Capítulo
V
Los
equívocos del planeamiento
Creemos que en torno de los trabajos y de las elaboraciones
doctrinarias que sobre el tema del planeamiento de la educación
se vienen haciendo, se deslizan varios equívocos y
algunas tendencias erróneas.
A nuestro juicio, esos equívocos son los siguientes:
falta de rigor intelectual; confusión de los que es
una técnica de trabajo o un modo operativo con lo que
es una disciplina de estudio o una ciencia; manejo innecesario
de una terminología ad-hoc que lleva a suponer que
la posesión de palabras significa en sí un saber;
y finalmente, un exceso de cursos y cursillos sobre un asunto
que consiste más en hacer que dictar cursos. Analizaremos
cada uno de estos equívocos por separado.
Falta
de rigor
En un libro recientemente vertido al castellano, "Matemática
moderna, matemática viva", dice Andrés
Revuz: "¿Qué es un pensamiento no riguroso?
Puede creerse que es un pensamiento falso. Creer esto sería
mostrar más estrechez de espíritu que rigor.
El razonamiento falso es, o bien el razonamiento inconsistente,
desprovisto de toda cohesión, o bien el que lleva una
contradicción que está en flagrante oposición
con las leyes de la lógica. De él, nada puede
extraerse, salvo un ejemplo que no debe seguirse. El razonamiento
no riguroso es el que no enuncia claramente todas sus razones;
el que admite ciertos resultados parciales sin demostración
verdadera; o el que parte de premisas mal precisadas. Tomado
al pie de la letra, concluye en un resultado inexacto; pero
se lo puede completar para hacer de él un razonamiento
correcto y llegar a un resultado correcto".
A nuestro
juicio, estas expresiones se pueden aplicar perfectamente
a las elaboraciones conceptuales que sobre planeamiento de
la educación se vienen haciendo en muchas partes y
en particular en América Latina en los últimos
años. Se está elaborando un pensamiento y un
conjunto de doctrinas que no corresponde calificar de "falsos",
puesto que contienen elementos valiosos y acertados, pero
sí de "no rigurosos". Toda esa elaboración,
que encierra, es cierto, riqueza de pensamiento y originalidad
creadora, requiere sin embargo el auxilio del rigor intelectual,
que ponga en orden lo que hasta ahora constituye un conjunto
desordenado en el que se mezclan la paja y el trigo y fenómenos
de distintos órdenes y familias que marchan unos junto
a otros, pero no enlazados armónicamente ni formando
un todo coherente, sino simplemente yuxtapuestos como el azar
o la improvisación los han colocado. Falta establecer
las "premisas" bien precisadas que quiere Revuz
y por eso, entre otras cosas, suele concluir en "resultados
inexactos" aunque, sin duda –siguiendo siempre
a Revuz–, "se lo puede completar para hacer de
él un razonamiento correcto y llegar a resultados correctos".
Si se
quiere un ejemplo de lo que debe ser el rigor en el pensamiento,
para elaborar tesis o desarrollar tareas dentro del orden
del planeamiento de la educación, podríase considerar
el trabajo del profesor italiano Camilo Tamborlini, "Los
presupuestos de la planificación escolar". Dice
allí (nos permitimos realizar una traducción
y adaptación libre con el objeto de resumir el texto):
"Con respecto a la planificación escolar sería
necesario preguntarse: l) ¿Constituye una técnica
administrativa factible, considerando el estado actual de
la ciencia de la educación y el modo habitual de la
administración y de la organización escolar?
ll) Los procedimientos por medio de la investigación
(investigación operativa) que son los propios de la
planificación, ¿son compatibles con los procedimientos
por medio de la decisión (lo que es propio de la esfera
del poder) y que son los habituales en la acción administrativa?
lll) Con el objeto de coordinar y de equilibrar los dos procesos
(que son fenómenos distintos), ¿no sería
oportuno intentar elaborar una "técnica política"
que coordinara las dos acciones: aquella de la preparación
y la planificación y aquella de la decisión,
que es al fin la ejecución administrativa de lo planificado?
lV) En consecuencia, ¿no sería oportuno distinguir
la figura del técnico de la organización escolar
(que de hecho comienza ya a perfilarse) y delimitar sus funciones
para no confundirlas con las correspondientes al político,
al técnico o al administrador en sentido estricto?"
Obsérvese cómo el autor citado comienza su exposición
con una serie de interrogantes que no son sino otras tantas
exigencias de "rigor" de alto nivel. Solucionadas
estas, podrá seguirse avanzando en los lineamientos
doctrinarios del tema del "planeamiento" y podrá
comenzar a actuarse con mayor eficacia. Pero seguir adelante,
sin esa labor previa, tanto en las elaboraciones conceptuales,
como en la acción misma, puede constituir un grave
peligro, y ese peligro es la falta de claridad conceptual,
la falta de precisión, en una palabra, la confusión
general en torno del tema. Aclarados estos puntos, el artículo
que comentamos continúa en un armónico y coherente
desarrollo, en el cual cada palabra, cada concepto, tiene
su previa significación y su adecuado enlace. No se
mezclan ideas: se "enlazan", se "armonizan"
conceptos, y se llega a un nivel correcto y fácilmente
comprensible. Además de fecundo para ulteriores especulaciones
y para futuras labores.
Declaramos
con honestidad que no encontramos entre los trabajos escritos
producidos en América, y en pocos de los documentos
fruto de asambleas y reuniones internacionales, muestras similares.
El
planeamiento es una técnica de trabajo
El planeamiento de la educación es, según entendemos
–y según hemos encontrado en numerosas definiciones
o aclaraciones– una técnica de trabajo, un "modus
operandi" que se basa sobre un amplio conjunto de elementos
y de datos y que requiere expertos o especialistas en áreas
diversas. Como este "modus operandi" requiere tantos
aportes y debe sostenerse sobre tantos aspectos diferentes,
comienza a difundirse la creencia de que con todo ello debe
elaborarse algo así como una ciencia o una disciplina
que, en última instancia, resumirá la totalidad
de los estudios referentes a la educación e inclusive
abundantes capítulos de otras disciplinas, como la
Economía, por ejemplo. Así es que comienza ya
a existir en algunos países latinoamericanos una "materia"
de estudio, dentro de algunas carreras pedagógicas,
que se denomina "Planeamiento de la Educación",
y ello puede conducir a que dentro de esa "materia"
se incluyan los contenidos de otras disciplinas pedagógicas,
tales como Filosofía de la Educación o Política
Educativa, o Legislación Escolar, o simplemente Pedagogía
General. Las bibliografías consecuentes, de tal forma,
pueden incluir un conjunto tan variado de obras que, prácticamente,
permitirían desarrollar una carrera completa de estudios
pedagógicos y conducir a licenciaturas o doctorados
en tal especialidad.
Terminología
especial
Todo ramo nuevo del saber o del hacer humano requiere, ineludiblemente,
aportes terminológicos. Pero ello no quiere decir que
todo aporte terminológico represente una novedad en
el campo del saber o del hacer.
En un
artículo que Julián Marías dedica a elogiar
la publicación de un libro de Ortega y Gasset, dice:
"El lector va viendo cuanto allí se dice. Va de
evidencia en evidencia, recorriendo con la mirada mental la
realidad, viendo que las cosas son efectivamente así,
descubriendo gracias a los conceptos lo que había tenido
delante de los ojos sin verlo. Si el pensamiento es iluminación,
nada puede merecer como estas páginas el nombre de
pensamiento. De ahí la dificultad que tendrá
este libro tan claro y tan sencillo, tan complicado a la vez,
para los que han perdido el hábito del pensamiento
y lo han sustituido por otras realidades cualesquiera: la
erudición, la acumulación de saberes, los enunciados
inconexos con valor de consignas, los largos procesos dialécticos
en que las ideas se encadenan inercial o automáticamente;
"las terminologías que producen la ilusión
de estar manejando la realidad". La cita es larga, pero
resultó indispensable para que se entendiera bien lo
que queremos decir: creemos que a menudo, en el terreno del
planeamiento de la educación, se tiene la ilusión
de manejar una realidad porque se está manejando una
terminología, pero no se ha discutido previamente si
esa terminología responde a una realidad. Decir "currículum",
por ejemplo, ¿significa una realidad diferente, de
verdad diferente, de la realidad que se expresa por la palabra
"plan" o por la palabra "programa"? Pregunto
si es una realidad verdaderamente diferente, no si se trata
de que "currículum" signifique "programas"
distintos o con otra orientación. En consecuencia:
un "experto" en "currículum", ¿es
algo verdaderamente existente? No sostengo que no; no me defino
por la negativa en todas estas preguntas: me limito a sostener
que no estoy seguro de la respuesta.
Quienes
desde antaño hemos manejado, en libros de Pedagogía
de variadas épocas y corrientes, las expresiones "fines
generales y particulares de la educación", o "fines
generales y especiales", o "fines inmediatos y mediatos",
no entendemos con certeza por qué se fuerzan las cosas
para convencernos de que en cambio de hablar de "fines
particulares" o "especiales" sea necesario
decir "objetivos" y hablar solamente de "fines
objetivos". ¿Todo debe hacerse y estudiarse "a
nivel" de esto o aquello?
Cuidado,
porque quizás caigamos en el peligro que denuncia Julián
Marías: creer que manejamos una realidad porque manejamos
una terminología.
