Precisiones pedagógicas

Capítulo V

 

Los equívocos del planeamiento


Creemos que en torno de los trabajos y de las elaboraciones doctrinarias que sobre el tema del planeamiento de la educación se vienen haciendo, se deslizan varios equívocos y algunas tendencias erróneas.

A nuestro juicio, esos equívocos son los siguientes: falta de rigor intelectual; confusión de los que es una técnica de trabajo o un modo operativo con lo que es una disciplina de estudio o una ciencia; manejo innecesario de una terminología ad-hoc que lleva a suponer que la posesión de palabras significa en sí un saber; y finalmente, un exceso de cursos y cursillos sobre un asunto que consiste más en hacer que dictar cursos. Analizaremos cada uno de estos equívocos por separado.

Falta de rigor


En un libro recientemente vertido al castellano, "Matemática moderna, matemática viva", dice Andrés Revuz: "¿Qué es un pensamiento no riguroso? Puede creerse que es un pensamiento falso. Creer esto sería mostrar más estrechez de espíritu que rigor. El razonamiento falso es, o bien el razonamiento inconsistente, desprovisto de toda cohesión, o bien el que lleva una contradicción que está en flagrante oposición con las leyes de la lógica. De él, nada puede extraerse, salvo un ejemplo que no debe seguirse. El razonamiento no riguroso es el que no enuncia claramente todas sus razones; el que admite ciertos resultados parciales sin demostración verdadera; o el que parte de premisas mal precisadas. Tomado al pie de la letra, concluye en un resultado inexacto; pero se lo puede completar para hacer de él un razonamiento correcto y llegar a un resultado correcto".

A nuestro juicio, estas expresiones se pueden aplicar perfectamente a las elaboraciones conceptuales que sobre planeamiento de la educación se vienen haciendo en muchas partes y en particular en América Latina en los últimos años. Se está elaborando un pensamiento y un conjunto de doctrinas que no corresponde calificar de "falsos", puesto que contienen elementos valiosos y acertados, pero sí de "no rigurosos". Toda esa elaboración, que encierra, es cierto, riqueza de pensamiento y originalidad creadora, requiere sin embargo el auxilio del rigor intelectual, que ponga en orden lo que hasta ahora constituye un conjunto desordenado en el que se mezclan la paja y el trigo y fenómenos de distintos órdenes y familias que marchan unos junto a otros, pero no enlazados armónicamente ni formando un todo coherente, sino simplemente yuxtapuestos como el azar o la improvisación los han colocado. Falta establecer las "premisas" bien precisadas que quiere Revuz y por eso, entre otras cosas, suele concluir en "resultados inexactos" aunque, sin duda –siguiendo siempre a Revuz–, "se lo puede completar para hacer de él un razonamiento correcto y llegar a resultados correctos".

Si se quiere un ejemplo de lo que debe ser el rigor en el pensamiento, para elaborar tesis o desarrollar tareas dentro del orden del planeamiento de la educación, podríase considerar el trabajo del profesor italiano Camilo Tamborlini, "Los presupuestos de la planificación escolar". Dice allí (nos permitimos realizar una traducción y adaptación libre con el objeto de resumir el texto): "Con respecto a la planificación escolar sería necesario preguntarse: l) ¿Constituye una técnica administrativa factible, considerando el estado actual de la ciencia de la educación y el modo habitual de la administración y de la organización escolar? ll) Los procedimientos por medio de la investigación (investigación operativa) que son los propios de la planificación, ¿son compatibles con los procedimientos por medio de la decisión (lo que es propio de la esfera del poder) y que son los habituales en la acción administrativa? lll) Con el objeto de coordinar y de equilibrar los dos procesos (que son fenómenos distintos), ¿no sería oportuno intentar elaborar una "técnica política" que coordinara las dos acciones: aquella de la preparación y la planificación y aquella de la decisión, que es al fin la ejecución administrativa de lo planificado? lV) En consecuencia, ¿no sería oportuno distinguir la figura del técnico de la organización escolar (que de hecho comienza ya a perfilarse) y delimitar sus funciones para no confundirlas con las correspondientes al político, al técnico o al administrador en sentido estricto?" Obsérvese cómo el autor citado comienza su exposición con una serie de interrogantes que no son sino otras tantas exigencias de "rigor" de alto nivel. Solucionadas estas, podrá seguirse avanzando en los lineamientos doctrinarios del tema del "planeamiento" y podrá comenzar a actuarse con mayor eficacia. Pero seguir adelante, sin esa labor previa, tanto en las elaboraciones conceptuales, como en la acción misma, puede constituir un grave peligro, y ese peligro es la falta de claridad conceptual, la falta de precisión, en una palabra, la confusión general en torno del tema. Aclarados estos puntos, el artículo que comentamos continúa en un armónico y coherente desarrollo, en el cual cada palabra, cada concepto, tiene su previa significación y su adecuado enlace. No se mezclan ideas: se "enlazan", se "armonizan" conceptos, y se llega a un nivel correcto y fácilmente comprensible. Además de fecundo para ulteriores especulaciones y para futuras labores.

Declaramos con honestidad que no encontramos entre los trabajos escritos producidos en América, y en pocos de los documentos fruto de asambleas y reuniones internacionales, muestras similares.

El planeamiento es una técnica de trabajo


El planeamiento de la educación es, según entendemos –y según hemos encontrado en numerosas definiciones o aclaraciones– una técnica de trabajo, un "modus operandi" que se basa sobre un amplio conjunto de elementos y de datos y que requiere expertos o especialistas en áreas diversas. Como este "modus operandi" requiere tantos aportes y debe sostenerse sobre tantos aspectos diferentes, comienza a difundirse la creencia de que con todo ello debe elaborarse algo así como una ciencia o una disciplina que, en última instancia, resumirá la totalidad de los estudios referentes a la educación e inclusive abundantes capítulos de otras disciplinas, como la Economía, por ejemplo. Así es que comienza ya a existir en algunos países latinoamericanos una "materia" de estudio, dentro de algunas carreras pedagógicas, que se denomina "Planeamiento de la Educación", y ello puede conducir a que dentro de esa "materia" se incluyan los contenidos de otras disciplinas pedagógicas, tales como Filosofía de la Educación o Política Educativa, o Legislación Escolar, o simplemente Pedagogía General. Las bibliografías consecuentes, de tal forma, pueden incluir un conjunto tan variado de obras que, prácticamente, permitirían desarrollar una carrera completa de estudios pedagógicos y conducir a licenciaturas o doctorados en tal especialidad.

Terminología especial


Todo ramo nuevo del saber o del hacer humano requiere, ineludiblemente, aportes terminológicos. Pero ello no quiere decir que todo aporte terminológico represente una novedad en el campo del saber o del hacer.

En un artículo que Julián Marías dedica a elogiar la publicación de un libro de Ortega y Gasset, dice: "El lector va viendo cuanto allí se dice. Va de evidencia en evidencia, recorriendo con la mirada mental la realidad, viendo que las cosas son efectivamente así, descubriendo gracias a los conceptos lo que había tenido delante de los ojos sin verlo. Si el pensamiento es iluminación, nada puede merecer como estas páginas el nombre de pensamiento. De ahí la dificultad que tendrá este libro tan claro y tan sencillo, tan complicado a la vez, para los que han perdido el hábito del pensamiento y lo han sustituido por otras realidades cualesquiera: la erudición, la acumulación de saberes, los enunciados inconexos con valor de consignas, los largos procesos dialécticos en que las ideas se encadenan inercial o automáticamente; "las terminologías que producen la ilusión de estar manejando la realidad". La cita es larga, pero resultó indispensable para que se entendiera bien lo que queremos decir: creemos que a menudo, en el terreno del planeamiento de la educación, se tiene la ilusión de manejar una realidad porque se está manejando una terminología, pero no se ha discutido previamente si esa terminología responde a una realidad. Decir "currículum", por ejemplo, ¿significa una realidad diferente, de verdad diferente, de la realidad que se expresa por la palabra "plan" o por la palabra "programa"? Pregunto si es una realidad verdaderamente diferente, no si se trata de que "currículum" signifique "programas" distintos o con otra orientación. En consecuencia: un "experto" en "currículum", ¿es algo verdaderamente existente? No sostengo que no; no me defino por la negativa en todas estas preguntas: me limito a sostener que no estoy seguro de la respuesta.

Quienes desde antaño hemos manejado, en libros de Pedagogía de variadas épocas y corrientes, las expresiones "fines generales y particulares de la educación", o "fines generales y especiales", o "fines inmediatos y mediatos", no entendemos con certeza por qué se fuerzan las cosas para convencernos de que en cambio de hablar de "fines particulares" o "especiales" sea necesario decir "objetivos" y hablar solamente de "fines objetivos". ¿Todo debe hacerse y estudiarse "a nivel" de esto o aquello?

