Publicaciones en diversos medios

Universidad y Pedagogía

Imprenta de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe 1966

Como todo arte, el de la enseñanza tiene sus reglas, ya expresas, ya tácitas, y aunque el enseñante no tenga conciencia de ellas, existen, así como el hombre común discurre lógicamente sin saber lógica. Dichas reglas tienen un doble origen: la experiencia, en cuyo caso se transmiten de generación en generación, por tradición oral o por imitación, y siempre en forma asistemática y fundamentaciones científicas (distintas según cada arte, y que se suelen transmitir mediante procesos educativos sistematizados).

Pero todas las reglas, las de uno y otro tipo, son susceptibles de ser reunidas en un cuerpo de doctrina, es decir, de organizarse en una doctrina metodológica y ser transmitidas en forma sistemática. Además, todas las artes, en el instante de su ejecutividad, suelen contar con un elemento especialísimo: la inspiración personal, chispa interior del artista, la capacidad natural o innata del ejecutor, que no depende de ninguna formación previa. Es lo imprevisible, lo que escapa a la regla, lo que ni siquiera –a menudo– puede ponerse por escrito.

También la enseñanza participa de aquellas reglas de doble raíz y de esta chispa, de esta inspiración. Ahora bien: es habitual que cuando se habla de formación pedagógica del personal docente, se oponga la capacidad personal innata (es decir, aquella inspiración, aquella chispa) a las capacitaciones que se pueden dar mediante cursos o estudios sistematizados de cualquier naturaleza. Y esta polémica u oposición aumenta de tono a medida que se trata de los niveles de enseñanza de mayor nivel, ya que en el campo de la docencia superior o universitaria es donde parece que esta capacidad innata es lo fundamental, y sólo puede ser reemplazada pobremente –y hay quienes sostienen que no puede ser reemplazada en absoluto– por cualquier tipo de formación.

Hay algo más: el arte de enseñar posee todavía otra característica muy especial. El objetivo del docente, es decir, del artista en este caso, está indisolublemente entrelazado con los fundamentos mismos de sus reglas metodológicas.

El cirujano debe estar empapado de conocimientos científicos que le permitirán lograr un fin netamente diferenciado (o diferenciable) de esos conocimientos científicos: la salud del enfermo es, en efecto, una consecuencia de la aplicación práctica de sus conocimientos científicos y de la correcta aplicación de una técnica también fundamentada científicamente, pero esa salud es, al fin, algo distinto de sus conocimientos científicos y de esa técnica. Su arte y la salud del enfermo son dos cosas diferentes, o por lo menos netamente diferenciables y separables.

En cambio, el profesor de cirugía tiene por fin de su acción docente algo que se confunde con sus conocimientos científicos y al dominio de la misma técnica que él debe, a su vez, dominar, para poder enseñarla. Su arte tiene como objetivo que sus discípulos lleguen al dominio del campo científico o técnico que él domina. Su arte de enseñar cirugía se confunde mucho (o por lo menos es menos fácil diferenciar) con el fin que persigue: que sus discípulos dominen el mismo arte. O sea que en el arte de la enseñanza, el cabal dominio de lo que se enseña viene a ser condición sine qua non para su desenvolvimiento adecuado. Un cirujano mediocre puede, sin embargo, salvar muchas vidas y obtener un buen número de resultados satisfactorios en sus intervenciones. Pero no hay duda que para ser un buen maestro de cirujanos es necesario ser un gran cirujano.

Por esto es que suele surgir frecuentemente una nueva polémica. Es la que se entabla entre quienes afirman que el conocimiento científico –lo más profundo posible– es condición necesaria y suficiente para el buen ejercicio de la docencia, y quienes, admitiendo lo anterior; sostienen que, además, resulta necesaria una capacitación pedagógica, ya sea de ese tipo innato o propio de la inspiración personal no dependiente de formaciones sistemáticas, ya sea la que se logra mediante la transmisión sistematizada de las reglas propias del arte de enseñar (sean estas, por su parte, fruto de la experiencia o resultado de fundamentaciones científicas).

Como hemos dicho, la intensidad de esta polémica cobra caracteres más graves en el ámbito de la enseñanza superior. Es natural que sea así, puesto que la cátedra universitaria tiene sus caracteres propios. En los grados elementales de la escuela, lo que el docente debe dominar como caudal de conocimientos científicos (lo que debe saber de aritmética un maestro de segundo grado, verbigracia) es poco. Pero en cambio se admite comúnmente que el arte de enseñar a dividir a chicos de ocho años es un asunto bastante difícil. Es decir que en la enseñanza elemental pareciera que es más importante la formación pedagógica propiamente dicha que el saber del docente. (Que el saber del docente en cuanto se refiere al contenido concreto que debe transmitir, en este caso, la división, y no el saber del docente en cuanto sabiduría de psicología infantil o de metodología, lo cual es, precisamente, la capacitación pedagógica).

Un cierto equilibrio entre ambos aspectos es el que opínase que debe predominar en los niveles del segundo grado de la enseñanza, mientras que en la Universidad, tradicionalmente, se ha concedido importancia especial al saber más que a la capacitación docente propiamente dicha. Hasta hoy, en casi todo el mundo, lo habitual es que se nombre profesor universitario titular de una cátedra de cualquier disciplina, a la persona que demuestre ser el máximo exponente de la sabiduría en la disciplina de que se trate.

Es comprensible que así sea o que haya sido así, puesto que el ámbito de la enseñanza superior exige necesariamente un personal docente de alto nivel científico y parecería absurdo que los más altos nombres de cualquier rama del saber humano estuvieran ausentes de las aulas universitarias por pretendidos defectos de tipo pedagógico puro. Es efectivamente cierto también que a menudo, en la vida universitaria, la frecuentación de los grandes genios, o el contacto cotidiano con las más altas figuras de la ciencia, tienen por sí mismos efectos positivos sobre los estudiantes, que beben de labios quizá poco expresivos o de clases quizá poco brillantes el caudal de riqueza interior que estos hombres de excepción brindan de esa manera.

Sin embargo, por algún motivo ha de ser, con todo, que las exigencias pedagógicas lleguen hoy también hasta los claustros universitarios y en las últimas décadas un movimiento universal reclama a la Pedagogía normas metodológicas para la enseñanza superior.

Tengo para mí que los motivos de esta difusión de la preocupación pedagógica en la vida universitaria son claros.
Por un lado, el crecimiento cuantitativo del alumnado en las casas de estudios superiores, determina la aparición de problemas nuevos y de inconvenientes difíciles de superar, lo cual hace que se pida a la Pedagogía fórmulas para solucionar estas situaciones que rozan, por una parte, los aspectos de la Política Educativa general, y de la política y del planeamiento universitario en particular, y por otra, los fenómenos didácticos y metodológicos propiamente dichos. La creciente complejidad del mundo cultural contemporáneo; las dificultades cada vez mayores de la ciencia y de la técnica; la aparición de nuevas disciplinas, especialidades y carreras –muchas de las cuales no se sabe siquiera cómo y dónde ubicar dentro de las universidades– y, finalmente, la doble y contradictoria urgencia de formar excelentes especialistas y mentes capaces de abarcar la unidad última del saber, provocan un conjunto de dificultades y de problemas que a primera vista resultan casi insolubles.

Pero además, se presenta otra situación sobre la que conviene reflexionar atentamente. El problema de los fracasos escolares en el ámbito universitario, o lo que es lo mismo, el problema del bajo porcentaje de graduados en relación con el número de inscriptos en los años iniciales, como así también el fenómeno de la excesiva prolongación de los estudios, son asuntos que hoy interesan no sólo por un principio de solidaridad hacia los jóvenes que fracasan en sus estudios. Es decir: no sólo se trata de ayudar a los estudiantes porque individualmente considerados sus casos conmueven. Hoy es la sociedad en su conjunto la perjudicada con estos fracasos, ya que ellos determinan la aparición en su seno de miembros inadecuadamente adaptados o deficientemente aprovechados.

Por otra parte, entre el conjunto de fracasados escolares de los ámbitos universitarios, se cuenta un porcentaje grande de buena y aún de muy buena capacidad intelectual: son miembros que la sociedad desaprovecha y este es un lujo que hoy ningún pueblo puede permitirse. El avance cultural de las sociedades contemporáneas las ha llevado a una complejidad tecnológica y organizativa de tan alto grado –en vías de crecimiento, además– que se necesita ineludiblemente contar con un gran número de personas con formación superior en todos los campos del saber y del hacer.

Evitar los fracasos en las aulas de estudios superiores; aprovechar, en fin, los talentos disponibles, es en los años que corren una exigencia de la sociedad, no sólo un reclamo de las generaciones jóvenes frente a las adultas. Y es por este conjunto de razones que la Universidad llama hoy a las puertas de la Pedagogía para lograr soluciones y hallar orientaciones en esas dificultades que día a día se le presentan con más gravedad.

Es interesante, en efecto, observar, que no se trata tanto de la Pedagogía golpeando a las puertas de la Universidad, sino de la Universidad que se acerca a la Pedagogía. Que hoy se hable en casi todos los ámbitos de estudios superiores de problemas pedagógicos y metodológicos y del perfeccionamiento de los sistemas de enseñanza, no se debe de manera principal al empeño de los pedagogos por introducir su temática en el mundo docente universitario, sino más bien a la preocupación generalizada de ese mundo que vuelve sus ojos hacia los pedagogos en espera o en reclamo de ayuda o de consejo. Y a menudo estas esperanzas o estos reclamos se presentan como excesivamente confiados en lo que la Pedagogía pueda dar, ya que las soluciones a múltiples problemas se hallan –en gran medida– todavía en el terreno de los tanteos o de los estudios previos. Hay, pues, una difícil responsabilidad que atañe a los especialistas en asuntos de Pedagogía universitaria. Nos permitimos sostener que esa responsabilidad debe constar, en primer término, con un particular estado de ánimo: una disposición franca y abierta para el aprender más que para enseñar: espíritu abierto para la investigación y para la búsqueda de la verdad. Si algo reputamos peligroso en este terreno –peligroso sobre todo para la misma Pedagogía universitaria– es el apresuramiento, la pretensión de poner verdades comprobadas o las afirmaciones dogmáticas.

En efecto: no hay aún una doctrina pedagógica referida a los estudios superiores suficientemente construida o ampliamente desarrollada. Existe, en verdad, un número apreciable de reflexiones y de estudios escritos, debidos a profesores o estudiosos de jerarquía, sobre tópicos diversos; y hay, principalmente, una vastísima experiencia docente de numerosos profesores de notable capacidad didáctica, pero que no han tenido aún la oportunidad de sintetizar su experiencia en un cuerpo sistemático de doctrina.

Falta organizar todo este caudal; y es necesario ensayar, tantear, investigar, estudiar, en fin, con el aporte de todos los universitarios a fin de obtener sólidos resultados.

Más que nunca es necesario aquí retomar la postura del filósofo que comienza su obra en búsqueda de la verdad y hacer un voto de pobreza en materia de conocimientos, si se ha de trabajar con los ojos y el espíritu abiertos para el estudio y la investigación en un campo que debe ser explorado y recorrido despaciosamente, metro a metro, listos siempre a volver atrás para recomenzar nuevas sendas, a fin de elaborar un conocimiento duradero y eficaz, que permita responder con provecho y con seguridad alas exigencias que la Universidad plantea a la Pedagogía.

Nadie, por otra parte, debe esperar resultados inmediatos o de fórmulas más o menos prodigiosas que de un día para el otro cambien totalmente la faz de los estudios superiores. Se trata, más bien, de iniciar un sendero hasta ahora poco recorrido y en el cual se deben asentar firmemente los tramos iniciales; señalar las rutas con mojones sólidos; despejar de malezas y dificultades los tramos más difíciles. Pero, las conclusiones, las conquistas de esa labor, no podrán llegar en un día: se ha de trabajar con la mirada en el futuro. Bien está el afán por mejorar el presente cuanto se pueda, pero el apuro y la precipitación son, en el campo educativo, peligrosísimos. Si algo está de más en la Pedagogía –y en particular en la Pedagogía universitaria– es el afán exitista: comenzar un ensayo metodológico o implantar una renovación didáctica u organizativa de cualquier tipo (en planes, programas, regímenes de enseñanza o de promoción, etc.), dispuestos de antemano al éxito y al triunfo de la tesis previamente sostenida. En asuntos pedagógicos se requiere una buena dosis de humildad : empezar el ensayo o renovar un sistema con la mayor fundamentación teórica o experimental posible, pero con el ánimo dispuesto al fracaso, es decir, dispuesto al reconocimiento del fracaso total o parcial cuando él se presente. El entusiasmo no debe evitar la mirada penetrante de quien vigila con cuidado y atención al desenvolvimiento de la labor.

De Sócrates a Pestalozzi, el éxito de los grandes pedagogos de la historia es un tejido hecho de humildad y de fracasos.

 


Excesos y decoro en el lenguaje

Cuadernos del Sur 9. Año II, Abril de 1965

No decimos nada original si afirmamos que las costumbres aparentemente más triviales o los hábitos formales con que cumplimos actividades cotidianas elementales, constituyen fenómenos definitorios de las diversas culturas y civilizaciones. Las maneras de saludar o los hábitos de comensalía, por ejemplo, son manifestaciones estrechamente ligadas a pautas culturales netamente diferenciadas según sea el "status" intelectual y económico de cada pueblo o de cada grupo social. Pocas actitudes como las que se refieren a las formas de comer revelan tan claramente los niveles educativos y sociales de una persona. Las diferencias se acentúan de tal manera que lo que en determinado pueblo o grupo social es obligación inexcusable (el famoso "buen provecho", por ejemplo, dicho en alta voz a comenzales próximos) constituye en otros casos una flagrante violación de reglas de buena educación.