Exceso
de cursos y cursillos
Es verdad que los países americanos deben ponerse a
la tarea concreta de la planificación del sistema educativo.
Para ello débense preparar los expertos y los especialistas
no "en planeamiento", así en su totalidad,
sino en cada una de las áreas de trabajo correspondientes.
Corremos el riesgo de deleitarnos morosamente con cursos y
cursillos sobre el tema en cambio de ponernos de lleno a la
tarea. Se argumentará que lo que sucede es que el principal
responsable de una obra orgánica de planeamiento, el
Estado, no organiza los servicios correspondientes. Eso es
verdad, pero ello no significa que entonces nos hemos de dedicar
a dictar cursos sobre la cuestión. Por otra pare, tenemos
una vasta labor que hacer todavía referente a estas
precisiones previas a que me he referido en párrafos
anteriores y si no se cumplen esas etapas previas de elaboraciones
conceptuales y doctrinarias bien claras" como aquellas
que pedía Tamborlini, por ejemplo, seguiremos dando
cursos sobre elaboraciones aún no perfiladas y que
seguirán poseyendo las características que Revuz
asigna al pensamiento no riguroso.
Nos permitimos,
pues, poner punto final a estas reflexiones –que conviene
señalarlo, no tienen ánimo ofensivo contra personas
ni instituciones, sino que son muestra de una sincera preocupación
por estos problemas, expuesta con el máximo de honestidad–
con las citas de unos párrafos de Giovanni Gozzer,
tomados de su estudio "Introducción a los problemas
del planeamiento", publicado en "Educadores",
órgano de la Federación Española de Religiosos
de Enseñanza, por parecernos particularmente expresivos
como resumen del pensamiento que –no sabemos con que
fortuna– hemos intentado desarrollar. Dice Gozzer: "Para
aceptar el método del planeamiento es necesario, ante
todo, reconocer que la primera exigencia es la de disponer
de un aparato suficiente para el conocimiento de la estructura
escolástica de un país. Sin tal instrumento
dotado de la necesaria articulación (aunque sea de
proporciones reducidas y de estructuras poco costosas), parece
bastante difícil organizar planes de desarrollo o poner
en acto iniciativas de programación". Y más
adelante: "La programación no es punto de partida,
sino más bien el punto de llegada de una serie de procesos,
y de reacciones en cadena. Es la fase terminal de una serie
de maduraciones (añadimos nosotros: entre esas maduraciones
deben contarse los correspondientes procesos, de elaboraciones
doctrinarias y metodológicas rigurosas) que la hacen
ser aceptada como instrumento moderno y como metodología
automática de los procedimientos técnicos que
se van instaurando gradualmente en correlación con
la modificación de dimensiones y contenidos y de objetivos
de los sistemas escolares. La programación es la metodología
del trabajo industrial; no puede ser, obviamente, la del trabajo
artesanal. Se precisa, por lo tanto, antes de entrar en la
fase de programación, definir si el sistema escolar
tiene la posibilidad de ser ordenado o modificado como sistema
de tipo industrial y si tal sistema ha tomado esa fisonomía
y esas características. Es decir, si estas han llegado
a ser actitudes y "reflejos condicionados" de los
hombres que operan en él. "Sólo después
de haber comprobado la existencia de tales premisas generales,
es aconsejable tomar en consideración la metodología
de la programación escolar, retrasando, si fuera necesario,
la fase de la programación y anticipando, en cambio,
la de preparación de los instrumentos".
Capítulo
VI
El buen uso de la libertad de enseñanza
I. Los derechos de los padres
La batalla de la libertad de enseñanza se da, en gran
medida, sobre un supuesto clave: los derechos de los padres
para dar a sus hijos la educación que prefieren. Esto
ha sido aceptado inclusive por la Declaración Universal
e los Derechos Humanos que las Naciones Unidas aprobaron después
de la última guerra. Bajo un régimen de monopolio
estatal, los padres, efectivamente, se hallan obligados a
dar educación a sus hijos en las escuelas del Estado
y no tienen opción. Pero, casi siempre, queda un problema
muy importante: el aspecto económico. Este sigue siendo
un obstáculo grave para una auténtica libertad
de elección de la escuela que se desee para los hijos,
pues a menudo impedimentos económicos obligan a los
padres a enviar a sus hijos a escuelas que no son de su preferencia.
Mas, dejando de lado este aspecto, puede admitirse que si
se permiten escuelas privadas reconocidas, se consagra la
libertad de los padres de elegir la escuela que deseen para
sus hijos.
Pero
analicemos esto algo más a fondo, y veamos qué
pueden hacer los partidarios de la libertad de enseñanza,
y que pueden hacer aquellos que tienen en sus manos la dirección
concreta de los establecimientos no estatales, con respecto
a esos derechos de los padres.
La familia,
en el supuesto dicho, dispone de una libertad inicial, pero
que concluye apenas hace de ella su primer uso concreto, es
decir, apenas elige la escuela a la que enviará a sus
hijos. En el fondo ahí terminan los derechos de los
padres.
El señor
X enfrenta el problema de que su hijo comienza el ciclo escolar.
Dispone de libertad –recuérdese que hacemos abstracción
del aspecto económico– para enviarlo a la escuela
que desee. O el señor X, disgustado con la escuela
a la que concurre su hijo, dispone enviarlo a otra. Es decir
dispone de libertad para el cambio. Pero luego, una vez instalado
su hijo en la escuela: ¿cuáles son sus derechos?
¿Qué se ha hecho de su potestad de padre o de
su libertad? Demos respuestas honradas y no nos dejemos llevar
de nuestras pasiones: la única libertad concreta que
queda sigue siendo la inicial (en el fondo, de tipo negativo),
es decir, elegir otra escuela. Supongamos que el señor
X observa que los procedimientos de la escuela afectan desfavorablemente
a su hijo. Acude a la escuela y, equivocado o no, expone su
pensamiento. La respuesta, en la mayor parte de los casos,
señala que la escuela tiene "sus" procedimientos,
métodos, sistemas, concepciones didácticas,
y que no queda otro camino que aceptarlos.
Hay muchos
casos, es cierto, en que el padre está equivocado,
pero no son pocos los casos en que suele tener razón.
¿Qué mecanismo existe para escucharlo o para
considerar su opinión? Queremos decir: qué mecanismo
institucionalizado. Pudiera suceder que fuera más de
uno, que fueran muchos los padres que han observado fenómenos
similares y que pueden señalar errores o sugerir modificaciones
en distintos planos de la tarea escolar. Pudiera suceder que
una mayoría de padres deseara otras cosas con la escuela,
otras enseñanzas, otros sistemas disciplinarios, otros
métodos pedagógicos, un cambio en las maneras
de tal o cual miembro docente. ¿Qué sistema
existe, generalizado, de uso corriente, para que estos anhelos,
esos "derechos" en fin, se puedan expresar?
Al llegar
a este punto, siento crecer las objeciones, casi a gritos.
Sí, sé perfectamente que muy a menudo los padres
se equivocan; que el amor a sus hijos suele cegarlos; que
es habitual que acudan a la escuela sólo en busca de
favoritismos o exenciones o perdones injustificados; que,
por otra parte, no son entendidos en cuestiones pedagógicas,
ni especialistas en educación y que sus opiniones sobre
planes o programas o sistemas de educación carecen
en consecuencia, de bases bien fundamentadas. Pero seamos
lógicos con nosotros mismos. Si los padres tienen derechos
primeros e imprescriptibles sobre la educación de sus
hijos, no hay más remedio que contar con ellos y atender
sus razones y escucharlos y tratar de convencerlos si están
equivocados, y no impacientarnos con ellos, y, en última
instancia, aguantarlos... si esta es la expresión que
se nos ocurre. Lo que no nos está permitido de ninguna
manera es rechazarlos, desoírlos, desatenderlos, dejar
de lado sus argumentos sin siquiera considerarlos.
Precisamente
esta es una responsabilidad que resulta ineludible para las
escuelas privadas. Las escuelas del Estado se caracterizan,
precisamente, en casi todos los países del mundo, porque
en ellas los padres no pueden tomar ninguna intervención
para modificar nada de toda su estructura. Lo único
que puede hacer un padre es quejarse por el mal comportamiento
de algún docente o por algún error o injusticia
reglamentaria cometida contra su hijo. Pero los padres, habitualmente,
no tienen ningún medio ni organismos representativos
que puedan sugerir a las escuelas del Estado modificaciones
en los planes, programas, métodos, sistemas de enseñanza,
actitudes docentes, etc. Esto es lo que no debiera suceder
en el campo de las escuelas privadas, pero lamentablemente
la situación es, en estas casi idéntica.
Esta
mentalidad pedagógica está formada a través
de una tradición estatista de muy vieja data y son
muchos los docentes y las autoridades escolares que, a pesar
de su sincera postulación de la enseñanza libre
conservan una posición derivada de aquella mentalidad.
Así se da el caso de que fervorosos partidarios de
la libertad de Enseñanza, que han rendido grandes esfuerzos
personales por ese principio y que han enarbolado siempre
el estandarte, de los derechos de la familia, luego, en la
práctica docente, no quieran saber nada de escuchar
a los padres en las minucias cotidianas de la vida escolar.
