería suponer –por los mismos argumentos que
dijimos con respecto a la técnica– que esto presuponga
una desjerarquización o negación de los valores
de los contenidos educativos del humanismo: artes, letras,
lenguas. Tan absurdo es considerar que el latín es
inútil para el hombre como decir que la técnica
es su negación.
Este
problema de la técnica, el humanismo y la educación
es asunto que todo el mundo occidental afronta hoy con decisión,
si no en la resolución de sus planteos, por lo menos
en su dilucidación teórica. América Latina,
en especial, en momentos en que afronta un gran desafío
histórico, el que la convoca al desarrollo tecnológico
y al progreso de sus pueblos, está en un instante singularmente
adecuado para ocuparse de esta situación. Los teóricos
de la educación deben formular con claridad sus grandes
líneas y, apoyándose en ellas, los políticos
y los realizadores de la otra educativa sistematizada deberán
procurar que la técnica y el hombre encuentren en la
escuela –en todos sus grados escolares: desde el primario
hasta el universitario– aquella armonía base
del espíritu humano que fue meta y ambición
de los griegos. Pensar y obrar no podrán jamás
contradecirse porque no le es dado al hombre "hacer"
si no es por obra y gracia de su espíritu.
Capítulo
lII
Desdén y mito de la escuela
Dos posiciones
mentales, en abierta oposición, existen con respecto
a la escuela, entendida esta como institución y como
conjunto de establecimientos dedicados a la tarea sistemática
de la educación. Una desdeña la escuela y considera
que todo lo que se dice y se escribe sobre la importancia
de la educación y del papel de los educadores en la
sociedad es una de las tantas mentiras consagradas por el
uso, contra la cual no conviene protestar y hasta quizás
convenga hacer que se cree en ella. En esta postura se hallan
muchas personas consagradas a tareas productivas, del comercio
o de la industria, empresarios, profesionales de todo tipo,
empleados, obreros, científicos, hombres de armas...
y políticos. Esta posición mental no suele ser
expresada por escrito ni públicamente y ni siquiera
tienen plena conciencia de la misma aquellos que la sustentan.
Es más: si a uno de estos se le pregunta concretamente
su opinión sobre la escuela, es probable que responda
sinceramente que cree en su importancia y necesidad: pero
llegada la ocasión práctica colocará
a la escuela y a la educación sistematizada en un plano
secundario con respecto a otras actividades. En una palabra:
mientras conscientemente participa del "mito" de
la escuela, subconscientemente la desdeña.
Peor
es el caso, claro está, de quienes juzgan conscientemente
que "eso de la escuela y los maestros y los educadores"
no pasa de ser un "slogan" demagógico. Generalmente
no se atreven a dar su opinión con franqueza, pero
la aplican en cuanto pueden. Son esos políticos que
atienden deferentemente a las delegaciones de maestros, profesores
o padres de alumnos y les prometen ocuparse de sus problemas,
y aún añaden conceptuosas frases sobre el papel
de la escuela, y luego encargan a sus ayudantes, en la intimidad
del gabinete, que procuren conformarlos de alguna manera,
mientras ellos pasan a atender los asuntos que en verdad consideran
importantes.
En síntesis:
esta postura del desdén de la escuela es, al fin, la
que adoptan muchas naciones y sociedades contemporáneas
que, sin dejar en ningún instante de alzar sus voces
en la unánime alabanza de la escuela y en el reconocimiento
general de la importancia del trabajo de los educadores, dejan
a una y otros en la más completa indigencia y los postergan
permanentemente con respecto a las restantes necesidades públicas.
El mito
En la segunda postura se hallan –por supuesto–
los educadores profesionales, los especialistas en pedagogía,
numerosos hombres de letras o del ámbito denominado
genéricamente de las humanidades y personas consagradas
a diferentes actividades que ponen su fe, para la redención
del mundo, en la obra escolar. Esta otra posición exalta
la acción de la escuela hasta límites extremos.
Es un poco la idea encerrada en la famosa locución
de que tanto uso y abuso se hace, sobre todo en discursos
oficiales: "son los maestros y profesores los que forjan
el destino de los pueblos, pues a ellos está entregada
la formación de la juventud..."