Mucho se ha hablado y discutido, sin embargo, sobre la importancia de las "formas" referidas a estas cuestiones en apariencia poco importantes. Es antiguo aquello de que "el hábito no hace al monje" y lo aceptamos por cierto, pero nadie duda, tampoco, que todo monje debe respetar algún tipo de hábito y que cada actividad humana o cada situación personal exigen indumentos que no pueden intercambiarse. Es verdad que para valorar a nuestro prójimo no comenzamos por mirar cómo come, pues entendemos que otras cuestiones merecen mayor consideración, y entre un ladrón que sepa usar los cubiertos y un hombre honesto que apenas sí se las ingenia con el cuchillo, preferimos al hombre honesto. Mas dejando de lado tales extremos que por obvios están fuera de discusión, ¿puede alguien negar que es desagradable comer en compañía de una persona que carezca de modales mínimos? Cualquier grupo social de mediana cultura o cualquier pueblo civilizado de nuestro tiempo rechaza desagradado la suciedad y la falta de higiene personal, sin necesidad de caer en ningún tipo de refinamiento excesivo, a pesar de que las clases obreras de nuestro país por ejemplo, practican en general normas higiénicas que dos siglos atrás eran lujos reservados a poquísimos privilegiados.


Nivel cultural y habla cotidiana


Todo lo dicho se aplica con mucha precisión al lenguaje. El habla cotidiana es uno de los síntomas primeros del nivel cultural de los individuos. Por algo es que en casi todas las latitudes, al lado de la lengua común existe algún tipo de "argot" o de "lunfardo", lengua de germania, que distingue a sectores sociales que viven al margen de la ley o en situaciones morales lamentables. Es cierto, además, que todas las personas utilizan, casi sin percatarse de ello, modos o giros idiomáticos distintos y formas de lenguaje bastante diferenciadas según las diversas situaciones en que se hallen. Una es el habla que usamos en familia; otra en nuestra vida profesional, y esta según sea esa actividad; otra la que empleamos en rueda de amigos íntimos y de nuestro sexo; diferente la que reservamos para reuniones donde dialogamos con hombres y mujeres a quienes nos unen débiles o apenas nacidos lazos de relación. Y todo esto tiene mucho que ver con nuestra propia estimación y con el respeto que debemos a los demás. Ningún padre de familia admitiría que en su hogar un visitante recién llegado empleara términos soeces o groseros, y menos en presencia de su esposa e hijos. Así como la suciedad repugna –salvo que situaciones de miseria lleven a que nos duela el hecho– o la grosería en la mesa afecta niveles de cultura de los que no queremos descender, también la impudicia en el lenguaje o la crudeza de los términos afecta elementales principios de convivencia que caracterizan y definen a los pueblos más adelantados.

En fin, creemos que será opinión coincidente que las formas del habla representan un elemento "valioso" en cuanto representan niveles de civilización, de cultura, de educación intelectual y de actitudes morales, lo cual no puede ser negado por el hecho de que personas de bajo nivel moral usan a veces un lenguaje cuidado, sino por el contrario sirve para afirmar la regla, en cuanto se demuestra que con buen hablar se puede, en cierta medida, ocultar otras carencias o faltas.

Títulos y películas


Por todos estos motivos es que nos resulta penosa la aceptación generalizada en nuestro país, de la procacidad o la grosería en los títulos de las obras cinematográficas. Los extremos a que se ha llegado son apenas creíbles y ya, realmente azorados, no sabemos con qué habremos de encontrarnos mañana. Muy poco es lo que resta: salvo escasas palabras decididamente condenadas como inaceptables, nada queda prácticamente por decir. Expresiones que ninguna persona se permitiría delante de señoras o de niños, y ni siquiera en ambientes varoniles de mediana seriedad, o aún en ámbitos laborales delante de sus superiores o de sus subordinados, son empleados con todo desenfado. Pero hay algo más: se ha hecho moda invariable utilizar títulos de clarísimas implicaciones sexuales. En este terreno se han pasado todos los límites del pudor y del buen gusto. La alusión velada no satisface en manera alguna.

En necesario que se entienda bien de lo que se trata. Los títulos son ahora una galería de alusiones a la vida sexual, principalmente en sus manifestaciones erradas o habitualmente condenadas por la sociedad. El panorama se agrava porque se prefieren las expresiones chabacanas, gruesas, de los bajos fondos. O, en ocasiones, giros picarescos o pretendidamente humorísticos del peor gusto. Antes se condenaban expresiones, chistes o palabrotas que empleaban algunos monologuistas en teatros de revistas, pero ahora esas mismas expresiones o alusiones las encontramos en grandes cartelones diseminados en toda la ciudad o en las páginas de los diarios.

No existe defensa posible. No hay forma de evitar que nuestros hijos lean esos títulos, dibujados en letreros gigantescos; ni los diarios y revistas que llevamos a nuestro hogar pueden negarse –según parece– a anunciar esta "mercadería".

La tolerancia de los excesos


Hay aquí una situación que, en primer término, afecta la sensibilidad media y las formas propias del convivir de pueblos cultos. La ciudad y los diarios nos dan así una imagen de un país sin vallas para la grosería, para la guaranguería, para el lunfardismo, para la falta de pudor. Es como si fuésemos un pueblo sucio, que no se bañara, que circulara maloliente por las calles. Esas palabras, esas expresiones bajas, esas alusiones desvergonzadas a cualquier tipo de relación sexual –que siempre han estado protegidas por la intimidad, por un buen gusto elemental que los antropólogos han encontrado ya en los pueblos primitivos, y que nada tiene que ver con posturas normativas con respecto a la licitud moral o jurídica de esas relaciones– nos degradan, nos humillan. Tengo para mí que esto es algo así como si de un día para el otro nuestros compatriotas comenzaran a comer sin servilletas y se limpiaran la boca con la manga de sus sacos. Hasta aquí es una cuestión de forma, que tiene –lo hemos dicho– su implicación más honda con situaciones culturales y morales, pero se trata en última instancia de una crítica de costumbres. Sin embargo, creemos que hay algo más. Esta degradación de las formas es un asunto que corrompe también, de a poco pero inexorablemente, los fundamentos éticos de la sociedad. Un pueblo que admite estos fenómenos sin reacciones de ningún tipo –es triste decirlo, pero no has hay– es un pueblo que ha iniciado un lento pero seguro camino de corrupción. Detrás de esta insistencia, de esta machacana insistencia con que las productoras nacionales y extranjeras nos dan títulos cada vez más burdos, existe en primer término un afán desmedido de ganancias, que no repara en medios y que representa una de las más tristes caras del capitalismo en cuanto constituye un ejemplo de utilización de cualquier medio para acrecentar rendimientos. Más, también –debe reconocerse– hay una especie de captación intuitiva del comerciante y del industrial que dan al público lo que este está pidiendo. Detrás de este telón, permítasenos sostener que entrevemos además algunos seudo-artistas o seudo-sociólogos que, incapaces de hacer arte de verdad o escribir sociología de verdad, dan gato por liebre y reemplazan ingenio por procacidad, talento por grosería. Finalmente, entrevemos también –arriesgamos la acusación de que estamos a la caza de brujas– manos marxistas que saben hasta dónde la corrupción moral es campo propicio para sus logros. Entendemos que esto queda demostrado porque mientras en los países no conquistados por el comunismo, sus sostenedores e ideólogos jamás protestan por estos fenómenos –antes bien las promueven– en ninguna sociedad comunista se los tolera.

La inercia del temor


Sostenemos que urge una reacción. Debe venir de todos los sectores responsables de la sociedad. Debe iniciarse en los individuos, para lo cual ha de perderse un miedo que paraliza a la mayoría de lo que piensan sanamente: el miedo de ser llamado mojigato o reaccionario; de sufrir la acusación de anticuado; el temor de no ser suficientemente desprejuiciado; de no ser lo bastante "intelectual". Estas son las armas que emplean a menudo los defensores de las obscenidades y de las groserías y de los títulos increíbles que asuelan la ciudad. Obsérvese, sin embargo, que muy pocos de todos ellos son auténticos intelectuales; casi ninguno tiene una obra seria lograda en cualquier campo de las artes o de las letras; y en su mayoría no son otra cosa sino fracasados universitarios que no pudieron concluir estudios sistemáticos y cuyas rebeldías y audacias no pasan de ser resabios de adolescencias inmaduras. Tienen fuerza, sin embargo, para paralizar a grandes núcleos de estudiosos de verdad, de hombres y mujeres de ciencia y de investigación que soportan en silencio esta vejación colectiva; a los honrados padres de familia que ven azorados la penetración de formas de comportamiento y de lenguaje demostrativas de aspectos inmorales; a las instituciones, en fin, que callan temerosas de sufrir públicas imputaciones.
El Estado, por su parte, es culpable de faltar a elementales deberes de policía de las costumbres y sólo la inercia y la ineptitud pueden justificar estas licencias.

Lo soez, lo chabacano, o la alusión descarada a los fenómenos sexuales es síntoma de descomposición y afecta, en primer término, al buen gusto; en segundo lugar, a las raíces de la eticidad colectiva. Es cuestión de saber si queremos seguir siendo un pueblo culto y honrado o si estamos dispuestos a abandonar estos principios.


La autoridad del maestro

Publicado en Histonium Nº 10, marzo 1962

La autoridad del maestro es de naturaleza frágil y delicada. Se pierde a cada instante si no existe un riguroso control del enseñante, que a cada instante, también, debe pensar y pensar sus gestos, sus palabras, sus actitudes, sus juicios.

Sin embargo, sin esa autoridad, la labor del maestro es inútil. Nada puede hacer este sin aquella y ni siquiera la tan mentada “instrucción pura” puede llevarse a cabo. En primer término porque –a nuestro juicio y en coincidencia con Gentile–, no existe instrucción sin educación, pero además porque, aún en el caso de que admitiéramos el supuesto de que ello fuera posible, ni siquiera podría enseñar bien una noción, trasmitir bien un conocimiento, si el docente carece de autoridad ante el discípulo.
La autoridad es un elemento que existe en muchas otras instancias: en la familia, en la sociedad, en el Estado. Todas estas instituciones tienen “su autoridad”. En cada caso, es de naturaleza diferente y se asienta sobre bases específicas. Pero en todos estos casos, lo común es que la autoridad lleva su fin en sí misma. Una ley de la vida social o jurídica obliga a su cumplimiento per se, porque la sociedad o el ordenamiento jurídico exigen el respeto de esa norma. Los medios que se empleen para obtener este resultado pueden ser muchos, pero siempre se los reputará aceptables –en tanto no lesionen la dignidad suprema de la persona humana– si obtienen el fin perseguido: el acatamiento de la norma, de la ley.

Desde este punto de vista, la autoridad del Estado o de la sociedad son fuertes y sólidas y se asientan sobre mecanismos y fuerzas –también fuerzas materiales– muy difícilmente quebrantables. La autoridad del Estado tiene, entre otros, un resorte esencial, que la ha caracterizado en todo tiempo y lugar: el poder de coacción, el uso de la fuerza física –poder de policía– para obligar a los miembros de la sociedad a respetar sus leyes. El Estado dicta una ley: “No robar”, y a quien roba lo encierra. El ladrón teme el castigo y no roba por temor a él. El fin está logrado, la ley se respeta y la autoridad del Estado se mantiene sólida. La sociedad impone una norma, por ejemplo, un uso o costumbre con respecto al pudor. Un miembro la altera. La sociedad lo repudia, lo desprecia, lo aleja, no lo admite en su seno. Ha obtenido su fin, ya sea que el sujeto se someta y acate la costumbre, ya sea que no la acate, pues en este caso ya no integra la sociedad. Pero ni la sociedad ni el Estado se ocupan de una aceptación libre y voluntaria –que es la misma cosa, pues la voluntad debe ser libre– de la ley o la norma por parte del sujeto.

Y aquí está el quid de la cuestión para el maestro, para la escuela. Pues en la acción docente la autoridad no impone la ley como un fin en sí misma sino como medio, para lograr la aceptación voluntaria –libre, por lo tanto– de esa ley por parte de cada sujeto. El maestro da una ley: está prohibido rayar los bancos y pupitres con cortaplumas. Por una parte pretende –al igual que puede ocurrir en la vida de la sociedad adulta– que se preserven esos muebles. Pero lo esencial en la escuela no es eso, sino el acatamiento voluntario de la ley, para obtener que cada alumno haga “suya” la ley, la acepte libremente, sin coacciones, no por temor al castigo, que acarrea su incumplimiento. El maestro no puede sentirse satisfecho sólo porque los bancos y pupitres se salven de la depredación, porque entonces habrá cumplido la misión sencilla del policía que vigila la propiedad. Ese maestro habrá olvidado, en síntesis, su misión educativa. Por esto es que, en ocasiones, el maestro puede perdonar al alumno que infringe la ley, si por ese medio cree que podrá obtener el fin esencial de su labor, aunque no haya salvado el banco. La sociedad no puede perdonar nunca la falta; la escuela sí. La sociedad castiga para que el delito no se repita; la escuela castiga utilizando el castigo como un medio para obtener el acatamiento voluntario de la ley. El castigo de la sociedad es bueno si obtiene que no se repita el delito; el castigo de la escuela es bueno si obtiene como resultado el acatamiento voluntario de la ley, la comprensión del valor de la ley.

Una anécdota de un joven maestro de 20 años, imbuido su ánimo de los más altos ideales docentes, es reveladora de las dificultades de esta misión. Sale un quinto grado de excursión en compañía de su maestro, en un ómnibus de una empresa particular. Algunos niños, revoltosos, sentados en los últimos asientos del coche, están haciendo peligrar con sus calzados –en un revoltijo de movimientos y de conatos de riña– la integridad de un tapizado flamante. El maestro pone un poco de orden. Los alumnos insisten al rato en el desorden y el maestro reitera sus indicaciones. El tapizado ha vuelto a quedar algo maltrecho. Un tercer conato de riña ocasiona ahora la decidida intervención del conductor, a la vez propietario del vehículo: con palabras muy crudas amenaza con alguna represalia física bastante contundente al primero que estropee el flamante tapizado. Reina de inmediato la paz, y el tapizado, hasta el final del viaje, es cuidadosamente respetado. El joven maestro de 20 años, un poco irrespetuosamente ignorado por el conductor, reflexiona entristecido sobre lo que comienza por parecerle una lamentable falta de autoridad propia y sobre la eficacia de los métodos educativos que él pregona.