En las
escuelas, los padres, en general, molestan. Escuelas religiosas
hay –y esto ya es inadmisible– donde prácticamente
a los padres no se les otorga ningún derecho con respecto
a las decisiones o procedimientos de la escuela con respecto
a sus hijos.
Reconozco
que salir de esta situación no es fácil, porque
los padres, por su parte, suelen no tener demasiado interés
en ocuparse de la vida escolar de sus niños, y cuando
lo hacen, como queda dicho, trátase a menudo de pedidos
de contemplaciones especiales o de quejas infundadas. Justamente,
esto indica que el mal ha avanzado en ambas direcciones, y
que tanto la escuela como la familia han olvidado sus deberes
recíprocos y la mutua colaboración que se deben.
De lo que hemos de ocuparnos, pues es de que ambas instituciones
retomen el camino de la tarea conjunta.
Hay muchos
procedimientos concretos para esto, y no quisiera enunciar
ninguno, porque una mención apresurada de cualesquiera
de ellos puede dar lugar a malentendidos o simplificaciones
mentales que más perjudican que benefician. Pero tengo
para mí que las reuniones de padres –con los
maestros y profesores, no solamente con las autoridades de
la escuela–, frecuentes, sistemáticas y organizadas:
las asociaciones de padres que vayan más allá
de los problemas financieros o de tipo social (fiestas, reuniones,
etc.); las lecciones regulares y sistematizadas de los docentes
a los padres sobre temas de tipo educativo general; la información
abundante a estos sobre los fundamentos pedagógicos
de los sistemas en uso en la escuela; la aceptación
de iniciativas de las familias, luego de haber sido aquellas
ampliamente debatidas y criticadas y aceptadas por un número
amplio; la explicación de por qué se rechazan
otras; todo ello dentro de un sistema que proceda paulatinamente,
que comience de a poco, para dar lugar a que los padres tomen
conciencia lentamente de sus deberes y de sus derechos y de
cuánto han olvidado a través de largos años
de tradiciones erradas; y, por último, la existencia
de una supervisión técnica responsable que dé
su visto bueno a todo aquello que represente cuestiones didácticas
o pedagógicas o de formación moral o política
para evitar ensayos apresurados o malintencionados, podría
dar óptimos resultados y demostraría que la
libertad de enseñanza es un concepto que se ha defendido
para poder aplicarlo en plenitud.
II.
La libertad didáctica
En el capítulo anterior hicimos referencia a un aspecto
que nos parece decisivo en los planteamientos referentes a
la libertad de la enseñanza: los derechos de la familia,
que no deben ser meros enunciados teóricos sino principios
de aplicación práctica. Ahora queremos señalar
otro aspecto que, también, reputamos de importancia
notable. A diferencia del anterior, sobre este segundo punto
no se ha hecho tanto hincapié en los debates sobre
la libertad de enseñanza y, en consecuencia, es necesario
fundamentarlo en su faz teórica y en su faz práctica.
Se trata del principio de la "libertad didáctica"
o sea, del derecho de disponer de un amplio margen de movimiento
para la organización didáctica y para la renovación
metodológica en los establecimientos escolares no estatales.
La batalla
por la libertad de enseñanza se suele centrar siempre
sobre un aspecto básico: la libertad de poder abrir
escuelas y de que sus títulos sean reconocidos por
Estado como equivalentes a los que se otorgan en los establecimientos
oficiales. El Estado ha respondido siempre con las mismas
palabras a tales demandas: "concederé el permiso
–dice– de mis establecimientos, deben seguirse
mis planes y mis programas y aún mis regímenes
metodológicos".
Pocas
veces se ha reparado en lo falaz de esta argumentación,
que, sin embargo, ha sido aceptada hasta hoy casi sin discusiones.
Y digo que es una argumentación falaz, porque prácticamente
destruye la libertad que dice otorgar. De hecho, la única
diferencia entre el establecimiento privado y el oficial es
la formación religiosa, cuando se trata de un colegio
privado religioso. ¿Pero, qué queda de una auténtica
libertad de enseñanza cuando lo que se pretende es
crear un establecimiento con otros criterios organizativos,
didácticos o metodológicos?
Un Estado
en verdad respetuoso de la libertad de enseñanza, y
que no dejara de atender a sus deberes de custodio del bien
común, debiera dar otro tipo de respuesta a las demandas
para establecer colegios privados. Debiera decir: "Organice
usted su escuela, prepare su plan de estudios, su régimen
didáctico, disponga sus procedimientos metodológicos,
y fundaméntelos desde el punto de vista pedagógico
lo suficiente como para que yo (el Estado), pueda advertir
un mínimo de seriedad en ello. Entonces le permitiré
abrir su escuela con esas características y, para otorgar
las equivalencias requeridas para sus títulos y diplomas,
usted me permitirá que en forma periódica o
al término de los estudios, someta a los alumnos a
algún sistema de comprobación global que me
permita constatar que tienen una preparación efectivamente
equivalente a los egresados de los establecimientos oficiales".
Es necesario
reconocer que ni el Estado se dispuso nunca a dar este tipo
de respuesta ni, en general, los partidarios de la libertad
de enseñanza se han propuesto conseguirla. Y todo esto
por dos razones: la primera es aquella mentalidad estatista
y que hace que aún los más fervorosos partidarios
de la libertad en todos los órdenes, participen de
un criterio estatizante y burocratizante hasta en los aspectos
más nimios. (Todo funcionario, apenas llega a un mínimo
de jerarquía, siente aflorar en él los impulsos
absolutistas. Es el caso del jefe de oficina o del director
de repartición que dispone por sí y ante sí
un horario especial para atender al público o inventa
requisitos especiales, que sólo responden a su capricho,
para la realización de trámites rutinarios).
Esa mentalidad estatizante es lo que hace que muchos propietarios
o directores de colegios privados se asombren si se les dice
que sería bueno tener planes o programas distintos
de los colegios estatales. Están tan acostumbrados
al sometimiento al Estado que no se les ocurre siquiera que
se podría hacer algo distinto. Por otra parte –y
esta es la segunda razón a que aludimos–, para
hacer algo distinto se necesita cierta dosis de imaginación.
Es decir, imaginación creadora de verdad; imaginación
para los cambios de fondo de las grandes estructuras, no para
la renovación de un detallamiento de un método
o sistema. Que en tal escuela se enseñe a leer y escribir
o a sumar o restar por algún nuevo método nada
significa como cambio fundamental. Es apenas una etapa en
la historia de métodos de enseñanza: ayer el
método fonético; luego el método global;
ahora Caleb Categno...
Lo interesante
sería fundar un colegio y decir al Estado: "Mire
usted, en este colegio no hay sistema de grados (primero inferior,
superior, segundo, etc.), que tienen los colegios oficiales;
ni seguiremos en absoluto los planes estatales ni sus programas
porque creemos que tenemos una organización mejor que
consiste en "esto" y "en "esto",
que está fundamentado de tal y tal manera. Acépteme
usted este sistema y nosotros (la escuela privada) nos comprometemos
a que a los doce años, y después de "x"
años de estudio, estos chicos tendrán una preparación
y una formación igual o mejor que los alumnos que egresan
de las escuelas oficiales". Supongamos una escuela técnica
privada cuyo director esté en desacuerdo con los planes
y programas que el Estado ha implantado para sus escuelas.
Sin embargo no tendrá más remedio que someterse
a estos planes y programas. ¿Qué queda entonces
de una auténtica libertad de enseñanza, sino
apenas la libertad de abrir una escuela que sólo se
diferencia de las oficiales en su denominación?
Lo que
el organismo oficial respectivo debiera hacer en este caso,
en nombre del Estado, sería solicitar la formulación
de un plan y un programa completos para la formación
de técnicos en tal o cual especialidad; analizar sus
fundamentaciones y si parecen aceptables, permitir su aplicación.
Finalmente, debiera examinar a los técnicos resultantes,
y comprobar si su formación general y profesional es
inferior o equivalente a la que el Estado exige en sus propias
escuelas. Quizás se encuentre con que de esta escuela
salen técnicos mejor formados...
Puede
ser útil ejemplificar con casos imaginarios algo de
lo que venimos diciendo. Supongamos que determinados estudios
didácticos, bien fundamentados en investigaciones serias
y completas, demuestren que no conviene enseñar operaciones
con decimales hasta determinado grado de la escuela primaria,
y que comenzando esa enseñanza en ese grado se adelanta
con mayor facilidad y 109 niños aprovechan en pocos
meses tanto como par ponerse a la par y aún superar
a quienes hubieran empezado uno o dos años atrás.
Sin embargo, el Estado, no permitiría alterar el programa
oficial de enseñanza. Si un padre educa a su hijo en
su hogar está obligado a seguir estrictamente el programa
oficial, año tras año, para poder acreditar
esa instrucción mediante los exámenes anuales,
reglamentarios. Creemos que esto es una exageración
y una interpretación abusiva de lo que dispone la ley
de educación común. El padre que no envía
a su hijo a escuelas oficiales está obligado a probar
que le da instrucción y que esa instrucción
llena el "mínimum" obligatorio legal, pero
ese "mínimum" no tiene por qué ser
confundido con el programa oficial.
