Universidad
y Pedagogía
Imprenta de la
Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe 1966
Como todo
arte, el de la enseñanza tiene sus reglas, ya expresas,
ya tácitas, y aunque el enseñante no tenga conciencia
de ellas, existen, así como el hombre común
discurre lógicamente sin saber lógica. Dichas
reglas tienen un doble origen: la experiencia, en cuyo caso
se transmiten de generación en generación, por
tradición oral o por imitación, y siempre en
forma asistemática y fundamentaciones científicas
(distintas según cada arte, y que se suelen transmitir
mediante procesos educativos sistematizados).
Pero
todas las reglas, las de uno y otro tipo, son susceptibles
de ser reunidas en un cuerpo de doctrina, es decir, de organizarse
en una doctrina metodológica y ser transmitidas en
forma sistemática. Además, todas las artes,
en el instante de su ejecutividad, suelen contar con un elemento
especialísimo: la inspiración personal, chispa
interior del artista, la capacidad natural o innata del ejecutor,
que no depende de ninguna formación previa. Es lo imprevisible,
lo que escapa a la regla, lo que ni siquiera –a menudo–
puede ponerse por escrito.
También
la enseñanza participa de aquellas reglas de doble
raíz y de esta chispa, de esta inspiración.
Ahora bien: es habitual que cuando se habla de formación
pedagógica del personal docente, se oponga la capacidad
personal innata (es decir, aquella inspiración, aquella
chispa) a las capacitaciones que se pueden dar mediante cursos
o estudios sistematizados de cualquier naturaleza. Y esta
polémica u oposición aumenta de tono a medida
que se trata de los niveles de enseñanza de mayor nivel,
ya que en el campo de la docencia superior o universitaria
es donde parece que esta capacidad innata es lo fundamental,
y sólo puede ser reemplazada pobremente –y hay
quienes sostienen que no puede ser reemplazada en absoluto–
por cualquier tipo de formación.
Hay algo
más: el arte de enseñar posee todavía
otra característica muy especial. El objetivo del docente,
es decir, del artista en este caso, está indisolublemente
entrelazado con los fundamentos mismos de sus reglas metodológicas.
El cirujano
debe estar empapado de conocimientos científicos que
le permitirán lograr un fin netamente diferenciado
(o diferenciable) de esos conocimientos científicos:
la salud del enfermo es, en efecto, una consecuencia de la
aplicación práctica de sus conocimientos científicos
y de la correcta aplicación de una técnica también
fundamentada científicamente, pero esa salud es, al
fin, algo distinto de sus conocimientos científicos
y de esa técnica. Su arte y la salud del enfermo son
dos cosas diferentes, o por lo menos netamente diferenciables
y separables.
En cambio,
el profesor de cirugía tiene por fin de su acción
docente algo que se confunde con sus conocimientos científicos
y al dominio de la misma técnica que él debe,
a su vez, dominar, para poder enseñarla. Su arte tiene
como objetivo que sus discípulos lleguen al dominio
del campo científico o técnico que él
domina. Su arte de enseñar cirugía se confunde
mucho (o por lo menos es menos fácil diferenciar) con
el fin que persigue: que sus discípulos dominen el
mismo arte. O sea que en el arte de la enseñanza, el
cabal dominio de lo que se enseña viene a ser condición
sine qua non para su desenvolvimiento adecuado. Un cirujano
mediocre puede, sin embargo, salvar muchas vidas y obtener
un buen número de resultados satisfactorios en sus
intervenciones. Pero no hay duda que para ser un buen maestro
de cirujanos es necesario ser un gran cirujano.
Por esto
es que suele surgir frecuentemente una nueva polémica.
Es la que se entabla entre quienes afirman que el conocimiento
científico –lo más profundo posible–
es condición necesaria y suficiente para el buen ejercicio
de la docencia, y quienes, admitiendo lo anterior; sostienen
que, además, resulta necesaria una capacitación
pedagógica, ya sea de ese tipo innato o propio de la
inspiración personal no dependiente de formaciones
sistemáticas, ya sea la que se logra mediante la transmisión
sistematizada de las reglas propias del arte de enseñar
(sean estas, por su parte, fruto de la experiencia o resultado
de fundamentaciones científicas).
Como
hemos dicho, la intensidad de esta polémica cobra caracteres
más graves en el ámbito de la enseñanza
superior. Es natural que sea así, puesto que la cátedra
universitaria tiene sus caracteres propios. En los grados
elementales de la escuela, lo que el docente debe dominar
como caudal de conocimientos científicos (lo que debe
saber de aritmética un maestro de segundo grado, verbigracia)
es poco. Pero en cambio se admite comúnmente que el
arte de enseñar a dividir a chicos de ocho años
es un asunto bastante difícil. Es decir que en la enseñanza
elemental pareciera que es más importante la formación
pedagógica propiamente dicha que el saber del docente.
(Que el saber del docente en cuanto se refiere al contenido
concreto que debe transmitir, en este caso, la división,
y no el saber del docente en cuanto sabiduría de psicología
infantil o de metodología, lo cual es, precisamente,
la capacitación pedagógica).
Un cierto
equilibrio entre ambos aspectos es el que opínase que
debe predominar en los niveles del segundo grado de la enseñanza,
mientras que en la Universidad, tradicionalmente, se ha concedido
importancia especial al saber más que a la capacitación
docente propiamente dicha. Hasta hoy, en casi todo el mundo,
lo habitual es que se nombre profesor universitario titular
de una cátedra de cualquier disciplina, a la persona
que demuestre ser el máximo exponente de la sabiduría
en la disciplina de que se trate.
Es comprensible
que así sea o que haya sido así, puesto que
el ámbito de la enseñanza superior exige necesariamente
un personal docente de alto nivel científico y parecería
absurdo que los más altos nombres de cualquier rama
del saber humano estuvieran ausentes de las aulas universitarias
por pretendidos defectos de tipo pedagógico puro. Es
efectivamente cierto también que a menudo, en la vida
universitaria, la frecuentación de los grandes genios,
o el contacto cotidiano con las más altas figuras de
la ciencia, tienen por sí mismos efectos positivos
sobre los estudiantes, que beben de labios quizá poco
expresivos o de clases quizá poco brillantes el caudal
de riqueza interior que estos hombres de excepción
brindan de esa manera.
Sin embargo,
por algún motivo ha de ser, con todo, que las exigencias
pedagógicas lleguen hoy también hasta los claustros
universitarios y en las últimas décadas un movimiento
universal reclama a la Pedagogía normas metodológicas
para la enseñanza superior.
Tengo
para mí que los motivos de esta difusión de
la preocupación pedagógica en la vida universitaria
son claros.
Por un lado, el crecimiento cuantitativo del alumnado en las
casas de estudios superiores, determina la aparición
de problemas nuevos y de inconvenientes difíciles de
superar, lo cual hace que se pida a la Pedagogía fórmulas
para solucionar estas situaciones que rozan, por una parte,
los aspectos de la Política Educativa general, y de
la política y del planeamiento universitario en particular,
y por otra, los fenómenos didácticos y metodológicos
propiamente dichos. La creciente complejidad del mundo cultural
contemporáneo; las dificultades cada vez mayores de
la ciencia y de la técnica; la aparición de
nuevas disciplinas, especialidades y carreras –muchas
de las cuales no se sabe siquiera cómo y dónde
ubicar dentro de las universidades– y, finalmente, la
doble y contradictoria urgencia de formar excelentes especialistas
y mentes capaces de abarcar la unidad última del saber,
provocan un conjunto de dificultades y de problemas que a
primera vista resultan casi insolubles.
Pero
además, se presenta otra situación sobre la
que conviene reflexionar atentamente. El problema de los fracasos
escolares en el ámbito universitario, o lo que es lo
mismo, el problema del bajo porcentaje de graduados en relación
con el número de inscriptos en los años iniciales,
como así también el fenómeno de la excesiva
prolongación de los estudios, son asuntos que hoy interesan
no sólo por un principio de solidaridad hacia los jóvenes
que fracasan en sus estudios. Es decir: no sólo se
trata de ayudar a los estudiantes porque individualmente considerados
sus casos conmueven. Hoy es la sociedad en su conjunto la
perjudicada con estos fracasos, ya que ellos determinan la
aparición en su seno de miembros inadecuadamente adaptados
o deficientemente aprovechados.
Por otra
parte, entre el conjunto de fracasados escolares de los ámbitos
universitarios, se cuenta un porcentaje grande de buena y
aún de muy buena capacidad intelectual: son miembros
que la sociedad desaprovecha y este es un lujo que hoy ningún
pueblo puede permitirse. El avance cultural de las sociedades
contemporáneas las ha llevado a una complejidad tecnológica
y organizativa de tan alto grado –en vías de
crecimiento, además– que se necesita ineludiblemente
contar con un gran número de personas con formación
superior en todos los campos del saber y del hacer.
Evitar
los fracasos en las aulas de estudios superiores; aprovechar,
en fin, los talentos disponibles, es en los años que
corren una exigencia de la sociedad, no sólo un reclamo
de las generaciones jóvenes frente a las adultas. Y
es por este conjunto de razones que la Universidad llama hoy
a las puertas de la Pedagogía para lograr soluciones
y hallar orientaciones en esas dificultades que día
a día se le presentan con más gravedad.
Es interesante,
en efecto, observar, que no se trata tanto de la Pedagogía
golpeando a las puertas de la Universidad, sino de la Universidad
que se acerca a la Pedagogía. Que hoy se hable en casi
todos los ámbitos de estudios superiores de problemas
pedagógicos y metodológicos y del perfeccionamiento
de los sistemas de enseñanza, no se debe de manera
principal al empeño de los pedagogos por introducir
su temática en el mundo docente universitario, sino
más bien a la preocupación generalizada de ese
mundo que vuelve sus ojos hacia los pedagogos en espera o
en reclamo de ayuda o de consejo. Y a menudo estas esperanzas
o estos reclamos se presentan como excesivamente confiados
en lo que la Pedagogía pueda dar, ya que las soluciones
a múltiples problemas se hallan –en gran medida–
todavía en el terreno de los tanteos o de los estudios
previos. Hay, pues, una difícil responsabilidad que
atañe a los especialistas en asuntos de Pedagogía
universitaria. Nos permitimos sostener que esa responsabilidad
debe constar, en primer término, con un particular
estado de ánimo: una disposición franca y abierta
para el aprender más que para enseñar: espíritu
abierto para la investigación y para la búsqueda
de la verdad. Si algo reputamos peligroso en este terreno
–peligroso sobre todo para la misma Pedagogía
universitaria– es el apresuramiento, la pretensión
de poner verdades comprobadas o las afirmaciones dogmáticas.
En efecto:
no hay aún una doctrina pedagógica referida
a los estudios superiores suficientemente construida o ampliamente
desarrollada. Existe, en verdad, un número apreciable
de reflexiones y de estudios escritos, debidos a profesores
o estudiosos de jerarquía, sobre tópicos diversos;
y hay, principalmente, una vastísima experiencia docente
de numerosos profesores de notable capacidad didáctica,
pero que no han tenido aún la oportunidad de sintetizar
su experiencia en un cuerpo sistemático de doctrina.
Falta
organizar todo este caudal; y es necesario ensayar, tantear,
investigar, estudiar, en fin, con el aporte de todos los universitarios
a fin de obtener sólidos resultados.
Más
que nunca es necesario aquí retomar la postura del
filósofo que comienza su obra en búsqueda de
la verdad y hacer un voto de pobreza en materia de conocimientos,
si se ha de trabajar con los ojos y el espíritu abiertos
para el estudio y la investigación en un campo que
debe ser explorado y recorrido despaciosamente, metro a metro,
listos siempre a volver atrás para recomenzar nuevas
sendas, a fin de elaborar un conocimiento duradero y eficaz,
que permita responder con provecho y con seguridad alas exigencias
que la Universidad plantea a la Pedagogía.
Nadie,
por otra parte, debe esperar resultados inmediatos o de fórmulas
más o menos prodigiosas que de un día para el
otro cambien totalmente la faz de los estudios superiores.
Se trata, más bien, de iniciar un sendero hasta ahora
poco recorrido y en el cual se deben asentar firmemente los
tramos iniciales; señalar las rutas con mojones sólidos;
despejar de malezas y dificultades los tramos más difíciles.
Pero, las conclusiones, las conquistas de esa labor, no podrán
llegar en un día: se ha de trabajar con la mirada en
el futuro. Bien está el afán por mejorar el
presente cuanto se pueda, pero el apuro y la precipitación
son, en el campo educativo, peligrosísimos. Si algo
está de más en la Pedagogía –y
en particular en la Pedagogía universitaria–
es el afán exitista: comenzar un ensayo metodológico
o implantar una renovación didáctica u organizativa
de cualquier tipo (en planes, programas, regímenes
de enseñanza o de promoción, etc.), dispuestos
de antemano al éxito y al triunfo de la tesis previamente
sostenida. En asuntos pedagógicos se requiere una buena
dosis de humildad : empezar el ensayo o renovar un sistema
con la mayor fundamentación teórica o experimental
posible, pero con el ánimo dispuesto al fracaso, es
decir, dispuesto al reconocimiento del fracaso total o parcial
cuando él se presente. El entusiasmo no debe evitar
la mirada penetrante de quien vigila con cuidado y atención
al desenvolvimiento de la labor.
De Sócrates
a Pestalozzi, el éxito de los grandes pedagogos de
la historia es un tejido hecho de humildad y de fracasos.
Excesos y decoro en
el lenguaje
Cuadernos del Sur
9. Año II, Abril de 1965
No decimos
nada original si afirmamos que las costumbres aparentemente
más triviales o los hábitos formales con que
cumplimos actividades cotidianas elementales, constituyen
fenómenos definitorios de las diversas culturas y civilizaciones.
Las maneras de saludar o los hábitos de comensalía,
por ejemplo, son manifestaciones estrechamente ligadas a pautas
culturales netamente diferenciadas según sea el "status"
intelectual y económico de cada pueblo o de cada grupo
social. Pocas actitudes como las que se refieren a las formas
de comer revelan tan claramente los niveles educativos y sociales
de una persona. Las diferencias se acentúan de tal
manera que lo que en determinado pueblo o grupo social es
obligación inexcusable (el famoso "buen provecho",
por ejemplo, dicho en alta voz a comenzales próximos)
constituye en otros casos una flagrante violación de
reglas de buena educación.