No le ha sido fácil al joven maestro dar con la solución de su problema. Ella es, sin embargo, sencilla: el conductor tenía un fin inmediato, cuidar el tapizado. Él, el maestro, tenía otro, mediato pero fundamental en su labor: educar a sus alumnos, obtener que ellos comprendieran que se debe cuidar lo ajeno, que se debe respetar la belleza y la limpieza. El propietario del ómnibus aplicó la autoridad de la sociedad adulta: impuso la ley y obtuvo su respeto. El maestro debía hacer, además, otra cosa: debía obtener que sus alumnos hicieran suya la ley, la sintieran como cosa propia.

La ley, en la escuela, tiene dos fines: uno, inmediato, otro mediato. Este segundo es de índole especial: es la misión educativa de la escuela, y es el fundamental.

He aquí la raíz de las dificultades capitales de la vida escolar y de toda la obra docente. Para lograr sus fines, pues, la autoridad del maestro se basa en ciertos elementos imponderables de frágil contextura: se llaman prestigio, rectitud, ejemplo, presencia permanente de los valores encarnados en sí mismo. Esta autoridad cae y se despedaza en cuanto el maestro, muestra ante el alumno sus propias faltas, y ya nada puede restituírselas. Ni la sociedad ni el estado se hallan en este peligro constante de perder su autoridad. Pero el maestro que comete injusticia; que se altera y pierde su dominio; que cae en la ira; que descuida su gesto; que no controla sus palabras; que castiga sin medida o premia sin tasa; que adula; que da muestra de confusión... pierde los elementos únicos que pueden sustentar su autoridad y sólo le queda entonces una autoridad prestada, ajena: la que le dan los padres, la sociedad, el Estado. Autoridad pobre, mezquina, incapaz de permitirle cumplir su obra esencial, que apenas si le dejará un remedo de su magisterio y que tan sólo le bastará para mantener una figura exterior de maestro, que ni él ni sus alumnos aceptarán como verdadera.

Lograr esta autoridad del maestro, esta autoridad docente, no es, por cierto, cosa fácil. Y tampoco ha de creerse que cualquiera de nosotros, seres humanos, frágiles y expuestos como cualquiera al error, ha de lograrla de una vez para siempre y sin esfuerzo. El maestro auténtico es el que está permanentemente en lucha consigo mismo, por no perderla y por reconquistarla cada vez que la pierde. Y quizás sea bueno recordar que aquel que no crea haberla perdido jamás, es difícil que la posea auténticamente. El maestro es un hombre que cada día, cuando entre en el aula, debe hacer la confesión humilde de su culpa y exigirse la reconquista cotidiana de la autoridad. Cuando cede en este esfuerzo, ha muerto como maestro.

Problemática político-social de la escuela italiana de hoy*


Escuela y sociedad


Las desubicaciones históricas de la escuela


Publicado en La Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la
Universidad Nacional del Litoral - Santa Fe 1960

La situación actual de los estudios pedagógicos hace innecesario demostrar la relación existente entre la escuela y la sociedad en la cual dicha institución se halle insertada. Algunos viejos preconceptos, todavía en pie en algunos libros o en la mente de ciertos autores tornan, sin embargo, útil, una breve detención para recordar que jamás se ha dado el caso de la existencia de alguna institución escolar, de efectiva vigencia y real importancia, cuyos basamentos esenciales –organización, fines, etc.– no le hayan sido dados por las características de la sociedad que la ha creado.

La escuela –el pensamiento es ya un lugar común de la pedagogía actual– no es una institución autónoma, sino dependiente de las muchas instituciones que conforman la sociedad en su conjunto: Estado, Iglesia, familia, etc. La escuela depende siempre de alguna de estas entidades, en forma directa o indirecta. En forma directa, porque es creada por ellas y de ellas recibe su autoridad y aún los medios materiales necesarios para subsistir, y porque ellas le dictan los fines que debe cumplir y casi siempre los métodos que emplear. En forma indirecta, en fin, porque el elemento humano que compone la escuela –maestros y alumnos– no surge de un vacío o de algún más allá espacial, sino del seno de una determinada y concreta sociedad, históricamente ubicada en un lugar y en un tiempo precisos, y lleva consigo todas las características propias de dicha sociedad.

Que la escuela, a su vez, pueda adquirir luego –una vez creada y convenientemente desarrollada– sus propias fuerzas, y encuentre en sí misma el poder necesario para dictarse a menudo sus propias normas

* Trabajo presentado al Profesor Luigi Volpicelli, de la Facultad Magisterio de la Universidad de Roma, como conclusión de los estudios correspondientes a la beca de “Altos Estudios de Educación”, concedida por la UNESCO.

metodológicas y hasta teleológicas, y que, además, en un perpetuo movimiento de vaivén, retorne a la sociedad su influencia en ocasiones muy fuerte, es, también, indudable. Nadie podrá poner esto en duda, pero ello no altera en absoluto la situación básica de dependencia fundamental entre la escuela y la sociedad que hemos acentuado, no con el fin de establecer aquí un tratado sobre dicho tema sino simplemente con el objeto de dejar de aclarada inicialmente una posición teórica que impregnará todo el resto de nuestro trabajo.

La escuela debe estar, en consecuencia, necesariamente “ubicada” en la realidad histórico-social que le ha tocado vivir. La escuela, mejor dicho, se “ubica” en esa realidad a despecho de la voluntad consciente de sus propios organizadores, puesto que las fuerzas de la sociedad son las que le dan vida. Pero la historia de los pueblos civilizados es la historia de una evolución permanente, que exige la misma evolución de todos los órganos componentes de cada sociedad, sigue normalmente la evolución de sus instituciones escolares, en la misma dirección de la evolución de la sociedad.

Pero adviértase, en primer término, que hemos dicho “sigue”. Es decir, que primero ocurre la evolución de la sociedad, y luego la de la escuela. Esto es así porque, como lo han explicado ya numerosos estudiosos, la escuela es una entidad en la cual predominan las fuerzas de conservación por sobre las de renovación, cosa que es absolutamente necesaria para la vida de la sociedad. Cuando un movimiento renovador de cualquier tipo se hace presente en una sociedad –ya sea en lo ideológico, en lo moral o en lo técnico– las fuerzas conservadoras cumplen su papel de resistencia para impedir cambios bruscos peligrosos para la subsistencia de cada pueblo como “tal” pueblo, es decir como pueblo con una determinada personalidad histórica. Además, cumplen su papel de resistencia para “probar” la validez de la idea renovadora. Si dicha idea consigue salir airosa de la resistencia que le ha sido entablada, pasa entonces a incorporarse a la cultura de esa sociedad, y recién entonces, una vez que la sociedad se ha incorporado a sí misma esa renovación –la nueva moda, la nueva teoría científica, la nueva concepción moral, la nueva técnica– la pasa a la escuela para que sea trasmitida a las nuevas generaciones. Esta es la causa por la cual la escuela marcha siempre un tanto retrasada con respecto a la evolución social, pues ella recibe sólo lo que ya ha sido decantado, probado y aceptado en forma definitiva.

Todo este proceso se realizaba en forma sencilla y sin dar lugar a graves inconvenientes hasta que, a partir del siglo XVIII, la escuela alcanzó, como institución organizada, una dimensión que jamás había tenido. La universalidad de la instrucción elemental se agregó al viejo edificio medieval de los estudios universitarios, y las concepciones democráticas por un lado, junto con las consecuencias de la difusión de la ciencia experimental y del proceso llamado de la “revolución industrial” del siglo XIX, determinaron la aparición de problemas escolásticos de una magnitud creciente. Nuestro siglo contempla azorado –y a menudo impotente– el acrecentamiento del problema, al plantearse la exigencia de la universalidad de la instrucción secundaria y al aumentar la necesidad de instrucción intelectual y técnica para todos los órdenes del trabajo. En síntesis: desde el siglo XVIII se observa que la institución escolar, antes pequeña y generalmente bajo la dirección de grupos sociales también pequeños pasa a depender de los Estados modernos, sobrecargados de preocupaciones en lo político, en lo económico, en lo cultural y en lo administrativo. No desaparecen las escuelas dependientes de los otros grupos sociales, pero también ellas ven crecer su propia organización y estructura hasta límites apenas imaginados. Esto origina la necesidad de crear “organizaciones” escolares un tanto complicadas, que van desde las leyes escolares típicas del pasado siglo, hasta los menudos reglamentos administrativos, pasando por el fárrago de los problemas presupuestarios y financieros y la selva de planes y programas que en nuestros días, mejor que cualquier otro aspecto, se han convertido en la base esencial de la vida escolar, junto con los “estatutos” o “reglamentaciones” económico-burocráticos del personal docente.

La consecuencia de todo esto es fácil de ver. En efecto: aquella “natural” evolución de la escuela en la dirección de una anterior evolución de la sociedad, que hasta el siglo XVIII, aproximadamente, se cumplía en forma sencilla y sin mayores inconvenientes, salvo los del inevitable atraso que ya hemos explicado, resulta en nuestros tiempos una labor gigantesca. Tan gigantesca, que a menudo no se cumple, y se da en esta forma la paradoja de que la escuela quede al margen de evoluciones sociales ya plenamente incorporadas y aceptadas por determinados pueblos. Y ello porque aquel andamiaje enorme de leyes, reglamentaciones y disposiciones de todo tipo, resulta difícil de modificar, y la institución escolar permanece igual a sí misma por años y años, aunque la realidad histórico-social le demande cambios ineludibles. Se produce, en consecuencia, un fenómeno característico de los tiempos modernos, dentro del plano de la política educacional: las “desubicaciones” de la escuela. Casi todos los países del mundo afrontan en la realidad este problema de estructuras escolares que no se adaptan adecuadamente a las necesidades de la sociedad de su tiempo. Anteriormente las fuerzas de renovación debían hacer sentir su peso sólo sobre la estructura social en general, y una vez impuesta la renovación en la sociedad marchaba naturalmente hacia la escuela. Hoy ocurre a menudo que la renovación se impone a la sociedad, pero la sociedad encuentra que su camino de influencia directa hacia la escuela está cerrado por la maraña de disposiciones estructurales que ella misma ha creado para mejor organizar la escuela. Las leyes, los planes, los programas, los reglamentos, los intereses creados del personal docente o administrativo, son causas comunísimas de frustradas reformas.

Cuando esto sucede, es decir, cuando la escuela está “desubicada” con respecto a su tiempo y a la sociedad, es natural que dicha escuela “perezca”, es decir desaparezca o se transforme. Esto es lo que hubiera sucedido con cualquier escuela “desubicada” del siglo XVI, por ejemplo. Pero en la actualidad, las mismas leyes creadas para obtener buenas estructuras escolares al servicio de la sociedad (ley de obligatoriedad escolar, leyes que exigen títulos oficiales para determinadas profesiones, etc.) tornan a la escuela indispensable para las nuevas generaciones, aunque ella no se adapte perfectamente a sus necesidades. Aparece así el fenómeno casi increíble de una escuela o de toda una organización escolar que va desde la primera clase elemental hasta la Universidad, que en líneas generales no se adapta a las necesidades de la sociedad en la cual está ubicada, y sin embargo subsiste en toda su integridad, con alteraciones casi insignificantes.

Un ejemplo actual


Este problema de las “desubicaciones” escolares se presenta hoy en casi todo el mundo. No es un secreto para nadie, puesto que no existe casi país en el cual no se entablen enconadas discusiones sobre los sistemas escolares y sobre su renovación. La polémica va desde el plano estructural general hasta los más pequeños problemas metodológicos. Queremos comparar brevemente tres países: Italia, U.R.S.S. y Estados Unidos de América. La estructura político-educacional de estos tres países es notoriamente diferente, y acorde, en cada caso, con la estructura política básica de cada uno de ellos.

En Rusia, naturalmente, la educación escolar se halla totalmente en manos del Estado y son sus organismos técnicos quienes promueven las reformas necesarias, las encaran y las ejecutan. Dentro de las características de dicho sistema político, el Estado puede –para bien o para mal– resolver de un año para el otro modificaciones sustanciales o aún totales en la estructura escolástica de todo el país e imponerla obligatoriamente.

En Estados Unidos de América, la escuela vive bajo el signo de un localismo absoluto, y cada “comunidad local” (cada municipio, o comuna) decide con absoluta libertad sus propios planes y estructuras escolares. De tal manera, nunca se puede producir una reforma general, sino reformas locales que deben probar su bondad y luego, por contagio, extenderse a otras zonas del país. Esto tiene la gran ventaja de evitar ensayos en gran escala y puede permitir renovaciones más fácilmente, pues para reformar un plan de estudios, verbigracia, no es necesario encarar la reforma de una ley nacional, o para modificar un límite de obligatoriedad escolar no se hace indispensable (como sería el caso de Italia) reformar la Constitución.

Tanto la U.R.S.S. como los Estados Unidos de América afrontan polémicas sobre sus estructuras escolares. No debemos entrar ahora en este problema, pero nos limitamos a señalar que mientras el primero de ellos ha enfocado ya severas reformas, en el segundo se mueven también fuertes presiones tendientes a obtener el consenso de la sociedad para reformas básicas.

Italia entre tanto, sufre idéntica situación. Pero su estructura político-educacional es diversa de los países que hemos citado. Aquí el Estado no es omnipotente como en Rusia, y para desplegar su acción debe tener en cuenta una serie de factores que a menudo la limitan bastante. Es necesario atender un movimiento de opinión pública de importancia, que se refleja por medio de la prensa o por otras formas de expresión; es necesario atender un movimiento de opinión pública de importancia, que se refleja por medio de la prensa o por otras formas de expresión; es necesario considerar las opiniones de los interesados, ya sean padres o maestros; y es necesario cumplir la acción de reformas mediante instituciones parlamentarias o administrativas no siempre sencillas en su funcionamiento. La escuela, en Italia, depende del Estado y tiene una organización centralizada, permitiéndose, con ciertas reglamentaciones, la existencia de escuelas privadas. Es decir, que en Italia el Estado tiene sobre las escuelas menos poder que en Rusia, pero mucho más que en Estados Unidos. Las familias y cada comunidad local tienen sobre la escuela un poder muchísimo menor que en Estados Unidos, pero, indirectamente, a través de la libertad que el sistema político garantiza en general, disponen de recursos e influencias sobre la política educacional más grandes que los que se dan en países totalitarios.