Cuidado, porque quizás caigamos en el peligro que denuncia Julián Marías: creer que manejamos una realidad porque manejamos una terminología.

Exceso de cursos y cursillos


Es verdad que los países americanos deben ponerse a la tarea concreta de la planificación del sistema educativo. Para ello débense preparar los expertos y los especialistas no "en planeamiento", así en su totalidad, sino en cada una de las áreas de trabajo correspondientes. Corremos el riesgo de deleitarnos morosamente con cursos y cursillos sobre el tema en cambio de ponernos de lleno a la tarea. Se argumentará que lo que sucede es que el principal responsable de una obra orgánica de planeamiento, el Estado, no organiza los servicios correspondientes. Eso es verdad, pero ello no significa que entonces nos hemos de dedicar a dictar cursos sobre la cuestión. Por otra pare, tenemos una vasta labor que hacer todavía referente a estas precisiones previas a que me he referido en párrafos anteriores y si no se cumplen esas etapas previas de elaboraciones conceptuales y doctrinarias bien claras" como aquellas que pedía Tamborlini, por ejemplo, seguiremos dando cursos sobre elaboraciones aún no perfiladas y que seguirán poseyendo las características que Revuz asigna al pensamiento no riguroso.

Nos permitimos, pues, poner punto final a estas reflexiones –que conviene señalarlo, no tienen ánimo ofensivo contra personas ni instituciones, sino que son muestra de una sincera preocupación por estos problemas, expuesta con el máximo de honestidad– con las citas de unos párrafos de Giovanni Gozzer, tomados de su estudio "Introducción a los problemas del planeamiento", publicado en "Educadores", órgano de la Federación Española de Religiosos de Enseñanza, por parecernos particularmente expresivos como resumen del pensamiento que –no sabemos con que fortuna– hemos intentado desarrollar. Dice Gozzer: "Para aceptar el método del planeamiento es necesario, ante todo, reconocer que la primera exigencia es la de disponer de un aparato suficiente para el conocimiento de la estructura escolástica de un país. Sin tal instrumento dotado de la necesaria articulación (aunque sea de proporciones reducidas y de estructuras poco costosas), parece bastante difícil organizar planes de desarrollo o poner en acto iniciativas de programación". Y más adelante: "La programación no es punto de partida, sino más bien el punto de llegada de una serie de procesos, y de reacciones en cadena. Es la fase terminal de una serie de maduraciones (añadimos nosotros: entre esas maduraciones deben contarse los correspondientes procesos, de elaboraciones doctrinarias y metodológicas rigurosas) que la hacen ser aceptada como instrumento moderno y como metodología automática de los procedimientos técnicos que se van instaurando gradualmente en correlación con la modificación de dimensiones y contenidos y de objetivos de los sistemas escolares. La programación es la metodología del trabajo industrial; no puede ser, obviamente, la del trabajo artesanal. Se precisa, por lo tanto, antes de entrar en la fase de programación, definir si el sistema escolar tiene la posibilidad de ser ordenado o modificado como sistema de tipo industrial y si tal sistema ha tomado esa fisonomía y esas características. Es decir, si estas han llegado a ser actitudes y "reflejos condicionados" de los hombres que operan en él. "Sólo después de haber comprobado la existencia de tales premisas generales, es aconsejable tomar en consideración la metodología de la programación escolar, retrasando, si fuera necesario, la fase de la programación y anticipando, en cambio, la de preparación de los instrumentos".

 

Capítulo VI


El buen uso de la libertad de enseñanza


I. Los derechos de los padres


La batalla de la libertad de enseñanza se da, en gran medida, sobre un supuesto clave: los derechos de los padres para dar a sus hijos la educación que prefieren. Esto ha sido aceptado inclusive por la Declaración Universal e los Derechos Humanos que las Naciones Unidas aprobaron después de la última guerra. Bajo un régimen de monopolio estatal, los padres, efectivamente, se hallan obligados a dar educación a sus hijos en las escuelas del Estado y no tienen opción. Pero, casi siempre, queda un problema muy importante: el aspecto económico. Este sigue siendo un obstáculo grave para una auténtica libertad de elección de la escuela que se desee para los hijos, pues a menudo impedimentos económicos obligan a los padres a enviar a sus hijos a escuelas que no son de su preferencia. Mas, dejando de lado este aspecto, puede admitirse que si se permiten escuelas privadas reconocidas, se consagra la libertad de los padres de elegir la escuela que deseen para sus hijos.

Pero analicemos esto algo más a fondo, y veamos qué pueden hacer los partidarios de la libertad de enseñanza, y que pueden hacer aquellos que tienen en sus manos la dirección concreta de los establecimientos no estatales, con respecto a esos derechos de los padres.

La familia, en el supuesto dicho, dispone de una libertad inicial, pero que concluye apenas hace de ella su primer uso concreto, es decir, apenas elige la escuela a la que enviará a sus hijos. En el fondo ahí terminan los derechos de los padres.

El señor X enfrenta el problema de que su hijo comienza el ciclo escolar. Dispone de libertad –recuérdese que hacemos abstracción del aspecto económico– para enviarlo a la escuela que desee. O el señor X, disgustado con la escuela a la que concurre su hijo, dispone enviarlo a otra. Es decir dispone de libertad para el cambio. Pero luego, una vez instalado su hijo en la escuela: ¿cuáles son sus derechos? ¿Qué se ha hecho de su potestad de padre o de su libertad? Demos respuestas honradas y no nos dejemos llevar de nuestras pasiones: la única libertad concreta que queda sigue siendo la inicial (en el fondo, de tipo negativo), es decir, elegir otra escuela. Supongamos que el señor X observa que los procedimientos de la escuela afectan desfavorablemente a su hijo. Acude a la escuela y, equivocado o no, expone su pensamiento. La respuesta, en la mayor parte de los casos, señala que la escuela tiene "sus" procedimientos, métodos, sistemas, concepciones didácticas, y que no queda otro camino que aceptarlos.

Hay muchos casos, es cierto, en que el padre está equivocado, pero no son pocos los casos en que suele tener razón. ¿Qué mecanismo existe para escucharlo o para considerar su opinión? Queremos decir: qué mecanismo institucionalizado. Pudiera suceder que fuera más de uno, que fueran muchos los padres que han observado fenómenos similares y que pueden señalar errores o sugerir modificaciones en distintos planos de la tarea escolar. Pudiera suceder que una mayoría de padres deseara otras cosas con la escuela, otras enseñanzas, otros sistemas disciplinarios, otros métodos pedagógicos, un cambio en las maneras de tal o cual miembro docente. ¿Qué sistema existe, generalizado, de uso corriente, para que estos anhelos, esos "derechos" en fin, se puedan expresar?

Al llegar a este punto, siento crecer las objeciones, casi a gritos. Sí, sé perfectamente que muy a menudo los padres se equivocan; que el amor a sus hijos suele cegarlos; que es habitual que acudan a la escuela sólo en busca de favoritismos o exenciones o perdones injustificados; que, por otra parte, no son entendidos en cuestiones pedagógicas, ni especialistas en educación y que sus opiniones sobre planes o programas o sistemas de educación carecen en consecuencia, de bases bien fundamentadas. Pero seamos lógicos con nosotros mismos. Si los padres tienen derechos primeros e imprescriptibles sobre la educación de sus hijos, no hay más remedio que contar con ellos y atender sus razones y escucharlos y tratar de convencerlos si están equivocados, y no impacientarnos con ellos, y, en última instancia, aguantarlos... si esta es la expresión que se nos ocurre. Lo que no nos está permitido de ninguna manera es rechazarlos, desoírlos, desatenderlos, dejar de lado sus argumentos sin siquiera considerarlos.

Precisamente esta es una responsabilidad que resulta ineludible para las escuelas privadas. Las escuelas del Estado se caracterizan, precisamente, en casi todos los países del mundo, porque en ellas los padres no pueden tomar ninguna intervención para modificar nada de toda su estructura. Lo único que puede hacer un padre es quejarse por el mal comportamiento de algún docente o por algún error o injusticia reglamentaria cometida contra su hijo. Pero los padres, habitualmente, no tienen ningún medio ni organismos representativos que puedan sugerir a las escuelas del Estado modificaciones en los planes, programas, métodos, sistemas de enseñanza, actitudes docentes, etc. Esto es lo que no debiera suceder en el campo de las escuelas privadas, pero lamentablemente la situación es, en estas casi idéntica.

Esta mentalidad pedagógica está formada a través de una tradición estatista de muy vieja data y son muchos los docentes y las autoridades escolares que, a pesar de su sincera postulación de la enseñanza libre conservan una posición derivada de aquella mentalidad. Así se da el caso de que fervorosos partidarios de la libertad de Enseñanza, que han rendido grandes esfuerzos personales por ese principio y que han enarbolado siempre el estandarte, de los derechos de la familia, luego, en la práctica docente, no quieran saber nada de escuchar a los padres en las minucias cotidianas de la vida escolar.