Mucho
se ha hablado y discutido, sin embargo, sobre la importancia
de las "formas" referidas a estas cuestiones en
apariencia poco importantes. Es antiguo aquello de que "el
hábito no hace al monje" y lo aceptamos por cierto,
pero nadie duda, tampoco, que todo monje debe respetar algún
tipo de hábito y que cada actividad humana o cada situación
personal exigen indumentos que no pueden intercambiarse. Es
verdad que para valorar a nuestro prójimo no comenzamos
por mirar cómo come, pues entendemos que otras cuestiones
merecen mayor consideración, y entre un ladrón
que sepa usar los cubiertos y un hombre honesto que apenas
sí se las ingenia con el cuchillo, preferimos al hombre
honesto. Mas dejando de lado tales extremos que por obvios
están fuera de discusión, ¿puede alguien
negar que es desagradable comer en compañía
de una persona que carezca de modales mínimos? Cualquier
grupo social de mediana cultura o cualquier pueblo civilizado
de nuestro tiempo rechaza desagradado la suciedad y la falta
de higiene personal, sin necesidad de caer en ningún
tipo de refinamiento excesivo, a pesar de que las clases obreras
de nuestro país por ejemplo, practican en general normas
higiénicas que dos siglos atrás eran lujos reservados
a poquísimos privilegiados.
Nivel cultural y habla cotidiana
Todo lo dicho se aplica con mucha precisión al lenguaje.
El habla cotidiana es uno de los síntomas primeros
del nivel cultural de los individuos. Por algo es que en casi
todas las latitudes, al lado de la lengua común existe
algún tipo de "argot" o de "lunfardo",
lengua de germania, que distingue a sectores sociales que
viven al margen de la ley o en situaciones morales lamentables.
Es cierto, además, que todas las personas utilizan,
casi sin percatarse de ello, modos o giros idiomáticos
distintos y formas de lenguaje bastante diferenciadas según
las diversas situaciones en que se hallen. Una es el habla
que usamos en familia; otra en nuestra vida profesional, y
esta según sea esa actividad; otra la que empleamos
en rueda de amigos íntimos y de nuestro sexo; diferente
la que reservamos para reuniones donde dialogamos con hombres
y mujeres a quienes nos unen débiles o apenas nacidos
lazos de relación. Y todo esto tiene mucho que ver
con nuestra propia estimación y con el respeto que
debemos a los demás. Ningún padre de familia
admitiría que en su hogar un visitante recién
llegado empleara términos soeces o groseros, y menos
en presencia de su esposa e hijos. Así como la suciedad
repugna –salvo que situaciones de miseria lleven a que
nos duela el hecho– o la grosería en la mesa
afecta niveles de cultura de los que no queremos descender,
también la impudicia en el lenguaje o la crudeza de
los términos afecta elementales principios de convivencia
que caracterizan y definen a los pueblos más adelantados.
En fin,
creemos que será opinión coincidente que las
formas del habla representan un elemento "valioso"
en cuanto representan niveles de civilización, de cultura,
de educación intelectual y de actitudes morales, lo
cual no puede ser negado por el hecho de que personas de bajo
nivel moral usan a veces un lenguaje cuidado, sino por el
contrario sirve para afirmar la regla, en cuanto se demuestra
que con buen hablar se puede, en cierta medida, ocultar otras
carencias o faltas.
Títulos
y películas
Por todos estos motivos es que nos resulta penosa la aceptación
generalizada en nuestro país, de la procacidad o la
grosería en los títulos de las obras cinematográficas.
Los extremos a que se ha llegado son apenas creíbles
y ya, realmente azorados, no sabemos con qué habremos
de encontrarnos mañana. Muy poco es lo que resta: salvo
escasas palabras decididamente condenadas como inaceptables,
nada queda prácticamente por decir. Expresiones que
ninguna persona se permitiría delante de señoras
o de niños, y ni siquiera en ambientes varoniles de
mediana seriedad, o aún en ámbitos laborales
delante de sus superiores o de sus subordinados, son empleados
con todo desenfado. Pero hay algo más: se ha hecho
moda invariable utilizar títulos de clarísimas
implicaciones sexuales. En este terreno se han pasado todos
los límites del pudor y del buen gusto. La alusión
velada no satisface en manera alguna.
En necesario
que se entienda bien de lo que se trata. Los títulos
son ahora una galería de alusiones a la vida sexual,
principalmente en sus manifestaciones erradas o habitualmente
condenadas por la sociedad. El panorama se agrava porque se
prefieren las expresiones chabacanas, gruesas, de los bajos
fondos. O, en ocasiones, giros picarescos o pretendidamente
humorísticos del peor gusto. Antes se condenaban expresiones,
chistes o palabrotas que empleaban algunos monologuistas en
teatros de revistas, pero ahora esas mismas expresiones o
alusiones las encontramos en grandes cartelones diseminados
en toda la ciudad o en las páginas de los diarios.
No existe
defensa posible. No hay forma de evitar que nuestros hijos
lean esos títulos, dibujados en letreros gigantescos;
ni los diarios y revistas que llevamos a nuestro hogar pueden
negarse –según parece– a anunciar esta
"mercadería".
La
tolerancia de los excesos
Hay aquí una situación que, en primer término,
afecta la sensibilidad media y las formas propias del convivir
de pueblos cultos. La ciudad y los diarios nos dan así
una imagen de un país sin vallas para la grosería,
para la guaranguería, para el lunfardismo, para la
falta de pudor. Es como si fuésemos un pueblo sucio,
que no se bañara, que circulara maloliente por las
calles. Esas palabras, esas expresiones bajas, esas alusiones
desvergonzadas a cualquier tipo de relación sexual
–que siempre han estado protegidas por la intimidad,
por un buen gusto elemental que los antropólogos han
encontrado ya en los pueblos primitivos, y que nada tiene
que ver con posturas normativas con respecto a la licitud
moral o jurídica de esas relaciones– nos degradan,
nos humillan. Tengo para mí que esto es algo así
como si de un día para el otro nuestros compatriotas
comenzaran a comer sin servilletas y se limpiaran la boca
con la manga de sus sacos. Hasta aquí es una cuestión
de forma, que tiene –lo hemos dicho– su implicación
más honda con situaciones culturales y morales, pero
se trata en última instancia de una crítica
de costumbres. Sin embargo, creemos que hay algo más.
Esta degradación de las formas es un asunto que corrompe
también, de a poco pero inexorablemente, los fundamentos
éticos de la sociedad. Un pueblo que admite estos fenómenos
sin reacciones de ningún tipo –es triste decirlo,
pero no has hay– es un pueblo que ha iniciado un lento
pero seguro camino de corrupción. Detrás de
esta insistencia, de esta machacana insistencia con que las
productoras nacionales y extranjeras nos dan títulos
cada vez más burdos, existe en primer término
un afán desmedido de ganancias, que no repara en medios
y que representa una de las más tristes caras del capitalismo
en cuanto constituye un ejemplo de utilización de cualquier
medio para acrecentar rendimientos. Más, también
–debe reconocerse– hay una especie de captación
intuitiva del comerciante y del industrial que dan al público
lo que este está pidiendo. Detrás de este telón,
permítasenos sostener que entrevemos además
algunos seudo-artistas o seudo-sociólogos que, incapaces
de hacer arte de verdad o escribir sociología de verdad,
dan gato por liebre y reemplazan ingenio por procacidad, talento
por grosería. Finalmente, entrevemos también
–arriesgamos la acusación de que estamos a la
caza de brujas– manos marxistas que saben hasta dónde
la corrupción moral es campo propicio para sus logros.
Entendemos que esto queda demostrado porque mientras en los
países no conquistados por el comunismo, sus sostenedores
e ideólogos jamás protestan por estos fenómenos
–antes bien las promueven– en ninguna sociedad
comunista se los tolera.
La
inercia del temor
Sostenemos que urge una reacción. Debe venir de todos
los sectores responsables de la sociedad. Debe iniciarse en
los individuos, para lo cual ha de perderse un miedo que paraliza
a la mayoría de lo que piensan sanamente: el miedo
de ser llamado mojigato o reaccionario; de sufrir la acusación
de anticuado; el temor de no ser suficientemente desprejuiciado;
de no ser lo bastante "intelectual". Estas son las
armas que emplean a menudo los defensores de las obscenidades
y de las groserías y de los títulos increíbles
que asuelan la ciudad. Obsérvese, sin embargo, que
muy pocos de todos ellos son auténticos intelectuales;
casi ninguno tiene una obra seria lograda en cualquier campo
de las artes o de las letras; y en su mayoría no son
otra cosa sino fracasados universitarios que no pudieron concluir
estudios sistemáticos y cuyas rebeldías y audacias
no pasan de ser resabios de adolescencias inmaduras. Tienen
fuerza, sin embargo, para paralizar a grandes núcleos
de estudiosos de verdad, de hombres y mujeres de ciencia y
de investigación que soportan en silencio esta vejación
colectiva; a los honrados padres de familia que ven azorados
la penetración de formas de comportamiento y de lenguaje
demostrativas de aspectos inmorales; a las instituciones,
en fin, que callan temerosas de sufrir públicas imputaciones.
El Estado, por su parte, es culpable de faltar a elementales
deberes de policía de las costumbres y sólo
la inercia y la ineptitud pueden justificar estas licencias.
Lo soez,
lo chabacano, o la alusión descarada a los fenómenos
sexuales es síntoma de descomposición y afecta,
en primer término, al buen gusto; en segundo lugar,
a las raíces de la eticidad colectiva. Es cuestión
de saber si queremos seguir siendo un pueblo culto y honrado
o si estamos dispuestos a abandonar estos principios.
La
autoridad del maestro
Publicado
en Histonium Nº 10, marzo 1962
La autoridad
del maestro es de naturaleza frágil y delicada. Se
pierde a cada instante si no existe un riguroso control del
enseñante, que a cada instante, también, debe
pensar y pensar sus gestos, sus palabras, sus actitudes, sus
juicios.
Sin embargo,
sin esa autoridad, la labor del maestro es inútil.
Nada puede hacer este sin aquella y ni siquiera la tan mentada
“instrucción pura” puede llevarse a cabo.
En primer término porque –a nuestro juicio y
en coincidencia con Gentile–, no existe instrucción
sin educación, pero además porque, aún
en el caso de que admitiéramos el supuesto de que ello
fuera posible, ni siquiera podría enseñar bien
una noción, trasmitir bien un conocimiento, si el docente
carece de autoridad ante el discípulo.
La autoridad es un elemento que existe en muchas otras instancias:
en la familia, en la sociedad, en el Estado. Todas estas instituciones
tienen “su autoridad”. En cada caso, es de naturaleza
diferente y se asienta sobre bases específicas. Pero
en todos estos casos, lo común es que la autoridad
lleva su fin en sí misma. Una ley de la vida social
o jurídica obliga a su cumplimiento per se, porque
la sociedad o el ordenamiento jurídico exigen el respeto
de esa norma. Los medios que se empleen para obtener este
resultado pueden ser muchos, pero siempre se los reputará
aceptables –en tanto no lesionen la dignidad suprema
de la persona humana– si obtienen el fin perseguido:
el acatamiento de la norma, de la ley.
Desde
este punto de vista, la autoridad del Estado o de la sociedad
son fuertes y sólidas y se asientan sobre mecanismos
y fuerzas –también fuerzas materiales–
muy difícilmente quebrantables. La autoridad del Estado
tiene, entre otros, un resorte esencial, que la ha caracterizado
en todo tiempo y lugar: el poder de coacción, el uso
de la fuerza física –poder de policía–
para obligar a los miembros de la sociedad a respetar sus
leyes. El Estado dicta una ley: “No robar”, y
a quien roba lo encierra. El ladrón teme el castigo
y no roba por temor a él. El fin está logrado,
la ley se respeta y la autoridad del Estado se mantiene sólida.
La sociedad impone una norma, por ejemplo, un uso o costumbre
con respecto al pudor. Un miembro la altera. La sociedad lo
repudia, lo desprecia, lo aleja, no lo admite en su seno.
Ha obtenido su fin, ya sea que el sujeto se someta y acate
la costumbre, ya sea que no la acate, pues en este caso ya
no integra la sociedad. Pero ni la sociedad ni el Estado se
ocupan de una aceptación libre y voluntaria –que
es la misma cosa, pues la voluntad debe ser libre– de
la ley o la norma por parte del sujeto.
Y aquí
está el quid de la cuestión para el maestro,
para la escuela. Pues en la acción docente la autoridad
no impone la ley como un fin en sí misma sino como
medio, para lograr la aceptación voluntaria –libre,
por lo tanto– de esa ley por parte de cada sujeto. El
maestro da una ley: está prohibido rayar los bancos
y pupitres con cortaplumas. Por una parte pretende –al
igual que puede ocurrir en la vida de la sociedad adulta–
que se preserven esos muebles. Pero lo esencial en la escuela
no es eso, sino el acatamiento voluntario de la ley, para
obtener que cada alumno haga “suya” la ley, la
acepte libremente, sin coacciones, no por temor al castigo,
que acarrea su incumplimiento. El maestro no puede sentirse
satisfecho sólo porque los bancos y pupitres se salven
de la depredación, porque entonces habrá cumplido
la misión sencilla del policía que vigila la
propiedad. Ese maestro habrá olvidado, en síntesis,
su misión educativa. Por esto es que, en ocasiones,
el maestro puede perdonar al alumno que infringe la ley, si
por ese medio cree que podrá obtener el fin esencial
de su labor, aunque no haya salvado el banco. La sociedad
no puede perdonar nunca la falta; la escuela sí. La
sociedad castiga para que el delito no se repita; la escuela
castiga utilizando el castigo como un medio para obtener el
acatamiento voluntario de la ley. El castigo de la sociedad
es bueno si obtiene que no se repita el delito; el castigo
de la escuela es bueno si obtiene como resultado el acatamiento
voluntario de la ley, la comprensión del valor de la
ley.
Una anécdota
de un joven maestro de 20 años, imbuido su ánimo
de los más altos ideales docentes, es reveladora de
las dificultades de esta misión. Sale un quinto grado
de excursión en compañía de su maestro,
en un ómnibus de una empresa particular. Algunos niños,
revoltosos, sentados en los últimos asientos del coche,
están haciendo peligrar con sus calzados –en
un revoltijo de movimientos y de conatos de riña–
la integridad de un tapizado flamante. El maestro pone un
poco de orden. Los alumnos insisten al rato en el desorden
y el maestro reitera sus indicaciones. El tapizado ha vuelto
a quedar algo maltrecho. Un tercer conato de riña ocasiona
ahora la decidida intervención del conductor, a la
vez propietario del vehículo: con
palabras muy crudas amenaza con alguna represalia física
bastante contundente al primero que estropee el flamante tapizado.
Reina de inmediato la paz, y el tapizado, hasta el final del
viaje, es cuidadosamente respetado. El joven maestro de 20
años, un poco irrespetuosamente ignorado por el conductor,
reflexiona entristecido sobre lo que comienza por parecerle
una lamentable falta de autoridad propia y sobre la eficacia
de los métodos educativos que él pregona.