Esta situación de “término medio” no es, sin embargo, la mejor. En cualquiera de los otros dos países citados como ejemplos, es más sencillo cumplir reformas escolares y, por lo tanto, adaptar la escuela a las necesidades históricas de la sociedad. En Rusia, porque lo pueden hacer técnicos al servicio de un Estado omnipotente; en Estados Unidos de América porque la estructura totalmente descentralizada facilita una acción “en pequeño”, de tipo local y familiar. Italia afronta, en cambio, la problemática común a muchísimos otros países occidentales de una estructura democrática en la cual la organización burocrática y administrativa limita hasta lo increíble la posibilidad de acción local o individual. Por este motivo, Italia afronta desde hace años una abierta polémica sobre su estructura escolar, y ha de costarle aún varios años obtener resultados definitivos, aunque goza mientras tanto la ventaja de la detallada discusión y del menudo análisis de los problemas en juego.

Pasemos ahora a analizar las raíces de la actual problemática escolar italiana.


Europa entre dos fuegos. La tradición clásica.


Desde el fin de la segunda guerra de este siglo, Europa lucha desesperadamente para sobrevivir en medio de los dos colosos de la presente centuria: Rusia y Estados Unidos de América. Este sobrevivir significa literalmente la posibilidad de hallar los recursos económicos que satisfagan las necesidades materiales elementales de sus seiscientos millones de habitantes, pero significa también el sobrevivir como centro básico de la cultura occidental, es decir, como matriz cultural del mundo, en el rango que ocupó ininterrumpidamente durante veinticinco siglos. Italia, si bien como “nación”, como “estado moderno”, apenas alcanza a los cien años, lleva en sus entrañas la esencia misma de ese papel central de Europa en el campo de la cultura, comprendiendo en el término todas sus implicaciones espirituales y técnicas. Roma fue, en efecto, el receptáculo donde la filosofía griega, enriquecida con los aportes culturales esenciales del Mediterráneo (el alfabeto de los fenicios, el monoteísmo de los judíos, la matemática de los egipcios y asirios) plasmó con las concepciones fundamentales del derecho y la organización político-social, para desparramarse en función universal con el imperio. Destruida y deshecha la gran ciudad, el Cristianismo hizo de ella el centro de la Catolicidad mientras por el resto de la península itálica florecían ciudades, ducados y reinos en los que brilló el genio de navegantes, financistas, filosóficos y científicos. Desde 1870 capital del reino de Italia, ella sigue siendo en nuestros días meta de los hombres del mundo para tomar contacto con las fuentes esenciales de nuestra civilización. Todas estas características determinan que Italia, más que ningún otro país, viva intensamente bajo el peso de lo que se puede denominar comúnmente la “tradición clásica”, formada por el espíritu de los estudios filosóficos-histórico-lingüísticos. Se vive aún en este país con intensidad extraordinaria la tradición que impone al hombre de alta cultura el conocimiento de las lenguas llamadas clásicas: latín y griego, junto con el dominio de los contenidos básicos de la filosofía y la historia antigua, media y moderna. Comentar en cualquier clase universitaria italiana que algún estudiante universitario norteamericano carece de idea precisa sobre Sófocles, por ejemplo, puede ser un buen motivo de hilaridad general, y aunque no se halle esto expresado de manera clara en todos los casos, “respírase” un ambiente de cierto menosprecio hacia la formación cultural de los países de los restantes continentes.

Sin embargo, Europa, e Italia en particular, vive con la mirada puesta fuera de ella misma: Rusia y Estados Unidos de América son sus puntos de referencia constante. Desde el primer hecho elemental: la conquista del espacio. Europa vive pendiente de las conquistas que uno y otro país logran con respecto a las modernas armas atómicas y a los proyectiles espaciales que cada uno y otro consiguen producir. La lucha por la supremacía científica entablada entre estos dos pueblos –cuyos hombres no estudian ni latín ni griego– apasiona a los europeos porque saben que del resultado de la batalla depende esencialmente su propio destino, pero no logra abatir en ellos el espíritu de superioridad que deriva del buen conocimiento de Virgilio o de Homero en su lengua original.

Nos es indispensable ahora, para seguir adelante, una pequeña digresión, con respecto a los fines de la política educacional de los países que venimos comparando. La escuela en América (uso el término en su sentido exacto: el continente que va desde los hielos árticos hasta la Tierra del Fuego) (aclaración indispensable en Italia, donde “América significa, oficial y comúnmente, Estados Unidos de América) ha tenido un fin primordialmente político-social: la formación ciudadana y nacional, la democratización del país, la renovación de las clases dirigentes, la incorporación del elemento inmigrante. En Europa la escuela ha mirado más hacia la perfecta formación cultural: el antiguo “gimnasio” alemán, el liceo francés y los liceos y gimnasios italianos han puesto siempre el acento en la elevación de los estudios y en la acabada perfección cultural de sus egresados. La escuela de América ha tendido siempre a ser “escuela de masas”. La escuela de Europa ha tendido a diferenciar la “escuela de masas” de la “escuela de élite” (y uso los términos en su significado objetivo, sin pretender valoraciones que, a esta altura del trabajo, serían indudablemente apresuradas).

Italia sufrió en 1923 una reforma educacional que dejó claramente establecidas estas características. Giovanni Gentile, llegado al cargo de ministro de Instrucción Pública, tuvo en sus manos la oportunidad de realizar una reforma integral de la estructura educacional italiana, que dejó subsistir, en parte, la tradición derivada de la ley Casati en 1859, pero que acentuó los caracteres “clásicos” y “culturales” de la institución escolar. Gentile partía de un principio irrefutable: no todos los seres humanos –sostenía, si bien con otras palabras– están destinados ni pueden llegar a la cima de los altos estudios. No todos han de llegar a la Universidad ni obtener las “laureas” máximas. Quiérase o no, existe siempre un altísimo número de personas que por su inteligencia o por cualesquiera otra circunstancia no puede concluir los más altos estudios. En consecuencia, una vez concluido un primer ciclo breve de estudios “instrumentales” básicos (o sea la escuela elemental) se debe hacer una neta distinción entre la escuela orientada hacia los estudios superiores y aquella destinada a satisfacer reclamos inmediatos y sencillos de quienes no continuarán esos estudios. Entonces, la solución es simple: una escuela secundaria de alto nivel, de formación clásica y general, por un lado. Escuelas para “el pueblo”, sencillas, de formación artesanal o técnica, de diversas duraciones según las especialidades, a las que se puede agregar algo de formación nacional y general por el otro. En “La Riforma della Scuola Media”, dice Gentile que el número excesivo de alumnos es una de las causas principales de la decadencia del nivel de los estudios secundarios, puesto que “de ese gran número una gran cantidad no es apta para los estudios humanísticos”, y en otra obra: “Il problema scolástico del dopoguerra”, esboza directamente la solución: “a la escuela media clásica, un número limitado de alumnos, que se seleccionarán por riguroso concurso. Para el resto, o enseñanza privada o bien escuelas técnicas, profesionales, etc.”.

El problema que preocupó a Gentile se agitaba, por entonces, en otros países de Europa. Alemania enfrentaba la reforma parcial de sus “gimnasios”, y nacieron en ese tiempo las “Realschulen” y luego los “Realgimnasium”. Francia vio tambalear en parte la estructura única de su tradicional “Liceo”, y es interesante recordar que justamente por estos años, un estudioso argentino, Carlos Octavio Bunge, de regreso de un viaje de estudios que lo llevó a observar detenidamente la estructura educacional de Alemania, Francia e Inglaterra, publicaba un volumen, llamado “La educación contemporánea”, en el cual sostenía conclusiones idénticas, en líneas generales, a las de Gentile.

Ahora bien: partiendo del punto de vista de Gentile –cuya influencia en la estructura educacional de Italia se hace sentir todavía con gran fuerza– es necesario plantearse un segundo problema. ¿Cuáles han de ser los contenidos para esta escuela secundaria destinada al más alto rango cultural, cuyos egresados formarán la clase dirigente del país y tendrán que llevar adelante la historia de la civilización y la cultura?

Para Gentile no existen dudas. El mismo nos dice en su citado libro “La riforma della scuola media”: “El hombre es aquél que tiene conciencia, y en este hombre se piensa cuando se pide que la escuela sea para la vida. Sí, para la vida del hombre, de la conciencia humana. Esta conciencia humana es la sabiduría que el hombre ha de poseer –y será su prerrogativa en el mundo– de su esencia y de existencia: de lo que es idealmente y realmente: en suma de lo que debe ser (el subrayado es nuestro) y de lo que es. En el hombre, en fin es esencial la conciencia de su ser, la cual puede serle dada por la cultura humanística. Y por esto, esta cultura humanística es preparación tanto para la vida como para la ciencia, tanto para el mundo de las relaciones civiles y políticas como para las iniciales especulaciones de la Universidad. Sin esta conciencia no hay verdadera moralidad, ni economía sagaz, ni política sana, ni puede haber ciencia, que es ansia de búsqueda, necesidad de hábitos mentales, escrúpulo metódico, sentido del límite de cada doctrina particular y aspiración a aquella unidad del saber en la cual todas las doctrinas se acuerdan y hallan su razón de ser, y todas concurren a empujar la humanidad hacia aquella alta conciencia de sí misma, que es la mira altísima hacia la cual la humanidad mira siempre con el afán de todas las cosas que se dirigen a destinos esenciales”. Y más adelante: “La cultura formal de la escuela media es, entonces, cultura esencialmente humanística, y por lo tanto, literaria y filosófica, porque en la literatura está la expresión más plena del alma humana, y la filología es el instrumento necesario para entender la literatura. Pero del concepto total del humanismo no se excluyen ni la historia, en el más amplio sentido de la palabra, en cuanto conciencia de lo que el hombre ha sido y ha hecho; ni la ciencia; ni menos la filosofía, que comprende toda esta cultura, conduciendo al hombre a reflexionar sobre su más constante naturaleza, a través de tantas actitudes de la literatura, las vicisitudes de la historia, las diversas direcciones de la ciencia, y por este gran teatro del universo del que somos espectadores y actores”.

La duda, pues, está resuelta: el contenido esencial de esa escuela media de alta selección serán los estudios humanísticos, filosóficos y lingüísticos en primer término. Estos son los que pueden formar verdaderamente al “hombre”, en el más alto sentido del término. Será sin duda una pequeña minoría, pero de auténtica y acabada formación. Obsérvese como esta postura gentiliana coincide en líneas generales, con la descripción que del concepto de “humanitas”, hace Theodor Litt en su obra “Pensiero umano e formazione tecnica”, que más adelante citaremos a menudo. Recuerda Litt que el ideal del “humanismo”, de la “cultura humanística” nace en el siglo XVIII como “contraposición” a las circunstancias sociales derivadas de la civilización de la Edad Moderna. Y agrega: “Desde Winckelmann en adelante, la acusación que los hombres de su siglo se sintieron empujados a formular frente al espectáculo de la humanidad, ha sido siempre la misma. El hombre del mundo moderno, decían está dividido en sí mismo, quebrado. Absorbido completamente en una determinada actividad unilateral y estrechamente circunscripta, impedido de cultivar algún otro aspecto de sí mismo, el individuo se ha convertido en un fragmento de aquello que estaba destinado a ser (recuérdese nuestro subrayado de Gentile: lo que el hombre debe ser) y la presión ejercitada por las obligaciones en las que se halla empeñado concluye por anular su personalidad. (Recuérdese que existe toda una “pedagogía de la personalidad”, de alto desarrollo en la Argentina, por ejemplo, sobre la base de la postura filosófica de Max Scheler). Fue la indignación suscitada de este decaimiento lo que alimentó el “pathos” del movimiento humanístico. Y observando la idea de “humanitas” en la interpretación de quien la definió filosóficamente, W. von Humboldt, aparece claro como en ella lo negativo se asocia a una instancia positiva. Cuando von Humboldt indicó los conceptos de “universalidad”, de “individualidad” y de “totalidad” como los elementos del contenido de aquella idea, es evidente que con el primer concepto entiende contraponer algo positivo a la unilateral consideración mutiladora de la humanidad de su tiempo; con el segundo se opone a un indiferenciado perfil nivelador; con el tercero a la disolución del hombre en la indeterminación. Sólo en función de una decidida crítica de la civilización moderna el ideal de la propia formación ha podido asumir este especial carácter que, en consecuencia, ha tomado vida de una antítesis, reforzada más tarde cuando, para convencerse de la posibilidad de obtener aquello de lo cual el mundo moderno aparecía desposeído, dirigió la mirada hacia una fase precedente de la evolución de la humanidad. Según una acentuada corriente, es en efecto, en la esencia y en la obra de la civilización helénica, donde se habría expresado con certeza la forma ideal de la humanidad, en el sentido que nos permite, por un lado, conocer dolorosamente nuestras limitaciones, y por otro, convencernos sobre la necesidad y posibilidad de superarlas en nombre de la “humanitas”. Así, al “ser” se contrapone el “deber ser” no como algo jamás realizado, sino más bien como una nostalgia de un bien perdido”.