En las escuelas, los padres, en general, molestan. Escuelas religiosas hay –y esto ya es inadmisible– donde prácticamente a los padres no se les otorga ningún derecho con respecto a las decisiones o procedimientos de la escuela con respecto a sus hijos.

Reconozco que salir de esta situación no es fácil, porque los padres, por su parte, suelen no tener demasiado interés en ocuparse de la vida escolar de sus niños, y cuando lo hacen, como queda dicho, trátase a menudo de pedidos de contemplaciones especiales o de quejas infundadas. Justamente, esto indica que el mal ha avanzado en ambas direcciones, y que tanto la escuela como la familia han olvidado sus deberes recíprocos y la mutua colaboración que se deben. De lo que hemos de ocuparnos, pues es de que ambas instituciones retomen el camino de la tarea conjunta.

Hay muchos procedimientos concretos para esto, y no quisiera enunciar ninguno, porque una mención apresurada de cualesquiera de ellos puede dar lugar a malentendidos o simplificaciones mentales que más perjudican que benefician. Pero tengo para mí que las reuniones de padres –con los maestros y profesores, no solamente con las autoridades de la escuela–, frecuentes, sistemáticas y organizadas: las asociaciones de padres que vayan más allá de los problemas financieros o de tipo social (fiestas, reuniones, etc.); las lecciones regulares y sistematizadas de los docentes a los padres sobre temas de tipo educativo general; la información abundante a estos sobre los fundamentos pedagógicos de los sistemas en uso en la escuela; la aceptación de iniciativas de las familias, luego de haber sido aquellas ampliamente debatidas y criticadas y aceptadas por un número amplio; la explicación de por qué se rechazan otras; todo ello dentro de un sistema que proceda paulatinamente, que comience de a poco, para dar lugar a que los padres tomen conciencia lentamente de sus deberes y de sus derechos y de cuánto han olvidado a través de largos años de tradiciones erradas; y, por último, la existencia de una supervisión técnica responsable que dé su visto bueno a todo aquello que represente cuestiones didácticas o pedagógicas o de formación moral o política para evitar ensayos apresurados o malintencionados, podría dar óptimos resultados y demostraría que la libertad de enseñanza es un concepto que se ha defendido para poder aplicarlo en plenitud.

II. La libertad didáctica


En el capítulo anterior hicimos referencia a un aspecto que nos parece decisivo en los planteamientos referentes a la libertad de la enseñanza: los derechos de la familia, que no deben ser meros enunciados teóricos sino principios de aplicación práctica. Ahora queremos señalar otro aspecto que, también, reputamos de importancia notable. A diferencia del anterior, sobre este segundo punto no se ha hecho tanto hincapié en los debates sobre la libertad de enseñanza y, en consecuencia, es necesario fundamentarlo en su faz teórica y en su faz práctica. Se trata del principio de la "libertad didáctica" o sea, del derecho de disponer de un amplio margen de movimiento para la organización didáctica y para la renovación metodológica en los establecimientos escolares no estatales.

La batalla por la libertad de enseñanza se suele centrar siempre sobre un aspecto básico: la libertad de poder abrir escuelas y de que sus títulos sean reconocidos por Estado como equivalentes a los que se otorgan en los establecimientos oficiales. El Estado ha respondido siempre con las mismas palabras a tales demandas: "concederé el permiso –dice– de mis establecimientos, deben seguirse mis planes y mis programas y aún mis regímenes metodológicos".

Pocas veces se ha reparado en lo falaz de esta argumentación, que, sin embargo, ha sido aceptada hasta hoy casi sin discusiones. Y digo que es una argumentación falaz, porque prácticamente destruye la libertad que dice otorgar. De hecho, la única diferencia entre el establecimiento privado y el oficial es la formación religiosa, cuando se trata de un colegio privado religioso. ¿Pero, qué queda de una auténtica libertad de enseñanza cuando lo que se pretende es crear un establecimiento con otros criterios organizativos, didácticos o metodológicos?

Un Estado en verdad respetuoso de la libertad de enseñanza, y que no dejara de atender a sus deberes de custodio del bien común, debiera dar otro tipo de respuesta a las demandas para establecer colegios privados. Debiera decir: "Organice usted su escuela, prepare su plan de estudios, su régimen didáctico, disponga sus procedimientos metodológicos, y fundaméntelos desde el punto de vista pedagógico lo suficiente como para que yo (el Estado), pueda advertir un mínimo de seriedad en ello. Entonces le permitiré abrir su escuela con esas características y, para otorgar las equivalencias requeridas para sus títulos y diplomas, usted me permitirá que en forma periódica o al término de los estudios, someta a los alumnos a algún sistema de comprobación global que me permita constatar que tienen una preparación efectivamente equivalente a los egresados de los establecimientos oficiales".

Es necesario reconocer que ni el Estado se dispuso nunca a dar este tipo de respuesta ni, en general, los partidarios de la libertad de enseñanza se han propuesto conseguirla. Y todo esto por dos razones: la primera es aquella mentalidad estatista y que hace que aún los más fervorosos partidarios de la libertad en todos los órdenes, participen de un criterio estatizante y burocratizante hasta en los aspectos más nimios. (Todo funcionario, apenas llega a un mínimo de jerarquía, siente aflorar en él los impulsos absolutistas. Es el caso del jefe de oficina o del director de repartición que dispone por sí y ante sí un horario especial para atender al público o inventa requisitos especiales, que sólo responden a su capricho, para la realización de trámites rutinarios). Esa mentalidad estatizante es lo que hace que muchos propietarios o directores de colegios privados se asombren si se les dice que sería bueno tener planes o programas distintos de los colegios estatales. Están tan acostumbrados al sometimiento al Estado que no se les ocurre siquiera que se podría hacer algo distinto. Por otra parte –y esta es la segunda razón a que aludimos–, para hacer algo distinto se necesita cierta dosis de imaginación. Es decir, imaginación creadora de verdad; imaginación para los cambios de fondo de las grandes estructuras, no para la renovación de un detallamiento de un método o sistema. Que en tal escuela se enseñe a leer y escribir o a sumar o restar por algún nuevo método nada significa como cambio fundamental. Es apenas una etapa en la historia de métodos de enseñanza: ayer el método fonético; luego el método global; ahora Caleb Categno...

Lo interesante sería fundar un colegio y decir al Estado: "Mire usted, en este colegio no hay sistema de grados (primero inferior, superior, segundo, etc.), que tienen los colegios oficiales; ni seguiremos en absoluto los planes estatales ni sus programas porque creemos que tenemos una organización mejor que consiste en "esto" y "en "esto", que está fundamentado de tal y tal manera. Acépteme usted este sistema y nosotros (la escuela privada) nos comprometemos a que a los doce años, y después de "x" años de estudio, estos chicos tendrán una preparación y una formación igual o mejor que los alumnos que egresan de las escuelas oficiales". Supongamos una escuela técnica privada cuyo director esté en desacuerdo con los planes y programas que el Estado ha implantado para sus escuelas. Sin embargo no tendrá más remedio que someterse a estos planes y programas. ¿Qué queda entonces de una auténtica libertad de enseñanza, sino apenas la libertad de abrir una escuela que sólo se diferencia de las oficiales en su denominación?

Lo que el organismo oficial respectivo debiera hacer en este caso, en nombre del Estado, sería solicitar la formulación de un plan y un programa completos para la formación de técnicos en tal o cual especialidad; analizar sus fundamentaciones y si parecen aceptables, permitir su aplicación. Finalmente, debiera examinar a los técnicos resultantes, y comprobar si su formación general y profesional es inferior o equivalente a la que el Estado exige en sus propias escuelas. Quizás se encuentre con que de esta escuela salen técnicos mejor formados...

Puede ser útil ejemplificar con casos imaginarios algo de lo que venimos diciendo. Supongamos que determinados estudios didácticos, bien fundamentados en investigaciones serias y completas, demuestren que no conviene enseñar operaciones con decimales hasta determinado grado de la escuela primaria, y que comenzando esa enseñanza en ese grado se adelanta con mayor facilidad y 109 niños aprovechan en pocos meses tanto como par ponerse a la par y aún superar a quienes hubieran empezado uno o dos años atrás. Sin embargo, el Estado, no permitiría alterar el programa oficial de enseñanza. Si un padre educa a su hijo en su hogar está obligado a seguir estrictamente el programa oficial, año tras año, para poder acreditar esa instrucción mediante los exámenes anuales, reglamentarios. Creemos que esto es una exageración y una interpretación abusiva de lo que dispone la ley de educación común. El padre que no envía a su hijo a escuelas oficiales está obligado a probar que le da instrucción y que esa instrucción llena el "mínimum" obligatorio legal, pero ese "mínimum" no tiene por qué ser confundido con el programa oficial.