No le
ha sido fácil al joven maestro dar con la solución
de su problema. Ella es, sin embargo, sencilla: el conductor
tenía un fin inmediato, cuidar el tapizado. Él,
el maestro, tenía otro, mediato pero fundamental en
su labor: educar a sus alumnos, obtener que ellos comprendieran
que se debe cuidar lo ajeno, que se debe respetar la belleza
y la limpieza. El propietario del ómnibus aplicó
la autoridad de la sociedad adulta: impuso la ley y obtuvo
su respeto. El maestro debía hacer, además,
otra cosa: debía obtener que sus alumnos hicieran suya
la ley, la sintieran como cosa propia.
La ley,
en la escuela, tiene dos fines: uno, inmediato, otro mediato.
Este segundo es de índole especial: es la misión
educativa de la escuela, y es el fundamental.
He aquí
la raíz de las dificultades capitales de la vida escolar
y de toda la obra docente. Para lograr sus fines, pues, la
autoridad del maestro se basa en ciertos elementos imponderables
de frágil contextura: se llaman prestigio, rectitud,
ejemplo, presencia permanente de los valores encarnados en
sí mismo. Esta autoridad cae y se despedaza en cuanto
el maestro, muestra ante el alumno sus propias faltas, y ya
nada puede restituírselas. Ni la sociedad ni el estado
se hallan en este peligro constante de perder su autoridad.
Pero el maestro que comete injusticia; que se altera y pierde
su dominio; que cae en la ira; que descuida su gesto; que
no controla sus palabras; que castiga sin medida o premia
sin tasa; que adula; que da muestra de confusión...
pierde los elementos únicos que pueden sustentar su
autoridad y sólo le queda entonces una autoridad prestada,
ajena: la que le dan los padres, la sociedad, el Estado. Autoridad
pobre, mezquina, incapaz de permitirle cumplir su obra esencial,
que apenas si le dejará un remedo de su magisterio
y que tan sólo le bastará para mantener una
figura exterior de maestro, que ni él ni sus alumnos
aceptarán como verdadera.
Lograr
esta autoridad del maestro, esta autoridad docente, no es,
por cierto, cosa fácil. Y tampoco ha de creerse que
cualquiera de nosotros, seres humanos, frágiles y expuestos
como cualquiera al error, ha de lograrla de una vez para siempre
y sin esfuerzo. El maestro auténtico es el que está
permanentemente en lucha consigo mismo, por no perderla y
por reconquistarla cada vez que la pierde. Y quizás
sea bueno recordar que aquel que no crea haberla perdido jamás,
es difícil que la posea auténticamente. El maestro
es un hombre que cada día, cuando entre en el aula,
debe hacer la confesión humilde de su culpa y exigirse
la reconquista cotidiana de la autoridad. Cuando cede en este
esfuerzo, ha muerto como maestro.
Problemática
político-social de la escuela italiana de hoy*
Escuela
y sociedad
Las desubicaciones históricas de la escuela
Publicado en La Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
de la
Universidad Nacional del Litoral - Santa Fe 1960
La situación
actual de los estudios pedagógicos hace innecesario
demostrar la relación existente entre la escuela y
la sociedad en la cual dicha institución se halle insertada.
Algunos viejos preconceptos, todavía en pie en algunos
libros o en la mente de ciertos autores tornan, sin embargo,
útil, una breve detención para recordar que
jamás se ha dado el caso de la existencia de alguna
institución escolar, de efectiva vigencia y real importancia,
cuyos basamentos esenciales –organización, fines,
etc.– no le hayan sido dados por las características
de la sociedad que la ha creado.
La escuela
–el pensamiento es ya un lugar común de la pedagogía
actual– no es una institución autónoma,
sino dependiente de las muchas instituciones que conforman
la sociedad en su conjunto: Estado, Iglesia, familia, etc.
La escuela depende siempre de alguna de estas entidades, en
forma directa o indirecta. En forma directa, porque es creada
por ellas y de ellas recibe su autoridad y aún los
medios materiales necesarios para subsistir, y porque ellas
le dictan los fines que debe cumplir y casi siempre los métodos
que emplear. En forma indirecta, en fin, porque el elemento
humano que compone la escuela –maestros y alumnos–
no surge de un vacío o de algún más allá
espacial, sino del seno de una determinada y concreta sociedad,
históricamente ubicada en un lugar y en un tiempo precisos,
y lleva consigo todas las características propias de
dicha sociedad.
Que la
escuela, a su vez, pueda adquirir luego –una vez creada
y convenientemente desarrollada– sus propias fuerzas,
y encuentre en sí misma el poder necesario para dictarse
a menudo sus propias normas
* Trabajo presentado al Profesor
Luigi Volpicelli, de la Facultad Magisterio de la Universidad
de Roma, como conclusión de los estudios correspondientes
a la beca de “Altos Estudios de Educación”,
concedida por la UNESCO.
metodológicas
y hasta teleológicas, y que, además, en un perpetuo
movimiento de vaivén, retorne a la sociedad su influencia
en ocasiones muy fuerte, es, también, indudable. Nadie
podrá poner esto en duda, pero ello no altera en absoluto
la situación básica de dependencia fundamental
entre la escuela y la sociedad que hemos acentuado, no con
el fin de establecer aquí un tratado sobre dicho tema
sino simplemente con el objeto de dejar de aclarada inicialmente
una posición teórica que impregnará todo
el resto de nuestro trabajo.
La escuela
debe estar, en consecuencia, necesariamente “ubicada”
en la realidad histórico-social que le ha tocado vivir.
La escuela, mejor dicho, se “ubica” en esa realidad
a despecho de la voluntad consciente de sus propios organizadores,
puesto que las fuerzas de la sociedad son las que le dan vida.
Pero la historia de los pueblos civilizados es la historia
de una evolución permanente, que exige la misma evolución
de todos los órganos componentes de cada sociedad,
sigue normalmente la evolución de sus instituciones
escolares, en la misma dirección de la evolución
de la sociedad.
Pero
adviértase, en primer término, que hemos dicho
“sigue”. Es decir, que primero ocurre la evolución
de la sociedad, y luego la de la escuela. Esto es así
porque, como lo han explicado ya numerosos estudiosos, la
escuela es una entidad en la cual predominan las fuerzas de
conservación por sobre las de renovación, cosa
que es absolutamente necesaria para la vida de la sociedad.
Cuando un movimiento renovador de cualquier tipo se hace presente
en una sociedad –ya sea en lo ideológico, en
lo moral o en lo técnico– las fuerzas conservadoras
cumplen su papel de resistencia para impedir cambios bruscos
peligrosos para la subsistencia de cada pueblo como “tal”
pueblo, es decir como pueblo con una determinada personalidad
histórica. Además, cumplen su papel de resistencia
para “probar” la validez de la idea renovadora.
Si dicha idea consigue salir airosa de la resistencia que
le ha sido entablada, pasa entonces a incorporarse a la cultura
de esa sociedad, y recién entonces, una vez que la
sociedad se ha incorporado a sí misma esa renovación
–la nueva moda, la nueva teoría científica,
la nueva concepción moral, la nueva técnica–
la pasa a la escuela para que sea trasmitida a las nuevas
generaciones. Esta es la causa por la cual la escuela marcha
siempre un tanto retrasada con respecto a la evolución
social, pues ella recibe sólo lo que ya ha sido decantado,
probado y aceptado en forma definitiva.
Todo
este proceso se realizaba en forma sencilla y sin dar lugar
a graves inconvenientes hasta que, a partir del siglo XVIII,
la escuela alcanzó, como institución organizada,
una dimensión que jamás había tenido.
La universalidad de la instrucción elemental se agregó
al viejo edificio medieval de los estudios universitarios,
y las concepciones democráticas por un lado, junto
con las consecuencias de la difusión de la ciencia
experimental y del proceso llamado de la “revolución
industrial” del siglo XIX, determinaron la aparición
de problemas escolásticos de una magnitud creciente.
Nuestro siglo contempla azorado –y a menudo impotente–
el acrecentamiento del problema, al plantearse la exigencia
de la universalidad de la instrucción secundaria y
al aumentar la necesidad de instrucción intelectual
y técnica para todos los órdenes del trabajo.
En síntesis: desde el siglo XVIII se observa que la
institución escolar, antes pequeña y generalmente
bajo la dirección de grupos sociales también
pequeños pasa a depender de los Estados modernos, sobrecargados
de preocupaciones en lo político, en lo económico,
en lo cultural y en lo administrativo. No desaparecen las
escuelas dependientes de los otros grupos sociales, pero también
ellas ven crecer su propia organización y estructura
hasta límites apenas imaginados. Esto origina la necesidad
de crear “organizaciones” escolares un tanto complicadas,
que van desde las leyes escolares típicas del pasado
siglo, hasta los menudos reglamentos administrativos, pasando
por el fárrago de los problemas presupuestarios y financieros
y la selva de planes y programas que en nuestros días,
mejor que cualquier otro aspecto, se han convertido en la
base esencial de la vida escolar, junto con los “estatutos”
o “reglamentaciones” económico-burocráticos
del personal docente.
La consecuencia
de todo esto es fácil de ver. En efecto: aquella “natural”
evolución de la escuela en la dirección de una
anterior evolución de la sociedad, que hasta el siglo
XVIII, aproximadamente, se cumplía en forma sencilla
y sin mayores inconvenientes, salvo los del inevitable atraso
que ya hemos explicado, resulta en nuestros tiempos una labor
gigantesca. Tan gigantesca, que a menudo no se cumple, y se
da en esta forma la paradoja de que la escuela quede al margen
de evoluciones sociales ya plenamente incorporadas y aceptadas
por determinados pueblos. Y ello porque aquel andamiaje enorme
de leyes, reglamentaciones y disposiciones de todo tipo, resulta
difícil de modificar, y la institución escolar
permanece igual a sí misma por años y años,
aunque la realidad histórico-social le demande cambios
ineludibles. Se produce, en consecuencia, un fenómeno
característico de los tiempos modernos, dentro del
plano de la política educacional: las “desubicaciones”
de la escuela. Casi todos los países del mundo afrontan
en la realidad este problema de estructuras escolares que
no se adaptan adecuadamente a las necesidades de la sociedad
de su tiempo. Anteriormente las fuerzas de renovación
debían hacer sentir su peso sólo sobre la estructura
social en general, y una vez impuesta la renovación
en la sociedad marchaba naturalmente hacia la escuela. Hoy
ocurre a menudo que la renovación se impone a la sociedad,
pero la sociedad encuentra que su camino de influencia directa
hacia la escuela está cerrado por la maraña
de disposiciones estructurales que ella misma ha creado para
mejor organizar la escuela. Las leyes, los planes, los programas,
los reglamentos, los intereses creados del personal docente
o administrativo, son causas comunísimas de frustradas
reformas.
Cuando
esto sucede, es decir, cuando la escuela está “desubicada”
con respecto a su tiempo y a la sociedad, es natural que dicha
escuela “perezca”, es decir desaparezca o se transforme.
Esto es lo que hubiera sucedido con cualquier escuela “desubicada”
del siglo XVI, por ejemplo. Pero en la actualidad, las mismas
leyes creadas para obtener buenas estructuras escolares al
servicio de la sociedad (ley de obligatoriedad escolar, leyes
que exigen títulos oficiales para determinadas profesiones,
etc.) tornan a la escuela indispensable para las nuevas generaciones,
aunque ella no se adapte perfectamente a sus necesidades.
Aparece así el fenómeno casi increíble
de una escuela o de toda una organización escolar que
va desde la primera clase elemental hasta la Universidad,
que en líneas generales no se adapta a las necesidades
de la sociedad en la cual está ubicada, y sin embargo
subsiste en toda su integridad, con alteraciones casi insignificantes.
Un
ejemplo actual
Este problema de las “desubicaciones” escolares
se presenta hoy en casi todo el mundo. No es un secreto para
nadie, puesto que no existe casi país en el cual no
se entablen enconadas discusiones sobre los sistemas escolares
y sobre su renovación. La polémica va desde
el plano estructural general hasta los más pequeños
problemas metodológicos. Queremos comparar brevemente
tres países: Italia, U.R.S.S. y Estados Unidos de América.
La estructura político-educacional de estos tres países
es notoriamente diferente, y acorde, en cada caso, con la
estructura política básica de cada uno de ellos.
En Rusia,
naturalmente, la educación escolar se halla totalmente
en manos del Estado y son sus organismos técnicos quienes
promueven las reformas necesarias, las encaran y las ejecutan.
Dentro de las características de dicho sistema político,
el Estado puede –para bien o para mal– resolver
de un año para el otro modificaciones sustanciales
o aún totales en la estructura escolástica de
todo el país e imponerla obligatoriamente.
En Estados
Unidos de América, la escuela vive bajo el signo de
un localismo absoluto, y cada “comunidad local”
(cada municipio, o comuna) decide con absoluta libertad sus
propios planes y estructuras escolares. De tal manera, nunca
se puede producir una reforma general, sino reformas locales
que deben probar su bondad y luego, por contagio, extenderse
a otras zonas del país. Esto tiene la gran ventaja
de evitar ensayos en gran escala y puede permitir renovaciones
más fácilmente, pues para reformar un plan de
estudios, verbigracia, no es necesario encarar la reforma
de una ley nacional, o para modificar un límite de
obligatoriedad escolar no se hace indispensable (como sería
el caso de Italia) reformar la Constitución.
Tanto
la U.R.S.S. como los Estados Unidos de América afrontan
polémicas sobre sus estructuras escolares. No debemos
entrar ahora en este problema, pero nos limitamos a señalar
que mientras el primero de ellos ha enfocado ya severas reformas,
en el segundo se mueven también fuertes presiones tendientes
a obtener el consenso de la sociedad para reformas básicas.
Italia
entre tanto, sufre idéntica situación. Pero
su estructura político-educacional es diversa de los
países que hemos citado. Aquí el Estado no es
omnipotente como en Rusia, y para desplegar su acción
debe tener en cuenta una serie de factores que a menudo la
limitan bastante. Es necesario atender un movimiento de opinión
pública de importancia, que se refleja por medio de
la prensa o por otras formas de expresión; es necesario
atender un movimiento de opinión pública de
importancia, que se refleja por medio de la prensa o por otras
formas de expresión; es necesario considerar las opiniones
de los interesados, ya sean padres o maestros; y es necesario
cumplir la acción de reformas mediante instituciones
parlamentarias o administrativas no siempre sencillas en su
funcionamiento. La escuela, en Italia, depende del Estado
y tiene una organización centralizada, permitiéndose,
con ciertas reglamentaciones, la existencia de escuelas privadas.