Conviene en este punto que hagamos un pequeño alto y recapitulemos dos o tres conceptos esenciales. Hemos visto que Italia vive inmersa en la más plena tradición clásica (greco-latina); que Europa ha acentuado siempre, en su política educacional, la formación cultural de más acabada perfección antes que ocuparse con preferencia de una formación de masas; que el ministro Gentile, en 1923, realizó una reforma en la cual quedó bien establecida la diferencia entre una escuela secundaria de alto nivel, para una minoría seleccionada, y otras escuelas para la formación artesanal, técnica o profesional, para la masa; que los contenidos esenciales de aquella escuela secundaria de alto nivel deben serlos comúnmente llamados clásicos o humanistas: filosófico-lingüísticos ante todo; y que esta postura halla coincidencia con una visión general del mundo moderno que toma sus raíces en una angustia del hombre ante una especie de “bien perdido”, que sería aquella formación humana integral que, según parece, se ha dado a la perfección de la antigüedad helénica. Basta agregar, en este punto, que tal concepción de sentirse el hombre “partido”, ”fragmentado” no “realizado en su totalidad”, se acentúa cuando las consecuencias de la moderna ciencia experimental y del racionalismo moderno desembocan en la máxima realización tecnológica del siglo XIX conocida habitualmente como “revolución industrial”, que comienza a exigir especializaciones cada vez más crecientes, aparta al hombre de una universalidad de procesos que antes veía con claridad en forma cotidiana , y exige de los estudiosos concentraciones cada vez más rigurosas en sectores estrechos del saber.

La postura de Gentile, pues, no sería otra cosa sino buscar una adecuada “ubicación” histórica de la escuela ante los problemas de la sociedad de su tiempo. Dejemos de lado, ahora, la discusión sobre si en “su tiempo” (1923) la solución fue o no buena. Vayamos a lo que nos interesa ahora, es decir, si esa solución sigue siendo válida.

Los problemas básicos que plantea una solución del tipo de la de Gentile son dos. El primero es que una gran mayoría del pueblo queda fuera de esa formación “humana” completa que se considera como esencia del hombre, y no queda afuera por razones de menor capacidad intelectual o moral, sino simplemente por razones de estratificaciones sociales, es decir por razones económicas o de posición social. Esto es inaceptable desde un punto de vista ético que se remonta a los orígenes del Cristianismo. Podría aceptarse, con todo, que nuestra postura se halla en la zona de “lo ideal”, pero que mientras tanto es necesario moverse en los límites de “lo real”, y que dentro de nuestras estructuras político-sociales actuales es imposible lograr aquella absoluta igualdad de oportunidades que los Estados Unidos de América, por ejemplo, aún a riesgo de sacrificar las más elevadas formaciones culturales, se han puesto como objetivo básico de su Política Educacional. En consecuencia podríase aceptar que mientras se destinan los mayores esfuerzos posibles para poner nuestra estructura político-social en un punto tal que desaparezcan las estratificaciones sociales o las imposibilidades económicas, es lógico aceptar un sistema educacional que trata de dar una perfecta formación a los grupos que de una forma u otra están capacitados para recibirla.
Pero entonces nos sale al paso otro problema, el segundo. Este no depende de posturas ético-políticas, es relativamente novísimo, y tiene exigencias perentorias, puesto que de su solución depende en última instancia el destino de nuestro mundo en los próximos años.

El problema consiste en que ya no es posible mantener aquella concepción gentiliana según la cual el “hombre”auténtico, el “Hombre” con mayúscula, el “hombre” con plena conciencia, de sí, sólo se logra mediante la formación de tipo humanista, de contenidos filosófico-lingüísticos principalmente. Si aceptáramos hoy esta postura, tendríamos que aceptar que la gran mayoría de la humanidad debe quedar al margen de esa auténtica formación humana, y lo que es peor, que esta técnica de gigantesco desarrollo que el siglo XX nos muestra, y que parece capaz de destruir todo nuestro planeta en pocos instantes, debe ser guiada, manejada, desarrollada, cuidada, por seres condenados a carecer de una auténtica formación de “hombres”.
Además, sucede que las “masas”, es decir, la mayoría de los habitantes de cada país, requieren día a día una mayor preparación técnica. El avance tecnológico torna día a día inútiles los hombres sin instrucción profesional o intelectual, y esta instrucción profesional e intelectual general debe ser cada vez más alta para poder responder a las exigencias de una tecnología cada vez más complicada. ¿Qué ha de hacer el hombre, si para ser “hombre” debe requerir una formación “humanista” de contenidos filosófico-lingüísticos, y para vivir en el mundo moderno actual y poder sobrevivir como individuo y como colectividad social debe, en cambio, resignarse a ocuparse de una serie larguísima y complicadísima de problemas muy alejados de aquella tradicional formación clásica?

Ahora es cuando acudiremos a las teorías esenciales desarrolladas por Theodor Litt en su libro citado, aunque antes hemos de detenernos en dos o tres cuestiones preliminares que interesan fundamentalmente al “caso Italia”.

(1) Sería muy útil ver para completar este aspecto: La escuela y el progreso social, de J. Dewey, en su obra. Educación y Sociedad. Refleja, además, como la escuela trata de salvar esta falla de la educación general de la sociedad actual.

 

El avance tecnológico


Italia ha firmado con otras cinco naciones europeas un acuerdo económico conocido con el nombre de Mercado Común Europeo, que en sustancia, es una muestra más de esa lucha que los países de este continente vienen sosteniendo por su supervivencia. Sin embargo, Italia parece ser la nación que halla más dificultades, por el momento, para sacar todas las ventajas que el acuerdo citado promete. Entre otras dificultades, se halla la de que la próxima abolición de una serie de restricciones aduaneras pondrá a la gran industria italiana en la necesidad de competir sin protecciones aduaneras, tanto para su propio mercado interno como para salir a conquistar los mercados externos. La gran industria italiana es, sin duda alguna, fuerte y emprendedora. Sus dirigentes están dispuestos, en consecuencia, a adoptar los más modernos sistemas de producción con el fin de no quedar atrás de lo que las circunstancias exigen. La tecnología moderna brinda cada día nuevas posibilidades a la industria para abaratar los costos y mejorar la producción. Conviene recordar que se habla ya insistentemente de la “tercera revolución industrial”, es decir, la provocada por los sistemas genéricamente conocidos como “automación”. No somos nosotros entendidos en este tema ni este trabajo requiere mayores explicaciones sobre el tema pero creemos útil sintetizar nuestro punto de vista al afirmar que esta llamada “tercera revolución industrial” es la culminación del mismo proceso que nació con la ciencia experimental de la Edad Moderna, y que brinda ahora máquinas mucho más perfeccionadas que las que el siglo XIX puso en manos del hombre.

Este “maquinismo” actual, que asombra al hombre común, y aún lo desasosiega, cuando la difusión periodística le informa que un cerebro electrónico puede hacer tantos miles de operaciones matemáticas por segundo, o cuando le hace saber las posibilidades de los vuelos interespaciales, pone también en la mente de filósofos y pensadores en general de problema de la significación de la técnica en el mundo moderno. Y en la mente de los pedagogos debe nacer, en consecuencia, un problema muy inquietante. ¿Cómo hemos de lograr una adecuada preparación humana para las circunstancias históricas de nuestros días? Porque sucede algo que todavía no se ve suficientemente claro.

La difusión de la enseñanza elemental en forma “masiva”, como “obligación” para todos los hombres, nace de un concepto ético-político como fue la concepción democrática de gobierno. Pero nace también de las necesidades de un mundo en el cual el dominio de las técnicas instrumentales básicas de la cultura se hacía día a día más necesario para “todos” los hombres y no sólo para unos pocos. En el despotismo ilustrado de Carlos III de España encontramos, por ejemplo, células reales que hablan de la necesidad de la instrucción de todos los súbditos, y no justamente por convicciones de tipo de formación ciudadana o de igualdad de oportunidades, como posteriormente se adujo en las democracias decimonónicas, sino sencillamente porque los economistas de la época de Carlos III demostraron que un pueblo ignorante difícilmente podría servir para el progreso del país. Nacía, pues la época, en que una elemental instrucción era necesaria para el trabajo y el progreso individual y social.

Ese estado histórico está superado. Hoy resulta prácticamente imposible la vida corriente para un analfabeto, por ejemplo, si consideramos la vida media de los países de Occidente. Esto no se discute y más de una expresión o dicho popular confirman que tal convicción es ya materia de conocimiento universal. (Véase la cita del prof. Volpicelli sobre la desocupación que hacemos más adelante).

Pero entretanto el avance tecnológico ha mantenido su ritmo de progreso. Y ocurre ahora que el simple dominio de las técnicas instrumentales básicas de la cultura (leer, escribir, y sacar cuentas) ya no alcanza para un rendimiento eficaz en el orden social actual. No por azar ha desaparecido ahora el concepto de “semianalfabeto”, con el que se designa a la persona que no ha superado ese estado inicial en lo cultural, y que hoy constituye un problema al que se le asigna tanta importancia como el analfabetismo en el siglo pasado.

Estamos llegando pues a un momento decisivo en el que se comienza a comprender que la instrucción eficiente y amplia no es asunto que interesa solamente a los individuos por sí mismos o a una concepción ético-política como es la forma democrática de gobierno, sino que interesa también a las posibilidades de desarrollo del mundo moderno. Pongamos un ejemplo en este punto. Piénsese en un conductor de diligencia del siglo pasado, en el conductor de un ómnibus de transporte colectivo de nuestros días, y en el piloto de un modernísimo avión a reacción, equipado con radar y capaz de volar a ciegas en cualquier circunstancia.

El conductor de la diligencia podía ser un analfabeto. Condición básica era una excelente constitución física, fortaleza y un cierto coraje natural o adquirido, más dos o tres rudimentarias técnicas de manejo de bridas.

(2) Real Previsión de 3 de octubre de 1763, ídem de 5 de octubre de 1767, y Real Cédula de 12 de julio de 1781.

 

Indudablemente, el conductor de un ómnibus de transporte de pasajeros no puede, ser un analfabeto. Mil y una circunstancias reclaman de él el dominio de esta técnica elemental que es el alfabeto. Además, las técnicas empíricas necesarias para la conducción del automotor son notoriamente más complicadas que las que debía dominar el conductor de la diligencia. La fineza y coordinación intelectual que de él se requieren para conducir el automotor son incomparablemente mayores que las que se requieren para tirar o aflojar las bridas del tiro. Con todo, una elemental instrucción y un desarrollo intelectual sencillo suelen bastar para un buen conductor de automotores.

Pensemos ahora en el piloto de un moderno avión de línea. Con seguridad que no basta la escuela primaria, aún completa, para formarlo. Seguramente será necesaria la escuela secundaria más una adecuada formación técnico-profesional que ya no se podrá dar en unas cuantas lecciones empíricas sobre la misma máquina, como en el caso del conductor del automotor. Y las nuevas conquistas técnicas en este campo (radar, aviones a reacción, etc. etc.) complican día a día el panorama. Hemos llegado al punto en que miramos descender al piloto del avión con el mismo respeto con que miramos a un profesional, un ingeniero o un abogado. Y cualquiera que haya tenido la oportunidad de echar un vistazo a la cabina de comando de un avión moderno, sentirá acrecer notoriamente ese respeto. No es nada extraño pensar hoy que el piloto de un moderno avión necesite una instrucción universitaria.

Sin embargo ¿qué diferencia sustancial existe entre la función social del conductor de la vieja diligencia de caballos, el conductor del ómnibus de transporte de pasajeros y el piloto de un moderno avión de línea? En el fondo ninguna. En los tres casos la función social es la misma: transporte de pasajeros, de viajeros. La diferencia estriba en el hecho de que la técnica ha complicado cada vez más los medios de transporte, y esto exige cada día más una mayor formación cultural y profesional de los encargados de conducirlos. El ejemplo es válido para todas las restantes actividades humanas, y nos permite comprender con cuanta razón se ha dicho ya que “el obrero del futuro deberá ser un universitario”.

Llegamos pues a un punto clave: el hombre actual, frente a los avances tecnológicos del mundo moderno, requiere, en forma masiva, universal, una formación intelectual mucho mayor que la que le puede proporcionar una simple alfabetización, y, a la vez, necesita una adecuada formación técnica o profesional que le permita desenvolverse en medio de este mundo así inmerso en lo tecnológico.

Pero, entonces, recordamos que de acuerdo con la tradicional estructura escolar italiana, según palabras del gran reformador de 1923, Gentile, la esencia de la formación verdaderamente “humana” está en los contenidos “humanísticos”: filosófico-lingüísticos en primer término.

He aquí un obstáculo en medio de nuestro razonamiento. Y he aquí otro grave inconveniente: sucede que Italia se halla hoy con el problema de más de un millón y medio de desocupados, pero a la vez requiere una mano de obra altamente “calificada” que no puede encontrar fácilmente. Problema que se agravará con mayor intensidad en cuanto la alta industria comience a adoptar en gran escala los modernos sistemas de automación para hacer frente a las exigencias que hemos explicado del Mercado Común Europeo.

¿Será posible resolver estos dos problemas? ¿Será posible que el hombre viva plenamente este mundo tecnológico sin dejar por ello de ser “hombre”? ¿O será forzoso recurrir a una dramática elección: ser “hombre” retirándose del mundo, o vivir en el mundo dejando de ser “hombre? ¿O el destino de “hombres plenos” tendrá que reservarse sólo a una minoría?
Y además: ¿ cómo lograremos esta adecuada formación intelectual que se necesita en el mundo moderno conjuntamente con la necesaria formación profesional y técnica?

Toda esta es, en síntesis, la problemática que agita actualmente la estructura escolar de Italia. Con la dificultad mayor de que la adecuación de la escuela a las necesidades sociales se ve agravada por las circunstancias que explicamos al principio, derivadas de la complejidad de las estructuras escolares del mundo moderno.

La técnica y el hombre. Superación de la antinomia: Técnica V. Humanismo


Se ha dicho con insistencia que es la técnica del mundo moderno la culpable de una inadecuada formación “humana” en el más alto sentido de la palabra. Se ha querido ver en los avances tecnológicos otros tantos retrocesos en aquello que el hombre tiene de más noble, de más elevado: el espíritu. Se contrapone habitualmente la técnica y el espíritu y se suele considerar al hombre dedicado a los más altos menesteres del espíritu (se entienden habitualmente por tales las bellas artes, la música, la filosofía, etc. etc.) como el esforzado ser de nuestro tiempo que mantiene encendida la llama del espíritu frente a la gran mayoría de seres ajenos a tan nobles cuestiones y que se preocupan sólo de fabricar mejores máquinas u obtener menores costos de producción.