La clave de la cuestión es esta: el programa de los establecimientos oficiales –primarios o secundarios– es un criterio para desarrollar ciertos contenidos básicos o para cumplir ciertos fines esenciales. Lo que se debe y puede exigir a los establecimientos privados o a los padres que educan por sí mismos a sus hijos, es que cumplan esos fines esenciales o que desarrollen aquellos contenidos básicos, pero no hay razón para exigir el cumplimiento de un programa oficial. El Estado tiene derecho a exigir que todo alumno para acreditar sus estudios primarios, tenga nociones básicas de historia nacional, pero no tiene por qué exigir que se siga rigurosamente el programa de historia nacional de tercero, cuarto, quinto o sexto grados o de cuarto y quinto año, que no son más que criterios particulares sobre cómo desarrollar ese contenido. Es decir que El Estado debiera ponerse de acuerdo con los sectores educativos no oficiales, y determinar programas globales generales –que podrían llamarse "de madurez" o "de conceptos esenciales"– para los fines examinatorios concretos. Una escuela privada, de tal manera, podría establecer un programa de estudios y una metodología de enseñanza de Historia nacional o de Física –supongamos como casos concretos– totalmente distintos de los oficiales. (Quizás empiece a enseñar Historia por los últimos sucesos y prosiga hacia atrás en el tiempo: quizás emplee un programa de Física totalmente apartado de los moldes tradicionales).

Así concebidas las cosas, creemos que el Estado podría salvaguardar sus derechos de policía como custodio del bien común y de la seriedad de los establecimientos privados, y la libertad de enseñanza –en esta faz didáctica y organizativa que venimos considerando– sería una realidad y no una ficción.

Conviene señalar que todas estas consideraciones que hacemos con respecto a la necesidad de que el Estado conceda mayor libertad didáctica y organizativa a las instituciones docentes privadas y que no utilice su potestad fiscalizadora de títulos para obligar a esos establecimientos a seguir sus programas, planes y métodos al pie de la letra, se aplican igualmente a las relaciones entre el Estado y las provincias o municipalidades. Tenemos en América una larga tradición centralista de origen napoleónico, que en el caso de la Política Educativa ha determinado un interesante fenómeno (que por sí solo requeriría otro artículo). Mientras que muchas legislaciones escolares son "relativamente" centralistas, puesto que establecen organismos autárquicos para la dirección inmediata de la instrucción pública y admiten o exigen la colaboración de los municipios, la realidad ha conducido a una centralización mucho mayor de lo que las mismas leyes indican.

Además, existe otra dificultad, y es que todavía no hay un espíritu de lucha por esa libertad. Duele decirlo, pero conceptúo fundamental repetirlo: hasta ahora nos venimos conformando con que nos permitan abrir escuelas, aunque tengan que ser escuelas idénticas a las oficiales.

Es necesario comenzar a cambiar este espíritu: no conformarnos con esa libertad de abrir la escuela, si no se da, además, la libertad de hacer la escuela que se cree debe hacerse, si no se da libertad de "crear" los planes de estudios y los programas y los sistemas. Por supuesto, siempre que se demuestre que hay fundamentos desde el punto de vista pedagógico.

Es común tener miedo a la libertad. Miedo a los males que se derivan del mal uso de la libertad. Es cierto que esos males y esos peligros existen, pero hasta ahora tenemos pruebas concluyentes de que mayores han sido los peligros y los males del exceso de intervención oficial, y de la falta de libertad. Adentrémonos, pues, en la libertad plena y total, sin miedo, sin temores. Dentro de su atmósfera vivificante y creadora hallaremos los medios para rectificar los rumbos equivocados y reparar las faltas.


NOTA PARA EL CASO PARTICULAR DE LA REPUBLICA ARGENTINA


Sobre este tema de la obligatoriedad de la infiltración y los preceptos legales correspondientes, habría mucho que decir. No nos ha parecido prudente entrar en detalles excesivos en un artículo escrito con fines de divulgación y no concebido para especialistas, pero creemos que puede ser interesante añadir algunos datos a manera de nota complementaria.

Nos ceñiremos al rubro de la instrucción primaria, que es la única obligatoria, hasta ahora, en el país. Esta obligatoriedad se rige, en el plano nacional –dejaremos las disposiciones provinciales por razón de síntesis, aunque el panorama es similar– por las disposiciones de la ley 1420. Dice su artículo 2º: "La instrucción debe ser obligatoria..." pero añade en el 4º. "La obligación escolar puede cumplirse en las escuelas públicas, en las escuelas particulares o en el hogar de los niños; puede comprobarse mediante certificados y exámenes...".

He aquí un capítulo decisivo en materia de libertad de enseñanza. La ley, en efecto no obliga a enviar el niño a la Escuela del Estado, ni siquiera a ninguna escuela. El padre es libre de darle instrucción por sí mismo o por medio de maestros o preceptores particulares, bajo su exclusiva responsabilidad. Lo que el Estado exige es que se instruya al niño, y pide que esa instrucción se compruebe mediante certificados (que otorgará el Estado) y exámenes. Pero aquí nace el problema: esos exámenes se han de tomar sobre ciertos contenidos. ¿Cuáles serán esos contenidos? Es decir, concretamente: ¿qué es lo que el niño debe aprender en su casa, si un padre decide darle instrucción por sí? O también: ¿cuáles deben ser los programas de las escuelas privadas que pretenden otorgar a los niños la instrucción a que obliga la ley?

Tengo para mí que la respuesta es indudable: la da el artículo 6º de la ley 1420, que dice: "El "mínimum" de instrucción obligatoria comprende las siguientes materias: lectura y escritura: aritmética (las cuatro primeras reglas de los números enteros, y conocimiento del sistema métrico decimal y la ley de monedas, pesas y medidas); geografía particular de la República y nociones de historia general; idioma nacional; moral y urbanidad; nociones de higiene; nociones de ciencias matemáticas, físicas y naturales; nociones de dibujo y música vocal; gimnástica y conocimiento de la Constitución Nacional..."

Es decir, que la instrucción obligatoria, por mandato legal, es nada más ni nada menos que el "mínimum" que marca el artículo 6º.

En consecuencia el desarrollo de ese "mínimum" es lo que deben hacer las escuelas privadas y su cumplimiento es lo que se puede y se debe exigir a los padres que educan a sus hijos en sus hogares.

Sin embargo el problema práctico no se ha agotado. En efecto: surge de inmediato la necesidad de aclarar que quiere decir ese "mínimum", o sea, redactar un "programa" que lo desarrolle.

Si se presenta un niño de doce años a rendir examen libre general de instrucción primaria, con el objeto de comprobar el cumplimiento de la ley, ¿cómo acreditará que tiene las "nociones de historia nacional y de historia general" que exige la ley? ¿Cuáles serán esas nociones? ¿Bastará que sepa enumerar los grandes períodos de la historia universal, o se le exigirá que sepa escribir una carilla sobre cada uno? ¿Qué se entenderá por "nociones de higiene"? Dentro de esto, ¿se pueden exigir "nociones de higiene sexual", por ejemplo, o no? y en caso afirmativo, ¿qué se entenderá por "nociones de higiene sexual"? Véase cómo la aplicación concreta de la ley plantea de inmediato problemas que afectan los grandes principios de la política educativa. (En la época que corrió en el país de 1946 a 1955, sobre todo en los años finales del régimen, hubo padres que, deseosos de evitar en las mentes de sus hijos la corrupción política que podían significar ciertos contenidos obligatorios en las escuelas, decidieron dar instrucción a sus niños en el hogar. Pero la sorpresa llegó cuando fueron a rendir el "examen libre" correspondiente: allí no podían evitar que su hijo debiera conocer y saber exponer sobre ciertos temas...).

El Estado nacional ha resuelto el problema de cómo interpretar ese "mínimum" que marca el artículo 6º, diciendo, simplemente, que se debe desarrollar el programa de las escuelas primarias oficiales. De tal manera, quien desea acreditar que cumple las prescripciones de la ley 1420 y que ha llenado el "mínimum" de instrucción obligatoria, debe demostrar que domina todos los contenidos que señalan los programas del Estado. Y el mismo criterio se sigue, por extensión, con las escuelas privadas. De manera, pues, que la ley 1420 no me obliga a enviar a mi hijo a la escuela oficial, pero las reglamentaciones de la ley me obligana que mi hijo estudie, al pie de la letra, sin omitir una coma, el programa que el Estado ha organizado para cumplir el famoso "mínimum".

Así podría ocurrir que mañana el Estado considerara útil que en nociones de "historia universal" se diera una extensión inusitada a ciertas civilizaciones o culturas que quizás no son las que forman el contexto espiritual o cultural de la formación que deseo para mi hijo; o pudiera ser que en "nociones de ciencias naturales" presentara temas o puntos que contradicen mis posturas religiosas. Aunque mi hijo no vaya a la escuela oficial, se verá obligado a estudiar esos puntos. Pero no pensemos tan lejos... aunque ya sabemos que todo despotismo que utiliza la escuela como primer elemento de penetración en las nuevas generaciones.