Para
los fieles de esta concepción, la solución de
los problemas todos de la humanidad se halla en el perfeccionamiento
de la escuela. El razonamiento del que parte es, ciertamente,
sencillo y a primera vista irrebatible: si se logra la perfecta
educación de las generaciones nuevas se obtendrá
la perfección de la sociedad adulta que le siga inmediatamente.
Así, la lucha por hacer mejor al hombre y a la sociedad
se reduce a mejorar la escuela y los educadores. Para evitar
las guerras habrá que enseñar a los niños
de las escuelas a amar la paz; para impedir dictaduras habrá
que dictar cursos de educación democrática en
todos los grados escolares; para despertar el amor al árbol
en un país caracterizado por cierto odio o menosprecio
hacia aquel será necesario que todos los niños
salgan en un día determinado, acompañados por
sus maestros a plantar arbolitos; para detener el éxodo
de los hombres del campo hacia las ciudades se crearan cursos
de magisterio rural y se procurará que los maestros
inculquen en los pequeños campesinos el amor hacia
sus terruños, sus chacras y sus quintas, aunque la
realidad económica les muestre la desolación
de sus tierras y la tristeza de sus vidas.
Los creyentes
en estas posibilidades de la escuela no titubean en usar los
términos más altisonantes y la retórica
más inspirada para convencer a todos de cómo
la escuela transformará a los hombres. En una palabra:
han llegado a crear el "mito" de la escuela, es
decir, una concepción que torna a la institución
en todopoderosa, señora y rectora de los destinos del
hombre sobre la tierra, factor primero en cualquier transformación
social y reina indiscutida en orden a las prioridades que
deben atenderse en cuanto a la distribución de recursos.
Conceptuamos
esta posición tan equivocada como la primera y creemos
que este mito de la escuela es, en buena medida, culpable
de la incomprensión que muchos sectores sociales demuestran
con respecto a la verdadera importancia de la acción
educativa sistematizada. Es lógico, en buena medida,
que un gobernante, o un dirigente de cualquier otro tipo,
luego de escuchar los discursos de ciertas delegaciones de
educadores o de personas de buena fe pero errada visión,
queden pensando –aunque no lo digan– que sobre
la escuela y los maestros se exagera mucho.
La
escuela: criatura de la sociedad
La clave del problema es sencillísima, sin embargo:
la escuela es un producto de la sociedad y toma de esa sociedad
sus virtudes y sus defectos. En las escuelas espartanas se
inculcaban el coraje, la resistencia al dolor y el amor a
la patria como las primeras virtudes, porque esas eran las
virtudes de Esparta. No eran las escuelas espartanas las que
tornaban valerosos a los espartanos, sino el pueblo espartano
el que determinaba que en sus escuelas se exaltara el coraje.
Nunca
la escuela podrá transformar a un pueblo acostumbrado
a las prácticas autoritarias del poder, a la corrupción
administrativa y al falseamiento de la voluntad popular en
un pueblo de costumbres democráticas. Y esto por la
sencilla razón de que la escuela será, en este
caso, de corte autoritario; se introducirán en ella
corrupciones administrativas y no se respetarán en
su organización interna las normas esenciales de la
vida democrática, aunque se dicten cursos de educación
cívica en los que formalmente se reciten sus postulados.
La escuela
no es transformadora de las sociedades: es su consecuencia,
está hecha a su imagen y semejanza. Sus maestros y
profesores, sus planes y programas no se improvisan en algún
planeta extraño ni llegan desde el vacío, sino
que son producto de una sociedad concreta históricamente
determinada.
Las grandes
transformaciones de la humanidad son obra de los profetas,
de los revolucionarios, de los grandes políticos, de
los estadistas, de los descubridores e inventores. En los
tiempos actuales, para modificar hábitos, costumbres
o ideas, los medios de difusión, como el periodismo,
la televisión, la radiofonía, la cinematografía,
tienen un valor principal.
La escuela –por definición– marcha detrás
de las evoluciones históricas.