Se olvidan de cosas fundamentales: primera, que el hecho de que en los tiempos modernos una gran cantidad de hombres disponga de tiempo y de posibilidades para poder estudiar o al menos para desarrollar su espíritu en mejores condiciones que dos o tres siglos atrás, es una consecuencia de la estructura que dio al mundo moderno la técnica del siglo XIX, aplicada a los grandes inventos básicos de la Edad Moderna. En el mundo occidental, la cantidad de personas que pueden leer hoy libros, diarios, revistas, enterarse por la radio o el cinematógrafo de lo que ocurre en otros mundos, escuchar música, intervenir en política, o, simplemente, distraerse en momentos libres, es incalculablemente mayor que el número de quienes, tres siglos atrás, podían simplemente leer un libro. Las condiciones tecnológicas del mundo actual son la condición indispensable, pues, para que un número cada vez mayor de hombres pueda alcanzar condiciones tales como para ser realmente y esencialmente hombres (Véase, en este punto, la obra de Hessen: “Pedagogía y mundo económico”, ed. A. Armando, Roma).

La segunda cosa que se olvida es tan sencilla que parece increíble que haya que recordarla: la técnica es hija del espíritu.

Una máquina es tanto una creación del espíritu humano cuanto una obra musical, un libro o una teoría filosófica.

Una superación de este punto de vista es el que desarrolló con sumo acierto, a nuestro juicio, Theodor Litt en su obra:

“Pensiero umano e formazione técnica”, (Ed. Ar. Armando, Roma). En el primer capítulo, Litt comienza recordándonos que la “producción industrial no existiría sin la técnica, de la cual utiliza las invenciones; del mismo modo que la técnica no existiría sin las ciencias naturales, de las cuales traduce en normas de acción los resultados experimentalmente acertados”.

Pero lo fundamental (para nuestra tesis) del libro de Litt comienza a aparecer en el capítulo segundo, donde nos aclara que “aún hoy, en un mundo que contradice en todo la imagen del hombre presentada como ideal por un von Humboldt (el hombre de la formación clásica, de la “humanitas”) las fórmulas conexas con esa imagen no han desaparecido de las discusiones pedagógicas, sino que son seguidas al exponer y al justificar las exigencias de la pedagogía. En tal sentido, es ya sintomático que, hoy el término “Bildung” (formación interna) ha podido mantener la dignidad de un concepto –guía de la pedagogía”. Y luego prosigue Litt:

“Según cuanto nos es dado ver, dos son las formas en las que el pensamiento pedagógico pretende hacer valer la idea tradicional de la “humanitas”, a pesar del contraste acentuado con la realidad del mundo. En la primera forma se mantiene la firmeza de las exigencias de ese ideal “humanístico”, como la esencia del “debe ser”, sin preguntarse si el “ser” es tal que quiera o pueda permitirse esa propia realización. Lo cual, equivale, naturalmente, a la evasión en un mundo ficticio, cuya irrealidad se hará más evidente cuando el alumno egrese del ambiente donde ha sido educado y pase a vivir en el mundo concreto. En la segunda forma, en vez, se reconoce sin reservas la realidad de hecho de este mundo y su inmodificabilidad, es decir: su irreducibilidad al “deber ser”. Se busca, por lo tanto, crear más allá de este mundo concreto, una esfera que, por estar sustraída a las complicaciones y seducciones de lo concreto-existente, pueda dar un refugio al “debe ser”, y formar el lugar donde sea posible cultivarlo y desarrollarlo. En consecuencia, esta esfera no puede ser pensada sino como una esfera interior, que debe buscarse y crearse en el campo del espíritu. Saliendo de la realidad externa, que lo obliga a mentirse a sí mismo, el hombre amará retirarse en la paz que, cual refugio seguro, le vendrá ofrecida de su vida interior... En principio, el mundo exterior cesaría de funcionar allí donde interviniese el mundo interior para hacer valer sus propias exigencias, así como el mundo interior perdería su pureza si tomase contacto con el exterior, con todas sus necesidades. El dominio del hombre, por lo tanto, comenzaría allí donde concluye el dominio del elaborador de las cosas (es decir: el dominio de la técnica, del trabajo industrial) y donde se hace sentir el elaborador de las cosas, el hombre debería callar. Hecho singular un único sujeto debería, por un lado, tomar la parte de las cosas, por el otro, aquella del hombre como persona.

“Este dualismo está bien lejos de ser una mera preocupación dictada por preocupaciones pedagógicas. Ya el concepto de una escisión de la vida en dos momentos distintos aparece demasiado convincente al hombre de nuestra época. ¿Cuántos son ya los que piensan poder hallar un refugio o un alimento para el hombre sólo fuera del complejo laboral en la cual se hallan inmersos? Y esto no vale solamente para aquellos cuya vida como trabajadores está determinada por el puesto ocupado en el conjunto de una determinada estructura productiva en las cuales estructuras, es cierto, el acondicionamiento técnico de la actividad humana ha llegado a un grado extremo de precisión. Aún fuera de este campo las acciones conjuntas de las energías humanas se aproximan siempre más al modelo ofrecido por las estructuras industriales, y cuanto más se procede en esta dirección, tanto más seduce el ideal de una vida “quebrada”, entre un trabajo que mira a las cosas y un trabajo dirigido al alma. Justamente porque las opiniones de los educadores a los que hacemos referencia va decididamente al encuentro de esta orientación extrapedagógica, justamente por esto es oportuno examinar a fondo la consistencia y la validez de aquella opinión. ¿La posibilidad de una formación interior debe efectivamente excluirse de la zona del trabajo? ¿Es realmente necesario ubicarla en una zona protegida, extraña a la del trabajo?”

Como se puede advertir rápidamente, Litt concluye este razonamiento planteando el mismo interrogante que dejamos nosotros abierto al comentar la estructura educacional dada por Gentile y que, en el fondo, constituye aún el peso de la actual tradición educacional italiana, al conceder el máximo prestigio a aquella formación liceal “clásica” de puros estudios humanistas, y colocar en un segundo rango la destinada a preparar los artesanos y los técnicos necesarios para las exigencias modernas de la Italia de hoy.

A continuación, Litt se esfuerza en demostrarnos que el hombre, en su relación con “las cosas” (es decir, el hombre en sus elaboraciones artesanales, técnicas, industriales, etc.) está guiado por su voluntad, vale decir, por su espíritu, y en consecuencia, en el trabajo artesanal, técnico, industrial, el hombre es también “espíritu”. Litt demuestra primero que “en sede teórica, en el esfuerzo de conocer la naturaleza, la voluntad interviene activamente” y añade: “tanto menos se podrá prescindir de la intervención de la voluntad cuando se trata de sujetar la naturaleza al hombre en sede de acción. Quién, como inventor, sirve para los fines del hombre las materias y las energías de la naturaleza, quién, como productor pone en movimiento los procedimientos concebidos por los inventores, puede conseguir su intento sólo si, durante toda la duración de su esfuerzo intelectual y práctico, ejercita la autodisciplina necesaria para el trabajo dirigido hacia las cosas no sea alterado por nada extraño a su ánimo. (Resultará utilísimo ver, en este punto, el ensayo de Rodolfo Mondolfo: “Trabajo y conocimiento en las concepciones de la antigüedad clásica”, en “Problemas de cultura y educación” (Ed. Hachette) en el cual demuestra que “el trabajo, medio y camino de la elevación espiritual del hombre, instrumento y factor de conocimiento, creador de la cultura y del mismo poder intelectual de la humanidad” es un concepto renacentista derivado del pensamiento de la antigüedad “donde tuvo sus raíces y encontró sus afirmaciones desde los presocráticos hasta Aristóteles, Cicerón, Vitruvio y Séneca”). El gigantesco complejo de mil ramificaciones en que en el curso de pocas generaciones, se ha organizado el mundo del trabajo, puede dar todo lo que se espera de él, solamente si en todas sus partes, aún en las más periféricas y pequeñas, tiene vigencia la voluntad, que impide a cada uno de los que trabajan abandonar las funciones que le han sido confiadas... El regularse del hombre sobre la base de las cosas no es sinónimo de plegarse el hombre a una tiránica necesidad, ni de un abdicar de su voluntad... Al reconocer que, en la elaboración de las cosas la voluntad tiene la parte que hemos indicado, no se ha aclarado aún, sin embargo, si todo aquello que deriva de tal elaboración tenga un carácter positivo, neutro o negativo desde el punto de vista del valor. Podría suceder que la voluntad, ejercitándose en tal sentido, siga inclinaciones e impulsos arbitrarios de cada sujeto. Podría suceder que ella, con tal obra, promueva desarrollos tales que constituyan un peligro para el bienestar del género humano o tales de hacerlo peligrar moralmente. En síntesis, el valor de todo aquello que procede del “querer las cosas” queda siempre como algo problemático. No es necesario reflexionar mucho, sin embargo, para convencerse de la inutilidad de todas las protestas, que, por cierto, no se han cesado de elevar contra esta actividad de la voluntad. La elaboración de las cosas es obra de la voluntad que rechaza toda crítica, no del género humano, sino también y más propiamente porque responde a una exigencia interior que el hombre no puede eludir sin faltar a un aspecto esencial de su destino... Si el hombre pretendiera impedir él mismo y la Naturaleza ese acuerdo que, en sus formas límites actualmente acentuadas se ve llegar a sus últimas consecuencias, se condenaría a sí mismo a un inevitable fin”. (Concepto coincidente, por otra parte con la tesis esencial de la obra de B. Malinowski: “Una concepción científica de la cultura”, y que resulta utilísima para comprender el concepto de educación).

Y Theodor Litt concluye el capítulo segundo con este párrafo que es, en esencia, la respuesta a la pregunta que él se planteara sobre si es necesario formar al “verdadero hombre” en un plano “más allá” del mundo del trabajo, y también la respuesta a la pregunta que planteáramos nosotros sobre si era indispensable formar como “verdaderos hombres” tan sólo a una minoría: “Por lo tanto, en el conjunto de las actividades del trabajo humano que, desde la base constituida por las construcciones teoréticas de la Naturaleza, se desenvuelve en ramificaciones sin número hacia el vértice constituido por las estructuras productivas, no hay una sola que, por subordinada y secundaria que sea, no presuponga como fuerza motriz un querer la cosa (es decir, un acto de voluntad, vale decir, del espíritu), y de ninguna de ellas puede decirse que no tenga importancia para el proceso designado como “Bildung”, como formación del hombre. Cualquier cosa que ocupe al hombre como sujeto de una actividad que se suele llamar espiritual, contribuye siempre, en alguna medida, a su formación”.
A nuestro juicio, todo esto que ha desarrollado Litt quiere decir que la “auténtica formación humana”, aquella que quería Gentile par los alumnos de la escuela secundaria, aquella que han procurado siempre las instituciones escolares europeas de más alto rango, puede darse también por otras vías que por las de los estudios comúnmente llamados humanísticos: filosófico-histórico-lingüísticos. Es decir que también por medio de la preparación profesional y técnica (recuérdese da Litt: la productividad es hija de la técnica y esta de las ciencias naturales, y agregamos nosotros, las ciencias naturales, ¿no son acaso producto del espíritu, del “hombre auténtico”?) se puede lograr aquella “conciencia de sí” que distingue al hombre auténtico, según Gentile, y lo que es más importante, se puede capacitar a las “elites” dirigentes sin necesidad de formar a estas alejadas de la realidad incontrovertible del mundo actual. Y finalmente, se pueden formar los “hombres auténticos” en esa masa enorme de seres que hoy debemos preparar para afrontar las altas capacitaciones laborales del momento, sin provocar en ellos o bien una sensación de “disminución” con respecto a otros seres mejor formados o bien la necesidad de buscar “más allá” de su mundo cotidiano del trabajo, en una vida “escindida, quebrada”, como dice Litt, su auténtica formación humana.

Oigamos una vez más a Litt (capítulo tercero): “El hombre no “usa”la inteligencia técnica quedando él mismo aparte, como el ingeniero que pone en movimiento una máquina. El hombre es la inteligencia técnica, de tal forma que en las creaciones en las que actúa esta inteligencia, su humanidad está tan presente y empeñada como en cualquier otra actividad de su ser en la que fuera absurdo admitir un significado instrumental. Y puesto que el hombre, cuando ocupa su inteligencia técnica no sólo trabaja “con” ella sino vive también “en“ ella, tal inteligencia no puede producir nada sin hacerlo diverso de cómo sería sin haberlo hecho. Lo sepa o no, lo quiera o no, el hombre se modela así mismo cuando actúa como inteligencia técnica. De tal forma, se desconoce completamente la realidad cuando se piensa que se debe colocar la inteligencia técnica y la “formación del hombre sobre dos planos distintos”.

Y concluimos estas largas citas de Litt con la severa crítica que hace a la antigua concepción de la “humanitas” que ha impregnado la tradición de los estudios clásicos europeos: “Una “humanitas” que se declara incapaz de compenetrarse de una dimensión de la vida ya vivida, prácticamente insuprimible, o que piensa que interesarse de estos asuntos esté por debajo de su propia dignidad, es la más decidida contradicción de aquellos elementos que, para nuestros clásicos, eran los esenciales de la misma “humanitas”: la individualidad y la totalidad. ¿Qué clase de individualidad es aquella capaz de sostenerse sólo en una especie de isla reservada, artificialmente formada, y una totalidad que excluye sectores así vastos de la existencia?... En una palabra: lo esencial es llevar la “humanización” propiamente dentro de la formación profesional y técnica, en cambio de confinarla en un dominio extraño a ella”.