Es decir, que en Italia el Estado tiene sobre las escuelas
menos poder que en Rusia, pero mucho más que en Estados
Unidos. Las familias y cada comunidad local tienen sobre la
escuela un poder muchísimo menor que en Estados Unidos,
pero, indirectamente, a través de la libertad que el
sistema político garantiza en general, disponen de
recursos e influencias sobre la política educacional
más grandes que los que se dan en países totalitarios.
Esta
situación de “término medio” no
es, sin embargo, la mejor. En cualquiera de los otros dos
países citados como ejemplos, es más sencillo
cumplir reformas escolares y, por lo tanto, adaptar la escuela
a las necesidades históricas de la sociedad. En Rusia,
porque lo pueden hacer técnicos al servicio de un Estado
omnipotente; en Estados Unidos de América porque la
estructura totalmente descentralizada facilita una acción
“en pequeño”, de tipo local y familiar.
Italia afronta, en cambio, la problemática común
a muchísimos otros países occidentales de una
estructura democrática en la cual la organización
burocrática y administrativa limita hasta lo increíble
la posibilidad de acción local o individual. Por este
motivo, Italia afronta desde hace años una abierta
polémica sobre su estructura escolar, y ha de costarle
aún varios años obtener resultados definitivos,
aunque goza mientras tanto la ventaja de la detallada discusión
y del menudo análisis de los problemas en juego.
Pasemos
ahora a analizar las raíces de la actual problemática
escolar italiana.
Europa entre dos fuegos. La tradición
clásica.
Desde el fin de la segunda guerra de este siglo, Europa lucha
desesperadamente para sobrevivir en medio de los dos colosos
de la presente centuria: Rusia y Estados Unidos de América.
Este sobrevivir significa literalmente la posibilidad de hallar
los recursos económicos que satisfagan las necesidades
materiales elementales de sus seiscientos millones de habitantes,
pero significa también el sobrevivir como centro básico
de la cultura occidental, es decir, como matriz cultural del
mundo, en el rango que ocupó ininterrumpidamente durante
veinticinco siglos. Italia, si bien como “nación”,
como “estado moderno”, apenas alcanza a los cien
años, lleva en sus entrañas la esencia misma
de ese papel central de Europa en el campo de la cultura,
comprendiendo en el término todas sus implicaciones
espirituales y técnicas. Roma fue, en efecto, el receptáculo
donde la filosofía griega, enriquecida con los aportes
culturales esenciales del Mediterráneo (el alfabeto
de los fenicios, el monoteísmo de los judíos,
la matemática de los egipcios y asirios) plasmó
con las concepciones fundamentales del derecho y la organización
político-social, para desparramarse en función
universal con el imperio. Destruida y deshecha la gran ciudad,
el Cristianismo hizo de ella el centro de la Catolicidad mientras
por el resto de la península itálica florecían
ciudades, ducados y reinos en los que brilló el genio
de navegantes, financistas, filosóficos y científicos.
Desde 1870 capital del reino de Italia, ella sigue siendo
en nuestros días meta de los hombres del mundo para
tomar contacto con las fuentes esenciales de nuestra civilización.
Todas estas características determinan que Italia,
más que ningún otro país, viva intensamente
bajo el peso de lo que se puede denominar comúnmente
la “tradición clásica”, formada
por el espíritu de los estudios filosóficos-histórico-lingüísticos.
Se vive aún en este país con intensidad extraordinaria
la tradición que impone al hombre de alta cultura el
conocimiento de las lenguas llamadas clásicas: latín
y griego, junto con el dominio de los contenidos básicos
de la filosofía y la historia antigua, media y moderna.
Comentar en cualquier clase universitaria italiana que algún
estudiante universitario norteamericano carece de idea precisa
sobre Sófocles, por ejemplo, puede ser un buen motivo
de hilaridad general, y aunque no se halle esto expresado
de manera clara en todos los casos, “respírase”
un ambiente de cierto menosprecio hacia la formación
cultural de los países de los restantes continentes.
Sin embargo,
Europa, e Italia en particular, vive con la mirada puesta
fuera de ella misma: Rusia y Estados Unidos de América
son sus puntos de referencia constante. Desde el primer hecho
elemental: la conquista del espacio. Europa vive pendiente
de las conquistas que uno y otro país logran con respecto
a las modernas armas atómicas y a los proyectiles espaciales
que cada uno y otro consiguen producir. La lucha por la supremacía
científica entablada entre estos dos pueblos –cuyos
hombres no estudian ni latín ni griego– apasiona
a los europeos porque saben que del resultado de la batalla
depende esencialmente su propio destino, pero no logra abatir
en ellos el espíritu de superioridad que deriva del
buen conocimiento de Virgilio o de Homero en su lengua original.
Nos es
indispensable ahora, para seguir adelante, una pequeña
digresión, con respecto a los fines de la política
educacional de los países que venimos comparando. La
escuela en América (uso el término en su sentido
exacto: el continente que va desde los hielos árticos
hasta la Tierra del Fuego) (aclaración indispensable
en Italia, donde “América significa, oficial
y comúnmente, Estados Unidos de América) ha
tenido un fin primordialmente político-social: la formación
ciudadana y nacional, la democratización del país,
la renovación de las clases dirigentes, la incorporación
del elemento inmigrante. En Europa la escuela ha mirado más
hacia la perfecta formación cultural: el antiguo “gimnasio”
alemán, el liceo francés y los liceos y gimnasios
italianos han puesto siempre el acento en la elevación
de los estudios y en la acabada perfección cultural
de sus egresados. La escuela de América ha tendido
siempre a ser “escuela de masas”. La escuela de
Europa ha tendido a diferenciar la “escuela de masas”
de la “escuela de élite” (y uso los términos
en su significado objetivo, sin pretender valoraciones que,
a esta altura del trabajo, serían indudablemente apresuradas).
Italia
sufrió en 1923 una reforma educacional que dejó
claramente establecidas estas características. Giovanni
Gentile, llegado al cargo de ministro de Instrucción
Pública, tuvo en sus manos la oportunidad de realizar
una reforma integral de la estructura educacional italiana,
que dejó subsistir, en parte, la tradición derivada
de la ley Casati en 1859, pero que acentuó los caracteres
“clásicos” y “culturales” de
la institución escolar. Gentile partía de un
principio irrefutable: no todos los seres humanos –sostenía,
si bien con otras palabras– están destinados
ni pueden llegar a la cima de los altos estudios. No todos
han de llegar a la Universidad ni obtener las “laureas”
máximas. Quiérase o no, existe siempre un altísimo
número de personas que por su inteligencia o por cualesquiera
otra circunstancia no puede concluir los más altos
estudios. En consecuencia, una vez concluido un primer ciclo
breve de estudios “instrumentales” básicos
(o sea la escuela elemental) se debe hacer una neta distinción
entre la escuela orientada hacia los estudios superiores y
aquella destinada a satisfacer reclamos inmediatos y sencillos
de quienes no continuarán esos estudios. Entonces,
la solución es simple: una escuela secundaria de alto
nivel, de formación clásica y general, por un
lado. Escuelas para “el pueblo”, sencillas, de
formación artesanal o técnica, de diversas duraciones
según las especialidades, a las que se puede agregar
algo de formación nacional y general por el otro. En
“La Riforma della Scuola Media”, dice Gentile
que el número excesivo de alumnos es una de las causas
principales de la decadencia del nivel de los estudios secundarios,
puesto que “de ese gran número una gran cantidad
no es apta para los estudios humanísticos”, y
en otra obra: “Il problema scolástico del dopoguerra”,
esboza directamente la solución: “a la escuela
media clásica, un número limitado de alumnos,
que se seleccionarán por riguroso concurso. Para el
resto, o enseñanza privada o bien escuelas técnicas,
profesionales, etc.”.
El problema
que preocupó a Gentile se agitaba, por entonces, en
otros países de Europa. Alemania enfrentaba la reforma
parcial de sus “gimnasios”, y nacieron en ese
tiempo las “Realschulen” y luego los “Realgimnasium”.
Francia vio tambalear en parte la estructura única
de su tradicional “Liceo”, y es interesante recordar
que justamente por estos años, un estudioso argentino,
Carlos Octavio Bunge, de regreso de un viaje de estudios que
lo llevó a observar detenidamente la estructura educacional
de Alemania, Francia e Inglaterra, publicaba un volumen, llamado
“La educación contemporánea”, en
el cual sostenía conclusiones idénticas, en
líneas generales, a las de Gentile.
Ahora
bien: partiendo del punto de vista de Gentile –cuya
influencia en la estructura educacional de Italia se hace
sentir todavía con gran fuerza– es necesario
plantearse un segundo problema. ¿Cuáles han
de ser los contenidos para esta escuela secundaria destinada
al más alto rango cultural, cuyos egresados formarán
la clase dirigente del país y tendrán que llevar
adelante la historia de la civilización y la cultura?
Para
Gentile no existen dudas. El mismo nos dice en su citado libro
“La riforma della scuola media”: “El hombre
es aquél que tiene conciencia, y en este hombre se
piensa cuando se pide que la escuela sea para la vida. Sí,
para la vida del hombre, de la conciencia humana. Esta conciencia
humana es la sabiduría que el hombre ha de poseer –y
será su prerrogativa en el mundo– de su esencia
y de existencia: de lo que es idealmente y realmente: en suma
de lo que debe ser (el subrayado es nuestro) y de lo que es.
En el hombre, en fin es esencial la conciencia de su ser,
la cual puede serle dada por la cultura humanística.
Y por esto, esta cultura humanística es preparación
tanto para la vida como para la ciencia, tanto para el mundo
de las relaciones civiles y políticas como para las
iniciales especulaciones de la Universidad. Sin esta conciencia
no hay verdadera moralidad, ni economía sagaz, ni política
sana, ni puede haber ciencia, que es ansia de búsqueda,
necesidad de hábitos mentales, escrúpulo metódico,
sentido del límite de cada doctrina particular y aspiración
a aquella unidad del saber en la cual todas las doctrinas
se acuerdan y hallan su razón de ser, y todas concurren
a empujar la humanidad hacia aquella alta conciencia de sí
misma, que es la mira altísima hacia la cual la humanidad
mira siempre con el afán de todas las cosas que se
dirigen a destinos esenciales”. Y más adelante:
“La cultura formal de la escuela media es, entonces,
cultura esencialmente humanística, y por lo tanto,
literaria y filosófica, porque en la literatura está
la expresión más plena del alma humana, y la
filología es el instrumento necesario para entender
la literatura. Pero del concepto total del humanismo no se
excluyen ni la historia, en el más amplio sentido de
la palabra, en cuanto conciencia de lo que el hombre ha sido
y ha hecho; ni la ciencia; ni menos la filosofía, que
comprende toda esta cultura, conduciendo al hombre a reflexionar
sobre su más constante naturaleza, a través
de tantas actitudes de la literatura, las vicisitudes de la
historia, las diversas direcciones de la ciencia, y por este
gran teatro del universo del que somos espectadores y actores”.
La duda,
pues, está resuelta: el contenido esencial de esa escuela
media de alta selección serán los estudios humanísticos,
filosóficos y lingüísticos en primer término.
Estos son los que pueden formar verdaderamente al “hombre”,
en el más alto sentido del término. Será
sin duda una pequeña minoría, pero de auténtica
y acabada formación. Obsérvese como esta postura
gentiliana coincide en líneas generales, con la descripción
que del concepto de “humanitas”, hace Theodor
Litt en su obra “Pensiero umano e formazione tecnica”,
que más adelante citaremos a menudo. Recuerda Litt
que el ideal del “humanismo”, de la “cultura
humanística” nace en el siglo XVIII como “contraposición”
a las circunstancias sociales derivadas de la civilización
de la Edad Moderna. Y agrega: “Desde Winckelmann en
adelante, la acusación que los hombres de su siglo
se sintieron empujados a formular frente al espectáculo
de la humanidad, ha sido siempre la misma. El hombre del mundo
moderno, decían está dividido en sí mismo,
quebrado. Absorbido completamente en una determinada actividad
unilateral y estrechamente circunscripta, impedido de cultivar
algún otro aspecto de sí mismo, el individuo
se ha convertido en un fragmento de aquello que estaba destinado
a ser (recuérdese nuestro subrayado de Gentile: lo
que el hombre debe ser) y la presión ejercitada por
las obligaciones en las que se halla empeñado concluye
por anular su personalidad. (Recuérdese que existe
toda una “pedagogía de la personalidad”,
de alto desarrollo en la Argentina, por ejemplo, sobre la
base de la postura filosófica de Max Scheler). Fue
la indignación suscitada de este decaimiento lo que
alimentó el “pathos” del movimiento humanístico.
Y observando la idea de “humanitas” en la interpretación
de quien la definió filosóficamente, W. von
Humboldt, aparece claro como en ella lo negativo se asocia
a una instancia positiva. Cuando von Humboldt indicó
los conceptos de “universalidad”, de “individualidad”
y de “totalidad” como los elementos del contenido
de aquella idea, es evidente que con el primer concepto entiende
contraponer algo positivo a la unilateral consideración
mutiladora de la humanidad de su tiempo; con el segundo se
opone a un indiferenciado perfil nivelador; con el tercero
a la disolución del hombre en la indeterminación.
Sólo en función de una decidida crítica
de la civilización moderna el ideal de la propia formación
ha podido asumir este especial carácter que, en consecuencia,
ha tomado vida de una antítesis, reforzada más
tarde cuando, para convencerse de la posibilidad de obtener
aquello de lo cual el mundo moderno aparecía desposeído,
dirigió la mirada hacia una fase precedente de la evolución
de la humanidad. Según una acentuada corriente, es
en efecto, en la esencia y en la obra de la civilización
helénica, donde se habría expresado con certeza
la forma ideal de la humanidad, en el sentido que nos permite,
por un lado, conocer dolorosamente nuestras limitaciones,
y por otro, convencernos sobre la necesidad y posibilidad
de superarlas en nombre de la “humanitas”. Así,
al “ser” se contrapone el “deber ser”
no como algo jamás realizado, sino más bien
como una nostalgia de un bien perdido”.