En otros aspectos más inofensivos el problema es el mismo: debiera admitirse que en el concepto de "nociones de ciencias matemáticas", se den ciertos conocimientos que quizás no figuran en los programas oficiales y se dejen de lado otros que pueden considerarse menos importantes. Sin embargo no es posible dejar esos de lado, y sólo se pueden añadir los no incorporados al programa oficial, luego de haber concluido los que este marca. Pero a menudo, el tiempo no alcanza para tanto.

De todo lo dicho no debe concluirse que el Estado ha de soslayar la cuestión sin plantear exigencias formales, puesto que el enunciado del "mínimum" es a todas luces insuficiente para resolver la realidad del problema de la "comprobación de la obligatoriedad de la instrucción". Lo que sostengo es que el Estado se ha excedido, por vía reglamentaria, de lo que el espíritu y letra de la ley señalan.

Ese mínimum debe ser reglamentado, en efecto, pero no puede resolverse el problema diciendo: "cúmplase el programa de las escuelas oficiales". Esto atenta contra la libertad de instrucción que consagra la misma ley en su artículo 4º, y sólo puede admitirse por comodidad del Estado y por abuso de 108 funcionarios que han deformado con su interpretación la disposición legal. Y también porque nadie hasta ahora ha planteado la inconstitucionalidad de estas reglamentaciones.

Lo que se debe hacer, y lo que proponemos concretamente, es que se redacte un "programa" básico, que contemple con claridad suficiente cuáles son los contenidos esenciales que debe entenderse que cumplen el desarrollo de ese mínimum que marca la ley. Este programa básico no tiene por qué ser idéntico al programa oficial, que no es sino –repetimos– un criterio para desarrollar ese mínimum. El programa básico que proponemos debe ser suficientemente amplio como para que no haya errores o malas interpretaciones o desacuerdos sobre lo que se podrá exigir en asuntos de historia argentina o de historia universal, o de ciencias matemáticas, o de física, o de idioma nacional. En una palabra, permitirá que los niños que estudian en sus hogares o en escuelas privadas sepan a ciencia cierta qué es lo que deben aprender para que el Estado pueda comprobar satisfactoriamente que han cumplido los requisitos de la obligatoriedad escolar, pero no debe ser un índice estricto de temas o puntos particulares; debe ser de naturaleza comprensiva y básica.

En síntesis: creo que por vía reglamentaria, el Consejo Nacional de Educación debiera aclarar con precisión en que consiste ese mínimum que la ley 1420 señala. Luego, el Estado, en sus escuelas, redactará un programa para cumplirlo. Las escuelas privadas podrán tener sus propios planes y programas; los padres que se ocupen por sí de la educación de los niños, los suyos. Lo que el Estado tiene el derecho y deber de hacer es vigilar que aquel mínimum se haya cumplido satisfactoriamente en todos los casos.

Todos estos problemas –conviene aclararlo una vez más– no nacen solamente de posturas ideológicas relativas a la enseñanza religiosa, como a menudo suele creerse. En nuestro país los orígenes de muchas de estas desviaciones son fruto, simplemente, de la mentalidad estatista y burocratizante de muchos funcionarios que padecen de una especie de fe en el Estado "omnisciente" y suponen que lo oficial, por el sólo hecho de serlo, es lo mejor. También, porque perdura en el país la tradición francesa que ha hecho un verdadero culto del "diploma" para la política educativa. Véase este ejemplo: si un adulto quiere certificar su instrucción primaria obligatoria, a fin de emprender estudios secundarios o por cualquier otro motivo, debe rendir examen según los programas de sexto grado de las escuelas primarias, es decir, según programas concebidos para niños de doce años. Se dan casos, a menudo, de hombres o mujeres que por causas accidentales no poseen su certificado de sexto grado, pero han proseguido actividades o estudios por su propia cuenta que les brindan gran cultura y capacidad en diversos planos. Algunos de ellos, técnicos o expertos en profesiones de alto nivel, en la industria o en el comercio. Pero si deciden obtener su certificado tienen que hacer los mismos problemitas y responder las mismas preguntitas de historia o de geografía que los niños de doce años. Y hasta conviene que lo hagan con estilo infantil, para no desorientar al examinador, que seguramente, no tiene deseos de acomodar su mente a respuestas escritas por adultos... Pero no hay remedio, según nuestro estilo tradicional: aunque se trate de un brillante electrotécnico que realiza instalaciones de importancia o de una brillante secretaria de una empresa comercial, el día que quieren regularizar su situación o concluir sus estudios secundarios, le exigiremos el diploma de sexto grado, es decir, la tarjeta con signos de magia. Y para ello, debe saber responder a la pregunta que le tocó en suerte, por ejemplo, en la casa de quién se cantó el Himno Nacional por primera vez... Entonces estamos tranquilos: tiene "nociones de historia argentina".

 

Capítulo VII


El desarrollo en lo cultural

Hace ya más de un decenio que, desde las principales tribunas internacionales y desde los centros máximos de estudios e investigaciones, se viene señalando una nueva concepción del papel que lo cultural y lo educativo, cumplen en la sociedad contradiciendo posturas mentales anteriores que perduran con mucha fuerza y es habitual que dirigentes de alta posición, profesores universitarios y políticos muy bien intencionados, escuchen y acepten esas nuevas ideas pero, casi sin darse cuenta ellos mismos, procedan en última instancia guiados por estructuras mentales envejecidas que –quizá subconcientemente– los siguen dominando. No es fácil, en efecto, este "aggiornamiento" que los fenómenos culturales y educativos requieren con urgencia.

Debido a esta situación, creemos que el tratamiento de este tema debe dividirse en tres partes. En la primera se analizarán los errores más difundidos todavía y se considerarán cómo influyen en la realidad, es decir, cómo, al margen de las especulaciones teóricas que se aprueban en congresos, asambleas o publicaciones especializadas, ellos determinan la situación de hecho. En la segunda parte se estudiarán las bases sobre las que, a nuestro juicio, debe planificarse el desarrollo en lo cultural.

Por último, en la tercera, quedarán esbozadas algunas líneas directrices que esa planificación debe seguir.

Los equívocos


Las raíces del movimiento universal por la difusión de la cultura, en el doble sentido de la atención a las formas superiores de las letras y las ciencias y del esfuerzo por la implantación de un "mínimo" de instrucción a todos los habitantes, se nutren de tres fuentes básicas: la filosofía, la economía y la política propias de los siglos XVIII y XIX.

El iluminismo y la ilustración llevaron a sus últimas consecuencias su postura al exaltar a la razón –y a su arma básica: el método científico o experimental– como elemento generador del progreso y del bienestar individual y social. Es por eso que el despotismo ilustrado comienza una labor de difusión cultural y esto explica, también, que los primeros intentos de alfabetización obligatoria nazcan por la obra de algunos de estos monarcas ilustrados, guiados y aconsejados por el pensamiento de filósofos y estudiosos. La cédula real de Carlos III de 1781 es a este respecto un documento claramente revelador de lo que sostenemos, ya que en ella se dice que la difusión de la instrucción traerá consigo el "adelanto general del reino". La obra que en el virreinato del Río de la Plata cumplió en ese sentido el obispo Fray José Antonio de San Alberto, y la acción de Sobremonte como gobernador de Córdoba –que logró implantar escuelas de primeras letras en casi todas las villas y pueblos de su dependencia– y, finalmente, la acción de Manuel Belgrano como Secretario del Real Consulado, tienen el mismo fundamento. Conviene recordar que la famosa frase "educar al soberano" tiene su origen en el despotismo ilustrado, que sostuvo la necesidad de que los monarcas y quienes estaban destinados a serlo –es decir, los príncipes herederos– recibieran la indispensable formación intelectual en las letras y las ciencias, en la filosofía y en el derecho, para poder atender adecuadamente los asuntos del gobierno.

La economía puso también su grano de arena. La transformación del mundo de la producción, determinada en última instancia por las aplicaciones técnicas de los adelantos científicos, modificó en gran medida antiguas formas laborales y presentó nuevas exigencias de capacitación y de formación cultural. Hay en esto un doble juego: por un lado, la revolución industrial necesitó elemento humano con mayor preparación, no solamente para atender nuevas formas laborales sino también para desenvolverse en el nuevo marco socio-cultural que ella misma aparejó. (Piénsese, simplemente, en el urbanismo y los caracteres culturales que la gran ciudad exige a sus habitantes, comparados con los del hombre de zonas rurales). Pero, por otro lado, la revolución industrial permitió el aumento de esos niveles de instrucción popular, pues –superados los dolorosos y tremendos decenios iniciales, con su secuela dramática de explotación inicua y de trabajos forzados para mujeres y niños– el aumento de la productividad determinó que las naciones industrializadas necesitaran para satisfacer sus necesidades globales un total de "horas/hombre" de trabajo inferior al de la época anterior. El superávit de esas "horas/hombre" –es decir, la aparición global en la totalidad de la población de "horas/ocio"– se distribuyó por varias vías: una de ellas fue la escolaridad elemental obligatoria, que, a medida que la productividad sigue aumentando, encuentra también la oportunidad de prolongarse. (Los cuadros estadísticos internacionales revelan con absoluta correspondencia como los índices de escolaridad se prolongan en cada país en relación con los índices de productividad).