Por eso,
los grandes transformadores, revolucionarios, inventores,
han menospreciado, a menudo, a la escuela y por eso, también,
es común que la escuela merezca la acusación
de estar atrasada con respecto al progreso social. Es natural
y lógico, sin embargo, que sea así. La sociedad
se ha caracterizado siempre –en todo tiempo y lugar–
por una prudencia conservadora que le hace oponer resistencia
tenaz a todo progreso, a toda innovación, ya sea de
orden técnico o moral o simplemente del campo de las
costumbres o de los hábitos más sencillos. Esa
fuerza conservadora pone a prueba las novedades, las reformas,
y sólo subsisten y triunfan las verdaderamente valiosas
y útiles. Cuando la reforma –la nueva técnica,
la nueva moda, el nuevo hábito, la nueva norma moral–
se impone definitivamente y se constituye en patrimonio común
de la sociedad, en una palabra, cuando deja de ser "nueva",
es entonces, y sólo entonces, que pasa a la escuela,
al campo de la educación sistematizada, para ser transmitida
a las nuevas generaciones. Lo contrario sería peligrosísimo:
no se puede dar a la juventud aquello de lo cual la sociedad
no está segura y por eso es que los grandes reformadores
de la humanidad, los no conformistas en general, se quejan
de la escuela y suelen estar en conflicto con ella.
La escuela,
pues, no es la todopoderosa institución de sentido
mesiánico que salvará a la humanidad y nos dará
el mundo mejor que todos ambicionamos. Esta imagen mítica
de la escuela es un error peligroso, porque da margen a esperanzas
infundadas y esteriliza esfuerzos que mejor encaminados darían
otros frutos. Pero también es peligrosa porque provoca,
por reacción, aquella otra postura del desdén
que analizamos al principio. Como culpables de este error
deben ser señalados, en primer término, muchos
de los estudiosos de la pedagogía en el orden superior,
que son quienes no tienen derecho a caer en las mismas equivocaciones
que los maestros y profesores no especializados en ese terreno
o que las personas sin estudios pedagógicos profundos
y que con la mejor intención se hallan en una postura
falsa.
El
papel de la escuela en el mundo contemporáneo
Decir lo que antecede no significa, ni mucho menos, disminuir
la verdadera y exacta importancia de la escuela. Justamente:
esa importancia es tanta que no necesita panegiristas exagerados
o retóricos, porque se impone por sí misma.
Siempre fue la institución escolar uno de los pilares
de la vida de los pueblos, y la educación en su conjunto
–aquella que se da en todos los planos de la comunidad–
ha sido y es una función permanente que ningún
pueblo puede dejar de cumplir.
A esto
en los tiempos actuales se añade un factor nuevo. La
creciente complejidad cultural, dada por los avances de la
ciencia y de la técnica, exige un crecimiento paralelo
del nivel de desarrollo intelectual de la masa de la población.
En el siglo pasado se pensó en la obligatoriedad de
la enseñanza elemental como factor indispensable para
la vida democrática y como una postura de ética
social que permitiría dar a todos los hombres bases
efectivas de igualdad de oportunidades. Hoy, a esos dos motivos
–que subsisten– se añade otro: la necesidad
de la instrucción universal y ampliamente difundida
para permitir que los pueblos alcancen los niveles de desarrollo
que las circunstancias modernas ofrecen y exigen a la vez.
En las últimas asambleas internacionales, las conclusiones
unánimes determinan que para alcanzar esos niveles
es requisito indispensable obtener elevados índices
de asistencia en todos los grados escolares, porque no se
pueden lograr avances económicos si no se dispone del
elemento humano ampliamente capacitado que el mundo contemporáneo
del trabajo requiere. Los pueblos más adelantados de
nuestro tiempo presentan los índices más altos
de instrucción media y superior; los dirigentes principales
de los países más famosos por su progreso exigen
prioridades para la escuela; son los ministros de Economía
y de las fuerzas armadas de Europa y de los Estados Unidos
quienes se preocupan hoy por ella; y como antaño se
hablaba de una carrera armamentista entre las principales
potencias, hoy se habla ya, a través de estadísticas
y de informes cuidadosamente analizados, de una "carrera
escolástica" entre los pueblos que marchan a la
cabeza del mundo.