Panorama de la escuela italiana actual


Una escuela primaria, obligatoria, breve (cinco años de duración), exactamente igual para todos los habitantes del país: esta es la base de la estructura educacional italiana. Luego, un ciclo de enseñanza media, de tres años, dividido en dos ramas fundamentales: la “escuela media” propiamente dicha que abre el rumbo para la instrucción secundaria, y la escuela de “avviamento proffesionale”, con sus diversos “indirizzi”: comercial, técnico, agrario, etc. Los alumnos que concluyen este segundo tipo de enseñanza, pueden cursar luego un ciclo de dos años de estudios que les permite obtener un título superior de la misma especialidad seguida anteriormente, o, también, mediante exámenes integrativos (largos y difíciles) obtener las equivalencias necesarias para poder ingresar a la enseñanza secundaria como si hubiesen cursado la escuela media. Los alumnos que concluyen el ciclo de la “escuela media” tienen por delante el tradicional “Liceo” clásico, el Liceo científico, el Instituto Magistral para la formación de maestros elementales, y los cursos de tipo profesional, comercial y técnico. El diploma del Liceo clásico abre las puertas a cualquier Facultad, mientras los restantes permiten el ingreso a las Facultades correspondientes a cada especialización. El Instituto Magistral tiene cuatro años de plan de estudios, los restantes cursos secundarios, cinco años.

La estructura político-educacional italiana es unitaria (las escuelas de todo el país dependen del Estado nacional) y centralizada (no existen cuerpos colegiados locales, electivos o no, con autoridad para la organización escolar). En lo económico, la estructura es mixta, pues cada comuna debe atender con sus propios recursos el sostenimiento del local escolar, mientras el Estado nacional se encarga de las retribuciones al personal docente.

El Ministerio de Instrucción Pública comprende las siguientes direcciones generales: 1) de asuntos generales y de personal, 2) de instrucción elemental, 3) de instrucción media, clásica, científica y magistral, 4) de instrucción técnica, 5) de instrucción universitaria, 6) de la Antigüedad y las Bellas Artes, 7) de intercambio cultural y de las zonas de frontera, y 8) de Academias y Bibliotecas.

Colabora con el Ministerio –con carácter consultivo– el “Consejo Superior de Instrucción Pública”, compuesto por sesenta (60) miembros, dividido en tres secciones: una para la instrucción universitaria, otra para la secundaria y otra para la primaria.
La administración local de la enseñanza elemental y secundaria está a cargo de un “Proveditore agli studi” y de un “Uffcio scolastico” para cada provincia. Vale decir que cada provincia italiana constituye un “Proveditorato agli studi” cuya sede se halla en la ciudad cabeza de provincia. Vale decir que cada provincia italiana constituye un “Proveditorato agli studi” cuya sede se halla en la ciudad cabeza de provincia. Del “proveditore agli studi” dependen directamente los directores (“preside”, “direttore”, “dirigente”) de cada establecimiento de enseñanza media o secundaria de la provincia. Para la enseñanza elemental el territorio de cada “proveditorato” se divide en “circoscrizione isfettive”, a cargo de un “isfettore scolatico”, y cada una de estas circunscripciones se divide a su vez en “circoli didattici”, a cargo de “direttori didattici”. En cada círculo didáctico puede haber más de una escuela elemental, de tal manera que cada escuela elemental no tiene su propio director, salvo el caso que una escuela –por su importancia– constituya ella sola un “circolo didattico”.

Con carácter consultivo, colabora con el “Proveditore agli studi” un “Consiglio scolastico provinciale”, constituido por profesores, maestros, delegados de los municipios, y personas entendidas en asuntos pedagógicos o médico-pedagógicos, todos asignados por el Ministerio de Instrucción Pública.

(Conviene hacer presente aquí la observación que el término “provincia” tiene en Italia un sentido muy distinto que en la Argentina. Piénsese que Italia, con un territorio similar al de la provincia de Buenos Aires, cuenta en su seno con 92 provincias. Vale decir que las “provincias” en Italia equivalen, en extensión territorial, a nuestros “partidos” o “comunas”. Por otra parte, no existe en la organización política italiana nada similar a “autonomías” provinciales o “regionales”, excepción hecha de Sicilia, Cerdeña y dos zonas de frontera. De tal manera, el término “provincia” tiene sólo un significado de división administrativa).

Un esquema sintético de la organización actual de la escuela italiana, en el cual se dejan de lado algunos detalles de menor importancia, como las escuelas maternas o algunos establecimientos artísticos, sería el siguiente:

I) Escuela Elemental: 5 años, dividido en dos ciclos, de dos y tres años cada uno.

II) a) Escuela Media: 3 años.

b) Escuela de “Avviamento Profesionale”: 3 años.

III) Para los egresados de la escuela media:

a) Liceo Clásico: 5 años.

b) Liceo Científico: 5 años.

c) Istituti Tecnici: 5 años (especialidades: comercial, geometría o construcciones, agrario, náutico, femenino, industrial).

d) Istituto Magistrale: 4 años.

e) Liceo Artístico: 4 años.

IV) Para los egresados de “avviamento profesionale”:

a) Escuela Técnica: 2 años.

b) Escuela Profesional Femenina: 3 años.

c) Escuela de Magisterio para la Mujer: 2 años.

Ahora bien: los egresados de “avviamento profesionale” no siguen muy a menudo la “escuela técnica”, dado que el diploma de ella no significa una gran diferencia, en cuanto a las posibilidades que ofrece, con el diploma anterior. En cualquier forma, y aunque la sigan, siempre hallan cerrado el camino de acceso a la Universidad, a menos que rindan largos y difíciles exámenes integrativos, que requieren mucho tiempo y posibilidad de pagar profesores privados. Dados, los planes actuales, este “cierre” del camino a la Universidad es lógico, pues esta escuela no tiene por fin preparar futuros universitarios, pero la dificultad está, entonces, que a los 10 u 11 años de edad, luego de tan sólo cinco años de instrucción elemental, se debe hacer ya una primera (y definitiva, para los que no eligen la escuela media) selección de quienes han de proseguir estudios universitarios y quienes no. Aquí es donde se le podría preguntar a Gentile: ¿cómo se hace esa “adecuada selección” para elegir quienes están destinados a los estudios superiores? Lógicamente, la selección se hace exclusivamente sobre la base de estratificaciones sociales o económicas.

Conviene ahora detenerse en este punto: las Facultades que ofrecen las Universidades italianas son, básicamente, diecisiete: Jurisprudencia, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas, Medicina, Ingeniería, Ciencias Matemáticas y Físico-Naturales, Química Industrial, Farmacia, Medicina Veterinaria, Agraria, Economía y Comercio, Ciencias Estadísticas, Demográficas y Actuariales, Instituto Naval, Instituto Oriental, Arquitectura, Magisterio y Academia de Bellas Artes.

Los egresados del Liceo clásico tienen abiertas las puertas de trece Facultades: aparte de las dos antes citadas, quedan excluidas Jurisprudencia y Filosofía y Letras (conviene recordar que son Facultades de máximo prestigio y que, por otra parte, el Liceo científico no presenta en consecuencia ninguna ventaja práctica sobre el clásico, ya que los egresados del clásico pueden optar por todas las carreras que están abiertas a los egresados del científico). En Italia existen 243 Liceos científicos por cada tres liceos clásicos aproximadamente.

Los egresados de los Institutos Técnicos tienen abiertas las puertas (cada uno según su especialidad) a cinco Facultades: Agraria, Economía y Comercio, Ciencias Estadísticas, Instituto Naval e Instituto Oriental.

Los egresados del Instituto Magistral tienen abiertas las puertas a dos Facultades: Magisterio e Instituto Oriental. Vale decir que prácticamente los maestros elementales una vez en posesión de su título, no tienen otro camino sino la Facultad del Magisterio.

Los egresados del Liceo Artístico tienen abiertas las puertas de dos Facultades: Arquitectura y Academia de Bellas Artes.
Se comprende ahora lo que hemos dicho en otras páginas de este trabajo: la estructura escolar secundaria de Italia se halla firmemente establecida sobre la base tradicional de su “Liceo clásico”, con fuerte predominio de los estudios humanistas.
Sobre esto último vale la pena recapitular brevísimamente la distribución de contenidos en el Liceo clásico. Observemos este cuadro:

Primer año: total horas semanales: 27, contenidos filosófico-histórico-lingüísticos: 20, contenidos científico-matemáticos: 4, otros (religión, ed. física): 3.

Segundo año: total horas semanales: 27 (distribución igual que primer año).

Tercer año: total horas semanales: 28, contenidos filosófico-histórico-lingüísticos: 18, contenidos científico-matemáticos: 7, otros: 3.

Cuarto año: total horas semanales: 28 (distribución igual que en tercero).

Quinto año: total horas semanales: 29 (distribución igual que en cuarto, con una hora más en el primer grupo de contenidos).

Podríase agregar que en primero y segundo año, de las 20 horas semanales destinadas al grupo filosófico-histórico-lingüístico, se destinan 18 a lo lingüístico así distribuidas: 5 para italiano, 5 para latín, 4 para griego y 4 para lenguas extranjeras. En tercero, cuarto y quinto año, de las 18 horas semanales de ese grupo se destinan 11 para lo lingüístico, así distribuidas: 4 de italiano, 4 de latín y 3 de griego. Estableciendo un porcentaje, podemos decir que sobre 139 horas semanales de los cinco años del Liceo clásico, exactamente el 50,35% se destina al estudio lingüístico. El estudio del latín y el griego ocupa por sí sólo un 28,12% del total de las horas semanales del Liceo clásico.

En fin: sobre un total de 139 horas semanales, el Liceo clásico italiano destina 95 horas al grupo filosófico-histórico-lingüístico, 29 horas al grupo científico-matemático, y 15 horas a religión y educación física. Esto en números porcentuales significa: el 68,34% para el primer grupo, el 20,84% para el segundo, y el 10,79% para el tercer grupo.

Los puntos críticos


Ahora bien: ¿cuáles son los puntos claves de esta estructura escolar dentro de la problemática que hemos planteado anteriormente? Naturalmente, esos puntos clave son: la efectiva obligatoriedad escolar de ocho años, tal como lo establece la Constitución de la República en su artículo 34; la adecuada preparación profesional o técnica para capacitar la masa a las nuevas circunstancias tecnológicas de la humanidad y del país; la posibilidad de que esa formación profesional no deje de lado la auténtica formación “humana” que siempre se pretendió mediante los estudios “clásicos”; el lugar que estos estudios “clásicos” deberán ocupar en el futuro; las exigencias democráticas de no cerrar los caminos de superación a las nuevas generaciones por razones exclusivamente económicas o de estratificación social; y, por último el problema clave de todos los tiempos de la política educacional: la posibilidad de realizar todos estos ideales en medio de una realidad histórica dada e incontrovertible.

El profesor Luigi Volpicelli, en “Scuola e societá nell’Italia del dopoguerra” (Justman-Volpicelli, Ed. A. Armando, Roma) señala la “crisis de la escuela” en la necesidad básica de “masivas y honestas inversiones financieras”, para resolver los problemas esenciales de la situación escolar italiana actual, y comienza su capítulo titulado justamente “Crisis de la escuela” hablando del problema de la desocupación. Dice el profesor Volpicelli: “La encuesta parlamentaria sobre la desocupación, realizada entre los meses de junio de 1952 y 1953, anota que, aparte el número de niños entre seis y doce años que no frecuentan ninguna escuela, el 60% de los alumnos de la primera clase no consigue la licencia elemental; que el analfabetismo sobre el total de la población registra todavía un porcentaje del 11%; que casi siete décimos de la población escolar con licencia elemental no prosigue ninguna clase de estudios. Las elaboradas cifras ministeriales, es lógico, son más optimistas; pero aún así deben admitir que ‘cerca del 38% de los alumnos que ha cursado la primera elemental no llega en Italia a la quinta clase elemental’ y deben denunciar ‘el pavoroso vacío’ entre el norte y el sud, donde los puntos de la deserción escolar llegan al 64% (Catanzaro) al 65% (Caltanisseta) al 66% (Regio Calabria), al 67% (Cosenza, Agrigento).

“Con estas cifras, entramos al corazón del problema. (El subrayado es nuestro). No se debe intentar aquí una estadística y un análisis de la cultura media de los italianos, ni de su preparación a la vida política y de relación. Nos bastan los datos de la encuesta parlamentaria sobre la desocupación que daba dos millones de desocupados, los cuales, además de ser desocupados, no resultaban habilitados para algún oficio. Los inscriptos en la oficina de colocaciones resultaban en un 70% sin ninguna “calificación” profesional. El 85% de los desocupados resultaban en posesión de la sola instrucción elemental o de ninguna instrucción, y el número de los no calificados y no especializados era siempre prevalente y constante. Datos más recientes sobre la desocupación (1955) dan la cifra de dos millones doscientos dieciocho mil setenta y ocho desocupados (2.218.078) ‘así distribuidos con respecto al grado de instrucción: analfabetos: 7,95%; semianalfabetos (con frecuencia de alguna clase elemental) 35,26%; con licencia elemental: 51,55%; con licencia de avvimento proffesionale: 2,25%; con la licencia media inferior: 1,72%, con la licencia media superior: 0,70%, con laurea universitaria: 0,05%; otros: 0,52%’. Cifras de las cuales resulta que la casi totalidad de los desocupados ha frecuentado apenas la escuela elemental (92,28); que el porcentaje de desocupados con el más bajo título de estudio o aún analfabetos ha aumentado de 1952 a 1955, pasando del 93,98% al 95,28%; que, en fin, el reclamo social de mayores títulos de estudio aquel reclamo que ‘atiborra las escuelas’ como todavía se repite, está bien justificado por el hecho que la desocupación decrece a medida que aumentan los títulos de estudio. Ya los que poseen solamente la licencia de avvimento profesionale resultan desocupados apenas en un 2,25%.”.
Es decir que estamos otra vez en el nudo del problema: es necesario lograr una adecuada extensión de la escolaridad para toda la población, del país, no sólo por reclamos ético-políticos, sino por imperiosas necesidades de progreso social, individual y colectivo; es necesario capacitar profesional y técnicamente a toda la población del país para que halle su ubicación laboral, pero esta capacitación debe hacerse, ahora, en condiciones tales que permita al mayor número adecuarse a las nuevas condiciones tecnológicas de la humanidad; y entretanto es necesario que esta capacitación no frustre sus posibilidades de “auténtica formación humana”, so pena de que condenemos a la mayoría de los individuos a carecer de una auténtica formación de “hombres” o bien a que tengan que vivir una vida “quebrada”, como decía Litt, buscando su “humanidad” fuera de esa zona laboral en la cual deben hallarse por fuerza.