Finalmente, tenemos la fuente política que alimentó las raíces del movimiento universal por la educación y la cultura de los siglos mencionados. Esta fuente política, a su vez, abrevó de dos manantiales: la formación de las nacionalidades modernas y la concepción filosófico-política de la democracia. Las naciones –desde mediados del siglo XIX, recuerda Marías, la "nación" es el gran supuesto de toda política universal– se formaron a través de seculares procesos y se organizaron venciendo diferencias de razas, lenguas, religiones, tradiciones, costumbres y formas de vida. Es decir: se aposentaron sobre diferencias culturales muy marcadas. Los estados nacionales se vieron en la necesidad ineludible de formar un subsuelo cultural nacional, sobre el que se pudieran asentar principios unitarios. Intentaron luchar en varios terrenos, en algunos de los cuales fueron vencidos, como por ejemplo en el religioso. La mayoría de los estados nacionales aceptaron también la coexistencia de razas diferentes y aún tuvieron que aceptar la perdurabilidad de hablas distintas. Por su parte, los países americanos vieron situaciones parecidas por los aluviones inmigratorios que se volcaron sobre ellos. Sin embargo, los estados nacionales dieron batalla en otros rubros, sobre los que pudieron lograr mejores resultados. Así, todas las naciones crean tradiciones históricas comunes; difunden una lengua escrita común y obligatoria para la vida oficial y para los estudios, desde los elementales hasta los superiores; fuerzan el nacimiento de literaturas nacionales, convirtiendo a autores regionales en símbolo del país; exaltan algún tipo de folklore –que es siempre un fenómeno localista– al grado de nacional; glorifican a uno o dos héroes como símbolos legendarios de la nacionalidad y procuran –por todos los medios– que exista una unidad de sentimiento nacional que permita superar las diferencias antedichas. Nace así el llamado "estado cultural": es el estado que crea Academias de la lengua o de las letras; que se ocupa de la educación y le interesa la obligatoriedad de la instrucción elemental en cuanto mediante esa actividad escolar encuentra el único medio que –por entonces– le garantiza una formación uniforme mínima de sus miembros.

El otro manantial de tipo político es el de la forma democrática de gobierno. Este ideal requiere que todos los súbditos del Estado participen del gobierno, ya sea como dirigentes o al menos como electores de esos dirigentes o representantes. Es indispensable entonces capacitar al ciudadano para que cumpla su misión: la democracia le toma la palabra al despotismo ilustrado y sostiene que, en efecto, es necesario "educar al soberano", pero como ahora el soberano es el pueblo, a quien hay que educar es al pueblo. Por otra parte, la democracia garantiza derechos que el ciudadano debe conocer para poder defenderlos y hacer que se respeten. Por eso un iletrado es un pobre defensor de sus derechos ya que prácticamente no puede conocerlos. Esto mismo explica la importancia especialísima que alcanzan las constituciones, particularmente en los países americanos, y también –como lo ha señalado Sánchez Viamonte– la necesidad de que la constitución sea "escrita" (es decir, compilada en un solo cuerpo orgánico). El razonamiento de los hombres del XIX es simple y lógico. Es un ejemplo de silogismo propio de la ilustración que llevó la aplicación del método experimental a las cuestiones sociales, sin advertir que dicho traslado no podía hacerse de manera directa: damos una constitución escrita, que explique con claridad derechos y deberes (el domicilio es inviolable... no se puede detener a nadie sin orden escrita de autoridad competente... el pueblo no delibera ni gobierna sino por medio de sus representantes); luego enseñamos a todo el pueblo a leer y escribir; en consecuencia, el pueblo conocerá sus deberes y derechos y nadie podrá conculcarlos. La democracia, pues, había encontrado su camino en la instrucción popular.

Finalmente, la democracia exige también dar a cada ciudadano la oportunidad de desarrollar sus talentos: es la famosa igualdad de oportunidades que Estados Unidos elevó a principio rector de toda su política educativa. Nadie debe quedar atrás por no habérsele brindado la ocasión de desarrollar sus posibilidades.

Con esto queda –en forzada síntesis– resumido el origen de los movimientos de difusión cultural y educativa propios del siglo pasado. Con ello se ve claramente el enfoque de dicho movimiento con las circunstancias económicas, políticas y filosóficas de la época. Pero durante el siglo actual ha ocurrido un fenómeno curioso. De todo ese vasto mosaico de fenómenos determinantes del avance cultural y educativo, algunos quedaron ocultos y otros fueron utilizados permanentemente como motivos esenciales de la necesidad de la cultura y la educación. Las raíces filosóficas y las económicas quedaron ocultas y en cambio se agotó constantemente la raíz política: es decir que actualmente sólo se citan como causales de la necesidad de la educación la formación nacional y democrática. Ahora bien: la mayoría de los grupos dirigentes de nuestra sociedad son, en el fondo, bastante escépticos con respecto a las posibilidades de formación nacional y democrática por la vía de la educación, aunque casi nadie lo confiese abiertamente. El siglo XX ha mostrado que aquel sencillo y aparentemente irrefutable silogismo del XIX nos exacto. No basta ilustrar al pueblo para que funcione la democracia. La raíz del error está en que a los fenómenos sociales no se los puede analizar exclusivamente con los instrumentos del método experimental, útil para las ciencias de la naturaleza pero no para las del hombre como ser social. Tampoco es muy grande el éxito que se puede obtener –por la exclusiva vía escolar– para formar los sentimientos de nacionalidad.

Como resultado queda esto: hoy, el hombre común (incluyo en la denominación de hombre común a muchísimos altos y excelentes dirigentes políticos u hombres de ciencias y letras) creen, en última instancia y aunque no se atrevan quizá a confiárselo a sí mismos, que la acción cultural y educativa es solo una tarea de "caridad", entendida la palabra en su dimensión más alta. Es decir, que se debe dar educación y atender al desarrollo cultural porque el hombre tiene, además de sus necesidades materiales, un destino trascendente o un espíritu que excede esas necesidades materiales. Pero se ha perdido el enlace entre los fenómenos de la economía, de la producción, de la técnica y aún de la política con los educativos y los genéricamente llamados culturales. Esto determina que –a pesar de los discursos y de las grandes palabras– a los fenómenos culturales y educativos no se los atienda o se los sostenga apenas con los rezagos de los presupuestos. Y cuando se atiende mal y tardíamente algún reclamo salarial docente o alguna protesta ya muy indignada de una director de museo o de un presidente de academia, se lo hace por razones de tipo electoralista o para no quedar demasiado mal ante la opinión. Sin embargo, esta misma opinión formula el reclamo a favor del museo o de la academia sin comprender la relación entre este ámbito cultural y los aspectos políticos y económicos.

Este es el primer equívoco grave que existe hoy en el plano del desarrollo cultural: su enfoque como misión que la sociedad encara porque es una sociedad "buena"; porque quiere preocuparse del hombre y mejorarlo espiritualmente. De aquí deriva, lógicamente, el segundo error (y creemos que este silogismo sí es exacto): lo cultural y lo educativo resultan aspectos que se pueden o no atender; que se pueden postergar; o que se pueden atender mejor o peor según los apremios económicos. Dígase lo que se quiera; proclámese lo que se proclame en discursos de cualquier índole; júrese, inclusive, que el espíritu de tal o cual prócer o que el ideal de la democracia inspira la acción de los gobiernos: lo absolutamente cierto es que en América del Sur ningún país atiende a lo cultural ni a lo educativo en forma orgánica ni comprende la necesidad de hacerlo. Una propaganda masiva de tipo universal (por ejemplo la de la UNESCO) los lleva, a lo sumo, a preocuparse, por razones de prestigio, por las cifras del analfabetismo, pero esa propaganda no logra hacer comprender por qué hay que desterrar el analfabetismo. Ella es también una mala propaganda y participa del pecado común a las asociaciones de docentes de casi todo el mundo y en el cual incurren asimismo pedagogos y especialistas: es demagógica, clama a la democracia y al espíritu del hombre contraponiéndolo a la técnica y a la economía. Por eso es que se centra la batalla en el analfabetismo, cuando lo importante es lograr la prolongación de la instrucción primaria. Hoy, Bolivia podría salir de su situación de subdesarrollo con la misma masa de analfabetos, siempre y cuando tuviera una minoría amplia con instrucción secundaria y una minoría reducida con excelente formación universitaria. Y ello le permitiría –luego– concluir con el analfabetismo en poco tiempo. Una vez que enseñemos a leer a todos los analfabetos de ese país, no habremos sino logrado grandes masas consumidoras de historietas, puesto que previamente no se habrán dado las condiciones indispensables para el desarrollo. (Es obvio que los demagogos de la educación interpretarán esto como que no queremos la alfabetización de las masas y dirán que pretendemos culturas de élite. No importa. Otros dirán que referimos todo lo espiritual a la economía y deducirán nuestro marxismo. Unos y otros interpretarán superficialmente lo dicho. Es un riesgo que debemos correr).