Véase,
pues, cómo resulta innecesario llegar a declamaciones
retóricas o caer en exageraciones que constituyen indudables
errores de concepto para otorgar a la escuela la importancia
que merece.
El desdén
y el mito de la escuela son dos posturas muy difundidas que,
cada una a su modo, hacen mucho daño. Evítense,
por lo tanto, ambos errores, y procúrese que quienes
defienden la escuela y se ocupan de la educación lo
hagan con justeza y con acierto, puesto que nunca el error
ha conducido al éxito. Procúrese, también,
que los dirigentes políticos y económicos abandonen
su postura desdeñosa, dejen de lado discursos sobrecargados
de efectismos retóricos y concedan a la escuela el
lugar que legítimamente le corresponde en un equilibrado
orden social.
Capítulo
lV
La
vejez de la nueva educación
Hace
ya mucho tiempo comenzó a hablarse de la “nueva
educación”. Este movimiento tuvo su momento culminante
hace cuatro décadas, aproximadamente, e inclusive se
formaron por entonces asociaciones a favor de sus principios.
Rastrear con precisión sus orígenes es tarea
difícil y, en todo caso, propia de un trabajo de especialización
de otra naturaleza. Lo que queremos aquí señalar
–o lo que intentaremos demostrar– es que los caracteres
esenciales de esa famosa “nueva educación”
han envejecido notablemente sin que de ello se hayan dado
cuenta los pedagogos y los educadores en general, de tal manera
que se siguen manejando hoy como principios “renovadores”
algunos que ya han dejado de ser nuevos desde muchos años
atrás y –lo que es peor– se siguen proponiendo
otros como soluciones novedosas y como remedios para ciertos
defectos de los sistemas educativos cuando la verdad es que
lo que resulta necesario ahora es pensar en otro tipo de cuestiones
muy distintas.
La “nueva
educación” significó, en esencia, una
renovación metodológica, o sea que, dentro del
ámbito de los estudios pedagógicos, ella afectó
en primer término a los aspectos didácticos.
A pesar de que la mayor parte de los difusores y sostenedores
de las nuevas ideas, sostienen lo contrario, creemos que la
“educación” en sí misma –como
fenómeno claramente tipificado a través de los
tiempos y de los diversos ámbitos histórico-culturales–
y sus fines principales no fueron afectados por las corrientes
de la “nueva educación”. A nuestro juicio,
ni siquiera Dewey –y a pesar de lo que el mismo Dewey
pueda haber creído con respecto a su obra– altera
en lo fundamental lo que define y caracteriza al fenómeno
educativo ni a los fines tradicionales de la educación.
Insistimos que lo que en verdad se intenta modificar son los
“métodos”, los procedimientos habituales
de los sistemas educativos. Los representantes de la llamada
educación tradicional, en los Estados Unidos, querían
formar buenos ciudadanos al igual que lo pretendió
Dewey. Pero Dewey consideraba que para obtener ese fin era
mejor utilizar otro tipo de contenidos en vez de los tradicionales
y que la “vivencia” de ciertas “experiencias”
vitales es mejor procedimiento que el aprendizaje de determinados
contenidos estereotipados en libros.
Tanto los educadores tradicionales como los cultores de la
nueva educación querían lograr ciertos fines
éticos: aquellos, quizás, creían que
los palmetazos eran un buen método: estos han descubierto
que los palmetazos son el peor sistema posible y que otro
tipo de procedimientos da resultados mucho mejores. Tanto
un maestro de 1810 como uno de nuestros días ambicionan
que sus alumnos aprendan bien las cuatro operaciones. Para
ello el maestro de 1810 creía oportuno administrar
azotes más o menos fuertes y en mayor o menor número;
un maestro de nuestros días maneja otros métodos,
habla de motivación psicológica, recurre a gabinetes
de psicopedagogía, investiga los conflictos afectivos
de la criatura..., pero persigue el mismo objetivo que el
maestro de 1810: que el alumno aprenda bien las cuatro operaciones.