En estas circunstancias, la tradición escolar italiana se halla expresada con claridad en sus planes de la escuela media actual y en la alta jerarquía concedida socialmente a su Liceo clásico. Como escribe Volpicelli en la obra citada: “El triunfo del idealismo signó el triunfo de ‘una escuela media de cultura general’ como ha escrito recientemente Hugo Spirito, ‘más allá de la especialización, de la ciencia y de la técnica, que en realidad es una escuela de especialización histórico-literaria, abstraída de la vida y caída de la retórica. Cultura general ha llegado a ser sinónimo de cultura genérica e imprecisa, y la educación formativa contrapuesta a la informativa aparece siempre más deformativa, intelectual y moralmente’. Sobre la línea de la más acertada especulación pedagógica moderna, Spirito concluye con agudeza: ‘para que el equívoco sea eliminado una vez para siempre es necesario convencerse que no puede existir una escuela que sea formativa sin ser informativa, cultural sin ser instrumental, educadora de la personalidad sin ser profesional”. (El subrayado es nuestro).

Creemos, entonces, que las posturas se van aclarando y definiendo en la misma línea. Spirito, Volpicelli, todos nos dan la idea central: la técnica no se opone a la auténtica formación humana. También lo dice Mondolfo en su obra “Problemas de cultura y educación”, cuyo capítulo primero demuestra que “teoría” y “práctica” no fueron concepciones antinómicas para los filósofos helénicos, lo cual resulta de importancia decisiva frente a la concepción de las “humanitas” como un bien perdido que se dio cabalmente entre los griegos. (Ver la cita anterior de Mondolfo). Lo dice el profesor Giovanni Gozar en su obra “La instrucción profesional en Italia” Ed. UCIIIM, Roma): “Pensar que existen dos tipos de formación, uno destinado a la pura ejecutividad y el otro destinado a la formación intelectual, es tan absurdo como suponer que la mano pueda trabajar por sí misma, por simple artificio mecánico”.

Y lo dice, finalmente, con palabras perfectas, Sergio Hessen, en su obra “Pedagogía y mundo económico” (Ed. A. Armando, Roma) que concluye con este párrafo: “Ahora podemos comprender el más profundo significado de la afirmación que sostiene que la esencia de la educación ‘liberal’ o ‘general’ no está en los contenidos de la enseñanza sino en la ‘calidad’ de la enseñanza. Esa calidad tiene sus grados de realización. Qué significa tal calidad, susceptible de ser desarrollada o disminuida, ha sido explicado en nuestro análisis de la cultura concebida como el más elevado estadio –el estadio espiritual– del proceso de la educación. Hemos visto que no se puede poner objeciones contra la posibilidad de considerar la vida industrial como un adecuado objetivo de cultura. La tecnología y la economía moderna poseen muchísimos “hermosos trabajos” que incorporan las más arduas y nobles aspiraciones de la mente humana y que pueden reclamar ser ellos mismos “fuentes” eficientes de verdadera cultura. El trabajo industrial puede asumir un tal grado de creatividad que se constituya en un factor de desarrollo de la personalidad del trabajador. Un grupo de alumnos dirigido a un trabajo industrial puede transformarse en una comunidad de cooperación al servicio de los valores espirituales y no solamente de una potencia económica o política. Una cultura industrial aparece hoy cada vez más posible, aunque los caminos que llevan de esta posibilidad a su completa realización sean todavía largos y llenos de dificultades”.

En síntesis: la realidad político-social de la República de Italia señala hoy la necesidad imperiosa que el término de obligatoriedad escolar de ocho años que marca su Constitución se cumpla efectiva y realmente para toda su población. Vale decir que la obligatoriedad efectiva actual pase de los primeros años de la escuela elemental o a lo sumo de toda la escuela elemental (en los centros urbanos) a todo el ciclo de la enseñanza media.

Pero, esta enseñanza media, ¿deberá continuar como hasta hoy en su estructura de una “escuela media” que abre el rumbo para la enseñanza secundaria, ya sea clásica o técnica, y la escuela de “avviamento profesionale”, con su horizonte limitado a ella misma?

A nuestro juicio, la actual escuela de “avviamento profesionale” resulta ya insuficiente para otorgar una discreta preparación técnico-profesional en alguna de las actividades del mundo moderno, que exige día a día mayor capacidad intelectual y técnica. Por otra parte, tal como está concebida en la actualidad, no permite la prosecución de estudios superiores a quienes la concluyen, cerrando así el camino a jóvenes que una vez que han cursado ese ciclo se encuentran con capacidades o posibilidades antes no sospechadas.

La “escuela media”, entre tanto, mantiene una orientación de “tipo clásico-general”, como señalaba Spirito en la cita del profesor Volpicelli, que es inadecuada para la apertura de orientaciones hacia la enseñanza secundaria en todas sus ramas.
Uno de los puntos decisivos es, entonces, este ciclo de la escuela entre los 11 y 14 años, que preocupa actualmente a la mayoría de pedagogos y estudiosos de la política educacional italiana. Se efectúa por estos tiempos el ensayo de una “escuela media única”, de tipo orientador y vocacional, con materias opcionales que tiende a poner las bases de una futura estructura en la cual desaparezca la distinción entre “escuela media” y “escuela de avviamento profesionale”. No podemos entrar aquí en la crítica y discusión de este ensayo, que requeriría otro trabajo completo, y que tiene múltiples implicaciones en lo metodológico, didáctico y pedagógico. Lo citamos tan solo como un intento de resolver algunos de los problemas que hemos mencionado, y su orientación general (que hemos tomado del volumen “La scuola dagli 11 ai 14 anni”, de la Comisión Ministerial para el estudio de los problemas de la escuela de los 11 a los 14 años; de todo el material puesto a nuestra disposición por el director del ensayo, profesor Camillo Tamborlini; y de las visitas que hemos realizado a las escuelas donde se realiza) nos parece, en línea teórica, acertada en sus principios generales.

El punto difícil es si conviene o no realizar esta fusión absoluta del ciclo de la escuela media, o bien dejar como escuela común solamente la tradicional escuela elemental de cinco años y luego establecer la posibilidad de ciclos artesanales, técnicos o profesionales del tipo del actual “avviamento profesionale”.

Nuestra opinión –y nos vemos forzados a participar ahora, con todo respeto, de la polémica abierta en Italia sobre el tema– es decididamente a favor de una “escuela común” de ocho años de duración, es decir, que abarcará la actual escuela elemental y el actual ciclo medio. Sabemos que el profesor Luigi Volpicelli –gentilísimo y agudísimo director de nuestro modesto trabajo– no comparte nuestra opinión. Sus argumentos son sin duda muy serios, y se basan, en primer término, en una realidad incuestionable: las condiciones sociales y económicas de la Italia actual son tales que todavía no consienten obtener siquiera una eficaz obligatoriedad escolar de los cinco años de la escuela elemental. Además, ocurre efectivamente que la escuela breve, del tipo de “avviamento profesionale”, alienta a muchas familias humildes a realizar el sacrificio de enviar a sus hijos a la escuela otros tres años luego de la elemental, con el fin de lograr para ellos una preparación para la vida superior a la que podrían tener con la sola licencia elemental. Es decir que estableciendo una escuela única común de ocho años –aparte del hecho incontrovertible de la casi imposibilidad de lograrla– quizás haríamos que muchos que actualmente cursan tres años de “avviamento profesionale” luego de la escuela elemental, no cursarán los tres años subsiguientes a la quinta elemental. Y siempre nos queda el problema de tener que comenzar a formar profesionalmente las nuevas generaciones luego de ocho años de escuela.

Todo esto es cierto. Pero dos razonamientos básicos me impulsan a mantener mi opinión a favor de la escuela única de ocho años de duración. El primero es que la selección, al cabo de la escuela elemental, para proseguir la escuela media que abre el rumbo a los estudios secundarios y de ellos a la Universidad, o para cursar la escuela de “avviamento profesionale”, se realiza casi exclusivamente por razones de estratificación social o económica, lo cual es inadmisible en un régimen democrático y conspira contra la esencia misma de ese régimen, al impedir una adecuada renovación de las clases dirigentes. Por supuesto que la solución de este problema se halla fuera de la Pedagogía y aún de la política educacional, y por lo tanto fuera de los límites de este trabajo. Para impedir la circunstancia que dejo anotada, es decir, que todos los habitantes puedan efectivamente cursar los ocho años de escuela común se requiere una modificación de las condiciones socio-económicas del país, lo cual es asunto que escapa a mi competencia y al tema que me he propuesto desarrollar. Con el profesor Volpicelli coincido que en la situación actual de Italia el ideal de la escuela única de ocho años es casi una utopía, pero no puedo menos que poner en esa utopía la expresión más alta de mi fe, pues la considero de realización indispensable para una acabada estructuración democrática del país.

El segundo razonamiento que me lleva a preferir la escuela única de ocho años es el siguiente: las páginas anteriores de este trabajo han señalado la necesidad de que la preparación intelectual y técnica de los trabajadores sea cada día mayor. En efecto: las condiciones actuales del mundo del trabajo –y principalmente las condiciones futuras– toman día a día más urgente altas capacidades de todo el personal trabajador. El ejemplo del conductor de una diligencia y el piloto de un moderno avión lo comprueba. Tanto las industrias modernas como las oficinas administrativas privadas o estatales se complican cada vez más, en forma tal que las preparaciones profesionales o técnicas que pocos años atrás bastaban se tornan hoy insuficientes. Escribir a máquina, tener nociones de contabilidad elemental, una redacción aceptable y quizás conocer taquigrafía, era hasta hace poco suficiente para empleos oficinescos sencillos en el comercio o en la administración. No pasará ya mucho tiempo sin que ese bagaje se torne totalmente insuficiente. La mecanización actual de las grandes oficinas exigirá menos “especialización” quizás, menos “conocimientos” propiamente dichos, pero una alta preparación intelectual que, junto con un adiestramiento apropiado para cada caso, permita utilizar adecuadamente esas máquinas. Lo mismo sucede con el obrero de las fábricas que utilizan los más adelantados sistemas de fabricación. No por nada se ha dicho que el “obrero del futuro será un universitario”, y si volvemos al ejemplo del piloto del avión veremos que el dicho no está tan lejos de la realidad.
En consecuencia, creo que en la actualidad, antes de comenzar ningún tipo de especialización o de preparación profesional o técnica, es necesario como mínimo un ciclo de ocho años de maduración intelectual general, que permita afrontar luego el tipo de formación técnico-profesional que la vida moderna requiere. En mi opinión, los egresados de las escuelas de “avviamento profesionale” se hallarán, dentro de pocos decenios, en las mismas condiciones que esa masa enorme de “no calificados” de la actualidad, que forman la mayoría de los desocupados del país.

Naturalmente, esta solución de una escuela media única de ocho años exigiría tomar una decisión sobremanera difícil dentro de la tradición escolar italiana: el estudio del latín. Actualmente, esta lengua se comienza a estudiar desde la primera clase de la “escuela media”, y se ha convertido en una de las dificultades principales en los planes de estudio de las escuelas medias del ensayo que hemos comentado. A nuestro juicio, y dados los antecedentes sobre el verdadero sentido que se debe dar hoy a los conceptos de cultura “humanística” y “auténtica formación humana” que hemos desarrollado, el latín puede comenzar a estudiarse directamente en la enseñanza secundaria, es decir, concluido el ciclo de ocho años de escuela única, o sea después de la actual escuela media.

Los ciclos secundarios posteriores debieran –siempre a nuestro juicio– organizarse en direcciones de tipo filosófico-literario y técnico-profesional, pero en ambos casos la formación “humanista”, la “auténtica formación de hombres”, aquella “conciencia de sí” que pedía Gentile para distinguir a la verdadera “humanidad”, se deberá lograr mediante los contenidos propios de cada dirección sin pretender que esa “humanidad” se obtenga sólo mediante los contenidos llamados clásicos. Se sobreentiende que en manera alguna esto pueda significar abogar por una desaparición, desjerarquización, o desvalorización de los mismos.
Sería factible también organizar estudios técnico-profesionales más breves que el ciclo completo de la instrucción secundaria, para obtener algunas formaciones como las que se buscan hoy con las escuelas de “avviamento profesionale”, pero que, en este caso, se podrían lograr ya sobre la base de una formación previa de ocho años de duración.

Digamos finalmente que obtener una reforma escolar general italiana que aceptase estos conceptos, y que además permitiera las “masivas y honestas inversiones financieras” reclamadas por el profesor Volpicelli para evitar estériles modificaciones que no atacan al problema de fondo, significaría “ubicar” la escuela italiana en la realidad político-social que este país vive en la actualidad. Realidad que se basa sobre una estructura política democrática y sobre una estructura económica de un mundo altamente tecnificado. Para ello se necesitan dos movimientos: uno enderezado a que la sociedad italiana actual acepte con plenitud la vigencia real de esas dos estructuras, y otro destinado a vencer la barrera que significa la organización legislativa, administrativa y burocrática de la institución escolar de hoy.

En nuestra opinión, este segundo movimiento es el más difícil, pero creemos que Italia necesita imperiosamente lograr éxito en el camino de ubicar históricamente sus instituciones escolares. Recuérdese lo que hemos dicho al principio de este trabajo, sobre las ventajas que presenta la estructura político-educacional de Rusia y de los Estados Unidos de América; añádase la situación actual de todos los países europeos –urgencia de sobrevivir entre ambos colosos– y se comprenderá la razón de dicha urgencia. Alienta comprobar, sin embargo, que en el plano teórico las ideas expuestas por los hombres más representativos de la Pedagogía y la Política Educacional italiana actual señalan caminos casi siempre acertados y bien situados en nuestra realidad histórico-social.



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Junio 1993
Buenos Aires, Argentina