La clave
de la cuestión es esta: el programa de los establecimientos
oficiales –primarios o secundarios– es un criterio
para desarrollar ciertos contenidos básicos o para
cumplir ciertos fines esenciales. Lo que se debe y puede exigir
a los establecimientos privados o a los padres que educan
por sí mismos a sus hijos, es que cumplan esos fines
esenciales o que desarrollen aquellos contenidos básicos,
pero no hay razón para exigir el cumplimiento de un
programa oficial. El Estado tiene derecho a exigir que todo
alumno para acreditar sus estudios primarios, tenga nociones
básicas de historia nacional, pero no tiene por qué
exigir que se siga rigurosamente el programa de historia nacional
de tercero, cuarto, quinto o sexto grados o de cuarto y quinto
año, que no son más que criterios particulares
sobre cómo desarrollar ese contenido. Es decir que
El Estado debiera ponerse de acuerdo con los sectores educativos
no oficiales, y determinar programas globales generales –que
podrían llamarse "de madurez" o "de
conceptos esenciales"– para los fines examinatorios
concretos. Una escuela privada, de tal manera, podría
establecer un programa de estudios y una metodología
de enseñanza de Historia nacional o de Física
–supongamos como casos concretos– totalmente distintos
de los oficiales. (Quizás empiece a enseñar
Historia por los últimos sucesos y prosiga hacia atrás
en el tiempo: quizás emplee un programa de Física
totalmente apartado de los moldes tradicionales).
Así
concebidas las cosas, creemos que el Estado podría
salvaguardar sus derechos de policía como custodio
del bien común y de la seriedad de los establecimientos
privados, y la libertad de enseñanza –en esta
faz didáctica y organizativa que venimos considerando–
sería una realidad y no una ficción.
Conviene
señalar que todas estas consideraciones que hacemos
con respecto a la necesidad de que el Estado conceda mayor
libertad didáctica y organizativa a las instituciones
docentes privadas y que no utilice su potestad fiscalizadora
de títulos para obligar a esos establecimientos a seguir
sus programas, planes y métodos al pie de la letra,
se aplican igualmente a las relaciones entre el Estado y las
provincias o municipalidades. Tenemos en América una
larga tradición centralista de origen napoleónico,
que en el caso de la Política Educativa ha determinado
un interesante fenómeno (que por sí solo requeriría
otro artículo). Mientras que muchas legislaciones escolares
son "relativamente" centralistas, puesto que establecen
organismos autárquicos para la dirección inmediata
de la instrucción pública y admiten o exigen
la colaboración de los municipios, la realidad ha conducido
a una centralización mucho mayor de lo que las mismas
leyes indican.
Además,
existe otra dificultad, y es que todavía no hay un
espíritu de lucha por esa libertad. Duele decirlo,
pero conceptúo fundamental repetirlo: hasta ahora nos
venimos conformando con que nos permitan abrir escuelas, aunque
tengan que ser escuelas idénticas a las oficiales.
Es necesario
comenzar a cambiar este espíritu: no conformarnos con
esa libertad de abrir la escuela, si no se da, además,
la libertad de hacer la escuela que se cree debe hacerse,
si no se da libertad de "crear" los planes de estudios
y los programas y los sistemas. Por supuesto, siempre que
se demuestre que hay fundamentos desde el punto de vista pedagógico.
Es común
tener miedo a la libertad. Miedo a los males que se derivan
del mal uso de la libertad. Es cierto que esos males y esos
peligros existen, pero hasta ahora tenemos pruebas concluyentes
de que mayores han sido los peligros y los males del exceso
de intervención oficial, y de la falta de libertad.
Adentrémonos, pues, en la libertad plena y total, sin
miedo, sin temores. Dentro de su atmósfera vivificante
y creadora hallaremos los medios para rectificar los rumbos
equivocados y reparar las faltas.
NOTA
PARA EL CASO PARTICULAR DE LA REPUBLICA ARGENTINA
Sobre este tema de la obligatoriedad de la infiltración
y los preceptos legales correspondientes, habría mucho
que decir. No nos ha parecido prudente entrar en detalles
excesivos en un artículo escrito con fines de divulgación
y no concebido para especialistas, pero creemos que puede
ser interesante añadir algunos datos a manera de nota
complementaria.
Nos
ceñiremos al rubro de la instrucción primaria,
que es la única obligatoria, hasta ahora, en el país.
Esta obligatoriedad se rige, en el plano nacional –dejaremos
las disposiciones provinciales por razón de síntesis,
aunque el panorama es similar– por las disposiciones
de la ley 1420. Dice su artículo 2º: "La
instrucción debe ser obligatoria..." pero añade
en el 4º. "La obligación escolar puede cumplirse
en las escuelas públicas, en las escuelas particulares
o en el hogar de los niños; puede comprobarse mediante
certificados y exámenes...".
He
aquí un capítulo decisivo en materia de libertad
de enseñanza. La ley, en efecto no obliga a enviar
el niño a la Escuela del Estado, ni siquiera a ninguna
escuela. El padre es libre de darle instrucción por
sí mismo o por medio de maestros o preceptores particulares,
bajo su exclusiva responsabilidad. Lo que el Estado exige
es que se instruya al niño, y pide que esa instrucción
se compruebe mediante certificados (que otorgará el
Estado) y exámenes. Pero aquí nace el problema:
esos exámenes se han de tomar sobre ciertos contenidos.
¿Cuáles serán esos contenidos? Es decir,
concretamente: ¿qué es lo que el niño
debe aprender en su casa, si un padre decide darle instrucción
por sí? O también: ¿cuáles deben
ser los programas de las escuelas privadas que pretenden otorgar
a los niños la instrucción a que obliga la ley?
Tengo
para mí que la respuesta es indudable: la da el artículo
6º de la ley 1420, que dice: "El "mínimum"
de instrucción obligatoria comprende las siguientes
materias: lectura y escritura: aritmética (las cuatro
primeras reglas de los números enteros, y conocimiento
del sistema métrico decimal y la ley de monedas, pesas
y medidas); geografía particular de la República
y nociones de historia general; idioma nacional; moral y urbanidad;
nociones de higiene; nociones de ciencias matemáticas,
físicas y naturales; nociones de dibujo y música
vocal; gimnástica y conocimiento de la Constitución
Nacional..."
Es
decir, que la instrucción obligatoria, por mandato
legal, es nada más ni nada menos que el "mínimum"
que marca el artículo 6º.
En
consecuencia el desarrollo de ese "mínimum"
es lo que deben hacer las escuelas privadas y su cumplimiento
es lo que se puede y se debe exigir a los padres que educan
a sus hijos en sus hogares.
Sin
embargo el problema práctico no se ha agotado. En efecto:
surge de inmediato la necesidad de aclarar que quiere decir
ese "mínimum", o sea, redactar un "programa"
que lo desarrolle.
Si
se presenta un niño de doce años a rendir examen
libre general de instrucción primaria, con el objeto
de comprobar el cumplimiento de la ley, ¿cómo
acreditará que tiene las "nociones de historia
nacional y de historia general" que exige la ley? ¿Cuáles
serán esas nociones? ¿Bastará que sepa
enumerar los grandes períodos de la historia universal,
o se le exigirá que sepa escribir una carilla sobre
cada uno? ¿Qué se entenderá por "nociones
de higiene"? Dentro de esto, ¿se pueden exigir
"nociones de higiene sexual", por ejemplo, o no?
y en caso afirmativo, ¿qué se entenderá
por "nociones de higiene sexual"? Véase cómo
la aplicación concreta de la ley plantea de inmediato
problemas que afectan los grandes principios de la política
educativa. (En la época que corrió en el país
de 1946 a 1955, sobre todo en los años finales del
régimen, hubo padres que, deseosos de evitar en las
mentes de sus hijos la corrupción política que
podían significar ciertos contenidos obligatorios en
las escuelas, decidieron dar instrucción a sus niños
en el hogar. Pero la sorpresa llegó cuando fueron a
rendir el "examen libre" correspondiente: allí
no podían evitar que su hijo debiera conocer y saber
exponer sobre ciertos temas...).
El
Estado nacional ha resuelto el problema de cómo interpretar
ese "mínimum" que marca el artículo
6º, diciendo, simplemente, que se debe desarrollar el
programa de las escuelas primarias oficiales. De tal manera,
quien desea acreditar que cumple las prescripciones de la
ley 1420 y que ha llenado el "mínimum" de
instrucción obligatoria, debe demostrar que domina
todos los contenidos que señalan los programas del
Estado. Y el mismo criterio se sigue, por extensión,
con las escuelas privadas. De manera, pues, que la ley 1420
no me obliga a enviar a mi hijo a la escuela oficial, pero
las reglamentaciones de la ley me obligana que mi hijo estudie,
al pie de la letra, sin omitir una coma, el programa que el
Estado ha organizado para cumplir el famoso "mínimum".
Así
podría ocurrir que mañana el Estado considerara
útil que en nociones de "historia universal"
se diera una extensión inusitada a ciertas civilizaciones
o culturas que quizás no son las que forman el contexto
espiritual o cultural de la formación que deseo para
mi hijo; o pudiera ser que en "nociones de ciencias naturales"
presentara temas o puntos que contradicen mis posturas religiosas.
Aunque mi hijo no vaya a la escuela oficial, se verá
obligado a estudiar esos puntos. Pero no pensemos tan lejos...
aunque ya sabemos que todo despotismo que utiliza la escuela
como primer elemento de penetración en las nuevas generaciones.