Pero
de lo que se trata no es de minimizar el significado del llamado
movimiento de la nueva educación, ni de restarle significación
en la historia de la escuela, ni de ignorar la profunda renovación
que efectivamente determinó en muchos terrenos, y ni
siquiera de olvidar que gran parte de sus beneficiosos principios
están todavía por aplicarse, ya que es cierto
que hoy, si bien no se usan ni los palmetazos ni los azotes,
existen muchos maestros que para que los chicos aprendan bien
las cuatro operaciones lo más que hacen es llamar al
papá y a la mamá y advertirles que el pequeño
no progresa, con lo cual los azotes se los dan luego en casa.
Y no se vea ironía en esto; la triste realidad es que
la “nueva educación” ha envejecido sin
haber podido pasar de la infancia. Pero, ¿por qué
insistimos en esto del envejecimiento? Primero, por una mera
razón cronológica: es un tanto absurdo seguir
llamando “nuevo” a aquello mismo que apareció
a principios de siglo y que maduró –teoréticamente
al menos– ya para 1920. Los programas actuales –¡actuales!–
de las escuelas normales dicen textualmente: “algunos
sistemas nuevos: Montessori, Decroly...”. María
Montessori escribió sus obras fundamentales en los
primeros años de este siglo y numerosas maestras que
gozan desde hace mucho los beneficios de la jubilación
utilizaban, en sus años de practicantes, el método
Montessori. Es empeño un poco ridículo seguir
llamando nuevo a lo que ya tiene respetable antigüedad
y continuar presentando a los jóvenes adolescentes
de hoy como renovación lo que sus abuelos practicaron
hace media centuria. El método Montessori, como el
de proyectos, o el de Winetka, o el sistema Decroly, o los
principios pedagógicos de Dewey, son ya perfectamente
conocidos en todo el mundo y han sido ensayados y aplicados
reiteradamente. Frente a ellos sólo caben dos posiciones:
si son buenos, aplicarlos decididamente, no ya como “nuevos”
o “renovados”, sino como lo habitual. Es decir,
que dejan de convertirse en “nuevos” para pasar
a ser lo “tradicional”, a su vez. Si no son buenos,
no hablar más de ellos y a otra cosa. Lo único
que no se puede hacer es seguir llamándolos “nuevos”.
La raíz del problema
Lo dicho, sin embargo, no es lo más grave. Este envejecimiento
cronológico es digamos, algo natural, normal, que debe
ocurrir. A pesar de ser el movimiento de la “nueva educación”
un fenómeno aparecido hace muchos años podría
conservar un vigor juvenil y sus ideas podrían ser,
todavía, una inyección de entusiasmo pedagógico
para las nuevas generaciones. No es así, y esto por
un motivo fundamental: los acontecimientos históricos
de los últimos veinte años han provocado en
todo el mundo alteraciones de las estructuras políticas,
sociales, económicas y educativas muy profundas. El
movimiento de la “nueva educación” está
pensado por hombres formados en la mentalidad del siglo XIX
y responde a ideales político-sociales que miraban
como mundo del mañana al que había de suceder
al de la guerra del 14. De 1915 a acá, el cambio social
se ha acelerado de manera tan extraordinaria que cuesta seguir
el proceso y en materia educativa, particularmente, las dificultades
son notorias. Ya no se trata, en efecto, de preguntarse “cómo”
hay que hacer las cosas en el ámbito escolar, sino
“qué” hay que hacer en ese ámbito.
Más todavía: hay que preguntarse si ese ámbito
ha de perdurar, o por lo menos si ha de perdurar tal como
ahora lo conocemos. Existe en nuestro medio una preocupación
muy generalizada en el campo educativo referida a los problemas
didácticos, cuando lo que hoy debe preocuparnos son
los problemas de la estructura y de los contenidos. Un ejemplo
de esta actitud de “envejecimiento” es la tan
difundida preocupación actual de muchos educadores
por la instalación de “gabinetes psicopedagógicos”
en los establecimientos escolares. Esos gabinetes tienen por
misión ayudar a que los objetivos escolares se logren
mejor, a evitar problemas innecesarios a los alumnos, a ayudarlos
a un mejor desenvolvimiento de su personalidad. Pero antes
de plantear el problema del gabinete psicopedagógico
en el establecimiento, es necesario plantear el problema del
establecimiento escolar en sí mismo, porque podría
resultar que ya no es necesario, o que tendría que
ser de otro tipo totalmente distinto. En una palabra: estamos
muy empeñados –por seguir las llamadas “corrientes
renovadas”– en establecer gabinetes psicopedagógicos
en las escuelas, pero no nos planteamos el problema de que
quizá la escuela sea hoy innecesaria.