Conviene
en este punto que hagamos un pequeño alto y recapitulemos
dos o tres conceptos esenciales. Hemos visto que Italia vive
inmersa en la más plena tradición clásica
(greco-latina); que Europa ha acentuado siempre, en su política
educacional, la formación cultural de más acabada
perfección antes que ocuparse con preferencia de una
formación de masas; que el ministro Gentile, en 1923,
realizó una reforma en la cual quedó bien establecida
la diferencia entre una escuela secundaria de alto nivel,
para una minoría seleccionada, y otras escuelas para
la formación artesanal, técnica o profesional,
para la masa; que los contenidos esenciales de aquella escuela
secundaria de alto nivel deben serlos comúnmente llamados
clásicos o humanistas: filosófico-lingüísticos
ante todo; y que esta postura halla coincidencia con una visión
general del mundo moderno que toma sus raíces en una
angustia del hombre ante una especie de “bien perdido”,
que sería aquella formación humana integral
que, según parece, se ha dado a la perfección
de la antigüedad helénica. Basta agregar, en este
punto, que tal concepción de sentirse el hombre “partido”,
”fragmentado” no “realizado en su totalidad”,
se acentúa cuando las consecuencias de la moderna ciencia
experimental y del racionalismo moderno desembocan en la máxima
realización tecnológica del siglo XIX conocida
habitualmente como “revolución industrial”,
que comienza a exigir especializaciones cada vez más
crecientes, aparta al hombre de una universalidad de procesos
que antes veía con claridad en forma cotidiana , y
exige de los estudiosos concentraciones cada vez más
rigurosas en sectores estrechos del saber.
La postura
de Gentile, pues, no sería otra cosa sino buscar una
adecuada “ubicación” histórica de
la escuela ante los problemas de la sociedad de su tiempo.
Dejemos de lado, ahora, la discusión sobre si en “su
tiempo” (1923) la solución fue o no buena. Vayamos
a lo que nos interesa ahora, es decir, si esa solución
sigue siendo válida.
Los problemas
básicos que plantea una solución del tipo de
la de Gentile son dos. El primero es que una gran mayoría
del pueblo queda fuera de esa formación “humana”
completa que se considera como esencia del hombre, y no queda
afuera por razones de menor capacidad intelectual o moral,
sino simplemente por razones de estratificaciones sociales,
es decir por razones económicas o de posición
social. Esto es inaceptable desde un punto de vista ético
que se remonta a los orígenes del Cristianismo. Podría
aceptarse, con todo, que nuestra postura se halla en la zona
de “lo ideal”, pero que mientras tanto es necesario
moverse en los límites de “lo real”, y
que dentro de nuestras estructuras político-sociales
actuales es imposible lograr aquella absoluta igualdad de
oportunidades que los Estados Unidos de América, por
ejemplo, aún a riesgo de sacrificar las más
elevadas formaciones culturales, se han puesto como objetivo
básico de su Política Educacional. En consecuencia
podríase aceptar que mientras se destinan los mayores
esfuerzos posibles para poner nuestra estructura político-social
en un punto tal que desaparezcan las estratificaciones sociales
o las imposibilidades económicas, es lógico
aceptar un sistema educacional que trata de dar una perfecta
formación a los grupos que de una forma u otra están
capacitados para recibirla.
Pero entonces nos sale al paso otro problema, el segundo.
Este no depende de posturas ético-políticas,
es relativamente novísimo, y tiene exigencias perentorias,
puesto que de su solución depende en última
instancia el destino de nuestro mundo en los próximos
años.
El problema
consiste en que ya no es posible mantener aquella concepción
gentiliana según la cual el “hombre”auténtico,
el “Hombre” con mayúscula, el “hombre”
con plena conciencia, de sí, sólo se logra mediante
la formación de tipo humanista, de contenidos filosófico-lingüísticos
principalmente. Si aceptáramos hoy esta postura, tendríamos
que aceptar que la gran mayoría de la humanidad debe
quedar al margen de esa auténtica formación
humana, y lo que es peor, que esta técnica de gigantesco
desarrollo que el siglo XX nos muestra, y que parece capaz
de destruir todo nuestro planeta en pocos instantes, debe
ser guiada, manejada, desarrollada, cuidada, por seres condenados
a carecer de una auténtica formación de “hombres”.
Además, sucede que las “masas”, es decir,
la mayoría de los habitantes de cada país, requieren
día a día una mayor preparación técnica.
El avance tecnológico torna día a día
inútiles los hombres sin instrucción profesional
o intelectual, y esta instrucción profesional e intelectual
general debe ser cada vez más alta para poder responder
a las exigencias de una tecnología cada vez más
complicada. ¿Qué ha de hacer el hombre, si para
ser “hombre” debe requerir una formación
“humanista” de contenidos filosófico-lingüísticos,
y para vivir en el mundo moderno actual y poder sobrevivir
como individuo y como colectividad social debe, en cambio,
resignarse a ocuparse de una serie larguísima y complicadísima
de problemas muy alejados de aquella tradicional formación
clásica?
Ahora
es cuando acudiremos a las teorías esenciales desarrolladas
por Theodor Litt en su libro citado, aunque antes hemos de
detenernos en dos o tres cuestiones preliminares que interesan
fundamentalmente al “caso Italia”.
(1)
Sería muy útil ver para completar
este aspecto: La escuela y el progreso social, de J. Dewey,
en su obra. Educación y Sociedad. Refleja, además,
como la escuela trata de salvar esta falla de la educación
general de la sociedad actual.
El
avance tecnológico
Italia ha firmado con otras cinco naciones europeas un acuerdo
económico conocido con el nombre de Mercado Común
Europeo, que en sustancia, es una muestra más de esa
lucha que los países de este continente vienen sosteniendo
por su supervivencia. Sin embargo, Italia parece ser la nación
que halla más dificultades, por el momento, para sacar
todas las ventajas que el acuerdo citado promete. Entre otras
dificultades, se halla la de que la próxima abolición
de una serie de restricciones aduaneras pondrá a la
gran industria italiana en la necesidad de competir sin protecciones
aduaneras, tanto para su propio mercado interno como para
salir a conquistar los mercados externos. La gran industria
italiana es, sin duda alguna, fuerte y emprendedora. Sus dirigentes
están dispuestos, en consecuencia, a adoptar los más
modernos sistemas de producción con el fin de no quedar
atrás de lo que las circunstancias exigen. La tecnología
moderna brinda cada día nuevas posibilidades a la industria
para abaratar los costos y mejorar la producción. Conviene
recordar que se habla ya insistentemente de la “tercera
revolución industrial”, es decir, la provocada
por los sistemas genéricamente conocidos como “automación”.
No somos nosotros entendidos en este tema ni este trabajo
requiere mayores explicaciones sobre el tema pero creemos
útil sintetizar nuestro punto de vista al afirmar que
esta llamada “tercera revolución industrial”
es la culminación del mismo proceso que nació
con la ciencia experimental de la Edad Moderna, y que brinda
ahora máquinas mucho más perfeccionadas que
las que el siglo XIX puso en manos del hombre.
Este “maquinismo” actual, que asombra al hombre
común, y aún lo desasosiega, cuando la difusión
periodística le informa que un cerebro electrónico
puede hacer tantos miles de operaciones matemáticas
por segundo, o cuando le hace saber las posibilidades de los
vuelos interespaciales, pone también en la mente de
filósofos y pensadores en general de problema de la
significación de la técnica en el mundo moderno.
Y en la mente de los pedagogos debe nacer, en consecuencia,
un problema muy inquietante. ¿Cómo hemos de
lograr una adecuada preparación humana para las circunstancias
históricas de nuestros días? Porque sucede algo
que todavía no se ve suficientemente claro.
La difusión de la enseñanza elemental en forma
“masiva”, como “obligación”
para todos los hombres, nace de un concepto ético-político
como fue la concepción democrática de gobierno.
Pero nace también de las necesidades de un mundo en
el cual el dominio de las técnicas instrumentales básicas
de la cultura se hacía día a día más
necesario para “todos” los hombres y no sólo
para unos pocos. En el despotismo ilustrado de Carlos III
de España encontramos, por ejemplo, células
reales que hablan de la necesidad de la instrucción
de todos los súbditos, y no justamente por convicciones
de tipo de formación ciudadana o de igualdad de oportunidades,
como posteriormente se adujo en las democracias decimonónicas,
sino sencillamente porque los economistas de la época
de Carlos III demostraron que un pueblo ignorante difícilmente
podría servir para el progreso del país. Nacía,
pues la época, en que una elemental instrucción
era necesaria para el trabajo y el progreso individual y social.
Ese estado histórico está superado. Hoy resulta
prácticamente imposible la vida corriente para un analfabeto,
por ejemplo, si consideramos la vida media de los países
de Occidente. Esto no se discute y más de una expresión
o dicho popular confirman que tal convicción es ya
materia de conocimiento universal. (Véase la cita del
prof. Volpicelli sobre la desocupación que hacemos
más adelante).
Pero entretanto el avance tecnológico ha mantenido
su ritmo de progreso. Y ocurre ahora que el simple dominio
de las técnicas instrumentales básicas de la
cultura (leer, escribir, y sacar cuentas) ya no alcanza para
un rendimiento eficaz en el orden social actual. No por azar
ha desaparecido ahora el concepto de “semianalfabeto”,
con el que se designa a la persona que no ha superado ese
estado inicial en lo cultural, y que hoy constituye un problema
al que se le asigna tanta importancia como el analfabetismo
en el siglo pasado.
Estamos llegando pues a un momento decisivo en el que se
comienza a comprender que la instrucción eficiente
y amplia no es asunto que interesa solamente a los individuos
por sí mismos o a una concepción ético-política
como es la forma democrática de gobierno, sino que
interesa también a las posibilidades de desarrollo
del mundo moderno. Pongamos un ejemplo en este punto. Piénsese
en un conductor de diligencia del siglo pasado, en el conductor
de un ómnibus de transporte colectivo de nuestros días,
y en el piloto de un modernísimo avión a reacción,
equipado con radar y capaz de volar a ciegas en cualquier
circunstancia.
El conductor de la diligencia podía ser un analfabeto.
Condición básica era una excelente constitución
física, fortaleza y un cierto coraje natural o adquirido,
más dos o tres rudimentarias técnicas de manejo
de bridas.
(2)
Real Previsión de 3 de octubre de 1763,
ídem de 5 de octubre de 1767, y Real Cédula
de 12 de julio de 1781.
Indudablemente,
el conductor de un ómnibus de transporte de pasajeros
no puede, ser un analfabeto. Mil y una circunstancias reclaman
de él el dominio de esta técnica elemental que
es el alfabeto. Además, las técnicas empíricas
necesarias para la conducción del automotor son notoriamente
más complicadas que las que debía dominar el
conductor de la diligencia. La fineza y coordinación
intelectual que de él se requieren para conducir el
automotor son incomparablemente mayores que las que se requieren
para tirar o aflojar las bridas del tiro. Con todo, una elemental
instrucción y un desarrollo intelectual sencillo suelen
bastar para un buen conductor de automotores.
Pensemos
ahora en el piloto de un moderno avión de línea.
Con seguridad que no basta la escuela primaria, aún
completa, para formarlo. Seguramente será necesaria
la escuela secundaria más una adecuada formación
técnico-profesional que ya no se podrá dar en
unas cuantas lecciones empíricas sobre la misma máquina,
como en el caso del conductor del automotor. Y las nuevas
conquistas técnicas en este campo (radar, aviones a
reacción, etc. etc.) complican día a día
el panorama. Hemos llegado al punto en que miramos descender
al piloto del avión con el mismo respeto con que miramos
a un profesional, un ingeniero o un abogado. Y cualquiera
que haya tenido la oportunidad de echar un vistazo a la cabina
de comando de un avión moderno, sentirá acrecer
notoriamente ese respeto. No es nada extraño pensar
hoy que el piloto de un moderno avión necesite una
instrucción universitaria.
Sin embargo
¿qué diferencia sustancial existe entre la función
social del conductor de la vieja diligencia de caballos, el
conductor del ómnibus de transporte de pasajeros y
el piloto de un moderno avión de línea? En el
fondo ninguna. En los tres casos la función social
es la misma: transporte de pasajeros, de viajeros. La diferencia
estriba en el hecho de que la técnica ha complicado
cada vez más los medios de transporte, y esto exige
cada día más una mayor formación cultural
y profesional de los encargados de conducirlos. El ejemplo
es válido para todas las restantes actividades humanas,
y nos permite comprender con cuanta razón se ha dicho
ya que “el obrero del futuro deberá ser un universitario”.
Llegamos
pues a un punto clave: el hombre actual, frente a los avances
tecnológicos del mundo moderno, requiere, en forma
masiva, universal, una formación intelectual mucho
mayor que la que le puede proporcionar una simple alfabetización,
y, a la vez, necesita una adecuada formación técnica
o profesional que le permita desenvolverse en medio de este
mundo así inmerso en lo tecnológico.
Pero,
entonces, recordamos que de acuerdo con la tradicional estructura
escolar italiana, según palabras del gran reformador
de 1923, Gentile, la esencia de la formación verdaderamente
“humana” está en los contenidos “humanísticos”:
filosófico-lingüísticos en primer término.
He aquí
un obstáculo en medio de nuestro razonamiento. Y he
aquí otro grave inconveniente: sucede que Italia se
halla hoy con el problema de más de un millón
y medio de desocupados, pero a la vez requiere una mano de
obra altamente “calificada” que no puede encontrar
fácilmente. Problema que se agravará con mayor
intensidad en cuanto la alta industria comience a adoptar
en gran escala los modernos sistemas de automación
para hacer frente a las exigencias que hemos explicado del
Mercado Común Europeo.
¿Será
posible resolver estos dos problemas? ¿Será
posible que el hombre viva plenamente este mundo tecnológico
sin dejar por ello de ser “hombre”? ¿O
será forzoso recurrir a una dramática elección:
ser “hombre” retirándose del mundo, o vivir
en el mundo dejando de ser “hombre? ¿O el destino
de “hombres plenos” tendrá que reservarse
sólo a una minoría?
Y además: ¿ cómo lograremos esta adecuada
formación intelectual que se necesita en el mundo moderno
conjuntamente con la necesaria formación profesional
y técnica?
Toda
esta es, en síntesis, la problemática que agita
actualmente la estructura escolar de Italia. Con la dificultad
mayor de que la adecuación de la escuela a las necesidades
sociales se ve agravada por las circunstancias que explicamos
al principio, derivadas de la complejidad de las estructuras
escolares del mundo moderno.
La
técnica y el hombre. Superación de la antinomia:
Técnica V. Humanismo
Se ha dicho con insistencia que es la técnica del mundo
moderno la culpable de una inadecuada formación “humana”
en el más alto sentido de la palabra. Se ha querido
ver en los avances tecnológicos otros tantos retrocesos
en aquello que el hombre tiene de más noble, de más
elevado: el espíritu. Se contrapone habitualmente la
técnica y el espíritu y se suele considerar
al hombre dedicado a los más altos menesteres del espíritu
(se entienden habitualmente por tales las bellas artes, la
música, la filosofía, etc. etc.) como el esforzado
ser de nuestro tiempo que mantiene encendida la llama del
espíritu frente a la gran mayoría de seres ajenos
a tan nobles cuestiones y que se preocupan sólo de
fabricar mejores máquinas u obtener menores costos
de producción.