Por último, existe otro equívoco –el tercero– que está dañando de manera grave a toda nuestra generación: es la antinomia forzada que se hace entre técnica y espíritu; entre trabajo y cultura; entre educación y economía. El mundo contemporáneo ha escindido los valores estéticos del mundo técnico. Busca la belleza en los museos y cree que quien diseña un automóvil o el envase de un producto es un "esclavo de la técnica", que debe ganar su sustento en un mundo cruel e injusto realizando una labor mezquina, orientada sólo hacia un interés material. Esto lo cree también el diseñador, que al salir de su trabajo procura reencontrarse a sí mismo y marcha hacia el museo donde intenta hallar aquel valor estético que él supone –mal orientado y peor informado– que no existe en su trabajo cotidiano. Hemos creado el hombre escindido, que trabaja en algo que no siente y en una profesión o empleo al que sólo asigna valor de obtención material de recursos. Hemos escindido la economía del espíritu, la técnica de lo cultural, lo educativo del mundo del trabajo. Y con ello destruimos el mundo cristiano más auténtico, que es unión de materia y espíritu; que es consagración del hombre a Dios en el mundo: que es exaltación de la obra de Dios completándola y perfeccionándola; que es mejoría de las condiciones del trabajo en busca de una mayor dignidad de cada ser; que es procurar dar a cada prójimo un mejor nivel de vida para que pueda elevar mejor su espíritu. Sin darnos cuenta hemos caído en las redes del error marxista: sostener que todo depende de la economía pareció tal blasfemia contra el espíritu, que desde entonces nos dedicamos a separar ambos campos, y con ello, efectivamente, hemos escindido al hombre, que dedicado al menester económico cree estar desligado de su destino trascendente o de su espíritu. El error marxista era otro: la economía depende del espíritu en cuanto es el espíritu humano quien crea las formas de vida económicas; quien crea las técnicas; quien diseña los instrumentos; quien canaliza la producción.

Y es el espíritu humano quien –al pecar– pervierte la economía, la técnica y los instrumentos y conduce mal la producción. Es absolutamente indispensable –para salvar al hombre moderno de esta tremenda escisión que lesiona su integridad y lo anula como hombre– reintegrar en plenitud el concepto de unidad de lo productivo con lo espiritual; lo económico con lo trascendente; lo estético con lo útil. ¿Por qué tememos sostener que la educación debe atender las necesidades del desarrollo económico y del mundo del trabajo, cuando ese desarrollo económico y ese mundo del trabajo no son sino fruto del espíritu humano, que transforma la obra de Dios y la encauza al servicio de la trascendencia del ser? El hombre –su espíritu– es el creador de la técnica y el responsable de la economía. El mundo del trabajo es hijo suyo: no lo separemos de su padre. Al hacerlo, servimos la causa que queremos atacar: entonces si el hombre está alienado, está enajenado al trabajo y a la técnica. No existe trabajo humano, no existe técnica, no existe economía, no existe organización política que no sea fruto del espíritu. Y su único objetivo es el hombre. Al establecer el corte dejamos sin sentido trascendente al trabajo y a la economía: ese es el triunfo del ateo y del marxista, y entonces el hombre está perdido.

Las bases

He aquí pues que, en nuestro razonamiento, la planificación del desarrollo de cualquier comunidad históricamente tipificada se integra con el desarrollo en lo cultural, pero no por razones de "caridad" –o sea para evitar que se niegue al hombre alguna dimensión más alta o trascendente que las que brindan los aspectos de la economía o del mundo del trabajo sino porque lo cultural se integra forzosamente con esos otros aspectos. Mejor dicho: lo cultural –es decir todo lo que habitualmente, en un lenguaje no muy preciso, hace referencia a aspectos preferentemente llamados espirituales– determina y es el agente causal de lo económico, de lo tecnológico, del mundo del trabajo en última instancia, en lo cual deben incluirse desde los aspectos de la organización de la empresa hasta los de la publicidad, desde la racionalización de la producción hasta los problemas salariales.

Lo primero será, entonces, "pensar" el planeamiento cultural y educativo desde este ángulo, lo cual exige una conversión mental bastante más profunda de lo que se puede creer a primera vista. Los educadores en particular tienen en la mayor parte de los casos una especie de orgullo desdeñoso con respecto a los fenómenos de tipo económico o referidos al mundo del trabajo. Generalmente, para disimular resentimientos por la forzada pobreza monetaria a que están condenados o envidias y frustraciones por las riquezas que ostentan otros sectores profesionales, exageran y fuerzan una diferencia que no tiene razón de existir y desprecian ostentosamente ese otro mundo del trabajo y de la producción. Es habitual oír expresiones que señalan el "materialismo" o el "egoísmo" de las tareas productivas –un empresario, un contador, un comerciante... etc.– y a la vez laudatorias expresiones referidas a la "desinteresada" obra de los educadores, al sacrificio que impone esta "vocación" y a como maestros y profesores hallan su "premio" no en grandes salarios o en retribuciones monetarias sino en "espirituales" compensaciones. Creemos todo esto producto del error y de una pedagogía declamatoria, sin fundamentos serios y que con toda justicia ha cobrado muy mala fama en nuestro país. La verdad es que teniendo en cuenta la tarea poco útil que cumple el sistema escolar argentino; los deficientes resultados que obtiene; y el derroche económico que exige debido a una pésima organización y a los anticuados criterios con que se siguen manejando sus estructuras, los educadores reciben de la sociedad –hablando en sentido global y no individual– todavía más de lo que merecen. A fuer de ser educador y de pedagogo opino francamente que no tiene ningún sentido ni plañideras lamentaciones sobre nuestro destino económico ni jactanciosas afirmaciones sobre nuestra apostólica vocación: lo que ha de hacerse es demostrar con claridad que lo que hacemos tiene un profundo sentido y es una función de similar jerarquía y necesidad que cualesquiera otras. Entonces la sociedad –y ya comienza, muy de a poco, a hacerlo– remunerará a un experto en educación como hoy a un experto en economía. En verdad, no tiene sentido pagar a centenares de miles de maestros en todo el territorio nacional para que gasten horas y horas de trabajo enseñando a los niños cuestiones tales como "El Día del Bombero Voluntario" o "Necesidad de respetar a la paloma mensajera", o "Conveniencia de respirar aire puro". De los programas actuales de nuestra escuela primaria sobra la mitad y de la mitad restante un cincuenta por ciento se puede trasmitir y enseñar mejor con otros sistemas que no son los escolares. En síntesis: pedagogos y educadores deben comprender y aclararse a sí mismos, en primer lugar, y luego explicarlo a la sociedad, qué papel desempeña lo educativo y lo cultural en el mundo de hoy. Saber entroncar lo cultural con todos los restantes planos de la vida –lo cual no es sino, repetimos, poner las cosas en su lugar, ya que esos restantes planos son hijos de la cultura y del espíritu– y pensar un sistema escolar y educativo (que son dos cosas distintas: lo educativo incluye lo escolar como el todo a una parte) que efectivamente responda a necesidades reales y pueda satisfacerlas adecuadamente. Todo sistema pensado sin considerar los restantes planos es falso e inútil. Ningún educador o pedagogo que ignore la realidad de la vida empresaria moderna; que no tenga en cuenta la existencia de los medios modernos de comunicación del pensamiento; que desconozca los avances y el papel de la técnica y que pretenda seguir condenando las formas de vida moderna como si existiera la más remota posibilidad de retroceso en la historia podrá estructurar un sistema educativo con sentido ni con probabilidades de ser aplicado. Quien quiera condenar la vida en casas de departamentos o la tendencia al urbanismo; quien prefiera hacerse sus vestidos con sus manos; quien lamente los progresos en los medios de transporte, tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, a escribir tratados al respecto y defender sus puntos de vista: pero si es un educador profesional, un pedagogo o tiene la responsabilidad de planificar el desarrollo educativo y cultural debe abandonar su misión. El maestro o el profesor que desee ver exterminada la televisión puede dedicarse a organizar una campaña para obtener su ideal, pero ningún pedagogo tiene, hoy, el derecho de desconocer la existencia de la televisión para resolver los problemas que plantean las nuevas y urgentes necesidades educativas. Nadie le exige a un filósofo especialista en ontología que conozca el mundo de la empresa moderna (aunque no le haría mal) pero un pedagogo no puede ignorarlo.