A menudo
se habla de nuevos métodos, para enseñar historia,
por ejemplo, cuando lo que hay que plantearse es si siempre
es necesario enseñar historia. Estamos todos preocupados
por formar mejores maestros, pero podría ocurrir que
la sociedad del futuro no requiera maestros, o por lo menos
no requiera maestros tal como hoy los concebimos, en cuyo
caso es necesario comenzar por pensar qué clase de
maestros necesitamos.
El centro del problema
El centro de la problemática pedagógica ha pasado,
pues, de la didáctica a la política educativa
y a la filosofía de la educación. El gran problema
de hoy, por ejemplo, no es hacer que nuestros colegios nacionales
sean mejores sino averiguar qué clase de establecimiento
secundario apropiado para nuestra época tenemos que
crear. El problema de hoy no es cómo mejorar el sistema
disciplinario de nuestras escuelas o establecer la jornada
escolar completa, sino averiguar si los niños y jóvenes
tienen que seguir concurriendo a esas escuelas. El problema
de hoy no es si los pizarrones deben ser de color verde o
amarillo o negro, de acuerdo con los últimos dictados
de la psicopedagogía, sino de si vamos a seguir usando
pizarrones y qué vamos a escribir en esos pizarrones.
Porque no ganamos gran cosa con tener escuelas “renovadas”
con pizarrones pintados según los mejores principios,
con bancos y mesas hermosos y funcionales, si con esos pizarrones
y con esas mesitas y bancos seguimos enseñando a los
alumnos las mismas cosas innecesarias que antes u otorgándoles
la misma formación inútil que les dábamos
en escuelas equipadas con pizarrones negrísimos y bancos
y pupitres antiestéticos e incómodos. No es
una gran conquista tener un gabinete psicopedagógico
que resuelva más adecuadamente los problemas escolares
de los jóvenes, si estos, en última instancia
van a egresar con un título absolutamente inconveniente
para su futuro o con una preparación que en nada les
sirve para la vida que les espera. El problema, hoy, es qué
vamos a hacer para tender las nuevas demandas ocupacionales
del mañana; cómo vamos a considerar los requerimientos
de una sociedad que marcha a una progresiva “intelectualización”
del hombre aún para las tareas más sencillas;
cómo vamos a utilizar los nuevos medios de comunicación
–radiofonía y televisión, en primer lugar–
para reemplazar con ventaja una buena parte de los sistemas
de escolaridad habituales; cómo vamos a preparar a
los hombres del mañana para vivir en medio de una sociedad
tecnificada y sometida a procesos de colectivización
y masificación de una magnitud que no alcanzamos todavía
a vislumbrar; cómo vamos a hacer para que todos los
miembros de la sociedad tengan la preparación general
y especializada necesaria para ser útiles a la sociedad
y a sí mismos en ese mundo nuevo que está apareciendo
ante nuestros ojos.
Es, efectivamente,
un poco ridículo ya hablar de “educación
nueva” cuando citamos los sistemas de los “centros
de interés” que se difundieron hace cuarenta
o más años mientras no se nos ocurre utilizar
la televisión para que todos los niños aprendan
a leer sin necesidad de la escuela.
En una
palabra: de lo que se trata ahora es de obtener una nueva
“política educativa”, dando a la palabra
“política” su más alto sentido,
con lo cual la “política educativa” alcanza
la dimensión de verdadera ciencia madre de los estudios
pedagógicos de nuestro tiempo. Y de evitar el envejecimiento
que va implícito –y no es paradoja– en
las doctrinas de la denominada “educación nueva”.
|