En
otros aspectos más inofensivos el problema es el mismo:
debiera admitirse que en el concepto de "nociones de
ciencias matemáticas", se den ciertos conocimientos
que quizás no figuran en los programas oficiales y
se dejen de lado otros que pueden considerarse menos importantes.
Sin embargo no es posible dejar esos de lado, y sólo
se pueden añadir los no incorporados al programa oficial,
luego de haber concluido los que este marca. Pero a menudo,
el tiempo no alcanza para tanto.
De
todo lo dicho no debe concluirse que el Estado ha de soslayar
la cuestión sin plantear exigencias formales, puesto
que el enunciado del "mínimum" es a todas
luces insuficiente para resolver la realidad del problema
de la "comprobación de la obligatoriedad de la
instrucción". Lo que sostengo es que el Estado
se ha excedido, por vía reglamentaria, de lo que el
espíritu y letra de la ley señalan.
Ese
mínimum debe ser reglamentado, en efecto, pero no puede
resolverse el problema diciendo: "cúmplase el
programa de las escuelas oficiales". Esto atenta contra
la libertad de instrucción que consagra la misma ley
en su artículo 4º, y sólo puede admitirse
por comodidad del Estado y por abuso de 108 funcionarios que
han deformado con su interpretación la disposición
legal. Y también porque nadie hasta ahora ha planteado
la inconstitucionalidad de estas reglamentaciones.
Lo
que se debe hacer, y lo que proponemos concretamente, es que
se redacte un "programa" básico, que contemple
con claridad suficiente cuáles son los contenidos esenciales
que debe entenderse que cumplen el desarrollo de ese mínimum
que marca la ley. Este programa básico no tiene por
qué ser idéntico al programa oficial, que no
es sino –repetimos– un criterio para desarrollar
ese mínimum. El programa básico que proponemos
debe ser suficientemente amplio como para que no haya errores
o malas interpretaciones o desacuerdos sobre lo que se podrá
exigir en asuntos de historia argentina o de historia universal,
o de ciencias matemáticas, o de física, o de
idioma nacional. En una palabra, permitirá que los
niños que estudian en sus hogares o en escuelas privadas
sepan a ciencia cierta qué es lo que deben aprender
para que el Estado pueda comprobar satisfactoriamente que
han cumplido los requisitos de la obligatoriedad escolar,
pero no debe ser un índice estricto de temas o puntos
particulares; debe ser de naturaleza comprensiva y básica.
En
síntesis: creo que por vía reglamentaria, el
Consejo Nacional de Educación debiera aclarar con precisión
en que consiste ese mínimum que la ley 1420 señala.
Luego, el Estado, en sus escuelas, redactará un programa
para cumplirlo. Las escuelas privadas podrán tener
sus propios planes y programas; los padres que se ocupen por
sí de la educación de los niños, los
suyos. Lo que el Estado tiene el derecho y deber de hacer
es vigilar que aquel mínimum se haya cumplido satisfactoriamente
en todos los casos.
Todos
estos problemas –conviene aclararlo una vez más–
no nacen solamente de posturas ideológicas relativas
a la enseñanza religiosa, como a menudo suele creerse.
En nuestro país los orígenes de muchas de estas
desviaciones son fruto, simplemente, de la mentalidad estatista
y burocratizante de muchos funcionarios que padecen de una
especie de fe en el Estado "omnisciente" y suponen
que lo oficial, por el sólo hecho de serlo, es lo mejor.
También, porque perdura en el país la tradición
francesa que ha hecho un verdadero culto del "diploma"
para la política educativa. Véase este ejemplo:
si un adulto quiere certificar su instrucción primaria
obligatoria, a fin de emprender estudios secundarios o por
cualquier otro motivo, debe rendir examen según los
programas de sexto grado de las escuelas primarias, es decir,
según programas concebidos para niños de doce
años. Se dan casos, a menudo, de hombres o mujeres
que por causas accidentales no poseen su certificado de sexto
grado, pero han proseguido actividades o estudios por su propia
cuenta que les brindan gran cultura y capacidad en diversos
planos. Algunos de ellos, técnicos o expertos en profesiones
de alto nivel, en la industria o en el comercio. Pero si deciden
obtener su certificado tienen que hacer los mismos problemitas
y responder las mismas preguntitas de historia o de geografía
que los niños de doce años. Y hasta conviene
que lo hagan con estilo infantil, para no desorientar al examinador,
que seguramente, no tiene deseos de acomodar su mente a respuestas
escritas por adultos... Pero no hay remedio, según
nuestro estilo tradicional: aunque se trate de un brillante
electrotécnico que realiza instalaciones de importancia
o de una brillante secretaria de una empresa comercial, el
día que quieren regularizar su situación o concluir
sus estudios secundarios, le exigiremos el diploma de sexto
grado, es decir, la tarjeta con signos de magia. Y para ello,
debe saber responder a la pregunta que le tocó en suerte,
por ejemplo, en la casa de quién se cantó el
Himno Nacional por primera vez... Entonces estamos tranquilos:
tiene "nociones de historia argentina".
Capítulo
VII
El desarrollo en lo cultural
Hace
ya más de un decenio que, desde las principales tribunas
internacionales y desde los centros máximos de estudios
e investigaciones, se viene señalando una nueva concepción
del papel que lo cultural y lo educativo, cumplen en la sociedad
contradiciendo posturas mentales anteriores que perduran con
mucha fuerza y es habitual que dirigentes de alta posición,
profesores universitarios y políticos muy bien intencionados,
escuchen y acepten esas nuevas ideas pero, casi sin darse
cuenta ellos mismos, procedan en última instancia guiados
por estructuras mentales envejecidas que –quizá
subconcientemente– los siguen dominando. No es fácil,
en efecto, este "aggiornamiento" que los fenómenos
culturales y educativos requieren con urgencia.
Debido
a esta situación, creemos que el tratamiento de este
tema debe dividirse en tres partes. En la primera se analizarán
los errores más difundidos todavía y se considerarán
cómo influyen en la realidad, es decir, cómo,
al margen de las especulaciones teóricas que se aprueban
en congresos, asambleas o publicaciones especializadas, ellos
determinan la situación de hecho. En la segunda parte
se estudiarán las bases sobre las que, a nuestro juicio,
debe planificarse el desarrollo en lo cultural.
Por último,
en la tercera, quedarán esbozadas algunas líneas
directrices que esa planificación debe seguir.
Los
equívocos
Las raíces del movimiento universal por la difusión
de la cultura, en el doble sentido de la atención a
las formas superiores de las letras y las ciencias y del esfuerzo
por la implantación de un "mínimo"
de instrucción a todos los habitantes, se nutren de
tres fuentes básicas: la filosofía, la economía
y la política propias de los siglos XVIII y XIX.
El iluminismo
y la ilustración llevaron a sus últimas consecuencias
su postura al exaltar a la razón –y a su arma
básica: el método científico o experimental–
como elemento generador del progreso y del bienestar individual
y social. Es por eso que el despotismo ilustrado comienza
una labor de difusión cultural y esto explica, también,
que los primeros intentos de alfabetización obligatoria
nazcan por la obra de algunos de estos monarcas ilustrados,
guiados y aconsejados por el pensamiento de filósofos
y estudiosos. La cédula real de Carlos III de 1781
es a este respecto un documento claramente revelador de lo
que sostenemos, ya que en ella se dice que la difusión
de la instrucción traerá consigo el "adelanto
general del reino". La obra que en el virreinato del
Río de la Plata cumplió en ese sentido el obispo
Fray José Antonio de San Alberto, y la acción
de Sobremonte como gobernador de Córdoba –que
logró implantar escuelas de primeras letras en casi
todas las villas y pueblos de su dependencia– y, finalmente,
la acción de Manuel Belgrano como Secretario del Real
Consulado, tienen el mismo fundamento. Conviene recordar que
la famosa frase "educar al soberano" tiene su origen
en el despotismo ilustrado, que sostuvo la necesidad de que
los monarcas y quienes estaban destinados a serlo –es
decir, los príncipes herederos– recibieran la
indispensable formación intelectual en las letras y
las ciencias, en la filosofía y en el derecho, para
poder atender adecuadamente los asuntos del gobierno.
La economía
puso también su grano de arena. La transformación
del mundo de la producción, determinada en última
instancia por las aplicaciones técnicas de los adelantos
científicos, modificó en gran medida antiguas
formas laborales y presentó nuevas exigencias de capacitación
y de formación cultural. Hay en esto un doble juego:
por un lado, la revolución industrial necesitó
elemento humano con mayor preparación, no solamente
para atender nuevas formas laborales sino también para
desenvolverse en el nuevo marco socio-cultural que ella misma
aparejó. (Piénsese, simplemente, en el urbanismo
y los caracteres culturales que la gran ciudad exige a sus
habitantes, comparados con los del hombre de zonas rurales).