Se olvidan
de cosas fundamentales: primera, que el hecho de que en los
tiempos modernos una gran cantidad de hombres disponga de
tiempo y de posibilidades para poder estudiar o al menos para
desarrollar su espíritu en mejores condiciones que
dos o tres siglos atrás, es una consecuencia de la
estructura que dio al mundo moderno la técnica del
siglo XIX, aplicada a los grandes inventos básicos
de la Edad Moderna. En el mundo occidental, la cantidad de
personas que pueden leer hoy libros, diarios, revistas, enterarse
por la radio o el cinematógrafo de lo que ocurre en
otros mundos, escuchar música, intervenir en política,
o, simplemente, distraerse en momentos libres, es incalculablemente
mayor que el número de quienes, tres siglos atrás,
podían simplemente leer un libro. Las condiciones tecnológicas
del mundo actual son la condición indispensable, pues,
para que un número cada vez mayor de hombres pueda
alcanzar condiciones tales como para ser realmente y esencialmente
hombres (Véase, en este punto, la obra de Hessen: “Pedagogía
y mundo económico”, ed. A. Armando, Roma).
La segunda
cosa que se olvida es tan sencilla que parece increíble
que haya que recordarla: la técnica es hija del espíritu.
Una máquina
es tanto una creación del espíritu humano cuanto
una obra musical, un libro o una teoría filosófica.
Una superación
de este punto de vista es el que desarrolló con sumo
acierto, a nuestro juicio, Theodor Litt en su obra:
“Pensiero
umano e formazione técnica”, (Ed. Ar. Armando,
Roma). En el primer capítulo, Litt comienza recordándonos
que la “producción industrial no existiría
sin la técnica, de la cual utiliza las invenciones;
del mismo modo que la técnica no existiría sin
las ciencias naturales, de las cuales traduce en normas de
acción los resultados experimentalmente acertados”.
Pero
lo fundamental (para nuestra tesis) del libro de Litt comienza
a aparecer en el capítulo segundo, donde nos aclara
que “aún hoy, en un mundo que contradice en todo
la imagen del hombre presentada como ideal por un von Humboldt
(el hombre de la formación clásica, de la “humanitas”)
las fórmulas conexas con esa imagen no han desaparecido
de las discusiones pedagógicas, sino que son seguidas
al exponer y al justificar las exigencias de la pedagogía.
En tal sentido, es ya sintomático que, hoy el término
“Bildung” (formación interna) ha podido
mantener la dignidad de un concepto –guía de
la pedagogía”. Y luego prosigue Litt:
“Según
cuanto nos es dado ver, dos son las formas en las que el pensamiento
pedagógico pretende hacer valer la idea tradicional
de la “humanitas”, a pesar del contraste acentuado
con la realidad del mundo. En la primera forma se mantiene
la firmeza de las exigencias de ese ideal “humanístico”,
como la esencia del “debe ser”, sin preguntarse
si el “ser” es tal que quiera o pueda permitirse
esa propia realización. Lo cual, equivale, naturalmente,
a la evasión en un mundo ficticio, cuya irrealidad
se hará más evidente cuando el alumno egrese
del ambiente donde ha sido educado y pase a vivir en el mundo
concreto. En la segunda forma, en vez, se reconoce sin reservas
la realidad de hecho de este mundo y su inmodificabilidad,
es decir: su irreducibilidad al “deber ser”. Se
busca, por lo tanto, crear más allá de este
mundo concreto, una esfera que, por estar sustraída
a las complicaciones y seducciones de lo concreto-existente,
pueda dar un refugio al “debe ser”, y formar el
lugar donde sea posible cultivarlo y desarrollarlo. En consecuencia,
esta esfera no puede ser pensada sino como una esfera interior,
que debe buscarse y crearse en el campo del espíritu.
Saliendo de la realidad externa, que lo obliga a mentirse
a sí mismo, el hombre amará retirarse en la
paz que, cual refugio seguro, le vendrá ofrecida de
su vida interior... En principio, el mundo exterior cesaría
de funcionar allí donde interviniese el mundo interior
para hacer valer sus propias exigencias, así como el
mundo interior perdería su pureza si tomase contacto
con el exterior, con todas sus necesidades. El dominio del
hombre, por lo tanto, comenzaría allí donde
concluye el dominio del elaborador de las cosas (es decir:
el dominio de la técnica, del trabajo industrial) y
donde se hace sentir el elaborador de las cosas, el hombre
debería callar. Hecho singular un único sujeto
debería, por un lado, tomar la parte de las cosas,
por el otro, aquella del hombre como persona.
“Este
dualismo está bien lejos de ser una mera preocupación
dictada por preocupaciones pedagógicas. Ya el concepto
de una escisión de la vida en dos momentos distintos
aparece demasiado convincente al hombre de nuestra época.
¿Cuántos son ya los que piensan poder hallar
un refugio o un alimento para el hombre sólo fuera
del complejo laboral en la cual se hallan inmersos? Y esto
no vale solamente para aquellos cuya vida como trabajadores
está determinada por el puesto ocupado en el conjunto
de una determinada estructura productiva en las cuales estructuras,
es cierto, el acondicionamiento técnico de la actividad
humana ha llegado a un grado extremo de precisión.
Aún fuera de este campo las acciones conjuntas de las
energías humanas se aproximan siempre más al
modelo ofrecido por las estructuras industriales, y cuanto
más se procede en esta dirección, tanto más
seduce el ideal de una vida “quebrada”, entre
un trabajo que mira a las cosas y un trabajo dirigido al alma.
Justamente porque las opiniones de los educadores a los que
hacemos referencia va decididamente al encuentro de esta orientación
extrapedagógica, justamente por esto es oportuno examinar
a fondo la consistencia y la validez de aquella opinión.
¿La posibilidad de una formación interior debe
efectivamente excluirse de la zona del trabajo? ¿Es
realmente necesario ubicarla en una zona protegida, extraña
a la del trabajo?”
Como
se puede advertir rápidamente, Litt concluye este razonamiento
planteando el mismo interrogante que dejamos nosotros abierto
al comentar la estructura educacional dada por Gentile y que,
en el fondo, constituye aún el peso de la actual tradición
educacional italiana, al conceder el máximo prestigio
a aquella formación liceal “clásica”
de puros estudios humanistas, y colocar en un segundo rango
la destinada a preparar los artesanos y los técnicos
necesarios para las exigencias modernas de la Italia de hoy.
A continuación,
Litt se esfuerza en demostrarnos que el hombre, en su relación
con “las cosas” (es decir, el hombre en sus elaboraciones
artesanales, técnicas, industriales, etc.) está
guiado por su voluntad, vale decir, por su espíritu,
y en consecuencia, en el trabajo artesanal, técnico,
industrial, el hombre es también “espíritu”.
Litt demuestra primero que “en sede teórica,
en el esfuerzo de conocer la naturaleza, la voluntad interviene
activamente” y añade: “tanto menos se podrá
prescindir de la intervención de la voluntad cuando
se trata de sujetar la naturaleza al hombre en sede de acción.
Quién, como inventor, sirve para los fines del hombre
las materias y las energías de la naturaleza, quién,
como productor pone en movimiento los procedimientos concebidos
por los inventores, puede conseguir su intento sólo
si, durante toda la duración de su esfuerzo intelectual
y práctico, ejercita la autodisciplina necesaria para
el trabajo dirigido hacia las cosas no sea alterado por nada
extraño a su ánimo. (Resultará utilísimo
ver, en este punto, el ensayo de Rodolfo Mondolfo: “Trabajo
y conocimiento en las concepciones de la antigüedad clásica”,
en “Problemas de cultura y educación” (Ed.
Hachette) en el cual demuestra que “el trabajo, medio
y camino de la elevación espiritual del hombre, instrumento
y factor de conocimiento, creador de la cultura y del mismo
poder intelectual de la humanidad” es un concepto renacentista
derivado del pensamiento de la antigüedad “donde
tuvo sus raíces y encontró sus afirmaciones
desde los presocráticos hasta Aristóteles, Cicerón,
Vitruvio y Séneca”). El gigantesco complejo de
mil ramificaciones en que en el curso de pocas generaciones,
se ha organizado el mundo del trabajo, puede dar todo lo que
se espera de él, solamente si en todas sus partes,
aún en las más periféricas y pequeñas,
tiene vigencia la voluntad, que impide a cada uno de los que
trabajan abandonar las funciones que le han sido confiadas...
El regularse del hombre sobre la base de las cosas no es sinónimo
de plegarse el hombre a una tiránica necesidad, ni
de un abdicar de su voluntad... Al reconocer que, en la elaboración
de las cosas la voluntad tiene la parte que hemos indicado,
no se ha aclarado aún, sin embargo, si todo aquello
que deriva de tal elaboración tenga un carácter
positivo, neutro o negativo desde el punto de vista del valor.
Podría suceder que la voluntad, ejercitándose
en tal sentido, siga inclinaciones e impulsos arbitrarios
de cada sujeto. Podría suceder que ella, con tal obra,
promueva desarrollos tales que constituyan un peligro para
el bienestar del género humano o tales de hacerlo peligrar
moralmente. En síntesis, el valor de todo aquello que
procede del “querer las cosas” queda siempre como
algo problemático. No es necesario reflexionar mucho,
sin embargo, para convencerse de la inutilidad de todas las
protestas, que, por cierto, no se han cesado de elevar contra
esta actividad de la voluntad. La elaboración de las
cosas es obra de la voluntad que rechaza toda crítica,
no del género humano, sino también y más
propiamente porque responde a una exigencia interior que el
hombre no puede eludir sin faltar a un aspecto esencial de
su destino... Si el hombre pretendiera impedir él mismo
y la Naturaleza ese acuerdo que, en sus formas límites
actualmente acentuadas se ve llegar a sus últimas consecuencias,
se condenaría a sí mismo a un inevitable fin”.
(Concepto coincidente, por otra parte con la tesis esencial
de la obra de B. Malinowski: “Una concepción
científica de la cultura”, y que resulta utilísima
para comprender el concepto de educación).
Y Theodor
Litt concluye el capítulo segundo con este párrafo
que es, en esencia, la respuesta a la pregunta que él
se planteara sobre si es necesario formar al “verdadero
hombre” en un plano “más allá”
del mundo del trabajo, y también la respuesta a la
pregunta que planteáramos nosotros sobre si era indispensable
formar como “verdaderos hombres” tan sólo
a una minoría: “Por lo tanto, en el conjunto
de las actividades del trabajo humano que, desde la base constituida
por las construcciones teoréticas de la Naturaleza,
se desenvuelve en ramificaciones sin número hacia el
vértice constituido por las estructuras productivas,
no hay una sola que, por subordinada y secundaria que sea,
no presuponga como fuerza motriz un querer la cosa (es decir,
un acto de voluntad, vale decir, del espíritu), y de
ninguna de ellas puede decirse que no tenga importancia para
el proceso designado como “Bildung”, como formación
del hombre. Cualquier cosa que ocupe al hombre como sujeto
de una actividad que se suele llamar espiritual, contribuye
siempre, en alguna medida, a su formación”.
A nuestro juicio, todo esto que ha desarrollado Litt quiere
decir que la “auténtica formación humana”,
aquella que quería Gentile par los alumnos de la escuela
secundaria, aquella que han procurado siempre las instituciones
escolares europeas de más alto rango, puede darse también
por otras vías que por las de los estudios comúnmente
llamados humanísticos: filosófico-histórico-lingüísticos.
Es decir que también por medio de la preparación
profesional y técnica (recuérdese da Litt: la
productividad es hija de la técnica y esta de las ciencias
naturales, y agregamos nosotros, las ciencias naturales, ¿no
son acaso producto del espíritu, del “hombre
auténtico”?) se puede lograr aquella “conciencia
de sí” que distingue al hombre auténtico,
según Gentile, y lo que es más importante, se
puede capacitar a las “elites” dirigentes sin
necesidad de formar a estas alejadas de la realidad incontrovertible
del mundo actual. Y finalmente, se pueden formar los “hombres
auténticos” en esa masa enorme de seres que hoy
debemos preparar para afrontar las altas capacitaciones laborales
del momento, sin provocar en ellos o bien una sensación
de “disminución” con respecto a otros seres
mejor formados o bien la necesidad de buscar “más
allá” de su mundo cotidiano del trabajo, en una
vida “escindida, quebrada”, como dice Litt, su
auténtica formación humana.
Oigamos
una vez más a Litt (capítulo tercero): “El
hombre no “usa”la inteligencia técnica
quedando él mismo aparte, como el ingeniero que pone
en movimiento una máquina. El hombre es la inteligencia
técnica, de tal forma que en las creaciones en las
que actúa esta inteligencia, su humanidad está
tan presente y empeñada como en cualquier otra actividad
de su ser en la que fuera absurdo admitir un significado instrumental.
Y puesto que el hombre, cuando ocupa su inteligencia técnica
no sólo trabaja “con” ella sino vive también
“en“ ella, tal inteligencia no puede producir
nada sin hacerlo diverso de cómo sería sin haberlo
hecho. Lo sepa o no, lo quiera o no, el hombre se modela así
mismo cuando actúa como inteligencia técnica.
De tal forma, se desconoce completamente la realidad cuando
se piensa que se debe colocar la inteligencia técnica
y la “formación del hombre sobre dos planos distintos”.
Y concluimos
estas largas citas de Litt con la severa crítica que
hace a la antigua concepción de la “humanitas”
que ha impregnado la tradición de los estudios clásicos
europeos: “Una “humanitas” que se declara
incapaz de compenetrarse de una dimensión de la vida
ya vivida, prácticamente insuprimible, o que piensa
que interesarse de estos asuntos esté por debajo de
su propia dignidad, es la más decidida contradicción
de aquellos elementos que, para nuestros clásicos,
eran los esenciales de la misma “humanitas”: la
individualidad y la totalidad. ¿Qué clase de
individualidad es aquella capaz de sostenerse sólo
en una especie de isla reservada, artificialmente formada,
y una totalidad que excluye sectores así vastos de
la existencia?... En una palabra: lo esencial es llevar la
“humanización” propiamente dentro de la
formación profesional y técnica, en cambio de
confinarla en un dominio extraño a ella”.