Ahora bien: establecer este enlace implica otra obligación mental ineludible, que consiste en otorgar sentido "humano" o "trascendente" a los fenómenos económicos y productivos en general. Cultivar cereales o criar novillos; llevar la contabilidad de una empresa; procurar abaratar los costos de una línea de producción diseñar automóviles o dibujar tapas de álbumes de discos; manejar un torno o idear "jingles" de publicidad para televisión; conducir un avión de chorro o enseñar latín; curar cuerpos o encauzar almas: todo apunta al hombre, todo entronca en última instancia con el fin último del hombre, naturalmente que ordenado según lógicas jerarquías. En este punto son los economistas y los hombres del mundo del trabajo quienes deben procurar una revisión de sus ideas básicas: un poco, ellos son víctimas de errores ampliamente difundidos y hasta es común que muchos de estos hombres se sientan apesadumbrados por dedicarse a menesteres sin vinculación –según ese falso concepto– con cuestiones humanas de más alta dignidad. Pero otro poco ocurre que esta decisión, esta falta de sentido humano de su labor, es conveniente para quienes efectivamente llevados de designios innobles prefieren dejar de lado tal dimensión para obtener beneficios materiales cada vez mayores y de cualquier manera. Es misión, precisamente, del buen desarrollo cultural y educativo que esto no ocurra. Debe procurarse que aquellos hombres del mundo del trabajo productivo no se equivoquen creyendo que su tarea está desconectada de la dimensión trascendente o de valores éticos: que estos otros no puedan seguir utilizando ese equívoco como excusa para una postura que, desde el punto de vista cristiano es la del pecador y desde el punto de vista de cualquier teoría moral agnóstica es a todas luces condenable.

Las líneas directrices mínimas


Quedan descriptas hasta aquí las bases sobre las que debe pensarse el planeamiento del desarrollo en lo cultural. Comprendemos que son bases difíciles de lograr y que quizá no sean las que podrían haberse esperado bajo tal denominación. Creemos, sin embargo, que estas posiciones mentales, son, justamente, los requisitos previos indispensables y que hasta tanto no se logren –pero de verdad, en profundidad, comprendiendo la esencia de la cuestión, y no meramente con discursos o declamaciones o satisfaciéndose con recomendaciones de congresos internacionales– todo desarrollo cultural será falso, es decir, no habrá desarrollo de tal naturaleza y todo planeamiento educativo será, en tal caso, modificar parcialmente un cuadro caduco, que en adelante ostentará un marco más bonito, con pretensiones de moderno, pero que seguirá afectado de su intrínseca fealdad e inutilidad.

Supuestas, pues, estas bases, nos queda por decir, en breves líneas, cuáles son –a nuestro juicio– las líneas principales que debería seguir el desarrollo cultural y educativo en los países latinoamericanos.

En primer término, es indispensable obtener una buena base de desarrollo intelectual mínimo en cada uno de los miembros de la comunidad. Entiendo por esto obtener para todos los habitantes una escolaridad mínima equivalente a unos diez años, aproximadamente. Para por lo menos la mitad de la población, será necesario contemplar además una prolongación de estudios regulares que abarque tres o cuatro años más, y estos deberán ser orientadores hacia carreras universitarias o permitirán obtener capacitaciones ocupacionales bien definidas en unos pocos núcleos básicos. En segundo lugar, todo planeamiento del desarrollo cultural y educativo ha de contemplar necesariamente el desplazamiento de muchos objetivos que hasta ahora se intentaban lograr por medio de la escuela, a otros medios de comunicación del pensamiento. Creo, por ejemplo, que la historia nacional debe desterrarse totalmente del ciclo inferior de la escuela primaria y encargar la misión que compete a ese contenido en tal ciclo a la televisión, al cinematógrafo y las revistas y periódicos infantiles. Estos ejemplos pueden multiplicarse.

Como tercera línea directriz, ha de pensarse en una escuela totalmente diferente de la actual: en ella, unos cuantos técnicos y expertos en cuestiones determinadas –verbigracia, alfabetización o enseñanza de operaciones con enteros– serán los responsables de obtener, en plazos prefijados, la "producción" correspondiente en cantidad y calidad. La mayor parte de las finalidades de formación patriótica y cívica deben desplazarse también a otros sistemas educativos.

Cuarto: los diferentes niveles educativos –primario, medio, universitario– deben integrarse en el planeamiento y en el gobierno educativo general, pudiendo sin embargo respetarse autonomías de tipo académico de investigación científica o modalidades de trabajo docente. Pero la organización de las diferentes carreras universitarias; la fijación de objetivos profesionales o culturales de tipo general; la asignación de recursos; las tareas de racionalización de administración y de edificación; los enlaces entre uno y otro nivel; y la modificación de cada uno de ellos para atender las necesidades comunes exige una coordinación de tipo general. Es decir, un planeamiento en verdad "integral".

Quinto: el Estado tiene que asumir en todo esto el papel que se le reconoce actualmente en los países de sólida estructura democrática para los fenómenos económicos o genéricamente llamados sociales (salud pública, por ejemplo). Es decir: el Estado no puede de ninguna manera permanecer al margen del planeamiento del desarrollo en lo cultural y en lo educativo, pero mucho menos puede asumir en tal aspecto un carácter de único orientador o de poseedor de la verdad absoluta. La intervención del Estado no creemos que pueda mantenerse ya en aquel papel "supletorio", exclusivamente, pues tal postura correspondería un poco a la actitud liberal del Estado frente a la "cuestión social" (la pérdida del trabajo por un grupo grande de personas por cierre de una empresa), que se sostenía a fines del XIX. No nos parece prudente que hoy el Estado se limitara, en materia educativa, a hacer solamente lo que la familia o la sociedad u otras instituciones no pueden hacer. O mejor dicho: lo que ahora ni la familia ni la sociedad genéricamente considerada ni la misma Iglesia pueden hacer en materia educativa es mucho más de lo que se preveía o se pensaba a principios de siglo. Y el Estado debe, pues, actuar, no ya sólo como vigilante del bien común o para atender a sus propias necesidades tipo cívico político (formación nacional y formación ciudadana) sino para atender los problemas de entronque de lo cultural con todos los otros planos de la vida del país, en los cuales su presencia es hoy insoslayable hasta para los más ortodoxos en materia de liberalidad o no intervención estatal. Curiosamente, mientras sostenemos lo que antecede, pensamos que esta intervención del Estado debe ser efectivamente mayor que antes, pero en otro tipo de cuestiones, no en las que hasta ahora ha intervenido principalmente. Pues a la vez defendemos el principio de que la familia, la Iglesia y sobre todo las comunidades locales deben aumentar en gran medida su labor en el desarrollo cultural y educativo. En la Argentina, por ejemplo, la comunidad local o la familia le han disputado siempre al Estado el derecho de imponer una determinada orientación ideológica o religiosa en las escuelas, pero salvo eso no ha tomado intervención directa en las cuestiones educativas. El desarrollo cultural y educativo del futuro debe lograr que el Estado tome su puesto en los múltiples problemas que hemos indicado en el punto cuarto e estas líneas directrices, y que de ninguna manera podrían asumir por más que lo quisieran la Iglesia o la familia o la comunidad local. Pero estas últimas instituciones deben cobrar un papel muchísimo más activo que hasta ahora en la dirección de los asuntos escolares inmediatos; en la formación ideológica o religiosa de los alumnos de las diversas confesiones o de las diferentes comunidades; en la actuación a través de los modernos medios de comunicación del pensamiento, que son notablemente más eficaces que la escuela para obtener ciertos fines formativos de tipo cívico o moral, y en la propia acción –caso de la familia– para la conducción espiritual de la generación joven. En síntesis: el Estado y las restantes instituciones deben aumentar su acción, pero en sectores diferentes de aquellos en los que hasta ahora centraron su tarea. Ocúpese el Estado de establecer un adecuado enlace vertical entre los ciclos diferentes y en planificar necesidades en materia de capacitación ocupacional, y deje en cambio de determinar punto por punto programas analíticos para todas las escuelas.

Como sexta y última línea directriz básica del desarrollo cultural dentro de una planificación integral del desarrollo, permítasenos indicar otra que reputamos ineludible: la preparación de especialistas y expertos en cuestiones de planeamiento educativo y cultural. Hasta ahora, estos cuadros humanos se llenan a duras penas y malamente con "educadores" o pedagogos. No es lo mismo: ser un buen maestro o un buen profesor de historia, un buen director o un buen supervisor, no significa necesariamente que se posea la capacidad indispensable para estas otras funciones. De entre los educadores y los pedagogos debe salir, seguramente, y mediante una formación específica, una buena parte de aquellos especialistas y expertos. Otra parte debe reclutarse, además, de entre economistas, técnicos y empresarios.


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Junio 1993
Buenos Aires, Argentina