Pero, por otro lado, la revolución industrial permitió
el aumento de esos niveles de instrucción popular,
pues –superados los dolorosos y tremendos decenios iniciales,
con su secuela dramática de explotación inicua
y de trabajos forzados para mujeres y niños–
el aumento de la productividad determinó que las naciones
industrializadas necesitaran para satisfacer sus necesidades
globales un total de "horas/hombre" de trabajo inferior
al de la época anterior. El superávit de esas
"horas/hombre" –es decir, la aparición
global en la totalidad de la población de "horas/ocio"–
se distribuyó por varias vías: una de ellas
fue la escolaridad elemental obligatoria, que, a medida que
la productividad sigue aumentando, encuentra también
la oportunidad de prolongarse. (Los cuadros estadísticos
internacionales revelan con absoluta correspondencia como
los índices de escolaridad se prolongan en cada país
en relación con los índices de productividad).
Finalmente,
tenemos la fuente política que alimentó las
raíces del movimiento universal por la educación
y la cultura de los siglos mencionados. Esta fuente política,
a su vez, abrevó de dos manantiales: la formación
de las nacionalidades modernas y la concepción filosófico-política
de la democracia. Las naciones –desde mediados del siglo
XIX, recuerda Marías, la "nación"
es el gran supuesto de toda política universal–
se formaron a través de seculares procesos y se organizaron
venciendo diferencias de razas, lenguas, religiones, tradiciones,
costumbres y formas de vida. Es decir: se aposentaron sobre
diferencias culturales muy marcadas. Los estados nacionales
se vieron en la necesidad ineludible de formar un subsuelo
cultural nacional, sobre el que se pudieran asentar principios
unitarios. Intentaron luchar en varios terrenos, en algunos
de los cuales fueron vencidos, como por ejemplo en el religioso.
La mayoría de los estados nacionales aceptaron también
la coexistencia de razas diferentes y aún tuvieron
que aceptar la perdurabilidad de hablas distintas. Por su
parte, los países americanos vieron situaciones parecidas
por los aluviones inmigratorios que se volcaron sobre ellos.
Sin embargo, los estados nacionales dieron batalla en otros
rubros, sobre los que pudieron lograr mejores resultados.
Así, todas las naciones crean tradiciones históricas
comunes; difunden una lengua escrita común y obligatoria
para la vida oficial y para los estudios, desde los elementales
hasta los superiores; fuerzan el nacimiento de literaturas
nacionales, convirtiendo a autores regionales en símbolo
del país; exaltan algún tipo de folklore –que
es siempre un fenómeno localista– al grado de
nacional; glorifican a uno o dos héroes como símbolos
legendarios de la nacionalidad y procuran –por todos
los medios– que exista una unidad de sentimiento nacional
que permita superar las diferencias antedichas. Nace así
el llamado "estado cultural": es el estado que crea
Academias de la lengua o de las letras; que se ocupa de la
educación y le interesa la obligatoriedad de la instrucción
elemental en cuanto mediante esa actividad escolar encuentra
el único medio que –por entonces– le garantiza
una formación uniforme mínima de sus miembros.
El otro
manantial de tipo político es el de la forma democrática
de gobierno. Este ideal requiere que todos los súbditos
del Estado participen del gobierno, ya sea como dirigentes
o al menos como electores de esos dirigentes o representantes.
Es indispensable entonces capacitar al ciudadano para que
cumpla su misión: la democracia le toma la palabra
al despotismo ilustrado y sostiene que, en efecto, es necesario
"educar al soberano", pero como ahora el soberano
es el pueblo, a quien hay que educar es al pueblo. Por otra
parte, la democracia garantiza derechos que el ciudadano debe
conocer para poder defenderlos y hacer que se respeten. Por
eso un iletrado es un pobre defensor de sus derechos ya que
prácticamente no puede conocerlos. Esto mismo explica
la importancia especialísima que alcanzan las constituciones,
particularmente en los países americanos, y también
–como lo ha señalado Sánchez Viamonte–
la necesidad de que la constitución sea "escrita"
(es decir, compilada en un solo cuerpo orgánico). El
razonamiento de los hombres del XIX es simple y lógico.
Es un ejemplo de silogismo propio de la ilustración
que llevó la aplicación del método experimental
a las cuestiones sociales, sin advertir que dicho traslado
no podía hacerse de manera directa: damos una constitución
escrita, que explique con claridad derechos y deberes (el
domicilio es inviolable... no se puede detener a nadie sin
orden escrita de autoridad competente... el pueblo no delibera
ni gobierna sino por medio de sus representantes); luego enseñamos
a todo el pueblo a leer y escribir; en consecuencia, el pueblo
conocerá sus deberes y derechos y nadie podrá
conculcarlos. La democracia, pues, había encontrado
su camino en la instrucción popular.
Finalmente,
la democracia exige también dar a cada ciudadano la
oportunidad de desarrollar sus talentos: es la famosa igualdad
de oportunidades que Estados Unidos elevó a principio
rector de toda su política educativa. Nadie debe quedar
atrás por no habérsele brindado la ocasión
de desarrollar sus posibilidades.
Con esto
queda –en forzada síntesis– resumido el
origen de los movimientos de difusión cultural y educativa
propios del siglo pasado. Con ello se ve claramente el enfoque
de dicho movimiento con las circunstancias económicas,
políticas y filosóficas de la época.
Pero durante el siglo actual ha ocurrido un fenómeno
curioso. De todo ese vasto mosaico de fenómenos determinantes
del avance cultural y educativo, algunos quedaron ocultos
y otros fueron utilizados permanentemente como motivos esenciales
de la necesidad de la cultura y la educación. Las raíces
filosóficas y las económicas quedaron ocultas
y en cambio se agotó constantemente la raíz
política: es decir que actualmente sólo se citan
como causales de la necesidad de la educación la formación
nacional y democrática. Ahora bien: la mayoría
de los grupos dirigentes de nuestra sociedad son, en el fondo,
bastante escépticos con respecto a las posibilidades
de formación nacional y democrática por la vía
de la educación, aunque casi nadie lo confiese abiertamente.
El siglo XX ha mostrado que aquel sencillo y aparentemente
irrefutable silogismo del XIX nos exacto. No basta ilustrar
al pueblo para que funcione la democracia. La raíz
del error está en que a los fenómenos sociales
no se los puede analizar exclusivamente con los instrumentos
del método experimental, útil para las ciencias
de la naturaleza pero no para las del hombre como ser social.
Tampoco es muy grande el éxito que se puede obtener
–por la exclusiva vía escolar– para formar
los sentimientos de nacionalidad.
Como
resultado queda esto: hoy, el hombre común (incluyo
en la denominación de hombre común a muchísimos
altos y excelentes dirigentes políticos u hombres de
ciencias y letras) creen, en última instancia y aunque
no se atrevan quizá a confiárselo a sí
mismos, que la acción cultural y educativa es solo
una tarea de "caridad", entendida la palabra en
su dimensión más alta. Es decir, que se debe
dar educación y atender al desarrollo cultural porque
el hombre tiene, además de sus necesidades materiales,
un destino trascendente o un espíritu que excede esas
necesidades materiales. Pero se ha perdido el enlace entre
los fenómenos de la economía, de la producción,
de la técnica y aún de la política con
los educativos y los genéricamente llamados culturales.
Esto determina que –a pesar de los discursos y de las
grandes palabras– a los fenómenos culturales
y educativos no se los atienda o se los sostenga apenas con
los rezagos de los presupuestos. Y cuando se atiende mal y
tardíamente algún reclamo salarial docente o
alguna protesta ya muy indignada de una director de museo
o de un presidente de academia, se lo hace por razones de
tipo electoralista o para no quedar demasiado mal ante la
opinión. Sin embargo, esta misma opinión formula
el reclamo a favor del museo o de la academia sin comprender
la relación entre este ámbito cultural y los
aspectos políticos y económicos.
Este
es el primer equívoco grave que existe hoy en el plano
del desarrollo cultural: su enfoque como misión que
la sociedad encara porque es una sociedad "buena";
porque quiere preocuparse del hombre y mejorarlo espiritualmente.
De aquí deriva, lógicamente, el segundo error
(y creemos que este silogismo sí es exacto): lo cultural
y lo educativo resultan aspectos que se pueden o no atender;
que se pueden postergar; o que se pueden atender mejor o peor
según los apremios económicos. Dígase
lo que se quiera; proclámese lo que se proclame en
discursos de cualquier índole; júrese, inclusive,
que el espíritu de tal o cual prócer o que el
ideal de la democracia inspira la acción de los gobiernos:
lo absolutamente cierto es que en América del Sur ningún
país atiende a lo cultural ni a lo educativo en forma
orgánica ni comprende la necesidad de hacerlo. Una
propaganda masiva de tipo universal (por ejemplo la de la
UNESCO) los lleva, a lo sumo, a preocuparse, por razones de
prestigio, por las cifras del analfabetismo, pero esa propaganda
no logra hacer comprender por qué hay que desterrar
el analfabetismo. Ella es también una mala propaganda
y participa del pecado común a las asociaciones de
docentes de casi todo el mundo y en el cual incurren asimismo
pedagogos y especialistas: es demagógica, clama a la
democracia y al espíritu del hombre contraponiéndolo
a la técnica y a la economía. Por eso es que
se centra la batalla en el analfabetismo, cuando lo importante
es lograr la prolongación de la instrucción
primaria. Hoy, Bolivia podría salir de su situación
de subdesarrollo con la misma masa de analfabetos, siempre
y cuando tuviera una minoría amplia con instrucción
secundaria y una minoría reducida con excelente formación
universitaria. Y ello le permitiría –luego–
concluir con el analfabetismo en poco tiempo. Una vez que
enseñemos a leer a todos los analfabetos de ese país,
no habremos sino logrado grandes masas consumidoras de historietas,
puesto que previamente no se habrán dado las condiciones
indispensables para el desarrollo. (Es obvio que los demagogos
de la educación interpretarán esto como que
no queremos la alfabetización de las masas y dirán
que pretendemos culturas de élite. No importa. Otros
dirán que referimos todo lo espiritual a la economía
y deducirán nuestro marxismo. Unos y otros interpretarán
superficialmente lo dicho. Es un riesgo que debemos correr).