Panorama
de la escuela italiana actual
Una escuela primaria, obligatoria, breve (cinco años
de duración), exactamente igual para todos los habitantes
del país: esta es la base de la estructura educacional
italiana. Luego, un ciclo de enseñanza media, de tres
años, dividido en dos ramas fundamentales: la “escuela
media” propiamente dicha que abre el rumbo para la instrucción
secundaria, y la escuela de “avviamento proffesionale”,
con sus diversos “indirizzi”: comercial, técnico,
agrario, etc. Los alumnos que concluyen este segundo tipo
de enseñanza, pueden cursar luego un ciclo de dos años
de estudios que les permite obtener un título superior
de la misma especialidad seguida anteriormente, o, también,
mediante exámenes integrativos (largos y difíciles)
obtener las equivalencias necesarias para poder ingresar a
la enseñanza secundaria como si hubiesen cursado la
escuela media. Los alumnos que concluyen el ciclo de la “escuela
media” tienen por delante el tradicional “Liceo”
clásico, el Liceo científico, el Instituto Magistral
para la formación de maestros elementales, y los cursos
de tipo profesional, comercial y técnico. El diploma
del Liceo clásico abre las puertas a cualquier Facultad,
mientras los restantes permiten el ingreso a las Facultades
correspondientes a cada especialización. El Instituto
Magistral tiene cuatro años de plan de estudios, los
restantes cursos secundarios, cinco años.
La estructura
político-educacional italiana es unitaria (las escuelas
de todo el país dependen del Estado nacional) y centralizada
(no existen cuerpos colegiados locales, electivos o no, con
autoridad para la organización escolar). En lo económico,
la estructura es mixta, pues cada comuna debe atender con
sus propios recursos el sostenimiento del local escolar, mientras
el Estado nacional se encarga de las retribuciones al personal
docente.
El Ministerio
de Instrucción Pública comprende las siguientes
direcciones generales: 1) de asuntos generales y de personal,
2) de instrucción elemental, 3) de instrucción
media, clásica, científica y magistral, 4) de
instrucción técnica, 5) de instrucción
universitaria, 6) de la Antigüedad y las Bellas Artes,
7) de intercambio cultural y de las zonas de frontera, y 8)
de Academias y Bibliotecas.
Colabora
con el Ministerio –con carácter consultivo–
el “Consejo Superior de Instrucción Pública”,
compuesto por sesenta (60) miembros, dividido en tres secciones:
una para la instrucción universitaria, otra para la
secundaria y otra para la primaria.
La administración local de la enseñanza elemental
y secundaria está a cargo de un “Proveditore
agli studi” y de un “Uffcio scolastico”
para cada provincia. Vale decir que cada provincia italiana
constituye un “Proveditorato agli studi” cuya
sede se halla en la ciudad cabeza de provincia. Vale decir
que cada provincia italiana constituye un “Proveditorato
agli studi” cuya sede se halla en la ciudad cabeza de
provincia. Del “proveditore agli studi” dependen
directamente los directores (“preside”, “direttore”,
“dirigente”) de cada establecimiento de enseñanza
media o secundaria de la provincia. Para la enseñanza
elemental el territorio de cada “proveditorato”
se divide en “circoscrizione isfettive”, a cargo
de un “isfettore scolatico”, y cada una de estas
circunscripciones se divide a su vez en “circoli didattici”,
a cargo de “direttori didattici”. En cada círculo
didáctico puede haber más de una escuela elemental,
de tal manera que cada escuela elemental no tiene su propio
director, salvo el caso que una escuela –por su importancia–
constituya ella sola un “circolo didattico”.
Con carácter
consultivo, colabora con el “Proveditore agli studi”
un “Consiglio scolastico provinciale”, constituido
por profesores, maestros, delegados de los municipios, y personas
entendidas en asuntos pedagógicos o médico-pedagógicos,
todos asignados por el Ministerio de Instrucción Pública.
(Conviene
hacer presente aquí la observación que el término
“provincia” tiene en Italia un sentido muy distinto
que en la Argentina. Piénsese que Italia, con un territorio
similar al de la provincia de Buenos Aires, cuenta en su seno
con 92 provincias. Vale decir que las “provincias”
en Italia equivalen, en extensión territorial, a nuestros
“partidos” o “comunas”. Por otra parte,
no existe en la organización política italiana
nada similar a “autonomías” provinciales
o “regionales”, excepción hecha de Sicilia,
Cerdeña y dos zonas de frontera. De tal manera, el
término “provincia” tiene sólo un
significado de división administrativa).
Un esquema
sintético de la organización actual de la escuela
italiana, en el cual se dejan de lado algunos detalles de
menor importancia, como las escuelas maternas o algunos establecimientos
artísticos, sería el siguiente:
I) Escuela
Elemental: 5 años, dividido en dos ciclos, de dos y
tres años cada uno.
II) a)
Escuela Media: 3 años.
b) Escuela
de “Avviamento Profesionale”: 3 años.
III)
Para los egresados de la escuela media:
a) Liceo
Clásico: 5 años.
b) Liceo
Científico: 5 años.
c) Istituti
Tecnici: 5 años (especialidades: comercial, geometría
o construcciones, agrario, náutico, femenino, industrial).
d) Istituto
Magistrale: 4 años.
e) Liceo
Artístico: 4 años.
IV) Para
los egresados de “avviamento profesionale”:
a) Escuela
Técnica: 2 años.
b) Escuela
Profesional Femenina: 3 años.
c) Escuela
de Magisterio para la Mujer: 2 años.
Ahora
bien: los egresados de “avviamento profesionale”
no siguen muy a menudo la “escuela técnica”,
dado que el diploma de ella no significa una gran diferencia,
en cuanto a las posibilidades que ofrece, con el diploma anterior.
En cualquier forma, y aunque la sigan, siempre hallan cerrado
el camino de acceso a la Universidad, a menos que rindan largos
y difíciles exámenes integrativos, que requieren
mucho tiempo y posibilidad de pagar profesores privados. Dados,
los planes actuales, este “cierre” del camino
a la Universidad es lógico, pues esta escuela no tiene
por fin preparar futuros universitarios, pero la dificultad
está, entonces, que a los 10 u 11 años de edad,
luego de tan sólo cinco años de instrucción
elemental, se debe hacer ya una primera (y definitiva, para
los que no eligen la escuela media) selección de quienes
han de proseguir estudios universitarios y quienes no. Aquí
es donde se le podría preguntar a Gentile: ¿cómo
se hace esa “adecuada selección” para elegir
quienes están destinados a los estudios superiores?
Lógicamente, la selección se hace exclusivamente
sobre la base de estratificaciones sociales o económicas.
Conviene
ahora detenerse en este punto: las Facultades que ofrecen
las Universidades italianas son, básicamente, diecisiete:
Jurisprudencia, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas,
Medicina, Ingeniería, Ciencias Matemáticas y
Físico-Naturales, Química Industrial, Farmacia,
Medicina Veterinaria, Agraria, Economía y Comercio,
Ciencias Estadísticas, Demográficas y Actuariales,
Instituto Naval, Instituto Oriental, Arquitectura, Magisterio
y Academia de Bellas Artes.
Los egresados
del Liceo clásico tienen abiertas las puertas de trece
Facultades: aparte de las dos antes citadas, quedan excluidas
Jurisprudencia y Filosofía y Letras (conviene recordar
que son Facultades de máximo prestigio y que, por otra
parte, el Liceo científico no presenta en consecuencia
ninguna ventaja práctica sobre el clásico, ya
que los egresados del clásico pueden optar por todas
las carreras que están abiertas a los egresados del
científico). En Italia existen 243 Liceos científicos
por cada tres liceos clásicos aproximadamente.
Los egresados
de los Institutos Técnicos tienen abiertas las puertas
(cada uno según su especialidad) a cinco Facultades:
Agraria, Economía y Comercio, Ciencias Estadísticas,
Instituto Naval e Instituto Oriental.
Los egresados
del Instituto Magistral tienen abiertas las puertas a dos
Facultades: Magisterio e Instituto Oriental. Vale decir que
prácticamente los maestros elementales una vez en posesión
de su título, no tienen otro camino sino la Facultad
del Magisterio.
Los egresados
del Liceo Artístico tienen abiertas las puertas de
dos Facultades: Arquitectura y Academia de Bellas Artes.
Se comprende ahora lo que hemos dicho en otras páginas
de este trabajo: la estructura escolar secundaria de Italia
se halla firmemente establecida sobre la base tradicional
de su “Liceo clásico”, con fuerte predominio
de los estudios humanistas.
Sobre esto último vale la pena recapitular brevísimamente
la distribución de contenidos en el Liceo clásico.
Observemos este cuadro:
Primer
año: total horas semanales: 27, contenidos filosófico-histórico-lingüísticos:
20, contenidos científico-matemáticos: 4, otros
(religión, ed. física): 3.
Segundo
año: total horas semanales: 27 (distribución
igual que primer año).
Tercer
año: total horas semanales: 28, contenidos filosófico-histórico-lingüísticos:
18, contenidos científico-matemáticos: 7, otros:
3.
Cuarto
año: total horas semanales: 28 (distribución
igual que en tercero).
Quinto
año: total horas semanales: 29 (distribución
igual que en cuarto, con una hora más en el primer
grupo de contenidos).
Podríase
agregar que en primero y segundo año, de las 20 horas
semanales destinadas al grupo filosófico-histórico-lingüístico,
se destinan 18 a lo lingüístico así distribuidas:
5 para italiano, 5 para latín, 4 para griego y 4 para
lenguas extranjeras. En tercero, cuarto y quinto año,
de las 18 horas semanales de ese grupo se destinan 11 para
lo lingüístico, así distribuidas: 4 de
italiano, 4 de latín y 3 de griego. Estableciendo un
porcentaje, podemos decir que sobre 139 horas semanales de
los cinco años del Liceo clásico, exactamente
el 50,35% se destina al estudio lingüístico. El
estudio del latín y el griego ocupa por sí sólo
un 28,12% del total de las horas semanales del Liceo clásico.
En fin:
sobre un total de 139 horas semanales, el Liceo clásico
italiano destina 95 horas al grupo filosófico-histórico-lingüístico,
29 horas al grupo científico-matemático, y 15
horas a religión y educación física.
Esto en números porcentuales significa: el 68,34% para
el primer grupo, el 20,84% para el segundo, y el 10,79% para
el tercer grupo.
Los
puntos críticos
Ahora bien: ¿cuáles son los puntos claves de
esta estructura escolar dentro de la problemática que
hemos planteado anteriormente? Naturalmente, esos puntos clave
son: la efectiva obligatoriedad escolar de ocho años,
tal como lo establece la Constitución de la República
en su artículo 34; la adecuada preparación profesional
o técnica para capacitar la masa a las nuevas circunstancias
tecnológicas de la humanidad y del país; la
posibilidad de que esa formación profesional no deje
de lado la auténtica formación “humana”
que siempre se pretendió mediante los estudios “clásicos”;
el lugar que estos estudios “clásicos”
deberán ocupar en el futuro; las exigencias democráticas
de no cerrar los caminos de superación a las nuevas
generaciones por razones exclusivamente económicas
o de estratificación social; y, por último el
problema clave de todos los tiempos de la política
educacional: la posibilidad de realizar todos estos ideales
en medio de una realidad histórica dada e incontrovertible.
El profesor
Luigi Volpicelli, en “Scuola e societá nell’Italia
del dopoguerra” (Justman-Volpicelli, Ed. A. Armando,
Roma) señala la “crisis de la escuela”
en la necesidad básica de “masivas y honestas
inversiones financieras”, para resolver los problemas
esenciales de la situación escolar italiana actual,
y comienza su capítulo titulado justamente “Crisis
de la escuela” hablando del problema de la desocupación.
Dice el profesor Volpicelli: “La encuesta parlamentaria
sobre la desocupación, realizada entre los meses de
junio de 1952 y 1953, anota que, aparte el número de
niños entre seis y doce años que no frecuentan
ninguna escuela, el 60% de los alumnos de la primera clase
no consigue la licencia elemental; que el analfabetismo sobre
el total de la población registra todavía un
porcentaje del 11%; que casi siete décimos de la población
escolar con licencia elemental no prosigue ninguna clase de
estudios. Las elaboradas cifras ministeriales, es lógico,
son más optimistas; pero aún así deben
admitir que ‘cerca del 38% de los alumnos que ha cursado
la primera elemental no llega en Italia a la quinta clase
elemental’ y deben denunciar ‘el pavoroso vacío’
entre el norte y el sud, donde los puntos de la deserción
escolar llegan al 64% (Catanzaro) al 65% (Caltanisseta) al
66% (Regio Calabria), al 67% (Cosenza, Agrigento).
“Con
estas cifras, entramos al corazón del problema. (El
subrayado es nuestro). No se debe intentar aquí una
estadística y un análisis de la cultura media
de los italianos, ni de su preparación a la vida política
y de relación. Nos bastan los datos de la encuesta
parlamentaria sobre la desocupación que daba dos millones
de desocupados, los cuales, además de ser desocupados,
no resultaban habilitados para algún oficio. Los inscriptos
en la oficina de colocaciones resultaban en un 70% sin ninguna
“calificación” profesional. El 85% de los
desocupados resultaban en posesión de la sola instrucción
elemental o de ninguna instrucción, y el número
de los no calificados y no especializados era siempre prevalente
y constante. Datos más recientes sobre la desocupación
(1955) dan la cifra de dos millones doscientos dieciocho mil
setenta y ocho desocupados (2.218.078) ‘así distribuidos
con respecto al grado de instrucción: analfabetos:
7,95%; semianalfabetos (con frecuencia de alguna clase elemental)
35,26%; con licencia elemental: 51,55%; con licencia de avvimento
proffesionale: 2,25%; con la licencia media inferior: 1,72%,
con la licencia media superior: 0,70%, con laurea universitaria:
0,05%; otros: 0,52%’. Cifras de las cuales resulta que
la casi totalidad de los desocupados ha frecuentado apenas
la escuela elemental (92,28); que el porcentaje de desocupados
con el más bajo título de estudio o aún
analfabetos ha aumentado de 1952 a 1955, pasando del 93,98%
al 95,28%; que, en fin, el reclamo social de mayores títulos
de estudio aquel reclamo que ‘atiborra las escuelas’
como todavía se repite, está bien justificado
por el hecho que la desocupación decrece a medida que
aumentan los títulos de estudio. Ya los que poseen
solamente la licencia de avvimento profesionale resultan desocupados
apenas en un 2,25%.”.
Es decir que estamos otra vez en el nudo del problema: es
necesario lograr una adecuada extensión de la escolaridad
para toda la población, del país, no sólo
por reclamos ético-políticos, sino por imperiosas
necesidades de progreso social, individual y colectivo; es
necesario capacitar profesional y técnicamente a toda
la población del país para que halle su ubicación
laboral, pero esta capacitación debe hacerse, ahora,
en condiciones tales que permita al mayor número adecuarse
a las nuevas condiciones tecnológicas de la humanidad;
y entretanto es necesario que esta capacitación no
frustre sus posibilidades de “auténtica formación
humana”, so pena de que condenemos a la mayoría
de los individuos a carecer de una auténtica formación
de “hombres” o bien a que tengan que vivir una
vida “quebrada”, como decía Litt, buscando
su “humanidad” fuera de esa zona laboral en la
cual deben hallarse por fuerza.