Por último,
existe otro equívoco –el tercero– que está
dañando de manera grave a toda nuestra generación:
es la antinomia forzada que se hace entre técnica y
espíritu; entre trabajo y cultura; entre educación
y economía. El mundo contemporáneo ha escindido
los valores estéticos del mundo técnico. Busca
la belleza en los museos y cree que quien diseña un
automóvil o el envase de un producto es un "esclavo
de la técnica", que debe ganar su sustento en
un mundo cruel e injusto realizando una labor mezquina, orientada
sólo hacia un interés material. Esto lo cree
también el diseñador, que al salir de su trabajo
procura reencontrarse a sí mismo y marcha hacia el
museo donde intenta hallar aquel valor estético que
él supone –mal orientado y peor informado–
que no existe en su trabajo cotidiano. Hemos creado el hombre
escindido, que trabaja en algo que no siente y en una profesión
o empleo al que sólo asigna valor de obtención
material de recursos. Hemos escindido la economía del
espíritu, la técnica de lo cultural, lo educativo
del mundo del trabajo. Y con ello destruimos el mundo cristiano
más auténtico, que es unión de materia
y espíritu; que es consagración del hombre a
Dios en el mundo: que es exaltación de la obra de Dios
completándola y perfeccionándola; que es mejoría
de las condiciones del trabajo en busca de una mayor dignidad
de cada ser; que es procurar dar a cada prójimo un
mejor nivel de vida para que pueda elevar mejor su espíritu.
Sin darnos cuenta hemos caído en las redes del error
marxista: sostener que todo depende de la economía
pareció tal blasfemia contra el espíritu, que
desde entonces nos dedicamos a separar ambos campos, y con
ello, efectivamente, hemos escindido al hombre, que dedicado
al menester económico cree estar desligado de su destino
trascendente o de su espíritu. El error marxista era
otro: la economía depende del espíritu en cuanto
es el espíritu humano quien crea las formas de vida
económicas; quien crea las técnicas; quien diseña
los instrumentos; quien canaliza la producción.
Y es
el espíritu humano quien –al pecar– pervierte
la economía, la técnica y los instrumentos y
conduce mal la producción. Es absolutamente indispensable
–para salvar al hombre moderno de esta tremenda escisión
que lesiona su integridad y lo anula como hombre– reintegrar
en plenitud el concepto de unidad de lo productivo con lo
espiritual; lo económico con lo trascendente; lo estético
con lo útil. ¿Por qué tememos sostener
que la educación debe atender las necesidades del desarrollo
económico y del mundo del trabajo, cuando ese desarrollo
económico y ese mundo del trabajo no son sino fruto
del espíritu humano, que transforma la obra de Dios
y la encauza al servicio de la trascendencia del ser? El hombre
–su espíritu– es el creador de la técnica
y el responsable de la economía. El mundo del trabajo
es hijo suyo: no lo separemos de su padre. Al hacerlo, servimos
la causa que queremos atacar: entonces si el hombre está
alienado, está enajenado al trabajo y a la técnica.
No existe trabajo humano, no existe técnica, no existe
economía, no existe organización política
que no sea fruto del espíritu. Y su único objetivo
es el hombre. Al establecer el corte dejamos sin sentido trascendente
al trabajo y a la economía: ese es el triunfo del ateo
y del marxista, y entonces el hombre está perdido.
Las
bases
He aquí
pues que, en nuestro razonamiento, la planificación
del desarrollo de cualquier comunidad históricamente
tipificada se integra con el desarrollo en lo cultural, pero
no por razones de "caridad" –o sea para evitar
que se niegue al hombre alguna dimensión más
alta o trascendente que las que brindan los aspectos de la
economía o del mundo del trabajo sino porque lo cultural
se integra forzosamente con esos otros aspectos. Mejor dicho:
lo cultural –es decir todo lo que habitualmente, en
un lenguaje no muy preciso, hace referencia a aspectos preferentemente
llamados espirituales– determina y es el agente causal
de lo económico, de lo tecnológico, del mundo
del trabajo en última instancia, en lo cual deben incluirse
desde los aspectos de la organización de la empresa
hasta los de la publicidad, desde la racionalización
de la producción hasta los problemas salariales.
Lo primero
será, entonces, "pensar" el planeamiento
cultural y educativo desde este ángulo, lo cual exige
una conversión mental bastante más profunda
de lo que se puede creer a primera vista. Los educadores en
particular tienen en la mayor parte de los casos una especie
de orgullo desdeñoso con respecto a los fenómenos
de tipo económico o referidos al mundo del trabajo.
Generalmente, para disimular resentimientos por la forzada
pobreza monetaria a que están condenados o envidias
y frustraciones por las riquezas que ostentan otros sectores
profesionales, exageran y fuerzan una diferencia que no tiene
razón de existir y desprecian ostentosamente ese otro
mundo del trabajo y de la producción. Es habitual oír
expresiones que señalan el "materialismo"
o el "egoísmo" de las tareas productivas
–un empresario, un contador, un comerciante... etc.–
y a la vez laudatorias expresiones referidas a la "desinteresada"
obra de los educadores, al sacrificio que impone esta "vocación"
y a como maestros y profesores hallan su "premio"
no en grandes salarios o en retribuciones monetarias sino
en "espirituales" compensaciones. Creemos todo esto
producto del error y de una pedagogía declamatoria,
sin fundamentos serios y que con toda justicia ha cobrado
muy mala fama en nuestro país. La verdad es que teniendo
en cuenta la tarea poco útil que cumple el sistema
escolar argentino; los deficientes resultados que obtiene;
y el derroche económico que exige debido a una pésima
organización y a los anticuados criterios con que se
siguen manejando sus estructuras, los educadores reciben de
la sociedad –hablando en sentido global y no individual–
todavía más de lo que merecen. A fuer de ser
educador y de pedagogo opino francamente que no tiene ningún
sentido ni plañideras lamentaciones sobre nuestro destino
económico ni jactanciosas afirmaciones sobre nuestra
apostólica vocación: lo que ha de hacerse es
demostrar con claridad que lo que hacemos tiene un profundo
sentido y es una función de similar jerarquía
y necesidad que cualesquiera otras. Entonces la sociedad –y
ya comienza, muy de a poco, a hacerlo– remunerará
a un experto en educación como hoy a un experto en
economía. En verdad, no tiene sentido pagar a centenares
de miles de maestros en todo el territorio nacional para que
gasten horas y horas de trabajo enseñando a los niños
cuestiones tales como "El Día del Bombero Voluntario"
o "Necesidad de respetar a la paloma mensajera",
o "Conveniencia de respirar aire puro". De los programas
actuales de nuestra escuela primaria sobra la mitad y de la
mitad restante un cincuenta por ciento se puede trasmitir
y enseñar mejor con otros sistemas que no son los escolares.
En síntesis: pedagogos y educadores deben comprender
y aclararse a sí mismos, en primer lugar, y luego explicarlo
a la sociedad, qué papel desempeña lo educativo
y lo cultural en el mundo de hoy. Saber entroncar lo cultural
con todos los restantes planos de la vida –lo cual no
es sino, repetimos, poner las cosas en su lugar, ya que esos
restantes planos son hijos de la cultura y del espíritu–
y pensar un sistema escolar y educativo (que son dos cosas
distintas: lo educativo incluye lo escolar como el todo a
una parte) que efectivamente responda a necesidades reales
y pueda satisfacerlas adecuadamente. Todo sistema pensado
sin considerar los restantes planos es falso e inútil.
Ningún educador o pedagogo que ignore la realidad de
la vida empresaria moderna; que no tenga en cuenta la existencia
de los medios modernos de comunicación del pensamiento;
que desconozca los avances y el papel de la técnica
y que pretenda seguir condenando las formas de vida moderna
como si existiera la más remota posibilidad de retroceso
en la historia podrá estructurar un sistema educativo
con sentido ni con probabilidades de ser aplicado. Quien quiera
condenar la vida en casas de departamentos o la tendencia
al urbanismo; quien prefiera hacerse sus vestidos con sus
manos; quien lamente los progresos en los medios de transporte,
tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, a escribir tratados
al respecto y defender sus puntos de vista: pero si es un
educador profesional, un pedagogo o tiene la responsabilidad
de planificar el desarrollo educativo y cultural debe abandonar
su misión. El maestro o el profesor que desee ver exterminada
la televisión puede dedicarse a organizar una campaña
para obtener su ideal, pero ningún pedagogo tiene,
hoy, el derecho de desconocer la existencia de la televisión
para resolver los problemas que plantean las nuevas y urgentes
necesidades educativas. Nadie le exige a un filósofo
especialista en ontología que conozca el mundo de la
empresa moderna (aunque no le haría mal) pero un pedagogo
no puede ignorarlo.