En estas
circunstancias, la tradición escolar italiana se halla
expresada con claridad en sus planes de la escuela media actual
y en la alta jerarquía concedida socialmente a su Liceo
clásico. Como escribe Volpicelli en la obra citada:
“El triunfo del idealismo signó el triunfo de
‘una escuela media de cultura general’ como ha
escrito recientemente Hugo Spirito, ‘más allá
de la especialización, de la ciencia y de la técnica,
que en realidad es una escuela de especialización histórico-literaria,
abstraída de la vida y caída de la retórica.
Cultura general ha llegado a ser sinónimo de cultura
genérica e imprecisa, y la educación formativa
contrapuesta a la informativa aparece siempre más deformativa,
intelectual y moralmente’. Sobre la línea de
la más acertada especulación pedagógica
moderna, Spirito concluye con agudeza: ‘para que el
equívoco sea eliminado una vez para siempre es necesario
convencerse que no puede existir una escuela que sea formativa
sin ser informativa, cultural sin ser instrumental, educadora
de la personalidad sin ser profesional”. (El subrayado
es nuestro).
Creemos,
entonces, que las posturas se van aclarando y definiendo en
la misma línea. Spirito, Volpicelli, todos nos dan
la idea central: la técnica no se opone a la auténtica
formación humana. También lo dice Mondolfo en
su obra “Problemas de cultura y educación”,
cuyo capítulo primero demuestra que “teoría”
y “práctica” no fueron concepciones antinómicas
para los filósofos helénicos, lo cual resulta
de importancia decisiva frente a la concepción de las
“humanitas” como un bien perdido que se dio cabalmente
entre los griegos. (Ver la cita anterior de Mondolfo). Lo
dice el profesor Giovanni Gozar en su obra “La instrucción
profesional en Italia” Ed. UCIIIM, Roma): “Pensar
que existen dos tipos de formación, uno destinado a
la pura ejecutividad y el otro destinado a la formación
intelectual, es tan absurdo como suponer que la mano pueda
trabajar por sí misma, por simple artificio mecánico”.
Y lo
dice, finalmente, con palabras perfectas, Sergio Hessen, en
su obra “Pedagogía y mundo económico”
(Ed. A. Armando, Roma) que concluye con este párrafo:
“Ahora podemos comprender el más profundo significado
de la afirmación que sostiene que la esencia de la
educación ‘liberal’ o ‘general’
no está en los contenidos de la enseñanza sino
en la ‘calidad’ de la enseñanza. Esa calidad
tiene sus grados de realización. Qué significa
tal calidad, susceptible de ser desarrollada o disminuida,
ha sido explicado en nuestro análisis de la cultura
concebida como el más elevado estadio –el estadio
espiritual– del proceso de la educación. Hemos
visto que no se puede poner objeciones contra la posibilidad
de considerar la vida industrial como un adecuado objetivo
de cultura. La tecnología y la economía moderna
poseen muchísimos “hermosos trabajos” que
incorporan las más arduas y nobles aspiraciones de
la mente humana y que pueden reclamar ser ellos mismos “fuentes”
eficientes de verdadera cultura. El trabajo industrial puede
asumir un tal grado de creatividad que se constituya en un
factor de desarrollo de la personalidad del trabajador. Un
grupo de alumnos dirigido a un trabajo industrial puede transformarse
en una comunidad de cooperación al servicio de los
valores espirituales y no solamente de una potencia económica
o política. Una cultura industrial aparece hoy cada
vez más posible, aunque los caminos que llevan de esta
posibilidad a su completa realización sean todavía
largos y llenos de dificultades”.
En síntesis:
la realidad político-social de la República
de Italia señala hoy la necesidad imperiosa que el
término de obligatoriedad escolar de ocho años
que marca su Constitución se cumpla efectiva y realmente
para toda su población. Vale decir que la obligatoriedad
efectiva actual pase de los primeros años de la escuela
elemental o a lo sumo de toda la escuela elemental (en los
centros urbanos) a todo el ciclo de la enseñanza media.
Pero,
esta enseñanza media, ¿deberá continuar
como hasta hoy en su estructura de una “escuela media”
que abre el rumbo para la enseñanza secundaria, ya
sea clásica o técnica, y la escuela de “avviamento
profesionale”, con su horizonte limitado a ella misma?
A nuestro
juicio, la actual escuela de “avviamento profesionale”
resulta ya insuficiente para otorgar una discreta preparación
técnico-profesional en alguna de las actividades del
mundo moderno, que exige día a día mayor capacidad
intelectual y técnica. Por otra parte, tal como está
concebida en la actualidad, no permite la prosecución
de estudios superiores a quienes la concluyen, cerrando así
el camino a jóvenes que una vez que han cursado ese
ciclo se encuentran con capacidades o posibilidades antes
no sospechadas.
La “escuela
media”, entre tanto, mantiene una orientación
de “tipo clásico-general”, como señalaba
Spirito en la cita del profesor Volpicelli, que es inadecuada
para la apertura de orientaciones hacia la enseñanza
secundaria en todas sus ramas.
Uno de los puntos decisivos es, entonces, este ciclo de la
escuela entre los 11 y 14 años, que preocupa actualmente
a la mayoría de pedagogos y estudiosos de la política
educacional italiana. Se efectúa por estos tiempos
el ensayo de una “escuela media única”,
de tipo orientador y vocacional, con materias opcionales que
tiende a poner las bases de una futura estructura en la cual
desaparezca la distinción entre “escuela media”
y “escuela de avviamento profesionale”. No podemos
entrar aquí en la crítica y discusión
de este ensayo, que requeriría otro trabajo completo,
y que tiene múltiples implicaciones en lo metodológico,
didáctico y pedagógico. Lo citamos tan solo
como un intento de resolver algunos de los problemas que hemos
mencionado, y su orientación general (que hemos tomado
del volumen “La scuola dagli 11 ai 14 anni”, de
la Comisión Ministerial para el estudio de los problemas
de la escuela de los 11 a los 14 años; de todo el material
puesto a nuestra disposición por el director del ensayo,
profesor Camillo Tamborlini; y de las visitas que hemos realizado
a las escuelas donde se realiza) nos parece, en línea
teórica, acertada en sus principios generales.
El punto
difícil es si conviene o no realizar esta fusión
absoluta del ciclo de la escuela media, o bien dejar como
escuela común solamente la tradicional escuela elemental
de cinco años y luego establecer la posibilidad de
ciclos artesanales, técnicos o profesionales del tipo
del actual “avviamento profesionale”.
Nuestra
opinión –y nos vemos forzados a participar ahora,
con todo respeto, de la polémica abierta en Italia
sobre el tema– es decididamente a favor de una “escuela
común” de ocho años de duración,
es decir, que abarcará la actual escuela elemental
y el actual ciclo medio. Sabemos que el profesor Luigi Volpicelli
–gentilísimo y agudísimo director de nuestro
modesto trabajo– no comparte nuestra opinión.
Sus argumentos son sin duda muy serios, y se basan, en primer
término, en una realidad incuestionable: las condiciones
sociales y económicas de la Italia actual son tales
que todavía no consienten obtener siquiera una eficaz
obligatoriedad escolar de los cinco años de la escuela
elemental. Además, ocurre efectivamente que la escuela
breve, del tipo de “avviamento profesionale”,
alienta a muchas familias humildes a realizar el sacrificio
de enviar a sus hijos a la escuela otros tres años
luego de la elemental, con el fin de lograr para ellos una
preparación para la vida superior a la que podrían
tener con la sola licencia elemental. Es decir que estableciendo
una escuela única común de ocho años
–aparte del hecho incontrovertible de la casi imposibilidad
de lograrla– quizás haríamos que muchos
que actualmente cursan tres años de “avviamento
profesionale” luego de la escuela elemental, no cursarán
los tres años subsiguientes a la quinta elemental.
Y siempre nos queda el problema de tener que comenzar a formar
profesionalmente las nuevas generaciones luego de ocho años
de escuela.
Todo
esto es cierto. Pero dos razonamientos básicos me impulsan
a mantener mi opinión a favor de la escuela única
de ocho años de duración. El primero es que
la selección, al cabo de la escuela elemental, para
proseguir la escuela media que abre el rumbo a los estudios
secundarios y de ellos a la Universidad, o para cursar la
escuela de “avviamento profesionale”, se realiza
casi exclusivamente por razones de estratificación
social o económica, lo cual es inadmisible en un régimen
democrático y conspira contra la esencia misma de ese
régimen, al impedir una adecuada renovación
de las clases dirigentes. Por supuesto que la solución
de este problema se halla fuera de la Pedagogía y aún
de la política educacional, y por lo tanto fuera de
los límites de este trabajo. Para impedir la circunstancia
que dejo anotada, es decir, que todos los habitantes puedan
efectivamente cursar los ocho años de escuela común
se requiere una modificación de las condiciones socio-económicas
del país, lo cual es asunto que escapa a mi competencia
y al tema que me he propuesto desarrollar. Con el profesor
Volpicelli coincido que en la situación actual de Italia
el ideal de la escuela única de ocho años es
casi una utopía, pero no puedo menos que poner en esa
utopía la expresión más alta de mi fe,
pues la considero de realización indispensable para
una acabada estructuración democrática del país.
El segundo
razonamiento que me lleva a preferir la escuela única
de ocho años es el siguiente: las páginas anteriores
de este trabajo han señalado la necesidad de que la
preparación intelectual y técnica de los trabajadores
sea cada día mayor. En efecto: las condiciones actuales
del mundo del trabajo –y principalmente las condiciones
futuras– toman día a día más urgente
altas capacidades de todo el personal trabajador. El ejemplo
del conductor de una diligencia y el piloto de un moderno
avión lo comprueba. Tanto las industrias modernas como
las oficinas administrativas privadas o estatales se complican
cada vez más, en forma tal que las preparaciones profesionales
o técnicas que pocos años atrás bastaban
se tornan hoy insuficientes. Escribir a máquina, tener
nociones de contabilidad elemental, una redacción aceptable
y quizás conocer taquigrafía, era hasta hace
poco suficiente para empleos oficinescos sencillos en el comercio
o en la administración. No pasará ya mucho tiempo
sin que ese bagaje se torne totalmente insuficiente. La mecanización
actual de las grandes oficinas exigirá menos “especialización”
quizás, menos “conocimientos” propiamente
dichos, pero una alta preparación intelectual que,
junto con un adiestramiento apropiado para cada caso, permita
utilizar adecuadamente esas máquinas. Lo mismo sucede
con el obrero de las fábricas que utilizan los más
adelantados sistemas de fabricación. No por nada se
ha dicho que el “obrero del futuro será un universitario”,
y si volvemos al ejemplo del piloto del avión veremos
que el dicho no está tan lejos de la realidad.
En consecuencia, creo que en la actualidad, antes de comenzar
ningún tipo de especialización o de preparación
profesional o técnica, es necesario como mínimo
un ciclo de ocho años de maduración intelectual
general, que permita afrontar luego el tipo de formación
técnico-profesional que la vida moderna requiere. En
mi opinión, los egresados de las escuelas de “avviamento
profesionale” se hallarán, dentro de pocos decenios,
en las mismas condiciones que esa masa enorme de “no
calificados” de la actualidad, que forman la mayoría
de los desocupados del país.
Naturalmente,
esta solución de una escuela media única de
ocho años exigiría tomar una decisión
sobremanera difícil dentro de la tradición escolar
italiana: el estudio del latín. Actualmente, esta lengua
se comienza a estudiar desde la primera clase de la “escuela
media”, y se ha convertido en una de las dificultades
principales en los planes de estudio de las escuelas medias
del ensayo que hemos comentado. A nuestro juicio, y dados
los antecedentes sobre el verdadero sentido que se debe dar
hoy a los conceptos de cultura “humanística”
y “auténtica formación humana” que
hemos desarrollado, el latín puede comenzar a estudiarse
directamente en la enseñanza secundaria, es decir,
concluido el ciclo de ocho años de escuela única,
o sea después de la actual escuela media.
Los ciclos
secundarios posteriores debieran –siempre a nuestro
juicio– organizarse en direcciones de tipo filosófico-literario
y técnico-profesional, pero en ambos casos la formación
“humanista”, la “auténtica formación
de hombres”, aquella “conciencia de sí”
que pedía Gentile para distinguir a la verdadera “humanidad”,
se deberá lograr mediante los contenidos propios de
cada dirección sin pretender que esa “humanidad”
se obtenga sólo mediante los contenidos llamados clásicos.
Se sobreentiende que en manera alguna esto pueda significar
abogar por una desaparición, desjerarquización,
o desvalorización de los mismos.
Sería factible también organizar estudios técnico-profesionales
más breves que el ciclo completo de la instrucción
secundaria, para obtener algunas formaciones como las que
se buscan hoy con las escuelas de “avviamento profesionale”,
pero que, en este caso, se podrían lograr ya sobre
la base de una formación previa de ocho años
de duración.
Digamos
finalmente que obtener una reforma escolar general italiana
que aceptase estos conceptos, y que además permitiera
las “masivas y honestas inversiones financieras”
reclamadas por el profesor Volpicelli para evitar estériles
modificaciones que no atacan al problema de fondo, significaría
“ubicar” la escuela italiana en la realidad político-social
que este país vive en la actualidad. Realidad que se
basa sobre una estructura política democrática
y sobre una estructura económica de un mundo altamente
tecnificado. Para ello se necesitan dos movimientos: uno enderezado
a que la sociedad italiana actual acepte con plenitud la vigencia
real de esas dos estructuras, y otro destinado a vencer la
barrera que significa la organización legislativa,
administrativa y burocrática de la institución
escolar de hoy.
En nuestra
opinión, este segundo movimiento es el más difícil,
pero creemos que Italia necesita imperiosamente lograr éxito
en el camino de ubicar históricamente sus instituciones
escolares. Recuérdese lo que hemos dicho al principio
de este trabajo, sobre las ventajas que presenta la estructura
político-educacional de Rusia y de los Estados Unidos
de América; añádase la situación
actual de todos los países europeos –urgencia
de sobrevivir entre ambos colosos– y se comprenderá
la razón de dicha urgencia. Alienta comprobar, sin
embargo, que en el plano teórico las ideas expuestas
por los hombres más representativos de la Pedagogía
y la Política Educacional italiana actual señalan
caminos casi siempre acertados y bien situados en nuestra
realidad histórico-social.
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