Ahora
bien: establecer este enlace implica otra obligación
mental ineludible, que consiste en otorgar sentido "humano"
o "trascendente" a los fenómenos económicos
y productivos en general. Cultivar cereales o criar novillos;
llevar la contabilidad de una empresa; procurar abaratar los
costos de una línea de producción diseñar
automóviles o dibujar tapas de álbumes de discos;
manejar un torno o idear "jingles" de publicidad
para televisión; conducir un avión de chorro
o enseñar latín; curar cuerpos o encauzar almas:
todo apunta al hombre, todo entronca en última instancia
con el fin último del hombre, naturalmente que ordenado
según lógicas jerarquías. En este punto
son los economistas y los hombres del mundo del trabajo quienes
deben procurar una revisión de sus ideas básicas:
un poco, ellos son víctimas de errores ampliamente
difundidos y hasta es común que muchos de estos hombres
se sientan apesadumbrados por dedicarse a menesteres sin vinculación
–según ese falso concepto– con cuestiones
humanas de más alta dignidad. Pero otro poco ocurre
que esta decisión, esta falta de sentido humano de
su labor, es conveniente para quienes efectivamente llevados
de designios innobles prefieren dejar de lado tal dimensión
para obtener beneficios materiales cada vez mayores y de cualquier
manera. Es misión, precisamente, del buen desarrollo
cultural y educativo que esto no ocurra. Debe procurarse que
aquellos hombres del mundo del trabajo productivo no se equivoquen
creyendo que su tarea está desconectada de la dimensión
trascendente o de valores éticos: que estos otros no
puedan seguir utilizando ese equívoco como excusa para
una postura que, desde el punto de vista cristiano es la del
pecador y desde el punto de vista de cualquier teoría
moral agnóstica es a todas luces condenable.
Las
líneas directrices mínimas
Quedan descriptas hasta aquí las bases sobre las que
debe pensarse el planeamiento del desarrollo en lo cultural.
Comprendemos que son bases difíciles de lograr y que
quizá no sean las que podrían haberse esperado
bajo tal denominación. Creemos, sin embargo, que estas
posiciones mentales, son, justamente, los requisitos previos
indispensables y que hasta tanto no se logren –pero
de verdad, en profundidad, comprendiendo la esencia de la
cuestión, y no meramente con discursos o declamaciones
o satisfaciéndose con recomendaciones de congresos
internacionales– todo desarrollo cultural será
falso, es decir, no habrá desarrollo de tal naturaleza
y todo planeamiento educativo será, en tal caso, modificar
parcialmente un cuadro caduco, que en adelante ostentará
un marco más bonito, con pretensiones de moderno, pero
que seguirá afectado de su intrínseca fealdad
e inutilidad.
Supuestas,
pues, estas bases, nos queda por decir, en breves líneas,
cuáles son –a nuestro juicio– las líneas
principales que debería seguir el desarrollo cultural
y educativo en los países latinoamericanos.
En primer
término, es indispensable obtener una buena base de
desarrollo intelectual mínimo en cada uno de los miembros
de la comunidad. Entiendo por esto obtener para todos los
habitantes una escolaridad mínima equivalente a unos
diez años, aproximadamente. Para por lo menos la mitad
de la población, será necesario contemplar además
una prolongación de estudios regulares que abarque
tres o cuatro años más, y estos deberán
ser orientadores hacia carreras universitarias o permitirán
obtener capacitaciones ocupacionales bien definidas en unos
pocos núcleos básicos. En segundo lugar, todo
planeamiento del desarrollo cultural y educativo ha de contemplar
necesariamente el desplazamiento de muchos objetivos que hasta
ahora se intentaban lograr por medio de la escuela, a otros
medios de comunicación del pensamiento. Creo, por ejemplo,
que la historia nacional debe desterrarse totalmente del ciclo
inferior de la escuela primaria y encargar la misión
que compete a ese contenido en tal ciclo a la televisión,
al cinematógrafo y las revistas y periódicos
infantiles. Estos ejemplos pueden multiplicarse.
Como
tercera línea directriz, ha de pensarse en una escuela
totalmente diferente de la actual: en ella, unos cuantos técnicos
y expertos en cuestiones determinadas –verbigracia,
alfabetización o enseñanza de operaciones con
enteros– serán los responsables de obtener, en
plazos prefijados, la "producción" correspondiente
en cantidad y calidad. La mayor parte de las finalidades de
formación patriótica y cívica deben desplazarse
también a otros sistemas educativos.
Cuarto:
los diferentes niveles educativos –primario, medio,
universitario– deben integrarse en el planeamiento y
en el gobierno educativo general, pudiendo sin embargo respetarse
autonomías de tipo académico de investigación
científica o modalidades de trabajo docente. Pero la
organización de las diferentes carreras universitarias;
la fijación de objetivos profesionales o culturales
de tipo general; la asignación de recursos; las tareas
de racionalización de administración y de edificación;
los enlaces entre uno y otro nivel; y la modificación
de cada uno de ellos para atender las necesidades comunes
exige una coordinación de tipo general. Es decir, un
planeamiento en verdad "integral".
Quinto:
el Estado tiene que asumir en todo esto el papel que se le
reconoce actualmente en los países de sólida
estructura democrática para los fenómenos económicos
o genéricamente llamados sociales (salud pública,
por ejemplo). Es decir: el Estado no puede de ninguna manera
permanecer al margen del planeamiento del desarrollo en lo
cultural y en lo educativo, pero mucho menos puede asumir
en tal aspecto un carácter de único orientador
o de poseedor de la verdad absoluta. La intervención
del Estado no creemos que pueda mantenerse ya en aquel papel
"supletorio", exclusivamente, pues tal postura correspondería
un poco a la actitud liberal del Estado frente a la "cuestión
social" (la pérdida del trabajo por un grupo grande
de personas por cierre de una empresa), que se sostenía
a fines del XIX. No nos parece prudente que hoy el Estado
se limitara, en materia educativa, a hacer solamente lo que
la familia o la sociedad u otras instituciones no pueden hacer.
O mejor dicho: lo que ahora ni la familia ni la sociedad genéricamente
considerada ni la misma Iglesia pueden hacer en materia educativa
es mucho más de lo que se preveía o se pensaba
a principios de siglo. Y el Estado debe, pues, actuar, no
ya sólo como vigilante del bien común o para
atender a sus propias necesidades tipo cívico político
(formación nacional y formación ciudadana) sino
para atender los problemas de entronque de lo cultural con
todos los otros planos de la vida del país, en los
cuales su presencia es hoy insoslayable hasta para los más
ortodoxos en materia de liberalidad o no intervención
estatal. Curiosamente, mientras sostenemos lo que antecede,
pensamos que esta intervención del Estado debe ser
efectivamente mayor que antes, pero en otro tipo de cuestiones,
no en las que hasta ahora ha intervenido principalmente. Pues
a la vez defendemos el principio de que la familia, la Iglesia
y sobre todo las comunidades locales deben aumentar en gran
medida su labor en el desarrollo cultural y educativo. En
la Argentina, por ejemplo, la comunidad local o la familia
le han disputado siempre al Estado el derecho de imponer una
determinada orientación ideológica o religiosa
en las escuelas, pero salvo eso no ha tomado intervención
directa en las cuestiones educativas. El desarrollo cultural
y educativo del futuro debe lograr que el Estado tome su puesto
en los múltiples problemas que hemos indicado en el
punto cuarto e estas líneas directrices, y que de ninguna
manera podrían asumir por más que lo quisieran
la Iglesia o la familia o la comunidad local. Pero estas últimas
instituciones deben cobrar un papel muchísimo más
activo que hasta ahora en la dirección de los asuntos
escolares inmediatos; en la formación ideológica
o religiosa de los alumnos de las diversas confesiones o de
las diferentes comunidades; en la actuación a través
de los modernos medios de comunicación del pensamiento,
que son notablemente más eficaces que la escuela para
obtener ciertos fines formativos de tipo cívico o moral,
y en la propia acción –caso de la familia–
para la conducción espiritual de la generación
joven. En síntesis: el Estado y las restantes instituciones
deben aumentar su acción, pero en sectores diferentes
de aquellos en los que hasta ahora centraron su tarea. Ocúpese
el Estado de establecer un adecuado enlace vertical entre
los ciclos diferentes y en planificar necesidades en materia
de capacitación ocupacional, y deje en cambio de determinar
punto por punto programas analíticos para todas las
escuelas.
Como
sexta y última línea directriz básica
del desarrollo cultural dentro de una planificación
integral del desarrollo, permítasenos indicar otra
que reputamos ineludible: la preparación de especialistas
y expertos en cuestiones de planeamiento educativo y cultural.
Hasta ahora, estos cuadros humanos se llenan a duras penas
y malamente con "educadores" o pedagogos. No es
lo mismo: ser un buen maestro o un buen profesor de historia,
un buen director o un buen supervisor, no significa necesariamente
que se posea la capacidad indispensable para estas otras funciones.
De entre los educadores y los pedagogos debe salir, seguramente,
y mediante una formación específica, una buena
parte de aquellos especialistas y expertos. Otra parte debe
reclutarse, además, de entre economistas, técnicos
y empresarios.
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